1. Reflexión
Reflexión
Páginas 230. Junio, 2013.
30
Evangelizar en la ciudad
Pequeñas reflexiones
Andrés Gallego
Plantearse la cuestión de la evangelización en la ciudad no representa
en realidad ninguna novedad. Es suficientemente conocido que la pri-
mera evangelización fue fundamentalmente urbana y que las prime-
ras comunidades fueron surgiendo en distintas ciudades importantes
de la época. Las cartas de Pablo a los romanos, corintios, gálatas, efe-
sios, filipenses, colosenses, tesalonicenses son buena prueba de ello.
Sin embargo, existe una distancia abismal entre las ciudades de las
primeras comunidades y las de hoy, como también hoy entre unas
ciudades y otras. Existen todavía las ciudades en que las relaciones
personales son cercanas y basta salir a caminar por la plaza mayor
o la calle principal para poder saludar y conversar con personas ami-
gas, vecinas o conocidas, ciudades que poco o nada tienen que ver
con lo que hoy llamamos grandes urbes, en las que el anonimato y,
frecuentemente, la más profunda soledad son moneda corriente.
El documento final de la V Conferencia del Episcopado Latinoameri-
cano y del Caribe, celebrada en Aparecida en mayo del 2007, dedica
varios números (509-519) al tema de la pastoral urbana y toma debi-
da cuenta de la enorme complejidad y gran desafío que supone hoy
la tarea de evangelizar la ciudad. Las diferencias –frecuentemente
convertidas en oposiciones– entre la variedad de actores que en ella
habitan y en las situaciones que ellos viven no son uno de los meno-
res retos:
* Publicado en Misiones Extranjeras, 253 (2013), 209-215.
2. 31
“En la ciudad conviven diferentes categorías sociales, tales
como las élites económicas, sociales y políticas; la clase me-
dia con sus diferentes niveles y la gran multitud de los pobres.
En ella coexisten binomios que la desafían cotidianamente:
tradición-modernidad, globalidad-particularidad, inclusión-ex-
clusión, personalización-despersonalización, lenguaje secular-
lenguaje religioso, homogeneidad-pluralidad, cultura urbana-
pluriculturalismo” (512).
A lo que podríamos añadir los duros contrastes existentes al interior
mismo de las grandes ciudades: no sólo diferentes culturas, sino
también diferentes etnias, diferentes lenguas y nacionalidades, unas
asentadas en exclusivas zonas residenciales y otras en barrios cons-
truidos a partir de invasiones y a menudo tugurizados. Por supues-
to, estas diferencias no se viven fácilmente en armonía, más bien lo
contrario; surgen viejas y nuevas contradicciones como racismo, dis-
criminación cultural, económica, étnica, sexual… Lo cual debe supo-
ner respuestas pastorales adecuadas a las diferentes realidades. La
parroquia, sin duda, es una de las instituciones más importantes –y
aún actuales– de la pastoral urbana, pero, decididamente, no puede
ser la única. El surgimiento de las comunidades eclesiales de base en
los años sesenta fue –y sigue siendo– una respuesta evangelizadora
que permite proponer una experiencia comunitaria y eclesial a varios
de estos sectores, y hacer entender que el seguimiento de Jesús y la
práctica cristiana son en realidad una “buena noticia”.
Mirar para ver
“Jesús se sentó frente al arca del tesoro y miraba cómo echaba
la gente monedas en el arca del tesoro: mucho ricos echaban
mucho. Llegó también una viuda pobre y echó dos moneditas, o
sea, una cuarta parte del as. Entonces, llamando a sus discípu-
los, les dijo: ‘Os digo de verdad que esta viuda pobre ha echado
más que todos los que echan en el arca del tesoro. Pues todos
han echado de lo que les sobraba, ésta, en cambio, ha echa-
do de lo que necesitaba, todo cuanto poseía, todo lo que tenía
para vivir’” (Mc 12,41-44).
En este pasaje del evangelio de Marcos, Jesús aprovecha la limosna
de la viuda para ofrecer una enseñanza a sus discípulos: la donación
total de la viuda era lo que Jesús hubiera querido para sus seguidores.
Pero no es eso precisamente lo que me interesa resaltar ahora. Hay
un detalle en el texto que suele pasar desapercibido: “Jesús se sentó
frente al arca del tesoro”, es decir, en un lugar donde se podía ver con
precisión quién y cuánto echaban en el arca. Esta es una actitud que
3. 32
me parece fundamental: saber colocarse en el lugar preciso para ver
la realidad.
En mis dos experiencias de trabajo parroquial (Juliaca, diócesis de
Puno, en Perú: 1975-1982 y Lima: 1996-2009), he dedicado un tiem-
po considerable a mirar. Mirar las familias que el sábado en la ma-
ñana hacen la compra en el mercado de abastos; mirar a los jóvenes
que, posiblemente sin trabajo, no tienen mejor tarea que conversar en
las esquinas; mirar las caras de las personas que entre el atardecer
y la noche regresan cansados del trabajo; mirar los niños y jóvenes
que, cargados con pesadas mochilas, caminan en las mañanas hacia
el colegio, pero mirar también otros niños y otros jóvenes que –a esa
misma hora– patean despreocupados una pelota en el canchón de
la esquina; o a esos otros que, aprovechando la distracción de quien
espera el bus, le quitan la cartera o el teléfono celular; mirar tam-
bién cuando, por atender un enfermo, se te permite entrar a rincones
de la casa que el pudor de la pobreza frecuentemente oculta; mirar
también, de frente y a los ojos, a todas esas personas que acuden al
despacho parroquial en busca de un consejo o de unas palabras de
consuelo. Mons. Angelelli1
lo solía decir de otro modo: “Tener siempre
un oído pegado a Dios y otro oído pegado al pueblo”.
En la gran ciudad la realidad es cambiante. Hay que estar al día en los
cambios de la política y la economía, de las vicisitudes locales y de los
acontecimientos internacionales, cómo afecta todo ello la vida con-
creta del pueblo y de los pobres. Conocer la realidad, la situación en
que vive la gente, “sus gozos y esperanzas, las tristezas y angustias”,
como nos dice el comienzo de la Gaudium et spes, se convierte en
algo absolutamente necesario para el misionero o el agente pastoral.
También lo había sido para Jesús, por eso nos dice que él conoce sus
ovejas y sus ovejas lo conocen a él (cf. Jn 10,14-15). Y parece que
algo de esto es lo que nos quería decir el papa Francisco cuando en
su homilía del jueves santo pasado decía que los curas debían “oler
a oveja”.
La misión que nos encomienda la Iglesia y a la que nos invita el mis-
mo Jesús en el evangelio (cf. Mc 16,16; Mt 28,19-20; Lc 24,47-49)
es ser testigos de la vida y el mensaje de Jesús. Esto es posible reali-
zarlo de muchos modos, algunos nuevos, como los medios de comu-
nicación, otros más consagrados por la práctica y la historia, como la
catequesis, pero todos estos no podrán sustituir nunca la invitación,
el llamado personal. Como diremos más adelante, en una situación
tradicional, propia del mundo rural, la religión y los valores se viven
1 Obispo argentino de la diócesis de La Rioja, asesinado por la dictadura militar en 1976.
4. 33
colectivamente, no exigen necesariamente una opción personal. En la
ciudad, sin embargo, las opciones son personales. Todo esto exige del
pastor y de la comunidad un acompañamiento personal y un conoci-
miento de la realidad en que se vive. El contacto personal se vuelve
indispensable. La transmisión del evangelio debe hacerse también de
persona a persona, como lo hizo Jesús con Andrés y el otro discípulo,
con Nicodemo, Zaqueo, la Samaritana, Simón el fariseo y tantos otros.
Exige también, lo diremos más tarde, una formación teológica y espiri-
tual que permita a los miembros de la comunidad, como decía Pedro,
“dar razón de nuestra esperanza” (1Pe 3,15).
Migración y crisis de fe: de un Dios de la
naturaleza a un Dios personal
Una realidad muy común en la periferia de las grandes ciudades de
América Latina es que ésta esté mayoritariamente poblada por perso-
nas que provienen del ámbito rural. Su cosmovisión es muy diferente
a la del mundo urbano. Para estas personas, el día comienza con
la salida del sol y acaba con el ocaso. El tiempo está fuertemente
marcado por una dimensión cíclica y lo que importa es el tiempo de
lluvias y el tiempo de sequía. Sus vidas dependen de los frutos de la
tierra y éstos de la regularidad de la meteorología. Su cosmovisión
es eminentemente religiosa y su concepción de Dios es la de un Dios
creador de quien todo depende: la vida y la muerte, la salud y la enfer-
medad, la claridad del día y la oscuridad de la noche. Su religiosidad
está fuertemente expresada en su cultura y se vive en común con
todos los habitantes de la región. Lo más común es que todos crean
de la misma manera.
Cuando estas personas llegan a la gran ciudad, su vida sufre una gran
transformación. Cambia su relación con el entorno y su relación con la
realidad, cambia la conciencia de sus límites y posibilidades. Sufren
también el impacto cultural de la ciencia y de la técnica, absorbidas,
casi sin darse cuenta, con los mismos usos e instrumentos de la vida
cotidiana de la ciudad.
En todo este proceso de cambios, su fe, su manera de expresarla re-
ligiosamente, entrará en una profunda crisis. Posiblemente ellas mis-
mas no tomen conciencia de ello, pero su manera de entender a Dios
y de relacionarse con Él ya no será posible en el ámbito de la gran ciu-
dad. Es más, si antes su religiosidad era una y era vivida y compartida
colectivamente, ahora se encuentra que en la ciudad hay una enorme
variedad de posibilidades, desde la parroquia católica a una multitud
de grupos cristianos evangélicos, y todo esto unido a una gran indife-
5. 34
rencia religiosa. El desarraigo religioso se une así también al desarrai-
go social y cultural y, frecuentemente, a una profunda soledad.
Todo lo anterior debe ser muy tenido en cuenta por el misionero o
agente pastoral urbano.
La experiencia de comunidad
El surgimiento a partir de los años sesenta de las comunidades cris-
tianas de base no era ajeno a lo anteriormente descrito, es más, estas
comunidades favorecían –y favorecen– una acogida personal y una
progresiva formación religiosa. Estas comunidades facilitaban tam-
bién el paso de una fe en un Dios de la naturaleza a un Dios más
personal, cuya fe se vive en un mundo secularizado.
La experiencia de vida cristiana, el llamado al seguimiento de Jesús,
hay que vivirlos indefectiblemente en comunidad. Es ahí donde úni-
camente se puede rezar de la misma manera que lo hacía Jesús y
decir “Padre nuestro”, lo que resume, a fin de cuentas, toda la misión
de Jesús: anunciarnos un reino donde todos somos hermanos y her-
manas y donde Dios es reconocido explícitamente como Padre. La
comunidad se convierte así en testimonio de filiación y fraternidad:
lugar de acción de gracias y de compromiso, responsabilidad por la
vida de los demás, de los de dentro y de los de fuera, porque nuestra
fe es en un Dios que es Padre y padre todos y todas. La comunidad
es así también lugar de envío y misión. La comunidad envía y el envío
construye comunidad. Nos lo recuerda también el documento de Apa-
recida cuando nos dice que “todos los miembros de la comunidad (…)
son responsables de la evangelización de los hombres y mujeres en
cada ambiente. El Espíritu Santo, que actúa en Jesucristo, es también
enviado a todos en cuanto miembros de la comunidad, porque su ac-
ción no se limita sólo al ámbito individual, sino que abre siempre a las
comunidades a la tarea misionera, así como ocurrió en Pentecostés”
(Aparecida, 171).
“Todos los miembros de la comunidad son responsables de la evan-
gelización”, y evangelizar no es otra cosa –ese es el profundo sentido
de la palabra evangelio– que anunciar la Buena Nueva. En el evange-
lio de Lucas (4,18) es el mismo Jesús quien dice que él ha venido a
anunciar la Buena Noticia, y anunciarla de una manera preferente a
los pobres.
Se podrá afirmar, sin duda, que lo dicho hasta aquí sobre la comu-
nidad puede tener un valor universal, con lo cual estoy de acuerdo.
Pero es importante no perder de vista que en las ciudades, y más
todavía en las grandes urbes, el anonimato que las caracteriza hace
6. 35
especialmente necesarios los espacios de fraternidad y amistad, y la
comunidad responde a ello libre y gratuitamente.
Evangelización, mundo de los pobres y desarrollo
humano
En la pastoral y la reflexión teológica de América Latina, ya antes, pero
sobre todo después de la II Conferencia General del Episcopado Lati-
noamericano, celebrada en Medellín en 1968, los pobres han jugado
un papel central.La Iglesia latinoamericana tomó conciencia en Me-
dellín de lo que había sido una de las grandes intuiciones de Juan
XXIII en la convocatoria del concilio Vaticano II: “La Iglesia se presenta
como es y quiere ser, la Iglesia de todos, pero especialmente la Iglesia
de los pobres”. Más tarde, la III Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano, celebrada en Puebla (México) en 1979, nos habló
de “opción preferencial por los pobres” (cf. Puebla 382 y varios otros
números más), pero intentando hablar de pobres concretos. Lo hace
en un hermosísimo texto sobre los “rostros” de los pobres que, a pe-
sar de su extensión, creo que merece la pena citar, aunque sólo sean
algunos extractos:
“La situación de extrema pobreza generalizada adquiere en la
vida real rostros muy concretos en los que deberíamos recono-
cer los rasgos sufrientes de Cristo, el Señor, que nos cuestiona
e interpela: rostros de niños, golpeados por la pobreza antes de
nacer (…); rostros de jóvenes, desorientados por no encontrar
su lugar en la sociedad (…); rostros de indígenas y con frecuen-
cia de afroamericanos que, viviendo marginados y en situacio-
nes inhumanas (…); rostros de campesinos, que como grupo
social viven relegados (…); rostros de obreros frecuentemente
malretribuidos (…); rostros de subempleados y desempleados,
despedidos por las exigencias de crisis económicas (…); rostros
de marginados y hacinados urbanos (…); rostros de ancianos,
cada día más numerosos, frecuentemente marginados de la
sociedad (…)” (Puebla, 31-39).
Posteriormente, la Conferencia de Santo Domingo retomó esta tradi-
ción y añadió nuevos “rostros”:
“Los rostros desfigurados por el hambre, consecuencia de la in-
flación, de la deuda externa y de injusticias sociales; los rostros
desilusionados por los políticos, que prometen pero no cum-
plen; los rostros humillados a causa de su propia cultura, que
no es respetada y es incluso despreciada; los rostros aterroriza-
dos por la violencia diaria e indiscriminada; los rostros angus-
7. 36
tiados de los menores abandonados que caminan por nuestras
calles y duermen bajo nuestros puentes; los rostros sufridos
de las mujeres humilladas y postergadas; los rostros cansados
de los migrantes, que no encuentran digna acogida; los rostros
envejecidos por el tiempo y el trabajo de los que no tienen lo
mínimo para sobrevivir dignamente” (Santo Domingo, 178).
Y algo semejante hará más tarde la Conferencia de Aparecida (2007)
cuando hable de “migrantes, enfermos, adictos dependientes, deteni-
dos en cárceles…” (cf. Aparecida, 411-427).
La Iglesia, y por tanto la comunidad cristiana, tiene una responsabili-
dad especial en anunciar el evangelio a todos, pero preferentemente
a los pobres, y tiene también la responsabilidad de decirles –habrá
que pensar con qué lenguaje– que Dios los ama preferente y gratuita-
mente y que son sus hijos.
El pensamiento teológico de las últimas décadas, así como distintos
textos del magisterio (la Conferencia de Medellín, el sínodo romano
de 1971, la Evangeliinuntiandide Pablo VI, diversas intervenciones de
Juan Pablo II) han insistido en la relación entre evangelización y pro-
moción de la justicia. Puede percibirse en estos textos una orientación
cada vez más global y unitaria de estos dos aspectos. Así lo afirmó
también Benedicto XVI en el discurso inaugural (n. 3) de la Conferen-
cia de Aparecida:
“En este esfuerzo por conocer el mensaje de Cristo y hacerlo
guía de la propia vida, hay que recordar que la evangelización
ha ido unida siempre a la promoción humanay a la auténtica
liberación cristiana”.