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¿Qué hay de malo en matar?
¿QUÉ HAY DE MALO EN MATAR?
Extracto de Ética práctica. Peter Singer.
La vida humana
La gente dice frecuentemente que la vida es sagrada. Casi nunca quieren decir eso. No
quieren decir, como parece desprenderse de sus palabras, que la vida en sí es sagrada. Si quisieran
decirlo, matar a un cerdo o arrancar una col sería tan aberrante para ellos como el asesinato de un
ser humano. Cuando la gente afirma que la vida es sagrada, lo que tienen en la cabeza es la vida
humana. Pero, ¿por qué la vida humana habría de tener valor especial?
Al discutir la doctrina de la santidad de la vida humana no usaré el término "santidad" en un
sentido específicamente religioso. Puede que la doctrina tenga un origen religioso, como sugeriré
más adelante en este capítulo, pero ahora es parte de una ética básicamente secular, y es, como
parte de la misma, como resulta hoy muy influyente. Tampoco la describiré como una concepción
que mantiene que siempre es erróneo acabar con la vida humana, pues esto implicaría el pacifismo
absoluto y hay muchos partidarios de la santidad de la vida humana que admiten que cabe matar en
legítima defensa. Podemos tomar la doctrina de la santidad de la vida humana como algo que no va
más allá de la afirmación de que la vida humana tiene algún valor especial, un valor bastante
diferente al de las vidas de otros seres vivos.
La concepción de que la vida humana tiene un valor único está profundamente enraizada en
nuestra sociedad y se encuentra incorporada en nuestro Derecho. Para comprobar cuán lejos nos
puede llevar, le recomiendo un libro notable: The Long Dying of Baby Andrew*
de Robert y Peggy
Stinson. En diciembre de 1976 Peggy Stinson, una maestra de Pennsylvania, tuvo un parto
prematuro cuando se encontraba embarazada de veinticuatro semanas. El bebé, a quien Robert y
Peggy llamaron Andrew, era difícilmente viable. A pesar de una declaración firme de ambos padres
en la que indicaban que no querían "heroísmos", los médicos a cargo de su hijo utilizaron toda la
tecnología de la medicina moderna para mantenerle vivo durante casi seis meses1
. Andrew tuvo
reposiciones periódicas. Al final de aquel periodo era claro que si lograba sobrevivir quedaría seria y
permanentemente impedido. Andrew, además, sufría considerablemente: en un momento
determinado su médico dijo a los Stinsons que debía "ser un infierno" cada vez que Andrew
respiraba. El tratamiento de Andrew costó 104.000 dólares de 1977 -hoy fácilmente excedería en
tres veces esa cantidad puesto que los cuidados intensivos para los bebés extremadamente
prematuros cuestan 1.500 dólares al día.
Andrew Stinson fue mantenido vivo contra los deseos de sus padres, a un coste financiero
significativo a pesar del sufrimiento evidente y del hecho de que, traspasado un cierto umbral,
parecía claro que nunca sería capaz de vivir una vida independiente, o de pensar y caminar al modo
en que lo hacen la mayoría de los humanos. Independientemente de que ese tratamiento a un bebé
humano sea o no lo correcto, resulta chocante el contraste con el modo indiferente en el que
*
La prolongada muerte del bebé Andrew (N. del T.).
1
El tratamiento de Andrew Stinson se describe en The Long Dying of Baby Andrew de Robert y Peggy Stinson (Boston:
Little, Brown, 1983).
1
¿Qué hay de malo en matar?
disponemos de la vida de perros vagabundos, monos de laboratorio y ganado vacuno. ¿Qué justifica
la diferencia?
En todas las sociedades que hemos conocido ha habido alguna prohibición sobre la
disposición de la vida. Se presume que ninguna sociedad sobrevive si permite a sus miembros
matarse entre sí sin restricción. Sin embargo, precisamente la cuestión sobre quién resulte
protegido es algo sobre lo que las sociedades han diferido. En muchas sociedades tribales la única
ofensa grave es matar a un miembro inocente de la propia tribu -los miembros de otras tribus
podían ser asesinados impunemente. En las naciones-estado más sofisticadas la protección se ha
extendido generalmente a todos los que están dentro de las fronteras territoriales de la nación,
aunque ha habido casos -como los estados esclavistas- en los que una minoría era excluida. Hoy en
día la mayoría de las sociedades convergen, en teoría aunque no en la práctica, en que, aparte de los
casos especiales como la autodefensa, la guerra, la pena capital y una o dos áreas restantes
dudosas, es erróneo matar seres humanos, con independencia de su raza, religión, clase o
nacionalidad. La inadecuación moral de principios más estrechos, que limitan el respeto a la vida a la
tribu, raza o nación es algo indiscutido, pero el argumento en contra del especieísmo puede suscitar
dudas sobre si la frontera de nuestra especie marca un límite más defendible al círculo de los
protegidos2
.
En este punto debemos detenernos y preguntarnos qué queremos decir con términos como
"vida humana" o "ser humano". Estos figuran de manera prominente en los debates sobre el aborto,
por ejemplo. Frecuentemente la pregunta "¿es el feto un ser humano?" se considera crucial en la
discusión sobre el aborto, pero a no ser que reflexionemos cuidadosamente sobre estos términos,
tales interrogantes no pueden ser respondidos.
Es posible dar un significado preciso a "ser humano". Podemos usarlo como equivalente de
"miembro de la especie Homo sapiens". Que un ser sea o no miembro de una especie dada es algo
que cabe determinar científicamente, mediante un examen de la naturaleza de los cromosomas en
las células de los organismos vivos. En este sentido no puede haber duda de que, desde los primeros
momentos de su existencia, un embrión concebido a partir de esperma y óvulo humanos es un ser
humano, y lo mismo cabe decir del ser humano intelectualmente discapacitado de forma más
profunda e irreparable, incluso de un bebé que nace anencefálico -literalmente, sin cerebro.
Hay otro uso del término "humano", uno que propuso Joseph Fletcher, un teólogo
protestante y ensayista prolífico sobre cuestiones éticas3
. Fletcher ha compilado una lista de lo que
él llama "indicadores de humanidad" que incluye los siguientes: autoconciencia, autocontrol,
sentido del futuro, sentido del pasado, capacidad para relacionarse con los demás, preocupación por
los demás, comunicación y curiosidad. Este es el sentido del término que tenemos en la cabeza
cuando alabamos a alguien al decir que ella es "un auténtico ser humano" o muestra "cualidades
genuinamente humanas". Al decirlo no nos referimos, por supuesto, al hecho de que la persona
pertenezca a la especie Homo sapiens, lo cual, como cuestión biológica, raramente se pone en duda.
Lo que estamos implicando es que los seres humanos típicamente poseen ciertas cualidades, y esta
persona las posee en un grado alto.
2
Para abundar más sobre este tema, véase "Todos los animales son iguales" del mismo autor.
3
El artículo de Joseph Fletcher "Indicators of Humanhood: A Tentative Profile of Man", apareció en Hastings Center
Report, 2, 5 (1972).
2
¿Qué hay de malo en matar?
Los dos sentidos de "ser humano" se solapan pero no coinciden. El embrión, el feto en los
últimos estadios, el niño intelectualmente discapacitado en grado profundo, incluso el recién nacido,
todos son indiscutiblemente miembros de la especie Homo sapiens, pero ninguno es
autoconsciente, tiene sentido del futuro o la capacidad de relacionarse con los demás. Por tanto la
elección entre los dos sentidos puede marcar una diferencia importante al responder a preguntas
como: "¿Es el feto un ser humano?".
Al escoger las palabras en una situación así, debemos optar por términos que nos permitirán
expresar lo que queremos decir claramente y que no prejuzgarán la respuesta a las cuestiones
sustantivas. Estipular que debemos usar, digamos, "humano" en el primero de los dos sentidos
recién descritos y que, por tanto, el feto es un ser humano y que el aborto es inmoral, no
funcionaría. Ni tampoco sería mejor escoger el segundo sentido y argüir sobre esta base que el
aborto es aceptable. La moralidad del aborto es una cuestión sustantiva, cuya respuesta no puede
depender de una estipulación sobre cómo debemos usar las palabras. Para evitar peticiones de
principio y para hacer claro el sentido que utilizo, por un momento dejaré de lado el escurridizo
término "humano" y lo sustituiré con dos palabras diferentes que corresponden a los dos distintos
sentidos de "humano". Para el primero de ellos, el biológico, utilizaré simplemente la expresión
engorrosa, pero por otro lado precisa "miembro de la especie Homo sapiens", mientras que para el
segundo sentido utilizaré el término "persona".
Desafortunadamente este uso de "persona" es en sí susceptible de confundir puesto que
frecuentemente se usa como si quisiera decir lo mismo que "ser humano". Pero no son
equivalentes: podría haber una persona que no es miembro de nuestra especie. Podría también
haber miembros de nuestra especie que no son personas. La palabra "persona" tiene su origen en el
término latino para designar una máscara que llevaba un actor en un drama clásico. Al ponerse
máscaras, los actores evidenciaban que hacían un papel. Subsiguientemente "persona" pasó a
querer decir alguien que juega un papel en la vida, que es un agente. De acuerdo con el Oxford
Dictionary, uno de los significados actuales del término es "un ser autoconsciente o racional". Este
sentido cuenta con precedentes filosóficos impecables. John Locke define la persona como "[u]n ser
pensante e inteligente, provisto de razón y de reflexión, y que puede considerarse asimismo como
una misma cosa pensante en diferentes tiempos y lugares"4
.
Esta definición hace de "persona" algo próximo a lo que Fletcher quería decir con "humano",
salvo que selecciona dos características cruciales -racionalidad y autoconciencia- como el núcleo del
concepto. Con mucha probabilidad Fletcher convendría en que estos dos rasgos son centrales, y que
los demás más o menos se siguen de ellos. En todo caso, propongo utilizar "persona", en el sentido
de un ser racional y autoconsciente, para englobar aquellos elementos del sentido popular de "ser
humano" que no quedan cubiertos por "miembro de la especie Homo sapiens".
El valor de la vida de los miembros de la especie Homo sapiens
Con la clarificación que hemos ganado con la digresión terminológica, y el argumento en
contra del especieísmo que se extraerá de ella, esta sección puede ser muy breve. La maldad de
4
La definición de persona de John Locke está tomada de su Essay Concerning Human Understanding, Libro II, Capítulo
27, par. 11 (hay traducción española Ensayo sobre el entendimiento humano por donde se cita de Mª Esmeralda
García, Editora Nacional, Madrid, 1980, p. 492).
3
¿Qué hay de malo en matar?
infligir daño a un ser no puede depender de la especie a la que pertenezca, ni tampoco la
incorrección de matarla. Los hechos biológicos sobre los que se traza el límite de nuestra especie no
tienen significación moral. Dar preferencia a la vida de un ser simplemente porque éste es miembro
de nuestra especie nos pondría en la misma posición que los racistas que daban prioridad a aquellos
miembros de su raza.
Para aquellos que han leído los capítulos precedentes de este libro, esta conclusión pude
parecer obvia, pues la hemos ido alcanzando gradualmente, pero difiere llamativamente de la
actitud prevalente en nuestra sociedad que, como hemos visto, trata como sagradas las vidas de
todos los miembros de nuestra especie. ¿Cómo es que nuestra sociedad ha podido llegar a aceptar
una concepción que resiste tan mal el escrutinio crítico? Un breve paréntesis histórico puede
contribuir a explicarlo.
Si nos remontamos a los orígenes de la civilización occidental, a la época griega o romana,
encontramos que la pertenencia a la especie Homo sapiens no era suficiente para garantizar que la
vida propia sería protegida. No había respeto por las vidas de los esclavos u otros bárbaros, e incluso
entre los propios griegos y romanos los menores no tenían un derecho a la vida automático. Los
griegos y romanos mataban a los menores deformados o débiles exponiéndoles a las inclemencias
en la cima de una colina. Platón y Aristóteles pensaron que el Estado debía aplicar el sacrificio de los
niños deformes5
. Los célebres códigos legislativos presuntamente redactados por Licurgo y Solón
contenían provisiones similares. En este período se pensaba que era mejor terminar una vida que
había comenzado truncada que intentar prolongarla con todos los problemas que ello podría
acarrear.
Nuestras presentes actitudes datan del advenimiento del cristianismo6
. Hubo una motivación
específicamente teológica para la insistencia cristiana sobre la importancia de la pertenencia a la
especie: la creencia de que todos los nacidos de padres humanos son inmortales y están destinados
a una eternidad de bienaventuranza o al tormento eterno. Con esta creencia, la muerte del Homo
sapiens adoptó una significación atemorizante puesto que llevaba a un ser a su destino eterno. Una
segunda doctrina cristiana que condujo a la misma conclusión fue la creencia de que puesto que
somos creados por Dios somos de su propiedad y, por tanto, que matar a un ser humano supone
usurpar el derecho de Dios de decidir cuándo debemos vivir y cuándo debemos morir. Tal y como lo
expresó Tomás de Aquino, acabar con una vida humana es un pecado contra Dios del mismo modo
que matar a un esclavo supondría un pecado contra el dueño a quien el esclavo pertenecía7
. Por
otro lado, se creía que los animales no humanos habían sido dispuestos por Dios para el dominio del
hombre como se recogía en la Biblia (Génesis 1: 29 y 9: 1-3). Por tanto, los humanos podían matarles
a discreción en la medida en que los animales no pertenecieran a otro.
Durante los siglos en los que el cristianismo dominó el pensamiento europeo, las actitudes
éticas basadas en estas doctrinas se convirtieron en parte de la ortodoxia moral incuestionada de la
5
Las tesis de Aristóteles sobre el infanticidio se encuentran en la Política, libro VII, p. 1335b; las de Platón en la
República, libro V, p. 460.
6
El apoyo de la afirmación de que nuestras presentes actitudes hacia el infanticidio son en gran medida el efecto de la
influencia del cristianismo en nuestro modo de pensar, puede encontrarse en los materiales históricos citados en la
nota 9 de "Quitar la vida: el embrión y el feto" (véase especialmente el artículo de W. L. Langer, pp. 353-355).
7
Para la declaración de Tomás de Aquino de que matar a un ser humano es una ofensa contra Dios del mismo modo
que matar al esclavo es una ofensa contra su dueño, véase la Suma de teología, 2, ii, cuestión 64, artículo 5.
4
¿Qué hay de malo en matar?
civilización europea. Hoy esa dogmática ha dejado de ser generalmente aceptada, pero las actitudes
éticas que provocó encajan con la creencia occidental profundamente aceptada del carácter único y
de los privilegios especiales de nuestra especie, y han sobrevivido. Sin embargo, ahora que estamos
reevaluando nuestra concepción especieísta de la naturaleza, es también el momento para hacer lo
propio con nuestra creencia en la santidad de las vidas de los miembros de nuestra especie.
El valor de la vida de una persona
Hemos deslindado la doctrina de la santidad de la vida en dos afirmaciones separadas,
siendo una de ellas la de que hay un valor especial en la vida de quienes son miembros de nuestra
especie, y la otra la de que hay un valor especial en la vida de una persona. Vimos que la primera
tesis no puede ser defendida. ¿Y qué hay de la segunda? ¿Hay un valor especial en la vida de un ser
racional y autoconsciente que lo distingue de un ser que es meramente sintiente?
Una línea argumentativa para responder afirmativamente a esta pregunta es la que sigue.
Un ser autoconsciente se percibe como una entidad distinta, con un pasado y un futuro. (Este es,
recuérdese, el criterio de Locke para ser persona). Un ser consciente de sí en esta forma será capaz
de tener deseos con respecto a su propio futuro. Por ejemplo, un profesor de filosofía puede tener
la esperanza de escribir un libro que demuestre la naturaleza objetiva de la ética, un estudiante
puede anhelar la licenciatura, un niño puede querer montar en avión. Quitarles la vida a cualquiera
de estas personas sin su consentimiento supone frustrar sus deseos prospectivos. Matar a un
caracol o a un bebé de un año no frustra ningún deseo de este género porque los caracoles y los
recién nacidos son incapaces de albergarlos.
Podría decirse que cuando se mata a una persona no nos quedamos con un deseo frustrado
en el mismo sentido en el que tengo una expectativa truncada cuando, estando de excursión por el
páramo y habiéndome detenido para saciar mi sed, descubro un agujero en mi cantimplora. En este
caso tengo un deseo que no puedo satisfacer y siento frustración e incomodidad por el anhelo
continuo e insatisfecho de beber agua. Cuando se me mata, mis deseos sobre el futuro no perviven
tras mi muerte, y no sufro por no haberlos colmado. Pero, ¿significa esto que impedir la satisfacción
de estos anhelos no importa?
El utilitarismo clásico, en el modo en que fue desarrollado por su padre fundador, Jeremy
Bentham, y refinado por filósofos posteriores como John Stuart Mill y Henry Sidgwick, juzga las
acciones por su tendencia a maximizar el placer o felicidad y minimizar el dolor o la infelicidad.
Términos tales como "placer" y "felicidad" carecen de precisión, pero es claro que se refieren a algo
que es experimentado o sentido – en otras palabras a estados de conciencia. De acuerdo con el
utilitarismo clásico, por lo tanto, no hay una significación directa en el hecho de que los deseos para
el futuro permanezcan sin satisfacción cuando la gente muere. Si se muere instantáneamente, que
se tuvieran o no deseos para el futuro no marca ninguna diferencia a la cantidad de placer o dolor
que se experimenta. Así que, para el utilitarista clásico, el estatuto de "persona" no es directamente
relevante para la maldad de matar.
Indirectamente, sin embargo, ser persona puede resultar importante para el utilitarista
clásico. Su relevancia surge del siguiente modo. Si soy persona tengo una concepción de mí mismo.
Sé que tengo un futuro. También sé que mi futura existencia podría ser truncada. Si creo que esto
5
¿Qué hay de malo en matar?
probablemente pasará en cualquier momento, mi existencia presente estará cargada de ansiedad y
presumiblemente la disfrutaré menos que si durante algún tiempo no pienso que es probable que
ocurra. Si tengo conocimiento de que raramente se mata a la gente como yo, me preocuparé
menos. Por tanto, el utilitarismo clásico puede defender la prohibición de matar personas sobre el
fundamento indirecto de que tal proscripción incrementará la felicidad de gente que de otro modo
se preocuparía porque puedan ser asesinados. Lo denomino un fundamento indirecto porque se
refiere no a mal directo alguno hecho a la persona matada, sino más bien a la consecuencia de ello
para los demás. Hay, por supuesto, algo extraño sobre la objeción al asesinato no porque se haya
cometido un mal a la víctima sino por el efecto que la muerte tendrá en los demás. Solo un
utilitarista clásico duro de mollera no se sentirá inquietado por esta justificación extraña.
(Recuérdese, con todo, que ahora estamos considerando sólo lo que es especialmente erróneo
acerca del asesinato de una persona. El utilitarista clásico puede, así y todo, considerar incorrecto
matar porque elimina la felicidad que la víctima habría experimentado de haber seguido viviendo.
Esta objeción al asesinato se aplicará a cualquier ser que probablemente vivirá una vida feliz, con
independencia de que sea una persona). Para nuestros actuales propósitos, sin embargo, el
argumento principal es que este fundamento indirecto aporta una razón para, bajo ciertas
condiciones, tomarse el asesinato de una persona más seriamente que la muerte de un ser que no
es persona. Si un ser es incapaz de concebirse como algo existente a lo largo del tiempo, no
necesitamos tener en cuenta la posibilidad de que se preocupe sobre la perspectiva de que su
existencia futura sea frustrada. No se puede inquietar por ello pues no tiene concepción de su
propio futuro.
He dicho que la razón indirecta del utilitarismo clásico para tomarse más en serio la muerte
de una persona que la de un ser que no es persona se da "bajo ciertas condiciones". La más obvia de
las mismas es que el asesinato pueda ser conocido por los demás, que derivarán de este
conocimiento una estimación más sombría sobre sus propias posibilidades de vivir hasta una edad
avanzada, o simplemente el temor de que puedan ser asesinados. Sin duda es posible matar en el
secreto absoluto de tal modo que nadie más se entere de que ha ocurrido un asesinato. Entonces,
esta razón indirecta contra el asesinato no sería aplicable.
Sin embargo, se debe matizar este argumento. En las circunstancias descritas en el párrafo
precedente la razón indirecta del utilitarismo clásico contra el asesinato no operaría en la medida en
que juzgamos este caso individual. Hay algo que decir, con todo, contra la aplicación del utilitarismo
sólo, o principalmente, en el nivel del caso individual. Pudiera ser que, a largo plazo, logremos
mejores resultados -mayor felicidad global- si urgimos a la gente no a juzgar cada acción individual
mediante el patrón de la utilidad, sino a pensar a partir de algunos principios más generales que
cubrirán todas o virtualmente todas las situaciones con las que probablemente se encuentren.
Se han ofrecido varias razones en favor de esta aproximación. R. M. Hare ha sugerido una
distinción útil entre dos niveles del razonamiento moral: el intuitivo y el crítico8
. Considerar, en
teoría, las posibles circunstancias en las que uno podría maximizar la utilidad mediante el asesinato
secreto de alguien que quiere seguir viviendo, es razonar en el nivel crítico. Puede ser interesante, y
8
Hare propone y defiende su concepción del razonamiento moral en dos niveles en Moral Thinking (Oxford:
Clarendon Press, 1981).
6
¿Qué hay de malo en matar?
servir de ayuda para nuestro entendimiento de la teoría ética, pensar acerca de tales casos
hipotéticos inusuales, como filósofos o simplemente como gente reflexiva, autocrítica. Sin embargo,
la elucubración moral cotidiana debe ser más intuitiva. En la vida real normalmente no podemos
prever todas las complejidades de nuestra elecciones. Simplemente no es práctico intentar calcular
las consecuencias, por anticipado, de cada opción que tomamos. Incluso si nos limitáramos a las
elecciones más significativas, existiría el peligro de que en muchos casos estaríamos haciendo el
cálculo en circunstancias menos que ideales. Podríamos estar apresurados o aturdidos. Puede ser
que sintamos enfado, o dolor o sensación de competitividad. Nuestros pensamientos podrían estar
teñidos de codicia, deseo sexual o de venganza. Nuestros propios intereses o los de aquellos a los
que amamos, tal vez estén en juego. O simplemente puede que no seamos muy buenos al pensar
acerca de tales cuestiones complejas como las probables consecuencias de una elección
significativa. Por todas estas razones Hare sugiere que será mejor si, para nuestra vida ética
cotidiana, adoptamos algunos principios éticos amplios y no nos desviamos de los mismos. Estos
principios han de incluir aquellos que, durante siglos, han tendido generalmente a producir las
mejores consecuencias, y, en la concepción de Hare, eso incluiría muchos de los principios morales
tradicionales como por ejemplo decir la verdad, mantener las promesas, no hacer daño a los demás,
etc. Respetar las vidas de aquellos que quieren seguir viviendo presumiblemente se incluiría entre
esos principios. Aunque, en el nivel crítico, podemos concebir circunstancias en las que emergerían
mejores consecuencias de la acción en contra de uno o más de uno de estos principios, la gente hará
mejor a la larga si se mantiene fiel a los principios que si no lo hace.
Bajo esta concepción, los principios morales intuitivos sensatamente elegidos deben ser
como las indicaciones de un buen entrenador de tenis a un jugador. Las instrucciones se dan con la
vista puesta sobre lo que tendrá mejores frutos la mayoría del tiempo. Se trata de una guía para
jugar "tenis porcentual". Ocasionalmente un jugador individual puede dar un golpe heterodoxo y
lograr un tanto que todo el mundo aplaude, pero si el entrenador es mínimamente competente las
desviaciones de las instrucciones dadas serán, con mayor frecuencia, tantos a favor del contrario.
Así que es mejor abandonar la idea de buscar esos golpes extravagantes. De manera similar, si nos
guiamos por un conjunto de principios intuitivos bien escogidos, podemos hacer mejor las cosas si
no intentamos calcular las consecuencias de cada opción moral relevante que debamos
implementar, si no considerar qué principios aplicar a ella, y actuar coherentemente. Quizá
ocasionalmente nos encontremos en circunstancias en las que es absolutamente claro que
desviarnos de los principios producirá un resultado mucho mejor que el que obtendríamos si nos
aferramos a ellos, y entonces puede que esté justificado que nos apartemos. Pero para la mayoría
de nosotros, la mayor parte del tiempo, tales circunstancias no surgirán y pueden ser excluidas de
nuestra reflexión. Por lo tanto, aunque en el nivel crítico el utilitarista clásico ha de admitir la
posibilidad de casos en los que sería mejor no respetar el deseo de una persona de seguir viviendo
porque esta podría ser asesinada bajo el secreto completo y una buena cantidad de miseria no
aliviada sería por ello evitada, esta clase de pensamiento no tiene lugar en el nivel intuitivo que
debe guiar nuestras acciones de todos los días. Así, como poco, puede argüir el utilitarista.
Esta es, creo, la esencia de lo que el utilitarista clásico diría acerca de la distinción entre
matar a una persona y a algún otro tipo de ser. Hay, sin embargo, otra variante del utilitarismo que
7
¿Qué hay de malo en matar?
aporta un mayor peso a la distinción. Esta otra versión juzga las acciones no por su tendencia a
maximizar el placer o minimizar el dolor, sino por cuánto concuerdan con las preferencias de todos
los seres afectados por la acción o sus consecuencias. Esta versión del utilitarismo es conocida como
"utilitarismo de la preferencia". Es utilitarismo de la preferencia, más que utilitarismo clásico, lo que
alcanzamos al universalizar nuestros propios intereses en la manera descrita en el capítulo inaugural
de este libro -si, esto es, adoptamos la estrategia plausible de tomar los intereses de una persona
como lo que esa persona prefiere, tras sopesar y reflexionar sobre los hechos relevantes,.
De acuerdo con el utilitarismo de la preferencia, una acción contraria a la preferencia de
cualquier ser es errónea salvo que sea contrapesada por preferencias contrarias. Matar a una
persona que prefiere seguir viviendo es, ceteris paribus, erróneo. Que las víctimas no permanezcan
después la acción para lamentar el hecho de que sus preferencias han sido desconsideradas, es
irrelevante. El mal se ha hecho cuando la preferencia se ha truncado.
Para los utilitaristas de la preferencia matar a una persona normalmente será peor que
quitar la vida de algún otro ser puesto que las personas, en gran medida, orientan sus preferencias
hacia el futuro. Normalmente, matar a una persona es por lo tanto violar no sólo una preferencia
sino un amplio espectro de las más centrales y significativas preferencias que un ser puede tener.
Muy frecuentemente convertirá en un sinsentido todo lo que la víctima ha pretendido hacer en los
pasados días, meses o incluso años. En contraste, los seres que no pueden verse como entidades
con un futuro no pueden tener ninguna preferencia sobre su futura existencia. Esto no niega que
tales seres puedan luchar contra una situación en la que sus vidas están en peligro, como pugna un
pez para liberarse del anzuelo en su boca. Pero esto no indica más que una preferencia porque cese
un estado de cosas que se percibe como dañino o atemorizante. Una lucha contra el peligro y el
dolor no sugiere que los peces son capaces de preferir su propia existencia futura a la no existencia.
El comportamiento de un pez en un anzuelo apunta una razón para no matarle mediante ese
método, pero no sugiere en sí una razón basada en el utilitarismo de la preferencia contra la muerte
de peces mediante una técnica que logra la muerte instantaneamente sin causar primero dolor o
angustia. (De nuevo recuérdese que aquí estamos considerando lo que hay de especialmente malo
al matar a una persona; no afirmo que nunca haya ninguna razón basada en el utilitarismo de la
preferencia contra la muerte de seres conscientes que no son personas.).
¿Tiene la persona derecho a la vida?
Aunque el utilitarismo de la preferencia aporta una razón directa para no asesinar a una
persona, algunos pueden encontrar que la razón -incluso cuando le son añadidas las importantes
razones indirectas que cualquier forma de utilitarismo tendrá en cuenta- no es suficientemente
poderosa. Incluso para el utilitarismo de la preferencia, el mal hecho a la persona asesinada es
meramente un factor a tener en cuenta y la preferencia de la víctima puede en ocasiones ser
contrapesada con las preferencias de los demás. Algunos afirman que la prohibición de matar es
más absoluta que lo que implica este tipo de cálculo utilitarista. Sentimos que nuestra vida es algo a
lo que tenemos derecho, y los derechos no son objeto de trueque con las preferencias o placeres de
los demás.
8
¿Qué hay de malo en matar?
No estoy convencido de que la noción de derecho moral sea un concepto que ayude o sea
significativo salvo cuando es usado como un modo abreviado de referirse a consideraciones morales
más fundamentales. Con todo, puesto que la idea de que tenemos "derecho a la vida" es una idea
popular, merece la pena preguntarnos si hay fundamento para atribuir derecho a la vida a las
personas, y no así a otros seres vivos.
Michael Tooley, un filósofo estadounidense contemporáneo, ha aducido que los únicos seres
que tienen derecho a la vida son aquellos que pueden concebirse como entidades distintas
existentes a lo largo del tiempo - en otras palabras, personas, tal y como hemos utilizado el término.
Su argumento se basa en la afirmación de que hay una conexión conceptual entre los deseos que un
ser es capaz de tener y los derechos que puede decirse que ese ser tiene. Tal y como Tooley lo
argumenta:
La intuición básica es que un derecho es algo que puede ser violado y que, en general, violar
el derecho de un individuo supone frustrar el deseo correspondiente. Suponga, por ejemplo,
que un coche le pertenece. Entonces me encuentro bajo la obligación prima facie de no
hurtárselo. Sin embargo, la obligación no es incondicional: depende en parte de la existencia
en ti del deseo correspondiente. Si a ti no te importa si te quito el coche o no, entonces
generalmente no violo tu derecho al hacerlo9
.
Tooley admite que es difícil formular con precisión las conexiones entre los derechos y los
deseos, porque hay casos problemáticos como la gente dormida y temporalmente inconsciente. Él
no quiere afirmar que tales personas no tienen derechos porque, en ese momento, no tienen
deseos. Así y todo, contiende Tooley, la posesión de un derecho debe, en alguna forma, vincularse
con la capacidad de tener los deseos relevantes aunque no con la posesión de los deseos actuales
mismos.
El siguiente paso es aplicar esta concepción de los derechos al caso del derecho a la vida. Por
decirlo de la manera más simple posible - más sencilla de lo que el propio Tooley hace y sin duda
demasiado simple- si el derecho a la vida es el derecho a continuar existiendo como una entidad
distinta, entonces el deseo relevante para la posesión del derecho a la vida es el deseo de continuar
existiendo como una entidad distinta. Pero solo un ser capaz de concebirse a sí mismo como una
entidad distinta existente a lo largo del tiempo -esto es, solo una persona- podría tener este deseo.
Por lo tanto sólo una persona puede tener derecho a la vida.
Así es como Tooley formuló su posición la primera vez en un artículo impactante titulado
"Abortion and Infanticide" originalmente publicado en 1972. El problema de cómo precisamente
enunciar las conexiones entre los derechos y los deseos, sin embargo, llevaron a Tooley a alterar su
posición en un libro posterior con el mismo título, Abortion and Infanticide. En él arguye que un
individuo no puede tener en un momento dado -digamos, ahora- derecho a continuar la existencia
salvo que el individuo pertenezca a una clase tal que vaya ahora en su interés el continuar
9
El artículo de Michael Tooley, "Abortion and infanticide" fue publicado originalmente en Philosophy and Public
Affairs 2 (1972). El párrafo aquí citado procede de una versión revisada que se encuentra en J. Feinberg ed., The
Problem of Abortion (Belmont, California: Wadsworth, 1973), p. 60. Su libro Abortion and Infanticide fue publicado
por Clarendon Press en Oxford en 1983.
9
¿Qué hay de malo en matar?
existiendo. Uno puede pensar que esto marca una diferencia dramática en el resultado de la
posición de Tooley, pues mientras un niño recién nacido no parecería capaz de concebirse como una
entidad distinta existente a lo largo del tiempo, comúnmente pensamos que puede ir en interés del
niño el ser salvado de la muerte, incluso si ésta hubiera sido absolutamente indolora o carente de
sufrimiento. Ciertamente pensamos esto retrospectivamente: puedo decir, si sé que estuve a punto
de morir en la infancia, que la persona que empujó mi cochecito de bebé fuera de la vía del tren de
alta velocidad es mi mayor benefactor, pues sin su resolución nunca habría tenido la vida feliz y
plena que ahora vivo. Tooley arguye, sin embargo, que la atribución retrospectiva de un interés en
la vida del niño es un error. No soy el niño a partir del que me he desarrollado. El niño no podía
esperar desarrollarse en la clase de ser que soy, o incluso en un ser intermedio entre el que ahora
soy y el niño. Ni siquiera me puedo acordar de ser el niño; no hay vínculos mentales entre nosotros.
La existencia continuada no puede ir en interés de un ser que nunca ha tenido el concepto de un yo
continuo -esto es, que nunca ha sido capaz de concebirse como existente a lo largo del tiempo. Si el
tren hubiera matado al bebé instantaneamente la muerte no habría sido contraria a sus intereses
porque el menor nunca habría tenido el concepto de existente a lo largo del tiempo. Es verdad que
entonces no estaría vivo, pero puedo decir que va en mis intereses estarlo, solo porque tengo el
concepto de un yo continuo. Puedo igualmente decir con verdad que va en mi interés que mis
padres se conocieran, porque si nunca lo hubieran hecho no habrían podido crear el embrión a partir
del que me desarrollé, y por tanto no estaría vivo. Esto no significa que la creación de este embrión
servía los intereses de ser potencial alguno que andaba merodeando, esperando a ser hecho existir.
No había tal ser y si no se me hubiera hecho existir no habría habido nadie que perdiera la vida que
he disfrutado viviendo. Del mismo modo, erramos si ahora construimos un interés en la vida futura
en el niño, quien en los primeros días tras el parto no puede poseer la idea de existencia continuada
y con quien no tengo vínculos mentales.
Por tanto en este libro Tooley alcanza, aunque mediante una ruta más tortuosa, una
conclusión que es prácticamente equivalente a la conclusión que he obtenido en este artículo. Para
contar con derecho a la vida uno ha de tener, o al menos haber tenido en un momento dado, el
concepto de disfrutar de una existencia continuada. Repárese en que esta formulación evita
cualquiera de los problemas que surgen al tratar con los durmientes y los inconscientes. Es
suficiente que hayan tenido, en un momento dado, el concepto de existencia continuada para que
nosotros seamos capaces de afirmar que la vida continua puede servir a sus intereses. Esto tiene
sentido: mi deseo de continuar viviendo -o de completar el libro que escribo, o de viajar alrededor
del mundo el próximo año- no cesa cuando no pienso conscientemente sobre esas cosas.
Frecuentemente deseamos cosas sin tener el deseo inmediatamente en nuestra cabeza. El hecho de
que tenemos el deseo es palpable si nos es recordado, o repentinamente nos vemos enfrentados a
una situación en la que hemos de escoger entre dos cursos de acción, uno de los cuales hace menos
probable la satisfacción del deseo. De manera similar, cuando nos vamos a dormir nuestros deseos
para el futuro no dejan de existir. Aun permanecerán allí cuando nos levantemos. Puesto que los
deseos son aun parte de nosotros, así también, entonces, nuestro interés en continuar viviendo
sigue siendo parte de nosotros mientras dormimos o estamos inconscientes.
10
¿Qué hay de malo en matar?
Las personas y el respeto a la autonomía
Hasta este momento nuestra discusión sobre la maldad de matar a la gente se ha centrado
en su capacidad para contemplar su futuro y tener deseos relativos al mismo. Otra implicación de
ser una persona puede ser también relevante para la incorrección de matar. Hay una rama del
pensamiento ético, asociada con Kant pero que incluye muchos escritores modernos que no son
kantianos, de acuerdo con la cual el respeto a la autonomía es un principio moral básico. Por
"autonomía" se quiere decir la capacidad de escoger, de tomar decisiones y actuar conforme a ellas.
Los seres racionales y autoconscientes presumiblemente cuentan con esta capacidad, mientras que
los seres que no pueden considerar las alternativas abiertas ante ellos no son capaces de elegir en el
sentido exigido y por tanto no pueden ser autónomos. En particular, solo un ser que puede darse
cuenta de la diferencia entre morir y continuar viviendo puede, de manera autónoma, escoger vivir.
Por tanto, matar a una persona que no elige morir supone no respetar la autonomía de esa persona,
y puesto que la opción de vivir o morir es la elección más fundamental que nadie puede hacer (es la
elección sobre la que dependen todas las demás opciones), matar a una persona que no ha elegido
morir es la violación más grave posible de la autonomía de esa persona.
No todo el mundo está de acuerdo en que el respeto por la autonomía es un principio moral
básico, o un principio moral válido en absoluto. Los utilitaristas no respetan la autonomía por sí
misma, aunque pueden dar gran peso al deseo de una persona de seguir viviendo, tanto al modo del
utilitarismo de la preferencia o como una evidencia de que la vida de la persona era, en su conjunto,
una vida feliz. Pero si somos utilitaristas de la preferencia debemos permitir que un deseo de seguir
viviendo pueda ser contrapesado por otros deseos, y si somos utilitaristas clásicos hemos de
reconocer que la gente puede estar completamente equivocada en sus expectativas de felicidad. Así
que un utilitarista, al objetar el asesinato de una persona, no puede insistir tanto en la autonomía
como aquellos que consideran que el respeto a la autonomía es un principio moral independiente. El
utilitarista clásico puede tener que aceptar que en algunos casos sería correcto matar a alguien que
no ha elegido morir, sobre la base de que esa persona de otro modo llevará una vida miserable. Esto
es verdad, sin embargo, solo en el nivel crítico del razonamiento moral. Como vimos antes, los
utilitaristas puede que incentiven a la gente a adoptar, en sus vidas cotidianas, principios que en casi
todos los casos comportarán mejores consecuencias si son seguidos que cualquier acción
alternativa. El principio de respeto a la autonomía sería un ejemplo de primer orden de tal
máxima10
.
En este punto podría ser de ayuda compendiar nuestras conclusiones acerca del valor de la
vida de una persona. Hemos visto que hay cuatro razones posibles para sostener que la vida de una
persona tiene un valor distintivo sobre, y por encima de, la vida de un ser meramente sintiente: la
preocupación del utilitarista clásico acerca de los efectos del asesinato sobre los demás, la inquietud
del utilitarista de la preferencia sobre la frustración de los deseos y planes para el futuro de la
víctima, el argumento de que la capacidad de concebirse como existente a lo largo del tiempo es
una condición necesaria para el derecho a la vida, y el respeto a la autonomía. Aunque al nivel del
razonamiento crítico, un utilitarista clásico aceptaría sólo la primera razón, indirecta, y un utilitarista
10
Para una discusión ulterior sobre el respeto a la autonomía como una objeción al asesinato, véase Johnathan
Glover, Causing Death and Saving Lives (Harmondsworth, Middlesex, England: Penguin, 1977), capítulo 5, y H. J.
McCloskey, "The Right to Life", Mind 84 (1975).
11
¿Qué hay de malo en matar?
de la preferencia solo las dos primeras razones, en el nivel intuitivo los utilitaristas de ambos tipos
probablemente también propondrían el respeto a la autonomía. La distinción entre los niveles
crítico e intuitivo nos conduce así a un mayor grado de convergencia, en el ámbito de la toma de
decisiones morales cotidianas, entre los utilitaristas y los que mantienen otras concepciones
morales, que el que encontraríamos si tomáramos en cuenta solo el nivel crítico del razonamiento.
En todo caso, ninguna de estas cuatro razones para dar una protección especial a las vidas de las
personas puede rechazarse sin más. Debemos por tanto conservarlas en la cabeza cuando volvamos
a las cuestiones prácticas que tienen que ver con matar.
Antes de hacerlo, sin embargo, aun hemos de considerar las afirmaciones acerca del valor de
la vida que no se basan ni en la pertenencia a nuestra especie ni en el hecho de ser persona.
La vida consciente
Hay muchos seres que son sintientes y capaces de experimentar placer y dolor pero que no
son racionales y autoconscientes y que por tanto no son personas. Me referiré a ellos como seres
conscientes. Muchos animales no humanos casi con total certeza pertenecen a esta categoría.
Igualmente los recién nacidos y algunos seres humanos intelectualmente discapacitados. Cuáles de
ellos exactamente carezcan de autoconciencia es algo que habremos de considerar en los próximos
capítulos. Si Tooley tiene razón, de aquellos seres que carecen de autoconciencia no puede decirse
que tienen derecho a la vida, en el sentido pleno de "derecho". Aun así, por otras razones, puede ser
incorrecto matarles. En la presente sección debemos preguntarnos si la vida de un ser que es
consciente pero no autoconsciente, tiene valor y, si la tiene, cómo el valor de esa vida se compara
con el de la vida de una persona.
¿Debemos valorar la vida consciente?
La razón más obvia para valorar la vida de un ser capaz de experimentar placer o dolor es el
placer que puede experimentar. Si valoramos nuestros propios placeres -como los de comer, el
sexo, correr a toda velocidad, y nadar en un día caluroso- entonces el aspecto universal de nuestros
juicios éticos nos exige extender nuestra evaluación positiva de nuestra propia experiencia de esos
placeres a las experiencias similares de todos los que pueden experimentarlos. Pero la muerte es el
final de todas las experiencias placenteras. Por eso el hecho de que los seres experimentarán placer
en el futuro es una razón para afirmar que estaría mal matarles. Por supuesto que un argumento
similar sobre el dolor apunta en la dirección opuesta, y es solo cuando creemos que el placer que los
seres probablemente experimentarán excede del dolor que probablemente sufrirán, cuando este
argumento contra el asesinato cuenta. Así que a lo que todo esto nos conduce es a que no debemos
truncar una vida placentera.
Esto parece suficientemente simple: valoramos el placer; matar a aquellos que viven vidas
placenteras elimina el placer que de otro modo experimentarían; por lo tanto tal asesinato es un
mal. Pero al enunciar el argumento de este modo se camufla algo que, una vez percibido, hace de la
cuestión cualquier cosa menos un asunto simple. Hay dos vías mediante las que se reduce la
cantidad de placer en el mundo: una es eliminar los placeres que surgen de las vidas de aquellos que
viven vidas placenteras; la otra es eliminar a aquellos que viven vidas placenteras. La primera deja
12
¿Qué hay de malo en matar?
como resultado seres que experimentan menos placer del que obtendrían de otro modo; la segunda
no. Esto significa que no podemos movernos automáticamente de la preferencia por una vida
placentera antes que por una vida no placentera, a la preferencia de una vida placentera antes que
por no vivir en absoluto. Y ello porque, podría objetarse, ser asesinado no nos empeora sino que nos
hace dejar de existir. Una vez que eso ocurre no habremos de añorar el placer que habríamos
experimentado.
Tal vez esto parezca un sofisma -un ejemplo de la habilidad de los filósofos académicos de
encontrar distinciones donde no hay diferencias significativas. Si esto es lo que piensa, considere el
caso opuesto: un supuesto no de reducción de placer sino de incremento. Hay dos vías para
incrementar la cantidad de placer en el mundo: una es aumentar el placer de quienes existen ahora,
la otra es incrementar el número de aquellos que vivirán vidas placenteras. Si matar a los que viven
vidas placenteras es malo por la pérdida de placer, entonces parecería bueno incrementar el
número de los que viven vidas placenteras. Podríamos hacerlo teniendo más niños, siempre que
razonablemente pudiéramos esperar que sus vidas van a ser placenteras, o criando un gran número
de animales bajo condiciones que asegurarían que sus vidas serían placenteras. ¿Pero sería
realmente bueno crear más placer mediante la creación de más seres felices?
Parece haber dos posibles aproximaciones a estas cuestiones perplejizantes. La primera es
simplemente aceptar que es bueno incrementar la cantidad de placer en el mundo mediante el
aumento del número de vidas felices, y malo reducir la cantidad de placer en el mundo mediante la
reducción del número de vidas placenteras. Esta aproximación tiene la ventaja de ser directa y
claramente consistente, pero nos exige mantener que si pudiéramos incrementar el número de
seres que viven vidas felices sin empeorar a otros, sería bueno hacerlo. Para comprobar si esta
conclusión le turba, sería de ayuda considerar un caso concreto. Imagine que una pareja trata de
decidir si tiene hijos. Suponga que, en lo que hace a su propia felicidad, las ventajas e
inconvenientes se compensan. Los niños interferirán con sus carreras en un estadio crucial de sus
vidas profesionales y tendrán que abandonar su pasatiempo favorito -el esquí de fondo- durante
unos cuantos años al menos. Al mismo tiempo, saben que, como la mayoría de los padres,
obtendrán felicidad y satisfacción de la paternidad y de verles crecer. Suponga que si los demás
serán afectados, los buenos y malos efectos se compensarán. Finalmente, considere que puesto que
la pareja podría aportarle a sus hijos un buen punto de partida en la vida, y los hijos serán
ciudadanos de un país desarrollado con un alto nivel de vida, es probable que vivirán vidas
placenteras. ¿Debe la pareja contar el placer probable futuro de sus hijos como una razón
significativa para tenerlos? Dudo que muchas parejas lo harían, pero si aceptamos la primera
aproximación deberían hacerlo.
Denominaré a esta aproximación la concepción "total", puesto que, de acuerdo a ella,
tenemos como meta el incremento de la cantidad total de placer (y reducir la cantidad total de
dolor) y somos indiferentes sobre si esto se hace incrementando el placer de los seres existentes o
el número de seres que existen.
La segunda aproximación ha de contar solo los seres que ya existen, antes de la decisión que
vamos a adoptar, o que, al menos, existen independientemente de tal decisión. Podemos
denominarla la concepción de la "existencia previa". Ésta niega que se alcance valor alguno al
13
¿Qué hay de malo en matar?
incrementar el placer creando seres adicionales. La concepción de la existencia previa armoniza
mejor con el juicio intuitivo que la mayoría de la gente tiene (pienso) según el cual las parejas no
tienen la obligación moral de tener hijos cuando éstos probablemente vivirán vidas placenteras y
nadie más se verá afectado negativamente. ¿Pero cómo casamos la concepción de la existencia
previa con nuestras intuiciones sobre el caso contrario, cuando una pareja está calibrando tener un
niño que, quizá porque heredará un defecto genético, vivirá una vida completamente miserable y
morirá antes de su segundo cumpleaños? Pensaríamos que es erróneo que lo concibieran a
sabiendas, pero si el placer que un niño posible experimentará no es una razón para traerle al
mundo, ¿por qué el dolor que un niño posible experimentará es una razón para no traerle al
mundo? La concepción de la existencia previa ha de sostener, bien que no hay nada malo en traer al
mundo a un ser miserable, o bien explicar la asimetría entre los supuestos de niños posibles que
probablemente vivirán vidas placenteras, y niños posibles que probablemente vivirán vidas
miserables. Negar que sea malo traer conscientemente al mundo a un niño miserable difícilmente
convencerá a aquellos que han adoptado la concepción de la existencia previa en primer lugar,
porque parece más coherente con sus juicios intuitivos que la concepción total; pero una explicación
convincente de la asimetría no es fácil de encontrar. Quizá lo mejor que uno pueda decir -y no es
muy bueno- es que no hay nada directamente erróneo en concebir a un niño que será miserable,
pero que una vez que tal niño existe, puesto que su vida no puede consistir sino en miseria,
debemos reducir la cantidad de dolor en el mundo mediante una eutanasia. Pero la eutanasia es un
proceso más horrendo para los padres y para otros implicados que la anticoncepción. Por tanto,
tenemos una razón indirecta para no concebir a un niño condenado a tener una existencia terrible.
¿Entonces es erróneo truncar una vida placentera? Podemos mantener que sí, tanto bajo la
concepción total como según la de la existencia previa, pero nuestras respuestas nos comprometen
a cosas distintas en cada caso. Nos cabe adoptar la aproximación de la existencia previa solo si
aceptamos que es erróneo traer al mundo a un ser miserable -o si no, dar una explicación de por
qué esto habría de ser malo, y, sin embargo, no lo sería dejar de brindar existencia a un ser cuya
vida será placentera. Alternativamente, podemos acoger la aproximación total, pero entonces
debemos aceptar que es igualmente bueno crear más seres cuyas vidas serán placenteras -y esto
tiene algunas implicaciones prácticas extrañas11
.
La comparación del valor de diferentes vidas
11
Mi discusión sobre las versiones "totales" y de la "existencia previa" del utilitarismo debe mucho a Derek Parfit. En
un primer momento intenté defender la concepción de la existencia previa en "A Utilitarian Population Principle" en
M. Bayles ed., Ethics and Population (Cambridge, Mass.: Schenkman, 1976), pero la respuesta de Parfit, "On Doing the
Best for Our Children", en ese mismo volúmen, me persuadió para cambiar mi tesis. El libro de Parfit Reasons and
Persons (Oxford: Clarendon Press, 1984), es una lectura obligatoria para cualquiera que quiera abundar en este tema
con mayor profundidad. Véase también su breve explicación de algunas de las cuestiones en "Overpopulation and the
Quality of Life", en P. Singer, ed., Applied Ethics (Oxford: Oxford University Press, 1986). Parfit utiliza el término
"afectante a la persona" en lugar de mi "existencia previa". La razón para el cambio es que la concepción no cuenta
con una referencia especial a las personas, como algo distinto de otras criaturas sintientes. La distinción entre las dos
versiones del utilitarismo parece haber sido advertida por primera vez por Henry Sidgwick, The Methods of Ethics
(London: Macmillan, 1907), pp. 414-416. Las discusiones posteriores incluyen, además de aquellas obras citadas más
arriba, J. Narveson, "Moral Problems of Population", Monist 57 (1973); T. G. Roupas, "The Value of Life", Philosophy
and Public Affairs 7 (1978); y R. I. Sikora, "Is It Wrong to Prevent the Existence of Future Generations?", en B. Barry y
R. Sikora, eds., Obligations to Future Generations (Philadelphia: Temple University Press, 1978).
14
¿Qué hay de malo en matar?
Si podemos dar una respuesta afirmativa -aunque algo titubeante- a la cuestión acerca de si
la vida de un ser que es consciente pero no autoconsciente tiene algún valor, ¿podemos igualmente
comparar el valor de diferentes vidas, en niveles distintos de conciencia y autoconciencia? Por
supuesto que no vamos a intentar asignar valores numéricos a las vidas de diferentes seres, o
incluso a producir una lista ordenada. Lo mejor que podríamos esperar es tener alguna idea de los
principios que, una vez refinados con la apropiada información detallada sobre las vidas de
diferentes seres, puede servir como base para elaborar esa lista. Pero la cuestión más fundamental
es si podemos en primer lugar aceptar la idea de ordenar el valor de distintas vidas.
Algunos afirman que es antropocentrista, incluso especieísta, hacerlo de manera jerárquica.
Si lo hacemos, inevitablemente nos colocaremos en la cumbre y a continuación, en proporción al
parecido que haya entre ellos y nosotros, otros seres que nos son más cercanos. En su lugar,
debemos reconocer que desde los puntos de vista propios de los seres diferentes, cada vida cuenta
con igual valor. Aquellos que adoptan esta perspectiva, reconocen, por supuesto, que la vida de una
persona puede incluir el estudio de la filosofía mientras que la vida de un ratón no, pero afirman que
los placeres de la vida de un ratón son todo lo que éste tiene y por tanto puede presumirse que
significan tanto para el ratón como los placeres de la vida de una persona significan para ella. No
podemos decir que una es más valiosa que la otra.
¿Es especísta juzgar que la vida de un adulto normal miembro de nuestra especie es más
valiosa que la vida de un ratón adulto normal? Sería posible defender tal juicio solo si pudiéramos
encontrar algún terreno neutral, alguna atalaya imparcial desde la que hacer la comparación.
La dificultad de encontrarlo es una dificultad práctica muy genuina, pero no estoy
convencido de que represente un problema teórico insoluble. Enunciaré la pregunta que
necesitamos hacernos del siguiente modo. Imagine que tengo la propiedad peculiar de ser capaz de
convertirme en un animal, como Puck en El sueño de una noche de verano, "Algunas veces seré un
caballo, a veces un sabueso". Y suponga que cuando soy un caballo, soy realmente un caballo con
todas las experiencias mentales de un caballo, y sólo esas, y cuando soy un ser humano tengo todas
las experiencias mentales de un ser humano, y sólo esas. Hagamos ahora la suposición adicional de
que puedo entrar en un tercer estado en el que recuerdo exactamente cómo era ser como un
caballo y cómo era ser como un ser humano. ¿Cómo resultaría ser este tercer estado? En algunos
aspectos -el grado de autoconciencia y racionalidad involucrado, por ejemplo- sería más como una
existencia humana que equina, pero no sería una existencia humana en todas las dimensiones. En
este tercer estado, entonces, podría comparar la existencia equina con la humana. Suponga que se
me da la oportunidad de otra vida, y de la opción de vivir como un caballo o como un ser humano,
siendo que las vidas son igualmente, caso de ser caballo, caso de ser humano, tan buenas como
razonablemente se puede esperar en este planeta. Entonces estaría decidiendo, en efecto, entre el
valor de la vida de un caballo (para el caballo) y el valor de la vida de un humano (para el humano).
Indudablemente, este escenario nos exige suponer un buen número de cosas que nunca
podrían pasar, y algunas de ellas provocan un gran esfuerzo imaginativo. Puede cuestionarse la
coherencia de una existencia en la que uno no es ni caballo ni humano, pero recuerda cómo es ser
como ambos. Con todo, pienso que puedo dar algún sentido a la idea de elección desde esta
15
¿Qué hay de malo en matar?
posición, y tengo bastante confianza de que desde la misma algunas formas de vida serían vistas
como preferibles a otras.
Si es verdad que podemos dar sentido a la elección entre la existencia como ratón y como
humano, entonces -cualquiera sea la forma en que finalmente se escogería- podemos dar sentido a
la idea de que la vida de una clase de animal posee mayor valor que la vida de otro, y si esto es así,
entonces la afirmación de que la vida de todo ser tiene igual valor se asienta sobre una base muy
poco firme. No podemos defender esta tesis afirmando que la vida de cada ser tiene la mayor
importancia para él, puesto que ahora aceptamos una comparación que adopta una perspectiva
más objetiva -o al menos intersubjetiva- y por tanto va más allá del valor de la vida de un ser
considerada solamente desde el punto de vista de tal ser.
Así que no habría que ser necesariamente especísta para establecer el valor de diferentes
vidas de acuerdo a un orden jerárquico. Cómo debamos hacerlo es una cuestión distinta, sobre la
cual no puedo ofrecer nada mejor que una reconstrucción imaginativa de lo que sería ser una clase
diferente de ser. Algunas comparaciones pueden ser muy difíciles. Tendríamos que decir que no
tenemos ni la más remota idea de si sería mejor para un pez ser una serpiente, si bien no
frecuentemente nos encontramos ante la tesitura de escoger entre matar a un pez o a una
serpiente. Otras comparaciones puede que no sean tan difíciles. En general parece que a mayor
desarrollo de la vida consciente del ser, mayor es el grado de autoconciencia y racionalidad y más
amplio es el rango de experiencias posibles, y mayor sería la preferencia por esa clase de vida, si uno
tuviera que escoger entre esa y ser un tipo de animal con un nivel más bajo de conciencia. ¿Pueden
los utilitaristas defender tal preferencia? En un pasaje famoso John Stuart Mill lo intentó:
Pocas criaturas humanas consentirían en transformarse en algunos de los animales inferiores
ante la promesa del más completo disfrute de los placeres de una bestia. Ningún ser humano
inteligente admitiría convertirse en un necio, ninguna persona culta querría ser un ignorante,
ninguna persona con sentimientos y conciencia querría ser egoísta y depravada, aun cuando
se le persuadiera de que el necio, el ignorante o el sinvergüenza pudieran estar más
satisfechos con su suerte que ellos con la suya... Es mejor ser un ser humano insatisfecho
que un cerdo satisfecho; mejor ser un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho. Y si el
necio o el cerdo opinan de un modo distinto es a causa de que ellos sólo conocen una cara de
la cuestión. El otro miembro de la comparación conoce ambas caras12
.
Como han señalado muchos críticos, este argumento es débil. ¿Sabe realmente Sócrates
cómo resulta ser como un tonto? ¿Puede verdaderamente experimentar las alegrías del placer
ocioso en las cosas simples, despreocupado por el deseo de entender y mejorar el mundo?
Podemos dudarlo. Pero otro aspecto significativo de este pasaje es menos frecuentemente
advertido. El argumento de Mill para preferir la vida de un ser humano antes que la de un animal
(con la que la mayoría de los lectores modernos se sentirían bastante cómodos) es exactamente
copiado por su argumento para preferir la vida de un ser humano inteligente antes que la de un
12
Este famoso pasaje de Mill comparando a Sócrates con el necio apareció en su Utilitarianism (London: J. M. Dent,
1960, originalmente publicado en 1863), pp. 8-9 (hay traducción al español de Esperanza Guisán, El utilitarismo,
Alianza, Madrid, 1984, por donde se cita, pp. 49, 51).
16
¿Qué hay de malo en matar?
necio. Dado el contexto y el modo en el que el término "necio" era comúnmente utilizado en su
época, parece probable que quisiera referirse a lo que ahora designaríamos como una persona con
una discapacidad intelectual. Con esta conclusión ulterior algunos lectores modernos se sentirán
ciertamente incómodos, pero como sugiere el argumento de Mill, no es fácil abrazar la preferencia
por la vida de un humano sobre la de un no humano, sin, al tiempo, albergar la preferencia por la
vida de un ser humano normal antes que la de otro ser humano con un nivel intelectual similar al del
no humano en la primera comparación.
El argumento de Mill es difícil de reconciliar con el utilitarismo clásico porque simplemente
no parece ser verdad que el ser más inteligente tiene necesariamente una mayor capacidad para la
felicidad, e incluso si aceptáramos que la capacidad es mayor, el hecho de que, como Mill reconoce,
esta capacidad es menos frecuentemente satisfecha (el tonto está satisfecho, Sócrates no) tendría
que ser tenido en cuenta. ¿Tendría el utilitarista de la preferencia una mejor expectativa para
defender los juicios formulados por Mill? Esto dependería de cómo comparásemos las distintas
preferencias sostenidas con grados diversos de percepción y autoconciencia. No parece imposible
que encontremos formas de priorizar tales preferencias, pero en este estadio la cuestión sigue
abierta.
17

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  • 1. ¿Qué hay de malo en matar? ¿QUÉ HAY DE MALO EN MATAR? Extracto de Ética práctica. Peter Singer. La vida humana La gente dice frecuentemente que la vida es sagrada. Casi nunca quieren decir eso. No quieren decir, como parece desprenderse de sus palabras, que la vida en sí es sagrada. Si quisieran decirlo, matar a un cerdo o arrancar una col sería tan aberrante para ellos como el asesinato de un ser humano. Cuando la gente afirma que la vida es sagrada, lo que tienen en la cabeza es la vida humana. Pero, ¿por qué la vida humana habría de tener valor especial? Al discutir la doctrina de la santidad de la vida humana no usaré el término "santidad" en un sentido específicamente religioso. Puede que la doctrina tenga un origen religioso, como sugeriré más adelante en este capítulo, pero ahora es parte de una ética básicamente secular, y es, como parte de la misma, como resulta hoy muy influyente. Tampoco la describiré como una concepción que mantiene que siempre es erróneo acabar con la vida humana, pues esto implicaría el pacifismo absoluto y hay muchos partidarios de la santidad de la vida humana que admiten que cabe matar en legítima defensa. Podemos tomar la doctrina de la santidad de la vida humana como algo que no va más allá de la afirmación de que la vida humana tiene algún valor especial, un valor bastante diferente al de las vidas de otros seres vivos. La concepción de que la vida humana tiene un valor único está profundamente enraizada en nuestra sociedad y se encuentra incorporada en nuestro Derecho. Para comprobar cuán lejos nos puede llevar, le recomiendo un libro notable: The Long Dying of Baby Andrew* de Robert y Peggy Stinson. En diciembre de 1976 Peggy Stinson, una maestra de Pennsylvania, tuvo un parto prematuro cuando se encontraba embarazada de veinticuatro semanas. El bebé, a quien Robert y Peggy llamaron Andrew, era difícilmente viable. A pesar de una declaración firme de ambos padres en la que indicaban que no querían "heroísmos", los médicos a cargo de su hijo utilizaron toda la tecnología de la medicina moderna para mantenerle vivo durante casi seis meses1 . Andrew tuvo reposiciones periódicas. Al final de aquel periodo era claro que si lograba sobrevivir quedaría seria y permanentemente impedido. Andrew, además, sufría considerablemente: en un momento determinado su médico dijo a los Stinsons que debía "ser un infierno" cada vez que Andrew respiraba. El tratamiento de Andrew costó 104.000 dólares de 1977 -hoy fácilmente excedería en tres veces esa cantidad puesto que los cuidados intensivos para los bebés extremadamente prematuros cuestan 1.500 dólares al día. Andrew Stinson fue mantenido vivo contra los deseos de sus padres, a un coste financiero significativo a pesar del sufrimiento evidente y del hecho de que, traspasado un cierto umbral, parecía claro que nunca sería capaz de vivir una vida independiente, o de pensar y caminar al modo en que lo hacen la mayoría de los humanos. Independientemente de que ese tratamiento a un bebé humano sea o no lo correcto, resulta chocante el contraste con el modo indiferente en el que * La prolongada muerte del bebé Andrew (N. del T.). 1 El tratamiento de Andrew Stinson se describe en The Long Dying of Baby Andrew de Robert y Peggy Stinson (Boston: Little, Brown, 1983). 1
  • 2. ¿Qué hay de malo en matar? disponemos de la vida de perros vagabundos, monos de laboratorio y ganado vacuno. ¿Qué justifica la diferencia? En todas las sociedades que hemos conocido ha habido alguna prohibición sobre la disposición de la vida. Se presume que ninguna sociedad sobrevive si permite a sus miembros matarse entre sí sin restricción. Sin embargo, precisamente la cuestión sobre quién resulte protegido es algo sobre lo que las sociedades han diferido. En muchas sociedades tribales la única ofensa grave es matar a un miembro inocente de la propia tribu -los miembros de otras tribus podían ser asesinados impunemente. En las naciones-estado más sofisticadas la protección se ha extendido generalmente a todos los que están dentro de las fronteras territoriales de la nación, aunque ha habido casos -como los estados esclavistas- en los que una minoría era excluida. Hoy en día la mayoría de las sociedades convergen, en teoría aunque no en la práctica, en que, aparte de los casos especiales como la autodefensa, la guerra, la pena capital y una o dos áreas restantes dudosas, es erróneo matar seres humanos, con independencia de su raza, religión, clase o nacionalidad. La inadecuación moral de principios más estrechos, que limitan el respeto a la vida a la tribu, raza o nación es algo indiscutido, pero el argumento en contra del especieísmo puede suscitar dudas sobre si la frontera de nuestra especie marca un límite más defendible al círculo de los protegidos2 . En este punto debemos detenernos y preguntarnos qué queremos decir con términos como "vida humana" o "ser humano". Estos figuran de manera prominente en los debates sobre el aborto, por ejemplo. Frecuentemente la pregunta "¿es el feto un ser humano?" se considera crucial en la discusión sobre el aborto, pero a no ser que reflexionemos cuidadosamente sobre estos términos, tales interrogantes no pueden ser respondidos. Es posible dar un significado preciso a "ser humano". Podemos usarlo como equivalente de "miembro de la especie Homo sapiens". Que un ser sea o no miembro de una especie dada es algo que cabe determinar científicamente, mediante un examen de la naturaleza de los cromosomas en las células de los organismos vivos. En este sentido no puede haber duda de que, desde los primeros momentos de su existencia, un embrión concebido a partir de esperma y óvulo humanos es un ser humano, y lo mismo cabe decir del ser humano intelectualmente discapacitado de forma más profunda e irreparable, incluso de un bebé que nace anencefálico -literalmente, sin cerebro. Hay otro uso del término "humano", uno que propuso Joseph Fletcher, un teólogo protestante y ensayista prolífico sobre cuestiones éticas3 . Fletcher ha compilado una lista de lo que él llama "indicadores de humanidad" que incluye los siguientes: autoconciencia, autocontrol, sentido del futuro, sentido del pasado, capacidad para relacionarse con los demás, preocupación por los demás, comunicación y curiosidad. Este es el sentido del término que tenemos en la cabeza cuando alabamos a alguien al decir que ella es "un auténtico ser humano" o muestra "cualidades genuinamente humanas". Al decirlo no nos referimos, por supuesto, al hecho de que la persona pertenezca a la especie Homo sapiens, lo cual, como cuestión biológica, raramente se pone en duda. Lo que estamos implicando es que los seres humanos típicamente poseen ciertas cualidades, y esta persona las posee en un grado alto. 2 Para abundar más sobre este tema, véase "Todos los animales son iguales" del mismo autor. 3 El artículo de Joseph Fletcher "Indicators of Humanhood: A Tentative Profile of Man", apareció en Hastings Center Report, 2, 5 (1972). 2
  • 3. ¿Qué hay de malo en matar? Los dos sentidos de "ser humano" se solapan pero no coinciden. El embrión, el feto en los últimos estadios, el niño intelectualmente discapacitado en grado profundo, incluso el recién nacido, todos son indiscutiblemente miembros de la especie Homo sapiens, pero ninguno es autoconsciente, tiene sentido del futuro o la capacidad de relacionarse con los demás. Por tanto la elección entre los dos sentidos puede marcar una diferencia importante al responder a preguntas como: "¿Es el feto un ser humano?". Al escoger las palabras en una situación así, debemos optar por términos que nos permitirán expresar lo que queremos decir claramente y que no prejuzgarán la respuesta a las cuestiones sustantivas. Estipular que debemos usar, digamos, "humano" en el primero de los dos sentidos recién descritos y que, por tanto, el feto es un ser humano y que el aborto es inmoral, no funcionaría. Ni tampoco sería mejor escoger el segundo sentido y argüir sobre esta base que el aborto es aceptable. La moralidad del aborto es una cuestión sustantiva, cuya respuesta no puede depender de una estipulación sobre cómo debemos usar las palabras. Para evitar peticiones de principio y para hacer claro el sentido que utilizo, por un momento dejaré de lado el escurridizo término "humano" y lo sustituiré con dos palabras diferentes que corresponden a los dos distintos sentidos de "humano". Para el primero de ellos, el biológico, utilizaré simplemente la expresión engorrosa, pero por otro lado precisa "miembro de la especie Homo sapiens", mientras que para el segundo sentido utilizaré el término "persona". Desafortunadamente este uso de "persona" es en sí susceptible de confundir puesto que frecuentemente se usa como si quisiera decir lo mismo que "ser humano". Pero no son equivalentes: podría haber una persona que no es miembro de nuestra especie. Podría también haber miembros de nuestra especie que no son personas. La palabra "persona" tiene su origen en el término latino para designar una máscara que llevaba un actor en un drama clásico. Al ponerse máscaras, los actores evidenciaban que hacían un papel. Subsiguientemente "persona" pasó a querer decir alguien que juega un papel en la vida, que es un agente. De acuerdo con el Oxford Dictionary, uno de los significados actuales del término es "un ser autoconsciente o racional". Este sentido cuenta con precedentes filosóficos impecables. John Locke define la persona como "[u]n ser pensante e inteligente, provisto de razón y de reflexión, y que puede considerarse asimismo como una misma cosa pensante en diferentes tiempos y lugares"4 . Esta definición hace de "persona" algo próximo a lo que Fletcher quería decir con "humano", salvo que selecciona dos características cruciales -racionalidad y autoconciencia- como el núcleo del concepto. Con mucha probabilidad Fletcher convendría en que estos dos rasgos son centrales, y que los demás más o menos se siguen de ellos. En todo caso, propongo utilizar "persona", en el sentido de un ser racional y autoconsciente, para englobar aquellos elementos del sentido popular de "ser humano" que no quedan cubiertos por "miembro de la especie Homo sapiens". El valor de la vida de los miembros de la especie Homo sapiens Con la clarificación que hemos ganado con la digresión terminológica, y el argumento en contra del especieísmo que se extraerá de ella, esta sección puede ser muy breve. La maldad de 4 La definición de persona de John Locke está tomada de su Essay Concerning Human Understanding, Libro II, Capítulo 27, par. 11 (hay traducción española Ensayo sobre el entendimiento humano por donde se cita de Mª Esmeralda García, Editora Nacional, Madrid, 1980, p. 492). 3
  • 4. ¿Qué hay de malo en matar? infligir daño a un ser no puede depender de la especie a la que pertenezca, ni tampoco la incorrección de matarla. Los hechos biológicos sobre los que se traza el límite de nuestra especie no tienen significación moral. Dar preferencia a la vida de un ser simplemente porque éste es miembro de nuestra especie nos pondría en la misma posición que los racistas que daban prioridad a aquellos miembros de su raza. Para aquellos que han leído los capítulos precedentes de este libro, esta conclusión pude parecer obvia, pues la hemos ido alcanzando gradualmente, pero difiere llamativamente de la actitud prevalente en nuestra sociedad que, como hemos visto, trata como sagradas las vidas de todos los miembros de nuestra especie. ¿Cómo es que nuestra sociedad ha podido llegar a aceptar una concepción que resiste tan mal el escrutinio crítico? Un breve paréntesis histórico puede contribuir a explicarlo. Si nos remontamos a los orígenes de la civilización occidental, a la época griega o romana, encontramos que la pertenencia a la especie Homo sapiens no era suficiente para garantizar que la vida propia sería protegida. No había respeto por las vidas de los esclavos u otros bárbaros, e incluso entre los propios griegos y romanos los menores no tenían un derecho a la vida automático. Los griegos y romanos mataban a los menores deformados o débiles exponiéndoles a las inclemencias en la cima de una colina. Platón y Aristóteles pensaron que el Estado debía aplicar el sacrificio de los niños deformes5 . Los célebres códigos legislativos presuntamente redactados por Licurgo y Solón contenían provisiones similares. En este período se pensaba que era mejor terminar una vida que había comenzado truncada que intentar prolongarla con todos los problemas que ello podría acarrear. Nuestras presentes actitudes datan del advenimiento del cristianismo6 . Hubo una motivación específicamente teológica para la insistencia cristiana sobre la importancia de la pertenencia a la especie: la creencia de que todos los nacidos de padres humanos son inmortales y están destinados a una eternidad de bienaventuranza o al tormento eterno. Con esta creencia, la muerte del Homo sapiens adoptó una significación atemorizante puesto que llevaba a un ser a su destino eterno. Una segunda doctrina cristiana que condujo a la misma conclusión fue la creencia de que puesto que somos creados por Dios somos de su propiedad y, por tanto, que matar a un ser humano supone usurpar el derecho de Dios de decidir cuándo debemos vivir y cuándo debemos morir. Tal y como lo expresó Tomás de Aquino, acabar con una vida humana es un pecado contra Dios del mismo modo que matar a un esclavo supondría un pecado contra el dueño a quien el esclavo pertenecía7 . Por otro lado, se creía que los animales no humanos habían sido dispuestos por Dios para el dominio del hombre como se recogía en la Biblia (Génesis 1: 29 y 9: 1-3). Por tanto, los humanos podían matarles a discreción en la medida en que los animales no pertenecieran a otro. Durante los siglos en los que el cristianismo dominó el pensamiento europeo, las actitudes éticas basadas en estas doctrinas se convirtieron en parte de la ortodoxia moral incuestionada de la 5 Las tesis de Aristóteles sobre el infanticidio se encuentran en la Política, libro VII, p. 1335b; las de Platón en la República, libro V, p. 460. 6 El apoyo de la afirmación de que nuestras presentes actitudes hacia el infanticidio son en gran medida el efecto de la influencia del cristianismo en nuestro modo de pensar, puede encontrarse en los materiales históricos citados en la nota 9 de "Quitar la vida: el embrión y el feto" (véase especialmente el artículo de W. L. Langer, pp. 353-355). 7 Para la declaración de Tomás de Aquino de que matar a un ser humano es una ofensa contra Dios del mismo modo que matar al esclavo es una ofensa contra su dueño, véase la Suma de teología, 2, ii, cuestión 64, artículo 5. 4
  • 5. ¿Qué hay de malo en matar? civilización europea. Hoy esa dogmática ha dejado de ser generalmente aceptada, pero las actitudes éticas que provocó encajan con la creencia occidental profundamente aceptada del carácter único y de los privilegios especiales de nuestra especie, y han sobrevivido. Sin embargo, ahora que estamos reevaluando nuestra concepción especieísta de la naturaleza, es también el momento para hacer lo propio con nuestra creencia en la santidad de las vidas de los miembros de nuestra especie. El valor de la vida de una persona Hemos deslindado la doctrina de la santidad de la vida en dos afirmaciones separadas, siendo una de ellas la de que hay un valor especial en la vida de quienes son miembros de nuestra especie, y la otra la de que hay un valor especial en la vida de una persona. Vimos que la primera tesis no puede ser defendida. ¿Y qué hay de la segunda? ¿Hay un valor especial en la vida de un ser racional y autoconsciente que lo distingue de un ser que es meramente sintiente? Una línea argumentativa para responder afirmativamente a esta pregunta es la que sigue. Un ser autoconsciente se percibe como una entidad distinta, con un pasado y un futuro. (Este es, recuérdese, el criterio de Locke para ser persona). Un ser consciente de sí en esta forma será capaz de tener deseos con respecto a su propio futuro. Por ejemplo, un profesor de filosofía puede tener la esperanza de escribir un libro que demuestre la naturaleza objetiva de la ética, un estudiante puede anhelar la licenciatura, un niño puede querer montar en avión. Quitarles la vida a cualquiera de estas personas sin su consentimiento supone frustrar sus deseos prospectivos. Matar a un caracol o a un bebé de un año no frustra ningún deseo de este género porque los caracoles y los recién nacidos son incapaces de albergarlos. Podría decirse que cuando se mata a una persona no nos quedamos con un deseo frustrado en el mismo sentido en el que tengo una expectativa truncada cuando, estando de excursión por el páramo y habiéndome detenido para saciar mi sed, descubro un agujero en mi cantimplora. En este caso tengo un deseo que no puedo satisfacer y siento frustración e incomodidad por el anhelo continuo e insatisfecho de beber agua. Cuando se me mata, mis deseos sobre el futuro no perviven tras mi muerte, y no sufro por no haberlos colmado. Pero, ¿significa esto que impedir la satisfacción de estos anhelos no importa? El utilitarismo clásico, en el modo en que fue desarrollado por su padre fundador, Jeremy Bentham, y refinado por filósofos posteriores como John Stuart Mill y Henry Sidgwick, juzga las acciones por su tendencia a maximizar el placer o felicidad y minimizar el dolor o la infelicidad. Términos tales como "placer" y "felicidad" carecen de precisión, pero es claro que se refieren a algo que es experimentado o sentido – en otras palabras a estados de conciencia. De acuerdo con el utilitarismo clásico, por lo tanto, no hay una significación directa en el hecho de que los deseos para el futuro permanezcan sin satisfacción cuando la gente muere. Si se muere instantáneamente, que se tuvieran o no deseos para el futuro no marca ninguna diferencia a la cantidad de placer o dolor que se experimenta. Así que, para el utilitarista clásico, el estatuto de "persona" no es directamente relevante para la maldad de matar. Indirectamente, sin embargo, ser persona puede resultar importante para el utilitarista clásico. Su relevancia surge del siguiente modo. Si soy persona tengo una concepción de mí mismo. Sé que tengo un futuro. También sé que mi futura existencia podría ser truncada. Si creo que esto 5
  • 6. ¿Qué hay de malo en matar? probablemente pasará en cualquier momento, mi existencia presente estará cargada de ansiedad y presumiblemente la disfrutaré menos que si durante algún tiempo no pienso que es probable que ocurra. Si tengo conocimiento de que raramente se mata a la gente como yo, me preocuparé menos. Por tanto, el utilitarismo clásico puede defender la prohibición de matar personas sobre el fundamento indirecto de que tal proscripción incrementará la felicidad de gente que de otro modo se preocuparía porque puedan ser asesinados. Lo denomino un fundamento indirecto porque se refiere no a mal directo alguno hecho a la persona matada, sino más bien a la consecuencia de ello para los demás. Hay, por supuesto, algo extraño sobre la objeción al asesinato no porque se haya cometido un mal a la víctima sino por el efecto que la muerte tendrá en los demás. Solo un utilitarista clásico duro de mollera no se sentirá inquietado por esta justificación extraña. (Recuérdese, con todo, que ahora estamos considerando sólo lo que es especialmente erróneo acerca del asesinato de una persona. El utilitarista clásico puede, así y todo, considerar incorrecto matar porque elimina la felicidad que la víctima habría experimentado de haber seguido viviendo. Esta objeción al asesinato se aplicará a cualquier ser que probablemente vivirá una vida feliz, con independencia de que sea una persona). Para nuestros actuales propósitos, sin embargo, el argumento principal es que este fundamento indirecto aporta una razón para, bajo ciertas condiciones, tomarse el asesinato de una persona más seriamente que la muerte de un ser que no es persona. Si un ser es incapaz de concebirse como algo existente a lo largo del tiempo, no necesitamos tener en cuenta la posibilidad de que se preocupe sobre la perspectiva de que su existencia futura sea frustrada. No se puede inquietar por ello pues no tiene concepción de su propio futuro. He dicho que la razón indirecta del utilitarismo clásico para tomarse más en serio la muerte de una persona que la de un ser que no es persona se da "bajo ciertas condiciones". La más obvia de las mismas es que el asesinato pueda ser conocido por los demás, que derivarán de este conocimiento una estimación más sombría sobre sus propias posibilidades de vivir hasta una edad avanzada, o simplemente el temor de que puedan ser asesinados. Sin duda es posible matar en el secreto absoluto de tal modo que nadie más se entere de que ha ocurrido un asesinato. Entonces, esta razón indirecta contra el asesinato no sería aplicable. Sin embargo, se debe matizar este argumento. En las circunstancias descritas en el párrafo precedente la razón indirecta del utilitarismo clásico contra el asesinato no operaría en la medida en que juzgamos este caso individual. Hay algo que decir, con todo, contra la aplicación del utilitarismo sólo, o principalmente, en el nivel del caso individual. Pudiera ser que, a largo plazo, logremos mejores resultados -mayor felicidad global- si urgimos a la gente no a juzgar cada acción individual mediante el patrón de la utilidad, sino a pensar a partir de algunos principios más generales que cubrirán todas o virtualmente todas las situaciones con las que probablemente se encuentren. Se han ofrecido varias razones en favor de esta aproximación. R. M. Hare ha sugerido una distinción útil entre dos niveles del razonamiento moral: el intuitivo y el crítico8 . Considerar, en teoría, las posibles circunstancias en las que uno podría maximizar la utilidad mediante el asesinato secreto de alguien que quiere seguir viviendo, es razonar en el nivel crítico. Puede ser interesante, y 8 Hare propone y defiende su concepción del razonamiento moral en dos niveles en Moral Thinking (Oxford: Clarendon Press, 1981). 6
  • 7. ¿Qué hay de malo en matar? servir de ayuda para nuestro entendimiento de la teoría ética, pensar acerca de tales casos hipotéticos inusuales, como filósofos o simplemente como gente reflexiva, autocrítica. Sin embargo, la elucubración moral cotidiana debe ser más intuitiva. En la vida real normalmente no podemos prever todas las complejidades de nuestra elecciones. Simplemente no es práctico intentar calcular las consecuencias, por anticipado, de cada opción que tomamos. Incluso si nos limitáramos a las elecciones más significativas, existiría el peligro de que en muchos casos estaríamos haciendo el cálculo en circunstancias menos que ideales. Podríamos estar apresurados o aturdidos. Puede ser que sintamos enfado, o dolor o sensación de competitividad. Nuestros pensamientos podrían estar teñidos de codicia, deseo sexual o de venganza. Nuestros propios intereses o los de aquellos a los que amamos, tal vez estén en juego. O simplemente puede que no seamos muy buenos al pensar acerca de tales cuestiones complejas como las probables consecuencias de una elección significativa. Por todas estas razones Hare sugiere que será mejor si, para nuestra vida ética cotidiana, adoptamos algunos principios éticos amplios y no nos desviamos de los mismos. Estos principios han de incluir aquellos que, durante siglos, han tendido generalmente a producir las mejores consecuencias, y, en la concepción de Hare, eso incluiría muchos de los principios morales tradicionales como por ejemplo decir la verdad, mantener las promesas, no hacer daño a los demás, etc. Respetar las vidas de aquellos que quieren seguir viviendo presumiblemente se incluiría entre esos principios. Aunque, en el nivel crítico, podemos concebir circunstancias en las que emergerían mejores consecuencias de la acción en contra de uno o más de uno de estos principios, la gente hará mejor a la larga si se mantiene fiel a los principios que si no lo hace. Bajo esta concepción, los principios morales intuitivos sensatamente elegidos deben ser como las indicaciones de un buen entrenador de tenis a un jugador. Las instrucciones se dan con la vista puesta sobre lo que tendrá mejores frutos la mayoría del tiempo. Se trata de una guía para jugar "tenis porcentual". Ocasionalmente un jugador individual puede dar un golpe heterodoxo y lograr un tanto que todo el mundo aplaude, pero si el entrenador es mínimamente competente las desviaciones de las instrucciones dadas serán, con mayor frecuencia, tantos a favor del contrario. Así que es mejor abandonar la idea de buscar esos golpes extravagantes. De manera similar, si nos guiamos por un conjunto de principios intuitivos bien escogidos, podemos hacer mejor las cosas si no intentamos calcular las consecuencias de cada opción moral relevante que debamos implementar, si no considerar qué principios aplicar a ella, y actuar coherentemente. Quizá ocasionalmente nos encontremos en circunstancias en las que es absolutamente claro que desviarnos de los principios producirá un resultado mucho mejor que el que obtendríamos si nos aferramos a ellos, y entonces puede que esté justificado que nos apartemos. Pero para la mayoría de nosotros, la mayor parte del tiempo, tales circunstancias no surgirán y pueden ser excluidas de nuestra reflexión. Por lo tanto, aunque en el nivel crítico el utilitarista clásico ha de admitir la posibilidad de casos en los que sería mejor no respetar el deseo de una persona de seguir viviendo porque esta podría ser asesinada bajo el secreto completo y una buena cantidad de miseria no aliviada sería por ello evitada, esta clase de pensamiento no tiene lugar en el nivel intuitivo que debe guiar nuestras acciones de todos los días. Así, como poco, puede argüir el utilitarista. Esta es, creo, la esencia de lo que el utilitarista clásico diría acerca de la distinción entre matar a una persona y a algún otro tipo de ser. Hay, sin embargo, otra variante del utilitarismo que 7
  • 8. ¿Qué hay de malo en matar? aporta un mayor peso a la distinción. Esta otra versión juzga las acciones no por su tendencia a maximizar el placer o minimizar el dolor, sino por cuánto concuerdan con las preferencias de todos los seres afectados por la acción o sus consecuencias. Esta versión del utilitarismo es conocida como "utilitarismo de la preferencia". Es utilitarismo de la preferencia, más que utilitarismo clásico, lo que alcanzamos al universalizar nuestros propios intereses en la manera descrita en el capítulo inaugural de este libro -si, esto es, adoptamos la estrategia plausible de tomar los intereses de una persona como lo que esa persona prefiere, tras sopesar y reflexionar sobre los hechos relevantes,. De acuerdo con el utilitarismo de la preferencia, una acción contraria a la preferencia de cualquier ser es errónea salvo que sea contrapesada por preferencias contrarias. Matar a una persona que prefiere seguir viviendo es, ceteris paribus, erróneo. Que las víctimas no permanezcan después la acción para lamentar el hecho de que sus preferencias han sido desconsideradas, es irrelevante. El mal se ha hecho cuando la preferencia se ha truncado. Para los utilitaristas de la preferencia matar a una persona normalmente será peor que quitar la vida de algún otro ser puesto que las personas, en gran medida, orientan sus preferencias hacia el futuro. Normalmente, matar a una persona es por lo tanto violar no sólo una preferencia sino un amplio espectro de las más centrales y significativas preferencias que un ser puede tener. Muy frecuentemente convertirá en un sinsentido todo lo que la víctima ha pretendido hacer en los pasados días, meses o incluso años. En contraste, los seres que no pueden verse como entidades con un futuro no pueden tener ninguna preferencia sobre su futura existencia. Esto no niega que tales seres puedan luchar contra una situación en la que sus vidas están en peligro, como pugna un pez para liberarse del anzuelo en su boca. Pero esto no indica más que una preferencia porque cese un estado de cosas que se percibe como dañino o atemorizante. Una lucha contra el peligro y el dolor no sugiere que los peces son capaces de preferir su propia existencia futura a la no existencia. El comportamiento de un pez en un anzuelo apunta una razón para no matarle mediante ese método, pero no sugiere en sí una razón basada en el utilitarismo de la preferencia contra la muerte de peces mediante una técnica que logra la muerte instantaneamente sin causar primero dolor o angustia. (De nuevo recuérdese que aquí estamos considerando lo que hay de especialmente malo al matar a una persona; no afirmo que nunca haya ninguna razón basada en el utilitarismo de la preferencia contra la muerte de seres conscientes que no son personas.). ¿Tiene la persona derecho a la vida? Aunque el utilitarismo de la preferencia aporta una razón directa para no asesinar a una persona, algunos pueden encontrar que la razón -incluso cuando le son añadidas las importantes razones indirectas que cualquier forma de utilitarismo tendrá en cuenta- no es suficientemente poderosa. Incluso para el utilitarismo de la preferencia, el mal hecho a la persona asesinada es meramente un factor a tener en cuenta y la preferencia de la víctima puede en ocasiones ser contrapesada con las preferencias de los demás. Algunos afirman que la prohibición de matar es más absoluta que lo que implica este tipo de cálculo utilitarista. Sentimos que nuestra vida es algo a lo que tenemos derecho, y los derechos no son objeto de trueque con las preferencias o placeres de los demás. 8
  • 9. ¿Qué hay de malo en matar? No estoy convencido de que la noción de derecho moral sea un concepto que ayude o sea significativo salvo cuando es usado como un modo abreviado de referirse a consideraciones morales más fundamentales. Con todo, puesto que la idea de que tenemos "derecho a la vida" es una idea popular, merece la pena preguntarnos si hay fundamento para atribuir derecho a la vida a las personas, y no así a otros seres vivos. Michael Tooley, un filósofo estadounidense contemporáneo, ha aducido que los únicos seres que tienen derecho a la vida son aquellos que pueden concebirse como entidades distintas existentes a lo largo del tiempo - en otras palabras, personas, tal y como hemos utilizado el término. Su argumento se basa en la afirmación de que hay una conexión conceptual entre los deseos que un ser es capaz de tener y los derechos que puede decirse que ese ser tiene. Tal y como Tooley lo argumenta: La intuición básica es que un derecho es algo que puede ser violado y que, en general, violar el derecho de un individuo supone frustrar el deseo correspondiente. Suponga, por ejemplo, que un coche le pertenece. Entonces me encuentro bajo la obligación prima facie de no hurtárselo. Sin embargo, la obligación no es incondicional: depende en parte de la existencia en ti del deseo correspondiente. Si a ti no te importa si te quito el coche o no, entonces generalmente no violo tu derecho al hacerlo9 . Tooley admite que es difícil formular con precisión las conexiones entre los derechos y los deseos, porque hay casos problemáticos como la gente dormida y temporalmente inconsciente. Él no quiere afirmar que tales personas no tienen derechos porque, en ese momento, no tienen deseos. Así y todo, contiende Tooley, la posesión de un derecho debe, en alguna forma, vincularse con la capacidad de tener los deseos relevantes aunque no con la posesión de los deseos actuales mismos. El siguiente paso es aplicar esta concepción de los derechos al caso del derecho a la vida. Por decirlo de la manera más simple posible - más sencilla de lo que el propio Tooley hace y sin duda demasiado simple- si el derecho a la vida es el derecho a continuar existiendo como una entidad distinta, entonces el deseo relevante para la posesión del derecho a la vida es el deseo de continuar existiendo como una entidad distinta. Pero solo un ser capaz de concebirse a sí mismo como una entidad distinta existente a lo largo del tiempo -esto es, solo una persona- podría tener este deseo. Por lo tanto sólo una persona puede tener derecho a la vida. Así es como Tooley formuló su posición la primera vez en un artículo impactante titulado "Abortion and Infanticide" originalmente publicado en 1972. El problema de cómo precisamente enunciar las conexiones entre los derechos y los deseos, sin embargo, llevaron a Tooley a alterar su posición en un libro posterior con el mismo título, Abortion and Infanticide. En él arguye que un individuo no puede tener en un momento dado -digamos, ahora- derecho a continuar la existencia salvo que el individuo pertenezca a una clase tal que vaya ahora en su interés el continuar 9 El artículo de Michael Tooley, "Abortion and infanticide" fue publicado originalmente en Philosophy and Public Affairs 2 (1972). El párrafo aquí citado procede de una versión revisada que se encuentra en J. Feinberg ed., The Problem of Abortion (Belmont, California: Wadsworth, 1973), p. 60. Su libro Abortion and Infanticide fue publicado por Clarendon Press en Oxford en 1983. 9
  • 10. ¿Qué hay de malo en matar? existiendo. Uno puede pensar que esto marca una diferencia dramática en el resultado de la posición de Tooley, pues mientras un niño recién nacido no parecería capaz de concebirse como una entidad distinta existente a lo largo del tiempo, comúnmente pensamos que puede ir en interés del niño el ser salvado de la muerte, incluso si ésta hubiera sido absolutamente indolora o carente de sufrimiento. Ciertamente pensamos esto retrospectivamente: puedo decir, si sé que estuve a punto de morir en la infancia, que la persona que empujó mi cochecito de bebé fuera de la vía del tren de alta velocidad es mi mayor benefactor, pues sin su resolución nunca habría tenido la vida feliz y plena que ahora vivo. Tooley arguye, sin embargo, que la atribución retrospectiva de un interés en la vida del niño es un error. No soy el niño a partir del que me he desarrollado. El niño no podía esperar desarrollarse en la clase de ser que soy, o incluso en un ser intermedio entre el que ahora soy y el niño. Ni siquiera me puedo acordar de ser el niño; no hay vínculos mentales entre nosotros. La existencia continuada no puede ir en interés de un ser que nunca ha tenido el concepto de un yo continuo -esto es, que nunca ha sido capaz de concebirse como existente a lo largo del tiempo. Si el tren hubiera matado al bebé instantaneamente la muerte no habría sido contraria a sus intereses porque el menor nunca habría tenido el concepto de existente a lo largo del tiempo. Es verdad que entonces no estaría vivo, pero puedo decir que va en mis intereses estarlo, solo porque tengo el concepto de un yo continuo. Puedo igualmente decir con verdad que va en mi interés que mis padres se conocieran, porque si nunca lo hubieran hecho no habrían podido crear el embrión a partir del que me desarrollé, y por tanto no estaría vivo. Esto no significa que la creación de este embrión servía los intereses de ser potencial alguno que andaba merodeando, esperando a ser hecho existir. No había tal ser y si no se me hubiera hecho existir no habría habido nadie que perdiera la vida que he disfrutado viviendo. Del mismo modo, erramos si ahora construimos un interés en la vida futura en el niño, quien en los primeros días tras el parto no puede poseer la idea de existencia continuada y con quien no tengo vínculos mentales. Por tanto en este libro Tooley alcanza, aunque mediante una ruta más tortuosa, una conclusión que es prácticamente equivalente a la conclusión que he obtenido en este artículo. Para contar con derecho a la vida uno ha de tener, o al menos haber tenido en un momento dado, el concepto de disfrutar de una existencia continuada. Repárese en que esta formulación evita cualquiera de los problemas que surgen al tratar con los durmientes y los inconscientes. Es suficiente que hayan tenido, en un momento dado, el concepto de existencia continuada para que nosotros seamos capaces de afirmar que la vida continua puede servir a sus intereses. Esto tiene sentido: mi deseo de continuar viviendo -o de completar el libro que escribo, o de viajar alrededor del mundo el próximo año- no cesa cuando no pienso conscientemente sobre esas cosas. Frecuentemente deseamos cosas sin tener el deseo inmediatamente en nuestra cabeza. El hecho de que tenemos el deseo es palpable si nos es recordado, o repentinamente nos vemos enfrentados a una situación en la que hemos de escoger entre dos cursos de acción, uno de los cuales hace menos probable la satisfacción del deseo. De manera similar, cuando nos vamos a dormir nuestros deseos para el futuro no dejan de existir. Aun permanecerán allí cuando nos levantemos. Puesto que los deseos son aun parte de nosotros, así también, entonces, nuestro interés en continuar viviendo sigue siendo parte de nosotros mientras dormimos o estamos inconscientes. 10
  • 11. ¿Qué hay de malo en matar? Las personas y el respeto a la autonomía Hasta este momento nuestra discusión sobre la maldad de matar a la gente se ha centrado en su capacidad para contemplar su futuro y tener deseos relativos al mismo. Otra implicación de ser una persona puede ser también relevante para la incorrección de matar. Hay una rama del pensamiento ético, asociada con Kant pero que incluye muchos escritores modernos que no son kantianos, de acuerdo con la cual el respeto a la autonomía es un principio moral básico. Por "autonomía" se quiere decir la capacidad de escoger, de tomar decisiones y actuar conforme a ellas. Los seres racionales y autoconscientes presumiblemente cuentan con esta capacidad, mientras que los seres que no pueden considerar las alternativas abiertas ante ellos no son capaces de elegir en el sentido exigido y por tanto no pueden ser autónomos. En particular, solo un ser que puede darse cuenta de la diferencia entre morir y continuar viviendo puede, de manera autónoma, escoger vivir. Por tanto, matar a una persona que no elige morir supone no respetar la autonomía de esa persona, y puesto que la opción de vivir o morir es la elección más fundamental que nadie puede hacer (es la elección sobre la que dependen todas las demás opciones), matar a una persona que no ha elegido morir es la violación más grave posible de la autonomía de esa persona. No todo el mundo está de acuerdo en que el respeto por la autonomía es un principio moral básico, o un principio moral válido en absoluto. Los utilitaristas no respetan la autonomía por sí misma, aunque pueden dar gran peso al deseo de una persona de seguir viviendo, tanto al modo del utilitarismo de la preferencia o como una evidencia de que la vida de la persona era, en su conjunto, una vida feliz. Pero si somos utilitaristas de la preferencia debemos permitir que un deseo de seguir viviendo pueda ser contrapesado por otros deseos, y si somos utilitaristas clásicos hemos de reconocer que la gente puede estar completamente equivocada en sus expectativas de felicidad. Así que un utilitarista, al objetar el asesinato de una persona, no puede insistir tanto en la autonomía como aquellos que consideran que el respeto a la autonomía es un principio moral independiente. El utilitarista clásico puede tener que aceptar que en algunos casos sería correcto matar a alguien que no ha elegido morir, sobre la base de que esa persona de otro modo llevará una vida miserable. Esto es verdad, sin embargo, solo en el nivel crítico del razonamiento moral. Como vimos antes, los utilitaristas puede que incentiven a la gente a adoptar, en sus vidas cotidianas, principios que en casi todos los casos comportarán mejores consecuencias si son seguidos que cualquier acción alternativa. El principio de respeto a la autonomía sería un ejemplo de primer orden de tal máxima10 . En este punto podría ser de ayuda compendiar nuestras conclusiones acerca del valor de la vida de una persona. Hemos visto que hay cuatro razones posibles para sostener que la vida de una persona tiene un valor distintivo sobre, y por encima de, la vida de un ser meramente sintiente: la preocupación del utilitarista clásico acerca de los efectos del asesinato sobre los demás, la inquietud del utilitarista de la preferencia sobre la frustración de los deseos y planes para el futuro de la víctima, el argumento de que la capacidad de concebirse como existente a lo largo del tiempo es una condición necesaria para el derecho a la vida, y el respeto a la autonomía. Aunque al nivel del razonamiento crítico, un utilitarista clásico aceptaría sólo la primera razón, indirecta, y un utilitarista 10 Para una discusión ulterior sobre el respeto a la autonomía como una objeción al asesinato, véase Johnathan Glover, Causing Death and Saving Lives (Harmondsworth, Middlesex, England: Penguin, 1977), capítulo 5, y H. J. McCloskey, "The Right to Life", Mind 84 (1975). 11
  • 12. ¿Qué hay de malo en matar? de la preferencia solo las dos primeras razones, en el nivel intuitivo los utilitaristas de ambos tipos probablemente también propondrían el respeto a la autonomía. La distinción entre los niveles crítico e intuitivo nos conduce así a un mayor grado de convergencia, en el ámbito de la toma de decisiones morales cotidianas, entre los utilitaristas y los que mantienen otras concepciones morales, que el que encontraríamos si tomáramos en cuenta solo el nivel crítico del razonamiento. En todo caso, ninguna de estas cuatro razones para dar una protección especial a las vidas de las personas puede rechazarse sin más. Debemos por tanto conservarlas en la cabeza cuando volvamos a las cuestiones prácticas que tienen que ver con matar. Antes de hacerlo, sin embargo, aun hemos de considerar las afirmaciones acerca del valor de la vida que no se basan ni en la pertenencia a nuestra especie ni en el hecho de ser persona. La vida consciente Hay muchos seres que son sintientes y capaces de experimentar placer y dolor pero que no son racionales y autoconscientes y que por tanto no son personas. Me referiré a ellos como seres conscientes. Muchos animales no humanos casi con total certeza pertenecen a esta categoría. Igualmente los recién nacidos y algunos seres humanos intelectualmente discapacitados. Cuáles de ellos exactamente carezcan de autoconciencia es algo que habremos de considerar en los próximos capítulos. Si Tooley tiene razón, de aquellos seres que carecen de autoconciencia no puede decirse que tienen derecho a la vida, en el sentido pleno de "derecho". Aun así, por otras razones, puede ser incorrecto matarles. En la presente sección debemos preguntarnos si la vida de un ser que es consciente pero no autoconsciente, tiene valor y, si la tiene, cómo el valor de esa vida se compara con el de la vida de una persona. ¿Debemos valorar la vida consciente? La razón más obvia para valorar la vida de un ser capaz de experimentar placer o dolor es el placer que puede experimentar. Si valoramos nuestros propios placeres -como los de comer, el sexo, correr a toda velocidad, y nadar en un día caluroso- entonces el aspecto universal de nuestros juicios éticos nos exige extender nuestra evaluación positiva de nuestra propia experiencia de esos placeres a las experiencias similares de todos los que pueden experimentarlos. Pero la muerte es el final de todas las experiencias placenteras. Por eso el hecho de que los seres experimentarán placer en el futuro es una razón para afirmar que estaría mal matarles. Por supuesto que un argumento similar sobre el dolor apunta en la dirección opuesta, y es solo cuando creemos que el placer que los seres probablemente experimentarán excede del dolor que probablemente sufrirán, cuando este argumento contra el asesinato cuenta. Así que a lo que todo esto nos conduce es a que no debemos truncar una vida placentera. Esto parece suficientemente simple: valoramos el placer; matar a aquellos que viven vidas placenteras elimina el placer que de otro modo experimentarían; por lo tanto tal asesinato es un mal. Pero al enunciar el argumento de este modo se camufla algo que, una vez percibido, hace de la cuestión cualquier cosa menos un asunto simple. Hay dos vías mediante las que se reduce la cantidad de placer en el mundo: una es eliminar los placeres que surgen de las vidas de aquellos que viven vidas placenteras; la otra es eliminar a aquellos que viven vidas placenteras. La primera deja 12
  • 13. ¿Qué hay de malo en matar? como resultado seres que experimentan menos placer del que obtendrían de otro modo; la segunda no. Esto significa que no podemos movernos automáticamente de la preferencia por una vida placentera antes que por una vida no placentera, a la preferencia de una vida placentera antes que por no vivir en absoluto. Y ello porque, podría objetarse, ser asesinado no nos empeora sino que nos hace dejar de existir. Una vez que eso ocurre no habremos de añorar el placer que habríamos experimentado. Tal vez esto parezca un sofisma -un ejemplo de la habilidad de los filósofos académicos de encontrar distinciones donde no hay diferencias significativas. Si esto es lo que piensa, considere el caso opuesto: un supuesto no de reducción de placer sino de incremento. Hay dos vías para incrementar la cantidad de placer en el mundo: una es aumentar el placer de quienes existen ahora, la otra es incrementar el número de aquellos que vivirán vidas placenteras. Si matar a los que viven vidas placenteras es malo por la pérdida de placer, entonces parecería bueno incrementar el número de los que viven vidas placenteras. Podríamos hacerlo teniendo más niños, siempre que razonablemente pudiéramos esperar que sus vidas van a ser placenteras, o criando un gran número de animales bajo condiciones que asegurarían que sus vidas serían placenteras. ¿Pero sería realmente bueno crear más placer mediante la creación de más seres felices? Parece haber dos posibles aproximaciones a estas cuestiones perplejizantes. La primera es simplemente aceptar que es bueno incrementar la cantidad de placer en el mundo mediante el aumento del número de vidas felices, y malo reducir la cantidad de placer en el mundo mediante la reducción del número de vidas placenteras. Esta aproximación tiene la ventaja de ser directa y claramente consistente, pero nos exige mantener que si pudiéramos incrementar el número de seres que viven vidas felices sin empeorar a otros, sería bueno hacerlo. Para comprobar si esta conclusión le turba, sería de ayuda considerar un caso concreto. Imagine que una pareja trata de decidir si tiene hijos. Suponga que, en lo que hace a su propia felicidad, las ventajas e inconvenientes se compensan. Los niños interferirán con sus carreras en un estadio crucial de sus vidas profesionales y tendrán que abandonar su pasatiempo favorito -el esquí de fondo- durante unos cuantos años al menos. Al mismo tiempo, saben que, como la mayoría de los padres, obtendrán felicidad y satisfacción de la paternidad y de verles crecer. Suponga que si los demás serán afectados, los buenos y malos efectos se compensarán. Finalmente, considere que puesto que la pareja podría aportarle a sus hijos un buen punto de partida en la vida, y los hijos serán ciudadanos de un país desarrollado con un alto nivel de vida, es probable que vivirán vidas placenteras. ¿Debe la pareja contar el placer probable futuro de sus hijos como una razón significativa para tenerlos? Dudo que muchas parejas lo harían, pero si aceptamos la primera aproximación deberían hacerlo. Denominaré a esta aproximación la concepción "total", puesto que, de acuerdo a ella, tenemos como meta el incremento de la cantidad total de placer (y reducir la cantidad total de dolor) y somos indiferentes sobre si esto se hace incrementando el placer de los seres existentes o el número de seres que existen. La segunda aproximación ha de contar solo los seres que ya existen, antes de la decisión que vamos a adoptar, o que, al menos, existen independientemente de tal decisión. Podemos denominarla la concepción de la "existencia previa". Ésta niega que se alcance valor alguno al 13
  • 14. ¿Qué hay de malo en matar? incrementar el placer creando seres adicionales. La concepción de la existencia previa armoniza mejor con el juicio intuitivo que la mayoría de la gente tiene (pienso) según el cual las parejas no tienen la obligación moral de tener hijos cuando éstos probablemente vivirán vidas placenteras y nadie más se verá afectado negativamente. ¿Pero cómo casamos la concepción de la existencia previa con nuestras intuiciones sobre el caso contrario, cuando una pareja está calibrando tener un niño que, quizá porque heredará un defecto genético, vivirá una vida completamente miserable y morirá antes de su segundo cumpleaños? Pensaríamos que es erróneo que lo concibieran a sabiendas, pero si el placer que un niño posible experimentará no es una razón para traerle al mundo, ¿por qué el dolor que un niño posible experimentará es una razón para no traerle al mundo? La concepción de la existencia previa ha de sostener, bien que no hay nada malo en traer al mundo a un ser miserable, o bien explicar la asimetría entre los supuestos de niños posibles que probablemente vivirán vidas placenteras, y niños posibles que probablemente vivirán vidas miserables. Negar que sea malo traer conscientemente al mundo a un niño miserable difícilmente convencerá a aquellos que han adoptado la concepción de la existencia previa en primer lugar, porque parece más coherente con sus juicios intuitivos que la concepción total; pero una explicación convincente de la asimetría no es fácil de encontrar. Quizá lo mejor que uno pueda decir -y no es muy bueno- es que no hay nada directamente erróneo en concebir a un niño que será miserable, pero que una vez que tal niño existe, puesto que su vida no puede consistir sino en miseria, debemos reducir la cantidad de dolor en el mundo mediante una eutanasia. Pero la eutanasia es un proceso más horrendo para los padres y para otros implicados que la anticoncepción. Por tanto, tenemos una razón indirecta para no concebir a un niño condenado a tener una existencia terrible. ¿Entonces es erróneo truncar una vida placentera? Podemos mantener que sí, tanto bajo la concepción total como según la de la existencia previa, pero nuestras respuestas nos comprometen a cosas distintas en cada caso. Nos cabe adoptar la aproximación de la existencia previa solo si aceptamos que es erróneo traer al mundo a un ser miserable -o si no, dar una explicación de por qué esto habría de ser malo, y, sin embargo, no lo sería dejar de brindar existencia a un ser cuya vida será placentera. Alternativamente, podemos acoger la aproximación total, pero entonces debemos aceptar que es igualmente bueno crear más seres cuyas vidas serán placenteras -y esto tiene algunas implicaciones prácticas extrañas11 . La comparación del valor de diferentes vidas 11 Mi discusión sobre las versiones "totales" y de la "existencia previa" del utilitarismo debe mucho a Derek Parfit. En un primer momento intenté defender la concepción de la existencia previa en "A Utilitarian Population Principle" en M. Bayles ed., Ethics and Population (Cambridge, Mass.: Schenkman, 1976), pero la respuesta de Parfit, "On Doing the Best for Our Children", en ese mismo volúmen, me persuadió para cambiar mi tesis. El libro de Parfit Reasons and Persons (Oxford: Clarendon Press, 1984), es una lectura obligatoria para cualquiera que quiera abundar en este tema con mayor profundidad. Véase también su breve explicación de algunas de las cuestiones en "Overpopulation and the Quality of Life", en P. Singer, ed., Applied Ethics (Oxford: Oxford University Press, 1986). Parfit utiliza el término "afectante a la persona" en lugar de mi "existencia previa". La razón para el cambio es que la concepción no cuenta con una referencia especial a las personas, como algo distinto de otras criaturas sintientes. La distinción entre las dos versiones del utilitarismo parece haber sido advertida por primera vez por Henry Sidgwick, The Methods of Ethics (London: Macmillan, 1907), pp. 414-416. Las discusiones posteriores incluyen, además de aquellas obras citadas más arriba, J. Narveson, "Moral Problems of Population", Monist 57 (1973); T. G. Roupas, "The Value of Life", Philosophy and Public Affairs 7 (1978); y R. I. Sikora, "Is It Wrong to Prevent the Existence of Future Generations?", en B. Barry y R. Sikora, eds., Obligations to Future Generations (Philadelphia: Temple University Press, 1978). 14
  • 15. ¿Qué hay de malo en matar? Si podemos dar una respuesta afirmativa -aunque algo titubeante- a la cuestión acerca de si la vida de un ser que es consciente pero no autoconsciente tiene algún valor, ¿podemos igualmente comparar el valor de diferentes vidas, en niveles distintos de conciencia y autoconciencia? Por supuesto que no vamos a intentar asignar valores numéricos a las vidas de diferentes seres, o incluso a producir una lista ordenada. Lo mejor que podríamos esperar es tener alguna idea de los principios que, una vez refinados con la apropiada información detallada sobre las vidas de diferentes seres, puede servir como base para elaborar esa lista. Pero la cuestión más fundamental es si podemos en primer lugar aceptar la idea de ordenar el valor de distintas vidas. Algunos afirman que es antropocentrista, incluso especieísta, hacerlo de manera jerárquica. Si lo hacemos, inevitablemente nos colocaremos en la cumbre y a continuación, en proporción al parecido que haya entre ellos y nosotros, otros seres que nos son más cercanos. En su lugar, debemos reconocer que desde los puntos de vista propios de los seres diferentes, cada vida cuenta con igual valor. Aquellos que adoptan esta perspectiva, reconocen, por supuesto, que la vida de una persona puede incluir el estudio de la filosofía mientras que la vida de un ratón no, pero afirman que los placeres de la vida de un ratón son todo lo que éste tiene y por tanto puede presumirse que significan tanto para el ratón como los placeres de la vida de una persona significan para ella. No podemos decir que una es más valiosa que la otra. ¿Es especísta juzgar que la vida de un adulto normal miembro de nuestra especie es más valiosa que la vida de un ratón adulto normal? Sería posible defender tal juicio solo si pudiéramos encontrar algún terreno neutral, alguna atalaya imparcial desde la que hacer la comparación. La dificultad de encontrarlo es una dificultad práctica muy genuina, pero no estoy convencido de que represente un problema teórico insoluble. Enunciaré la pregunta que necesitamos hacernos del siguiente modo. Imagine que tengo la propiedad peculiar de ser capaz de convertirme en un animal, como Puck en El sueño de una noche de verano, "Algunas veces seré un caballo, a veces un sabueso". Y suponga que cuando soy un caballo, soy realmente un caballo con todas las experiencias mentales de un caballo, y sólo esas, y cuando soy un ser humano tengo todas las experiencias mentales de un ser humano, y sólo esas. Hagamos ahora la suposición adicional de que puedo entrar en un tercer estado en el que recuerdo exactamente cómo era ser como un caballo y cómo era ser como un ser humano. ¿Cómo resultaría ser este tercer estado? En algunos aspectos -el grado de autoconciencia y racionalidad involucrado, por ejemplo- sería más como una existencia humana que equina, pero no sería una existencia humana en todas las dimensiones. En este tercer estado, entonces, podría comparar la existencia equina con la humana. Suponga que se me da la oportunidad de otra vida, y de la opción de vivir como un caballo o como un ser humano, siendo que las vidas son igualmente, caso de ser caballo, caso de ser humano, tan buenas como razonablemente se puede esperar en este planeta. Entonces estaría decidiendo, en efecto, entre el valor de la vida de un caballo (para el caballo) y el valor de la vida de un humano (para el humano). Indudablemente, este escenario nos exige suponer un buen número de cosas que nunca podrían pasar, y algunas de ellas provocan un gran esfuerzo imaginativo. Puede cuestionarse la coherencia de una existencia en la que uno no es ni caballo ni humano, pero recuerda cómo es ser como ambos. Con todo, pienso que puedo dar algún sentido a la idea de elección desde esta 15
  • 16. ¿Qué hay de malo en matar? posición, y tengo bastante confianza de que desde la misma algunas formas de vida serían vistas como preferibles a otras. Si es verdad que podemos dar sentido a la elección entre la existencia como ratón y como humano, entonces -cualquiera sea la forma en que finalmente se escogería- podemos dar sentido a la idea de que la vida de una clase de animal posee mayor valor que la vida de otro, y si esto es así, entonces la afirmación de que la vida de todo ser tiene igual valor se asienta sobre una base muy poco firme. No podemos defender esta tesis afirmando que la vida de cada ser tiene la mayor importancia para él, puesto que ahora aceptamos una comparación que adopta una perspectiva más objetiva -o al menos intersubjetiva- y por tanto va más allá del valor de la vida de un ser considerada solamente desde el punto de vista de tal ser. Así que no habría que ser necesariamente especísta para establecer el valor de diferentes vidas de acuerdo a un orden jerárquico. Cómo debamos hacerlo es una cuestión distinta, sobre la cual no puedo ofrecer nada mejor que una reconstrucción imaginativa de lo que sería ser una clase diferente de ser. Algunas comparaciones pueden ser muy difíciles. Tendríamos que decir que no tenemos ni la más remota idea de si sería mejor para un pez ser una serpiente, si bien no frecuentemente nos encontramos ante la tesitura de escoger entre matar a un pez o a una serpiente. Otras comparaciones puede que no sean tan difíciles. En general parece que a mayor desarrollo de la vida consciente del ser, mayor es el grado de autoconciencia y racionalidad y más amplio es el rango de experiencias posibles, y mayor sería la preferencia por esa clase de vida, si uno tuviera que escoger entre esa y ser un tipo de animal con un nivel más bajo de conciencia. ¿Pueden los utilitaristas defender tal preferencia? En un pasaje famoso John Stuart Mill lo intentó: Pocas criaturas humanas consentirían en transformarse en algunos de los animales inferiores ante la promesa del más completo disfrute de los placeres de una bestia. Ningún ser humano inteligente admitiría convertirse en un necio, ninguna persona culta querría ser un ignorante, ninguna persona con sentimientos y conciencia querría ser egoísta y depravada, aun cuando se le persuadiera de que el necio, el ignorante o el sinvergüenza pudieran estar más satisfechos con su suerte que ellos con la suya... Es mejor ser un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho; mejor ser un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho. Y si el necio o el cerdo opinan de un modo distinto es a causa de que ellos sólo conocen una cara de la cuestión. El otro miembro de la comparación conoce ambas caras12 . Como han señalado muchos críticos, este argumento es débil. ¿Sabe realmente Sócrates cómo resulta ser como un tonto? ¿Puede verdaderamente experimentar las alegrías del placer ocioso en las cosas simples, despreocupado por el deseo de entender y mejorar el mundo? Podemos dudarlo. Pero otro aspecto significativo de este pasaje es menos frecuentemente advertido. El argumento de Mill para preferir la vida de un ser humano antes que la de un animal (con la que la mayoría de los lectores modernos se sentirían bastante cómodos) es exactamente copiado por su argumento para preferir la vida de un ser humano inteligente antes que la de un 12 Este famoso pasaje de Mill comparando a Sócrates con el necio apareció en su Utilitarianism (London: J. M. Dent, 1960, originalmente publicado en 1863), pp. 8-9 (hay traducción al español de Esperanza Guisán, El utilitarismo, Alianza, Madrid, 1984, por donde se cita, pp. 49, 51). 16
  • 17. ¿Qué hay de malo en matar? necio. Dado el contexto y el modo en el que el término "necio" era comúnmente utilizado en su época, parece probable que quisiera referirse a lo que ahora designaríamos como una persona con una discapacidad intelectual. Con esta conclusión ulterior algunos lectores modernos se sentirán ciertamente incómodos, pero como sugiere el argumento de Mill, no es fácil abrazar la preferencia por la vida de un humano sobre la de un no humano, sin, al tiempo, albergar la preferencia por la vida de un ser humano normal antes que la de otro ser humano con un nivel intelectual similar al del no humano en la primera comparación. El argumento de Mill es difícil de reconciliar con el utilitarismo clásico porque simplemente no parece ser verdad que el ser más inteligente tiene necesariamente una mayor capacidad para la felicidad, e incluso si aceptáramos que la capacidad es mayor, el hecho de que, como Mill reconoce, esta capacidad es menos frecuentemente satisfecha (el tonto está satisfecho, Sócrates no) tendría que ser tenido en cuenta. ¿Tendría el utilitarista de la preferencia una mejor expectativa para defender los juicios formulados por Mill? Esto dependería de cómo comparásemos las distintas preferencias sostenidas con grados diversos de percepción y autoconciencia. No parece imposible que encontremos formas de priorizar tales preferencias, pero en este estadio la cuestión sigue abierta. 17