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Los fuegos de san juan
Gabriel Cebrián




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Los fuegos de San Juan




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Ilustración de tapa: “Fuegos de San
Juan”, por el autor.




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Gabriel Cebrián




 Gabriel Cebrián




Los fuegos de
 San Juan




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Los fuegos de San Juan




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Gabriel Cebrián




      “En aquellos días los hom-
bres buscarán la muerte, y no la
encontrarán; querrán morir, pe-
ro la muerte huirá de ellos.


                   Apocalipsis, 9.6




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Los fuegos de San Juan




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Gabriel Cebrián


            PRIMERA PARTE
                          I

Unos movimientos bruscos, y luego el ruido siseante
de los frenos de aire del ómnibus despertaron a Gas-
par. El vehículo estaba ingresando en la terminal de
autobuses de un pequeño pueblo en la costa maríti-
ma de la Provincia de Buenos Aires. Sintió que le
dolía un poco el cuello, debido a la posición en que
se había quedado dormido sin darse cuenta. Lo esti-
ró, cabeceando en ambas direcciones. Sobre su plexo
descansaba, abierto en la página en la que el sueño
lo había sorprendido gradual pero inexorablemente,
Autres écrits, de Jacques Lacan. Lo tomó, dobló el
ángulo superior de la hoja y lo cerró. A continuación
pasó su mano por la comisura de la boca del lado de-
recho, para quitarse los restos de saliva viscosa que
habían drenado mientras dormía. Miró por la venta-
nilla. La tarde gris amenazaba lluvia. El pueblo lucía
entonces más sombrío y pequeño que cuando había
pasado por allí, el verano anterior. No sabía si iba a
acostumbrarse a la vida pueblerina, ahora que la
suerte parecía estar echada.
Luego de un par de frenadas quizá más bruscas de lo
razonable, el ómnibus se detuvo en la plataforma.
Solamente cuatro o cinco pasajeros habían llegado
hasta aquel pueblo. Se incorporó, con el libro en una
mano y un pequeño bolso en la otra, caminó hasta la
puerta que se abría ante él mediante el mismo siste-

                          8
Los fuegos de San Juan

ma neumático que los frenos, descendió los escalo-
nes y puso pie, finalmente, en Cañada del Silencio.
Vaya un nombre. Parecía concordar plenamente con
la característica de parsimonia atemporal que se po-
nía de manifiesto nomás era vista la aldea de casas
bajas desde la loma en la que estaba emplazada la
terminal. Ninguna persona a la vista, salvo las que
descendían el ómnibus detrás de él; solo tres perros
corriéndose entre sí y ladrando en la plaza de estilo
antiguo, ubicada frente al escueto edificio de la dele-
gación municipal, a su derecha.
Esperó que le dieran su equipaje, cargó con sus dos
grandes valijas y preguntó al muchacho que recibía
los ticket y las propinas, por la inmobiliaria en don-
de debían entregarle las llaves de la casa de la calle
Belgrano, que había rentado unos días antes, a ins-
tancias del médico del pueblo. El joven le indicó dos
cuadras a la derecha, pasando la Delegación, de la
mano de enfrente. Todo quedaba muy cerca, allí; eso
era, al menos, una ventaja.
Luego de dos cuadras fatigosas, debido al pesado e-
quipaje, encontró la oficina inmobiliaria. Dejó una
maleta en el suelo y accionó el picaporte, mas la
puerta estaba cerrada. A continuación se produjo un
zumbido eléctrico potente, que en el silencio reinan-
te lo sobresaltó, y la puerta se destrabó sin interven-
ción alguna de su parte. La empujó para dar paso a
su humanidad y los avíos, tomó la valija del piso e
ingresó en una oscura oficina. Un igualmente oscuro
individuo, detrás de un escritorio amplio que ocupa-
ba casi la totalidad de la estancia, ni siquiera se in-
                           9
Gabriel Cebrián

corporó para recibirlo. Gaspar amontonó sus valijas
y bolso sobre el piso y saludó:
-Buenas tardes.
-Buenas tardes –le respondió el hombre; serio, enju-
to, algo calvo, con ojos sin brillo y profundas ojeras
violáceas y arrugadas. Entre ellas sobresalía una na-
riz angosta pero alargada y en forma de pico que le
daba cierto aire de pajarraco. Una verruga rojiza so-
bre el pómulo derecho completaba la tan poco agra-
ciada fisonomía. Lucía un traje gris ceniciento, una
camisa blanca con cuellos puntiagudos, como se u-
saban hace muchos años, y una corbata negra. Sos-
tenía un cigarro de hoja de gran tamaño, a medio fu-
mar y sin brasa, con la ceniza ingresando en el inte-
rior del cilindro ya, entre el índice y el medio de la
mano izquierda, la que apoyaba sobre el vidrio del
escritorio y debajo del cual se podían ver vagamente
en la semipenumbra unas fotos familiares igualmen-
te vetustas, al parecer.
-Soy Gaspar Rincón –se presentó, mientras tomaba
asiento aún sin ser invitado. La cortesía no parecía
ser atributo de las gentes de por allí, si iba a tomar
como parámetro a ese sujeto tan desagradable.
-Ah, sí, encantado –Le respondió, sin tender siquiera
la desocupada mano derecha. –El Doctor Sanjuán
me avisó que llegaba hoy. ¿Conoce la propiedad?
-No.
-Bueno, ya ha sido locada para usted –dijo, con un
dejo de impaciencia, cosa que Gaspar encontró im-
procedente y afrentosa. Mas no dijo sino:
-Ya lo sé.
                           10
Los fuegos de San Juan

-Está en la Avenida Belgrano al 200.
-Eso también lo sabía –aclaró secamente. –Solamen-
te he venido a buscar las llaves.
El hombre desagradable advirtió la animosidad que
se había generado en Gaspar, y preguntó, con tono
lejanamente contemporizador, si sabía adónde
quedaba dicho domicilio. Gaspar asintió, aunque no
era cierto. Solo quería munirse de las llaves y mar-
charse de esa oficina tan pequeña y oscura, habitada
por esa especie de subhumano arrogante. Éste se le-
vantó con cierta dificultad (circunstancia que bien
podría explicar, en todo caso, por qué no se había in-
corporado para saludarlo), fue hasta un pequeño ar-
mario ubicado detrás de su sillón; extrajo del bolsillo
superior de su pantalón las llaves que pendían de un
llavero de cadena, escogió una y abrió la portezuela.
Del lado interior de ésta pendían otros varios juegos,
colgando de diversos clavitos rotulados cada uno por
una etiqueta pegada sobre ellos. Dijo, como para sí:
“a ver... acá está”; tomó uno, cerró y trabó nueva-
mente el mueble, en forma meticulosa. Gaspar estu-
vo tentado de preguntarle si ocurrían muchos robos
en ese pueblo, dada la seguridad que observara eran
aplicadas al ingreso a la oficina y luego, también, al
armario. Pero no tuvo ganas de seguir intercambian-
do palabras con el ceniciento sujeto. Los pueblos son
más tranquilos en este sentido, según dicen. Así que
tal vez fuera simplemente la paranoia del vejete. To-
mó las llaves con cuidado de no hacer contacto con
la piel apergaminada de la mano que se las tendía,

                          11
Gabriel Cebrián

recogió su equipaje, y cuando iba a abandonar la
oficina, oyó que el viejo le decía:
-Cualquier cosa que vea que no esté en orden, nos
avisa.
-Claro –respondió, y se marchó pensando que el
contrato y todas las demás formalidades, ya habrían
sido cumplimentadas por el Doctor Sanjuán. Mejor.


Nuevamente en la calle advirtió que en la esquina,
siguiendo la direción en la que había arribado a la
inmobiliaria, parecía cortar una avenida. Se encami-
nó hacia allí, y al llegar notó que era una calle de u-
na sola mano, solo que un poco más ancha que las
demás. Unas banderillas colgando de piolines que
cruzaban la calzada y un cierto aire en la arquitec-
tura, además de algunos comercios, sugerían que se
trataba de una de las arterias principales de aquel
pueblo. Sintió que si así era, pues bien, sin duda le
iba a costar bastante acostumbrarse a tanta medianía
pueblerina. En un principio, cuando recibió la oferta
del Doctor Sanjuán, hasta había elaborado fantasías
románticas respecto de una existencia más natural,
sana, simple y sencilla que la que había experimen-
tado, ya que había nacido y crecido en la urbe capi-
talina. Pero una cosa eran las proyecciones mentales
y otra la realidad, sí. Eso lo sabía muy bien, así que
no era momento de mostrarse sorprendido. Había a-
ceptado el trabajo, y debía acomodar su sistema a la
nueva modalidad ambiental; debía, mínimamente,

                          12
Los fuegos de San Juan

tomar responsabilidad respecto de sus propias deci-
siones.
Llamó su atención el hecho de que nadie circulaba
por allí, tampoco. Por un momento recordó los pue-
blos fantasmas que había visto en los westerns cuan-
do niño. Solo faltaba una bola de espinos rodando en
el viento. Consideró entonces un error no haber pre-
guntado al viejo de la inmobiliaria adónde quedaba
la casa. Pero ya era tarde para ello. Luego de per-
manecer allí parado unos momentos, descansando
los brazos y la espalda, decidió tomar a la derecha.
En esa dirección parecía haber más movimiento
(bueno, era un decir; por un lado, la topografía ur-
bana así lo sugería, y por otro, en dirección contraria
la calle se terminaba apenas un par de cuadras más
allá). En la esquina siguiente encontró una especie
de garita de madera, casi sobre el cordón de la ve-
reda. Había sido pintada quién sabe cuándo, dado
que la pintura celeste se había ajado y caído en va-
rias partes de su superficie. Una especie de ventana,
que se abría hacia fuera y quedaba colgando a modo
de puente levadizo, parecía cumplir una función de
mostrador. Ya a unos metros, se percató que se tra-
taba de un kiosco. Se dirigió a la ventanilla. Desde la
oscuridad interior, un par de ojos lo miraron sin pro-
nunciar palabra. Era muy poco lo que podía verse
desde fuera, y de algún atávico modo tuvo reminis-
cencias de confesionario. Pidió una tira de aspirinas.
Una mano morena se las tendió.
-Un peso cincuenta –dijo escuetamente una voz gra-
ve y aguardentosa.
                          13
Gabriel Cebrián

Gaspar rebuscó en sus bolsillos y dio con el cambio
justo. Se lo alcanzó hasta el mero borde del rec-
tángulo abierto, con la sensación que, de meter la
mano allí, sería casi lo mismo que hacerlo en la jaula
de un animal peligroso. La gente de esos andurriales
no parecía muy amigable que digamos, al menos con
los forasteros. Sí, la previsión acerca de las circuns-
tancias existenciales en provincia habían sido quizá
demasiado románticas. Aunque también quizá se es-
tuviera apresurando y prejuzgaba. Ojalá así fuera.
-¿Si es tan amable –preguntó finalmente, por necesi-
dad y además para testear las últimas presunciones
sociológicas que se había formulado,- podría decir-
me cómo ir a la calle Belgrano al 200?

Esta vez la respuesta no fue tan telegráfica, y tampo-
co fue respuesta, sino repregunta:
-¿Va a ocupar la casa de Belgrano 217?
-Sí, pues. ¿Cómo lo sabe?
-Hay muy pocas casa desocupadas en el pueblo.
-Claro, debí suponerlo.
-Una cuadra en el sentido en el que llegó aquí, y
cuatro a la izquierda.
-Muchas gracias.
Se quedó esperando lo que para él parecía ser parte
de una liturgia inconciente, el consabido “de nada”.
Luego de una pausa en la que su trivial y tácita de-
manda interior se hizo evidente, y no hallando no
obstante ello respuesta alguna, alzó las valijas, dio
media vuelta e inició el camino en la dirección indi-
cada.
                          14
Los fuegos de San Juan



Ya sentía que la base de su espina dorsal finalmente
cedería y se quebraría por el sobrepeso, cuando fue
llegando al 217 de la calle Belgrano. Un par de cua-
dras más abajo, siguiendo la pendiente, podía verse
el verdor del campo. La casa era tradicional, no muy
antigua. Un pequeño paredoncito, con dos pilares
entre los que se ubicaba una verja de alambre color
verde que alcanzaba los dos metros, quizá. Por
detrás de ellos, un espacio verde a modo de jardín,
pero en el que solo había, en su centro, una palmera
enana. Y más allá, la casa amarilla, cuyo frente
consistía en una ventana cuya persiana pintada de
verde, como la verja, y una puerta de madera oscura.
Volviendo a la línea de edificación, más allá del pa-
redoncito con verja, una puerta de caño y alambres
en igual estilo permitía acceder a una veredita de
baldosas que llegaba hasta la puerta de madera; y
después de otro pilar, un portón doble igualmente
conformado que verja y puerta exterior, permitía el
acceso de vehículos a un pasaje que comunicaba con
los fondos, todo de tierra y pasto medio seco. En el
fondo se distinguía un árbol de grandes dimensiones
que después descubrió, era un nogal.

Quitó el cerrojo mecánico de la portezuela, que ser-
vía solamente para mantenerla en su sitio. Caminó
con las manos libres hasta la puerta de madera oscu-
ra, introdujo la llave y abrió. Un intenso olor a hu-
medad salió a darle la bienvenida. Oteó una especie
de sala, bastante pequeña, y volvió por las maletas.
                          15
Gabriel Cebrián

Las ingresó, las depositó en el piso, y antes de echar
un vistazo al resto de la casa, se arrojó en un sofá
verde a respirar el aire rancio, que de todos modos,
sus agitados pulmones necesitaban.
Girando la cabeza, hacia su derecha, pudo entrever
gracias a la luz que entraba por la puerta abierta, una
cama de metal. Eso era todo cuanto podía ver desde
allí. A su frente, una pequeña mesa ratona y un par
de sillones individuales iguales en estilo al sofá do-
ble en el que se había arrojado. A su izquierda, una
ventana con postigos de metal, que de acuerdo a lo
previsto desde afuera, daba al corredor donde po-
drían aparcarse hasta un par de vehículos no muy
grandes. Igual, él no tenía. Aún, ya que si la paga
que le había prometido el Doctor Sanjuán se hacía
efectiva, pronto lo tendría.
Inspiró profundamente y se levantó mientras exha-
laba. Tal vez fuera cierto eso que primero hacían los
karatecas, y luego los tenistas, boxeadores, etcétera,
al proferir ruidosas exhalaciones para acompañar los
movimientos rápidos y esforzados. Fue hasta la ha-
bitación que había entrevisto, y levantó la persiana.
Al entrar la luz pudo ver la cama armada, con un a-
colchado bordó bastante arratonado y tan desgastado
que en algunas partes se alcanzaba a ver la trama de
la tela de base, amarillenta. Del otro lado, un ropero
voluminoso y al parecer antiguo que hacía juego con
la mesa de noche. La cama rompía el estilo, pero
bueno... al menos, hacía juego con un crucifijo de
bronce que presidía la cabecera, en cuyo pie alguien
había puesto, quién sabe cuándo, una rama de olivo.
                           16
Los fuegos de San Juan

El Cristo propiamente dicho, absolutamente conven-
cional y de una aleación distinta a la de la cruz que
lo sostenía, no parecía ser un trabajo de fundición
muy prolijo que digamos. Gaspar, pese a la vincu-
lación de su nombre con la tradición Cristiana, no e-
ra un hombre creyente. Pero igual, el Cristo quedaría
allí. Estaba dispuesto a dejar las cosas como estaban,
a no ser que por alguna razón lo entorpecieran o
molestaran particularmente.
Una puerta en la pared opuesta a la ventana daba a
otro cuarto, acondicionado como escritorio, y de di-
mensiones similares al anterior. No entraba allí luz
natural. Probó el interruptor, y se percató que la e-
lectricidad estaba activada. Una lámpara de varias
bombillas, de las cuales solo dos funcionaban, se en-
cendió. Era del tipo de las que tienen colgando figu-
ras abstractas de vidrio, a modo de ornamento. No
estaba mal. Pudo ver entonces un escritorio de ma-
dera oscura, con un sillón de base en cruz y sostén
de resorte, tapizado de verde y cuyos brazos eran ta-
blas curvadas que iban desde los costados del respal-
do a los ángulos externos del asiento. Dos sillas y u-
na biblioteca completaban el mobiliario. La bibliote-
ca tenía un sector clausurado por una portezuela con
cerradura, en un todo análoga a la que había visto en
la oficina inmobiliaria. Inmediatamente eso llamó su
atención. Verificó que estaba cerrada, y comprobó a
simple vista que las llaves que poseía no se corres-
pondían con tal cerrojo. Tenía dos llaves, segura-
mente la otra serviría para la puerta que daba a los
fondos. Bueno, por ahora, el contenido de esa cajue-
                           17
Gabriel Cebrián

la en la biblioteca sería un misterio. Aunque el resto
del mueble se encontraba vacío, y todo daba a pen-
sar que allí dentro tampoco habría nada.
Prosiguió con el reconocimiento de su nueva mora-
da. Una pequeña galería, al frente de esa segunda ha-
bitación, un baño antiguo pero confortable, la coci-
na-comedor de la cual podría decirse exactamente lo
mismo, y un pequeño cuarto en el cual solamente
podía permanecerse de pie, rodeado de estanterías a-
dosadas a las paredes, que a todas luces únicamente
podía servir de alacena. Finalmente, la puerta de
hierro y vidrio que daba al fondo. Comprobó la lla-
ve, que anduvo perfectamente. Aunque la fragilidad
de la puerta hacía relativa toda la seguridad que pu-
diera aportar la a su vez rudimentaria y endeble ce-
rradura. Bueno, en líneas generales, su vivienda no
estaba mal, si uno podía habituarse a una casa de
construcción antigua, en las afueras de una pequeña
aldea rural no muy lejana del mar, rodeado de gente
que parecía permanecer encerrada y cuyo potencial
de relacionarse socialmente resultaba casi nulo... to-
do ello sin considerar, en otro orden, las vivencias
que podrían haber quedado encerradas allí, entre e-
sas viejas paredes; experiencias de las personas –se-
guramente numerosas- que habían vivido ahí. Si
bien no era dado a consideraciones de tipo teosófico-
espiritista, tendía a creer que las vibraciones emocio-
nales, especialmente las intensas, podían generar at-
mósferas que permanecían a través del tiempo, en
los lugares adonde se desarrollaron, impregnándolos
de su característica. Sentía esa casa algo deprimente;
                            18
Los fuegos de San Juan

pero pensándolo bien, con toda seguridad tal sensa-
ción se debía al cúmulo de circunstancias que estaba
atravesando, y no a una energía residual hipotética
concentrada en la vieja vivienda con el paso de los
años. Sí, lo razonable era pensar eso.



                           II


Luego de tomar un baño, desempacar, ordenar un
poco las cosas, comprobar que había vajilla sufi-
ciente y cambiar la ropa de cama, advirtió que el
único libro con el que podía ocupar la biblioteca del
escritorio era el que había traído para leer en el viaje,
detalle que podría considerarse menor tratándose de
otra persona que no fuera Gaspar. Y ello sin contar
que necesitaría sus libros para consulta ni bien co-
menzara a desarrollar su actividad profesional. Aun-
que, según parecía, la parquedad e incluso animosi-
dad que había notado en el mínimo trato con la gente
de allí, conspiraba contra las más elementales reglas
que correspondían al debido intercambio comunica-
cional en el que se basaba la psicoterapia, tal como
él la interpretaba. De todos modos, estaba volviendo
a apresurarse y seguramente estaba prejuzgando otra
vez, a caballo de su estado anímico y de un par de
experiencias fallidas.


                           19
Gabriel Cebrián

Decidió ir a dar una vuelta por el pueblo, lo que re-
sultaría en un todo de acuerdo con lo que suele ca-
racterizarse como “la vuelta del perro”. De paso po-
dría sondear y convencerse de que la gente de pro-
vincia era jovial, espontánea y comunicativa, de a-
cuerdo a lo que es usual oír, y lo que había tenido o-
portunidad de comprobar en la Facultad, en el trato
con sus camaradas del interior.
Mientras salía, ya de noche cerrada, recordó que el
Doctor Sanjuán –a quien conocía únicamente por
correspondencia electrónica- le había hecho saber
que en Cañada del Silencio resultaba imprescindible
la concurrencia profesional de un psicólogo, dada la
característica peculiar de parte de sus habitantes, que
había desarrollado una extraña fobia a partir de cier-
tas fantasías y algunos hechos fortuitos, sin mayores
precisiones acerca de una y de otros. Sonaba raro,
mas la promesa de una paga importante, facilitada
por un subsidio estatal destinado para tal fin, y la e-
ventualidad de hallar una rareza clínica que proba-
blemente le permitiría desarrollar algún estudio o te-
sis original, lo decidieron finalmente a abandonar la
vida de ciudad para aventurarse en la empresa que
comenzaba. Eso, sin contar que estaba desocupado a
una edad en la cual le resultaba ya muy molesto vi-
vir a costas de su padre.
Salió a la calle. Una niebla incipiente difuminaba la
tenue luz que proyectaban los pequeños faroles en
cada esquina. Tomó hacia su derecha, única direc-
cion posible a no ser que su intención hubiera sido la
de pasear por el campo. En la esquina vio los talleres
                           20
Los fuegos de San Juan

y oficinas del diario local, llamado “La Voz de Ca-
ñada”, según la pintura adherida a los vidrios del la-
do interior. Bueno, Cañada del Silencio al menos te-
nía una voz. Enfrente se levantaba un formidable
chalet de piedra, en medio de un cuidado y extenso
parque. Era, sin lugar a dudas, la vivienda más im-
portante del pueblo. Si bien no había visto mucho,
no parecía haber mucho que ver, así que la conjetura
era por demás plausible.
Siguió caminando, pasó por la inmobiliaria ya cerra-
da a esas horas, llegó a la misma esquina que esa
mañana y la tomó en igual dirección. Antes de llegar
a la esquina del kiosco-garita, advirtió que sobre la
vereda de enfrente había un edificio de dos pisos en
el que funcionaba un hotel. A su frente, en la planta
baja, delante de la conserjería, se observaba un ser-
vicio de bar. Sentados en las mesas escasamente ilu-
minadas por una luz mortecina cuya fuente no le re-
sultaba visible desde allí, vio a cinco o seis parro-
quianos bebiendo y quizá departiendo. Hacia allí di-
rigió sus pasos, atravesó la puerta transparente y o-
cupó una mesa al lado de la vidriera, del otro lado de
la puerta en el que estaban ubicados los clientes. No
más se sentó, notó que era objeto de la más des-
carada y meticulosa observación por parte de todos
los presentes, incluído el supuesto conserje y barman
a la vez, que lo miraba apoltronado sobre el mostra-
dor sin siquiera dar señal de querer atenderlo o to-
mar el pedido. Ante esa situación, casi se vió obliga-
do a pronunciar un “Buenas noches”. “Buenas no-
ches”, le respondieron casi a coro y con aire de autó-
                           21
Gabriel Cebrián

matas, como si el mero hecho de saludarlo los dis-
trajera de la minuciosa inspección ocular de la que lo
hacían objeto. Aprovechando que el encargado del
lugar tampoco le quitaba los ojos de encima, le in-
dicó por señas que fuera a atenderlo. Luego de unos
largos momentos durante los cuales la situación no
varió, el hombre dejó de sostener su cabeza en las
manos, separó los codos del mostrador, lo rodeó y se
acercó hasta la mesa. Allí se quedó parado, sin decir
palabra. Por segunda vez en el día se sintió ofusca-
do. Preguntó qué había para comer.
-Especial de jamón y queso.
-¿Solo éso?
-Solo eso. O ingredientes de vermouth, si prefiere.
-Bien, tráigame un Cinzano con ingredientes.
El hombre, un gordo cincuentón, calvo, rubicundo y
de asimismo rojizos bigotazos, sin decir más, dio
media vuelta y se marchó a preparar el pedido. Los
demás lo seguían mirando. Eran gente al parecer
basta, vestidos quien más quien menos, a la usanza
del paisano. Al menos dos de ellos, por lo que podía
ver, usaban rastra de botones. En la mesa, al lado de
vasos de vino y platos, también descansaban dos o
tres sombreros criollos. Ya comenzaba a hartarse del
escrutinio visual, por lo que giró su cabeza para mi-
rar la calle desierta.
Sería difícil. El poco ejercicio que había desarrolla-
do en su profesión, siempre había sido con pacientes
de su misma condición sociocultural, es decir, con
personas de distintas edades y niveles económicos,
pero inmersas en una misma atmósfera mental, den-
                          22
Los fuegos de San Juan

tro de una misma estructura psicoambiental. Ahora
parecía que tendría que vérselas con personas tan di-
símiles a él mismo y a su experiencia, que proba-
blemente debería iniciarse en los mecanismos inter-
nos de funcionamiento de una visión diferente inclu-
so en un nivel cósmico. Sería difícil, seguramente.
Era todo tan extraño... incluso la forma en que había
tomado contacto con el Doctor Sanjuán. El verano
anterior, en ocasión de un breve paseo por la costa,
estaba tomando una copa en un bar frente a la playa,
casi a medianoche. En eso vio venir desde la costa
una hermosa mujer rubia, en bikini, mojada como si
recién saliese del mar, aunque la temperatura y el
viento no hacían muy apto que digamos el clima pa-
ra tal actividad. Caminaba al acaso cuando lo vio.
Inesperadamente, se dirigió a él y le pidió que le in-
vitara una copa. ¿Cuál es tu nombre?, le preguntó ni
bien indicó al mozo que alcance un trago más. Ella
se presentó como Magdalena. Gaspar hizo un co-
mentario acerca de lo valiente que había que ser para
entrar al mar en esas condiciones, y ella le respon-
dió, enigmáticamente: Oh, pero yo no he entrado al
mar. He salido de él. Le pareció gracioso, de modo
que le preguntó si acaso era una sirena. Algo así, sí,
puedes creerlo, respondió ella, mientras tomaba la
copa que le alcanzaba el mozo. A continuación, ella
se había mostrado interesada por saber qué hacía
Gaspar, y cuando se enteró que era un psicólogo de-
socupado, tomó una servilleta y pidió una lapicera al
mozo. Anotó un E-mail, que resultó ser el del Doctor
Hilario Sanjuán, y le sugirió que se comunicara allí
                          23
Gabriel Cebrián

y planteara su situación. Intrigado, dio voz a algunos
interrogantes. Como gozando de los aires de miste-
rio que parecían ser atributo esencial de su persona-
lidad, Magdalena apuró la copa y comenzó a retirar-
se. Gaspar, sintiendo que la beldad aquella se le es-
capaba, preguntó finalmente si podían volver a ver-
se. Ella le respondió que con toda seguridad lo ha-
rían, si era que se comunicaba al correo electrónico
que acababa de darle. De más está decir que ésta,
más que ninguna otra, fue la causa que lo llevó fi-
nalmente a escribir.

Ahora volvía el mozo-conserje, bandeja en mano.
Depositó sobre la mesa un posavasos de cartón con
propaganda de Cerveza Quilmes, el Cinzano ya pre-
parado, y los diversos platitos de ingredientes, sin
decir absolutamente nada. Gaspar, que acostumbraba
decir “gracias” luego de ser servido, esta vez no lo
hizo.
Al cabo de un rato, las miradas, ya un poco menos f-
jas, dejaron de incomodarle, así que procedió a co-
mer y beber más o menos tranquilamente.
Seguía sorprendiéndole el escaso tránsito, tanto el
vehicular como el de peatones.


                         III


Cumplió el trámite de oblar su consumición tan tele-
gráficamente como parecía ser la usanza por esos
                        24
Los fuegos de San Juan

andurriales, y luego abandonó la mesa sin dejar pro-
pina, esta vez, sin pronunciar el deseo de buenas no-
ches manifestado al ingreso. Salió a la niebla, ahora
mucho más espesa, y comenzó a desandar el camino
hasta calle Belgrano número 217. Los faroles sola-
mente ofrecían un área blanca a su alrededor, en la
que, esforzando un poco la vista, podían diferenciar-
se las pequeñas partículas de agua en movimiento
que constituían la cerrazón visual. Caminó pegado a
las paredes, dado que las referencias visuales solo al-
canzaban a una mínima distancia. Por un momento
se sintió inseguro, vulnerable en aquel pueblo de-
sierto y relativamente hostil, privado ahora incluso
de una referencia visual adecuada. Llegó a la esqui-
na de calle Belgrano y dobló a la izquierda, en direc-
ción a su casa. Allí, los faroles eran aún más escasos
y menos potentes, la blancuzca claridad se tornó a-
hora oscuridad húmeda y fantasmal. Después de un
día tan inquietante, solo le faltaba eso. Hallar su nue-
va morada casi a tientas.
Llegado que hubo a la siguiente esquina, un hueco
negro pareció abrirse a su izquierda; entonces recor-
dó el chalet de piedra con un amplio terreno a su al-
rededor y se tranquilizó. Pero unos pasos más ade-
lante se quedó congelado al oír una voz proveniente
al parecer del lado ciego.
-Buenas noches.
Era una voz de jovencita, cristalina y melodiosa.
Sintiendo su pulso latir en las sienes y todos los pe-
los del cuerpo erizados, se volvió en dirección a la
voz y alcanzó a ver como materializándose desde la
                           25
Gabriel Cebrián

negrura neblinosa a una niña rubia, enfundada en u-
na campera cuadrillé con capucha, muy bonita y de
ojos dulces de un tono claro, difícilmente precisable
debido a la escasa visibilidad. No debía tener más de
once o doce años. Pasado el sobresalto, respondió:
-Buenas noches.
Se quedaron viendo durante unos momentos. Él, aún
con un rictus de susto; ella, con una sonrisa apacible
y despreocupada. Era la primera sonrisa que veía en
aquel pueblo. Aunque el contexto era inquietante,
por cierto. ¿Qué hacía una niña en la húmeda oscu-
ridad de la noche, hablando confiadamente con un
forastero, tan tranquila y tan segura de sí misma?
Como parecía que podía quedarse así indefinida-
mente, Gaspar le preguntó:
-¿Qué estás haciendo ahí, en la oscuridad, en una no-
che como ésta?
-Lo mismo que todas las demás noches.
-¿Saben tus padres que estás aquí?
-No tengo padres.
-¿No...
-Bah, sí, debo tenerlos. Pero no sé adónde están.
-¿Cómo es eso? ¿Dónde vives?
-Aquí, en el pueblo. Bah, a veces. A veces me voy
por ahí.
-Quiero decir, ¿dónde es tu casa?
-No tengo casa.
-No te creo.
-¿Por qué habría de mentirte?
-No lo sé. De todos modos, no luces como una pe-
queña abandonada que vive en las calles.
                          26
Los fuegos de San Juan

-No soy eso que tu dices.
-Eso es obvio.
-Pero tampoco estoy mintiendo. No soy una peque-
ña. O sí, pero solamente si te refieres al tamaño.
-Ah, ¿no? ¿Y qué eres, entonces? ¿Acaso un fantas-
ma que viene a asustarme?
-Digamos que al principio lo logré, ¿no es cierto?

Aquella inquietante aparición no se comportaba ni
hablaba como la niña que parecía ser. Gaspar sintió
cómo el sobresalto del principio, que no había cesa-
do del todo aún, se convertía en un miedo creciente.
Mas intentó recobrar su aplomo diciéndose a sí mis-
mo que era absurdo sentir temor de una niña, por
más rara que fuese.

-Bueno –intentó llevar el diálogo a una instancia de
mayor concisión, -dime qué te traes.
-¿Yo? –Preguntó la niña, con una ingenuidad tal que
difícilmente podía ser fingida. –Yo solo te deseé las
buenas noches cuando pasabas por aquí –y luego a-
ñadió, con ironía: -Mis padres me enseñaron de esa
forma.
-Ah, entonces tienes padres.
-Mira, nos estamos moviendo en círculos. Aquí yo
tendría que decirte que no tengo, o que sí, que debo
tenerlos. Pero que no sé adónde están. Y si me lo
permites, te daría un consejo. Ten mucho cuidado
con esas repeticiones, con esas jugadas reiteradas
que en el juego de ajedrez solo pueden resumirse en

                         27
Gabriel Cebrián

tablas. Aquí, en Cañada del Silencio, puede resultar
un juego muy peligroso, Gaspar.
-¿Cómo sabes mi nombre? –Preguntó, conciente de
que sus pelos habían vuelto a erizarse.
-Tú me lo dijiste.
-No, no recuerdo habértelo dicho.
-Tú me lo dijiste.
-No, estoy seguro que no lo he hecho.
-Acabo de advertirte acerca de la peligrosidad de in-
gresar en diálogos como éste.

Gaspar se sintió amenazado. La única persona que
parecía dispuesta a dialogar gentilmente con él era
una niña extraña, aparecida como de la nada, que de-
cía ser mayor de lo que en realidad se veía y que co-
nocía espontáneamente su nombre. También parecía
estar al tanto de algunas particularidades propias de
aquel lugar, en el que las recurrencias dialécticas, se-
gún lo que ella decía, constituían algo así como un
extraño y difuso peligro. Por un momento, la apari-
ción de la niña le recordó la aparición que en el ve-
rano había hecho ante él mismo Magdalena, quien
dijo haber salido del mar; y advirtió que, si bien pa-
recía haber bastantes años de diferencia entre ambas,
los rasgos faciales eran similares de un modo osten-
sible.
-¿Cómo te llamas, tú? Inquirió secamente.
-Ves, ésa es la impronta que debe darse al diálogo.
Debes huir como de la peste de juicios analíticos o
cosas por el estilo, aquí.
-¿Eh?
                           28
Los fuegos de San Juan

-Sabes de lo que hablo.
-Estás rehuyendo a mi pregunta. No me hagas repe-
tirla. Caería en eso mismo acerca de lo que me estás
alertando.
-No entiendo como haces.
-¿Cómo hago qué?
-Hablar de algo mientras piensas en otra cosa.
-¿Cómo dices?
-Mientras decías lo que decías estabas pensando que
no hablo como debería hablar una persona de mi e-
dad. Lo cierto es que no tengo la edad que tú crees.
Pero eso ya te lo dije y si seguimos así, de este mo-
do, nos va a encontrar la eternidad hablando de lo
mismo.
-Aún no me has respondido. De alguna manera me
estás obligando a detenerme en las mismas viejas
preguntas.
-No suelo responder a lo que mi interlocutor ya sabe.
-Yo no soy como tú –aclaró engañosamente Gaspar,
intentando seguir el sentido que la niña trataba de
imponer, echando mano a la vieja maniobra psicoló-
gica de correr al supuesto enajenado para el lado en
que se disparaba. –Yo no conozco el nombre de la
persona con la cual hablo, si no me lo dice.
-Estás yendo hacia atrás, otra vez.
-No es así. He agregado un elemento.
-Sí, el que supones un nuevo elemento es tu inten-
ción de seguirme la corriente a ver si te enteras de
algo, ¿verdad? De algo que pueda servirte para aco-
modar lo que está pasando a tu lógica. Estás peor de
lo que yo creía. No recuerdas haberme dicho tu
                          29
Gabriel Cebrián

nombre, y ahora pretendes que lo he adivinado. Y
por otra parte, aseguras que no conoces el mío, cosa
que sé positivamente que no es verdad. Yo te he di-
cho mi nombre, y tú me has dicho el tuyo.
-No es así.
-Dime cómo me llamo.
-Eso, deberías decírmelo tú.
-Anda, tú lo sabes.
-No lo sé –respondió, pensando que tal vez hubiera
debido decir “Magdalena”, pero eso no habría sido
más que entrar en el juego de la pequeña, que pare-
cía ella misma estar intentando sacarle de mentira
verdad.
-No ves, pierdes dos casilleros. Tal vez si hubieras
dicho lo que tenías en mente, habríamos avanzado
algo. Mira, creo que estoy perdiendo mi fe en ti. Tal
vez no salgamos nunca de esta niebla.

Entonces Gaspar advirtió que la niebla era tan
espesa que no era capaz de ver nada. Salvo a la
pequeña, que parecía generar un fulgor propio; y no
era que lo veía, sino que su razón le decía que de
otra manera, sería incapaz de verla a ella, como lo e-
ra respecto de todo lo demás, como por ejemplo, sus
propias manos, las que intentaba divisar colocándo-
las incluso a menor distancia de la que lo separaba
de aquella aparición, sin conseguir hacerlo.




                         30
Los fuegos de San Juan

                         IV

-¿De qué se trata todo esto? ¿Quién eres?
-Agregaste una pregunta y reiteraste otra. O sea, per-
maneces en el mismo lugar. Esta niebla suele tra-
garse a las personas, ¿sabes? Sería bueno que te des-
pabiles. Ahora resultaría ocioso que inquieras nueva-
mente acerca de qué se trata todo esto, y por supues-
to, mucho más aún que vuelvas a preguntarme quién
soy y obligarme de ese modo a repetirte que tú lo sa-
bes.
-Esto parece el estúpido cuento de la buena pipa.
-Ya lo creo, tienes razón. Pero no soy yo la respon-
sable de que las cosas sean así.
-Es una noche horrible. ¿Tienes adónde ir?
-No. No tengo adónde ir, ni tampoco tengo por qué
ir a sitio alguno.
-Te iba a ofrecer que duermas en mi casa.
-¿Puedo fiarme de ti?
-¡Por supuesto! –Dijo Gaspar, e inesperadamente pa-
ra él, la niña prorrumpió en carcajadas a su reacción.
-Está bien, está bien. Pero ten en cuenta una cosa: e-
res tú quien necesita de un lazarillo. En estas condi-
ciones, jamás encontrarías tu casa, ni aún tanteando
las paredes.
-Eso es lo que crees –aseguró él, no muy seguro en
su fuero íntimo.
-¿Quieres probar? –Desafió la niña, en tanto una pre-
gunta cobraba entidad en la conciencia de Gaspar.
¿Hallaría su casa aún sin que él le dijera la direc-
ción? Entonces, la mocosa lo tomó de la mano y
                          31
Gabriel Cebrián

continuó diciendo: -Anda, grandulón, camina. Eres
capaz de enfermar si sigues humedeciéndote.

La niebla era concreta. De algún modo funcionaba
sobre su conciencia y lo ponía a merced de una apa-
rición a la que ya no veía ni aún en su fulgor propio,
sino que la única referencia que tenía ahora de ella
era su manita, que lo conducía, supuestamente, hacia
su nueva morada sin que siquiera le hubiera men-
cionado dónde quedaba. Debía estar asustado, mas
una especie de apatía emocional que mucho tenía
que ver con el esponjoso aletargamiento de su vista
le impedía agitarse del modo que su razón parecía
exigirle. Caminó con paso inseguro, guiado por una
aparición que tenía mucho de irreal y por supuesto,
nada de lógica o razonabilidad de acuerdo a cual-
quier parámetro de experiencia previa al que pudiese
haber echado mano. Momentos después se detuvie-
ron, por supuesto a instancias de la niña, que dijo
con connivencia tal que invertía completamente toda
relación fundada de caracteres cronológicos entre
ambos:
-Aquí está tu puerta de reja, cegatón. Si quieres te a-
compaño dentro, o si vas a estar más tranquilo, me
marcho. Como prefieras.
-No, ven, pasa –ofreció gentilmente Gaspar, pero en
el fondo quería más que nada averiguar qué era lo
que había detrás de todo aquel extraño suceso. Mien-
tras empujaba la puerta de reja y se acercaba a tien-
tas a la otra, llave en mano, oyó que ella le decía, co-
mo respondiendo a su pensamiento:
                           32
Los fuegos de San Juan

-Está bien, pero te aclaro que tengo mucho sueño.
No tengo ninguna gana de andar respondiendo las
mismas preguntas.
-No has respondido ninguna aún –observó Gaspar,
en tanto accionaba su encendedor para hallar la ce-
rradura. La niña rió suavemente. Finalmente entra-
ron. Encendió la luz y mientras cerraba la puerta, la
niebla, en forma de humos que se le antojaron mias-
máticos, dibujó unas volutas móviles que se fueron
desvaneciendo. Jamás había visto algo como eso.
Se quedaron viendo uno al otro durante unos instan-
tes. Gaspar, ansioso y sumido en un mar de dudas y
temores. La niña, ligeramente sonriente y al parecer,
gozando del dominio absoluto de la situación. Final-
mente, él le preguntó:
-¿Cómo sabías que vivo aquí?
-No vives aquí. Llegaste hoy.
-Ahá. Tienes razón. ¿Y cómo... –se interrumpió ante
la evidencia que iba a reiterarse.
-Todo el pueblo lo sabe. Bah, casi todo. Si te sirve
para dejar de torturarte con misterios que lo son so-
lamente para ti, considéralo así. Cualquier persona
que llegue a este pueblo, debe acostumbrarse a que
todo el mundo sepa de ella. No soy adivina, o bruja,
o cualquier otra fantasía que se te pueda ocurrir.
Simplemente, presto oídos a lo que se comenta.
-No me has dicho tu nombre.
-Te he dicho... bueno, que tú lo sabes. Por favor, no
me obligues a repetirme, ¿quieres? Tal vez la niebla
ingrese y vuelva a apresarte aquí dentro.
-Eso no es posible.
                           33
Gabriel Cebrián

-Tampoco te reiteres tanto, tú. Ya has dicho eso mis-
mo de un montón de cosas en un rato, y sin embar-
go, ocurrieron. ¿O no?
-Está bien. Oye, no tengo nada de comer, aquí. Solo
puedo ofrecerte un té.
-No, gracias, hazte para ti si te apetece. Yo tan solo
necesitaría unas mantas –indicó, mientras se apoltro-
naba en el sillón verde. Él se las alcanzó. Luego, en-
tró en su habitación, cerró la puerta, se desvistió y se
dispuso a dormir por vez primera en aquella cama.
El sueño tardó en venir, la extrañeza del primer día
en Cañada del Silencio lo había agitado mucho, y
más aún la rara niña que dormía en el sillón de la sa-
la. Si bien había tomado contacto con ella de un mo-
do que parecía irreal, contaba con que no fuera a tra-
erle problemas más terrenales, como podría ser por
ejemplo una eventual denuncia por pederastia. Final-
mente se durmió, y soñó algo que tenía que ver con
Magdalena, pero fue lo suficientemente difuso y le-
jano como para no poder precisar circunstancia algu-
na.


                           V


Los gallos cantaban en todo el derredor. Fue un des-
pertar tan clásico como inusual para Gaspar. Debía
ser muy temprano, dado que según decían los gallos
cantaban al romper el alba. Se estiró, vio el crucifijo
de metal desde un punto de vista contrapicado y re-
                         34
Los fuegos de San Juan

cordó que una niña desconocida y misteriosa, se ha-
bía presentado ante él como materializada en una es-
pesa niebla. Tal reminiscencia, acompañada del sen-
tido de irrealidad que había impregnado toda la se-
cuencia de hechos, lo llevaron a vestirse rápidamen-
te y salir a ver al extraño huésped. Por supuesto, no
estaba allí. Fue hasta la cocina, y tampoco. Lo mis-
mo ocurrió en el resto de la casa, pero cuando ingre-
só al escritorio, se percató que la portezuela de la ca-
ja en la biblioteca estaba abierta. La tapa caía a cien-
to ochenta grados, dejando ver el interior vacío. Lo
siguiente que hizo fue comprobar que tenía las llaves
en el bolsillo del pantalón, y que todas las puertas y
ventanas estaban cerradas. Era imposible que la niña
las hubiera tomado, ya que Gaspar era de sueño li-
viano y la hubiese oído ni bien accionara el pica-
porte de la puerta de su dormitorio. Aparte, debía ha-
ber echado llave desde fuera, y la única manera de
poder hacerlo era poseyendo una copia. Ésa era una
real posibilidad, más allá de cualquier especulación
esotérica o clínica.
El día era soleado, y el contraste hacía lucir como
mucho más fantástica la experiencia de la noche an-
terior. Si no hubiera sido por la portezuela de la bi-
blioteca, habría dudado de su entidad real. Pero la
puerta aquella, que él había comprobado, se encon-
traba cerrada, ahora estaba abierta; y si había algo en
su interior, jamás, probablemente, lo sabría.
Luego de ir al baño y prepararse un té –que era toda
la substancia que tenía, por el momento-, abrió la
puerta y salió al fondo. Había una pequeña cuadrí-
                           35
Gabriel Cebrián

cula de baldosas, y más allá, el pasto algo crecido.
Hacia su izquierda, un galpón abierto en el que se
veía un piletón para lavar ropa y algunas herramien-
tas, entre ellas, una vetusta podadora de césped. A su
frente, y donde el cuadro de baldosas terminaba, una
bomba para extraer agua cuya boca drenaba en una
pequeña pileta de cemento. Más atrás, en el centro
del espacio abierto, se levantaba un viejo aljibe. Y
por detrás de todo, un árbol del cual pendían unas
pelotitas verde claro y una edificación cuadrangular
que correspondía a un antiguo excusado, cuyo dete-
rioro y suciedad le hicieron descartar de plano su e-
ventual puesta en funcionamiento. Hacia la derecha,
donde desembocaba la entrada de autos, un alambra-
do bajo y endeble separaba la propiedad de un terre-
no baldío que ocupaba toda la esquina. Siguiendo la
pared que delimitaba el fondo de su casa, ya en el re-
ferido terreno, podía distinguirse algo así como un
corredor angosto y largo, de unos dos metros de alto,
cubierto de enredaderas y malezas. Quién sabe qué
función habría cumplido en el pasado... parecía tener
que ver con alguna cuestión ferroviaria, pero no se
observaban en la cercanía vías ni ninguna otra cosa
que así lo indicara.
Volvió a su terreno. Algunas de las pelotitas verdes
que caían del árbol, se habían descompuesto y ad-
quirido tonalidades oscuras, incluso negruzcas. To-
mó una, ya casi reseca, y quitó con su pulgar la
membrana ennegrecida, para hallar dentro algo co-
mo un carozo o semilla de madera rugosa. Le pare-
ció conocido, de modo que siguió quitando el tejido
                           36
Los fuegos de San Juan

marchito hasta quedarse con una pequeña nuez. In-
tentó romperla con las manos, pero resultó demasia-
do dura, así que fue hasta la puerta y la apretó entre
ella y el marco hasta oír el crujido. Quitó los frag-
mentos de cáscara y vio la parte comestible algo a-
plastada por la presión. La quitó y la probó. Estaba
muy buena. Tenía nueces, y en cantidad. Ya era al-
go.
Volvió al interior de la casa y se dijo que ya era hora
de entrevistarse con el Doctor Sanjuán. Se aliñó un
poco el pelo frente al espejo del baño, volvió a echar
llave a la puerta del fondo, antes de salir vio la man-
ta sobre el sofá verde que había sido usada, según
parecía, por una niña que tenía la llave de su casa o
que era capaz de abrir cerrojos y cerrarlos desde fue-
ra. O algunas otras posibilidades, como ya había
pensado, que probablemente obedecieran a posibles
maniobras esotéricas de parte de ella, o a patologías
mentales de su parte.

Salió de nuevo a la calle. Una mujer volvía del algún
mercado con una bolsa llena de mercaderías. Él de-
bía hacer algo así, organizarse un poco en ese senti-
do. Tenía una alacena vacía que llenar. Y no mucho
dinero, esperaba que Sanjuán pudiera adelantarle al-
go. Ahora bien, ¿adónde vivía el tal Sanjuán? Segu-
ramente todos, en ese pueblucho, lo conocían. Le ha-
bía pasado su domicilio por E-mail, pero obviame-
te, había olvidado anotarlo. No se preocupó mucho,
sabía que era un personaje conocido del pueblo. Lo
que no había tomado en cuenta era la escasa, por no
                          37
Gabriel Cebrián

decir nula, capacidad de comunicación de sus habi-
tantes. Mientras no tuviera que volver a hablar con
el agente inmobiliario...
Pero no, no iba a hacer falta. Cuando pasaba por el
diario tuvo la idea de ingresar a preguntar allí. La
gente de un medio de comunicación debía, a más de
cumplir con su función, ser comunicativa. Al menos,
eso habría sido lo lógico. Entró sin tocar a la puerta.
Un hombre regordete, morocho, semicalvo, con bi-
gotes anchos y de anteojos, lo saludó:
-Buenos días. Usted debe ser el nuevo vecino –le di-
jo, sorprendiéndolo con su amabilidad aún a pesar de
las disquisiciones previas acerca de la gente de los
medios.
-Buenos días. Sí, soy Gaspar Rincón y me acabo de
mudar a la casa de la esquina, acá en calle Belgrano.
-Encantado, joven. Soy Carlos Rentería, pero me di-
cen Cholo. Puede decirme así usted, si prefiere. ¿Así
que ocupó la casa del 217? –La recurrencia a la
mención del número de su nueva morada pareció co-
menzar a estas alturas a inquietar a Gaspar, quien de
todos modos no tenía razón objetiva para tal sensa-
ción.
-Sí, exacto. –Y aprovechando la fluidez del diálogo
procedió a inquirir, en la forma más sutil que se le
ocurrió:
-Parece ser célebre, esa casa, ¿no es verdad?
-Pues no, que yo sepa. ¿Por qué lo dice?
-Porque sucede que con todos quienes he hablado,
tienen presente el número.

                          38
Los fuegos de San Juan

-Ah, pero sabe qué pasa, éste es un pueblo pequeño,
vea.
-Sí, lo he notado –observó, tratando de dar a su ase-
veración el carácter menos peyorativo posible.
-Por eso. Sabemos todos los números, que no son
tantos.
-Claro, claro.
-Usted viene de la Capital, ¿verdad?
-Sí.
-Claro, por allá es otra cosa. Dicen que uno no sabe
ni quién vive al lado de uno.
-Sí, suele ser así.
-No me gustaría vivir en un lugar como ése, vio.
-Uno se acostumbra a todo. Es cuestión de costum-
bre.
-Puede ser, pero la verdad es que no me veo.
-La gente de por acá es un poco huraña, ¿no es así? –
Se aventuró a preguntar, aún a riesgo de quedar mal
con la única persona que se había mostrado amable;
y eso sin contar a la niña, cuya amabilidad relativa –
ya que pareció más atención que amabilidad- prove-
nía de una fuente para él inclasificable en términos
de experiencia previa.
-No, joven, no es así. Por ahí es un poco descon-
fiada, sobre todo con los forasteros. Pero va a ver
que ni bien lo conozcan un poco, la cosa va a cam-
biar.
-Bueno, me agrada oír eso.
-No tenga dudas.
-¿Y quién ocupaba la casa de Belgrano 217, antes?
-Hace rato que está desocupada, vea.
                          39
Gabriel Cebrián

-Ahá.
Que yo recuerde, hace unos cuantos años la ocupó
un bancario, que trabajaba acá en la sucursal del
Provincia. El pobre no llegó a jubilarse y volverse a
su ciudad, murió acá.
-Ahá.
-Después vino un médico, o algo así. O sea, trabaja-
ba para el Doctor Sanjuán. Nunca supe a qué se de-
dicaba, o cuál era su especialidad. Ése duró poco, di-
cen que se ahogó en el mar.
-Bueno, con razón se acuerdan de la casa... parece
estar maldita...
-Oh, qué ocurrencia. Son cosas que pasan, vea. No
vaya a impresionarse por lo que le cuento...
-No, está bien, yo decía, nomás. Resulta que hom-
bres solos, como yo, ambos corriendo la misma
suerte... dicen que no hay dos sin tres.
-Bueno, déjese de embromar, joven... Gaspar, me di-
jo, ¿no? Mire las cosas que dice...
-Aparte, en la jerga quinielera, el 17 es la desgracia,
para colmo.
-Bueno, si sabía que era tan cabulero no le decía na-
da.
-No, está bien, Don Cholo, es broma.
-Ah. Me había parecido que se estaba julepiando.
-No, nada de eso. Dígame, necesito hablar con el
Doctor Sanjuán. ¿Usted podría decirme adónde pue-
do encontrarlo?
-Pues aquí enfrente. Ése es su chalet –le respondió,
señalando la importante vivienda de piedra desde cu-

                          40
Los fuegos de San Juan

yo jardín, la noche anterior, había cobrado materiali-
dad la fantasmal niñita.


                         VI


Empujó la portezuela baja de madera entre los dos
pilares y avanzó por un camino igualmente pétreo
hacia el lujoso chalet. Llegó a una especie de alero
de tejas y observó la fina cristalería de los ventana-
les. También llamó su atención la calidad y termina-
ción de la puerta, al parecer de roble. Había dinero
allí; sí, señor.
Oprimió el botón del timbre y un melodioso ding
dong llegó hasta sus oídos. Poco después, una muca-
ma negra y ataviada clásicamente según su oficio, a
la usanza de Hollywood, abrió la puerta y le pregun-
tó qué deseaba.
-Soy Gaspar Rincón – se presentó. –Acabo de llegar
de la Capital. Desearía entrevistarme con el Doctor
Sanjuán, si es posible.
La morena lo hizo pasar y tomar asiento en un mo-
biliario acorde al resto de la ostentosa ambientación
y ornamentos. Ingresó por un pasillo y a poco volvió
y le indicó seguirla. Así lo hizo, y luego de recorrer
algunos metros de un pasillo oscuro, ingresaron en
un escritorio. El Doctor Sanjuán se levantó y estiró
la mano hacia el recién llegado, saludándolo efusiva-
mente. Parecía que la animosidad de la gente de Ca-
ñada del Silencio había sido solo una impresión, o
                          41
Gabriel Cebrián

como le había dicho momentos antes el Cholo Ren-
tería, mera desconfianza inicial. El diligente Doctor
era un hombre alto, de unos cincuenta años, ligera-
mente canoso, de buena estampa física y rasgos deli-
cados, ojos claros y un don de gente que se eviden-
ciaba tanto en su tono como en sus movimientos.
Luego de indicarle tomar asiento y de hacer lo pro-
pio, le preguntó:
-¿Cuándo llegó?
-Ayer a la tarde.
-Hombre, podía haberme avisado y venía a cenar a-
quí conmigo...
-No me pareció prudente importunarlo. Mire, entre
que tomé un baño, acomodé un poco las cosas, reco-
nocí la casa, etcétera, se hizo un poco tarde, ¿sabe?
No me pareció adecuado...
-Mire, ésta es su casa, ¿me entiende?
-Agradezco su hospitalidad.
-Fíjese que mandé a rentar esa casa para usted, sola-
mente por no ser tan invasivo y respetar su intimi-
dad; si no, le hubiera ofrecido que se instale acá mis-
mo.
-Oh, pero hizo muy bien. Jamás me atrevería a un a-
buso semejante.
-No sería un abuso, sería un gusto, en todo caso. Ve-
a, la casa es muy grande, a veces me hallo solo, y me
encanta poder conversar con alguien que no perte-
nezca al populacho de esta aldea. Digo, con alguien
pulido, de la ciudad, formado en universidades...
-Bueno, creo que eso puedo entenderlo. Ayer estuve
dando una vuelta, comí algo en el hotel de por acá, y
                           42
Los fuegos de San Juan

tuve oportunidad de comprobar... –se interrumpió, e-
valuando la eventualidad de parecer arrogante o des-
considerado.
-Sí, dígalo, de comprobar que la gente de por aquí es
basta e ignorante.
-Bueno, yo no quería decir eso.
-Dígalo, ya que así es.
-Bueno, me pareció algo hosca y me molestó la ma-
nera en que me observaban, sin el menor indicio de
ubicuidad.
-Lo sé, lo sé, por eso le decía que hubiera sido bueno
que me llame ni bien bajó del ómnibus. Y dígame,
¿qué le pareció la casa?
-Me pareció adecuada. La verdad, podría resultar un
poco amplia para mí solo, pero está de lo más bien.
Me encanta el nogal que tiene en los fondos.
-Ah, sí. Es un árbol noble y añoso. Pero volviendo a
la casa en sí, se habituará. De todos modos, por la
limpieza en general no debe preocuparse. Haydée, la
mujer que lo condujo hasta acá, se hará cargo de e-
lla.
-No, pero...
-Pero nada, Gaspar. No vamos a pretender que un
profesional de sus quilates pierda tiempo en menes-
teres como ésos, ¿verdad?
-Mire, Doctor, con todo respeto, usted no me cono-
ce. Podría resultarle un fiasco, ¿sabe? Ya estoy te-
miendo no estar a la altura de las circunstancias, cré-
ame.
-Oh, por favor no diga eso. Aparte, en cierto modo,
seguramente involuntario, está descalificándome.
                           43
Gabriel Cebrián

-¿Perdón?
-Digo que ya lo he tratado durante unos breves mi-
nutos; y si bien mi temperamento analítico me ha
llevado a evaluarlo de un modo similar al que los pa-
lurdos ésos lo hicieron anoche, claro que en otro ni-
vel y con otra altura, éste al parecer breve lapso de
tiempo que hemos compartido hasta ahora, digo, me
permite decirle desde ya que usted es un joven agu-
do mentalmente y un serio y responsable profesio-
nal, munido de todas las herramientas conceptuales
necesarias para un óptimo desarrollo de sus aptitu-
des.
-Bueno, espero que sea así, ya que, a pesar del breve
lapso que mencionara usted, parece estar más seguro
de ello que yo.
-Es usted humilde, Gaspar.
-No, trato de ser objetivo.
-Bueno, dejemos eso. ¿Qué le gustaría almorzar?
-Mire, Doctor Sanjuán, usted es muy amable, pero...
-Vamos, no toleraré una negativa.
-No, iba a decirle que estoy un poco preocupado por
saber las características y condiciones del desempe-
ño que espera usted de mí.
-Hay tiempo para eso. De todos modos, he de ade-
lantarle que no se trata de un desempeño covencio-
nal.
-Sí, algo ya me había anticipado por correo.
-Bueno, pero ahora no me ha contestado qué le gus-
taría tomar para el almuerzo.
-Lo que usted escoja está bien para mí.

                         44
Los fuegos de San Juan

-Déjeme agasajarlo, al menos en la primera comida
que tomaremos juntos.
-Bueno, entonces... ¿tiene una parrilla?
-Sí, claro, pero... ¿cuál es la idea?
-Si le parece, yo prepararía un asado.
-De ningún modo. No voy a ponerlo a trabajar justo
hoy.
-Entonces, elija usted el menú.
-Ve, le dije, usted es un muchacho muy hábil. Ha si-
do una muy buena manera de salir del paso y evitar-
se la responsabilidad de la elección. Dejemos enton-
ces que Haydée prepare lo que quiera. Es una mag-
nífica cocinera.
-Está bien. Pero me gustaría preguntarle algo, si no
es un atrevimiento de mi parte.
-Adelante, pregúnteme lo que quiera.
-Usted dijo que se sentía solo, en este pueblo. Aparte
de Haydée, ¿vive alguna otra persona en esta casa? –
Inquirió, dado que las facciones y el color de los o-
jos del Doctor le recordaban vagamente a los de la
niña que la noche anterior parecía haber salido de a-
llí.
-Bueno, Haydée trabaja, y pasa buena parte de su
tiempo en esta casa, pero no vive aquí. La única per-
sona que sí lo hace, es mi hija.
-Ah, me parecía.
-¿Sí?
-¿Es una niña de unos diez, o doce años?
-Oh, no. Es una mujer de veintidós años, ya. ¿Y por
qué me pregunta eso?

                         45
Gabriel Cebrián

-No, porque anoche pasé por aquí... ¿vio la niebla
que se levantó anoche?
-Sí, es común eso para esta altura del año.
-¿Sí? ¿Tanta?
-¿Tanta, fue?
-No podía ver mis propias manos.
-Ah, no, por ahí no tanta. Pero decía que pasó por
aquí...
-Claro que entonces no sabía que era su casa. La
cuestión que venía casi a tientas, cuando una niña
rubia salió de su jardín y me abordó.
-Ah, claro. Ya sé de quién se trata. Es la pequeña A-
nnie –dijo, y esbozó una sonrisa.
-No me dijo su nombre en ningún momento. Es una
personita de lo más extravagante.
-Ni que lo diga. Es tremenda. Suele andar por aquí,
dando vueltas. Seguramente vio a un desconocido y
aprovechó la oportunidad de jugarle alguna broma.
-Y vaya que lo hizo. Consiguió desconcertarme real-
mente. ¿Quién es?
-Es una niña con alteraciones mentales, no muy gra-
ves, según creo. Usted es el especialista, quizás ten-
ga oportunidad de tratarla y verá por usted mismo.
-Me dijo que no tenía casa, ni padres.
-Eso no es cierto. Vive sobre la costa. Sus padres no
son mucho más sanos que ella. Y ella vive escapán-
doseles. Pero siempre vuelve, así que ellos han lle-
gado a tomar como naturales sus aventuras noctur-
nas.
-¿Y cuál sería su patología, según usted lo ve?

                         46
Los fuegos de San Juan

-Mire, yo soy médico clínico, sería una muy lega o-
pinión, la mía. Lo único que puedo decirle es que su
patología responde a muchos de los rasgos caracte-
rísticos de lo que yo he dado en llamar “el Síndrome
de Cañada del Silencio”
-Ahá –pronunció Gaspar, mostrándose muy interesa-
do, como lo estaba, ante la mención del eventual de-
sequilibrio típico que sería objeto de su análisis. –
Me interesaría saber todo cuanto pueda decirme a-
cerca de él.
-Lo sé, lo sé, pero me parece muy pronto para abor-
dar temas laborales. Ya tendremos quizá demasiado
tiempo para el intercambio profesional, ¿no le pare-
ce?
-Como usted diga –concedió, cuando en realidad, no
le parecía. –Aunque si me disculpa, voy a volver so-
bre el tema de esa niña...
-Annie.
-Sí. Sabía mi nombre sin que yo se lo hubiese dicho.
-Claro, pero puede haberlo oído de boca de alguien
más.
-¿Le parece? ¿Usted ha hablado de mí con la gente
del pueblo?
-Bueno, mínimamente, que recuerde, con el agente
inmobiliario. Quizá él lo haya mencionado.
-¿Le parece? Se lo ve como un individuo muy parco.
-Sí, esa puede ser la imagen que tuvo usted. Entre
nosotros, y francamente, es un chismoso peor que
cualquier comadre en la peluquería.
-Bueno, siendo así...
-¿Qué le ha hecho creer? Ésta Annie...
                           47
Gabriel Cebrián

-No, nada, sencillamente, me desconcertó.
-Le gusta jugar el rol de adivina. Hay veces que de-
muestra mucho talento, y su predilección consiste en
tratar de parecer extravagante. Es una chiquilla ver-
daderamente inteligente. Podría contarle muchas a-
nécdotas acerca de cómo ha conseguido embaucar a
cantidades de gentes, sobre todo a los turistas que
suelen invadirnos en verano cuando las plazas hote-
leras de la costa se agotan. Incluso ha generado al-
gunos problemas, ha impresionado tanto a algunas
personas que han tenido que ser atendidas debido a
cuadros de pánico. Claro que se trataba de personas
básicamente desequilibradas y demasiado crédulas.
-Pero eso no parece algo muy normal que digamos...
-Por eso le dije, Annie no es una niña normal. Es de-
masiado inteligente para su edad, y tiene tendencia a
provocar situaciones morbosas y engaños sutiles
que, en algunos casos, son procesados por las vícti-
mas de una forma normal; pero en otros, cuando por
temperamento o predisposición, alguna persona a-
tiende y cree sus manipulaciones, puede resultar da-
ñada.
-Entiendo –dijo Gaspar, deseando fervientemente
volver a encontrar a la niña y averiguar bien qué ha-
bía detrás de su presunta neurosis.




                         48
Los fuegos de San Juan

                          VII


El diálogo había derivado en generalidades, tales co-
mo la descripción de la vida en la capital y sus dife-
rencias con la de provincia, de algunas caracterís-
ticas y atractivos de la zona, de pesca, de ciertos per-
sonajes locales, etcétera. Gaspar prestaba oídos y
mantenía la concentración en tales banalidades sola-
mente para mantener el hilo de la conversación, toda
vez que únicamente dos o tres tópicos le interesaban.
Uno, el que tenía que ver con su desempeño profe-
sional y la contraprestación monetaria correspon-
diente; otro, la patología atípica que parecía haberse
localizado allí; y en un orden más personal, el even-
tual reencuentro tanto con la pequeña Annie como
con la hermosa y sensual Magdalena, por distintos
motivos, obviamente.
El aroma de una comida casera y agradable llegó
hasta el escritorio. Ya había pasado el mediodía
cuando la negra Haydée se apersonó y anunció que
la mesa estaba servida. Se dirigieron al comedor –
Gaspar por delante como había indicado con gesto
caballeresco el anfitrión,- y cuando ingresaban, el jo-
ven se detuvo bruscamente, provocando una ligera
colisión con el Doctor. Allí, sentada a la mesa, ex-
quisitamente iluminada por la luz del sol que desde
la ventana atravesaba unos tules y se derramaba do-
rada sobre ella, estaba Magdalena, observándolo con
una sonrisa a la vez cautivante e intencionada.

                          49
Gabriel Cebrián

-Ah, estabas aquí ya –dijo el Doctor. –Creo que ya
se conocen, ¿no?
-Yo no sabía... –comenzó a aclarar Gaspar, en tanto
Magdalena, sin abandonar la expresión de disfrute
que la situación le provocaba, se incorporó y lo salu-
dó con un beso. Luego, los tres tomaron asiento.
-No sabía que era su hija -completó al fin la frase,
tratando de dejar traslucir lo menos posible el im-
pacto que la presencia de la dama le había produci-
do.
-Claro –explicó ociosamente el Doctor,- si ha sido e-
lla quien ha propiciado nuestro contacto...
-¿Cómo estás, Gaspar?
-Bien, ¿y tú?
-Oh, muy bien, contenta de que estés por aquí. Tu
sabes, es bueno poder departir con alguien diferente,
alguien más parecido a uno.
-Me decía tu padre.
-Sí, por supuesto. Nos viene bien cambiar de aire y
hablar con gente de la capital, máxime tratándose de
una persona culta e instruida.
-Bueno, trataba de explicarle a tu padre que quizá no
sea lo que ustedes esperan.
-Sí, seguro que lo eres. Salta a la vista –aseguró ella.
-Parecen ser tan gentiles como perceptivos –dijo
Gaspar, no muy seguro de que los calificativos que
empleaba fuesen los adecuados. En eso entró Hay-
dée, cargando una fuente humeante de la cual aso-
maba el mango de un cucharón. La depositó sobre la
mesa y comenzó a servir, primero a Gaspar, como
correpondía al protocolo. Vio un guisado amarrona-
                          50
Los fuegos de San Juan

do, algo oscuro, con rodajas de papa, guisantes, ce-
bolla y unas porciones de carne cortada en forma ar-
bitraria, grandes y pequeños, de distintas formas, al-
gunos como desgarrados sin el menor cuidado. Eso
llamó su atención. Mientras la mucama proseguía
sirviendo a los otros comensales, el Doctor Sanjuán
retomó la palabra:
-Bueno, los grandes encuentros se producen así, de
manera fortuita.
-Oigan , ya les dije que me siento algo intimidado
por los comentarios que formulan acerca de mí sin
conocerme lo suficiente.
-¿Intimidado? –Preguntó Magdalena. -¿Qué podrías
temer?
-Ya le decía a tu padre, no estar a la altura de vues-
tras expectativas.
-Y yo le decía a él –se apresuró a informar el Doc-
tor- que sabemos muy bien con quién estamos tra-
tando... –Iba a continuar, pero su hija lo interrumpió:
-O sea, estamos cayendo en diálogos recurrentes.

La frase que dejó caer como al acaso, produjo a Gas-
par una sorpresa tal que casi le fue imposible disi-
mular. En cambio, Sanjuán miró con fiereza a su hija
durante un par de segundos. A pesar del estupor, el
joven lo advirtió con claridad. Inmediatamente re-
cordó el parecido físico que había observado entre la
pequeña que ellos llamaban Annie y el recuerdo, a-
hora presente, de la agraciada Magdalena. Tal vez
compartieran también la patología. Para salvar el ba-

                          51
Gabriel Cebrián

che que se había producido en el diálogo, el Doctor
se apresuró a comentar:
-Mi hija ha tenido oportunidad de compartir una co-
pa con usted. Yo, aparte de la correspondencia y de
la suerte de currículum informal que puedo deducir
de ella, he platicado casi toda esta mañana con usted.
Así que Gaspar, lo invito a dejar de lado cualquier
modestia o humildad de su parte y al propio tiempo
lo insto a asumir que, sin lugar a dudas, está sobra-
damente calificado para desempeñarse en este pue-
blo.
-Está bien, me convencieron –concedió Gaspar, más
que nada con el propósito de terminar con lo que se
había llegado a convertir en una situación molesta. Y
a continuación añadió: -Hablando de eso, y sepan
disculpar mi ansiedad, me gustaría saber qué es lo
que se espera que yo haga.
-Antes coménteme qué le parece el estofado de Hay-
dée –hasta ese momento, Gaspar ni se había percata-
do que, por una mínima cuestión de cortesía, debió
decir algo acerca de la comida.
-Claro, disculpen, está tan bueno que ni siquiera me
da tiempo a comerlo –intentó justificarse. -Lo mis-
mo este Merlot.
-Sin embargo, te da tiempo para hablar –observó
Magdalena, provocando otra mirada furibunda de su
padre.
-Cierto, pero eso es debido a mi temperamento laca-
niano –replicó Gaspar, quien a falta de razones obje-
tivas, apeló a lo que podría considerarse una hum-
orada pero de lo cual tampoco estaba seguro, mas
                           52
Los fuegos de San Juan

era lo suficientemente ambigua como para neutrali-
zar la evidencia en su contra. Sin embargo, Sanjuán
la festejó estentóreamente, y recomendó a su hija no
practicar juegos verbales con un joven intelectual de
fuste, circunstancia que hizo que Gaspar gozara de
un breve momento de triunfo. Volviendo al tema del
guisado, preguntó que clase de carne era aquella, ya
que la encontraba sabrosa pero rara. El Doctor le
respondió que se trataba de un ciervo que había ca-
zado días antes.
-Mire usted. Es la primera vez que como carne de
ciervo, entonces.
-No es muy usual en la Capital, claro.
-Es verdaderamente buena.
-Ya lo creo. Sí, es una de las pequeñas compensa-
ciones de la vida rural. Ahora volvamos a su consul-
ta acerca de un tema que parece preocuparlo más de
lo debido, esto es, la cuestión laboral.
-Imagínese.
-Claro, pero por eso le digo. No debe preocuparse
tanto, por eso. Vayamos por partes, primero lo pri-
mero. Dígame, ¿le parece bien un sueldo de tres mil
pesos mensuales?
-¿Qué es lo que dice? ¡Me parece fantástico! Oiga,
usted me escribió que la paga era superior a los mil
quinientos, pero ¿tres mil? ¿No es mucho, eso?
-No, no lo creo así. Eso, descontando además que la
locación del inmueble de calle Belgrano corre por
cuenta de la Fundación.
-No, de ningún modo. Eso ya me parece excesivo.

                         53
Gabriel Cebrián

-Ya le dije, es una necesidad social que tenemos que
cubrir. Y bajo ningún punto de vista permitiría que
usted deje de lado su vida, las posibilidades de vivir
en una ciudad con todo lo que ello implica, su fami-
lia, sus afectos, para venir a enterrarse acá y encima
no recibir una compensación adecuada. Piénselo así,
aparte de honorarios, estaríamos pagándole algo que
podría considerarse como una suerte de indemniza-
ción.
-Yo le agradezco, pero...
-Pero, nada. Si está de acuerdo, ese tema ya está ce-
rrado. Ahora pasaremos a hablar de las funciones
que deberá asumir, si le parece.
-Me parece muy bien. Lo escucho.
-Bien, en principio, le comento que muchas personas
vienen a mi consultorio a plantearme problemas re-
feridos a su especialidad, a falta de un profesional i-
dóneo en tales disciplinas. Lo que haría yo, en prin-
cipio, es derivárselos.
-Entiendo. Me parece muy bien.
-Es más, ya he dicho a algunos pacientes que conta-
ría con su concurrencia, y lo están esperando con an-
siedad.
-Bueno, me esforzaré por ayudarlos, entonces.
-Y dígame, ¿adónde piensa atenderlos?
-No sé. Esperaba que usted me lo indicara.
-Verá, en la clínica hay pocos espacios, y sobre todo,
según mi criterio, resultan absolutamente inadecua-
dos para el tipo de terapia que usted deberá efectuar.
Así que quedan dos posibilidades: o acondicionamos
el escritorio de su casa en la calle Belgrano, o lo ha-
                          54
Los fuegos de San Juan

cemos con alguna de las habitaciones de aquí mis-
mo.
-Oh, no, no me gustaría alterar el orden de esta fami-
lia.
-No sería así, créame. ¿No es cierto, Magda?
-Sería un placer, cambiar un poco las rutinas. Mira,
Gaspar, mi padre pasa el día en la clínica o dando
vueltas por el campo, o pescando. Yo, simplemente
languidezco, veo televisión o leo. Me encantaría que
atiendas aquí, al menos vendría gente, habría movi-
miento, sucederían cosas nuevas...
-No, yo les agradezco, sinceramente, pero estaría
más cómodo en mi casa, digo, si a ustedes les pare-
ce.
-No, está bien –acordó el Doctor. Magdalena, por su
parte, hizo un visage de desagrado. –Siendo así, pues
dígame cuándo le parece que estará en condiciones
de atender.
-Mañana mismo, si usted así lo dispone.
-¿No necesita poner en orden las cosas, conseguir un
sofá...?
-¿Un sofá? –En este punto, Gaspar tuvo que conte-
nerse para no soltar una risa que bien podría haberse
malinterpretado. –No, yo no utilizo sofá. Prefiero
hablar con el paciente cara a cara, escritorio de por
medio.
-Bueno, sepa disculpar mi visión tradicional y tal
vez arcaica de su profesión –se justificó Sanjuán, ad-
virtiendo inmediatamente su concepto arquetípico de
la psicoterapia.

                         55
Gabriel Cebrián

Entró nuevamente Haydée, retiró los platos y colocó
los de postre. Se retiró y volvió al instante con una
especie de budín acaramelado. Sirvió las porciones,
y esta vez, Gaspar se adelantó a elogiarlo.
-Mmmmh, exquisito. Budín de nuez, ¿no es así?
-Sí, Haydé lo prepara exquisito –dijo Magdalena.
-Claro que -intervino el doctor – es casi una invita-
ción suya, este postre.
-¿Cómo dice?
-Claro, que el otro día fui a ver las condiciones en
las que se encontraba la casa de calle Belgrano y me
tomé el atrevimiento de tomar algunas nueces.
-Ah, claro, está muy bien. Sobre todo si iba a darle
un destino tan apropiado, vea.
-¿Qué tiene que hacer, por la tarde?
-¿Yo? Nada, pues. Hasta mañana lunes, si es que co-
mienzo con mi tarea...
-Entonces vamos a tirar unos tiros por ahí. Vayamos
de caza.
-Nunca he practicado la caza. Es más, no he usado
nunca un arma de fuego.
-Siempre hay una primera vez para todo, en la vida.
-Sí –acordó la joven. –Siempre es bueno pasar por
experiencias nuevas. No reiterar siempre los mismos
esquemas, volver una y otra vez a las mismas situa-
ciones, ahogarse en rutinas.




                         56
Los fuegos de San Juan

                         VIII


Luego del estampido, la lata de aceite vacía que es-
taba momentos antes sobre un poste de alambrado,
voló hacia atrás y rebotó tres o cuatro veces antes de
detenerse sobre el pasto. El Doctor Sanjuán acababa
de demostrarle prácticamente cómo se usaba la esco-
peta del doce. La detonación, mucho mayor a la que
esperaba, sobresaltó a Gaspar, quien tenía en sus
manos, con verdadera aprensión, un arma de simila-
res características.
-Ve, es algo muy sencillo. Usted tiene que apoyar la
culata acá, inclinar la cabeza, cerrar un ojo y con el
otro mirar este fierrito que está acá, que se llama
“testigo”, de modo que quede justo en medio de esta
ranura de acá...
-Mire, Doctor, la verdad es que me asusta un poco,
este tema.
-Vamos, hombre, déjese de embromar. No hay mu-
chas cosas que pueden hacerse por acá, ¿sabe? Ésta
es una de las más divertidas, así que le recomiendo
que no se la pierda, y menos teniendo en cuenta que
en cuanto rompa el hielo le encantará. Ánde, dispá-
rele a esa lata.
Gaspar levantó el arma y la apoyó en el hueco de su
hombro derecho. Dirigió el caño hacia una segunda
lata apoyada a unos veinte metros, sobre otro poste,
y antes de jalar el gatillo se volvió un instante y pre-
guntó:
-Oiga, ¿tiene mucho retroceso esta escopeta?
                            57
Gabriel Cebrián

-Bueno bueno bueno bueno... ¿era usted el que no
sabía nada de armas?
-Está bien, he visto televisión, también, ¿sabe? Y a-
demás he oído hablar.
-Claro, por supuesto, solo estaba bromeando. Ape-
nas patea un poco. Solamente tire el pie derecho un
paso hacia atrás, y cualquier cosa aguante el peso
sobre él. Pero es mucho ruido, nomás. A lo sumo
salta un poquito. Agárrela fuerte, y no se haga pro-
blemas. Solo cuesta el primero.

Tiró del gatillo con dedo tembloroso. El resorte, al
principio rígido, perdió tensión de golpe y el estam-
pido, esta vez más cercano, lo aturdió ligeramente.
No obstante vio caer su lata, no tan aparatosamente
como la anterior, pero al menos, le había dado.
-¡Muy buen tiro! –Festejó Sanjuán. -¿Vio que le di-
je?
-Sí, no parece tan difícil.
-No lo es. Aparte, está cargada con perdigones. Ve-
remos si encontramos perdices. Para ciervos, o chan-
chos salvajes, se preparan postas de plomo. Pero ésa
es la segunda materia. Vamos paso a paso.
-Está bien, como usted diga. Usted es el instructor de
cacería –dijo Gaspar, pensando que aquella no era u-
na mala forma de embolsar tres mil pesos por mes.
-¿Necesita otro tiro de prueba?
-No, está bien, creo que ya tengo el concepto.
-En ese caso, nos conviene rumbear para allá. Por
entre los matorrales de cola de zorro, salen perdices,
y hasta liebres. No hay que apuntarle como a las la-
                            58
Los fuegos de San Juan

tas. Las latas no se espantan. Hay que tirarles al
bulto, rápido, ni bien las ve que se espantan. Con
cuidado, eso sí. Debemos ir caminando en la misma
línea, y nunca tirar para el costado de golpe, ¿entien-
de?
-Entiendo.

Mientras caminaban en el sentido indicado, y sin
mediar comentario previo, el Doctor comenzó a ha-
blar de cierto problema que no le había referido du-
rante el almuerzo.
-Se trata de un problema familiar –explicó.
-Creo que lo imagino –aventuró Gaspar.
-Ah, ¿sí? ¿Y qué es lo que imagina?
-Bueno, según yo veo, su único familiar parece ser
Magdalena. No hay que ser muy suspicaz, en ese
sentido.
-Ahá.
-Y en base a algunas cosas que me pareció advertir
durante el almuerzo, ella no está muy bien, ni mucho
menos conforme con la vida que lleva.
-Es usted muy observador.
-No tanto, pero gracias, de todos modos.
-Sí, se trata de ella.
-¿Está acaso afectándola a ella también lo que usted
ha dado en denominar “Síndrome de Cañada del Si-
lencio”?
-¿Cómo se ha dado cuenta de eso?
-Mire, si no hubiera sido porque anoche me topé con
la pequeña Annie, probablemente no lo habría podi-
do inferir.
                          59
Gabriel Cebrián

-Ve, no me equivocaba en nada, respecto de usted...
es un joven muy agudo, tal como le dije. Dígame,
por favor, cómo, o mejor dicho, por qué relaciona a
la pequeña Annie con mi hija.
-Bueno, básicamente porque las dos hicieron refe-
rencia a las frases recurrentes. Claro que con dife-
rente impronta, pero me pareció significativo.
-Usted me sorprende, ¿sabe? Creo que fue una exce-
lente idea contratarlo.
-Gracias –dijo Gaspar, mientras pensaba que por el
momento dejaría suelto el cabo del parecido físico
entre el propio Doctor, su hija y esa suerte de apari-
ción llamada Annie. Y ello por una cuestión de mera
prudencia. –Y digo, sin pretender que vayamos a de-
jar de lado la debida concentración en aras de la ca-
cería, ¿podría informarme algo acerca de la etiología
que corresponde al síndrome ése que usted mencio-
na?
-Es un poco largo, y realmente dificultoso para un
lego como el que le he dicho que soy. Pero lo inten-
taré. Vea, para ello, debería hacer un poco de histo-
ria.
-Adelante, cuantos más detalles me dé, tanto mejor.
-Siendo así... sinceramente, no vaya a pensar ni por
un momento que comparto las disparatadas hipótesis
que puedan inferirse, más o menos directamente, de
mi relato. Trataré de interpretar, de algún modo, lo
que piensan o creen los afectados.
-Pero claro, Doctor, lo entiendo perfectamente, y eso
me ayudará mucho, créame.

                         60
Los fuegos de San Juan

-En cierto modo me estoy previniendo, dado que se
trata de cuestiones tan extravagantes y supersticio-
nes tan patéticas que me avergonzaría sobremanera
que usted...
-No se preocupe, ya tomé nota de ello.
-En ese caso... todo parece haber arrancado con la
llegada, hace ya unos veinte años, de un barco. En
realidad, no es que llegó, sino que encalló aquí, en
estas costas.
-Encalló un barco aquí, qué extraño.
-Sí, pero eso no es lo más extraño.
-Seguramente. Disculpe.
-No, está bien. Fue una noche de niebla muy espesa.
-Oh.
-Claro, como la que dice usted que hubo anoche.
Pero no se va a sugestionar, ¿no?
-No, mire, sus previsiones parecen contar más para
mí que para usted, por lo visto –observó Gaspar, y
ambos rieron, aunque en el ánimo del joven algo, si-
nestésicamente, se nubló. –Continúe, por favor. No
me haga caso.
-Bueno, al día siguiente, unos muchachos del pueblo
fueron de madrugada a pescar, y vieron el mástil,
mar adentro. Debido a los palos, y a los velámenes
rotos, advirtieron que era una nave de vela. Como el
invierno estaba a punto de comenzar, la mañana era
muy fría, así que desistieron de ingresar al agua a a-
veriguar si había llegado alguien en él. Sin embargo,
se comunicaron con el pueblo y dieron la nueva. Al
poco rato, vio cómo suceden las cosas en los sitios
en donde nada sucede, la playa estaba llena de gente.
                          61
Gabriel Cebrián

Era tal el pisadero que cuando alguien observó que
los náufragos, en todo caso, debían haber dejado
huellas en la arena, ya era absolutamente imposible
discernir nada. Entraron con lanchas, y volvieron
desconcertados. Dijeron que se trataba de una espe-
cie de galeón, pero aquellos individuos no eran ave-
zados en temas navieros, y mucho menos en térmi-
nos históricos. Lo que sí parecía ser incontrovertible,
era su antigüedad.
-Mire usted, una especie de barco fantasma.
-Claro que eso fue exactamente lo que dijeron. Y tal
suposición fue abonada fuertemente por la circuns-
tancia que, apenas unos minutos después de que los
hombres de las lanchas volvieran, y justo momentos
antes que arribara el fotógrafo del diario, la cosa a-
quella, haya sido lo que haya sido, había desapareci-
do bajo las aguas y nunca más volvió a ser vista.
-Es realmente una historia muy extraña, pero no me
parece tan impactante como para provocar una se-
cuela psicológica semejante.
-Es que aún no he terminado.
-Disculpe que lo haya interrumpido.
-No, en todo caso, viene bien para intercalar lo que
puede parecer una digresión, pero que en realidad es
una aclaración necesaria. Cañada del Silencio es un
bonito pueblo, tiene estos campos, está cerca del
mar, la tierra es buena; y la gente también lo es, solo
que es muy dada a las fantasías y a las supesticiones.
Ello al grado que cíclicamente hacen su aparición
seres fantásticos como “la Llorona”, o “el Lobizón”,
o el mismo legendario Basilisco. Hay montones de
                           62
Los fuegos de San Juan

personas, algunas que normalmente parecen decha-
dos de ecuanimidad y sentido común, diciendo que
han oído a una o visto a los otros. Es cierto que
cuando se pone de moda la Llorona, por ejemplo, yo
también la oigo, pero no me cabe duda que es algún
gracioso que se entretiene a costa de la credulidad a-
jena. La cuestión que a partir de aquel suceso no fal-
taron personas que decían haber visto entre la niebla
la figura de un marino que respondía a estereotipos
antiguos, con aires de bucanero, o algo así, divagan-
do enloquecido, e incluso arrojando mandobles a
diestra y siniestra con su sable a enemigos invisibles.
-Parece parte del folklore propio de la zona, esto
también, ¿no es verdad?
-Sí, y si me pregunta a mí, estoy seguro que es así.
Pero la cuestión es que cuando había pasado alrede-
dor de un año, y ya el número de presuntos avistajes
del sujeto aquél crecía de modo llamativo, sucedió
que algunas personas comenzaron a decir que se les
aparecía en sueños; y aún más, que hablaban con él
en medio de la niebla, aún en vigilia. A todas luces,
un fenómeno de sugestión que parecía comenzar a
provocar alucinaciones colectivas.
-No es difícil generar una psicosis cuando las condi-
ciones internas y externas reciben tanto estímulo.
-Claro que sí, usted me reafirma en mi convicción de
que he efectuado el análisis correcto, ¿ve?
-Me agradaría saber qué dijeron las personas que
dicen haber hablado con el fantasma.
-Eso resulta curioso, eso precisamente era lo que iba
a decirle. Que los testimonios son contestes en cuan-
                           63
Gabriel Cebrián

to a los mensajes recibidos. Dicen que hablaba una y
otra vez las mismas cosas.
-¿Qué clase de cosas?
-Que no les fuera a pasar lo mismo que a él, que la
maldición de San Juan los obligaría a recalar siem-
pre en los mismos puertos. O que el infierno es la
reiteración de las mismas situaciones, y que el mis-
mo demonio habla en círculos.
-Que el demonio habla en círculos...
-Eso decían que les dijo. A mí, qué quiere que le di-
ga, me parece una versión oligofrénica de la balada
del viejo marinero, de Coleridge, no sé si la leyó...
-Sí, la leí, y sabe qué, parece usted tener razón –con-
cedió Gaspar, sonriendo; aunque a pesar de la refe-
rencia poética, centraba su atención en el palmario
componente lingüístico que traslucía en el aún inci-
piente esbozo de la sintomatología.
-No sabría decirle a ciencia cierta el grado de razón
que me asiste. Pero lo que ocurrió a continuación fue
que las personas que decían haberlo visto, o no, me-
jor debería decir las que lo oyeron, o que dicen ha-
berlo oído, se pusieron medio obsesivas con el tema
de la reiteración.
-Sí, pero eso es casi una contradicción en los térmi-
nos, fíjese. La obsesión, sin ir mas lejos, es esencial-
mente reiterativa.
-Bueno, no lo había visto de ese modo, pero ahora
que lo dice...
-Ya conocía esa cuestión. Es decir, eso es lo que me
remarcó precisamente la pequeña Annie anoche.

                          64
Los fuegos de San Juan

-Sí, ella es la que manifiesta haberlo visto con más
frecuencia.
-Y también, según parece, Magdalena lo ha visto.

El Doctor Sanjuán se quedó viéndolo unos momen-
tos. Luego asintió. Gaspar entonces explicó:
-Me llamó la atención -como ya le dije recién,- du-
rante el almuerzo, que ella formulara una observa-
ción respecto de una repetición en el diálogo. Y ade-
más que usted reaccionara, aún sin palabras, ante u-
na objeción que hubiese resultado casual y entera-
mente inocente, y que habría pasado absolutamente
inadvertida para mí de no haberme topado antes con
la niñita, como también le comenté. Aunque debo
estar repitiéndome.
-¡No empiece usted! –Exclamó Sanjuán, y profirió
unas risas. -Lo dicho. Es usted un eminente psicólo-
go. Sí, Magdalena dice que el individuo ése se con-
tacta con ella en sus sueños.
-Es una forma de elaboración de las fantasías, según
lo que podría parecer a primera vista, sin algunas se-
siones que lo verifiquen.
-¿Usted estaría de acuerdo en atenderla?
-Hombre, es mi función, ¿verdad? Mucho más si us-
ted me lo pide, con todas las consideraciones que ha
mostrado hacia mi persona. Claro que ella debe estar
de acuerdo, también.
-Mire, Gaspar, cualquier cosa que sea novedosa la
encararía sin dudar un instante.
-Pero en honor a la verdad, Doctor, hay algunas co-
sas que sucedieron anoche que no me cierran.
                          65
Gabriel Cebrián

-¿Respecto de la pequeña Annie?
-Sí.
-Ella me acompañó hasta casa, y me dio no sé qué
dejarla sola allí, en la noche, con esa niebla, así que
la invité a pasar y le ofrecí el sillón del living para
que duerma.
-Ahá.
-Luego cerré todo, y me fui a dormir a mi vez. La
cosa es que a la mañana siguiente, no estaba. Las lla-
ves quedaron en el bolsillo de mi pantalón, y no hay
modo que las haya tomado de allí sin que yo me des-
pertara. Tengo el sueño muy liviano, ¿sabe?
-Seguramente hay muchos modos de salir de allí, so-
bre todo para una pilluela de su calibre.
-Así, pues hombre, si hay tantos modos de salir, de-
be haber otros tantos para entrar, cosa que no me re-
sulta tranquilizadora.
-Bueno, he dicho que para una diablilla ágil, peque-
ña y despierta como Annie. De todos modos, no se
preocupe. No se registran casos de delito, casi, en
Cañada del Silencio. Nadie va a entrar subrepticia-
mente a su casa, créame. Tal vez solamente la pe-
queña, cosa que igual, no creo que vaya a hacer. Pro-
bablemente nada más lo haya hecho para inquietarlo,
para jugar esas bromas que le decía.
-Sí, pero eso no es todo. Cuando llegué a la casa por
primera vez, observé una cajuela con llave que era
parte del mueble biblioteca del estudio. Obviamente,
llamó mi atención. Comprobé que se hallaba cerra-
da.
-¿Con llave?
                           66
Los fuegos de San Juan

-Sí. Pero mientras me estaba asegurando que la niña
esa no se hubiera escondido en algún lugar de la ca-
sa, advertí que la portezuela ahora estaba abierta,
colgando de las bisagras.


Mientras contaba esto, una detonación casi lo para-
lizó. Unos veinte metros al frente, un ave pequeña y
parduzca daba unos saltos agónicos, para luego que-
dar inerte sobre el pasto.


                         IX


Llenó la copa del añejísimo brandy que el Doctor
Sanjuán le había regalado luego de la cena. Lo pro-
bó, y aún a pesar que no era una persona avezada ni
mucho menos en virtudes sibaríticas, o al menos en
las que hacen a un medianamente buen catador, pu-
do advertir la nobleza y antigüedad de aquellas ce-
pas. No tenía televisor, ni radio, ni más libro que a-
quél que lo había acompañado durante el viaje. So-
los él y la noche pueblerina.
A pesar del frío, decidió salir a beberla en el fondo.
Mientras miraba la bóveda celeste, estrellada como
no recordaba haberla visto, pensó en aquel extraño
día que había pasado, prácticamente en su totalidad,
con el Doctor. Muy poco había agregado a su juicio
después que hubo cobrado la primera pieza. A partir
de allí, las perdices habían aparecido en gran núme-
                           67
Gabriel Cebrián

ro, y hasta él mismo tuvo que vencer el tabú de sen-
tirse un asesino y gatillar en dirección a las aves. Él
mismo había derribado dos o tres, ya que a una le
dispararon en forma simultánea, de modo que no se
pudo saber cuál de los dos le había dado. En cambio,
su nuevo amigo había atrapado más de diez, las que
iba recogiendo y guardando en una bolsa que pendía
de su cinturón. Comentó que Haydée haría un exqui-
sito escabeche con ellas, y además observó que era
muy cuidadosa para extirpar los perdigones, dado
que, caso contrario, podían ocasionar sorpresas muy
desagradables a la dentadura de los comensales.
Durante la cena, Magdalena se había mostrado ca-
llada y como taciturna. Solo pudo percibir algo de
entusiasmo en ella cuando su padre le anunció que al
día siguiente, hacia las cinco de la tarde, Gaspar la
recibiría para su primera sesión de análisis. El Doc-
tor, en cambio, había hablado casi todo el tiempo de
las virtudes del joven, en la cacería, en los concep-
tos, en su calidad profesional, etc. etc. etc. No solo
había logrado ponerlo incómodo, sino que hasta ha-
bía comenzado a sospechar que algo debía haber de-
trás de toda esa lisonja excesiva. Y de la cuantiosa
paga, y de su actitud obsequiosa. Encima de todo a-
quello, el contexto algo tenebroso ya de Cañada del
Silencio y sus folklores de bucaneros fantasmas
conspiraban también para arrojarlo a un cuadro de
sensibilidad alerta, casi alarmada.
El brandy estaba bueno, sí señor. No acostumbraba
fumar mucho, pero la ocasión parecía ameritar un
buen cigarrillo. No más había accionado el encende-
                           68
Los fuegos de San Juan

dor cuando una serie de pequeñas luces titilaron so-
bre la boca del aljibe. No podían ser otra cosa que
luciérnagas, pero la sincronicidad con que había o-
currido lo dejó pasmado. Pasado un poco el estupor,
pensó que mal podían ser luciérnagas en una noche
tan fría, pero se tranquilizó diciéndose que quizá por
allí las cosas fueran distintas, o que tal vez no hubie-
ra sido otra cosa que una ilusión óptica producto de
su imaginación exacerbada por tantas cuestiones
nuevas y singulares. Se quedó mirando un buen rato,
pero el fenómeno, si es que había existido, no se re-
pitió. Al cabo de unos minutos, había acabado el ci-
garrillo y la tibieza del brandy lo había devuelto a su
estado emocional corriente.
De pronto, y a pesar de la clara noche de fase lunar
creciente, la niebla comenzó a levantarse otra vez.
Había decidido entrar de nuevo en la casa cuando
desde atrás, sin ningún aviso o ruido previo, la pe-
queña Annie le dijo Hola, provocándole un sobresal-
to tal que dejó estrellar la copa, casi vacía, contra el
piso de ladrillo. Se volvió hacia ella impelido por el
propio movimiento instintivo de defensa, que le ha-
cía al propio tiempo manifestar atávicas funciones
involuntarias como el escalofrío a lo largo de su es-
pina dorsal. Se quedó viéndola con cierto aire de fu-
ria. Ella sonreía, parecía gozar del terrible susto que
acababa de propinarle.
-Nunca vuelvas a hacer eso, ¿me oyes?
-¿Qué nunca vuelva a hacer qué?
-Aparecerte así, subrepticiamente, dentro de mi casa.
-No estoy dentro de tu casa.
                            69
Gabriel Cebrián

-Olvídalo, sabes a lo que me refiero. No vuelvas a
hacerlo, ¿me oyes? –Trató de reconvenirla severa-
mente, mas halló como respuesta una mirada que,
sin decir palabra alguna, de algún modo le observaba
que estaba incurriendo en una reiteración.
-¿Qué diablos es lo que estás haciendo aquí? ¿Acaso
es la niebla la que te trae?
-Si la niebla te trae, no importa gran cosa. Lo que sí
debería importarte es tratar de que la niebla no te lle-
ve.
-No empieces con las frases crípticas. Recién te co-
nozco y ya me estás cansando, ¿sabes?
-¿A qué llamas frases crípticas?
-A esas cosas que afirmas pretendiendo que tienen
sentido cuando no tienen pies ni cabeza.
-Ah, pero sí tienen sentido. Pasa que aún no lo ha-
llas. Pero es cuestión de tiempo. Y fundamentalmen-
te, de que llegues a aprender a pensar que las cosas
no siempre se ajustan a tus criterios.
-Oye, no necesito clases de una niña freak que juega
a asustar turistas haciéndose la misteriosa.
-Ya te he dicho que no soy una niña.
-Bueno, yo voy adentro, ¿quieres pasar? –le dijo,
con la real intención de someterla a un interrogatorio
exhaustivo y descubrir realmente qué había pasado
la noche anterior, quién era verdaderamente y qué
quería.
-Está bien, si no te incomoda.
-Me incomoda que andes husmeando y apareciendo
de golpe donde no debes.

                          70
Los fuegos de San Juan

-Estás un poco agresivo, conmigo. Que yo recuerde,
no te he hecho nada. Solamente te acompañé hasta
aquí cuando andabas algo perdido en la niebla.
-Tienes razón, discúlpame –concedió, mas no obs-
tante continuó en la misma vena. -¿Y? ¿Vienes o te
quedas allí?

Entraron a la cocina. Gaspar puso el agua para el ca-
fé –Ya su alacena estaba atestada de provisiones que
esa misma tarde, mientras cazaban, Haydée había al-
macenado- y se sirvió más brandy en otra copa.
-Bebes como mi padre.
-¿Acaso tienes uno?
-Tú sabes la respuesta.
-Según tú, yo sé todas las respuestas. Mirá, quiero
que hablemos como amigos, ¿vale?
-No me tomaría la molestia de hablar contigo si no
considerara que lo necesitas, ¿sabes? No estoy aquí
porque no tenga nada que hacer, ni mucho menos. Y
olvida la peregrina idea de que soy una fantasiosa a
la que le gusta asustar turistas. ¿Acaso quieres que te
asuste a tí?
-No, no quiero. Quiero que seas sincera conmigo y
dejes de comportarte de manera extraña.
-Oye, desde mi punto de vista, quien se comporta en
forma extraña eres tú. ¿Qué has aprendido en la Uni-
versidad? ¿Qué eres el paradigma de la realidad y el
juez absoluto de los juicios verdaderos?
-No, precisamente todo lo contrario, supongo que he
aprendido a ver las cosas desde varios enfoques.

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Gabriel Cebrián

-Entonces deja de tratarme como a un párvulo al que
lo están reconviniendo todo el tiempo debido a su in-
experiencia y su insensatez. Ayer estabas perdido en
la niebla, y te aseguro que ésa es una situación muy
poco recomendable para un individuo que, como es
tu caso, no maneja los códigos de tal experiencia; y
conste que no me estoy refiriendo al mero fenómeno
climático, sino a lo que realmente es esa niebla.
-¿Y qué es lo que verdaderamente es, esa niebla?
-Ojalá lo supiera.
-¿De qué hablas, entonces?
-Bueno, mi ventaja sobre ti es que, si bien no sé lo
que es, sé, positivamente, que no se trata de una nie-
bla y nada más.
-¿Y cómo sabes eso?
-Porque me ha llevado.
-¿Adónde?
-No lo sé. Nada allá es como aquí. Sé que yo tampo-
co era así, antes de eso.
-¿Cómo dices?
-Tú eres el profesional, aquí. ¿Acaso hablo como u-
na niña? ¿Qué clase de preguntas haces? Hasta que
no caigas en la cuenta que no se trata de un estúpido
psicoanálisis de ésos que tan bien tienes conocidos
en teoría, no avanzaremos un ápice, créeme, y la nie-
bla ahí afuera nos devorará, y esta vez quizá no pue-
da engañarla.

Gaspar se incorporó como para terminar de preparar
el café y servirlo, aunque en realidad lo hizo para ga-
nar unos segundos durante los cuales tratar de clari-
                          72
Los fuegos de San Juan

ficar un poco lo que estaba sucediendo. Por una par-
te, sentía que era imperioso romper algunos de sus
códigos y estructuras racionales para poder interpre-
tar lo que la persona aquella, niña o lo que fuere, tra-
taba de transmitirle. Pero por otro temía profunda-
mente la peligrosidad que tal maniobra podía conlle-
var en referencia a su propia estabilidad psíquica.
Sirvió las tazas y se sentó frente a Annie. Tuvo la
certeza que ella sabía qué era lo que él estaba pen-
sando. Decidió esperar a que la supuesta niña dijese
lo que tenía que decir. No tuvo que esperar demasia-
do.
-Dicen que el Cristo fue tentado por el demonio, en
el desierto.
-Así dicen.
-Pero él se resistió, y fue capaz de rechazar las gran-
diosidades ofrecidas.
-Ahá. ¿Y? ¿Qué tiene que ver con lo que estábamos
hablando?
-Dímelo tú.
-¿Acaso piensas que el Doctor Sanjuán es el demo-
nio?
-Te olvidas de incluir a Eva en la pregunta –le res-
pondió entre risas, y añadió: -No, no creo que sea el
demonio. Pero tal vez algún día participe de él.
-¿A qué te refieres?
-Ése amigo tuyo es un individuo muy oscuro y peli-
groso.
-Tal vez estés dicendo eso solo porque él conoce tus
trucos.

                          73
Gabriel Cebrián

-No soy tan estúpida como tu crees. Sé muy bien por
qué lo digo. A ver, dime, por ejemplo, ¿cuánto tiem-
po crees que hace que él está por aquí?
-No lo sé. No hablamos de eso. Creí que era nativo
de por aquí.
-Pues no. Llegó tan solo unos cuantos días antes que
el misterioso galeón, ése del que estuvieron hablan-
do hoy mismo.
-¿Cómo sabes eso?
-Me lo contaron las perdices –dijo, y volvió a reír.
-No me divierten tus juegos.
-No estoy jugando.
-Me gustaría saber cómo hiciste para salir de aquí, a-
noche.
-A mí también, puedes creerme.
-Es muy difícil hablar contigo.
-Lo sé. Pero no lo hago adrede.
-Tampoco sabes cómo abriste la cajuela de la biblio-
teca, ni lo que había en su interior, seguramente.
-No he sido yo quien hizo eso.
-Eres la única que ha estado aquí.
-No estés tan seguro de eso.
-Ves, estoy inclinándome a pensar que es cierto que
te gusta alarmar a las personas.
-Hace apenas poco más de veinticuatro horas que es-
tás aquí, en Cañada del Silencio. Pronto tendrás mu-
chas oportunidades de decidir si lo que estoy hacien-
do es jugar con tus emociones o alertándote acerca
de cosas que muy bien podrían sucederte si no abres
los ojos, y sobre todo, la mente. Ves, me obligas a
repetirme –observó finalmente, mientras echaba una
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  • 3. Los fuegos de San Juan © STALKER, 2003 info@editorialstalker.com.ar www.editorialstalker.com.ar Ilustración de tapa: “Fuegos de San Juan”, por el autor. 3
  • 4. Gabriel Cebrián Gabriel Cebrián Los fuegos de San Juan 4
  • 5. Los fuegos de San Juan 5
  • 6. Gabriel Cebrián “En aquellos días los hom- bres buscarán la muerte, y no la encontrarán; querrán morir, pe- ro la muerte huirá de ellos. Apocalipsis, 9.6 6
  • 7. Los fuegos de San Juan 7
  • 8. Gabriel Cebrián PRIMERA PARTE I Unos movimientos bruscos, y luego el ruido siseante de los frenos de aire del ómnibus despertaron a Gas- par. El vehículo estaba ingresando en la terminal de autobuses de un pequeño pueblo en la costa maríti- ma de la Provincia de Buenos Aires. Sintió que le dolía un poco el cuello, debido a la posición en que se había quedado dormido sin darse cuenta. Lo esti- ró, cabeceando en ambas direcciones. Sobre su plexo descansaba, abierto en la página en la que el sueño lo había sorprendido gradual pero inexorablemente, Autres écrits, de Jacques Lacan. Lo tomó, dobló el ángulo superior de la hoja y lo cerró. A continuación pasó su mano por la comisura de la boca del lado de- recho, para quitarse los restos de saliva viscosa que habían drenado mientras dormía. Miró por la venta- nilla. La tarde gris amenazaba lluvia. El pueblo lucía entonces más sombrío y pequeño que cuando había pasado por allí, el verano anterior. No sabía si iba a acostumbrarse a la vida pueblerina, ahora que la suerte parecía estar echada. Luego de un par de frenadas quizá más bruscas de lo razonable, el ómnibus se detuvo en la plataforma. Solamente cuatro o cinco pasajeros habían llegado hasta aquel pueblo. Se incorporó, con el libro en una mano y un pequeño bolso en la otra, caminó hasta la puerta que se abría ante él mediante el mismo siste- 8
  • 9. Los fuegos de San Juan ma neumático que los frenos, descendió los escalo- nes y puso pie, finalmente, en Cañada del Silencio. Vaya un nombre. Parecía concordar plenamente con la característica de parsimonia atemporal que se po- nía de manifiesto nomás era vista la aldea de casas bajas desde la loma en la que estaba emplazada la terminal. Ninguna persona a la vista, salvo las que descendían el ómnibus detrás de él; solo tres perros corriéndose entre sí y ladrando en la plaza de estilo antiguo, ubicada frente al escueto edificio de la dele- gación municipal, a su derecha. Esperó que le dieran su equipaje, cargó con sus dos grandes valijas y preguntó al muchacho que recibía los ticket y las propinas, por la inmobiliaria en don- de debían entregarle las llaves de la casa de la calle Belgrano, que había rentado unos días antes, a ins- tancias del médico del pueblo. El joven le indicó dos cuadras a la derecha, pasando la Delegación, de la mano de enfrente. Todo quedaba muy cerca, allí; eso era, al menos, una ventaja. Luego de dos cuadras fatigosas, debido al pesado e- quipaje, encontró la oficina inmobiliaria. Dejó una maleta en el suelo y accionó el picaporte, mas la puerta estaba cerrada. A continuación se produjo un zumbido eléctrico potente, que en el silencio reinan- te lo sobresaltó, y la puerta se destrabó sin interven- ción alguna de su parte. La empujó para dar paso a su humanidad y los avíos, tomó la valija del piso e ingresó en una oscura oficina. Un igualmente oscuro individuo, detrás de un escritorio amplio que ocupa- ba casi la totalidad de la estancia, ni siquiera se in- 9
  • 10. Gabriel Cebrián corporó para recibirlo. Gaspar amontonó sus valijas y bolso sobre el piso y saludó: -Buenas tardes. -Buenas tardes –le respondió el hombre; serio, enju- to, algo calvo, con ojos sin brillo y profundas ojeras violáceas y arrugadas. Entre ellas sobresalía una na- riz angosta pero alargada y en forma de pico que le daba cierto aire de pajarraco. Una verruga rojiza so- bre el pómulo derecho completaba la tan poco agra- ciada fisonomía. Lucía un traje gris ceniciento, una camisa blanca con cuellos puntiagudos, como se u- saban hace muchos años, y una corbata negra. Sos- tenía un cigarro de hoja de gran tamaño, a medio fu- mar y sin brasa, con la ceniza ingresando en el inte- rior del cilindro ya, entre el índice y el medio de la mano izquierda, la que apoyaba sobre el vidrio del escritorio y debajo del cual se podían ver vagamente en la semipenumbra unas fotos familiares igualmen- te vetustas, al parecer. -Soy Gaspar Rincón –se presentó, mientras tomaba asiento aún sin ser invitado. La cortesía no parecía ser atributo de las gentes de por allí, si iba a tomar como parámetro a ese sujeto tan desagradable. -Ah, sí, encantado –Le respondió, sin tender siquiera la desocupada mano derecha. –El Doctor Sanjuán me avisó que llegaba hoy. ¿Conoce la propiedad? -No. -Bueno, ya ha sido locada para usted –dijo, con un dejo de impaciencia, cosa que Gaspar encontró im- procedente y afrentosa. Mas no dijo sino: -Ya lo sé. 10
  • 11. Los fuegos de San Juan -Está en la Avenida Belgrano al 200. -Eso también lo sabía –aclaró secamente. –Solamen- te he venido a buscar las llaves. El hombre desagradable advirtió la animosidad que se había generado en Gaspar, y preguntó, con tono lejanamente contemporizador, si sabía adónde quedaba dicho domicilio. Gaspar asintió, aunque no era cierto. Solo quería munirse de las llaves y mar- charse de esa oficina tan pequeña y oscura, habitada por esa especie de subhumano arrogante. Éste se le- vantó con cierta dificultad (circunstancia que bien podría explicar, en todo caso, por qué no se había in- corporado para saludarlo), fue hasta un pequeño ar- mario ubicado detrás de su sillón; extrajo del bolsillo superior de su pantalón las llaves que pendían de un llavero de cadena, escogió una y abrió la portezuela. Del lado interior de ésta pendían otros varios juegos, colgando de diversos clavitos rotulados cada uno por una etiqueta pegada sobre ellos. Dijo, como para sí: “a ver... acá está”; tomó uno, cerró y trabó nueva- mente el mueble, en forma meticulosa. Gaspar estu- vo tentado de preguntarle si ocurrían muchos robos en ese pueblo, dada la seguridad que observara eran aplicadas al ingreso a la oficina y luego, también, al armario. Pero no tuvo ganas de seguir intercambian- do palabras con el ceniciento sujeto. Los pueblos son más tranquilos en este sentido, según dicen. Así que tal vez fuera simplemente la paranoia del vejete. To- mó las llaves con cuidado de no hacer contacto con la piel apergaminada de la mano que se las tendía, 11
  • 12. Gabriel Cebrián recogió su equipaje, y cuando iba a abandonar la oficina, oyó que el viejo le decía: -Cualquier cosa que vea que no esté en orden, nos avisa. -Claro –respondió, y se marchó pensando que el contrato y todas las demás formalidades, ya habrían sido cumplimentadas por el Doctor Sanjuán. Mejor. Nuevamente en la calle advirtió que en la esquina, siguiendo la direción en la que había arribado a la inmobiliaria, parecía cortar una avenida. Se encami- nó hacia allí, y al llegar notó que era una calle de u- na sola mano, solo que un poco más ancha que las demás. Unas banderillas colgando de piolines que cruzaban la calzada y un cierto aire en la arquitec- tura, además de algunos comercios, sugerían que se trataba de una de las arterias principales de aquel pueblo. Sintió que si así era, pues bien, sin duda le iba a costar bastante acostumbrarse a tanta medianía pueblerina. En un principio, cuando recibió la oferta del Doctor Sanjuán, hasta había elaborado fantasías románticas respecto de una existencia más natural, sana, simple y sencilla que la que había experimen- tado, ya que había nacido y crecido en la urbe capi- talina. Pero una cosa eran las proyecciones mentales y otra la realidad, sí. Eso lo sabía muy bien, así que no era momento de mostrarse sorprendido. Había a- ceptado el trabajo, y debía acomodar su sistema a la nueva modalidad ambiental; debía, mínimamente, 12
  • 13. Los fuegos de San Juan tomar responsabilidad respecto de sus propias deci- siones. Llamó su atención el hecho de que nadie circulaba por allí, tampoco. Por un momento recordó los pue- blos fantasmas que había visto en los westerns cuan- do niño. Solo faltaba una bola de espinos rodando en el viento. Consideró entonces un error no haber pre- guntado al viejo de la inmobiliaria adónde quedaba la casa. Pero ya era tarde para ello. Luego de per- manecer allí parado unos momentos, descansando los brazos y la espalda, decidió tomar a la derecha. En esa dirección parecía haber más movimiento (bueno, era un decir; por un lado, la topografía ur- bana así lo sugería, y por otro, en dirección contraria la calle se terminaba apenas un par de cuadras más allá). En la esquina siguiente encontró una especie de garita de madera, casi sobre el cordón de la ve- reda. Había sido pintada quién sabe cuándo, dado que la pintura celeste se había ajado y caído en va- rias partes de su superficie. Una especie de ventana, que se abría hacia fuera y quedaba colgando a modo de puente levadizo, parecía cumplir una función de mostrador. Ya a unos metros, se percató que se tra- taba de un kiosco. Se dirigió a la ventanilla. Desde la oscuridad interior, un par de ojos lo miraron sin pro- nunciar palabra. Era muy poco lo que podía verse desde fuera, y de algún atávico modo tuvo reminis- cencias de confesionario. Pidió una tira de aspirinas. Una mano morena se las tendió. -Un peso cincuenta –dijo escuetamente una voz gra- ve y aguardentosa. 13
  • 14. Gabriel Cebrián Gaspar rebuscó en sus bolsillos y dio con el cambio justo. Se lo alcanzó hasta el mero borde del rec- tángulo abierto, con la sensación que, de meter la mano allí, sería casi lo mismo que hacerlo en la jaula de un animal peligroso. La gente de esos andurriales no parecía muy amigable que digamos, al menos con los forasteros. Sí, la previsión acerca de las circuns- tancias existenciales en provincia habían sido quizá demasiado románticas. Aunque también quizá se es- tuviera apresurando y prejuzgaba. Ojalá así fuera. -¿Si es tan amable –preguntó finalmente, por necesi- dad y además para testear las últimas presunciones sociológicas que se había formulado,- podría decir- me cómo ir a la calle Belgrano al 200? Esta vez la respuesta no fue tan telegráfica, y tampo- co fue respuesta, sino repregunta: -¿Va a ocupar la casa de Belgrano 217? -Sí, pues. ¿Cómo lo sabe? -Hay muy pocas casa desocupadas en el pueblo. -Claro, debí suponerlo. -Una cuadra en el sentido en el que llegó aquí, y cuatro a la izquierda. -Muchas gracias. Se quedó esperando lo que para él parecía ser parte de una liturgia inconciente, el consabido “de nada”. Luego de una pausa en la que su trivial y tácita de- manda interior se hizo evidente, y no hallando no obstante ello respuesta alguna, alzó las valijas, dio media vuelta e inició el camino en la dirección indi- cada. 14
  • 15. Los fuegos de San Juan Ya sentía que la base de su espina dorsal finalmente cedería y se quebraría por el sobrepeso, cuando fue llegando al 217 de la calle Belgrano. Un par de cua- dras más abajo, siguiendo la pendiente, podía verse el verdor del campo. La casa era tradicional, no muy antigua. Un pequeño paredoncito, con dos pilares entre los que se ubicaba una verja de alambre color verde que alcanzaba los dos metros, quizá. Por detrás de ellos, un espacio verde a modo de jardín, pero en el que solo había, en su centro, una palmera enana. Y más allá, la casa amarilla, cuyo frente consistía en una ventana cuya persiana pintada de verde, como la verja, y una puerta de madera oscura. Volviendo a la línea de edificación, más allá del pa- redoncito con verja, una puerta de caño y alambres en igual estilo permitía acceder a una veredita de baldosas que llegaba hasta la puerta de madera; y después de otro pilar, un portón doble igualmente conformado que verja y puerta exterior, permitía el acceso de vehículos a un pasaje que comunicaba con los fondos, todo de tierra y pasto medio seco. En el fondo se distinguía un árbol de grandes dimensiones que después descubrió, era un nogal. Quitó el cerrojo mecánico de la portezuela, que ser- vía solamente para mantenerla en su sitio. Caminó con las manos libres hasta la puerta de madera oscu- ra, introdujo la llave y abrió. Un intenso olor a hu- medad salió a darle la bienvenida. Oteó una especie de sala, bastante pequeña, y volvió por las maletas. 15
  • 16. Gabriel Cebrián Las ingresó, las depositó en el piso, y antes de echar un vistazo al resto de la casa, se arrojó en un sofá verde a respirar el aire rancio, que de todos modos, sus agitados pulmones necesitaban. Girando la cabeza, hacia su derecha, pudo entrever gracias a la luz que entraba por la puerta abierta, una cama de metal. Eso era todo cuanto podía ver desde allí. A su frente, una pequeña mesa ratona y un par de sillones individuales iguales en estilo al sofá do- ble en el que se había arrojado. A su izquierda, una ventana con postigos de metal, que de acuerdo a lo previsto desde afuera, daba al corredor donde po- drían aparcarse hasta un par de vehículos no muy grandes. Igual, él no tenía. Aún, ya que si la paga que le había prometido el Doctor Sanjuán se hacía efectiva, pronto lo tendría. Inspiró profundamente y se levantó mientras exha- laba. Tal vez fuera cierto eso que primero hacían los karatecas, y luego los tenistas, boxeadores, etcétera, al proferir ruidosas exhalaciones para acompañar los movimientos rápidos y esforzados. Fue hasta la ha- bitación que había entrevisto, y levantó la persiana. Al entrar la luz pudo ver la cama armada, con un a- colchado bordó bastante arratonado y tan desgastado que en algunas partes se alcanzaba a ver la trama de la tela de base, amarillenta. Del otro lado, un ropero voluminoso y al parecer antiguo que hacía juego con la mesa de noche. La cama rompía el estilo, pero bueno... al menos, hacía juego con un crucifijo de bronce que presidía la cabecera, en cuyo pie alguien había puesto, quién sabe cuándo, una rama de olivo. 16
  • 17. Los fuegos de San Juan El Cristo propiamente dicho, absolutamente conven- cional y de una aleación distinta a la de la cruz que lo sostenía, no parecía ser un trabajo de fundición muy prolijo que digamos. Gaspar, pese a la vincu- lación de su nombre con la tradición Cristiana, no e- ra un hombre creyente. Pero igual, el Cristo quedaría allí. Estaba dispuesto a dejar las cosas como estaban, a no ser que por alguna razón lo entorpecieran o molestaran particularmente. Una puerta en la pared opuesta a la ventana daba a otro cuarto, acondicionado como escritorio, y de di- mensiones similares al anterior. No entraba allí luz natural. Probó el interruptor, y se percató que la e- lectricidad estaba activada. Una lámpara de varias bombillas, de las cuales solo dos funcionaban, se en- cendió. Era del tipo de las que tienen colgando figu- ras abstractas de vidrio, a modo de ornamento. No estaba mal. Pudo ver entonces un escritorio de ma- dera oscura, con un sillón de base en cruz y sostén de resorte, tapizado de verde y cuyos brazos eran ta- blas curvadas que iban desde los costados del respal- do a los ángulos externos del asiento. Dos sillas y u- na biblioteca completaban el mobiliario. La bibliote- ca tenía un sector clausurado por una portezuela con cerradura, en un todo análoga a la que había visto en la oficina inmobiliaria. Inmediatamente eso llamó su atención. Verificó que estaba cerrada, y comprobó a simple vista que las llaves que poseía no se corres- pondían con tal cerrojo. Tenía dos llaves, segura- mente la otra serviría para la puerta que daba a los fondos. Bueno, por ahora, el contenido de esa cajue- 17
  • 18. Gabriel Cebrián la en la biblioteca sería un misterio. Aunque el resto del mueble se encontraba vacío, y todo daba a pen- sar que allí dentro tampoco habría nada. Prosiguió con el reconocimiento de su nueva mora- da. Una pequeña galería, al frente de esa segunda ha- bitación, un baño antiguo pero confortable, la coci- na-comedor de la cual podría decirse exactamente lo mismo, y un pequeño cuarto en el cual solamente podía permanecerse de pie, rodeado de estanterías a- dosadas a las paredes, que a todas luces únicamente podía servir de alacena. Finalmente, la puerta de hierro y vidrio que daba al fondo. Comprobó la lla- ve, que anduvo perfectamente. Aunque la fragilidad de la puerta hacía relativa toda la seguridad que pu- diera aportar la a su vez rudimentaria y endeble ce- rradura. Bueno, en líneas generales, su vivienda no estaba mal, si uno podía habituarse a una casa de construcción antigua, en las afueras de una pequeña aldea rural no muy lejana del mar, rodeado de gente que parecía permanecer encerrada y cuyo potencial de relacionarse socialmente resultaba casi nulo... to- do ello sin considerar, en otro orden, las vivencias que podrían haber quedado encerradas allí, entre e- sas viejas paredes; experiencias de las personas –se- guramente numerosas- que habían vivido ahí. Si bien no era dado a consideraciones de tipo teosófico- espiritista, tendía a creer que las vibraciones emocio- nales, especialmente las intensas, podían generar at- mósferas que permanecían a través del tiempo, en los lugares adonde se desarrollaron, impregnándolos de su característica. Sentía esa casa algo deprimente; 18
  • 19. Los fuegos de San Juan pero pensándolo bien, con toda seguridad tal sensa- ción se debía al cúmulo de circunstancias que estaba atravesando, y no a una energía residual hipotética concentrada en la vieja vivienda con el paso de los años. Sí, lo razonable era pensar eso. II Luego de tomar un baño, desempacar, ordenar un poco las cosas, comprobar que había vajilla sufi- ciente y cambiar la ropa de cama, advirtió que el único libro con el que podía ocupar la biblioteca del escritorio era el que había traído para leer en el viaje, detalle que podría considerarse menor tratándose de otra persona que no fuera Gaspar. Y ello sin contar que necesitaría sus libros para consulta ni bien co- menzara a desarrollar su actividad profesional. Aun- que, según parecía, la parquedad e incluso animosi- dad que había notado en el mínimo trato con la gente de allí, conspiraba contra las más elementales reglas que correspondían al debido intercambio comunica- cional en el que se basaba la psicoterapia, tal como él la interpretaba. De todos modos, estaba volviendo a apresurarse y seguramente estaba prejuzgando otra vez, a caballo de su estado anímico y de un par de experiencias fallidas. 19
  • 20. Gabriel Cebrián Decidió ir a dar una vuelta por el pueblo, lo que re- sultaría en un todo de acuerdo con lo que suele ca- racterizarse como “la vuelta del perro”. De paso po- dría sondear y convencerse de que la gente de pro- vincia era jovial, espontánea y comunicativa, de a- cuerdo a lo que es usual oír, y lo que había tenido o- portunidad de comprobar en la Facultad, en el trato con sus camaradas del interior. Mientras salía, ya de noche cerrada, recordó que el Doctor Sanjuán –a quien conocía únicamente por correspondencia electrónica- le había hecho saber que en Cañada del Silencio resultaba imprescindible la concurrencia profesional de un psicólogo, dada la característica peculiar de parte de sus habitantes, que había desarrollado una extraña fobia a partir de cier- tas fantasías y algunos hechos fortuitos, sin mayores precisiones acerca de una y de otros. Sonaba raro, mas la promesa de una paga importante, facilitada por un subsidio estatal destinado para tal fin, y la e- ventualidad de hallar una rareza clínica que proba- blemente le permitiría desarrollar algún estudio o te- sis original, lo decidieron finalmente a abandonar la vida de ciudad para aventurarse en la empresa que comenzaba. Eso, sin contar que estaba desocupado a una edad en la cual le resultaba ya muy molesto vi- vir a costas de su padre. Salió a la calle. Una niebla incipiente difuminaba la tenue luz que proyectaban los pequeños faroles en cada esquina. Tomó hacia su derecha, única direc- cion posible a no ser que su intención hubiera sido la de pasear por el campo. En la esquina vio los talleres 20
  • 21. Los fuegos de San Juan y oficinas del diario local, llamado “La Voz de Ca- ñada”, según la pintura adherida a los vidrios del la- do interior. Bueno, Cañada del Silencio al menos te- nía una voz. Enfrente se levantaba un formidable chalet de piedra, en medio de un cuidado y extenso parque. Era, sin lugar a dudas, la vivienda más im- portante del pueblo. Si bien no había visto mucho, no parecía haber mucho que ver, así que la conjetura era por demás plausible. Siguió caminando, pasó por la inmobiliaria ya cerra- da a esas horas, llegó a la misma esquina que esa mañana y la tomó en igual dirección. Antes de llegar a la esquina del kiosco-garita, advirtió que sobre la vereda de enfrente había un edificio de dos pisos en el que funcionaba un hotel. A su frente, en la planta baja, delante de la conserjería, se observaba un ser- vicio de bar. Sentados en las mesas escasamente ilu- minadas por una luz mortecina cuya fuente no le re- sultaba visible desde allí, vio a cinco o seis parro- quianos bebiendo y quizá departiendo. Hacia allí di- rigió sus pasos, atravesó la puerta transparente y o- cupó una mesa al lado de la vidriera, del otro lado de la puerta en el que estaban ubicados los clientes. No más se sentó, notó que era objeto de la más des- carada y meticulosa observación por parte de todos los presentes, incluído el supuesto conserje y barman a la vez, que lo miraba apoltronado sobre el mostra- dor sin siquiera dar señal de querer atenderlo o to- mar el pedido. Ante esa situación, casi se vió obliga- do a pronunciar un “Buenas noches”. “Buenas no- ches”, le respondieron casi a coro y con aire de autó- 21
  • 22. Gabriel Cebrián matas, como si el mero hecho de saludarlo los dis- trajera de la minuciosa inspección ocular de la que lo hacían objeto. Aprovechando que el encargado del lugar tampoco le quitaba los ojos de encima, le in- dicó por señas que fuera a atenderlo. Luego de unos largos momentos durante los cuales la situación no varió, el hombre dejó de sostener su cabeza en las manos, separó los codos del mostrador, lo rodeó y se acercó hasta la mesa. Allí se quedó parado, sin decir palabra. Por segunda vez en el día se sintió ofusca- do. Preguntó qué había para comer. -Especial de jamón y queso. -¿Solo éso? -Solo eso. O ingredientes de vermouth, si prefiere. -Bien, tráigame un Cinzano con ingredientes. El hombre, un gordo cincuentón, calvo, rubicundo y de asimismo rojizos bigotazos, sin decir más, dio media vuelta y se marchó a preparar el pedido. Los demás lo seguían mirando. Eran gente al parecer basta, vestidos quien más quien menos, a la usanza del paisano. Al menos dos de ellos, por lo que podía ver, usaban rastra de botones. En la mesa, al lado de vasos de vino y platos, también descansaban dos o tres sombreros criollos. Ya comenzaba a hartarse del escrutinio visual, por lo que giró su cabeza para mi- rar la calle desierta. Sería difícil. El poco ejercicio que había desarrolla- do en su profesión, siempre había sido con pacientes de su misma condición sociocultural, es decir, con personas de distintas edades y niveles económicos, pero inmersas en una misma atmósfera mental, den- 22
  • 23. Los fuegos de San Juan tro de una misma estructura psicoambiental. Ahora parecía que tendría que vérselas con personas tan di- símiles a él mismo y a su experiencia, que proba- blemente debería iniciarse en los mecanismos inter- nos de funcionamiento de una visión diferente inclu- so en un nivel cósmico. Sería difícil, seguramente. Era todo tan extraño... incluso la forma en que había tomado contacto con el Doctor Sanjuán. El verano anterior, en ocasión de un breve paseo por la costa, estaba tomando una copa en un bar frente a la playa, casi a medianoche. En eso vio venir desde la costa una hermosa mujer rubia, en bikini, mojada como si recién saliese del mar, aunque la temperatura y el viento no hacían muy apto que digamos el clima pa- ra tal actividad. Caminaba al acaso cuando lo vio. Inesperadamente, se dirigió a él y le pidió que le in- vitara una copa. ¿Cuál es tu nombre?, le preguntó ni bien indicó al mozo que alcance un trago más. Ella se presentó como Magdalena. Gaspar hizo un co- mentario acerca de lo valiente que había que ser para entrar al mar en esas condiciones, y ella le respon- dió, enigmáticamente: Oh, pero yo no he entrado al mar. He salido de él. Le pareció gracioso, de modo que le preguntó si acaso era una sirena. Algo así, sí, puedes creerlo, respondió ella, mientras tomaba la copa que le alcanzaba el mozo. A continuación, ella se había mostrado interesada por saber qué hacía Gaspar, y cuando se enteró que era un psicólogo de- socupado, tomó una servilleta y pidió una lapicera al mozo. Anotó un E-mail, que resultó ser el del Doctor Hilario Sanjuán, y le sugirió que se comunicara allí 23
  • 24. Gabriel Cebrián y planteara su situación. Intrigado, dio voz a algunos interrogantes. Como gozando de los aires de miste- rio que parecían ser atributo esencial de su persona- lidad, Magdalena apuró la copa y comenzó a retirar- se. Gaspar, sintiendo que la beldad aquella se le es- capaba, preguntó finalmente si podían volver a ver- se. Ella le respondió que con toda seguridad lo ha- rían, si era que se comunicaba al correo electrónico que acababa de darle. De más está decir que ésta, más que ninguna otra, fue la causa que lo llevó fi- nalmente a escribir. Ahora volvía el mozo-conserje, bandeja en mano. Depositó sobre la mesa un posavasos de cartón con propaganda de Cerveza Quilmes, el Cinzano ya pre- parado, y los diversos platitos de ingredientes, sin decir absolutamente nada. Gaspar, que acostumbraba decir “gracias” luego de ser servido, esta vez no lo hizo. Al cabo de un rato, las miradas, ya un poco menos f- jas, dejaron de incomodarle, así que procedió a co- mer y beber más o menos tranquilamente. Seguía sorprendiéndole el escaso tránsito, tanto el vehicular como el de peatones. III Cumplió el trámite de oblar su consumición tan tele- gráficamente como parecía ser la usanza por esos 24
  • 25. Los fuegos de San Juan andurriales, y luego abandonó la mesa sin dejar pro- pina, esta vez, sin pronunciar el deseo de buenas no- ches manifestado al ingreso. Salió a la niebla, ahora mucho más espesa, y comenzó a desandar el camino hasta calle Belgrano número 217. Los faroles sola- mente ofrecían un área blanca a su alrededor, en la que, esforzando un poco la vista, podían diferenciar- se las pequeñas partículas de agua en movimiento que constituían la cerrazón visual. Caminó pegado a las paredes, dado que las referencias visuales solo al- canzaban a una mínima distancia. Por un momento se sintió inseguro, vulnerable en aquel pueblo de- sierto y relativamente hostil, privado ahora incluso de una referencia visual adecuada. Llegó a la esqui- na de calle Belgrano y dobló a la izquierda, en direc- ción a su casa. Allí, los faroles eran aún más escasos y menos potentes, la blancuzca claridad se tornó a- hora oscuridad húmeda y fantasmal. Después de un día tan inquietante, solo le faltaba eso. Hallar su nue- va morada casi a tientas. Llegado que hubo a la siguiente esquina, un hueco negro pareció abrirse a su izquierda; entonces recor- dó el chalet de piedra con un amplio terreno a su al- rededor y se tranquilizó. Pero unos pasos más ade- lante se quedó congelado al oír una voz proveniente al parecer del lado ciego. -Buenas noches. Era una voz de jovencita, cristalina y melodiosa. Sintiendo su pulso latir en las sienes y todos los pe- los del cuerpo erizados, se volvió en dirección a la voz y alcanzó a ver como materializándose desde la 25
  • 26. Gabriel Cebrián negrura neblinosa a una niña rubia, enfundada en u- na campera cuadrillé con capucha, muy bonita y de ojos dulces de un tono claro, difícilmente precisable debido a la escasa visibilidad. No debía tener más de once o doce años. Pasado el sobresalto, respondió: -Buenas noches. Se quedaron viendo durante unos momentos. Él, aún con un rictus de susto; ella, con una sonrisa apacible y despreocupada. Era la primera sonrisa que veía en aquel pueblo. Aunque el contexto era inquietante, por cierto. ¿Qué hacía una niña en la húmeda oscu- ridad de la noche, hablando confiadamente con un forastero, tan tranquila y tan segura de sí misma? Como parecía que podía quedarse así indefinida- mente, Gaspar le preguntó: -¿Qué estás haciendo ahí, en la oscuridad, en una no- che como ésta? -Lo mismo que todas las demás noches. -¿Saben tus padres que estás aquí? -No tengo padres. -¿No... -Bah, sí, debo tenerlos. Pero no sé adónde están. -¿Cómo es eso? ¿Dónde vives? -Aquí, en el pueblo. Bah, a veces. A veces me voy por ahí. -Quiero decir, ¿dónde es tu casa? -No tengo casa. -No te creo. -¿Por qué habría de mentirte? -No lo sé. De todos modos, no luces como una pe- queña abandonada que vive en las calles. 26
  • 27. Los fuegos de San Juan -No soy eso que tu dices. -Eso es obvio. -Pero tampoco estoy mintiendo. No soy una peque- ña. O sí, pero solamente si te refieres al tamaño. -Ah, ¿no? ¿Y qué eres, entonces? ¿Acaso un fantas- ma que viene a asustarme? -Digamos que al principio lo logré, ¿no es cierto? Aquella inquietante aparición no se comportaba ni hablaba como la niña que parecía ser. Gaspar sintió cómo el sobresalto del principio, que no había cesa- do del todo aún, se convertía en un miedo creciente. Mas intentó recobrar su aplomo diciéndose a sí mis- mo que era absurdo sentir temor de una niña, por más rara que fuese. -Bueno –intentó llevar el diálogo a una instancia de mayor concisión, -dime qué te traes. -¿Yo? –Preguntó la niña, con una ingenuidad tal que difícilmente podía ser fingida. –Yo solo te deseé las buenas noches cuando pasabas por aquí –y luego a- ñadió, con ironía: -Mis padres me enseñaron de esa forma. -Ah, entonces tienes padres. -Mira, nos estamos moviendo en círculos. Aquí yo tendría que decirte que no tengo, o que sí, que debo tenerlos. Pero que no sé adónde están. Y si me lo permites, te daría un consejo. Ten mucho cuidado con esas repeticiones, con esas jugadas reiteradas que en el juego de ajedrez solo pueden resumirse en 27
  • 28. Gabriel Cebrián tablas. Aquí, en Cañada del Silencio, puede resultar un juego muy peligroso, Gaspar. -¿Cómo sabes mi nombre? –Preguntó, conciente de que sus pelos habían vuelto a erizarse. -Tú me lo dijiste. -No, no recuerdo habértelo dicho. -Tú me lo dijiste. -No, estoy seguro que no lo he hecho. -Acabo de advertirte acerca de la peligrosidad de in- gresar en diálogos como éste. Gaspar se sintió amenazado. La única persona que parecía dispuesta a dialogar gentilmente con él era una niña extraña, aparecida como de la nada, que de- cía ser mayor de lo que en realidad se veía y que co- nocía espontáneamente su nombre. También parecía estar al tanto de algunas particularidades propias de aquel lugar, en el que las recurrencias dialécticas, se- gún lo que ella decía, constituían algo así como un extraño y difuso peligro. Por un momento, la apari- ción de la niña le recordó la aparición que en el ve- rano había hecho ante él mismo Magdalena, quien dijo haber salido del mar; y advirtió que, si bien pa- recía haber bastantes años de diferencia entre ambas, los rasgos faciales eran similares de un modo osten- sible. -¿Cómo te llamas, tú? Inquirió secamente. -Ves, ésa es la impronta que debe darse al diálogo. Debes huir como de la peste de juicios analíticos o cosas por el estilo, aquí. -¿Eh? 28
  • 29. Los fuegos de San Juan -Sabes de lo que hablo. -Estás rehuyendo a mi pregunta. No me hagas repe- tirla. Caería en eso mismo acerca de lo que me estás alertando. -No entiendo como haces. -¿Cómo hago qué? -Hablar de algo mientras piensas en otra cosa. -¿Cómo dices? -Mientras decías lo que decías estabas pensando que no hablo como debería hablar una persona de mi e- dad. Lo cierto es que no tengo la edad que tú crees. Pero eso ya te lo dije y si seguimos así, de este mo- do, nos va a encontrar la eternidad hablando de lo mismo. -Aún no me has respondido. De alguna manera me estás obligando a detenerme en las mismas viejas preguntas. -No suelo responder a lo que mi interlocutor ya sabe. -Yo no soy como tú –aclaró engañosamente Gaspar, intentando seguir el sentido que la niña trataba de imponer, echando mano a la vieja maniobra psicoló- gica de correr al supuesto enajenado para el lado en que se disparaba. –Yo no conozco el nombre de la persona con la cual hablo, si no me lo dice. -Estás yendo hacia atrás, otra vez. -No es así. He agregado un elemento. -Sí, el que supones un nuevo elemento es tu inten- ción de seguirme la corriente a ver si te enteras de algo, ¿verdad? De algo que pueda servirte para aco- modar lo que está pasando a tu lógica. Estás peor de lo que yo creía. No recuerdas haberme dicho tu 29
  • 30. Gabriel Cebrián nombre, y ahora pretendes que lo he adivinado. Y por otra parte, aseguras que no conoces el mío, cosa que sé positivamente que no es verdad. Yo te he di- cho mi nombre, y tú me has dicho el tuyo. -No es así. -Dime cómo me llamo. -Eso, deberías decírmelo tú. -Anda, tú lo sabes. -No lo sé –respondió, pensando que tal vez hubiera debido decir “Magdalena”, pero eso no habría sido más que entrar en el juego de la pequeña, que pare- cía ella misma estar intentando sacarle de mentira verdad. -No ves, pierdes dos casilleros. Tal vez si hubieras dicho lo que tenías en mente, habríamos avanzado algo. Mira, creo que estoy perdiendo mi fe en ti. Tal vez no salgamos nunca de esta niebla. Entonces Gaspar advirtió que la niebla era tan espesa que no era capaz de ver nada. Salvo a la pequeña, que parecía generar un fulgor propio; y no era que lo veía, sino que su razón le decía que de otra manera, sería incapaz de verla a ella, como lo e- ra respecto de todo lo demás, como por ejemplo, sus propias manos, las que intentaba divisar colocándo- las incluso a menor distancia de la que lo separaba de aquella aparición, sin conseguir hacerlo. 30
  • 31. Los fuegos de San Juan IV -¿De qué se trata todo esto? ¿Quién eres? -Agregaste una pregunta y reiteraste otra. O sea, per- maneces en el mismo lugar. Esta niebla suele tra- garse a las personas, ¿sabes? Sería bueno que te des- pabiles. Ahora resultaría ocioso que inquieras nueva- mente acerca de qué se trata todo esto, y por supues- to, mucho más aún que vuelvas a preguntarme quién soy y obligarme de ese modo a repetirte que tú lo sa- bes. -Esto parece el estúpido cuento de la buena pipa. -Ya lo creo, tienes razón. Pero no soy yo la respon- sable de que las cosas sean así. -Es una noche horrible. ¿Tienes adónde ir? -No. No tengo adónde ir, ni tampoco tengo por qué ir a sitio alguno. -Te iba a ofrecer que duermas en mi casa. -¿Puedo fiarme de ti? -¡Por supuesto! –Dijo Gaspar, e inesperadamente pa- ra él, la niña prorrumpió en carcajadas a su reacción. -Está bien, está bien. Pero ten en cuenta una cosa: e- res tú quien necesita de un lazarillo. En estas condi- ciones, jamás encontrarías tu casa, ni aún tanteando las paredes. -Eso es lo que crees –aseguró él, no muy seguro en su fuero íntimo. -¿Quieres probar? –Desafió la niña, en tanto una pre- gunta cobraba entidad en la conciencia de Gaspar. ¿Hallaría su casa aún sin que él le dijera la direc- ción? Entonces, la mocosa lo tomó de la mano y 31
  • 32. Gabriel Cebrián continuó diciendo: -Anda, grandulón, camina. Eres capaz de enfermar si sigues humedeciéndote. La niebla era concreta. De algún modo funcionaba sobre su conciencia y lo ponía a merced de una apa- rición a la que ya no veía ni aún en su fulgor propio, sino que la única referencia que tenía ahora de ella era su manita, que lo conducía, supuestamente, hacia su nueva morada sin que siquiera le hubiera men- cionado dónde quedaba. Debía estar asustado, mas una especie de apatía emocional que mucho tenía que ver con el esponjoso aletargamiento de su vista le impedía agitarse del modo que su razón parecía exigirle. Caminó con paso inseguro, guiado por una aparición que tenía mucho de irreal y por supuesto, nada de lógica o razonabilidad de acuerdo a cual- quier parámetro de experiencia previa al que pudiese haber echado mano. Momentos después se detuvie- ron, por supuesto a instancias de la niña, que dijo con connivencia tal que invertía completamente toda relación fundada de caracteres cronológicos entre ambos: -Aquí está tu puerta de reja, cegatón. Si quieres te a- compaño dentro, o si vas a estar más tranquilo, me marcho. Como prefieras. -No, ven, pasa –ofreció gentilmente Gaspar, pero en el fondo quería más que nada averiguar qué era lo que había detrás de todo aquel extraño suceso. Mien- tras empujaba la puerta de reja y se acercaba a tien- tas a la otra, llave en mano, oyó que ella le decía, co- mo respondiendo a su pensamiento: 32
  • 33. Los fuegos de San Juan -Está bien, pero te aclaro que tengo mucho sueño. No tengo ninguna gana de andar respondiendo las mismas preguntas. -No has respondido ninguna aún –observó Gaspar, en tanto accionaba su encendedor para hallar la ce- rradura. La niña rió suavemente. Finalmente entra- ron. Encendió la luz y mientras cerraba la puerta, la niebla, en forma de humos que se le antojaron mias- máticos, dibujó unas volutas móviles que se fueron desvaneciendo. Jamás había visto algo como eso. Se quedaron viendo uno al otro durante unos instan- tes. Gaspar, ansioso y sumido en un mar de dudas y temores. La niña, ligeramente sonriente y al parecer, gozando del dominio absoluto de la situación. Final- mente, él le preguntó: -¿Cómo sabías que vivo aquí? -No vives aquí. Llegaste hoy. -Ahá. Tienes razón. ¿Y cómo... –se interrumpió ante la evidencia que iba a reiterarse. -Todo el pueblo lo sabe. Bah, casi todo. Si te sirve para dejar de torturarte con misterios que lo son so- lamente para ti, considéralo así. Cualquier persona que llegue a este pueblo, debe acostumbrarse a que todo el mundo sepa de ella. No soy adivina, o bruja, o cualquier otra fantasía que se te pueda ocurrir. Simplemente, presto oídos a lo que se comenta. -No me has dicho tu nombre. -Te he dicho... bueno, que tú lo sabes. Por favor, no me obligues a repetirme, ¿quieres? Tal vez la niebla ingrese y vuelva a apresarte aquí dentro. -Eso no es posible. 33
  • 34. Gabriel Cebrián -Tampoco te reiteres tanto, tú. Ya has dicho eso mis- mo de un montón de cosas en un rato, y sin embar- go, ocurrieron. ¿O no? -Está bien. Oye, no tengo nada de comer, aquí. Solo puedo ofrecerte un té. -No, gracias, hazte para ti si te apetece. Yo tan solo necesitaría unas mantas –indicó, mientras se apoltro- naba en el sillón verde. Él se las alcanzó. Luego, en- tró en su habitación, cerró la puerta, se desvistió y se dispuso a dormir por vez primera en aquella cama. El sueño tardó en venir, la extrañeza del primer día en Cañada del Silencio lo había agitado mucho, y más aún la rara niña que dormía en el sillón de la sa- la. Si bien había tomado contacto con ella de un mo- do que parecía irreal, contaba con que no fuera a tra- erle problemas más terrenales, como podría ser por ejemplo una eventual denuncia por pederastia. Final- mente se durmió, y soñó algo que tenía que ver con Magdalena, pero fue lo suficientemente difuso y le- jano como para no poder precisar circunstancia algu- na. V Los gallos cantaban en todo el derredor. Fue un des- pertar tan clásico como inusual para Gaspar. Debía ser muy temprano, dado que según decían los gallos cantaban al romper el alba. Se estiró, vio el crucifijo de metal desde un punto de vista contrapicado y re- 34
  • 35. Los fuegos de San Juan cordó que una niña desconocida y misteriosa, se ha- bía presentado ante él como materializada en una es- pesa niebla. Tal reminiscencia, acompañada del sen- tido de irrealidad que había impregnado toda la se- cuencia de hechos, lo llevaron a vestirse rápidamen- te y salir a ver al extraño huésped. Por supuesto, no estaba allí. Fue hasta la cocina, y tampoco. Lo mis- mo ocurrió en el resto de la casa, pero cuando ingre- só al escritorio, se percató que la portezuela de la ca- ja en la biblioteca estaba abierta. La tapa caía a cien- to ochenta grados, dejando ver el interior vacío. Lo siguiente que hizo fue comprobar que tenía las llaves en el bolsillo del pantalón, y que todas las puertas y ventanas estaban cerradas. Era imposible que la niña las hubiera tomado, ya que Gaspar era de sueño li- viano y la hubiese oído ni bien accionara el pica- porte de la puerta de su dormitorio. Aparte, debía ha- ber echado llave desde fuera, y la única manera de poder hacerlo era poseyendo una copia. Ésa era una real posibilidad, más allá de cualquier especulación esotérica o clínica. El día era soleado, y el contraste hacía lucir como mucho más fantástica la experiencia de la noche an- terior. Si no hubiera sido por la portezuela de la bi- blioteca, habría dudado de su entidad real. Pero la puerta aquella, que él había comprobado, se encon- traba cerrada, ahora estaba abierta; y si había algo en su interior, jamás, probablemente, lo sabría. Luego de ir al baño y prepararse un té –que era toda la substancia que tenía, por el momento-, abrió la puerta y salió al fondo. Había una pequeña cuadrí- 35
  • 36. Gabriel Cebrián cula de baldosas, y más allá, el pasto algo crecido. Hacia su izquierda, un galpón abierto en el que se veía un piletón para lavar ropa y algunas herramien- tas, entre ellas, una vetusta podadora de césped. A su frente, y donde el cuadro de baldosas terminaba, una bomba para extraer agua cuya boca drenaba en una pequeña pileta de cemento. Más atrás, en el centro del espacio abierto, se levantaba un viejo aljibe. Y por detrás de todo, un árbol del cual pendían unas pelotitas verde claro y una edificación cuadrangular que correspondía a un antiguo excusado, cuyo dete- rioro y suciedad le hicieron descartar de plano su e- ventual puesta en funcionamiento. Hacia la derecha, donde desembocaba la entrada de autos, un alambra- do bajo y endeble separaba la propiedad de un terre- no baldío que ocupaba toda la esquina. Siguiendo la pared que delimitaba el fondo de su casa, ya en el re- ferido terreno, podía distinguirse algo así como un corredor angosto y largo, de unos dos metros de alto, cubierto de enredaderas y malezas. Quién sabe qué función habría cumplido en el pasado... parecía tener que ver con alguna cuestión ferroviaria, pero no se observaban en la cercanía vías ni ninguna otra cosa que así lo indicara. Volvió a su terreno. Algunas de las pelotitas verdes que caían del árbol, se habían descompuesto y ad- quirido tonalidades oscuras, incluso negruzcas. To- mó una, ya casi reseca, y quitó con su pulgar la membrana ennegrecida, para hallar dentro algo co- mo un carozo o semilla de madera rugosa. Le pare- ció conocido, de modo que siguió quitando el tejido 36
  • 37. Los fuegos de San Juan marchito hasta quedarse con una pequeña nuez. In- tentó romperla con las manos, pero resultó demasia- do dura, así que fue hasta la puerta y la apretó entre ella y el marco hasta oír el crujido. Quitó los frag- mentos de cáscara y vio la parte comestible algo a- plastada por la presión. La quitó y la probó. Estaba muy buena. Tenía nueces, y en cantidad. Ya era al- go. Volvió al interior de la casa y se dijo que ya era hora de entrevistarse con el Doctor Sanjuán. Se aliñó un poco el pelo frente al espejo del baño, volvió a echar llave a la puerta del fondo, antes de salir vio la man- ta sobre el sofá verde que había sido usada, según parecía, por una niña que tenía la llave de su casa o que era capaz de abrir cerrojos y cerrarlos desde fue- ra. O algunas otras posibilidades, como ya había pensado, que probablemente obedecieran a posibles maniobras esotéricas de parte de ella, o a patologías mentales de su parte. Salió de nuevo a la calle. Una mujer volvía del algún mercado con una bolsa llena de mercaderías. Él de- bía hacer algo así, organizarse un poco en ese senti- do. Tenía una alacena vacía que llenar. Y no mucho dinero, esperaba que Sanjuán pudiera adelantarle al- go. Ahora bien, ¿adónde vivía el tal Sanjuán? Segu- ramente todos, en ese pueblucho, lo conocían. Le ha- bía pasado su domicilio por E-mail, pero obviame- te, había olvidado anotarlo. No se preocupó mucho, sabía que era un personaje conocido del pueblo. Lo que no había tomado en cuenta era la escasa, por no 37
  • 38. Gabriel Cebrián decir nula, capacidad de comunicación de sus habi- tantes. Mientras no tuviera que volver a hablar con el agente inmobiliario... Pero no, no iba a hacer falta. Cuando pasaba por el diario tuvo la idea de ingresar a preguntar allí. La gente de un medio de comunicación debía, a más de cumplir con su función, ser comunicativa. Al menos, eso habría sido lo lógico. Entró sin tocar a la puerta. Un hombre regordete, morocho, semicalvo, con bi- gotes anchos y de anteojos, lo saludó: -Buenos días. Usted debe ser el nuevo vecino –le di- jo, sorprendiéndolo con su amabilidad aún a pesar de las disquisiciones previas acerca de la gente de los medios. -Buenos días. Sí, soy Gaspar Rincón y me acabo de mudar a la casa de la esquina, acá en calle Belgrano. -Encantado, joven. Soy Carlos Rentería, pero me di- cen Cholo. Puede decirme así usted, si prefiere. ¿Así que ocupó la casa del 217? –La recurrencia a la mención del número de su nueva morada pareció co- menzar a estas alturas a inquietar a Gaspar, quien de todos modos no tenía razón objetiva para tal sensa- ción. -Sí, exacto. –Y aprovechando la fluidez del diálogo procedió a inquirir, en la forma más sutil que se le ocurrió: -Parece ser célebre, esa casa, ¿no es verdad? -Pues no, que yo sepa. ¿Por qué lo dice? -Porque sucede que con todos quienes he hablado, tienen presente el número. 38
  • 39. Los fuegos de San Juan -Ah, pero sabe qué pasa, éste es un pueblo pequeño, vea. -Sí, lo he notado –observó, tratando de dar a su ase- veración el carácter menos peyorativo posible. -Por eso. Sabemos todos los números, que no son tantos. -Claro, claro. -Usted viene de la Capital, ¿verdad? -Sí. -Claro, por allá es otra cosa. Dicen que uno no sabe ni quién vive al lado de uno. -Sí, suele ser así. -No me gustaría vivir en un lugar como ése, vio. -Uno se acostumbra a todo. Es cuestión de costum- bre. -Puede ser, pero la verdad es que no me veo. -La gente de por acá es un poco huraña, ¿no es así? – Se aventuró a preguntar, aún a riesgo de quedar mal con la única persona que se había mostrado amable; y eso sin contar a la niña, cuya amabilidad relativa – ya que pareció más atención que amabilidad- prove- nía de una fuente para él inclasificable en términos de experiencia previa. -No, joven, no es así. Por ahí es un poco descon- fiada, sobre todo con los forasteros. Pero va a ver que ni bien lo conozcan un poco, la cosa va a cam- biar. -Bueno, me agrada oír eso. -No tenga dudas. -¿Y quién ocupaba la casa de Belgrano 217, antes? -Hace rato que está desocupada, vea. 39
  • 40. Gabriel Cebrián -Ahá. Que yo recuerde, hace unos cuantos años la ocupó un bancario, que trabajaba acá en la sucursal del Provincia. El pobre no llegó a jubilarse y volverse a su ciudad, murió acá. -Ahá. -Después vino un médico, o algo así. O sea, trabaja- ba para el Doctor Sanjuán. Nunca supe a qué se de- dicaba, o cuál era su especialidad. Ése duró poco, di- cen que se ahogó en el mar. -Bueno, con razón se acuerdan de la casa... parece estar maldita... -Oh, qué ocurrencia. Son cosas que pasan, vea. No vaya a impresionarse por lo que le cuento... -No, está bien, yo decía, nomás. Resulta que hom- bres solos, como yo, ambos corriendo la misma suerte... dicen que no hay dos sin tres. -Bueno, déjese de embromar, joven... Gaspar, me di- jo, ¿no? Mire las cosas que dice... -Aparte, en la jerga quinielera, el 17 es la desgracia, para colmo. -Bueno, si sabía que era tan cabulero no le decía na- da. -No, está bien, Don Cholo, es broma. -Ah. Me había parecido que se estaba julepiando. -No, nada de eso. Dígame, necesito hablar con el Doctor Sanjuán. ¿Usted podría decirme adónde pue- do encontrarlo? -Pues aquí enfrente. Ése es su chalet –le respondió, señalando la importante vivienda de piedra desde cu- 40
  • 41. Los fuegos de San Juan yo jardín, la noche anterior, había cobrado materiali- dad la fantasmal niñita. VI Empujó la portezuela baja de madera entre los dos pilares y avanzó por un camino igualmente pétreo hacia el lujoso chalet. Llegó a una especie de alero de tejas y observó la fina cristalería de los ventana- les. También llamó su atención la calidad y termina- ción de la puerta, al parecer de roble. Había dinero allí; sí, señor. Oprimió el botón del timbre y un melodioso ding dong llegó hasta sus oídos. Poco después, una muca- ma negra y ataviada clásicamente según su oficio, a la usanza de Hollywood, abrió la puerta y le pregun- tó qué deseaba. -Soy Gaspar Rincón – se presentó. –Acabo de llegar de la Capital. Desearía entrevistarme con el Doctor Sanjuán, si es posible. La morena lo hizo pasar y tomar asiento en un mo- biliario acorde al resto de la ostentosa ambientación y ornamentos. Ingresó por un pasillo y a poco volvió y le indicó seguirla. Así lo hizo, y luego de recorrer algunos metros de un pasillo oscuro, ingresaron en un escritorio. El Doctor Sanjuán se levantó y estiró la mano hacia el recién llegado, saludándolo efusiva- mente. Parecía que la animosidad de la gente de Ca- ñada del Silencio había sido solo una impresión, o 41
  • 42. Gabriel Cebrián como le había dicho momentos antes el Cholo Ren- tería, mera desconfianza inicial. El diligente Doctor era un hombre alto, de unos cincuenta años, ligera- mente canoso, de buena estampa física y rasgos deli- cados, ojos claros y un don de gente que se eviden- ciaba tanto en su tono como en sus movimientos. Luego de indicarle tomar asiento y de hacer lo pro- pio, le preguntó: -¿Cuándo llegó? -Ayer a la tarde. -Hombre, podía haberme avisado y venía a cenar a- quí conmigo... -No me pareció prudente importunarlo. Mire, entre que tomé un baño, acomodé un poco las cosas, reco- nocí la casa, etcétera, se hizo un poco tarde, ¿sabe? No me pareció adecuado... -Mire, ésta es su casa, ¿me entiende? -Agradezco su hospitalidad. -Fíjese que mandé a rentar esa casa para usted, sola- mente por no ser tan invasivo y respetar su intimi- dad; si no, le hubiera ofrecido que se instale acá mis- mo. -Oh, pero hizo muy bien. Jamás me atrevería a un a- buso semejante. -No sería un abuso, sería un gusto, en todo caso. Ve- a, la casa es muy grande, a veces me hallo solo, y me encanta poder conversar con alguien que no perte- nezca al populacho de esta aldea. Digo, con alguien pulido, de la ciudad, formado en universidades... -Bueno, creo que eso puedo entenderlo. Ayer estuve dando una vuelta, comí algo en el hotel de por acá, y 42
  • 43. Los fuegos de San Juan tuve oportunidad de comprobar... –se interrumpió, e- valuando la eventualidad de parecer arrogante o des- considerado. -Sí, dígalo, de comprobar que la gente de por aquí es basta e ignorante. -Bueno, yo no quería decir eso. -Dígalo, ya que así es. -Bueno, me pareció algo hosca y me molestó la ma- nera en que me observaban, sin el menor indicio de ubicuidad. -Lo sé, lo sé, por eso le decía que hubiera sido bueno que me llame ni bien bajó del ómnibus. Y dígame, ¿qué le pareció la casa? -Me pareció adecuada. La verdad, podría resultar un poco amplia para mí solo, pero está de lo más bien. Me encanta el nogal que tiene en los fondos. -Ah, sí. Es un árbol noble y añoso. Pero volviendo a la casa en sí, se habituará. De todos modos, por la limpieza en general no debe preocuparse. Haydée, la mujer que lo condujo hasta acá, se hará cargo de e- lla. -No, pero... -Pero nada, Gaspar. No vamos a pretender que un profesional de sus quilates pierda tiempo en menes- teres como ésos, ¿verdad? -Mire, Doctor, con todo respeto, usted no me cono- ce. Podría resultarle un fiasco, ¿sabe? Ya estoy te- miendo no estar a la altura de las circunstancias, cré- ame. -Oh, por favor no diga eso. Aparte, en cierto modo, seguramente involuntario, está descalificándome. 43
  • 44. Gabriel Cebrián -¿Perdón? -Digo que ya lo he tratado durante unos breves mi- nutos; y si bien mi temperamento analítico me ha llevado a evaluarlo de un modo similar al que los pa- lurdos ésos lo hicieron anoche, claro que en otro ni- vel y con otra altura, éste al parecer breve lapso de tiempo que hemos compartido hasta ahora, digo, me permite decirle desde ya que usted es un joven agu- do mentalmente y un serio y responsable profesio- nal, munido de todas las herramientas conceptuales necesarias para un óptimo desarrollo de sus aptitu- des. -Bueno, espero que sea así, ya que, a pesar del breve lapso que mencionara usted, parece estar más seguro de ello que yo. -Es usted humilde, Gaspar. -No, trato de ser objetivo. -Bueno, dejemos eso. ¿Qué le gustaría almorzar? -Mire, Doctor Sanjuán, usted es muy amable, pero... -Vamos, no toleraré una negativa. -No, iba a decirle que estoy un poco preocupado por saber las características y condiciones del desempe- ño que espera usted de mí. -Hay tiempo para eso. De todos modos, he de ade- lantarle que no se trata de un desempeño covencio- nal. -Sí, algo ya me había anticipado por correo. -Bueno, pero ahora no me ha contestado qué le gus- taría tomar para el almuerzo. -Lo que usted escoja está bien para mí. 44
  • 45. Los fuegos de San Juan -Déjeme agasajarlo, al menos en la primera comida que tomaremos juntos. -Bueno, entonces... ¿tiene una parrilla? -Sí, claro, pero... ¿cuál es la idea? -Si le parece, yo prepararía un asado. -De ningún modo. No voy a ponerlo a trabajar justo hoy. -Entonces, elija usted el menú. -Ve, le dije, usted es un muchacho muy hábil. Ha si- do una muy buena manera de salir del paso y evitar- se la responsabilidad de la elección. Dejemos enton- ces que Haydée prepare lo que quiera. Es una mag- nífica cocinera. -Está bien. Pero me gustaría preguntarle algo, si no es un atrevimiento de mi parte. -Adelante, pregúnteme lo que quiera. -Usted dijo que se sentía solo, en este pueblo. Aparte de Haydée, ¿vive alguna otra persona en esta casa? – Inquirió, dado que las facciones y el color de los o- jos del Doctor le recordaban vagamente a los de la niña que la noche anterior parecía haber salido de a- llí. -Bueno, Haydée trabaja, y pasa buena parte de su tiempo en esta casa, pero no vive aquí. La única per- sona que sí lo hace, es mi hija. -Ah, me parecía. -¿Sí? -¿Es una niña de unos diez, o doce años? -Oh, no. Es una mujer de veintidós años, ya. ¿Y por qué me pregunta eso? 45
  • 46. Gabriel Cebrián -No, porque anoche pasé por aquí... ¿vio la niebla que se levantó anoche? -Sí, es común eso para esta altura del año. -¿Sí? ¿Tanta? -¿Tanta, fue? -No podía ver mis propias manos. -Ah, no, por ahí no tanta. Pero decía que pasó por aquí... -Claro que entonces no sabía que era su casa. La cuestión que venía casi a tientas, cuando una niña rubia salió de su jardín y me abordó. -Ah, claro. Ya sé de quién se trata. Es la pequeña A- nnie –dijo, y esbozó una sonrisa. -No me dijo su nombre en ningún momento. Es una personita de lo más extravagante. -Ni que lo diga. Es tremenda. Suele andar por aquí, dando vueltas. Seguramente vio a un desconocido y aprovechó la oportunidad de jugarle alguna broma. -Y vaya que lo hizo. Consiguió desconcertarme real- mente. ¿Quién es? -Es una niña con alteraciones mentales, no muy gra- ves, según creo. Usted es el especialista, quizás ten- ga oportunidad de tratarla y verá por usted mismo. -Me dijo que no tenía casa, ni padres. -Eso no es cierto. Vive sobre la costa. Sus padres no son mucho más sanos que ella. Y ella vive escapán- doseles. Pero siempre vuelve, así que ellos han lle- gado a tomar como naturales sus aventuras noctur- nas. -¿Y cuál sería su patología, según usted lo ve? 46
  • 47. Los fuegos de San Juan -Mire, yo soy médico clínico, sería una muy lega o- pinión, la mía. Lo único que puedo decirle es que su patología responde a muchos de los rasgos caracte- rísticos de lo que yo he dado en llamar “el Síndrome de Cañada del Silencio” -Ahá –pronunció Gaspar, mostrándose muy interesa- do, como lo estaba, ante la mención del eventual de- sequilibrio típico que sería objeto de su análisis. – Me interesaría saber todo cuanto pueda decirme a- cerca de él. -Lo sé, lo sé, pero me parece muy pronto para abor- dar temas laborales. Ya tendremos quizá demasiado tiempo para el intercambio profesional, ¿no le pare- ce? -Como usted diga –concedió, cuando en realidad, no le parecía. –Aunque si me disculpa, voy a volver so- bre el tema de esa niña... -Annie. -Sí. Sabía mi nombre sin que yo se lo hubiese dicho. -Claro, pero puede haberlo oído de boca de alguien más. -¿Le parece? ¿Usted ha hablado de mí con la gente del pueblo? -Bueno, mínimamente, que recuerde, con el agente inmobiliario. Quizá él lo haya mencionado. -¿Le parece? Se lo ve como un individuo muy parco. -Sí, esa puede ser la imagen que tuvo usted. Entre nosotros, y francamente, es un chismoso peor que cualquier comadre en la peluquería. -Bueno, siendo así... -¿Qué le ha hecho creer? Ésta Annie... 47
  • 48. Gabriel Cebrián -No, nada, sencillamente, me desconcertó. -Le gusta jugar el rol de adivina. Hay veces que de- muestra mucho talento, y su predilección consiste en tratar de parecer extravagante. Es una chiquilla ver- daderamente inteligente. Podría contarle muchas a- nécdotas acerca de cómo ha conseguido embaucar a cantidades de gentes, sobre todo a los turistas que suelen invadirnos en verano cuando las plazas hote- leras de la costa se agotan. Incluso ha generado al- gunos problemas, ha impresionado tanto a algunas personas que han tenido que ser atendidas debido a cuadros de pánico. Claro que se trataba de personas básicamente desequilibradas y demasiado crédulas. -Pero eso no parece algo muy normal que digamos... -Por eso le dije, Annie no es una niña normal. Es de- masiado inteligente para su edad, y tiene tendencia a provocar situaciones morbosas y engaños sutiles que, en algunos casos, son procesados por las vícti- mas de una forma normal; pero en otros, cuando por temperamento o predisposición, alguna persona a- tiende y cree sus manipulaciones, puede resultar da- ñada. -Entiendo –dijo Gaspar, deseando fervientemente volver a encontrar a la niña y averiguar bien qué ha- bía detrás de su presunta neurosis. 48
  • 49. Los fuegos de San Juan VII El diálogo había derivado en generalidades, tales co- mo la descripción de la vida en la capital y sus dife- rencias con la de provincia, de algunas caracterís- ticas y atractivos de la zona, de pesca, de ciertos per- sonajes locales, etcétera. Gaspar prestaba oídos y mantenía la concentración en tales banalidades sola- mente para mantener el hilo de la conversación, toda vez que únicamente dos o tres tópicos le interesaban. Uno, el que tenía que ver con su desempeño profe- sional y la contraprestación monetaria correspon- diente; otro, la patología atípica que parecía haberse localizado allí; y en un orden más personal, el even- tual reencuentro tanto con la pequeña Annie como con la hermosa y sensual Magdalena, por distintos motivos, obviamente. El aroma de una comida casera y agradable llegó hasta el escritorio. Ya había pasado el mediodía cuando la negra Haydée se apersonó y anunció que la mesa estaba servida. Se dirigieron al comedor – Gaspar por delante como había indicado con gesto caballeresco el anfitrión,- y cuando ingresaban, el jo- ven se detuvo bruscamente, provocando una ligera colisión con el Doctor. Allí, sentada a la mesa, ex- quisitamente iluminada por la luz del sol que desde la ventana atravesaba unos tules y se derramaba do- rada sobre ella, estaba Magdalena, observándolo con una sonrisa a la vez cautivante e intencionada. 49
  • 50. Gabriel Cebrián -Ah, estabas aquí ya –dijo el Doctor. –Creo que ya se conocen, ¿no? -Yo no sabía... –comenzó a aclarar Gaspar, en tanto Magdalena, sin abandonar la expresión de disfrute que la situación le provocaba, se incorporó y lo salu- dó con un beso. Luego, los tres tomaron asiento. -No sabía que era su hija -completó al fin la frase, tratando de dejar traslucir lo menos posible el im- pacto que la presencia de la dama le había produci- do. -Claro –explicó ociosamente el Doctor,- si ha sido e- lla quien ha propiciado nuestro contacto... -¿Cómo estás, Gaspar? -Bien, ¿y tú? -Oh, muy bien, contenta de que estés por aquí. Tu sabes, es bueno poder departir con alguien diferente, alguien más parecido a uno. -Me decía tu padre. -Sí, por supuesto. Nos viene bien cambiar de aire y hablar con gente de la capital, máxime tratándose de una persona culta e instruida. -Bueno, trataba de explicarle a tu padre que quizá no sea lo que ustedes esperan. -Sí, seguro que lo eres. Salta a la vista –aseguró ella. -Parecen ser tan gentiles como perceptivos –dijo Gaspar, no muy seguro de que los calificativos que empleaba fuesen los adecuados. En eso entró Hay- dée, cargando una fuente humeante de la cual aso- maba el mango de un cucharón. La depositó sobre la mesa y comenzó a servir, primero a Gaspar, como correpondía al protocolo. Vio un guisado amarrona- 50
  • 51. Los fuegos de San Juan do, algo oscuro, con rodajas de papa, guisantes, ce- bolla y unas porciones de carne cortada en forma ar- bitraria, grandes y pequeños, de distintas formas, al- gunos como desgarrados sin el menor cuidado. Eso llamó su atención. Mientras la mucama proseguía sirviendo a los otros comensales, el Doctor Sanjuán retomó la palabra: -Bueno, los grandes encuentros se producen así, de manera fortuita. -Oigan , ya les dije que me siento algo intimidado por los comentarios que formulan acerca de mí sin conocerme lo suficiente. -¿Intimidado? –Preguntó Magdalena. -¿Qué podrías temer? -Ya le decía a tu padre, no estar a la altura de vues- tras expectativas. -Y yo le decía a él –se apresuró a informar el Doc- tor- que sabemos muy bien con quién estamos tra- tando... –Iba a continuar, pero su hija lo interrumpió: -O sea, estamos cayendo en diálogos recurrentes. La frase que dejó caer como al acaso, produjo a Gas- par una sorpresa tal que casi le fue imposible disi- mular. En cambio, Sanjuán miró con fiereza a su hija durante un par de segundos. A pesar del estupor, el joven lo advirtió con claridad. Inmediatamente re- cordó el parecido físico que había observado entre la pequeña que ellos llamaban Annie y el recuerdo, a- hora presente, de la agraciada Magdalena. Tal vez compartieran también la patología. Para salvar el ba- 51
  • 52. Gabriel Cebrián che que se había producido en el diálogo, el Doctor se apresuró a comentar: -Mi hija ha tenido oportunidad de compartir una co- pa con usted. Yo, aparte de la correspondencia y de la suerte de currículum informal que puedo deducir de ella, he platicado casi toda esta mañana con usted. Así que Gaspar, lo invito a dejar de lado cualquier modestia o humildad de su parte y al propio tiempo lo insto a asumir que, sin lugar a dudas, está sobra- damente calificado para desempeñarse en este pue- blo. -Está bien, me convencieron –concedió Gaspar, más que nada con el propósito de terminar con lo que se había llegado a convertir en una situación molesta. Y a continuación añadió: -Hablando de eso, y sepan disculpar mi ansiedad, me gustaría saber qué es lo que se espera que yo haga. -Antes coménteme qué le parece el estofado de Hay- dée –hasta ese momento, Gaspar ni se había percata- do que, por una mínima cuestión de cortesía, debió decir algo acerca de la comida. -Claro, disculpen, está tan bueno que ni siquiera me da tiempo a comerlo –intentó justificarse. -Lo mis- mo este Merlot. -Sin embargo, te da tiempo para hablar –observó Magdalena, provocando otra mirada furibunda de su padre. -Cierto, pero eso es debido a mi temperamento laca- niano –replicó Gaspar, quien a falta de razones obje- tivas, apeló a lo que podría considerarse una hum- orada pero de lo cual tampoco estaba seguro, mas 52
  • 53. Los fuegos de San Juan era lo suficientemente ambigua como para neutrali- zar la evidencia en su contra. Sin embargo, Sanjuán la festejó estentóreamente, y recomendó a su hija no practicar juegos verbales con un joven intelectual de fuste, circunstancia que hizo que Gaspar gozara de un breve momento de triunfo. Volviendo al tema del guisado, preguntó que clase de carne era aquella, ya que la encontraba sabrosa pero rara. El Doctor le respondió que se trataba de un ciervo que había ca- zado días antes. -Mire usted. Es la primera vez que como carne de ciervo, entonces. -No es muy usual en la Capital, claro. -Es verdaderamente buena. -Ya lo creo. Sí, es una de las pequeñas compensa- ciones de la vida rural. Ahora volvamos a su consul- ta acerca de un tema que parece preocuparlo más de lo debido, esto es, la cuestión laboral. -Imagínese. -Claro, pero por eso le digo. No debe preocuparse tanto, por eso. Vayamos por partes, primero lo pri- mero. Dígame, ¿le parece bien un sueldo de tres mil pesos mensuales? -¿Qué es lo que dice? ¡Me parece fantástico! Oiga, usted me escribió que la paga era superior a los mil quinientos, pero ¿tres mil? ¿No es mucho, eso? -No, no lo creo así. Eso, descontando además que la locación del inmueble de calle Belgrano corre por cuenta de la Fundación. -No, de ningún modo. Eso ya me parece excesivo. 53
  • 54. Gabriel Cebrián -Ya le dije, es una necesidad social que tenemos que cubrir. Y bajo ningún punto de vista permitiría que usted deje de lado su vida, las posibilidades de vivir en una ciudad con todo lo que ello implica, su fami- lia, sus afectos, para venir a enterrarse acá y encima no recibir una compensación adecuada. Piénselo así, aparte de honorarios, estaríamos pagándole algo que podría considerarse como una suerte de indemniza- ción. -Yo le agradezco, pero... -Pero, nada. Si está de acuerdo, ese tema ya está ce- rrado. Ahora pasaremos a hablar de las funciones que deberá asumir, si le parece. -Me parece muy bien. Lo escucho. -Bien, en principio, le comento que muchas personas vienen a mi consultorio a plantearme problemas re- feridos a su especialidad, a falta de un profesional i- dóneo en tales disciplinas. Lo que haría yo, en prin- cipio, es derivárselos. -Entiendo. Me parece muy bien. -Es más, ya he dicho a algunos pacientes que conta- ría con su concurrencia, y lo están esperando con an- siedad. -Bueno, me esforzaré por ayudarlos, entonces. -Y dígame, ¿adónde piensa atenderlos? -No sé. Esperaba que usted me lo indicara. -Verá, en la clínica hay pocos espacios, y sobre todo, según mi criterio, resultan absolutamente inadecua- dos para el tipo de terapia que usted deberá efectuar. Así que quedan dos posibilidades: o acondicionamos el escritorio de su casa en la calle Belgrano, o lo ha- 54
  • 55. Los fuegos de San Juan cemos con alguna de las habitaciones de aquí mis- mo. -Oh, no, no me gustaría alterar el orden de esta fami- lia. -No sería así, créame. ¿No es cierto, Magda? -Sería un placer, cambiar un poco las rutinas. Mira, Gaspar, mi padre pasa el día en la clínica o dando vueltas por el campo, o pescando. Yo, simplemente languidezco, veo televisión o leo. Me encantaría que atiendas aquí, al menos vendría gente, habría movi- miento, sucederían cosas nuevas... -No, yo les agradezco, sinceramente, pero estaría más cómodo en mi casa, digo, si a ustedes les pare- ce. -No, está bien –acordó el Doctor. Magdalena, por su parte, hizo un visage de desagrado. –Siendo así, pues dígame cuándo le parece que estará en condiciones de atender. -Mañana mismo, si usted así lo dispone. -¿No necesita poner en orden las cosas, conseguir un sofá...? -¿Un sofá? –En este punto, Gaspar tuvo que conte- nerse para no soltar una risa que bien podría haberse malinterpretado. –No, yo no utilizo sofá. Prefiero hablar con el paciente cara a cara, escritorio de por medio. -Bueno, sepa disculpar mi visión tradicional y tal vez arcaica de su profesión –se justificó Sanjuán, ad- virtiendo inmediatamente su concepto arquetípico de la psicoterapia. 55
  • 56. Gabriel Cebrián Entró nuevamente Haydée, retiró los platos y colocó los de postre. Se retiró y volvió al instante con una especie de budín acaramelado. Sirvió las porciones, y esta vez, Gaspar se adelantó a elogiarlo. -Mmmmh, exquisito. Budín de nuez, ¿no es así? -Sí, Haydé lo prepara exquisito –dijo Magdalena. -Claro que -intervino el doctor – es casi una invita- ción suya, este postre. -¿Cómo dice? -Claro, que el otro día fui a ver las condiciones en las que se encontraba la casa de calle Belgrano y me tomé el atrevimiento de tomar algunas nueces. -Ah, claro, está muy bien. Sobre todo si iba a darle un destino tan apropiado, vea. -¿Qué tiene que hacer, por la tarde? -¿Yo? Nada, pues. Hasta mañana lunes, si es que co- mienzo con mi tarea... -Entonces vamos a tirar unos tiros por ahí. Vayamos de caza. -Nunca he practicado la caza. Es más, no he usado nunca un arma de fuego. -Siempre hay una primera vez para todo, en la vida. -Sí –acordó la joven. –Siempre es bueno pasar por experiencias nuevas. No reiterar siempre los mismos esquemas, volver una y otra vez a las mismas situa- ciones, ahogarse en rutinas. 56
  • 57. Los fuegos de San Juan VIII Luego del estampido, la lata de aceite vacía que es- taba momentos antes sobre un poste de alambrado, voló hacia atrás y rebotó tres o cuatro veces antes de detenerse sobre el pasto. El Doctor Sanjuán acababa de demostrarle prácticamente cómo se usaba la esco- peta del doce. La detonación, mucho mayor a la que esperaba, sobresaltó a Gaspar, quien tenía en sus manos, con verdadera aprensión, un arma de simila- res características. -Ve, es algo muy sencillo. Usted tiene que apoyar la culata acá, inclinar la cabeza, cerrar un ojo y con el otro mirar este fierrito que está acá, que se llama “testigo”, de modo que quede justo en medio de esta ranura de acá... -Mire, Doctor, la verdad es que me asusta un poco, este tema. -Vamos, hombre, déjese de embromar. No hay mu- chas cosas que pueden hacerse por acá, ¿sabe? Ésta es una de las más divertidas, así que le recomiendo que no se la pierda, y menos teniendo en cuenta que en cuanto rompa el hielo le encantará. Ánde, dispá- rele a esa lata. Gaspar levantó el arma y la apoyó en el hueco de su hombro derecho. Dirigió el caño hacia una segunda lata apoyada a unos veinte metros, sobre otro poste, y antes de jalar el gatillo se volvió un instante y pre- guntó: -Oiga, ¿tiene mucho retroceso esta escopeta? 57
  • 58. Gabriel Cebrián -Bueno bueno bueno bueno... ¿era usted el que no sabía nada de armas? -Está bien, he visto televisión, también, ¿sabe? Y a- demás he oído hablar. -Claro, por supuesto, solo estaba bromeando. Ape- nas patea un poco. Solamente tire el pie derecho un paso hacia atrás, y cualquier cosa aguante el peso sobre él. Pero es mucho ruido, nomás. A lo sumo salta un poquito. Agárrela fuerte, y no se haga pro- blemas. Solo cuesta el primero. Tiró del gatillo con dedo tembloroso. El resorte, al principio rígido, perdió tensión de golpe y el estam- pido, esta vez más cercano, lo aturdió ligeramente. No obstante vio caer su lata, no tan aparatosamente como la anterior, pero al menos, le había dado. -¡Muy buen tiro! –Festejó Sanjuán. -¿Vio que le di- je? -Sí, no parece tan difícil. -No lo es. Aparte, está cargada con perdigones. Ve- remos si encontramos perdices. Para ciervos, o chan- chos salvajes, se preparan postas de plomo. Pero ésa es la segunda materia. Vamos paso a paso. -Está bien, como usted diga. Usted es el instructor de cacería –dijo Gaspar, pensando que aquella no era u- na mala forma de embolsar tres mil pesos por mes. -¿Necesita otro tiro de prueba? -No, está bien, creo que ya tengo el concepto. -En ese caso, nos conviene rumbear para allá. Por entre los matorrales de cola de zorro, salen perdices, y hasta liebres. No hay que apuntarle como a las la- 58
  • 59. Los fuegos de San Juan tas. Las latas no se espantan. Hay que tirarles al bulto, rápido, ni bien las ve que se espantan. Con cuidado, eso sí. Debemos ir caminando en la misma línea, y nunca tirar para el costado de golpe, ¿entien- de? -Entiendo. Mientras caminaban en el sentido indicado, y sin mediar comentario previo, el Doctor comenzó a ha- blar de cierto problema que no le había referido du- rante el almuerzo. -Se trata de un problema familiar –explicó. -Creo que lo imagino –aventuró Gaspar. -Ah, ¿sí? ¿Y qué es lo que imagina? -Bueno, según yo veo, su único familiar parece ser Magdalena. No hay que ser muy suspicaz, en ese sentido. -Ahá. -Y en base a algunas cosas que me pareció advertir durante el almuerzo, ella no está muy bien, ni mucho menos conforme con la vida que lleva. -Es usted muy observador. -No tanto, pero gracias, de todos modos. -Sí, se trata de ella. -¿Está acaso afectándola a ella también lo que usted ha dado en denominar “Síndrome de Cañada del Si- lencio”? -¿Cómo se ha dado cuenta de eso? -Mire, si no hubiera sido porque anoche me topé con la pequeña Annie, probablemente no lo habría podi- do inferir. 59
  • 60. Gabriel Cebrián -Ve, no me equivocaba en nada, respecto de usted... es un joven muy agudo, tal como le dije. Dígame, por favor, cómo, o mejor dicho, por qué relaciona a la pequeña Annie con mi hija. -Bueno, básicamente porque las dos hicieron refe- rencia a las frases recurrentes. Claro que con dife- rente impronta, pero me pareció significativo. -Usted me sorprende, ¿sabe? Creo que fue una exce- lente idea contratarlo. -Gracias –dijo Gaspar, mientras pensaba que por el momento dejaría suelto el cabo del parecido físico entre el propio Doctor, su hija y esa suerte de apari- ción llamada Annie. Y ello por una cuestión de mera prudencia. –Y digo, sin pretender que vayamos a de- jar de lado la debida concentración en aras de la ca- cería, ¿podría informarme algo acerca de la etiología que corresponde al síndrome ése que usted mencio- na? -Es un poco largo, y realmente dificultoso para un lego como el que le he dicho que soy. Pero lo inten- taré. Vea, para ello, debería hacer un poco de histo- ria. -Adelante, cuantos más detalles me dé, tanto mejor. -Siendo así... sinceramente, no vaya a pensar ni por un momento que comparto las disparatadas hipótesis que puedan inferirse, más o menos directamente, de mi relato. Trataré de interpretar, de algún modo, lo que piensan o creen los afectados. -Pero claro, Doctor, lo entiendo perfectamente, y eso me ayudará mucho, créame. 60
  • 61. Los fuegos de San Juan -En cierto modo me estoy previniendo, dado que se trata de cuestiones tan extravagantes y supersticio- nes tan patéticas que me avergonzaría sobremanera que usted... -No se preocupe, ya tomé nota de ello. -En ese caso... todo parece haber arrancado con la llegada, hace ya unos veinte años, de un barco. En realidad, no es que llegó, sino que encalló aquí, en estas costas. -Encalló un barco aquí, qué extraño. -Sí, pero eso no es lo más extraño. -Seguramente. Disculpe. -No, está bien. Fue una noche de niebla muy espesa. -Oh. -Claro, como la que dice usted que hubo anoche. Pero no se va a sugestionar, ¿no? -No, mire, sus previsiones parecen contar más para mí que para usted, por lo visto –observó Gaspar, y ambos rieron, aunque en el ánimo del joven algo, si- nestésicamente, se nubló. –Continúe, por favor. No me haga caso. -Bueno, al día siguiente, unos muchachos del pueblo fueron de madrugada a pescar, y vieron el mástil, mar adentro. Debido a los palos, y a los velámenes rotos, advirtieron que era una nave de vela. Como el invierno estaba a punto de comenzar, la mañana era muy fría, así que desistieron de ingresar al agua a a- veriguar si había llegado alguien en él. Sin embargo, se comunicaron con el pueblo y dieron la nueva. Al poco rato, vio cómo suceden las cosas en los sitios en donde nada sucede, la playa estaba llena de gente. 61
  • 62. Gabriel Cebrián Era tal el pisadero que cuando alguien observó que los náufragos, en todo caso, debían haber dejado huellas en la arena, ya era absolutamente imposible discernir nada. Entraron con lanchas, y volvieron desconcertados. Dijeron que se trataba de una espe- cie de galeón, pero aquellos individuos no eran ave- zados en temas navieros, y mucho menos en térmi- nos históricos. Lo que sí parecía ser incontrovertible, era su antigüedad. -Mire usted, una especie de barco fantasma. -Claro que eso fue exactamente lo que dijeron. Y tal suposición fue abonada fuertemente por la circuns- tancia que, apenas unos minutos después de que los hombres de las lanchas volvieran, y justo momentos antes que arribara el fotógrafo del diario, la cosa a- quella, haya sido lo que haya sido, había desapareci- do bajo las aguas y nunca más volvió a ser vista. -Es realmente una historia muy extraña, pero no me parece tan impactante como para provocar una se- cuela psicológica semejante. -Es que aún no he terminado. -Disculpe que lo haya interrumpido. -No, en todo caso, viene bien para intercalar lo que puede parecer una digresión, pero que en realidad es una aclaración necesaria. Cañada del Silencio es un bonito pueblo, tiene estos campos, está cerca del mar, la tierra es buena; y la gente también lo es, solo que es muy dada a las fantasías y a las supesticiones. Ello al grado que cíclicamente hacen su aparición seres fantásticos como “la Llorona”, o “el Lobizón”, o el mismo legendario Basilisco. Hay montones de 62
  • 63. Los fuegos de San Juan personas, algunas que normalmente parecen decha- dos de ecuanimidad y sentido común, diciendo que han oído a una o visto a los otros. Es cierto que cuando se pone de moda la Llorona, por ejemplo, yo también la oigo, pero no me cabe duda que es algún gracioso que se entretiene a costa de la credulidad a- jena. La cuestión que a partir de aquel suceso no fal- taron personas que decían haber visto entre la niebla la figura de un marino que respondía a estereotipos antiguos, con aires de bucanero, o algo así, divagan- do enloquecido, e incluso arrojando mandobles a diestra y siniestra con su sable a enemigos invisibles. -Parece parte del folklore propio de la zona, esto también, ¿no es verdad? -Sí, y si me pregunta a mí, estoy seguro que es así. Pero la cuestión es que cuando había pasado alrede- dor de un año, y ya el número de presuntos avistajes del sujeto aquél crecía de modo llamativo, sucedió que algunas personas comenzaron a decir que se les aparecía en sueños; y aún más, que hablaban con él en medio de la niebla, aún en vigilia. A todas luces, un fenómeno de sugestión que parecía comenzar a provocar alucinaciones colectivas. -No es difícil generar una psicosis cuando las condi- ciones internas y externas reciben tanto estímulo. -Claro que sí, usted me reafirma en mi convicción de que he efectuado el análisis correcto, ¿ve? -Me agradaría saber qué dijeron las personas que dicen haber hablado con el fantasma. -Eso resulta curioso, eso precisamente era lo que iba a decirle. Que los testimonios son contestes en cuan- 63
  • 64. Gabriel Cebrián to a los mensajes recibidos. Dicen que hablaba una y otra vez las mismas cosas. -¿Qué clase de cosas? -Que no les fuera a pasar lo mismo que a él, que la maldición de San Juan los obligaría a recalar siem- pre en los mismos puertos. O que el infierno es la reiteración de las mismas situaciones, y que el mis- mo demonio habla en círculos. -Que el demonio habla en círculos... -Eso decían que les dijo. A mí, qué quiere que le di- ga, me parece una versión oligofrénica de la balada del viejo marinero, de Coleridge, no sé si la leyó... -Sí, la leí, y sabe qué, parece usted tener razón –con- cedió Gaspar, sonriendo; aunque a pesar de la refe- rencia poética, centraba su atención en el palmario componente lingüístico que traslucía en el aún inci- piente esbozo de la sintomatología. -No sabría decirle a ciencia cierta el grado de razón que me asiste. Pero lo que ocurrió a continuación fue que las personas que decían haberlo visto, o no, me- jor debería decir las que lo oyeron, o que dicen ha- berlo oído, se pusieron medio obsesivas con el tema de la reiteración. -Sí, pero eso es casi una contradicción en los térmi- nos, fíjese. La obsesión, sin ir mas lejos, es esencial- mente reiterativa. -Bueno, no lo había visto de ese modo, pero ahora que lo dice... -Ya conocía esa cuestión. Es decir, eso es lo que me remarcó precisamente la pequeña Annie anoche. 64
  • 65. Los fuegos de San Juan -Sí, ella es la que manifiesta haberlo visto con más frecuencia. -Y también, según parece, Magdalena lo ha visto. El Doctor Sanjuán se quedó viéndolo unos momen- tos. Luego asintió. Gaspar entonces explicó: -Me llamó la atención -como ya le dije recién,- du- rante el almuerzo, que ella formulara una observa- ción respecto de una repetición en el diálogo. Y ade- más que usted reaccionara, aún sin palabras, ante u- na objeción que hubiese resultado casual y entera- mente inocente, y que habría pasado absolutamente inadvertida para mí de no haberme topado antes con la niñita, como también le comenté. Aunque debo estar repitiéndome. -¡No empiece usted! –Exclamó Sanjuán, y profirió unas risas. -Lo dicho. Es usted un eminente psicólo- go. Sí, Magdalena dice que el individuo ése se con- tacta con ella en sus sueños. -Es una forma de elaboración de las fantasías, según lo que podría parecer a primera vista, sin algunas se- siones que lo verifiquen. -¿Usted estaría de acuerdo en atenderla? -Hombre, es mi función, ¿verdad? Mucho más si us- ted me lo pide, con todas las consideraciones que ha mostrado hacia mi persona. Claro que ella debe estar de acuerdo, también. -Mire, Gaspar, cualquier cosa que sea novedosa la encararía sin dudar un instante. -Pero en honor a la verdad, Doctor, hay algunas co- sas que sucedieron anoche que no me cierran. 65
  • 66. Gabriel Cebrián -¿Respecto de la pequeña Annie? -Sí. -Ella me acompañó hasta casa, y me dio no sé qué dejarla sola allí, en la noche, con esa niebla, así que la invité a pasar y le ofrecí el sillón del living para que duerma. -Ahá. -Luego cerré todo, y me fui a dormir a mi vez. La cosa es que a la mañana siguiente, no estaba. Las lla- ves quedaron en el bolsillo de mi pantalón, y no hay modo que las haya tomado de allí sin que yo me des- pertara. Tengo el sueño muy liviano, ¿sabe? -Seguramente hay muchos modos de salir de allí, so- bre todo para una pilluela de su calibre. -Así, pues hombre, si hay tantos modos de salir, de- be haber otros tantos para entrar, cosa que no me re- sulta tranquilizadora. -Bueno, he dicho que para una diablilla ágil, peque- ña y despierta como Annie. De todos modos, no se preocupe. No se registran casos de delito, casi, en Cañada del Silencio. Nadie va a entrar subrepticia- mente a su casa, créame. Tal vez solamente la pe- queña, cosa que igual, no creo que vaya a hacer. Pro- bablemente nada más lo haya hecho para inquietarlo, para jugar esas bromas que le decía. -Sí, pero eso no es todo. Cuando llegué a la casa por primera vez, observé una cajuela con llave que era parte del mueble biblioteca del estudio. Obviamente, llamó mi atención. Comprobé que se hallaba cerra- da. -¿Con llave? 66
  • 67. Los fuegos de San Juan -Sí. Pero mientras me estaba asegurando que la niña esa no se hubiera escondido en algún lugar de la ca- sa, advertí que la portezuela ahora estaba abierta, colgando de las bisagras. Mientras contaba esto, una detonación casi lo para- lizó. Unos veinte metros al frente, un ave pequeña y parduzca daba unos saltos agónicos, para luego que- dar inerte sobre el pasto. IX Llenó la copa del añejísimo brandy que el Doctor Sanjuán le había regalado luego de la cena. Lo pro- bó, y aún a pesar que no era una persona avezada ni mucho menos en virtudes sibaríticas, o al menos en las que hacen a un medianamente buen catador, pu- do advertir la nobleza y antigüedad de aquellas ce- pas. No tenía televisor, ni radio, ni más libro que a- quél que lo había acompañado durante el viaje. So- los él y la noche pueblerina. A pesar del frío, decidió salir a beberla en el fondo. Mientras miraba la bóveda celeste, estrellada como no recordaba haberla visto, pensó en aquel extraño día que había pasado, prácticamente en su totalidad, con el Doctor. Muy poco había agregado a su juicio después que hubo cobrado la primera pieza. A partir de allí, las perdices habían aparecido en gran núme- 67
  • 68. Gabriel Cebrián ro, y hasta él mismo tuvo que vencer el tabú de sen- tirse un asesino y gatillar en dirección a las aves. Él mismo había derribado dos o tres, ya que a una le dispararon en forma simultánea, de modo que no se pudo saber cuál de los dos le había dado. En cambio, su nuevo amigo había atrapado más de diez, las que iba recogiendo y guardando en una bolsa que pendía de su cinturón. Comentó que Haydée haría un exqui- sito escabeche con ellas, y además observó que era muy cuidadosa para extirpar los perdigones, dado que, caso contrario, podían ocasionar sorpresas muy desagradables a la dentadura de los comensales. Durante la cena, Magdalena se había mostrado ca- llada y como taciturna. Solo pudo percibir algo de entusiasmo en ella cuando su padre le anunció que al día siguiente, hacia las cinco de la tarde, Gaspar la recibiría para su primera sesión de análisis. El Doc- tor, en cambio, había hablado casi todo el tiempo de las virtudes del joven, en la cacería, en los concep- tos, en su calidad profesional, etc. etc. etc. No solo había logrado ponerlo incómodo, sino que hasta ha- bía comenzado a sospechar que algo debía haber de- trás de toda esa lisonja excesiva. Y de la cuantiosa paga, y de su actitud obsequiosa. Encima de todo a- quello, el contexto algo tenebroso ya de Cañada del Silencio y sus folklores de bucaneros fantasmas conspiraban también para arrojarlo a un cuadro de sensibilidad alerta, casi alarmada. El brandy estaba bueno, sí señor. No acostumbraba fumar mucho, pero la ocasión parecía ameritar un buen cigarrillo. No más había accionado el encende- 68
  • 69. Los fuegos de San Juan dor cuando una serie de pequeñas luces titilaron so- bre la boca del aljibe. No podían ser otra cosa que luciérnagas, pero la sincronicidad con que había o- currido lo dejó pasmado. Pasado un poco el estupor, pensó que mal podían ser luciérnagas en una noche tan fría, pero se tranquilizó diciéndose que quizá por allí las cosas fueran distintas, o que tal vez no hubie- ra sido otra cosa que una ilusión óptica producto de su imaginación exacerbada por tantas cuestiones nuevas y singulares. Se quedó mirando un buen rato, pero el fenómeno, si es que había existido, no se re- pitió. Al cabo de unos minutos, había acabado el ci- garrillo y la tibieza del brandy lo había devuelto a su estado emocional corriente. De pronto, y a pesar de la clara noche de fase lunar creciente, la niebla comenzó a levantarse otra vez. Había decidido entrar de nuevo en la casa cuando desde atrás, sin ningún aviso o ruido previo, la pe- queña Annie le dijo Hola, provocándole un sobresal- to tal que dejó estrellar la copa, casi vacía, contra el piso de ladrillo. Se volvió hacia ella impelido por el propio movimiento instintivo de defensa, que le ha- cía al propio tiempo manifestar atávicas funciones involuntarias como el escalofrío a lo largo de su es- pina dorsal. Se quedó viéndola con cierto aire de fu- ria. Ella sonreía, parecía gozar del terrible susto que acababa de propinarle. -Nunca vuelvas a hacer eso, ¿me oyes? -¿Qué nunca vuelva a hacer qué? -Aparecerte así, subrepticiamente, dentro de mi casa. -No estoy dentro de tu casa. 69
  • 70. Gabriel Cebrián -Olvídalo, sabes a lo que me refiero. No vuelvas a hacerlo, ¿me oyes? –Trató de reconvenirla severa- mente, mas halló como respuesta una mirada que, sin decir palabra alguna, de algún modo le observaba que estaba incurriendo en una reiteración. -¿Qué diablos es lo que estás haciendo aquí? ¿Acaso es la niebla la que te trae? -Si la niebla te trae, no importa gran cosa. Lo que sí debería importarte es tratar de que la niebla no te lle- ve. -No empieces con las frases crípticas. Recién te co- nozco y ya me estás cansando, ¿sabes? -¿A qué llamas frases crípticas? -A esas cosas que afirmas pretendiendo que tienen sentido cuando no tienen pies ni cabeza. -Ah, pero sí tienen sentido. Pasa que aún no lo ha- llas. Pero es cuestión de tiempo. Y fundamentalmen- te, de que llegues a aprender a pensar que las cosas no siempre se ajustan a tus criterios. -Oye, no necesito clases de una niña freak que juega a asustar turistas haciéndose la misteriosa. -Ya te he dicho que no soy una niña. -Bueno, yo voy adentro, ¿quieres pasar? –le dijo, con la real intención de someterla a un interrogatorio exhaustivo y descubrir realmente qué había pasado la noche anterior, quién era verdaderamente y qué quería. -Está bien, si no te incomoda. -Me incomoda que andes husmeando y apareciendo de golpe donde no debes. 70
  • 71. Los fuegos de San Juan -Estás un poco agresivo, conmigo. Que yo recuerde, no te he hecho nada. Solamente te acompañé hasta aquí cuando andabas algo perdido en la niebla. -Tienes razón, discúlpame –concedió, mas no obs- tante continuó en la misma vena. -¿Y? ¿Vienes o te quedas allí? Entraron a la cocina. Gaspar puso el agua para el ca- fé –Ya su alacena estaba atestada de provisiones que esa misma tarde, mientras cazaban, Haydée había al- macenado- y se sirvió más brandy en otra copa. -Bebes como mi padre. -¿Acaso tienes uno? -Tú sabes la respuesta. -Según tú, yo sé todas las respuestas. Mirá, quiero que hablemos como amigos, ¿vale? -No me tomaría la molestia de hablar contigo si no considerara que lo necesitas, ¿sabes? No estoy aquí porque no tenga nada que hacer, ni mucho menos. Y olvida la peregrina idea de que soy una fantasiosa a la que le gusta asustar turistas. ¿Acaso quieres que te asuste a tí? -No, no quiero. Quiero que seas sincera conmigo y dejes de comportarte de manera extraña. -Oye, desde mi punto de vista, quien se comporta en forma extraña eres tú. ¿Qué has aprendido en la Uni- versidad? ¿Qué eres el paradigma de la realidad y el juez absoluto de los juicios verdaderos? -No, precisamente todo lo contrario, supongo que he aprendido a ver las cosas desde varios enfoques. 71
  • 72. Gabriel Cebrián -Entonces deja de tratarme como a un párvulo al que lo están reconviniendo todo el tiempo debido a su in- experiencia y su insensatez. Ayer estabas perdido en la niebla, y te aseguro que ésa es una situación muy poco recomendable para un individuo que, como es tu caso, no maneja los códigos de tal experiencia; y conste que no me estoy refiriendo al mero fenómeno climático, sino a lo que realmente es esa niebla. -¿Y qué es lo que verdaderamente es, esa niebla? -Ojalá lo supiera. -¿De qué hablas, entonces? -Bueno, mi ventaja sobre ti es que, si bien no sé lo que es, sé, positivamente, que no se trata de una nie- bla y nada más. -¿Y cómo sabes eso? -Porque me ha llevado. -¿Adónde? -No lo sé. Nada allá es como aquí. Sé que yo tampo- co era así, antes de eso. -¿Cómo dices? -Tú eres el profesional, aquí. ¿Acaso hablo como u- na niña? ¿Qué clase de preguntas haces? Hasta que no caigas en la cuenta que no se trata de un estúpido psicoanálisis de ésos que tan bien tienes conocidos en teoría, no avanzaremos un ápice, créeme, y la nie- bla ahí afuera nos devorará, y esta vez quizá no pue- da engañarla. Gaspar se incorporó como para terminar de preparar el café y servirlo, aunque en realidad lo hizo para ga- nar unos segundos durante los cuales tratar de clari- 72
  • 73. Los fuegos de San Juan ficar un poco lo que estaba sucediendo. Por una par- te, sentía que era imperioso romper algunos de sus códigos y estructuras racionales para poder interpre- tar lo que la persona aquella, niña o lo que fuere, tra- taba de transmitirle. Pero por otro temía profunda- mente la peligrosidad que tal maniobra podía conlle- var en referencia a su propia estabilidad psíquica. Sirvió las tazas y se sentó frente a Annie. Tuvo la certeza que ella sabía qué era lo que él estaba pen- sando. Decidió esperar a que la supuesta niña dijese lo que tenía que decir. No tuvo que esperar demasia- do. -Dicen que el Cristo fue tentado por el demonio, en el desierto. -Así dicen. -Pero él se resistió, y fue capaz de rechazar las gran- diosidades ofrecidas. -Ahá. ¿Y? ¿Qué tiene que ver con lo que estábamos hablando? -Dímelo tú. -¿Acaso piensas que el Doctor Sanjuán es el demo- nio? -Te olvidas de incluir a Eva en la pregunta –le res- pondió entre risas, y añadió: -No, no creo que sea el demonio. Pero tal vez algún día participe de él. -¿A qué te refieres? -Ése amigo tuyo es un individuo muy oscuro y peli- groso. -Tal vez estés dicendo eso solo porque él conoce tus trucos. 73
  • 74. Gabriel Cebrián -No soy tan estúpida como tu crees. Sé muy bien por qué lo digo. A ver, dime, por ejemplo, ¿cuánto tiem- po crees que hace que él está por aquí? -No lo sé. No hablamos de eso. Creí que era nativo de por aquí. -Pues no. Llegó tan solo unos cuantos días antes que el misterioso galeón, ése del que estuvieron hablan- do hoy mismo. -¿Cómo sabes eso? -Me lo contaron las perdices –dijo, y volvió a reír. -No me divierten tus juegos. -No estoy jugando. -Me gustaría saber cómo hiciste para salir de aquí, a- noche. -A mí también, puedes creerme. -Es muy difícil hablar contigo. -Lo sé. Pero no lo hago adrede. -Tampoco sabes cómo abriste la cajuela de la biblio- teca, ni lo que había en su interior, seguramente. -No he sido yo quien hizo eso. -Eres la única que ha estado aquí. -No estés tan seguro de eso. -Ves, estoy inclinándome a pensar que es cierto que te gusta alarmar a las personas. -Hace apenas poco más de veinticuatro horas que es- tás aquí, en Cañada del Silencio. Pronto tendrás mu- chas oportunidades de decidir si lo que estoy hacien- do es jugar con tus emociones o alertándote acerca de cosas que muy bien podrían sucederte si no abres los ojos, y sobre todo, la mente. Ves, me obligas a repetirme –observó finalmente, mientras echaba una 74