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LA TENTACIÓN DEL JEQUE
ALEXANDRA SELLERS
Sheikh’s Temptation – 13.09.00
Capítulo Uno
El invierno estaba asestando el último golpe a las montañas. Un fuerte viento había
empezado a soplar después del almuerzo y, una hora más tarde, el cielo se había llenado
de nubes.
Con botas, anorak y pantalones vaqueros, Lana Holding tiritaba de frío apoyada en la
puerta del jeep, mientras observaba a Arash cambiar una rueda, con la rodilla izquierda
doblada y la pierna derecha estirada penosamente a un lado.
Podría haberlo ayudado pero cuando, en su habitual tono autoritario, él le había dicho
que no se molestase, no había, querido insistir. Estaba decidida a disfrutar de aquel viaje
por las hermosísimas montañas Koh-i Shir a pesar de su presencia.
-Nada -suspiró, guardando el walkie-talkie que solo ofrecía un sonido estático.
-Probablemente seguirán en Seebi-Ku-chek -dijo Arash, mientras terminaba de cambiar
la rueda-. Y el walkie no sirve de nada en las montañas.
Seebi-Kuchek era el pueblo en el que habían pasado la noche. El convoy que había
salido del palacio de la capital de Parvan el día anterior consistía en dos jeeps. En uno
de ellos iban Lana y Arash y en el otro, dos de sus hombres, guardaespaldas, escoltas o
como quisiera llamarlos. Aunque había empezado a pensar que su papel consistía en que
Arash y ella nunca se quedasen solos.
Si era así, no la importaba. Lana no quería quedarse a solas con Arash. No quería estar
con él en absoluto, pero estaba impaciente por llegar a las montañas. Aquella mañana,
cuando el jeep de los guardaespaldas había tenido problemas mecánicos, había sido
Lana quien sugirió seguir el viaje sin ellos.
-Se reunirán con nosotros a la hora del almuerzo. Quiero llegar a las montañas antes de
que empiece a nevar -había insistido, observando el magnífico pico del monte Shir.
Arash había aceptado sin decir una palabra. Después de comer, a pesar de que los
escoltas no se habían reunido con ellos, habían vuelto a ponerse en marcha pero, una
hora más tarde, se había pinchado una de las ruedas delanteras y habían tenido que parar
para cambiarla. Lana sabía que tendrían que apresurarse si querían pasar la noche en
lugar seguro.
-¿Crees que debemos volver?
-Tú decides -contestó Arash, guardando las herramientas en la parte trasera del jeep-.
Podemos seguir adelante o volver atrás. La distancia es la misma y, en cualquier caso,
no llegaremos a nuestro destino antes de que se haga de noche.
-¿Qué quieres decir?- preguntó ella, alarmada.
-Que tendremos que pasar la noche en las montañas.
Lana cerró los ojos, suspirando.
-¿Por qué está gafado este viaje?
-No puedo darte una respuesta- contestó él con calma. Pero la calma del hombre la
irritaba en lugar de tranquilizarla.
-Ya sé que no puedes, Arash. ¿No sabes lo que es una pregunta retórica?
Arash la miró fijamente durante unos segundos.
-¿Dónde vamos, Lana? ¿Hacia delante o hacia atrás?- preguntó, como si no la hubiera
oído
Lana podía notar la impaciencia en su voz, como siempre que hablaba con ella.
Arash Durrani ibn Zahir al Khosravi, primo del príncipe Kavi, la despreciaba.
No podía imaginarse cómo lo habían convencido de que la escoltara al emirato de
Barakat y tampoco sabía por qué había aceptado ella.
Lana había querido ser la primera persona en viajar a través de aquellas fabulosas
montañas por la nueva carretera que el dinero de su padre había hecho posible construir.
Y cuando Alinor, su mejor amiga de la universidad y después esposa de Kavi y princesa
de Parvan, le había dicho que su marido tenía razones para querer que Arash fuera su
acompañante, insinuando que, de esa forma, conseguirían llevar a cabo una misión
secreta, Lana no había sabido cómo decirle a su amiga que la idea de hacer el viaje en
compañía de Arash arruinaría la aventura.
De modo que allí estaba, en medio de las montañas más desoladas de la tierra, con
Arash al Khosravi, un hombre que la ponía de los nervios.
Y que seguía esperando que ella tomara una decisión.
-¿Qué quieres hacer tú?
-Seguir -contestó Arash.
Arash cambió de marcha para seguir subiendo por la tortuosa carretera que, gracias al
dinero de Jonathan Holding, estaba siendo construida a través de las montañas para
enlazar Parvan con los emiratos de Barakat.
Recordó el momento en el que Kavi le había pedido acompañar a Lana Holding en su
aventura a través de la carretera en construcción. Arash nunca le había negado nada a su
príncipe, pero la petición lo había horrorizado.
-Kavi, te ruego que no me pidas eso -le había dicho-. No puedo ser yo quien la guíe a
través de la montaña. Cualquier otro puede...
-Como mi hombre de confianza, Arash, tú eres a quien pido este favor -le había
replicado el príncipe y Arash se había dado cuenta de que había algo que no quería
decirle-. Nuestro país le debe mucho a Lana Holding. ¿Cómo puedo confiar en otro para
cuidar de su seguridad?
Arash miró al príncipe, intentando leer en sus ojos.
-¿Quién me lo pide, Kavi?
-Lo pido yo, Arash -había contestado el príncipe, pero el tono desmentía sus palabras.
Arash había sabido entonces que sería inútil resistir.
Era cierto. Kavi y Parvan, su país, le debían mucho a Lana Holding, Kavi tenía dos
razones para bendecir la suerte que los había juntado a él y a Arash en la universidad de
Londres con Alinor y su amiga Lana Holding, la hija de un millonario americano que se
había enamorado de Parvan y había persuadido a su padre para que ayudase a
reconstruir el pequeño reino después de la guerra con los invasores Kaljuk. De modo
que aquel era un pequeño sacrificio que podría exigir de su mejor amigo y compañero
de armas, como llamaban en Parvan a los jeques de las diferentes tribus.
Entre Kavi y Arash no podía haber órdenes, Arash no había jurado obediencia al
príncipe, porque no podía pedirse tal juramento a un hombre de su linaje, pero había
jurado lealtad y cuando Kavi le pedía un favor, la petición era más poderosa que una
orden.
-Con mis ojos, mi corazón y mis manos, señor -había dicho Arash entonces, utilizando
la antigua frase de lealtad al príncipe.
Pero hubiera deseado que Kavi le hubiera asignado cualquier otra misión.
Arash conducía tan rápido que Lana se preguntaba si habría cambiado de opinión e
intentaba cruzar las montañas antes de que se hiciera de noche.
-Mash’Allah -se recordó a sí misma, con las palabras que había aprendido durante su
estancia en Parvan, «que se cumplan los designios de Dios». En un sitio como aquel era
fácil recordar que, por mucho que el hombre propusiera, era Dios quien disponía.
-¿Perdón? -dijo él, volviendo la cabeza.
-Estaba pensando que, si sigues conduciendo tan rápido, es posible que atravesemos la
montaña esta noche.
Arash negó con la cabeza.
-Sería peligroso conducir después de que anochezca.
Lana miró al cielo. Llevaba una hora intentando convencerse a sí misma de que las
nubes se movían hacia el Este, pero sabía que no era así y el cielo estaba cada vez más
oscuro.
Arash paró en seco después de tomar una curva. La carretera, aún en construcción en
muchos tramos, estaba cubierta de rocas y tuvo que reducir la marcha para abrirse paso.
De noche, sin luna, habrían chocado contra esas rocas, pensó Lana, aceptando entonces
que tendrían que dormir en la montaña.
-¿Y si hay tormenta?- preguntó, intentando no parecer asustada-. ¿Podremos encontrar
refugio en alguna parte?
-La montaña es lo que ves -dijo Arash, encogiéndose de hombros.
Lana sabía que si hubiera tormenta tendrían que buscar protección, pero las despobladas
montañas cubiertas de nieve habían sido plagadas de minas antipersonas por los Kaljuks
durante los últimos días de la guerra, antes de su retirada.
Por todo el país había equipos antiminas intentando desactivarlas y Lana lo sabía bien
porque era su proyecto prioritario en Parvan. Pero también sabía que, excepto las rutas
de las tribus nómadas, aquella era la zona menos poblada y, por lo tanto, el último lugar
que sus equipos habrían revisado. Y eso significaba que tendrían que caminar con
mucho cuidado si buscaban una cueva para resguardarse de la tormenta.
Un golpe de viento barrió la montaña, sacudiendo el jeep y lanzando puñados de arena
sobre el parabrisas.
La tormenta y la montaña. Lo mejor para que un ser humano se sintiera frágil e
insignificante.
-Si hay tormenta no podremos montar la tienda. Tendremos que quedarnos en el jeep
-observó ella. Arash no contestó-. ¿Crees que va a nevar mucho?
Era una pregunta tonta y Lana se dio cuenta nada más formularla. El tiempo era
impredecible.
-Dos centímetros o dos metros -volvió a encogerse de hombros.
-¿Dos metros?
-Es imposible saberlo.
Su voz era ronca y seca y Lana tuvo que respirar profundamente, buscando paciencia.
Solo había intentado conversar para calmar los nervios y, además, era lógico preguntarle
porque él conocía aquella zona mucho mejor que ella. Las tierras de su familia estaban
en las montañas Koh-i Shir.
Pero, con aquel hombre, daba igual.
Los dos hubieran deseado no volver a verse jamás, pero eso iba a ser imposible. Parvan
era la patria de Arash y ella no pensaba marcharse del país hasta que Alinor, su amiga,
diera a luz. Y después... Lana no había decidido cuándo abandonaría el país.
Nunca había conocido gente tan fuerte, valiente y sincera como los ciudadanos del
pequeño país montañoso de Kasi y allí, con el dinero de su padre para ayudar a
reconstruir el pequeño país, Lana había encontrado la razón de su vida.
-¿Qué pasa, quieres adoptar un país entero?- le había preguntado su padre que, en un
momento de debilidad, había aceptado aportar la misma cantidad de dinero que su hija
consiguiera recaudar a través de otras empresas y fundaciones-. ¿Es que no he pagado
ya la reconstrucción de la mayoría de las escuelas, pozos y edificios? ¡Y esa carretera en
la montaña, que chupa dinero como si fuera una aspiradora! ¿Qué más pueden
necesitar?
-Papá, si no gastas tu dinero en ayudar a un hermoso país como Parvan, ¿en qué lo vas a
gastar? ¿En comprar poder? Si lo haces, te convertirás en un monstruo- había replicado
ella.
-No estoy intentando comprar poder, Lana. Estoy intentando construir un museo.
El nuevo museo era el proyecto favorito de su padre, un proyecto que costaba miles de
millones de dólares y, a veces, sus intereses coincidían porque muchas familias
parvaníes se habían visto obligadas a vender sus tesoros milenarios después de la guerra
y, al menos, Lana podía asegurarse de que esos tesoros pasaran al museo, donde serían
cuidados y mostrados con orgullo.
El príncipe Kavi, su esposa Alinor y las personas cuyas vidas Lana había tocaba, cuyos
pueblos, casas y escuelas estaba ayudando a reconstruir con las generosas donaciones de
su padre y el dinero que conseguía organizando eventos o a través de fundaciones, se
sentían inmensamente agradecidos.
Solo Arash estaba fuera del círculo de sus admiradores. Como jeque y líder de una tribu
que habitaba el lejano valle de Aram, había aceptado ayuda para su pueblo, pero se
había negado a aceptar un céntimo para reconstruir el palacio y las propiedades de su
familia.
Y, aunque Lana estaba segura de que su cojera podría solucionarse con una sencilla
operación, Arash se había negado a escucharla cuando ella había insistido en que fuera a
un hospital en Estados Unidos.
Lana volvió la cabeza para mirar el serio perfil del hombre, que conducía atento a la
carretera. Llevaba una chaqueta de cuero, vaqueros y botas, pero no parecía menos un
jeque que cuando iba ataviado con el traje tradicional.
-¿Podremos seguir conduciendo si hay mucha nieve?
-No puedo predecir el futuro -contestó él.
-Quizá terminaremos esperando un helicóptero de rescate -murmuró Lana, con el
corazón encogido. ¿Cuánto tiempo podría tardar un helicóptero?, se preguntaba. Pero no
quiso hacer la pregunta en voz alta porque sabía cuál sería la respuesta-. Debería haber
venido en helicóptero.
-¿Y por qué no lo has hecho?
-¡Tú sabes la respuesta mejor que yo, Arash!
-Yo solo sé que Kavi me pidió que velara por tu seguridad.
Lana lo miró fijamente.
-Arash, sé que soy una excusa para que lleves a cabo una misión secreta.
Arash frunció el ceño.
-Mi única misión es llevarte sana y salva al palacio de mis primos, el príncipe Omar y la
princesa Jana.
-Entonces, ¿por qué Alinor insistió tanto en que debías ir conmigo?
-Pero si fuiste tú quien insistió en que yo fuera tu acompañante- replicó Arash,
sorprendido.
-¿Yo? ¿Por qué iba a insistir en que me acompañaras precisamente tú?
-Yo tampoco lo entiendo- murmuró él.
Lana lo miró, recelosa.
-¿De verdad crees que yo le he insistido al príncipe para que te obligara a venir
conmigo? ¡Kavi no puede haberte dicho eso!
El se encogió de hombros.
-Era la única explicación para algo inexplicable.
-¿Y qué motivos crees que tendría para hacer eso, Arash?
El jeep aminoró la velocidad y sus miradas se encontraron. La mirada del hombre era
electrizante.
-Pensé que tus motivos me serían revelados en su momento. Por eso no me molesté en
cuestionarlos.
-¡No me cuentes historias! ¡Si de verdad creías que era idea mía que me acompañases,
habrás imaginado alguna razón!- exclamó elLa. Arash era el único de los compañeros
de armas de Kavi con el que Lana no hubiera querido ir a ninguna parte-. ¿Qué razones
podría tener yo para querer estar contigo en una montaña desierta?- insistió. Arash no
contestó y ella tuvo que respirar profundamente para calmar su ira-. ¿Qué razones
podría tener, Arash? ¿Crees que quería estar a solas contigo para... hacerte una
proposición? -preguntó.
Lana vio que el hombre se ponía rígido-. ¿Qué esperabas, que te propusiera una tórrida
aventura o quizá que iba a pedirte que te casaras conmigo? Un matrimonio de
conveniencia, mi dinero a cambio de tu linaje.
-No estaba seguro, pero lo pensé- contestó él, con sinceridad.
-¡Esto es increíble!
Arash pisó el freno bruscamente y se volvió para mirarla con ojos relampagueantes.
-¿Vas a negar que esa posibilidad ha pasado por tu cabeza?
-Por supuesto que lo niego- contestó ella, atónita-. ¿Cómo te atreves a hablarme así?
Los ojos del hombre se habían oscurecido y Lana sintió un escalofrío.
-¿Qué cómo me atrevo?- repitió él, furioso-. Tú me obligas a atreverme, Lana. ¡Eres tú
quien parece creer que estoy en venta!
Capítulo Dos
Había sido idea de Lana organizar una fabulosa cena a bordo de un jet para recaudar
fondos con los que se reconstruirían casas, diques y fábricas, con invitados que pagarían
una sustanciosa cantidad por volar de Londres a Parvan, admirando el amanecer sobre el
magnífico monte Shir antes de aterrizar en la capital para saludar al príncipe Kavi y su
esposa Alinor.
A bordo del lujoso jet, prestado para la ocasión por el príncipe de los emiratos de
Barakat, los donantes tenían el privilegio de conocer a algunos de los compañeros de
armas del príncipe.
Lana había aprendido que el reducido grupo de jeques tenía casi tanto poder como el
propio príncipe y los incluía en todas sus actividades para recaudar fondos. Aquellos
hombres orgullosos, que habían sufrido una guerra, aceptaban tomar parte en las fiestas
porque sabían que era en beneficio de su país, aunque muchos de ellos lo hacían a
regañadientes.
Uno de ellos era el jeque Arash Durrani ibn Zahir al Khosravi, un hombre que
enloquecía a las mujeres.
Arash era alto, moreno, arrogante v tremendamente atractivo, con unos labios firmes
bajo una bien recortada barba. Sus ojos oscuros a veces parecían negros y a veces, de
color violeta profundo, un color tan insólito que las mujeres se quedaban sin habla.
El hecho de que hubiera sido herido durante la guerra con Kaljukistan y caminase con
una ligera cojera aumentaba su encanto.
Cuando, además, llevaba el traje tradicional de Parvan que consistía en unos pantalones
blancos sujetos a los tobillos, sandalias de pedrería que apenas cubrían unos pies
grandes y fuertes y una túnica de seda color vino cubierta de joyas y medallas de
guerra... en fin, Lana sabía que ningún corazón femenino podía resistirse.
Lana estaba inmunizada, pero las otras mujeres tartamudeaban cuando se dirigía a ellas.
La fascinación que un jeque árabe podía ejercer sobre las occidentales era algo que
siempre le producía una sonrisa.
Pero nunca cuando se trataba de Arash.
Arash Khosravi, cuyos ojos parecían esconder una profunda tristeza, era una inspiración
para las más soñadoras, pero a Lana le hubiera gustado decirles: «No se acerquen a él,
es peligroso...».
Lana tenía razones para sentir de ese modo, pero no se las había contado a nadie.
Ni siquiera Alinor sabía que Arash la había afectado tan profundamente en el pasado
que apenas podía mirar a ningún otro hombre...
-Debe de haber sufrido terriblemente durante la guerra- había dicho Lucinda Burke
Taylor una hora después de despegar. Y Lana sabía qué había detrás de las palabras de
la millonaria inglesa. Normalmente, ella relataba la historia de los jeques a las mujeres
para que se animaran a hacer donaciones, pero la riquísima Lucinda Burke Taylor había
estado casada con dos poetas pobres y se decía que su tercer marido iba a ser un
refugiado político chino. Era obvio que aquella mujer veía el matrimonio como una
transacción comercial. La cultura de ellos a cambio de su dinero. Y si había puesto sus
ojos en Arash... aunque no era asunto suyo. Arash tendría que cuidar de sí mismo-. He
oído que es el gran jeque de su tribu. ¡Es fascinante!
-Si te parece que perder a tu padre y a tu hermano en la guerra es fascinante...
-No me refería a eso. Me refiero a lo de ser el jeque de una tribu. Es algo tan insólito...
Lana se encogió de hombros.
-Y también es muy amigo del príncipe. Uno de sus hombres de confianza.
-Y no está casado, ¿verdad?
-No está casado y no tiene un céntimo- contestó Lana.
Los ojos de la mujer se iluminaron ante aquella información.
-¿De verdad? ¿Quieres decir que... tú crees que está buscando una esposa millonaria?
-preguntó Lucinda Burke Taylor, bajando la voz.
El pobre disidente chino se quedaría con un palmo de narices, pero... ¿por qué no?
Arash estaba en la ruina y se negaba a aceptar su ayuda, pero quizá la aceptaría de otra
mujer
-Puede que merezca la pena hacer una oferta- dijo Lana, alegrándose de que la otra
mujer fuera, aparentemente, sorda al sarcasmo. Cuando se dio la vuelta, se encontró
frente a los ojos de Arash. Él había oído parte de la conversación, pero en lugar de
disculparse con la mirada, como habría hecho con cualquiera de los otros jeques, se
encogió de hombros mientras empujaba a Lucinda en su dirección-. Su Excelencia... -lo
saludó, sabiendo la impresión que causaba aquel tratamiento entre las adineradas
occidentales. Por la mirada de Arash, supo que él se había percatado de su ironía. Que
se fuera al infierno, pensó. Si la conociera un poco, habría sabido que podía aceptar el
dinero de su padre sin obligación alguna hacia ella-. Quiero presentarle a Lucinda Burke
Taylor.
Quizá Lucinda tendría más suerte. Quizá ella era la que se había equivocado al no pedir
algo a cambio.
Lana frunció el ceño. El único error que había cometido con Arash había ocurrido
mucho tiempo atrás y no pensaba repetirlo.
-¡Era una broma! -exclamó Lana, en el jeep.
-No era ninguna broma. Esa mujer se acercó a mí como si yo fuera un caballo en una
subasta -replicó Arash.
-Ella es así- se encogió Lana de hombros-. ¿Qué culpa tengo yo de que Lucinda Burke
Taylor sea una frívola? Además, ya estás acostumbrado a esas mujeres ricas y vanidosas
y puedes librarte de ellas con una sola mirada.
-Sí, claro -murmuró él, apretando el volante.
-Pero, en realidad, no estamos hablando de Lucinda, ¿verdad? ¿Por qué has recordado
eso ahora? ¿Es que crees que soy igual que ella? No tienes ningún motivo para sugerir
que yo también quiera hacerte una oferta, Arash. ¡Ningún motivo en absoluto!
Para su sorpresa, Arash frenó de golpe y se volvió para mirarla.
-¿De qué estás hablando?
-¡Estoy diciendo que crees que he inventado este viaje solo para hacerte proposiciones!
-¿Estás loca, Lana? Yo solo he dicho...
-Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me lancé a tus brazos, Arash- lo
interrumpió ella-. ¡Y no va a volver a ocurrir jamás!
-Tú no te lanzaste a mis brazos- dijo él, con calma-. Te ofreciste a mí por compasión,
como hace una mujer cuando un hombre se va a la guerra.
-¿Eso es lo que crees?- preguntó Lana, con amargura.
-¿No es la verdad?
Lana parpadeó rápidamente, para ocultar las lágrimas. ¿Era eso? ¿Había sido ese el
motivo? Apenas podía recordarlo, pero debía haber tenido alguna razón para hacer
tamaña estupidez.
-Es posible- dijo por fin. Quizá esa era la explicación de por qué se había lanzado a los
brazos de un hombre que, años después, la despreciaba-. Pero ahora da igual.
-Es verdad. Da igual.
-Y para que te quedes tranquilo, Arash, en caso de que tengas miedo de que vuelva a
ocurrir, te diré que aunque tuviera que comprarme un marido...
-Yo no he dicho eso- la interrumpió él.
-Nunca, jamás, serías tú. Así que, si piensas que esa es la razón por la que quiero
ayudarte a reconstruir tu palacio, puedes quedarte tranquilo.
-Lana...
-Yo no quería que tú me acompañases en este viaje y cuando me enteré, era demasiado
tarde para protestar. Además, Alinor me suplicó que aceptase. ¡No tengo ningún deseo
de estar a solas contigo, Arash, ni ahora ni nunca!
-Eso ya lo sé -dijo él, con cierta ironía-. Me has hecho ver tantas veces que te
arrepentías de aquella noche que tendría que ser un idiota para no haberme dado cuenta.
Y también sé que tú no eres como Lucinda Burke Taylor, aunque ella te pidió que
abrieras las negociaciones en su nombre.
Lana sintió que su cara ardía. Por supuesto, Arash sabía que ella no era como Lucinda.
¿Por qué se había puesto tan histérica? El aire de la montaña debía de estar volviéndola
loca.
-Lucinda Burke Taylor sabe negociar solita -murmuró, apartando la mirada para
disimular la vergüenza. Arash lanzó una carcajada y, por el rabillo del ojo, Lana vio
cómo cambiaba su expresión. Por muy enfadada que estuviera con él, el enfado nunca
duraba más de unos minutos. Tenía que reconocer eso al menos-. ¿Vas a arrancar o no?
-Tenemos que decidir si seguimos adelante o no -dijo él, apoyando los brazos en el
volante.
Un golpe de viento lanzó más arena sobre el parabrisas y Lana sintió un escalofrío. Al
otro lado de la ventanilla, solo había una oscura carretera sin terminar, montones de
rocas y el peligro de las minas antipersona.
-¿Podemos refugiarnos en algún sitio?
-Podemos buscar refugio hacia el Este- contestó él, señalando la montaña-. Pero es un
largo camino.
Lana se volvió y miró el tenebroso paisaje.
-¿Andando? ¿Y las minas?
-Conozco un camino que ha sido limpiado por nuestros equipos -explicó él-. Creo que la
tormenta va a ser fuerte, Lana, y sería peligroso quedarnos en el jeep. Podría haber una
avalancha.
Los dos miraron automáticamente los picos cubiertos de nieve. Las nubes eran cada vez
más oscuras y amenazantes.
-¿Y si la tormenta nos pilla en medio del camino?
-Por eso debemos darnos prisa.
-¡Pero podríamos perdernos y acabar hechos pedazos por una mina!
-Yo conozco bien el camino, Lana. Pase lo que pase, no nos perderemos -la tranquilizó
el hombre. Los dos se quedaron callados después de aquello, pensando en la posibilidad
de quedar atrapados por la tormenta de noche, en medio de la montaña-. Tenemos un
maletín de supervivencia -dijo entonces, quitando las llaves de contacto-. Será mejor
que nos demos prisa.
Un golpe de viento al salir del coche hizo que Arash trastabillara.
-Arash... -empezó a decir ella, pero él ya estaba abriendo la puerta trasera del jeep.
-Ponte toda la ropa que tengas -ordenó él-. Aunque te parezca demasiado, no lo será.
La idea de buscar refugio en la montaña en medio de una tormenta de nieve no era en
absoluto apetecible, pero tampoco le apetecía tener que escuchar órdenes de Arash.
-Gracias por el consejo- murmuró Lana, bajando del jeep. El viento era tan fuerte que se
quedó sin respiración.
Arash tenía razón, el anorak y los vaqueros no iban a ser de ninguna ayuda. Se
congelaría si no se ponía algo encima.
Su cortos rizos pelirrojos volaban alrededor de su cabeza y, a duras penas, se acercó a
Arash, que estaba sacando ropa de su bolsa de viaje. Lana sacó un pantalón de lycra de
la suya, pero después volvió a guardarlo.
-Póntelo -ordenó él, con un tono que no admitía réplica.
Lana lo miró, sorprendida. Otro golpe de viento cerró una de las puertas del jeep
violentamente. El frío se metía por dentro de la ropa con dedos helados y Lana empezó
a temblar.
-¿Estás loco? Primero tendría que quitarme los vaqueros...
-¡Ponte ese pantalón! -repitió él-. Dentro de una hora hará mucho más frío.
-No hace falta... -empezó a decir ella, incómoda. No le apetecía desnudarse delante de
Arash.
-Tenemos que pasar la noche en la montaña. Ponte ese pantalón- repitió él. Lana seguía
dudando y Arash respiró profundamente, intentando no perder la paciencia-. ¡Haz lo que
digo! ¡Quítate los pantalones!
Después de la explosión de furia, sus ojos se encontraron durante unos segundos.
Lana se desabrochó los vaqueros, mirándolo desafiante y empezó a bajárselos en medio
de aquella carretera helada.
Arash miraba sin disimulo sus braguitas blancas y Lana sintió calor en las mejillas.
Solo era un instinto masculino, se decía a sí misma, intentando ignorar su propia
reacción ante aquella mirada.
Intentando no recordar la última vez que Arash había mirado su cuerpo.
Con los vaqueros por las rodillas, intentó quitarse una de las botas, pero era imposible.
-¡Maldita sea!- exclamó.
-¿Qué pasa? -preguntó Arash.
-¡No puedo quitarme las botas!
Arash se inclinó y empezó a desatarle los cordones.
-Levanta el pie- ordenó, impaciente.
Lana obedeció y él le quitó la bota derecha y después la izquierda. Después, sin decir
una palabra, le quitó los vaqueros de un tirón.
Lana quedó medio desnuda frente a él, sin nada en la parte inferior de su cuerpo excepto
las diminutas braguitas blancas.
Por un segundo, los dos se quedaron callados, recordando. Apartando la mirada, Lana se
puso los pantalones de lycra y sobre ellos los vaqueros. Después se quitó el anorak para
ponerse un par de jerseys. Mientras tanto, Arash se ponía un pantalón de lana sobre los
vaqueros y otro jersey bajo la chaqueta.
-¿Qué estás haciendo? -preguntó, sorprendida, cuando él empezó a atarle una cuerda a
la cintura. Arash no contestó-. ¡Contéstame!
Él la miró sin decir nada. En la semioscuridad, los ojos del hombre parecían violetas
aterciopeladas. Lana casi podía olerlas.
-Estoy atando una cuerda alrededor de tu cintura- dijo por fin.
-¡Eso ya lo veo!
-Me has preguntado -se encogió él de hombros.
-¿Para qué me atas?
-Si no te ato a mí podrías salirte del camino. ¿Te apetece perderte en medio de la
tormenta y pisar una mina? -preguntó Arash, irritado-. No perdamos más tiempo
discutiendo, Tienes que obedecerme, Lana. Si vas a seguir cuestionando cada cosa que
hago, estamos perdidos.
Tienes que obedecerme.
Lana tragó saliva. Por supuesto, Arash tenía razón. El era el experto.
-Lo siento -murmuró, colocándose un pañuelo en la cabeza y una mochila a la espalda.
Arash cargó con otra, más grande y pesada.
-¿Preparada?
Ella asintió y empezaron a caminar en medio de la tormenta. La supervivencia dependía
de que cooperasen en todo y Lana se preguntaba si podrían conseguirlo.
Lana había ido a la universidad de Londres buscando alejarse de las restricciones que
imponía la recientemente adquirida riqueza de su padre.
Diez años después de dar el salto a los negocios, Jonathan Holding se había convertido
en multimillonario y la vida de Lana había cambiado por completo. Disfrutaba de la
libertad que proporcionaba el dinero, pero no podía soportar las restricciones que ello
suponía.
Lo peor había sido el efecto que ejercía en sus relaciones con los chicos. Solo tenía
dieciséis años cuando había tenido que escapar de un compañero borracho que había
intentando violarla. Lana había resuelto aquello con una patada en el sitio justo y el
chico, arrepentido, le había confesado que quería jactarse delante de sus amigos de ser
el que había desflorado a la hija del famoso Jonathan Holding.
Aquella noche, Lana había aprendido que los chicos de su colegio competían por ese
tipo de cosas. El objetivo era conseguir las braguitas de la hija de alguien famoso
colgarlas en su taquilla y las de Lana eran tan cotizadas como las de su compañera
clase, hija de un famoso actor de cine.
La experiencia la había dejado tan frustrada que no había vuelto a salir con ningún chico
durante la adolescencia. Y cuando cumplió dieciocho años se dio cuenta de que ella
esperaba más de un hombre que la determinación de conseguir sus braguitas a toda
costa. Y mucho más de ella misma.
Por eso había decidido estudiar en Europa donde, con un poco de suerte, nadie sabría
quién era su padre, pero Jonathan Holding había insistido en comprarle un lujoso
apartamento protegido por grandes medidas de seguridad.
Lana se había sentido sola en el enorme apartamento hasta que había invitado a mejor
amiga, Alinor, a compartirlo con ella.
La bellísima Alinor había despertado el interés del misterioso estudiante Kavi Durran,
miembro de la familia real de Parvan, y siempre iba acompañado por dos hombres que
parecían sus guardaespaldas, aunque él los trataba como si fueran sus amigos.
Uno de ellos se llamaba Arash Khosravi.
Capítulo Tres
-¿Dónde estamos?- preguntó Lana.
Arash no contestó. Llevaban más de una hora caminando por la montaña y, si había un
camino, ella desde luego no lo había visto. Había empezado a nevar y enormes copos
caían a su alrededor, mientras un viento helado azotaba sus caras.
Cada paso la aterrorizaba. La idea de que Arash pisase una mina la ponía enferma de
pánico. «Él no, por favor", rezaba. «Después de lo que sufrió en la guerra, no dejes
que...»
-Vamos a descansar cinco minutos- dijo Arash, mirando al cielo. Lana sabía que había
esperado encontrar algún refugio antes de que empezara a nevar y en su voz podía
escuchar una nota de ansiedad-. Nos quedan unos veinte kilómetros.
-¿Veinte kilómetros?- repitió ella, sacando el termo de sopa que una mujer les había
preparado en Seebi-Kuchek.
-Encontraremos refugio en el valle- dijo Arash. Lana no se molestó en preguntar durante
cuánto tiempo tendrían que seguir caminando. Llegarían antes de que la tormenta
explotara con más fuerza. La nieve golpeaba sus caras con ferocidad y Lana perdió el
equilibrio. Arash se volvió con la rapidez de un hombre acostumbrado a la montaña y la
sujetó entre sus brazos.
-Gracias -murmuró ella, asustada.
La mochila pesaba suficiente como que los dos hubieran caído rodando, los brazos del
hombre eran fuertes y Lana esperó hasta que los latidos de su corazón vieron al ritmo
normal.
-¿Estás bien?- preguntó Arash.
Ella asintió y siguieron caminando.
Horas más tarde, después de una hora de marcha, medio cegados por la tormenta, se
paró sobre un promontorio desde el que se veía un valle y el mundo pareció
transformarse. Lana jadeaba, exhausta, sin dejar de admirar el paisaje que había frente a
ella.
Habían dejado detrás una montaña oscura y helada y frente a ellos se extendía un
hermoso valle que la nieve aún no había cubierto del todo. Era como si hubieran
cambiado de mundo repentinamente.
-¡Arash, es maravilloso! -exclamó- ¡como Shangri-La!
El valle era de un verdor extraordinario, con granjas construidas al estilo del pueblo
parvaní. En ese momento, los pastores estaban llevando sus rebaños de ovejas y cabras
para resguardarlos de la tormenta que amenazaba con llegar hasta aquel paraíso perdido.
Como en todo Parvan, allí también había evidencias de la guerra que habían mantenido
con los Kaljuks.
Algunas casas estaban destruidas, otras no tenían tejado y había huertos arrasados.
Pero los habitantes estaban reconstruyendo su pueblo a toda velocidad y la imagen era
de una hermosura increíble.
Un río cruzaba las tierras formando una garganta en medio del valle, antes de continuar
su camino, brillando entre los dos bancos hasta perderse de vista.
-Tenemos que darnos prisa. Aún queda mucho camino por delante -dijo Arash.
-¿En el valle no hay minas?
-No- contestó él-. Está muy cerca de la frontera de Bakarat y los Kaljuk no se atrevieron
a lanzar minas para no involucrar al emirato en la guerra.
-Pero el príncipe de Barakat estuvo del lado de Parvan.
-El príncipe Omar es primo de Kavi y primo mío. Nos ayudó de forma extraoficial
enviando dinero y armas, pero los Kaljuk no quisieron involucrar al emirato en la guerra
porque sabían que habrían tenido que retirarse durante los primeros meses.
-O sea que los habitantes de este valle tuvieron suerte.
-Así es.
-¿Cómo se llama?
-Ahórrate las preguntas, Lana.
Arash no tomó el camino principal sino uno más pequeño que parecía dirigirse hacia el
río.
De repente, la tormenta empezó a soplar con toda su fuerza y las huellas de los animales
empezaron a cubrirse de nieve. Era como si los copos formaran un patrón determinado,
como si siguieran una dirección.
Lana empezó a pensar que el secreto para sobrevivir estaba en descifrar ese patrón y... el
pensamiento la sobresaltó. Debía de estar sufriendo del mal de altura o algo parecido.
Uno de los hombres de Kavi era el hombre más atractivo que Lana había visto nunca.
Arash Khosravi era un hombre alto y fornido y Alinor y ella estaban convencidas de que
era, efectivamente, un guardaespaldas.
Tenía unos ojos oscuros y profundos, de un color violeta oscuro sorprendente y exudaba
sexualidad masculina.
Arash era diferente del resto de los hombres. Cuando la miraba, creía oír una voz que
decía: «Nunca has llorado de placer, pero yo haré que llores. Nunca has recibido todo lo
que necesitas, pero yo te enseñaré que necesitas mucho más de lo que crees».
Cuando Kavi y Alinor empezaron a salir, Lana y él habían tenido que salir juntos a la
fuerza y ella lo había encontrado abrumador, misterioso.
Incluso su forma de hablar, de caminar, era diferente. Caminaba como si el aire le
perteneciera y, con cada paso, su cuerpo parecía conectarse con la tierra, como si sus
movimientos fueran parte del aliento del mundo.
Durante algún tiempo, Lana había estado convencida de que la atracción que sentían era
mutua y se decía a sí misma que Arash estaba buscando su momento. Imaginaba que
estaba dejando que creciera la tensión deliberadamente para aumentar su deseo.
Aunque le habría gustado decirle que a ella no le hacía falta incrementar nada.
Nunca había sentido una excitación sexual tan poderosa con ningún otro hombre.
Esperando el día que Arash se decidiera, Lana se quemaba, se helaba, temblaba y se
derretía, todo a la vez.
Quizá, si ella no hubiera sido una chica sin experiencia, podría haber dado el primer
paso. Pero Arash la ponía nerviosa. ¿Y si todo era producto de su imaginación?, se
decía. ¿Y si no se sentía atraído hacia ella?
El momento de volver a Parvan se acercaba y Arash no hacía nada...
Cada día su corazón se encogía un poco.
Cada día pensaba: «Hoy va a ser el día». Cada día temblaba cuando estaba a su lado.
Y entonces ocurrió lo que había estado temiendo. Kavi y Alinor viajarían a Parvan al
día siguiente y Arash se iría con ellos. Con el corazón en un puño, Lana se dio cuenta
que él nunca iba a dar el primer paso. Y que, quizá jamás volvería a verlo.
Aquella noche, en la fiesta de despedida en la casa de Kavi, un poco borracha y un poco
desesperada, Lana había sabido que aquella era su última oportunidad y que no podía
dejarlo ir sin decirle...
Cuando escuchó las primeras notas de una canción lenta y melódica, se acercó a Arash y
enredó los brazos alrededor de su cuello.
-Baila conmigo, Arash- susurró-. Mañana vuelves a tu país. Baila conmigo esta noche.
Seguían caminando a duras penas por el camino cubierto de nieve. Había luces en las
granjas del valle y el sonido del río se acercaba con cada paso, a pesar del furioso rugido
del viento.
Delante de ellos parecía no haber más que sombras, pero Arash seguía caminando sin
decir una palabra.
Por fin, cuando Lana creía que sus manos se habían congelado, el hombre dejó de
caminar. La nieve seguía cayendo con fuerza y Lana suspiró, agotada, cuando vio una
pared frente a ella.
Arash abrió una enorme puerta de madera y entraron en un patio, donde el viento los
golpeaba casi con la misma violencia que en el camino.
-¡Ya Sulayman! ¡Ya Suhail! -llamó Arash, pero su voz se perdía entre el ruido de la
tormenta.
No había luz en ninguna parte.
-¿Es una casa? -preguntó Lana, mirando alrededor. Era probable que Arash la hubiera
llevado a la casa del jeque local, pero era extraño que no hubiera luz. La casa del jefe
del poblado solía estar llena de luces y de gente y, con aquel tiempo, era normal que los
aldeanos dejaran a sus animales en el patio para protegerlos del frío.
-Sí, es una casa -respondió Arash-. O lo que queda de ella.
Él empezó a caminar de nuevo y Lana lo siguió, mirando alrededor. Eran los restos de
una casa palaciega, obviamente la casa de un jeque importante, probablemente el líder
de todos los pueblos del valle.
Incluso en medio de la tormenta, de noche, las ruinas hicieron que su corazón se
encogiera de pena. Debía de haber sido un hermoso palacio, construido en varios
niveles sobre el hermoso valle.
Mientras caminaban, observaba los intrincados diseños de cerámica del suelo, las
baldosas rotas por los bombardeos.
Un momento después, Arash abrió otra puerta y se refugiaron de la tormenta en una
habitación completamente a oscuras.
-¿No hemos traído una linterna?- preguntó Lana, frotándose las manos para entrar en
calor.
-Espera un momento -dijo Arash, encendiendo una cerilla y dirigiéndose hacia una
repisa sobre la que había una lámpara de aceite. Parecía saber que estaría allí, pensó
Lana, sorprendida.
La luz de la lámpara le permitió ver que estaban en una habitación grande, con ventanas
en una de las paredes y un tapiz cubriendo la entrada a otra habitación.
Había alfombras sobre el suelo de cerámica, un montón de almohadones, una mesa baja,
un aparador labrado y un brasero de bronce en una esquina. En la otra, un montón de
mantas y un korsi tradicional.
Lana se sopló sobre las manos mientras Arash volvía a llamar a alguien, sin obtener
respuesta.
-No hay nadie -murmuró ella.
-No.
-¿Conoces al propietario de la casa?
-Yo soy el propietario de la casa -contestó él, inclinando la cabeza en el saludo
tradicional de Parvan-. Bienvenida al hogar de los Khosravi.
Capítulo Cuatro
La luz de la lámpara de aceite reveló también un saco de carbón para el brasero. Arash
llevó el brasero de bronce cerca del tapiz que cubría la entrada a otra habitación y
empezó a encender el fuego.
Era una extraña y desconcertante experiencia estar en la casa de Arash. Desde que había
llegado a Parvan, él había dejado muy claro que no quería mantener amistad con ella y
rechazar su dinero había sido una forma de decírselo. Y, después de un período inicial
de dolor y confusión, Lana había aprendido a respetar su deseo.
De modo que, aunque había aportado fondos para reconstruir el valle de sus
antepasados, ella misma nunca lo había visitado.
El valle de Aram. Allí era donde estaban, aunque Arash no se lo había dicho.
Quizá le había molestado llevarla allí. Lana estaba segura de que solo la necesidad lo
había obligado a llevarla a su casa.
Pero quizá la expresión furiosa de su rostro no tenía nada que ver con ella. Debía dolerle
ver su hermosa casa en ruinas, pensaba.
Sin embargo, había algo... Lana miró a su alrededor.
-¿Qué ocurre? -preguntó Arash.
-Nada. Es... este lugar.
-¿Qué quieres decir?
-No lo sé. Puede parecer una ridiculez, pero me da una sensación de paz. No sé, el aire
parece diferente.
-Siempre ha sido así- dijo Arash-. De ahí su nombre.
Lana recordó entonces y sonrió. Aram significaba dos cosas, el valle de la tranquilidad
en parvaní y el valle de los antílopes blancos en árabe.
-¿Hace mucho que no vienes por aquí?- preguntó.
-Dos veces en los últimos meses, pero durante muy poco tiempo.
-¿Te importa que yo esté en tu casa?
Él la miró, pensativo.
-¿Importarme? ¿Por qué? -preguntó. Lana se encogió de hombros y Arash dejó pasar
unos segundos-. No me importa traerte a mi casa, Lana.
En el precioso aparador labrado, Lana encontró platos, cubiertos, azúcar, sal y pimienta,
todo bien colocado y en buen uso.
Evidentemente, allí habitaba alguien porque tanto el aparador como el brasero de bronce
habían sido limpiados recientemente.
-¿Quién vive aquí ahora?
-Dos de los criados de mi padre- contestó Arash, desapareciendo por debajo del tapiz
con la linterna en la mano.
La luz que salía de la tapa labrada del brasero iluminaba las paredes con hermosas
sombras y Lana respiró profundamente antes de dirigirse al montón de almohadones
para colocarlos a ambos lados de la mesa, como era la costumbre en Parvan.
Cuando Arash volvió con un cubo de agua, su pelo estaba cubierto de nieve.
-¿Sigue nevando? -preguntó Lana, tontamente.
-Mucho -contestó él, dejando el cubo al lado del brasero-. ¿Quieres que te acompañe al
lavabo?- preguntó, siempre atento. Lana asintió y lo siguió hasta una habitación que, a
la luz de la linterna, parecía estar llena de muebles. Un agujero en el techo dejaba entrar
la nieve que caía sobre el suelo de cerámica. Al otro lado de la habitación había una
puerta y Arash la abrió, indicándole que entrase. Dentro había un típico inodoro parvaní.
Un rectángulo de porcelana blanca en el suelo con un agujero que ella se había
acostumbrado a usar desde que residía en Parvan. Sobre el rectángulo de porcelana, una
cisterna-. El tanque de agua está destruido, pero hay un cubo con agua- explicó él, antes
cerrar la puerta.
No era fácil usar un inodoro parvaní cuando se llevaba pantalones de lycra debajo de
unos vaqueros y unos pantalones de deporte, pero el frío hizo que Lana se espabilase y
volviera rápidamente a la habitación.
Arash, despojado de la chaqueta y las botas, había colocado el brasero cerca de la mesa
y había bajado el tapiz para mantener el calor en la estancia. Cuando Lana entró, estaba
llenando una cazuela de agua y colocándola sobre el brasero.
Lana se quitó el pañuelo, la chaqueta y las botas y se estiró, agradecida.
-¡Qué calorcito!
Sobre el aparador había un saco de arroz y Arash tomó un puñado para echarlo en la
cazuela.
Un brasero de carbón era, en realidad, un milagro de la técnica, como Lana había
aprendido durante su estancia en Parvan. Además de proveer a las casas de calor, se
podía cocinar sobre ellos.
Aquel era además, una preciosidad. El diseño era muy elaborado y probablemente
llevaba muchas generaciones en la casa. Cuando un jeque encargaba una obra de arte
como aquella, sus herederos la guardaban como oro en paño.
Lana se dejó caer sobre los almohadones, observando a Arash. Sentía curiosidad,
viéndolo en su propia casa.
Normalmente, no se permitía a sí misma pensar en él, pero aquellas eran circunstancias
excepcionales.
-¿Naciste aquí? -preguntó, cuando él se sentó frente a ella en los almohadones.
Como siempre, lo hizo dejando la pierna derecha estirada frente a él.
-Sí.
-¿En esta misma casa?
Arash tomó dos piezas de naan que había sacado de la mochila y las colocó sobre el
brasero para calentarlas.
-Esta ha sido la casa de mi familia durante generaciones. Mis ancestros nacieron aquí y
insh’Allah, mi hijo también nacerá aquí.
Un pequeño escalofrío de irritación recorrió la espalda de Lana al escuchar sus palabras.
-¿Y dónde nacerá tu hija?
-He dicho mi hijo porque estoy hablando de mi herencia -explicó Arash clavando en ella
sus ojos oscuros-. Mi hijo será el dueño de esta casa y el jeque de la tribu de Aram. Si
Dios lo desea, tendré muchos hijos e hijas, pero mi hijo mayor será el heredero.
-¿Y si no tienes un hijo?
Lana no sabía por qué estaba intentando provocarlo. Quizá era lo que siempre había
temido, que estar a solas con él despertaría un resentimiento guardado durante mucho
tiempo.
Cuando Lana llegó a Parvan después de la guerra se había quedado conmovida y había
intentado paliar en lo posible el sufrimiento de aquellas gentes. Y también se había
alegrado de volver a ver a Arash.
Por supuesto, se había alegrado de que hubiera sobrevivido, pero cuando había
intentando decírselo, él la había mirado severamente, como si apenas recordase quién
era.
Arash era el único que tenía esa actitud hacia ella en Parvan. No había un solo parvaní
que no la adorase por lo que estaba haciendo.
-¡La-na! -gritaban al verla bajar de un helicóptero o de un jeep, reconociéndola por sus
rizos pelirrojos y su piel pálida aunque nunca antes la hubieran visto-. ¡La-na!
Lana había aprendido que su nombre en árabe significaba «él se ha suavizado». Para
muchos el «él» en cuestión significaba Dios y lo entendían como «Dios ha suavizado su
furia contra nuestro pueblo gracias a la generosidad de esta mujer», como si Lana fuera
una enviada de Alá.
Y los parvaníes eran una gente que apreciaba la generosidad.
Los equipos contratados por Lana iban de valle en valle, de pueblo en pueblo,
desactivando minas antipersonas y reconstruyendo casas, escuelas y mezquitas. Si el
jefe de una tribu le escribía una carta pidiéndole un sistema de irrigación porque el
antiguo había sido destruido durante la guerra, Lana recaudaba dinero para
reconstruirlo. Había llevado al país toneladas de semillas y toneladas de dólares.
No intentaba hacer caridad; eran los propios parvaníes los que decidían qué era más
importante para ellos. A los pueblos llegaban recuas de mulas, ovejas o cabras que cada
tribu se repartía a su conveniencia.
Sus donaciones también habían ayudado a muchas mujeres que habían perdido a sus
maridos durante la guerra. Esas mujeres se habían juntado para trabajar en pequeñas
granjas o para manufacturar productos típicos que después podían ser vendidos en
Europa y Estados Unidos.
Parvan estaba empezando a respirar de nuevo y todo el mundo decía que no podría
haber ocurrido sin la ayuda de Lana Holding.
Todo el mundo, excepto Arash.
En aquel momento podía ver con sus propios ojos lo que quedaba del hogar de los
orgullosos Khosravi y saber que él se negaba a restaurar aquel bello palacio le rompía el
corazón.
Quizá por eso le había preguntado qué ocurriría si no tenía hijos.
Él apartó la mirada y se dedicó a darle la vuelta a los pedazos de pan que había colocado
en el brasero.
-Si no tengo hijos, nadie heredará mis tierras ni mi título- dijo él por fin-. No habrá
nadie que cumpla con sus obligaciones para con mi pueblo.
Su voz apenas podía disfrazar el dolor que sentía y Lana se dio cuenta de que, a pesar de
su fiero exterior, Arash era un hombre vulnerable.
Su deseo de hacerle daño había sido inconsciente, infantil, una reacción humana ante
alguien que parecía despreciarla. Y había recordado demasiado tarde a su padre y su
hermano mayor, muertos en la guerra.
Para Arash y la gente de Parvan, la mayoría de las certezas que habían acompañado a
sus vidas durante siglos habían desaparecido con la guerra.
Aquel no era el momento de cuestionar las leyes de primogenitura.
-Lo siento, Arash. No quería...
-Pero aún falta mucho tiempo para eso- continuó él, como si ella no hubiera hablado-. Y
tengo mucho trabajo que hacer antes de pensar en una esposa y una familia.
Lana miró los tristes restos de su herencia.
-¿Quieres decir restaurar esta casa?
-Esta casa, las tierras, los animales y las casas del valle que fueron destruidas -asintió él.
-¿Y no vas a casarte hasta haber restaurado todo el valle?
-Un hombre no puede casarse hasta que tenga algo que ofrecerle a su esposa.
-¿Y no crees que una mujer que te amase querría ayudarte a reconstruir tu casa?
-Un hombre no puede casarse hasta que tenga algo que ofrecerle a su esposa- repitió,
como si fuera una letanía.
Lana parpadeó, incrédula.
-¿Lo dices en serio?
-Por supuesto.
-De donde yo vengo, si un hombre quiere a una mujer no se queda esperando hasta que
haya pagado la hipoteca.
Arash clavó sus ojos en ella, su cara en sombras. Lana tenía la impresión de que estaba
viendo una parte de él que nunca antes había visto.
-Tú, por supuesto, no tendrás que esperar que un hombre haga eso. Tú estás en posición
de pagar la hipoteca.
-¿Qué quieres decir? ¿Que un hombre solo me querría por el dinero de mi padre?
-Sería un tonto si dijera eso -contestó Arash.
-Entonces, ¿qué has querido decir?
-La riqueza de tu padre te aísla de las necesidades ordinarias de hombres y mujeres,
Lana.
-Yo no lo creo- dijo ella, mirándolo a los ojos-. Lo que un hombre y una mujer
necesitan es amor y un compromiso para el futuro. Da igual que estén intentando
reconstruir una casa en Oriente Medio o que estén en Nueva York, comprando un
apartamento de dos habitaciones. Lo único importante es compartirlo todo.
-Eso es cierto cuando dos personas pueden elegir su futuro. Pero para mí es diferente.
-¿Por qué?
Arash había hablado como si aquella frase fuera su última palabra sobre el asunto y la
miró, irritado.
-¿Tú crees que el amor lo conquista todo, Lana?
-Lo que creo es que no me gustaría amar a un hombre que pensara como tú.
-¿Podría yo pedirle a una mujer que trabajara día y noche durante años para reconstruir
una casa que perteneció a mis ancestros, que había permanecido en pie durante siglos y
que ahora está destruida? -preguntó Arash, señalando a su alrededor-. ¿Podría un
hombre aceptar una esposa sabiendo que no podría ofrecerle más que su cansancio, que
no podría hablar con ella sin expresar su frustración, su angustia por no poder darle nada
hermoso, nada que alegrase sus vidas? ¿Qué pensarías de un hombre que exigiera a una
mujer que sacrificara su juventud y su alegría?
Lana se quedó pensativa durante unos segundos;
-Pensaría que a esa mujer le gustaría ayudarte, Arash.
-No puedo pedirle a una mujer que me ayude en una tarea que es solo obligación mía
-insistió él.
-Pero, ¿no acabas de decir que tu hijo heredará tus propiedades? Perdona, pero ese hijo
también seria hijo de tu mujer. ¿Por qué no va a ayudarte ella a reconstruir la herencia
de su hijo? -preguntó ella. Arash no contestó inmediatamente y Lana se dio cuenta de
que estaba tenso. Como era habitual cuando estaban juntos-. ¿Estamos hablando de
alguna mujer en concreto, Arash? ¿Hay alguien que está esperando a que tú
reconstruyas todo esto?
El negó con la cabeza.
-Una vez pensé que me casaría con la mujer que había elegido como esposa. Pero la
guerra terminó con ese sueño.
-Eso es una estupidez -le espetó Lana entonces, irritada.
Los ojos de Arash brillaron con furia masculina.
-No me insultes, Lana.
-Lo siento. Pero no puedo creer que no puedas ser feliz con la mujer que ha elegido tu
corazón solo porque la guerra te arrebató tu casa.
Arash la miró durante largo rato sin decir nada.
-Pero así es- murmuró por fin.
-¿Y ella está dispuesta a aceptarlo?
-Ella no sabe nada.
Lana se quedó atónita.
-¿No se lo has dicho? ¿Y si se casa con otro hombre?
-Sería lo mejor para ella.
-¿Estás enamorado de esa mujer o estamos hablando de un matrimonio concertado?
-Estoy enamorado de ella -contestó Arash sencillamente, pero en su voz Lana pudo
detectar una pasión tan cruda, tan desgarradora, que casi sentía lástima de la mujer. Si
algún día Arash al Khosravi liberaba aquella pasión, sería más abrasadora que las llamas
candentes de un brasero.
Capítulo Cinco
La tetera empezó a pitar en ese momento y Arash, alegrándose de la interrupción, se
levantó para buscar té y menta en el aparador.
-Espero que a Suhail y Sulayman no les importe que hayamos usado sus provisiones-
dijo Lana, agradeciendo también el cambio de tema.
-No les importará -sonrió él, acercándose a la ventana-. ¿Llevas tanto tiempo en mi país
y aún no sabes eso?
-Nadie puede vivir en Parvan sin aprender lo que es la verdadera generosidad- dijo
Lana-. ¿Son criados de confianza?
-Sí. Se han quedado en las ruinas de la casa para cuidar de ella -contestó él-. Pronto
volverán.
-Pero no esta noche, ¿verdad?
Hubo una pausa después de la pregunta, como si a Arash no se le hubiera ocurrido
pensarlo hasta entonces.
-Son las siete -murmuró, mirándola con sus indescifrables ojos oscuros. Aquella mirada
hizo que Lana sintiera un escalofrío.
-¿Qué ocurre, Arash? -preguntó, al ver que empezaba a ponerse las botas-. ¿Qué haces?
¿Dónde vas?
-A buscar a Suhail y Sulayman -contestó él-. No son jóvenes y hace demasiado frío para
ellos.
-¿No creerás que están ahí fuera con esta tormenta? Es imposible, ellos conocen bien
este valle y se habrán resguardado en alguna parte.
-Voy a buscarlos -insistió él, abriendo la puerta. El viento helado que entró en la
habitación movió la llama de la lámpara, casi apagándola por completo.
-¡Arash, hace demasiado frío, te congelarás!
-No te preocupes por mí.
Lana se levantó de un salto. Era como si todo el calor de la habitación hubiera
desaparecido de repente. Las sombras en las paredes parecían salvajes, siniestras.
-¡Arash, no puedes salir! -exclamó, sujetándolo por un brazo. Pero era ridículo y ella lo
sabía. Arash era un guerrero de las montañas y nunca habría podido contenerlo contra
su voluntad. Inesperadamente, él se detuvo y Lana lo miró a los ojos-. Por favor
-susurró-. Si sales ahora, moriremos los dos. ¿Qué podría hacer yo si tú no volvieras?
Él levantó una mano y apartó la suya delicadamente.
-Aquí estás segura -dijo Arash, antes de salir y cerrar la puerta tras de sí.
¿De qué tenía miedo Arash?, se preguntaba ella, sintiendo un escalofrío. No de que
Suhail y Sulayman se hubieran perdido en medio de la tormenta, de eso estaba segura.
Lana recordó entonces cómo la había mirado el hombre, como si luchara contra algo
que no podía explicar, y se preguntó si la tormenta, la noche, las sombras, habrían
despertado algún terrible recuerdo.
Quizá sufría algún trauma a causa de la guerra. Su abuelo había estado en Vietnam y
Lana había aprendido mucho sobre traumas viéndolo sufrir.
Y también sabía que Arash había participado en todas las batallas para intentar salvar su
país y el valle de sus antepasados.
-¡No, Dios mío, por favor!- susurró, tomando su chaqueta. En una fiebre de
impaciencia, se puso las botas y abrió la puerta-. ¡Arash! -lo llamó.
El viento la golpeaba hacia atrás, como si quisiera obligarla a volver a la habitación, y
Lana cerró la puerta usando las dos manos.
No veía nada, estaba completamente a oscuras y caminó unos pasos con los brazos
extendidos, luchando contra el viento, buscando una pared para sujetarse. La tocó antes
de verla y mantuvo una mano sobre ella mientras se movía. Unos minutos más tarde,
encontró la puerta de entrada del palacio e intentó abrirla. Furioso, el viento la apartaba
de sus manos y la golpeaba contra los goznes, casi arrancándola de cuajo, pero Lana
consiguió salir.
-¡Arash! -volvió a llamarlo, mientras el viento la lanzaba de rodillas sobre la nieve.
Con una tormenta como aquella, un hombre podía morir a cinco metros de la puerta de
su casa. Había oído historias como esa, historias de gente muerta de frío durante una
tormenta en las montañas, a unos metros de algún refugio que no habían visto en la
oscuridad. Lana intentaba escuchar, aterrada, pero solo oía el rugido del viento. ¿Dónde
estaba la casa, delante o detrás de ella?, se preguntaba. Había perdido la orientación.
Solo podía ver los copos de nieve cuyo patrón antes le había parecido el secreto de la
vida, pero que en aquel momento le parecía el baile de la muerte. Aun de rodillas, se
volvió hacia un lado y otro, la cara golpeada por la nieve. Nada. No veía nada. Sus
confusos sentidos parecían haber abandonado la lucha. Desesperada, se incorporó y
buscó la pared con las manos. No podía estar a más de un metro de la casa, pero si daba
un paso en la dirección equivocada se perdería definitivamente.
-¡Arash! ¡Arash! -volvió a gritar, pero el viento parecía tragarse su voz.
Una risa histérica subió a su garganta. ¿Qué estaba haciendo allí? Había ido a rescatar a
Arash y se había perdido a un metro de la casa. ¿De qué podía servirle al hombre?
Lo único que podría hacer en su ignorancia era morir con él. Pero, aunque no pudiera
hacer nada, no habría podido quedarse en la casa esperando, no habría podido dejarlo
solo. Si Arash estaba sufriendo algún recuerdo traumático de la guerra, podría estar
ciego y sordo ante su verdadera situación.
-¡Arash! -lo llamó de nuevo. Si podía encontrarlo, lo convencería para volver a la casa y
él sabría encontrar el camino. Lana empezó a rezar, caminando unos pasos, pero volvió
a caer de rodillas. El viento le impedía mantenerse erguida y la nieve golpeaba sus ojos,
cegándola. «No voy a dejar que muera », pensaba, decidida.
¿Qué haría su tribu sin él? ¿Qué haría Kavi si perdiera a su mejor amigo y consejero?
¿Cómo iban a sobrevivir si Arash muriese? «Tanta gente lo ama y depende de él... No
puedo dejar que muera de esta forma. No puedo dejarlo morir, todo el mundo lo ama.
Yo... yo...»-. ¡Arash! ¡Arash! ¿Dónde estás?
De repente, algo saltó sobre ella. Algo enorme. Lana lanzó un grito, aterrada, y cayó
sobre la nieve.
Durante un segundo se quedó tumbada, esperando las garras que terminarían con la
tormenta y con su vida.
Había aceptado la muerte. Pero, de repente, una luz se encendió en su cerebro: « ¡No
puedo morir, tengo que encontrarlo!», pensó, lanzando un golpe a ciegas. Tenía que ser
un lince, un felino de la montaña. Lana sintió que golpeaba al animal, que se apartó,
sorprendido.
-¡Lana!- gritó una voz.
-¿Arash? ¡Dios mío, Arash!
Dos veces intentó levantarse Arash, pero el viento lo lanzaba de nuevo contra ella.
-¿Qué demonios estás haciendo aquí?
-¡Te estaba buscando! ¡Menos mal que me has encontrado! -gritó ella, aliviada. Estaban
a salvo. Arash encontraría el camino de vuelta a la casa y la vida y el amor...
Era curioso lo cálida que parecía la nieve en ese momento. En el suelo, con el cálido
aliento de Arash sobre su boca, Lana entendía por primera vez las historias que había
escuchado sobre gente que se tumbaba a dormir en medio de un vendaval de nieve.
Nada le hubiera gustado más en ese momento que cerrar los ojos y dejarse envolver por
Arash...
Él volvió a gritar, pero el viento era tan fuerte que Lana no pudo entender lo que decía.
Arash se puso de rodillas, a pesar de su pierna herida y consiguió sentarla.
-¡Levántate!- ordenó. Lana sonrió.
-¡Eso es fácil de decir!
Finalmente, consiguieron levantarse y Arash la tomó de la mano. Para asombro de Lana,
unos pasos después entraban de nuevo por la puerta principal. Era increíble que hubiera
estado tan cerca. Le había parecido estar perdida en medio del Ártico.
Entre los dos consiguieron cerrar la puerta contra un viento que no parecía querer
soltarlos de sus garras y, unos segundos después, volvían a la habitación donde el
brasero, afortunadamente, seguía encendido.
Arash clavó los dedos en sus hombros y Lana sintió que su carne ardía bajo capas y
capas de ropa.
No podía encontrar palabras para los pensamientos que daban vueltas en su cabeza.
Algo peor que la muerte le había sucedido en medio de la nieve. Algo mucho más
peligroso.
La amenaza de la muerte había pasado, pero otra amenaza seguía presente. Estaba en los
ojos del hombre, en la necesidad imperiosa que sentía de apoyar la cabeza sobre su
pecho para asegurarse de que Arash era real.
Ese era el peligro, que el roce con los dedos de la muerte hubiera desgarrado un velo. Y
tras el velo había una verdad que Lana no quería ver...
El tiempo pareció pararse mientras observaba parpadear al hombre, mientras observaba
el pulso en su cuello que daba música a su vida. Mientras lo observaba entreabrir los
labios y volver a cerrarlos con fuerza.
Lana recordó otro tiempo, cuando él la había abrazado, cuando su vida había estado en
una balanza, como en aquel momento.
«No tengo nada que ofrecerte», le había dicho él entonces.
Y era cierto.
Lana cerró los ojos y sintió que Arash la apretaba en un movimiento convulso antes de
soltarla.
Después de eso, se quitaron chaquetas y botas en silencio y volvieron a la mesa, donde
la lámpara, afortunadamente, seguía brillando y las brasas del carbón ardían, iluminando
la estancia de rojo.
Lana, de repente, se sentía hambrienta y, tirándose sobre los almohadones, tomó un
trozo de pan.
-BismAllah -murmuró, antes de empezar-. ¿Tú no tienes hambre?
Arash, de pie sobre ella, la miró con sus ojos oscuros.
-Sí. Estoy hambriento.
Arash sacó de la mochila una tartera de aluminio con asado de cordero y la colocó sobre
el brasero. Después, echó sobre el arroz que seguía cociéndose unas especias que había
encontrado en el aparador.
El estómago de Lana empezó a hacer ruidos cuando el aroma llenó la habitación. La
experiencia que acababa de vivir había despertado un hambre furiosa, una sensación que
nunca antes había sentido.
Cenaron en completo silencio, cada uno perdido en sus pensamientos.
-¿De verdad crees que Suhail y Sulayman pueden estar atrapados en medio de la
tormenta?- preguntó después, cuando Arash estaba sirviendo el té en los delicados vasos
tradicionales.
-No- contestó él.
-¿Y por qué saliste a rescatarlos?
-No salí a rescatarlos -contestó él, mirándola con aquellos ojos intensos-. Fui para
traerlos a casa.
-¿Por qué?
En los ojos del hombre hubo un destello.
-Lana, tú sabes por qué me marché. ¿Por qué quieres seguir hablando de ello?
-No te entiendo.
-¿Qué sería más estúpido y peligroso que hablar de eso ahora?
-Arash, de verdad no te entiendo -murmuró ella, confusa-. Si crees que Alinor me ha
contado algo, te equivocas.
-¿Alinor? Alinor no tiene que contarte nada. Tú lo sabes -dijo Arash. Lana lo miró,
absolutamente en blanco-. ¿De qué crees que estoy hablando?
-Mi abuelo estuvo en la guerra -empezó a decir ella-. Y después solía tener sueños,
recuerdos que no podía controlar. Era algo que le hacía sufrir mucho -añadió. Pero
cuando miró los ojos del hombre, se dio cuenta de que se había equivocado.
-Yo pertenezco a una raza de guerreros, Lana. Siempre hemos luchado para mantener
nuestras tierras, para defender a nuestra gente. Tengo heridas, como el resto de mis
compatriotas, pero esos recuerdos de los que hablas son para los Kaljuks, para que
recuerden siempre que empezaron una guerra injusta y la perdieron- explicó Arash. Ella
asintió, hipnotizada-. Tú no eres tan ingenua, Lana.
-Yo no sabía... ¿qué otra cosa podía pensar? -preguntó ella. Arash sacudió la cabeza, en
silencio, tomando su té-. ¿Por qué no me lo explicas?
Lana escuchó el golpecito de su taza sobre el plato.
-¿Por qué insistes en hablar de ello? ¿Qué es lo que quieres? -preguntó él, exasperado-.
¡Estamos solos! ¡Tú sabes bien lo que puede pasar!
Lana lo miró, incrédula y furiosa.
-¿Qué estás diciendo? -exclamó. Arash la miró sin decir nada-. ¡No lo puedo creer!
¿Estás diciendo que saliste en medio de una tormenta, arriesgando tu vida, solo para
buscar una carabina?
Capítulo Seis
-¡No lo puedo creer!
Estaba tan indignada que la sangre parecía habérsele subido a la cabeza.
-¿Qué es lo que no puedes creer? -preguntó él, con calma-. En mi país, un hombre y una
mujer que no están casados no duermen bajo el mismo techo. Y tú lo sabes.
¡Qué comentario tan ridículo y arcaico!, pensó ella. Después de todo lo que había
ocurrido aquel día, después de lo que había ocurrido entre ellos años atrás, aquello era
demasiado.
-¿Por qué? Explícamelo. Tú no vas a intentar seducirme, de eso estoy segura. Entonces,
¿por qué? ¿Es que crees que yo intentaría seducirte?
-¿Es eso tan imposible?
Lana se echó hacia atrás, como si la hubiera golpeado.
-Ah, claro, ya entiendo. No sería la primera vez, ¿verdad?- dijo, con amargura-. Pero
todos aprendemos, Arash. Y yo estoy inmunizada contra tus encantos. No voy a
lanzarme a tus brazos por segunda vez.
-¡No estoy sugiriendo que fueras a hacer eso!
-¡Pues lo parece!
-Solo porque quieres estar enfadada conmigo.
-¡Eso no es verdad!
-Mira, Lana, creas lo que creas, no era eso lo que quería decir. ¿Por qué inflamas tus
sentimientos de esa forma? ¿No te das cuenta de lo peligrosas que son las emociones en
esta situación?
-¡Te aseguro que mi furia no va a transformarse en amor, Arash!
Arash se quedó mirándola en silencio hasta que Lana apartó la mirada, incómoda.
-No voy a discutir contigo -dijo por fin, con calma-. Soy el heredero de mi padre, el
líder de la tribu de Aram. La gente de mi pueblo se sentiría muy disgustada si supiera
que he pasado la noche con una mujer que no es mi esposa. Esa debe ser razón
suficiente para ti.
-¡Por favor, Arash, hay una tormenta feroz!
-Esa es otra de las razones por la que no deberíamos estar aquí.
-¿Qué es lo que quieres decir? ¿Que es posible que olvidemos quién somos o que tu
gente imaginará que lo hemos hecho?
-Da igual. Estamos solos y no podemos hacer nada. Excepto no bajar la guardia y...
-¡Por favor!- la interrumpió ella-. ¿Hubieras preferido que nos quedásemos en el jeep?
¡Ahora estaríamos congelados o enterrados bajo una avalancha!
-¿Por qué quieres enfadarme diciendo esas cosas, Lana? ¿Es que no te das cuenta de lo
que está pasando?
-Lo que creo es que tu arrogancia es increíble. La gente de este valle no es tan
ignorante...
-El pueblo de mi padre no tiene televisión, pero conoce la diferencia entre un hombre y
una mujer. A ti te han educado para que creas que estás por encima de todo eso, pero no
es así.
-¿Estás intentando decirme que me voy a ver arrastrada por un incontrolable deseo solo
porque estamos solos? Si es así, no podrías estar más...
De repente, él la tomó por la muñeca. La fuerte y oscura mano del hombre, encallecida
por el trabajo duro, en contraste con su suave mano blanca.
La cara del hombre estaba en sombras, el violeta oscuro de sus ojos reflejaba la
diminuta llama de la lámpara.
Cuando ella miró el reflejo, su sangre se calentó y su corazón empezó a latir, desbocado.
-Yo soy un hombre, Lana -dijo Arash-. Y tú una mujer. Esa es toda la explicación que
necesitas.
De repente aquella frase pareció un encantamiento. Era como si por nombrar un tigre, el
animal hubiera aparecido. Él era un hombre. Ella, una mujer. Una mezcla peligrosa y
tan predecible como la fórmula de la dinamita.
Arash era un hombre fieramente atractivo, poderoso, un hombre con carisma y
magnetismo. La furia que veía en sus ojos y el gesto firme de su boca contribuían a
aumentar su atractivo, como un perfume que podía ahogarla, anular su razón.
Lana tragó saliva.
-¿Qué significa eso? -susurró.
Él no contestó. Solo la miró con una posesividad que la quemaba, que encendía un
volcán en el centro de su ser. Lentamente, como si esa fuera su respuesta, él la empujó
suavemente sobre los almohadones. La llama que veía en sus ojos invadió sus muslos,
su vientre, extendiéndose por sus miembros, como un incendio.
-¿Por qué me obligas a hacer esto?- preguntó él, en voz baja-. Desde el principio, sabías
cuál era el riesgo.
-No -protestó ella débilmente
Arash acariciaba su garganta, su barbilla. La boca del hombre, a unos centímetros de la
suya, la llenaba de deseo. Solo una vez en toda su vida había sentido Lana tal excitación
salvaje, tal primitiva pasión.
-No creo que hayas olvidado. Y sabes que entonces también luché para que no ocurriera
-murmuró Arash.
Lana no podía hablar. Él seguía sujetando sus manos, inmovilizándola. Estaba tumbada,
con el cabello rojo alrededor de su cara, como una flor abierta-. ¿Qué hacemos, Lana?
¿Debemos abandonarnos a esta dulce locura que no puede tener futuro? ¿Quieres
arriesgarte?
Aquellas palabras despertaron un dolor que creía haber olvidado. Se había convencido a
sí misma de que aquello nunca había ocurrido y, de repente...
Lana cerró los ojos para no ver la cara del hombre sobre la suya.
-Esta vez no -murmuró-. Suéltame.
Arash cerró los ojos y lentamente, como si estuviera haciendo un esfuerzo
sobrehumano, la soltó. Se levantó torpemente del suelo con su pierna herida, se acercó
al cubo de agua y tomó un sorbo, dándole la espalda.
Después, tomó la linterna y levantando el tapiz, salió de la habitación sin decir una
palabra.
Lana se quedó tumbada sobre los almohadones, con la mente en blanco. Cuando se
incorporó, su mente seguía vacía. Parecía no tener pasado, ni presente, ni futuro.
Cuando tomó la taza de té, miraba su mano como si fuera la mano de otra mujer.
-¿Bailar? -repitió él. Arash la tomó por la cintura con fuerza y en la semioscuridad del
salón, Lana vio el brillo en los ojos oscuros del hombre. No se había equivocado. Arash
Khosravi no podía resistirse a sus encantos, pero el baile que él tenía en mente no
necesitaba música.
Bailaron. Un baile lento, sinuoso, olvidándose de lo que los rodeaba, su mirada limitado
a los ojos del otro. El cuerpo del hombre se apretaba contra el suyo, se derretía contra el
suyo y Lana se maravillaba de aquel fenómeno; ella era ella misma y, a la vez, parte de
aquel otro ser...
¿Arash luchó contra sí mismo durante aquel baile? Nunca lo sabría. Cuando la
oscuridad los envolvió y ella abrió los ojos vio sin sorpresa que habían salido del salón
y habían bailado por el pasillo hasta una habitación completamente a oscuras.
El lujoso apartamento de Kavi, que sus guardaespaldas compartían con él, estaba en el
segundo piso de la embajada de Parvan y, en medio de las sombras, Arash apretaba su
cintura con tal fuerza que casi le hacía daño. Un segundo después, la tomaba en brazos
y, sin dejar de besarla, la llevaba a otra habitación...
Parecía como si el tiempo tuviera un peso y una medida que ella nunca antes había
entendido. Arash cerró la puerta y se apoyó sobre ella, sin soltarla. Lana bajó las piernas
y se dejó caer sobre el cuerpo del hombre, mientras seguían besándose.
Ningún beso la había emborrachado como los besos de Arash. La presión del duro
cuerpo masculino sobre el suyo hizo que apartara la boca un segundo para tomar aire.
Él besó su garganta en la oscuridad y Lana acarició su pelo, su cara, con manos
temblorosas. Era todo lo que tenía que saber, que estaba en los brazos de Arash. Nunca
había sentido aquella hambre de besos, nunca había deseado tanto las caricias de un
hombre.
-Lana -susurró él, su voz urgente y ronca-. No tengo nada que ofrecerte.
-¿Qué? -murmuró ella, sonriendo.
-No tienes futuro conmigo, Lana. Mañana me voy a la guerra y no volveré. Si esperas
algo más dime que no ahora, Lana. Dime que no.
Lana no podía creer lo que estaba oyendo. Arash la tenía apretada contra su pecho y su
corazón le decía que el deseo del hombre, como el suyo, era más que sexual.
-Me arriesgaré- susurró.
Lana había lavado los platos en un cubo de agua, con el jabón gris que usaban las
mujeres parvaníes, cuando Arash volvió a entrar a través del tapiz, con un saco de
carbón y la cabeza cubierta de nieve.
-¿Vamos a dormir aquí? -preguntó, para romper la tensión. Él la miró y, sin contestar,
tomó el brasero y lo colocó al otro lado de la habitación. Lana se mordió los labios y,
durante unos segundos, siguió secando los platos y colocándolos en el aparador. Arash
levantó la tapa del brasero y empezó a echar carbón sobre las brasas encendidas-.
¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos? -volvió a preguntar. Arash, de nuevo, no contestó-.
¿Qué haremos para comer? -insistió ella. Estaba temblando y no era de frío.
-Saldremos por la mañana a buscar comida -dijo él por fin-. Pero ahora hay que apagar
la lámpara para conservar el cabo.
Lana, obedientemente, puso los almohadones sobre la alfombra a ambos lados del
Korsi, una especie de taburete muy alto que Arash había colocado sobre el brasero.
Después, en un ritual que tenía cientos de años de antigüedad, juntos colocaron las
mantas a ambos lados del korsi, haciendo una tradicional cama parvaní.
Lana había visto familias enteras dormir de ese modo. El korsi mantenía las mantas
apartadas del brasero y el calor se conservaba mejor que en una cama occidental.
Aunque también tenía sus desventajas. Si la habitación no estaba bien ventilada, se
podía morir al inhalar monóxido de carbono. Pero Arash levantó el tapiz que cubría la
entrada para airear la estancia y Lana se atrevió a enfrentarse de nuevo con el frío para
ir al lavabo.
Cuando volvió, todo estaba preparado para irse a dormir.
Solo se quitaron los jerseys y los pantalones que llevaban sobre los vaqueros antes de
tumbarse y cuando Arash apagó la lámpara, la oscuridad cayó sobre ellos como otra
manta. Lo oyó tumbarse sobre los almohadones, sabiendo que estaba al otro lado del
brasero y su corazón empezó a latir con fuerza.
-Buenas noches -murmuró.
-Buenas noches, Lana.
El intercambio de palabras en la oscuridad pareció subrayar su soledad y Lana deseó de
repente estar más cerca de él, a su lado.
Pero se había arriesgado una vez. Y no volvería a hacerlo.
Sin soltarla, Arash encendió una lámpara.
Aunque estaba decorada al estilo árabe, con preciosas alfombras y telas sobre las
paredes, la habitación era completamente impersonal. No había un solo libro ni una
fotografía y las maletas al lado de la puerta lo decían todo.
Él la miró un momento en silencio, como esperando que ella cambiase de opinión. Por
la mañana, le decía aquella mirada, no habría ni rastro de él en aquella casa.
Pero Lana estaba ciega y sorda ante la advertencia.
-Hazme el amor, Arash -susurró.
Él la tomó de la mano y la llevó hacia la cama. Parecía el sultán de sus sueños, con los
pantalones y la túnica de seda blancos y un chaleco bordado en oro.
Arash le quitó el vestido como ella había soñado que haría cuando, antes de la fiesta, se
había puesto aquella ropa interior tan especial.
Lana llevaba unos pantaloncitos verdes de la más fina seda que se cerraban bajo la
rodilla y una especie de chaleco que apenas cubría sus pechos, dejando su vientre al
descubierto.
-Un pijama de harén- había dicho que era aquello la vendedora en la exclusivísima
tienda de moda.
Parecía la versión hollywoodiense de una concubina, voluptuosa, sus pechos
amenazando con escapar del diminuto chaleco, sus caderas y muslos llenos, femeninos
y firmes. Su piel, como la crema, el pelo rojo cayendo sobre su espalda...
Sentado al borde de la cama, Arash la colocó sobre sus muslos abiertos y depositó un
beso sobre su estómago sin dejar de acariciar su espalda, su trasero a través de la seda,
sus muslos... sus pechos, sus hombros.
Después, se encontró a sí mismo arrodillado frente a ella, besándola por encima de los
pantalones de seda, apartando lentamente la tela para que su boca estuviera cada vez
más cerca... Arash levantó las manos y desabrochó los dos botoncitos de perla del
chaleco para que sus pechos quedaran libres. El embriagador endurecimiento de los
pezones femeninos le decía que su roce era placentero para ella...
El hombre y la mujer eran uno solo cuando Arash la tumbó sobre la cama y se tumbó a
su lado, sobre ella y, finalmente, dentro de ella...
Él no había esperado llorar en el momento de la unión, no había esperado sentir la
profunda conexión que le decía que, desde aquel momento, solo entendería el universo a
través de aquella mujer.
Nunca había sido barrido por tal profundo y salvaje placer, nunca había gritado un
nombre como si fuera una respuesta a todas las preguntas que pudiera hacerse, en aquel
momento y siempre.
Lana se despertó en medio de la noche. Había llorado en sueños, pero no recordaba por
qué. Poco a poco, las imágenes acudían a su cabeza. Había llorado soñando con la
noche en la que le había pedido a Arash que bailase con ella. Hasta entonces no había
recordado aquella otra noche en mucho tiempo. La había apartado de su mente.
El recuerdo era claro, inmediato, como si algo en la oscuridad la llevara atrás en el
tiempo. Como si se hubiera despertado como la persona que fue en aquel momento,
sintiendo de nuevo la pasión, el anhelo que había sentido por Arash, la necesidad de
tocarlo, de creer que ella significaba algo para él.
Arash no había sabido que era virgen y él era un hombre muy grande. Sus gemidos de
placer y dolor habían sido ahogados por los gemidos de pasión abrumadora del
hombre...
Se había quedado dormida cuando los pájaros empezaron a cantar, sintiendo que era la
canción de su corazón, sintiéndose una con Arash, sobre cuyo pecho apoyaba la cabeza,
cuyos fuertes brazos la sujetaban diciéndole sin palabras que se pertenecían.
Lana se había despertado sola. Cuando se sentó sobre la cama con una sonrisa, miró
alrededor... y solo vio su ropa colocada sobre una silla.
Las maletas habían desaparecido, igual que la ropa de Arash. No había rastro alguno de
él y Lana se sintió sola en el mundo.
Saltó de la cama, se vistió a toda prisa y salió al pasillo, pero solo encontró a los
encargados de la limpieza. El príncipe y su gente se habían marchado una hora antes.
Lana volvió al dormitorio para buscar una nota, un mensaje... nada. Le preguntó a las
limpiadoras. Nada... no habían visto ningún papel, nadie había dejado ningún mensaje.
Y fue allí, en medio del salón de la impresionante embajada de Parvan, delante de unos
extraños, donde Lana entendió por fin sus sentimientos.
Lentamente, como si hubiera perdido la razón, salió a la calle, paró un taxi y volvió a su
casa.
Había un mensaje de Alinor en el contestador.
-¿Dónde te has metido, Lana? Siento mucho no haber podido despedirme de ti...
Pero ningún mensaje de Arash.
«No tengo nada que ofrecerte, Lana».
Lana entendió entonces. No podía ofrecerle amor, porque no la amaba.
Ella, sin embargo, estaba enamorada de él. Loca, profunda y apasionadamente
enamorada de él. Con un amor que le rompía el corazón.
En aquel momento lo recordaba todo... cosas que había olvidado, que se había obligado
a sí misma a olvidar para poder sobrevivir.
Él creía que Parvan iba a ser invadido inmediatamente por el país vecino y volvía a su
país para luchar.
Una vez le había preguntado cuál sería el resultado de la guerra. También había
olvidado eso. Pero en aquel momento lo recordaba como si acabara de hacerle la
pregunta.
Recordaba la tristeza en su expresión, como si presintiera la pérdida de todo lo que le
era querido.
-Significa la destrucción total, Lana -le había dicho-. Somos un país muy pequeño y
nuestras reservas de petróleo están situadas en las montañas, en lugares de difícil
acceso. Kaljukistán tiene mucho petróleo y muchos intereses económicos extranjeros. Y
también tiene un arsenal que dejaron atrás los soviéticos. ¿Quién va a ayudarnos?
¿Quién va a ponerse de nuestro lado? Todas nuestras riquezas, que han ido pasando de
generación en generación, serán hipotecadas para comprar armas... no nos quedará nada.
-¿Crees que ellos ganarán la guerra?
-No podrán ganarla, a menos que maten a todos y cada uno de los parvaníes. Mientras
quede uno de nosotros vivo, no podrán ganar.
Lana habría ido con él. Habría luchado a su lado, habría ayudado a las mujeres de su
pueblo durante un tiempo de horror, pero sabía que Arash no lo habría permitido.
Había pensado en él constantemente durante aquel tiempo, a veces sin saber durante
meses si seguía vivo o había muerto. La guerra entre Parvan y Kaljukistán no era un
tema de interés para los periodistas y Lana había sufrido sin saber de él, esperando el
golpe que rompería su corazón en cualquier momento.
Un día en la universidad, un compañero le había dicho que uno de los acompañantes del
príncipe Kavi había muerto en la guerra y su corazón se había parado. No era una
sensación. Lana estaba segura de que se había parado durante unos segundos, como si
hubiera querido morir al lado de Arash.
Pasaron veinticuatro horas antes de que alguien le dijera que era Jamshid quien había
muerto. Lana sintió una profunda tristeza por el joven alegre, muerto en una guerra que
a nadie parecía importarle.
Jamshid había dejado detrás una esposa que había dado a luz unos meses después de
recibir la noticia de su muerte y Lana la envidiaba porque tenía un niño que le
recordaría para siempre a su padre.
Si Arash hubiera muerto, ella no tendría nada. Nunca había oído una palabra de amor de
sus labios. No tendría nada excepto el recuerdo de unas horas de pasión física que no
habían significado nada para él.
Como si el sueño hubiera roto una armadura bajo la que guardaba su corazón, el dolor
de su amor por Arash parecía renovado, en carne viva, y Lana tuvo que ponerse la mano
en la boca para que él no la oyera llorar.
Había sido una estúpida imaginando que había sellado su corazón. El amor era una
realidad cruel de la que no se podía escapar.
Había ido hasta Parvan solo para verlo. Le había pedido dinero a su padre, a sus amigos,
a extraños, había trabajado más de lo que había trabajado en toda su vida para ayudar a
la gente de su pueblo, pero también para volver a verlo. Había pasado hambre cuando la
gente de Parvan pasaba hambre, había llorado cuando los veía sufrir, había hecho lo
imposible para ayudarlos a reconstruir sus vidas...
Porque un hombre que no sentía nada por ella le había dicho una noche con el corazón
roto: «No nos quedará nada».
Capítulo Siete
La habitación estaba helada cuando se despertó.
-¡Qué frío! -exclamó al apartar las mantas. En calcetines, corrió al lavabo y cuando salía
escuchó ruidos en el techo. Arash había subido al tejado y estaba clavando una pieza de
madera sobre el agujero.
Una vez en la habitación, Lana guardó cuidadosamente las mantas y el kersi y se dedicó
a reavivar el fuego del brasero.
Como su amor, se había quedado en las brasas, pero aquella noche con Arash lo había
reavivado y volvía a quemarla por dentro...
Había sido una estúpida al aceptar aquel viaje con él. ¿Por qué no había escuchado la
voz interior que la advertía del peligro? Debería haber abandonado la idea de viajar a las
montañas si él iba a ser su acompañante.
Lana se obligó a sí misma a apartar a Arash de sus pensamientos y empezó a buscar
algo de desayuno.
Cuando él volvió a entrar en la habitación, frotándose las manos heladas, había
preparado té, naan con mantequilla y melocotones en conserva.
-¡Qué bien! Aquí hace calorcito- dijo él, quitándose las botas y sentándose sobre los
almohadones-. En la otra habitación hay un calentador que funciona con gasolina.
Después de desayunar, podemos ir a ver si encontramos algo de combustible.
-¿Dónde has encontrado la madera para el tejado?
-La coloqué allí hace unos meses, pero el viento la había arrancado- explicó Arash,
mientras ella apartaba el pan del brasero y lo colocaba rápidamente sobre el plato con
un gesto de dolor. Arash se echó a reír-. Puedes utilizar un paño para no quemarte.
Lana miró sus ojos, que brillaban divertidos, preguntándose cómo había podido
convencerse a si misma de que no sentía nada por aquel hombre.
Su amor parecía haber estado siempre allí, siguiéndola como una sombra a todas partes.
Lana había esperado que, a la luz del día, aquellos pensamientos desaparecieran, como
la mayoría de las preocupaciones que asaltan a los humanos durante la noche, pero solo
tenía que mirar la cara de Arash para saber que no podía esconderse bajo una capa de
indiferencia.
-Arash... -empezó a decir. Pero no pudo terminar la frase. ¿Qué iba a decir? « ¿Acabo
de darme cuenta de que sigo enamorada de ti?»
-¿Sí?
-¿Quieres té?
-Gracias.
-¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí?
-Quizá podamos irnos mañana- contestó él-. Pero no lo sabré seguro hasta que deje de
nevar.
-¿Crees que podremos comprar comida en alguna parte?
-Supongo que sí. Lo que si encontraremos seguro serán armas y municiones -dijo Arash,
pensativo.
-¿Quieres decir que vas a ir de caza?
-Si es necesario... Pero antes quiero ver el estado de la casa a la luz del día. ¿Quieres
venir conmigo?
Ella asintió. Deseaba ver la casa en la que Arash había nacido y había pasado su
infancia, como si aquello fuera a darle alguna clave.
Al otro lado del tapiz había un pasillo y, al final, unas escaleras que terminaban en una
enorme sala. La guerra había destruido en parte ventanas, paredes y suelos, pero no
había duda de que, una vez, aquella había sido una residencia palaciega.
Pasaron por delante de una sucesión de habitaciones y Arash parecía ir tomando nota
mental de los daños. En las paredes desnudas había manchas donde antes habían
colgado obras de arte y Lana sacudió la cabeza, con tristeza.
-¿Las obras de arte...? -empezó a preguntar.
-Mi padre las vendió para comprar armas -contestó él y Lana recordó la noche en la que
Arash había presentido la tragedia.
«Si lo hubiera consolado aquella noche», pensó. «Si lo hubiera abrazado y le hubiera
dicho que lo amaba...».
-Lo siento. Esta casa debía de ser preciosa -murmuró. Él no dijo nada y siguieron
pasando de habitación en habitación. En muchas de ellas había muebles, hermosas
piezas árabes e indias que empezaban a estropearse por falta de cuidados-. Sería mejor
que alguien viviera aquí, Arash. Los muebles están empezando a estropearse.
-Pronto volveré a esta casa -dijo él.
«Cuando llegues al palacio de Omar, quiero que descanses durante un tiempo antes de
volver al valle de Aram para realizar la tarea que te espera allí...», recordó Arash las
palabras del príncipe Kavi.
¿Qué motivos podría tener Kavi para pedirle que acompañase a Lana en aquel viaje?, se
preguntaba, perplejo.
¿Sería un plan que el príncipe no había querido revelarle?
Era inconcebible que Kavi no hubiera querido revelarle los detalles de una misión
secreta y, sin embargo...
«Hazme el amor; Arash...»
Arash cerró los ojos para apartar de sí los recuerdos. La luz de la lámpara sobre la piel
blanca, los ojos femeninos brillando para él, el peso de sus pechos en sus manos, los
dulces gritos de pasión y sorpresa.
Había llevado aquellos recuerdos con él cada noche durante la batalla... y esos sueños
eran como un viaje por la hermosa montaña, en contraste con el dolor y la destrucción
de la guerra.
Arash respiró profundamente. Iba a necesitar controlarse con mano de hierro para
soportar aquellos días con Lana.
-Este es el vestidor de mi madre. Puede que siga habiendo ropa suya y quizá haya algo
que puedas usar -dijo Arash, entrando en una habitación llena de armarios y baúles.
Cuando abrió uno de los armarios, Lana vio que cada vestido estaba cubierto por una
funda de seda blanca. Olía a especias y a perfume.
-¿Dónde está tu madre?
-Cuando acabó la guerra, se fue a vivir con mi hermana. No le gustaba vivir sola en esta
casa, donde había sido tan feliz con mi padre.
-Lo comprendo -murmuró Lana.
-Elige lo que quieras.
-Gracias -dijo ella, abriendo una de las fundas. Era una túnica de seda púrpura, bordada
en pedrería.
-Espero que haya algo más de abrigo- sonrió él, sacando otra de las fundas. Pero cuando
la abrió, encontraron un camisón de varias capas de seda color turquesa, bordado con
perlas. El erótico perfume de la prenda decía que una mujer se lo había puesto... para
excitar a un hombre.
Lana carraspeó para disimular su turbación.
-Nunca había visto algo parecido,
-Mi madre solía ponerse cosas preciosas para mi padre.
Los dos se miraron en silencio durante unos segundos.
-¿Era un matrimonio concertado? -preguntó Lana.
-Mi padre vio a mi madre un día montando a caballo en el río. De repente, su caballo se
encabritó y mi padre, que era un jinete experto, consiguió colocarla sobre su montura
antes de que el animal la tirase.
-¿Y se enamoraron?
-Mi padre se enamoró de ella nada más verla.
-¿Y qué ocurrió después?
-Que la besó y mi madre se puso colorada. Que un hombre bese a una mujer nada más
conocerla es algo insólito en mi país y mi madre le preguntó si era así como los
Khosravi elegían a sus concubinas. Mi padre se enfureció y le dijo: « ¡Así es como los
Khosravi eligen a sus esposas!» -siguió diciendo-. Después la llevó a casa de su padre y
pidió su mano. El mismo día, unas horas después de haberla conocido.
-¿Esa historia es cierta? -sonrió Lana.
Arash sonrió también. Su voz se había suavizado hasta hacerse casi un murmullo.
-Es la historia que contaba mi padre. Y mi madre añadía que su caballo se había
encabritado porque ella había querido -añadió. Lana soltó una carcajada y Arash se
volvió de golpe, como si de repente hubiera visto en ella algo que no quería ver-. Creí
que era un abrigo -dijo en voz baja, mientras guardaba la prenda en el armario-. Puedes
volver después y elegir lo que quieras. A mi madre le gustaría que lo hicieras.
-¡Un baño! -exclamó Lana entonces, volviéndose hacia otra de las puertas-. Pero
supongo que no funcionará.
-No hay agua ni electricidad, lo siento.
Arash se quedó en el umbral mientras Lana entraba en el hammam privado de su madre
y tocaba las hermosas piezas de mármol. Recordaba momentos de su infancia allí, la
habitación llena de vapor, su madre en la bañera, riendo con sus criadas o envuelta en
una gran tela blanca, eligiendo su perfume... a Arash le encantaban los perfumes, el olor
de las mujeres...
-¡Qué frascos tan preciosos! -exclamó Lana.
Había jabones y perfumes en el baño. Estaban llenos de polvo, pero el polvo no podía
borrar la belleza de aquellos frascos de cristal tallado ni los hermosos colores rojos,
turquesas y esmeraldas de los perfumes y aceites.
Cuando abrió uno de los frascos y lo acercó a su nariz, fue como si la transportaran a
otro mundo. Aquel era el olor de una mujer encantadora, rica, mimada y amada por su
marido, una mujer en plena confianza de su sexualidad que, después de bañarse y
perfumarse, se ponía un camisón de seda bordado de perlas...
Arash recordaba una vez cuando era pequeño. Había tomado uno de aquellos frascos de
perfume y, con sus torpes manitas, lo había dejado caer sobre el suelo de cerámica.
Un perfume embriagador lo había abrumado entonces. Recordaba la intensidad de la
experiencia, cómo se había reído, cómo se había agachado y se había mojado las
manitas con el perfume. Una de las criadas había tenido que apartarlo para que no se
cortara con el cristal roto.
Eran momentos felices y nadie lo había regañado. Su madre no tenía costumbre de
gritar por algo tan simple como un frasco de perfume roto y todos se habían quedado
encantados al ver su éxtasis infantil, la alegría sensual del niño, en un país de
sensualidad extrema.
-¡Qué feliz será un día tu esposa! -había sonreído su madre, pero el niño Arash no había
entendido entonces.
Cuatrocientos años antes, el profeta había dicho: «El hombre ama los perfumes, a las
mujeres y la alegría del rezo». Y la tribu de Aram seguía creyendo que un niño que ama
los perfumes sería un buen marido y un buen hombre porque, como el profeta, amaría a
las mujeres y buscaría su guía hacia la verdad...
Él solo había entendido aquello la noche que había tenido a Lana entre sus brazos.
Aquella noche sus sentidos se habían visto embriagados por ella como el día que había
roto el frasco de perfume de su madre...
Pero era otro tiempo, otra vida.
Todo eso había desaparecido. Solo unos cuantos frascos de perfume adornaban la mesa
del tocador, donde antes había habido docenas. Y donde él había dejado caer uno que se
había roto en pedazos, como su vida.
Siguieron revisando la casa y Arash pasó por delante de algunas puertas, sin abrirlas.
Lana imaginó que serían las habitaciones de su padre y su hermano y que Arash no
podría soportar verlas vacías.
Más tarde llegaron a la zona de la casa más dañada por la guerra. Era la zona que se
abría al valle y las paredes estaban demolidas.
Lana se quedó parada bajo la nieve que entraba por el tejado hundido, mirando aquellos
escombros con el corazón en un puño.
Entonces, además del ruido de la garganta, escuchó otro...
-No hace falta que sigamos mirando... -estaba diciendo Arash.
-¿Qué es ese ruido?- lo interrumpió ella, tomándolo del brazo.
-¿Oyes algo?
Era un sonido suave, como un llanto.
-Creo que es alguien llorando.
-¿Dónde? -preguntó él. Lana señaló hacia el Este, hacia el río. Allí había un edificio
cuadrado rematado por una bóveda, con ventanas cubiertas por listones de madera. De
nuevo volvieron a escuchar el sonido, más fuerte que antes-. Es posible que alguien se
haya refugiado en el majlis. Vamos- ordenó, como tenía por costumbre.
El majlis era el lugar donde el jeque pedía consejo a los ancianos del poblado y donde
se tomaban las decisiones importantes. Lana lo siguió a través de la nieve. Su corazón
latía con fuerza. ¿Y si era un niño? Si había pasado la noche allí sin un brasero, sería un
milagro encontrarlo vivo. Las enormes puertas de madera se abrieron con facilidad ante
el empujón del hombre y un fuerte olor los sorprendió-. Ya Allah -murmuró Arash, más
para sí mismo que para ella-. ¿El majlis de mi padre convertido en un establo?
-¿Qué ocurre, Arash?
-Espera -dijo él, abriendo las ventanas. Lo que descubrieron fue un pequeño rebaño de
ovejas, unas cuantas gallinas y una mula que mascaba paja-. Mira -dijo Arash. En la otra
esquina, una oveja los miraba mientras sus dos corderitos recién nacidos mamaban
furiosamente, moviendo las diminutas colas.
-¡Qué preciosos! -exclamó Lana-. ¿Crees que podrán sobrevivir al frío?
-Los corderos sobreviven incluso en peores circunstancias -dijo él-. Pero estarán mejor
si les damos un poco de calor -añadió, señalando una estufa.
-Qué pena, me hubiera gustado tenerlos conmigo.
-Intenta decirle eso a su madre -sonrió Arash, acercándose a la estufa para llenarla de
leña. Encendió una cerilla y, unos momentos después, una luz roja iluminaba la
estancia-. Bueno, al menos sabemos que Sulayman estuvo ayer aquí porque hay cenizas
recientes y los animales tienen comida.
Lana sintió una punzada de dolor en el corazón. Sabía lo importante que era el majlis
para las familias de Parvan. Y el de la familia Khosravi se había convertido en un
establo... Aquello debía romper el corazón del hombre, pero no lo demostraba.
Si le hubiera dicho que lo amaba, si le hubiera pedido que se casara con ella, ¿la habría
aceptado Arash solo para reconstruir la herencia de su familia?
Pero no tenía que casarse con ella. Lana le había ofrecido ayuda sin pedir nada a cambio
y él la había rechazado.
Arash fue al río para llenar dos cubos de agua fresca y, de vuelta en el kajlis, su mirada
parecía irremisiblemente atraída hacia una de las paredes, en la que había una gran
sombra oscura. Lana no podía ver su expresión porque estaba de espaldas, pero se dio
cuenta de que ocurría algo.
-¿Qué ocurre, Arash? -preguntó-. ¿Qué había en esa pared?
Arash no contestó inmediatamente.
-El escudo de Aram -dijo por fin-. Ha estado colgado ahí durante cientos de años.
Su voz no tenía expresión, pero Lana se dio cuenta de que aquel era el tesoro más
preciado de su familia, la pérdida más terrible.
-¿Tuvisteis que venderlo?
-Los Khosravi nunca podrían vender el escudo de Aram. Significa nuestra soberanía y la
guía que nos ha sido encomendada. Una vez, hace mucho tiempo, fue robado, pero el
ladrón lo devolvió poco después. Ahora ha vuelto a desaparecer. ¿Quién sabe dónde
estará?
Capítulo Ocho
Por acuerdo tácito, cuando volvieron a la habitación que se había convertido en su
refugio, Lana empezó a preparar el almuerzo mientras Arash reavivaba el brasero.
Habían encontrado muchas cosas en su exploración de la casa: parafina para el
calentador y lentejas, aceite de oliva, patatas, manzanas y algunos botes de cristal con
conservas de tomate en la alacena.
Mientras ella preparaba una sopa, escuchaba a Arash mover muebles en una habitación
contigua. Era agradable saber que los dos estaban trabajando, aunque fuera en silencio.
En Londres, cuando empezaba a enamorarse de Arash, antes de saber que no era un
guardaespaldas, antes de conocer la historia de su aristocrática familia, había soñado
con una vida como aquella, tan diferente del mundo que ella conocía. Había imaginado
que vivirían juntos en una pequeña granja, rodeados de niños.
Lana nunca había deseado un matrimonio como el de sus padres, en el que la vida
familiar se había sacrificado para conseguir una fortuna. Ella no quería eso con Arash.
Esperaba compartir todo en su vida, el trabajo y la alegría, el dolor y el placer...
Pero tampoco olvidaba que era precisamente por los largos años de duro trabajo de su
padre por lo que estaba en Parvan. Si su padre hubiera sido un hombre normal, con
objetivos normales, quizá ella no habría ido a la universidad en Londres, quizá nunca
habría conocido a Arash y ni siquiera sabría que existía un país llamado Parvan.
Y, aunque lo supiera, no tendría dinero para ayudar al pequeño reino árabe.
Lana había calentado un cubo de agua sobre el brasero y después de sacar su neceser de
la mochila, pasó por debajo del tapiz para ir al cuarto de baño.
Entonces se quedó parada.
-¡Una cocina! ¡Una cocina de verdad!
Arash había conseguido encontrar una antigua cocina de hierro y estaba colocando la
chimenea.
-Importada de Inglaterra por mi abuela- explicó él.
-¿Funciona?
-Espero que sí. ¿Quieres encenderla?
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  • 1. LA TENTACIÓN DEL JEQUE ALEXANDRA SELLERS Sheikh’s Temptation – 13.09.00 Capítulo Uno El invierno estaba asestando el último golpe a las montañas. Un fuerte viento había empezado a soplar después del almuerzo y, una hora más tarde, el cielo se había llenado de nubes. Con botas, anorak y pantalones vaqueros, Lana Holding tiritaba de frío apoyada en la puerta del jeep, mientras observaba a Arash cambiar una rueda, con la rodilla izquierda doblada y la pierna derecha estirada penosamente a un lado. Podría haberlo ayudado pero cuando, en su habitual tono autoritario, él le había dicho que no se molestase, no había, querido insistir. Estaba decidida a disfrutar de aquel viaje por las hermosísimas montañas Koh-i Shir a pesar de su presencia. -Nada -suspiró, guardando el walkie-talkie que solo ofrecía un sonido estático. -Probablemente seguirán en Seebi-Ku-chek -dijo Arash, mientras terminaba de cambiar la rueda-. Y el walkie no sirve de nada en las montañas. Seebi-Kuchek era el pueblo en el que habían pasado la noche. El convoy que había salido del palacio de la capital de Parvan el día anterior consistía en dos jeeps. En uno de ellos iban Lana y Arash y en el otro, dos de sus hombres, guardaespaldas, escoltas o como quisiera llamarlos. Aunque había empezado a pensar que su papel consistía en que Arash y ella nunca se quedasen solos. Si era así, no la importaba. Lana no quería quedarse a solas con Arash. No quería estar con él en absoluto, pero estaba impaciente por llegar a las montañas. Aquella mañana, cuando el jeep de los guardaespaldas había tenido problemas mecánicos, había sido Lana quien sugirió seguir el viaje sin ellos. -Se reunirán con nosotros a la hora del almuerzo. Quiero llegar a las montañas antes de que empiece a nevar -había insistido, observando el magnífico pico del monte Shir. Arash había aceptado sin decir una palabra. Después de comer, a pesar de que los escoltas no se habían reunido con ellos, habían vuelto a ponerse en marcha pero, una hora más tarde, se había pinchado una de las ruedas delanteras y habían tenido que parar para cambiarla. Lana sabía que tendrían que apresurarse si querían pasar la noche en lugar seguro. -¿Crees que debemos volver? -Tú decides -contestó Arash, guardando las herramientas en la parte trasera del jeep-. Podemos seguir adelante o volver atrás. La distancia es la misma y, en cualquier caso, no llegaremos a nuestro destino antes de que se haga de noche. -¿Qué quieres decir?- preguntó ella, alarmada. -Que tendremos que pasar la noche en las montañas. Lana cerró los ojos, suspirando. -¿Por qué está gafado este viaje? -No puedo darte una respuesta- contestó él con calma. Pero la calma del hombre la irritaba en lugar de tranquilizarla. -Ya sé que no puedes, Arash. ¿No sabes lo que es una pregunta retórica? Arash la miró fijamente durante unos segundos.
  • 2. -¿Dónde vamos, Lana? ¿Hacia delante o hacia atrás?- preguntó, como si no la hubiera oído Lana podía notar la impaciencia en su voz, como siempre que hablaba con ella. Arash Durrani ibn Zahir al Khosravi, primo del príncipe Kavi, la despreciaba. No podía imaginarse cómo lo habían convencido de que la escoltara al emirato de Barakat y tampoco sabía por qué había aceptado ella. Lana había querido ser la primera persona en viajar a través de aquellas fabulosas montañas por la nueva carretera que el dinero de su padre había hecho posible construir. Y cuando Alinor, su mejor amiga de la universidad y después esposa de Kavi y princesa de Parvan, le había dicho que su marido tenía razones para querer que Arash fuera su acompañante, insinuando que, de esa forma, conseguirían llevar a cabo una misión secreta, Lana no había sabido cómo decirle a su amiga que la idea de hacer el viaje en compañía de Arash arruinaría la aventura. De modo que allí estaba, en medio de las montañas más desoladas de la tierra, con Arash al Khosravi, un hombre que la ponía de los nervios. Y que seguía esperando que ella tomara una decisión. -¿Qué quieres hacer tú? -Seguir -contestó Arash. Arash cambió de marcha para seguir subiendo por la tortuosa carretera que, gracias al dinero de Jonathan Holding, estaba siendo construida a través de las montañas para enlazar Parvan con los emiratos de Barakat. Recordó el momento en el que Kavi le había pedido acompañar a Lana Holding en su aventura a través de la carretera en construcción. Arash nunca le había negado nada a su príncipe, pero la petición lo había horrorizado. -Kavi, te ruego que no me pidas eso -le había dicho-. No puedo ser yo quien la guíe a través de la montaña. Cualquier otro puede... -Como mi hombre de confianza, Arash, tú eres a quien pido este favor -le había replicado el príncipe y Arash se había dado cuenta de que había algo que no quería decirle-. Nuestro país le debe mucho a Lana Holding. ¿Cómo puedo confiar en otro para cuidar de su seguridad? Arash miró al príncipe, intentando leer en sus ojos. -¿Quién me lo pide, Kavi? -Lo pido yo, Arash -había contestado el príncipe, pero el tono desmentía sus palabras. Arash había sabido entonces que sería inútil resistir. Era cierto. Kavi y Parvan, su país, le debían mucho a Lana Holding, Kavi tenía dos razones para bendecir la suerte que los había juntado a él y a Arash en la universidad de Londres con Alinor y su amiga Lana Holding, la hija de un millonario americano que se había enamorado de Parvan y había persuadido a su padre para que ayudase a reconstruir el pequeño reino después de la guerra con los invasores Kaljuk. De modo que aquel era un pequeño sacrificio que podría exigir de su mejor amigo y compañero de armas, como llamaban en Parvan a los jeques de las diferentes tribus. Entre Kavi y Arash no podía haber órdenes, Arash no había jurado obediencia al príncipe, porque no podía pedirse tal juramento a un hombre de su linaje, pero había jurado lealtad y cuando Kavi le pedía un favor, la petición era más poderosa que una orden. -Con mis ojos, mi corazón y mis manos, señor -había dicho Arash entonces, utilizando la antigua frase de lealtad al príncipe. Pero hubiera deseado que Kavi le hubiera asignado cualquier otra misión.
  • 3. Arash conducía tan rápido que Lana se preguntaba si habría cambiado de opinión e intentaba cruzar las montañas antes de que se hiciera de noche. -Mash’Allah -se recordó a sí misma, con las palabras que había aprendido durante su estancia en Parvan, «que se cumplan los designios de Dios». En un sitio como aquel era fácil recordar que, por mucho que el hombre propusiera, era Dios quien disponía. -¿Perdón? -dijo él, volviendo la cabeza. -Estaba pensando que, si sigues conduciendo tan rápido, es posible que atravesemos la montaña esta noche. Arash negó con la cabeza. -Sería peligroso conducir después de que anochezca. Lana miró al cielo. Llevaba una hora intentando convencerse a sí misma de que las nubes se movían hacia el Este, pero sabía que no era así y el cielo estaba cada vez más oscuro. Arash paró en seco después de tomar una curva. La carretera, aún en construcción en muchos tramos, estaba cubierta de rocas y tuvo que reducir la marcha para abrirse paso. De noche, sin luna, habrían chocado contra esas rocas, pensó Lana, aceptando entonces que tendrían que dormir en la montaña. -¿Y si hay tormenta?- preguntó, intentando no parecer asustada-. ¿Podremos encontrar refugio en alguna parte? -La montaña es lo que ves -dijo Arash, encogiéndose de hombros. Lana sabía que si hubiera tormenta tendrían que buscar protección, pero las despobladas montañas cubiertas de nieve habían sido plagadas de minas antipersonas por los Kaljuks durante los últimos días de la guerra, antes de su retirada. Por todo el país había equipos antiminas intentando desactivarlas y Lana lo sabía bien porque era su proyecto prioritario en Parvan. Pero también sabía que, excepto las rutas de las tribus nómadas, aquella era la zona menos poblada y, por lo tanto, el último lugar que sus equipos habrían revisado. Y eso significaba que tendrían que caminar con mucho cuidado si buscaban una cueva para resguardarse de la tormenta. Un golpe de viento barrió la montaña, sacudiendo el jeep y lanzando puñados de arena sobre el parabrisas. La tormenta y la montaña. Lo mejor para que un ser humano se sintiera frágil e insignificante. -Si hay tormenta no podremos montar la tienda. Tendremos que quedarnos en el jeep -observó ella. Arash no contestó-. ¿Crees que va a nevar mucho? Era una pregunta tonta y Lana se dio cuenta nada más formularla. El tiempo era impredecible. -Dos centímetros o dos metros -volvió a encogerse de hombros. -¿Dos metros? -Es imposible saberlo. Su voz era ronca y seca y Lana tuvo que respirar profundamente, buscando paciencia. Solo había intentado conversar para calmar los nervios y, además, era lógico preguntarle porque él conocía aquella zona mucho mejor que ella. Las tierras de su familia estaban en las montañas Koh-i Shir. Pero, con aquel hombre, daba igual. Los dos hubieran deseado no volver a verse jamás, pero eso iba a ser imposible. Parvan era la patria de Arash y ella no pensaba marcharse del país hasta que Alinor, su amiga, diera a luz. Y después... Lana no había decidido cuándo abandonaría el país. Nunca había conocido gente tan fuerte, valiente y sincera como los ciudadanos del pequeño país montañoso de Kasi y allí, con el dinero de su padre para ayudar a reconstruir el pequeño país, Lana había encontrado la razón de su vida.
  • 4. -¿Qué pasa, quieres adoptar un país entero?- le había preguntado su padre que, en un momento de debilidad, había aceptado aportar la misma cantidad de dinero que su hija consiguiera recaudar a través de otras empresas y fundaciones-. ¿Es que no he pagado ya la reconstrucción de la mayoría de las escuelas, pozos y edificios? ¡Y esa carretera en la montaña, que chupa dinero como si fuera una aspiradora! ¿Qué más pueden necesitar? -Papá, si no gastas tu dinero en ayudar a un hermoso país como Parvan, ¿en qué lo vas a gastar? ¿En comprar poder? Si lo haces, te convertirás en un monstruo- había replicado ella. -No estoy intentando comprar poder, Lana. Estoy intentando construir un museo. El nuevo museo era el proyecto favorito de su padre, un proyecto que costaba miles de millones de dólares y, a veces, sus intereses coincidían porque muchas familias parvaníes se habían visto obligadas a vender sus tesoros milenarios después de la guerra y, al menos, Lana podía asegurarse de que esos tesoros pasaran al museo, donde serían cuidados y mostrados con orgullo. El príncipe Kavi, su esposa Alinor y las personas cuyas vidas Lana había tocaba, cuyos pueblos, casas y escuelas estaba ayudando a reconstruir con las generosas donaciones de su padre y el dinero que conseguía organizando eventos o a través de fundaciones, se sentían inmensamente agradecidos. Solo Arash estaba fuera del círculo de sus admiradores. Como jeque y líder de una tribu que habitaba el lejano valle de Aram, había aceptado ayuda para su pueblo, pero se había negado a aceptar un céntimo para reconstruir el palacio y las propiedades de su familia. Y, aunque Lana estaba segura de que su cojera podría solucionarse con una sencilla operación, Arash se había negado a escucharla cuando ella había insistido en que fuera a un hospital en Estados Unidos. Lana volvió la cabeza para mirar el serio perfil del hombre, que conducía atento a la carretera. Llevaba una chaqueta de cuero, vaqueros y botas, pero no parecía menos un jeque que cuando iba ataviado con el traje tradicional. -¿Podremos seguir conduciendo si hay mucha nieve? -No puedo predecir el futuro -contestó él. -Quizá terminaremos esperando un helicóptero de rescate -murmuró Lana, con el corazón encogido. ¿Cuánto tiempo podría tardar un helicóptero?, se preguntaba. Pero no quiso hacer la pregunta en voz alta porque sabía cuál sería la respuesta-. Debería haber venido en helicóptero. -¿Y por qué no lo has hecho? -¡Tú sabes la respuesta mejor que yo, Arash! -Yo solo sé que Kavi me pidió que velara por tu seguridad. Lana lo miró fijamente. -Arash, sé que soy una excusa para que lleves a cabo una misión secreta. Arash frunció el ceño. -Mi única misión es llevarte sana y salva al palacio de mis primos, el príncipe Omar y la princesa Jana. -Entonces, ¿por qué Alinor insistió tanto en que debías ir conmigo? -Pero si fuiste tú quien insistió en que yo fuera tu acompañante- replicó Arash, sorprendido. -¿Yo? ¿Por qué iba a insistir en que me acompañaras precisamente tú? -Yo tampoco lo entiendo- murmuró él. Lana lo miró, recelosa.
  • 5. -¿De verdad crees que yo le he insistido al príncipe para que te obligara a venir conmigo? ¡Kavi no puede haberte dicho eso! El se encogió de hombros. -Era la única explicación para algo inexplicable. -¿Y qué motivos crees que tendría para hacer eso, Arash? El jeep aminoró la velocidad y sus miradas se encontraron. La mirada del hombre era electrizante. -Pensé que tus motivos me serían revelados en su momento. Por eso no me molesté en cuestionarlos. -¡No me cuentes historias! ¡Si de verdad creías que era idea mía que me acompañases, habrás imaginado alguna razón!- exclamó elLa. Arash era el único de los compañeros de armas de Kavi con el que Lana no hubiera querido ir a ninguna parte-. ¿Qué razones podría tener yo para querer estar contigo en una montaña desierta?- insistió. Arash no contestó y ella tuvo que respirar profundamente para calmar su ira-. ¿Qué razones podría tener, Arash? ¿Crees que quería estar a solas contigo para... hacerte una proposición? -preguntó. Lana vio que el hombre se ponía rígido-. ¿Qué esperabas, que te propusiera una tórrida aventura o quizá que iba a pedirte que te casaras conmigo? Un matrimonio de conveniencia, mi dinero a cambio de tu linaje. -No estaba seguro, pero lo pensé- contestó él, con sinceridad. -¡Esto es increíble! Arash pisó el freno bruscamente y se volvió para mirarla con ojos relampagueantes. -¿Vas a negar que esa posibilidad ha pasado por tu cabeza? -Por supuesto que lo niego- contestó ella, atónita-. ¿Cómo te atreves a hablarme así? Los ojos del hombre se habían oscurecido y Lana sintió un escalofrío. -¿Qué cómo me atrevo?- repitió él, furioso-. Tú me obligas a atreverme, Lana. ¡Eres tú quien parece creer que estoy en venta! Capítulo Dos Había sido idea de Lana organizar una fabulosa cena a bordo de un jet para recaudar fondos con los que se reconstruirían casas, diques y fábricas, con invitados que pagarían una sustanciosa cantidad por volar de Londres a Parvan, admirando el amanecer sobre el magnífico monte Shir antes de aterrizar en la capital para saludar al príncipe Kavi y su esposa Alinor. A bordo del lujoso jet, prestado para la ocasión por el príncipe de los emiratos de Barakat, los donantes tenían el privilegio de conocer a algunos de los compañeros de armas del príncipe. Lana había aprendido que el reducido grupo de jeques tenía casi tanto poder como el propio príncipe y los incluía en todas sus actividades para recaudar fondos. Aquellos hombres orgullosos, que habían sufrido una guerra, aceptaban tomar parte en las fiestas porque sabían que era en beneficio de su país, aunque muchos de ellos lo hacían a regañadientes. Uno de ellos era el jeque Arash Durrani ibn Zahir al Khosravi, un hombre que enloquecía a las mujeres. Arash era alto, moreno, arrogante v tremendamente atractivo, con unos labios firmes bajo una bien recortada barba. Sus ojos oscuros a veces parecían negros y a veces, de color violeta profundo, un color tan insólito que las mujeres se quedaban sin habla.
  • 6. El hecho de que hubiera sido herido durante la guerra con Kaljukistan y caminase con una ligera cojera aumentaba su encanto. Cuando, además, llevaba el traje tradicional de Parvan que consistía en unos pantalones blancos sujetos a los tobillos, sandalias de pedrería que apenas cubrían unos pies grandes y fuertes y una túnica de seda color vino cubierta de joyas y medallas de guerra... en fin, Lana sabía que ningún corazón femenino podía resistirse. Lana estaba inmunizada, pero las otras mujeres tartamudeaban cuando se dirigía a ellas. La fascinación que un jeque árabe podía ejercer sobre las occidentales era algo que siempre le producía una sonrisa. Pero nunca cuando se trataba de Arash. Arash Khosravi, cuyos ojos parecían esconder una profunda tristeza, era una inspiración para las más soñadoras, pero a Lana le hubiera gustado decirles: «No se acerquen a él, es peligroso...». Lana tenía razones para sentir de ese modo, pero no se las había contado a nadie. Ni siquiera Alinor sabía que Arash la había afectado tan profundamente en el pasado que apenas podía mirar a ningún otro hombre... -Debe de haber sufrido terriblemente durante la guerra- había dicho Lucinda Burke Taylor una hora después de despegar. Y Lana sabía qué había detrás de las palabras de la millonaria inglesa. Normalmente, ella relataba la historia de los jeques a las mujeres para que se animaran a hacer donaciones, pero la riquísima Lucinda Burke Taylor había estado casada con dos poetas pobres y se decía que su tercer marido iba a ser un refugiado político chino. Era obvio que aquella mujer veía el matrimonio como una transacción comercial. La cultura de ellos a cambio de su dinero. Y si había puesto sus ojos en Arash... aunque no era asunto suyo. Arash tendría que cuidar de sí mismo-. He oído que es el gran jeque de su tribu. ¡Es fascinante! -Si te parece que perder a tu padre y a tu hermano en la guerra es fascinante... -No me refería a eso. Me refiero a lo de ser el jeque de una tribu. Es algo tan insólito... Lana se encogió de hombros. -Y también es muy amigo del príncipe. Uno de sus hombres de confianza. -Y no está casado, ¿verdad? -No está casado y no tiene un céntimo- contestó Lana. Los ojos de la mujer se iluminaron ante aquella información. -¿De verdad? ¿Quieres decir que... tú crees que está buscando una esposa millonaria? -preguntó Lucinda Burke Taylor, bajando la voz. El pobre disidente chino se quedaría con un palmo de narices, pero... ¿por qué no? Arash estaba en la ruina y se negaba a aceptar su ayuda, pero quizá la aceptaría de otra mujer -Puede que merezca la pena hacer una oferta- dijo Lana, alegrándose de que la otra mujer fuera, aparentemente, sorda al sarcasmo. Cuando se dio la vuelta, se encontró frente a los ojos de Arash. Él había oído parte de la conversación, pero en lugar de disculparse con la mirada, como habría hecho con cualquiera de los otros jeques, se encogió de hombros mientras empujaba a Lucinda en su dirección-. Su Excelencia... -lo saludó, sabiendo la impresión que causaba aquel tratamiento entre las adineradas occidentales. Por la mirada de Arash, supo que él se había percatado de su ironía. Que se fuera al infierno, pensó. Si la conociera un poco, habría sabido que podía aceptar el dinero de su padre sin obligación alguna hacia ella-. Quiero presentarle a Lucinda Burke Taylor. Quizá Lucinda tendría más suerte. Quizá ella era la que se había equivocado al no pedir algo a cambio.
  • 7. Lana frunció el ceño. El único error que había cometido con Arash había ocurrido mucho tiempo atrás y no pensaba repetirlo. -¡Era una broma! -exclamó Lana, en el jeep. -No era ninguna broma. Esa mujer se acercó a mí como si yo fuera un caballo en una subasta -replicó Arash. -Ella es así- se encogió Lana de hombros-. ¿Qué culpa tengo yo de que Lucinda Burke Taylor sea una frívola? Además, ya estás acostumbrado a esas mujeres ricas y vanidosas y puedes librarte de ellas con una sola mirada. -Sí, claro -murmuró él, apretando el volante. -Pero, en realidad, no estamos hablando de Lucinda, ¿verdad? ¿Por qué has recordado eso ahora? ¿Es que crees que soy igual que ella? No tienes ningún motivo para sugerir que yo también quiera hacerte una oferta, Arash. ¡Ningún motivo en absoluto! Para su sorpresa, Arash frenó de golpe y se volvió para mirarla. -¿De qué estás hablando? -¡Estoy diciendo que crees que he inventado este viaje solo para hacerte proposiciones! -¿Estás loca, Lana? Yo solo he dicho... -Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me lancé a tus brazos, Arash- lo interrumpió ella-. ¡Y no va a volver a ocurrir jamás! -Tú no te lanzaste a mis brazos- dijo él, con calma-. Te ofreciste a mí por compasión, como hace una mujer cuando un hombre se va a la guerra. -¿Eso es lo que crees?- preguntó Lana, con amargura. -¿No es la verdad? Lana parpadeó rápidamente, para ocultar las lágrimas. ¿Era eso? ¿Había sido ese el motivo? Apenas podía recordarlo, pero debía haber tenido alguna razón para hacer tamaña estupidez. -Es posible- dijo por fin. Quizá esa era la explicación de por qué se había lanzado a los brazos de un hombre que, años después, la despreciaba-. Pero ahora da igual. -Es verdad. Da igual. -Y para que te quedes tranquilo, Arash, en caso de que tengas miedo de que vuelva a ocurrir, te diré que aunque tuviera que comprarme un marido... -Yo no he dicho eso- la interrumpió él. -Nunca, jamás, serías tú. Así que, si piensas que esa es la razón por la que quiero ayudarte a reconstruir tu palacio, puedes quedarte tranquilo. -Lana... -Yo no quería que tú me acompañases en este viaje y cuando me enteré, era demasiado tarde para protestar. Además, Alinor me suplicó que aceptase. ¡No tengo ningún deseo de estar a solas contigo, Arash, ni ahora ni nunca! -Eso ya lo sé -dijo él, con cierta ironía-. Me has hecho ver tantas veces que te arrepentías de aquella noche que tendría que ser un idiota para no haberme dado cuenta. Y también sé que tú no eres como Lucinda Burke Taylor, aunque ella te pidió que abrieras las negociaciones en su nombre. Lana sintió que su cara ardía. Por supuesto, Arash sabía que ella no era como Lucinda. ¿Por qué se había puesto tan histérica? El aire de la montaña debía de estar volviéndola loca. -Lucinda Burke Taylor sabe negociar solita -murmuró, apartando la mirada para disimular la vergüenza. Arash lanzó una carcajada y, por el rabillo del ojo, Lana vio cómo cambiaba su expresión. Por muy enfadada que estuviera con él, el enfado nunca duraba más de unos minutos. Tenía que reconocer eso al menos-. ¿Vas a arrancar o no?
  • 8. -Tenemos que decidir si seguimos adelante o no -dijo él, apoyando los brazos en el volante. Un golpe de viento lanzó más arena sobre el parabrisas y Lana sintió un escalofrío. Al otro lado de la ventanilla, solo había una oscura carretera sin terminar, montones de rocas y el peligro de las minas antipersona. -¿Podemos refugiarnos en algún sitio? -Podemos buscar refugio hacia el Este- contestó él, señalando la montaña-. Pero es un largo camino. Lana se volvió y miró el tenebroso paisaje. -¿Andando? ¿Y las minas? -Conozco un camino que ha sido limpiado por nuestros equipos -explicó él-. Creo que la tormenta va a ser fuerte, Lana, y sería peligroso quedarnos en el jeep. Podría haber una avalancha. Los dos miraron automáticamente los picos cubiertos de nieve. Las nubes eran cada vez más oscuras y amenazantes. -¿Y si la tormenta nos pilla en medio del camino? -Por eso debemos darnos prisa. -¡Pero podríamos perdernos y acabar hechos pedazos por una mina! -Yo conozco bien el camino, Lana. Pase lo que pase, no nos perderemos -la tranquilizó el hombre. Los dos se quedaron callados después de aquello, pensando en la posibilidad de quedar atrapados por la tormenta de noche, en medio de la montaña-. Tenemos un maletín de supervivencia -dijo entonces, quitando las llaves de contacto-. Será mejor que nos demos prisa. Un golpe de viento al salir del coche hizo que Arash trastabillara. -Arash... -empezó a decir ella, pero él ya estaba abriendo la puerta trasera del jeep. -Ponte toda la ropa que tengas -ordenó él-. Aunque te parezca demasiado, no lo será. La idea de buscar refugio en la montaña en medio de una tormenta de nieve no era en absoluto apetecible, pero tampoco le apetecía tener que escuchar órdenes de Arash. -Gracias por el consejo- murmuró Lana, bajando del jeep. El viento era tan fuerte que se quedó sin respiración. Arash tenía razón, el anorak y los vaqueros no iban a ser de ninguna ayuda. Se congelaría si no se ponía algo encima. Su cortos rizos pelirrojos volaban alrededor de su cabeza y, a duras penas, se acercó a Arash, que estaba sacando ropa de su bolsa de viaje. Lana sacó un pantalón de lycra de la suya, pero después volvió a guardarlo. -Póntelo -ordenó él, con un tono que no admitía réplica. Lana lo miró, sorprendida. Otro golpe de viento cerró una de las puertas del jeep violentamente. El frío se metía por dentro de la ropa con dedos helados y Lana empezó a temblar. -¿Estás loco? Primero tendría que quitarme los vaqueros... -¡Ponte ese pantalón! -repitió él-. Dentro de una hora hará mucho más frío. -No hace falta... -empezó a decir ella, incómoda. No le apetecía desnudarse delante de Arash. -Tenemos que pasar la noche en la montaña. Ponte ese pantalón- repitió él. Lana seguía dudando y Arash respiró profundamente, intentando no perder la paciencia-. ¡Haz lo que digo! ¡Quítate los pantalones! Después de la explosión de furia, sus ojos se encontraron durante unos segundos. Lana se desabrochó los vaqueros, mirándolo desafiante y empezó a bajárselos en medio de aquella carretera helada. Arash miraba sin disimulo sus braguitas blancas y Lana sintió calor en las mejillas.
  • 9. Solo era un instinto masculino, se decía a sí misma, intentando ignorar su propia reacción ante aquella mirada. Intentando no recordar la última vez que Arash había mirado su cuerpo. Con los vaqueros por las rodillas, intentó quitarse una de las botas, pero era imposible. -¡Maldita sea!- exclamó. -¿Qué pasa? -preguntó Arash. -¡No puedo quitarme las botas! Arash se inclinó y empezó a desatarle los cordones. -Levanta el pie- ordenó, impaciente. Lana obedeció y él le quitó la bota derecha y después la izquierda. Después, sin decir una palabra, le quitó los vaqueros de un tirón. Lana quedó medio desnuda frente a él, sin nada en la parte inferior de su cuerpo excepto las diminutas braguitas blancas. Por un segundo, los dos se quedaron callados, recordando. Apartando la mirada, Lana se puso los pantalones de lycra y sobre ellos los vaqueros. Después se quitó el anorak para ponerse un par de jerseys. Mientras tanto, Arash se ponía un pantalón de lana sobre los vaqueros y otro jersey bajo la chaqueta. -¿Qué estás haciendo? -preguntó, sorprendida, cuando él empezó a atarle una cuerda a la cintura. Arash no contestó-. ¡Contéstame! Él la miró sin decir nada. En la semioscuridad, los ojos del hombre parecían violetas aterciopeladas. Lana casi podía olerlas. -Estoy atando una cuerda alrededor de tu cintura- dijo por fin. -¡Eso ya lo veo! -Me has preguntado -se encogió él de hombros. -¿Para qué me atas? -Si no te ato a mí podrías salirte del camino. ¿Te apetece perderte en medio de la tormenta y pisar una mina? -preguntó Arash, irritado-. No perdamos más tiempo discutiendo, Tienes que obedecerme, Lana. Si vas a seguir cuestionando cada cosa que hago, estamos perdidos. Tienes que obedecerme. Lana tragó saliva. Por supuesto, Arash tenía razón. El era el experto. -Lo siento -murmuró, colocándose un pañuelo en la cabeza y una mochila a la espalda. Arash cargó con otra, más grande y pesada. -¿Preparada? Ella asintió y empezaron a caminar en medio de la tormenta. La supervivencia dependía de que cooperasen en todo y Lana se preguntaba si podrían conseguirlo. Lana había ido a la universidad de Londres buscando alejarse de las restricciones que imponía la recientemente adquirida riqueza de su padre. Diez años después de dar el salto a los negocios, Jonathan Holding se había convertido en multimillonario y la vida de Lana había cambiado por completo. Disfrutaba de la libertad que proporcionaba el dinero, pero no podía soportar las restricciones que ello suponía. Lo peor había sido el efecto que ejercía en sus relaciones con los chicos. Solo tenía dieciséis años cuando había tenido que escapar de un compañero borracho que había intentando violarla. Lana había resuelto aquello con una patada en el sitio justo y el chico, arrepentido, le había confesado que quería jactarse delante de sus amigos de ser el que había desflorado a la hija del famoso Jonathan Holding.
  • 10. Aquella noche, Lana había aprendido que los chicos de su colegio competían por ese tipo de cosas. El objetivo era conseguir las braguitas de la hija de alguien famoso colgarlas en su taquilla y las de Lana eran tan cotizadas como las de su compañera clase, hija de un famoso actor de cine. La experiencia la había dejado tan frustrada que no había vuelto a salir con ningún chico durante la adolescencia. Y cuando cumplió dieciocho años se dio cuenta de que ella esperaba más de un hombre que la determinación de conseguir sus braguitas a toda costa. Y mucho más de ella misma. Por eso había decidido estudiar en Europa donde, con un poco de suerte, nadie sabría quién era su padre, pero Jonathan Holding había insistido en comprarle un lujoso apartamento protegido por grandes medidas de seguridad. Lana se había sentido sola en el enorme apartamento hasta que había invitado a mejor amiga, Alinor, a compartirlo con ella. La bellísima Alinor había despertado el interés del misterioso estudiante Kavi Durran, miembro de la familia real de Parvan, y siempre iba acompañado por dos hombres que parecían sus guardaespaldas, aunque él los trataba como si fueran sus amigos. Uno de ellos se llamaba Arash Khosravi. Capítulo Tres -¿Dónde estamos?- preguntó Lana. Arash no contestó. Llevaban más de una hora caminando por la montaña y, si había un camino, ella desde luego no lo había visto. Había empezado a nevar y enormes copos caían a su alrededor, mientras un viento helado azotaba sus caras. Cada paso la aterrorizaba. La idea de que Arash pisase una mina la ponía enferma de pánico. «Él no, por favor", rezaba. «Después de lo que sufrió en la guerra, no dejes que...» -Vamos a descansar cinco minutos- dijo Arash, mirando al cielo. Lana sabía que había esperado encontrar algún refugio antes de que empezara a nevar y en su voz podía escuchar una nota de ansiedad-. Nos quedan unos veinte kilómetros. -¿Veinte kilómetros?- repitió ella, sacando el termo de sopa que una mujer les había preparado en Seebi-Kuchek. -Encontraremos refugio en el valle- dijo Arash. Lana no se molestó en preguntar durante cuánto tiempo tendrían que seguir caminando. Llegarían antes de que la tormenta explotara con más fuerza. La nieve golpeaba sus caras con ferocidad y Lana perdió el equilibrio. Arash se volvió con la rapidez de un hombre acostumbrado a la montaña y la sujetó entre sus brazos. -Gracias -murmuró ella, asustada. La mochila pesaba suficiente como que los dos hubieran caído rodando, los brazos del hombre eran fuertes y Lana esperó hasta que los latidos de su corazón vieron al ritmo normal. -¿Estás bien?- preguntó Arash. Ella asintió y siguieron caminando. Horas más tarde, después de una hora de marcha, medio cegados por la tormenta, se paró sobre un promontorio desde el que se veía un valle y el mundo pareció transformarse. Lana jadeaba, exhausta, sin dejar de admirar el paisaje que había frente a ella.
  • 11. Habían dejado detrás una montaña oscura y helada y frente a ellos se extendía un hermoso valle que la nieve aún no había cubierto del todo. Era como si hubieran cambiado de mundo repentinamente. -¡Arash, es maravilloso! -exclamó- ¡como Shangri-La! El valle era de un verdor extraordinario, con granjas construidas al estilo del pueblo parvaní. En ese momento, los pastores estaban llevando sus rebaños de ovejas y cabras para resguardarlos de la tormenta que amenazaba con llegar hasta aquel paraíso perdido. Como en todo Parvan, allí también había evidencias de la guerra que habían mantenido con los Kaljuks. Algunas casas estaban destruidas, otras no tenían tejado y había huertos arrasados. Pero los habitantes estaban reconstruyendo su pueblo a toda velocidad y la imagen era de una hermosura increíble. Un río cruzaba las tierras formando una garganta en medio del valle, antes de continuar su camino, brillando entre los dos bancos hasta perderse de vista. -Tenemos que darnos prisa. Aún queda mucho camino por delante -dijo Arash. -¿En el valle no hay minas? -No- contestó él-. Está muy cerca de la frontera de Bakarat y los Kaljuk no se atrevieron a lanzar minas para no involucrar al emirato en la guerra. -Pero el príncipe de Barakat estuvo del lado de Parvan. -El príncipe Omar es primo de Kavi y primo mío. Nos ayudó de forma extraoficial enviando dinero y armas, pero los Kaljuk no quisieron involucrar al emirato en la guerra porque sabían que habrían tenido que retirarse durante los primeros meses. -O sea que los habitantes de este valle tuvieron suerte. -Así es. -¿Cómo se llama? -Ahórrate las preguntas, Lana. Arash no tomó el camino principal sino uno más pequeño que parecía dirigirse hacia el río. De repente, la tormenta empezó a soplar con toda su fuerza y las huellas de los animales empezaron a cubrirse de nieve. Era como si los copos formaran un patrón determinado, como si siguieran una dirección. Lana empezó a pensar que el secreto para sobrevivir estaba en descifrar ese patrón y... el pensamiento la sobresaltó. Debía de estar sufriendo del mal de altura o algo parecido. Uno de los hombres de Kavi era el hombre más atractivo que Lana había visto nunca. Arash Khosravi era un hombre alto y fornido y Alinor y ella estaban convencidas de que era, efectivamente, un guardaespaldas. Tenía unos ojos oscuros y profundos, de un color violeta oscuro sorprendente y exudaba sexualidad masculina. Arash era diferente del resto de los hombres. Cuando la miraba, creía oír una voz que decía: «Nunca has llorado de placer, pero yo haré que llores. Nunca has recibido todo lo que necesitas, pero yo te enseñaré que necesitas mucho más de lo que crees». Cuando Kavi y Alinor empezaron a salir, Lana y él habían tenido que salir juntos a la fuerza y ella lo había encontrado abrumador, misterioso. Incluso su forma de hablar, de caminar, era diferente. Caminaba como si el aire le perteneciera y, con cada paso, su cuerpo parecía conectarse con la tierra, como si sus movimientos fueran parte del aliento del mundo.
  • 12. Durante algún tiempo, Lana había estado convencida de que la atracción que sentían era mutua y se decía a sí misma que Arash estaba buscando su momento. Imaginaba que estaba dejando que creciera la tensión deliberadamente para aumentar su deseo. Aunque le habría gustado decirle que a ella no le hacía falta incrementar nada. Nunca había sentido una excitación sexual tan poderosa con ningún otro hombre. Esperando el día que Arash se decidiera, Lana se quemaba, se helaba, temblaba y se derretía, todo a la vez. Quizá, si ella no hubiera sido una chica sin experiencia, podría haber dado el primer paso. Pero Arash la ponía nerviosa. ¿Y si todo era producto de su imaginación?, se decía. ¿Y si no se sentía atraído hacia ella? El momento de volver a Parvan se acercaba y Arash no hacía nada... Cada día su corazón se encogía un poco. Cada día pensaba: «Hoy va a ser el día». Cada día temblaba cuando estaba a su lado. Y entonces ocurrió lo que había estado temiendo. Kavi y Alinor viajarían a Parvan al día siguiente y Arash se iría con ellos. Con el corazón en un puño, Lana se dio cuenta que él nunca iba a dar el primer paso. Y que, quizá jamás volvería a verlo. Aquella noche, en la fiesta de despedida en la casa de Kavi, un poco borracha y un poco desesperada, Lana había sabido que aquella era su última oportunidad y que no podía dejarlo ir sin decirle... Cuando escuchó las primeras notas de una canción lenta y melódica, se acercó a Arash y enredó los brazos alrededor de su cuello. -Baila conmigo, Arash- susurró-. Mañana vuelves a tu país. Baila conmigo esta noche. Seguían caminando a duras penas por el camino cubierto de nieve. Había luces en las granjas del valle y el sonido del río se acercaba con cada paso, a pesar del furioso rugido del viento. Delante de ellos parecía no haber más que sombras, pero Arash seguía caminando sin decir una palabra. Por fin, cuando Lana creía que sus manos se habían congelado, el hombre dejó de caminar. La nieve seguía cayendo con fuerza y Lana suspiró, agotada, cuando vio una pared frente a ella. Arash abrió una enorme puerta de madera y entraron en un patio, donde el viento los golpeaba casi con la misma violencia que en el camino. -¡Ya Sulayman! ¡Ya Suhail! -llamó Arash, pero su voz se perdía entre el ruido de la tormenta. No había luz en ninguna parte. -¿Es una casa? -preguntó Lana, mirando alrededor. Era probable que Arash la hubiera llevado a la casa del jeque local, pero era extraño que no hubiera luz. La casa del jefe del poblado solía estar llena de luces y de gente y, con aquel tiempo, era normal que los aldeanos dejaran a sus animales en el patio para protegerlos del frío. -Sí, es una casa -respondió Arash-. O lo que queda de ella. Él empezó a caminar de nuevo y Lana lo siguió, mirando alrededor. Eran los restos de una casa palaciega, obviamente la casa de un jeque importante, probablemente el líder de todos los pueblos del valle. Incluso en medio de la tormenta, de noche, las ruinas hicieron que su corazón se encogiera de pena. Debía de haber sido un hermoso palacio, construido en varios niveles sobre el hermoso valle. Mientras caminaban, observaba los intrincados diseños de cerámica del suelo, las baldosas rotas por los bombardeos.
  • 13. Un momento después, Arash abrió otra puerta y se refugiaron de la tormenta en una habitación completamente a oscuras. -¿No hemos traído una linterna?- preguntó Lana, frotándose las manos para entrar en calor. -Espera un momento -dijo Arash, encendiendo una cerilla y dirigiéndose hacia una repisa sobre la que había una lámpara de aceite. Parecía saber que estaría allí, pensó Lana, sorprendida. La luz de la lámpara le permitió ver que estaban en una habitación grande, con ventanas en una de las paredes y un tapiz cubriendo la entrada a otra habitación. Había alfombras sobre el suelo de cerámica, un montón de almohadones, una mesa baja, un aparador labrado y un brasero de bronce en una esquina. En la otra, un montón de mantas y un korsi tradicional. Lana se sopló sobre las manos mientras Arash volvía a llamar a alguien, sin obtener respuesta. -No hay nadie -murmuró ella. -No. -¿Conoces al propietario de la casa? -Yo soy el propietario de la casa -contestó él, inclinando la cabeza en el saludo tradicional de Parvan-. Bienvenida al hogar de los Khosravi. Capítulo Cuatro La luz de la lámpara de aceite reveló también un saco de carbón para el brasero. Arash llevó el brasero de bronce cerca del tapiz que cubría la entrada a otra habitación y empezó a encender el fuego. Era una extraña y desconcertante experiencia estar en la casa de Arash. Desde que había llegado a Parvan, él había dejado muy claro que no quería mantener amistad con ella y rechazar su dinero había sido una forma de decírselo. Y, después de un período inicial de dolor y confusión, Lana había aprendido a respetar su deseo. De modo que, aunque había aportado fondos para reconstruir el valle de sus antepasados, ella misma nunca lo había visitado. El valle de Aram. Allí era donde estaban, aunque Arash no se lo había dicho. Quizá le había molestado llevarla allí. Lana estaba segura de que solo la necesidad lo había obligado a llevarla a su casa. Pero quizá la expresión furiosa de su rostro no tenía nada que ver con ella. Debía dolerle ver su hermosa casa en ruinas, pensaba. Sin embargo, había algo... Lana miró a su alrededor. -¿Qué ocurre? -preguntó Arash. -Nada. Es... este lugar. -¿Qué quieres decir? -No lo sé. Puede parecer una ridiculez, pero me da una sensación de paz. No sé, el aire parece diferente. -Siempre ha sido así- dijo Arash-. De ahí su nombre. Lana recordó entonces y sonrió. Aram significaba dos cosas, el valle de la tranquilidad en parvaní y el valle de los antílopes blancos en árabe. -¿Hace mucho que no vienes por aquí?- preguntó. -Dos veces en los últimos meses, pero durante muy poco tiempo. -¿Te importa que yo esté en tu casa?
  • 14. Él la miró, pensativo. -¿Importarme? ¿Por qué? -preguntó. Lana se encogió de hombros y Arash dejó pasar unos segundos-. No me importa traerte a mi casa, Lana. En el precioso aparador labrado, Lana encontró platos, cubiertos, azúcar, sal y pimienta, todo bien colocado y en buen uso. Evidentemente, allí habitaba alguien porque tanto el aparador como el brasero de bronce habían sido limpiados recientemente. -¿Quién vive aquí ahora? -Dos de los criados de mi padre- contestó Arash, desapareciendo por debajo del tapiz con la linterna en la mano. La luz que salía de la tapa labrada del brasero iluminaba las paredes con hermosas sombras y Lana respiró profundamente antes de dirigirse al montón de almohadones para colocarlos a ambos lados de la mesa, como era la costumbre en Parvan. Cuando Arash volvió con un cubo de agua, su pelo estaba cubierto de nieve. -¿Sigue nevando? -preguntó Lana, tontamente. -Mucho -contestó él, dejando el cubo al lado del brasero-. ¿Quieres que te acompañe al lavabo?- preguntó, siempre atento. Lana asintió y lo siguió hasta una habitación que, a la luz de la linterna, parecía estar llena de muebles. Un agujero en el techo dejaba entrar la nieve que caía sobre el suelo de cerámica. Al otro lado de la habitación había una puerta y Arash la abrió, indicándole que entrase. Dentro había un típico inodoro parvaní. Un rectángulo de porcelana blanca en el suelo con un agujero que ella se había acostumbrado a usar desde que residía en Parvan. Sobre el rectángulo de porcelana, una cisterna-. El tanque de agua está destruido, pero hay un cubo con agua- explicó él, antes cerrar la puerta. No era fácil usar un inodoro parvaní cuando se llevaba pantalones de lycra debajo de unos vaqueros y unos pantalones de deporte, pero el frío hizo que Lana se espabilase y volviera rápidamente a la habitación. Arash, despojado de la chaqueta y las botas, había colocado el brasero cerca de la mesa y había bajado el tapiz para mantener el calor en la estancia. Cuando Lana entró, estaba llenando una cazuela de agua y colocándola sobre el brasero. Lana se quitó el pañuelo, la chaqueta y las botas y se estiró, agradecida. -¡Qué calorcito! Sobre el aparador había un saco de arroz y Arash tomó un puñado para echarlo en la cazuela. Un brasero de carbón era, en realidad, un milagro de la técnica, como Lana había aprendido durante su estancia en Parvan. Además de proveer a las casas de calor, se podía cocinar sobre ellos. Aquel era además, una preciosidad. El diseño era muy elaborado y probablemente llevaba muchas generaciones en la casa. Cuando un jeque encargaba una obra de arte como aquella, sus herederos la guardaban como oro en paño. Lana se dejó caer sobre los almohadones, observando a Arash. Sentía curiosidad, viéndolo en su propia casa. Normalmente, no se permitía a sí misma pensar en él, pero aquellas eran circunstancias excepcionales. -¿Naciste aquí? -preguntó, cuando él se sentó frente a ella en los almohadones. Como siempre, lo hizo dejando la pierna derecha estirada frente a él. -Sí. -¿En esta misma casa? Arash tomó dos piezas de naan que había sacado de la mochila y las colocó sobre el brasero para calentarlas.
  • 15. -Esta ha sido la casa de mi familia durante generaciones. Mis ancestros nacieron aquí y insh’Allah, mi hijo también nacerá aquí. Un pequeño escalofrío de irritación recorrió la espalda de Lana al escuchar sus palabras. -¿Y dónde nacerá tu hija? -He dicho mi hijo porque estoy hablando de mi herencia -explicó Arash clavando en ella sus ojos oscuros-. Mi hijo será el dueño de esta casa y el jeque de la tribu de Aram. Si Dios lo desea, tendré muchos hijos e hijas, pero mi hijo mayor será el heredero. -¿Y si no tienes un hijo? Lana no sabía por qué estaba intentando provocarlo. Quizá era lo que siempre había temido, que estar a solas con él despertaría un resentimiento guardado durante mucho tiempo. Cuando Lana llegó a Parvan después de la guerra se había quedado conmovida y había intentado paliar en lo posible el sufrimiento de aquellas gentes. Y también se había alegrado de volver a ver a Arash. Por supuesto, se había alegrado de que hubiera sobrevivido, pero cuando había intentando decírselo, él la había mirado severamente, como si apenas recordase quién era. Arash era el único que tenía esa actitud hacia ella en Parvan. No había un solo parvaní que no la adorase por lo que estaba haciendo. -¡La-na! -gritaban al verla bajar de un helicóptero o de un jeep, reconociéndola por sus rizos pelirrojos y su piel pálida aunque nunca antes la hubieran visto-. ¡La-na! Lana había aprendido que su nombre en árabe significaba «él se ha suavizado». Para muchos el «él» en cuestión significaba Dios y lo entendían como «Dios ha suavizado su furia contra nuestro pueblo gracias a la generosidad de esta mujer», como si Lana fuera una enviada de Alá. Y los parvaníes eran una gente que apreciaba la generosidad. Los equipos contratados por Lana iban de valle en valle, de pueblo en pueblo, desactivando minas antipersonas y reconstruyendo casas, escuelas y mezquitas. Si el jefe de una tribu le escribía una carta pidiéndole un sistema de irrigación porque el antiguo había sido destruido durante la guerra, Lana recaudaba dinero para reconstruirlo. Había llevado al país toneladas de semillas y toneladas de dólares. No intentaba hacer caridad; eran los propios parvaníes los que decidían qué era más importante para ellos. A los pueblos llegaban recuas de mulas, ovejas o cabras que cada tribu se repartía a su conveniencia. Sus donaciones también habían ayudado a muchas mujeres que habían perdido a sus maridos durante la guerra. Esas mujeres se habían juntado para trabajar en pequeñas granjas o para manufacturar productos típicos que después podían ser vendidos en Europa y Estados Unidos. Parvan estaba empezando a respirar de nuevo y todo el mundo decía que no podría haber ocurrido sin la ayuda de Lana Holding. Todo el mundo, excepto Arash. En aquel momento podía ver con sus propios ojos lo que quedaba del hogar de los orgullosos Khosravi y saber que él se negaba a restaurar aquel bello palacio le rompía el corazón. Quizá por eso le había preguntado qué ocurriría si no tenía hijos. Él apartó la mirada y se dedicó a darle la vuelta a los pedazos de pan que había colocado en el brasero. -Si no tengo hijos, nadie heredará mis tierras ni mi título- dijo él por fin-. No habrá nadie que cumpla con sus obligaciones para con mi pueblo.
  • 16. Su voz apenas podía disfrazar el dolor que sentía y Lana se dio cuenta de que, a pesar de su fiero exterior, Arash era un hombre vulnerable. Su deseo de hacerle daño había sido inconsciente, infantil, una reacción humana ante alguien que parecía despreciarla. Y había recordado demasiado tarde a su padre y su hermano mayor, muertos en la guerra. Para Arash y la gente de Parvan, la mayoría de las certezas que habían acompañado a sus vidas durante siglos habían desaparecido con la guerra. Aquel no era el momento de cuestionar las leyes de primogenitura. -Lo siento, Arash. No quería... -Pero aún falta mucho tiempo para eso- continuó él, como si ella no hubiera hablado-. Y tengo mucho trabajo que hacer antes de pensar en una esposa y una familia. Lana miró los tristes restos de su herencia. -¿Quieres decir restaurar esta casa? -Esta casa, las tierras, los animales y las casas del valle que fueron destruidas -asintió él. -¿Y no vas a casarte hasta haber restaurado todo el valle? -Un hombre no puede casarse hasta que tenga algo que ofrecerle a su esposa. -¿Y no crees que una mujer que te amase querría ayudarte a reconstruir tu casa? -Un hombre no puede casarse hasta que tenga algo que ofrecerle a su esposa- repitió, como si fuera una letanía. Lana parpadeó, incrédula. -¿Lo dices en serio? -Por supuesto. -De donde yo vengo, si un hombre quiere a una mujer no se queda esperando hasta que haya pagado la hipoteca. Arash clavó sus ojos en ella, su cara en sombras. Lana tenía la impresión de que estaba viendo una parte de él que nunca antes había visto. -Tú, por supuesto, no tendrás que esperar que un hombre haga eso. Tú estás en posición de pagar la hipoteca. -¿Qué quieres decir? ¿Que un hombre solo me querría por el dinero de mi padre? -Sería un tonto si dijera eso -contestó Arash. -Entonces, ¿qué has querido decir? -La riqueza de tu padre te aísla de las necesidades ordinarias de hombres y mujeres, Lana. -Yo no lo creo- dijo ella, mirándolo a los ojos-. Lo que un hombre y una mujer necesitan es amor y un compromiso para el futuro. Da igual que estén intentando reconstruir una casa en Oriente Medio o que estén en Nueva York, comprando un apartamento de dos habitaciones. Lo único importante es compartirlo todo. -Eso es cierto cuando dos personas pueden elegir su futuro. Pero para mí es diferente. -¿Por qué? Arash había hablado como si aquella frase fuera su última palabra sobre el asunto y la miró, irritado. -¿Tú crees que el amor lo conquista todo, Lana? -Lo que creo es que no me gustaría amar a un hombre que pensara como tú. -¿Podría yo pedirle a una mujer que trabajara día y noche durante años para reconstruir una casa que perteneció a mis ancestros, que había permanecido en pie durante siglos y que ahora está destruida? -preguntó Arash, señalando a su alrededor-. ¿Podría un hombre aceptar una esposa sabiendo que no podría ofrecerle más que su cansancio, que no podría hablar con ella sin expresar su frustración, su angustia por no poder darle nada hermoso, nada que alegrase sus vidas? ¿Qué pensarías de un hombre que exigiera a una mujer que sacrificara su juventud y su alegría?
  • 17. Lana se quedó pensativa durante unos segundos; -Pensaría que a esa mujer le gustaría ayudarte, Arash. -No puedo pedirle a una mujer que me ayude en una tarea que es solo obligación mía -insistió él. -Pero, ¿no acabas de decir que tu hijo heredará tus propiedades? Perdona, pero ese hijo también seria hijo de tu mujer. ¿Por qué no va a ayudarte ella a reconstruir la herencia de su hijo? -preguntó ella. Arash no contestó inmediatamente y Lana se dio cuenta de que estaba tenso. Como era habitual cuando estaban juntos-. ¿Estamos hablando de alguna mujer en concreto, Arash? ¿Hay alguien que está esperando a que tú reconstruyas todo esto? El negó con la cabeza. -Una vez pensé que me casaría con la mujer que había elegido como esposa. Pero la guerra terminó con ese sueño. -Eso es una estupidez -le espetó Lana entonces, irritada. Los ojos de Arash brillaron con furia masculina. -No me insultes, Lana. -Lo siento. Pero no puedo creer que no puedas ser feliz con la mujer que ha elegido tu corazón solo porque la guerra te arrebató tu casa. Arash la miró durante largo rato sin decir nada. -Pero así es- murmuró por fin. -¿Y ella está dispuesta a aceptarlo? -Ella no sabe nada. Lana se quedó atónita. -¿No se lo has dicho? ¿Y si se casa con otro hombre? -Sería lo mejor para ella. -¿Estás enamorado de esa mujer o estamos hablando de un matrimonio concertado? -Estoy enamorado de ella -contestó Arash sencillamente, pero en su voz Lana pudo detectar una pasión tan cruda, tan desgarradora, que casi sentía lástima de la mujer. Si algún día Arash al Khosravi liberaba aquella pasión, sería más abrasadora que las llamas candentes de un brasero. Capítulo Cinco La tetera empezó a pitar en ese momento y Arash, alegrándose de la interrupción, se levantó para buscar té y menta en el aparador. -Espero que a Suhail y Sulayman no les importe que hayamos usado sus provisiones- dijo Lana, agradeciendo también el cambio de tema. -No les importará -sonrió él, acercándose a la ventana-. ¿Llevas tanto tiempo en mi país y aún no sabes eso? -Nadie puede vivir en Parvan sin aprender lo que es la verdadera generosidad- dijo Lana-. ¿Son criados de confianza? -Sí. Se han quedado en las ruinas de la casa para cuidar de ella -contestó él-. Pronto volverán. -Pero no esta noche, ¿verdad? Hubo una pausa después de la pregunta, como si a Arash no se le hubiera ocurrido pensarlo hasta entonces. -Son las siete -murmuró, mirándola con sus indescifrables ojos oscuros. Aquella mirada hizo que Lana sintiera un escalofrío.
  • 18. -¿Qué ocurre, Arash? -preguntó, al ver que empezaba a ponerse las botas-. ¿Qué haces? ¿Dónde vas? -A buscar a Suhail y Sulayman -contestó él-. No son jóvenes y hace demasiado frío para ellos. -¿No creerás que están ahí fuera con esta tormenta? Es imposible, ellos conocen bien este valle y se habrán resguardado en alguna parte. -Voy a buscarlos -insistió él, abriendo la puerta. El viento helado que entró en la habitación movió la llama de la lámpara, casi apagándola por completo. -¡Arash, hace demasiado frío, te congelarás! -No te preocupes por mí. Lana se levantó de un salto. Era como si todo el calor de la habitación hubiera desaparecido de repente. Las sombras en las paredes parecían salvajes, siniestras. -¡Arash, no puedes salir! -exclamó, sujetándolo por un brazo. Pero era ridículo y ella lo sabía. Arash era un guerrero de las montañas y nunca habría podido contenerlo contra su voluntad. Inesperadamente, él se detuvo y Lana lo miró a los ojos-. Por favor -susurró-. Si sales ahora, moriremos los dos. ¿Qué podría hacer yo si tú no volvieras? Él levantó una mano y apartó la suya delicadamente. -Aquí estás segura -dijo Arash, antes de salir y cerrar la puerta tras de sí. ¿De qué tenía miedo Arash?, se preguntaba ella, sintiendo un escalofrío. No de que Suhail y Sulayman se hubieran perdido en medio de la tormenta, de eso estaba segura. Lana recordó entonces cómo la había mirado el hombre, como si luchara contra algo que no podía explicar, y se preguntó si la tormenta, la noche, las sombras, habrían despertado algún terrible recuerdo. Quizá sufría algún trauma a causa de la guerra. Su abuelo había estado en Vietnam y Lana había aprendido mucho sobre traumas viéndolo sufrir. Y también sabía que Arash había participado en todas las batallas para intentar salvar su país y el valle de sus antepasados. -¡No, Dios mío, por favor!- susurró, tomando su chaqueta. En una fiebre de impaciencia, se puso las botas y abrió la puerta-. ¡Arash! -lo llamó. El viento la golpeaba hacia atrás, como si quisiera obligarla a volver a la habitación, y Lana cerró la puerta usando las dos manos. No veía nada, estaba completamente a oscuras y caminó unos pasos con los brazos extendidos, luchando contra el viento, buscando una pared para sujetarse. La tocó antes de verla y mantuvo una mano sobre ella mientras se movía. Unos minutos más tarde, encontró la puerta de entrada del palacio e intentó abrirla. Furioso, el viento la apartaba de sus manos y la golpeaba contra los goznes, casi arrancándola de cuajo, pero Lana consiguió salir. -¡Arash! -volvió a llamarlo, mientras el viento la lanzaba de rodillas sobre la nieve. Con una tormenta como aquella, un hombre podía morir a cinco metros de la puerta de su casa. Había oído historias como esa, historias de gente muerta de frío durante una tormenta en las montañas, a unos metros de algún refugio que no habían visto en la oscuridad. Lana intentaba escuchar, aterrada, pero solo oía el rugido del viento. ¿Dónde estaba la casa, delante o detrás de ella?, se preguntaba. Había perdido la orientación. Solo podía ver los copos de nieve cuyo patrón antes le había parecido el secreto de la vida, pero que en aquel momento le parecía el baile de la muerte. Aun de rodillas, se volvió hacia un lado y otro, la cara golpeada por la nieve. Nada. No veía nada. Sus confusos sentidos parecían haber abandonado la lucha. Desesperada, se incorporó y buscó la pared con las manos. No podía estar a más de un metro de la casa, pero si daba un paso en la dirección equivocada se perdería definitivamente. -¡Arash! ¡Arash! -volvió a gritar, pero el viento parecía tragarse su voz.
  • 19. Una risa histérica subió a su garganta. ¿Qué estaba haciendo allí? Había ido a rescatar a Arash y se había perdido a un metro de la casa. ¿De qué podía servirle al hombre? Lo único que podría hacer en su ignorancia era morir con él. Pero, aunque no pudiera hacer nada, no habría podido quedarse en la casa esperando, no habría podido dejarlo solo. Si Arash estaba sufriendo algún recuerdo traumático de la guerra, podría estar ciego y sordo ante su verdadera situación. -¡Arash! -lo llamó de nuevo. Si podía encontrarlo, lo convencería para volver a la casa y él sabría encontrar el camino. Lana empezó a rezar, caminando unos pasos, pero volvió a caer de rodillas. El viento le impedía mantenerse erguida y la nieve golpeaba sus ojos, cegándola. «No voy a dejar que muera », pensaba, decidida. ¿Qué haría su tribu sin él? ¿Qué haría Kavi si perdiera a su mejor amigo y consejero? ¿Cómo iban a sobrevivir si Arash muriese? «Tanta gente lo ama y depende de él... No puedo dejar que muera de esta forma. No puedo dejarlo morir, todo el mundo lo ama. Yo... yo...»-. ¡Arash! ¡Arash! ¿Dónde estás? De repente, algo saltó sobre ella. Algo enorme. Lana lanzó un grito, aterrada, y cayó sobre la nieve. Durante un segundo se quedó tumbada, esperando las garras que terminarían con la tormenta y con su vida. Había aceptado la muerte. Pero, de repente, una luz se encendió en su cerebro: « ¡No puedo morir, tengo que encontrarlo!», pensó, lanzando un golpe a ciegas. Tenía que ser un lince, un felino de la montaña. Lana sintió que golpeaba al animal, que se apartó, sorprendido. -¡Lana!- gritó una voz. -¿Arash? ¡Dios mío, Arash! Dos veces intentó levantarse Arash, pero el viento lo lanzaba de nuevo contra ella. -¿Qué demonios estás haciendo aquí? -¡Te estaba buscando! ¡Menos mal que me has encontrado! -gritó ella, aliviada. Estaban a salvo. Arash encontraría el camino de vuelta a la casa y la vida y el amor... Era curioso lo cálida que parecía la nieve en ese momento. En el suelo, con el cálido aliento de Arash sobre su boca, Lana entendía por primera vez las historias que había escuchado sobre gente que se tumbaba a dormir en medio de un vendaval de nieve. Nada le hubiera gustado más en ese momento que cerrar los ojos y dejarse envolver por Arash... Él volvió a gritar, pero el viento era tan fuerte que Lana no pudo entender lo que decía. Arash se puso de rodillas, a pesar de su pierna herida y consiguió sentarla. -¡Levántate!- ordenó. Lana sonrió. -¡Eso es fácil de decir! Finalmente, consiguieron levantarse y Arash la tomó de la mano. Para asombro de Lana, unos pasos después entraban de nuevo por la puerta principal. Era increíble que hubiera estado tan cerca. Le había parecido estar perdida en medio del Ártico. Entre los dos consiguieron cerrar la puerta contra un viento que no parecía querer soltarlos de sus garras y, unos segundos después, volvían a la habitación donde el brasero, afortunadamente, seguía encendido. Arash clavó los dedos en sus hombros y Lana sintió que su carne ardía bajo capas y capas de ropa. No podía encontrar palabras para los pensamientos que daban vueltas en su cabeza. Algo peor que la muerte le había sucedido en medio de la nieve. Algo mucho más peligroso.
  • 20. La amenaza de la muerte había pasado, pero otra amenaza seguía presente. Estaba en los ojos del hombre, en la necesidad imperiosa que sentía de apoyar la cabeza sobre su pecho para asegurarse de que Arash era real. Ese era el peligro, que el roce con los dedos de la muerte hubiera desgarrado un velo. Y tras el velo había una verdad que Lana no quería ver... El tiempo pareció pararse mientras observaba parpadear al hombre, mientras observaba el pulso en su cuello que daba música a su vida. Mientras lo observaba entreabrir los labios y volver a cerrarlos con fuerza. Lana recordó otro tiempo, cuando él la había abrazado, cuando su vida había estado en una balanza, como en aquel momento. «No tengo nada que ofrecerte», le había dicho él entonces. Y era cierto. Lana cerró los ojos y sintió que Arash la apretaba en un movimiento convulso antes de soltarla. Después de eso, se quitaron chaquetas y botas en silencio y volvieron a la mesa, donde la lámpara, afortunadamente, seguía brillando y las brasas del carbón ardían, iluminando la estancia de rojo. Lana, de repente, se sentía hambrienta y, tirándose sobre los almohadones, tomó un trozo de pan. -BismAllah -murmuró, antes de empezar-. ¿Tú no tienes hambre? Arash, de pie sobre ella, la miró con sus ojos oscuros. -Sí. Estoy hambriento. Arash sacó de la mochila una tartera de aluminio con asado de cordero y la colocó sobre el brasero. Después, echó sobre el arroz que seguía cociéndose unas especias que había encontrado en el aparador. El estómago de Lana empezó a hacer ruidos cuando el aroma llenó la habitación. La experiencia que acababa de vivir había despertado un hambre furiosa, una sensación que nunca antes había sentido. Cenaron en completo silencio, cada uno perdido en sus pensamientos. -¿De verdad crees que Suhail y Sulayman pueden estar atrapados en medio de la tormenta?- preguntó después, cuando Arash estaba sirviendo el té en los delicados vasos tradicionales. -No- contestó él. -¿Y por qué saliste a rescatarlos? -No salí a rescatarlos -contestó él, mirándola con aquellos ojos intensos-. Fui para traerlos a casa. -¿Por qué? En los ojos del hombre hubo un destello. -Lana, tú sabes por qué me marché. ¿Por qué quieres seguir hablando de ello? -No te entiendo. -¿Qué sería más estúpido y peligroso que hablar de eso ahora? -Arash, de verdad no te entiendo -murmuró ella, confusa-. Si crees que Alinor me ha contado algo, te equivocas. -¿Alinor? Alinor no tiene que contarte nada. Tú lo sabes -dijo Arash. Lana lo miró, absolutamente en blanco-. ¿De qué crees que estoy hablando? -Mi abuelo estuvo en la guerra -empezó a decir ella-. Y después solía tener sueños, recuerdos que no podía controlar. Era algo que le hacía sufrir mucho -añadió. Pero cuando miró los ojos del hombre, se dio cuenta de que se había equivocado. -Yo pertenezco a una raza de guerreros, Lana. Siempre hemos luchado para mantener nuestras tierras, para defender a nuestra gente. Tengo heridas, como el resto de mis
  • 21. compatriotas, pero esos recuerdos de los que hablas son para los Kaljuks, para que recuerden siempre que empezaron una guerra injusta y la perdieron- explicó Arash. Ella asintió, hipnotizada-. Tú no eres tan ingenua, Lana. -Yo no sabía... ¿qué otra cosa podía pensar? -preguntó ella. Arash sacudió la cabeza, en silencio, tomando su té-. ¿Por qué no me lo explicas? Lana escuchó el golpecito de su taza sobre el plato. -¿Por qué insistes en hablar de ello? ¿Qué es lo que quieres? -preguntó él, exasperado-. ¡Estamos solos! ¡Tú sabes bien lo que puede pasar! Lana lo miró, incrédula y furiosa. -¿Qué estás diciendo? -exclamó. Arash la miró sin decir nada-. ¡No lo puedo creer! ¿Estás diciendo que saliste en medio de una tormenta, arriesgando tu vida, solo para buscar una carabina? Capítulo Seis -¡No lo puedo creer! Estaba tan indignada que la sangre parecía habérsele subido a la cabeza. -¿Qué es lo que no puedes creer? -preguntó él, con calma-. En mi país, un hombre y una mujer que no están casados no duermen bajo el mismo techo. Y tú lo sabes. ¡Qué comentario tan ridículo y arcaico!, pensó ella. Después de todo lo que había ocurrido aquel día, después de lo que había ocurrido entre ellos años atrás, aquello era demasiado. -¿Por qué? Explícamelo. Tú no vas a intentar seducirme, de eso estoy segura. Entonces, ¿por qué? ¿Es que crees que yo intentaría seducirte? -¿Es eso tan imposible? Lana se echó hacia atrás, como si la hubiera golpeado. -Ah, claro, ya entiendo. No sería la primera vez, ¿verdad?- dijo, con amargura-. Pero todos aprendemos, Arash. Y yo estoy inmunizada contra tus encantos. No voy a lanzarme a tus brazos por segunda vez. -¡No estoy sugiriendo que fueras a hacer eso! -¡Pues lo parece! -Solo porque quieres estar enfadada conmigo. -¡Eso no es verdad! -Mira, Lana, creas lo que creas, no era eso lo que quería decir. ¿Por qué inflamas tus sentimientos de esa forma? ¿No te das cuenta de lo peligrosas que son las emociones en esta situación? -¡Te aseguro que mi furia no va a transformarse en amor, Arash! Arash se quedó mirándola en silencio hasta que Lana apartó la mirada, incómoda. -No voy a discutir contigo -dijo por fin, con calma-. Soy el heredero de mi padre, el líder de la tribu de Aram. La gente de mi pueblo se sentiría muy disgustada si supiera que he pasado la noche con una mujer que no es mi esposa. Esa debe ser razón suficiente para ti. -¡Por favor, Arash, hay una tormenta feroz! -Esa es otra de las razones por la que no deberíamos estar aquí. -¿Qué es lo que quieres decir? ¿Que es posible que olvidemos quién somos o que tu gente imaginará que lo hemos hecho? -Da igual. Estamos solos y no podemos hacer nada. Excepto no bajar la guardia y...
  • 22. -¡Por favor!- la interrumpió ella-. ¿Hubieras preferido que nos quedásemos en el jeep? ¡Ahora estaríamos congelados o enterrados bajo una avalancha! -¿Por qué quieres enfadarme diciendo esas cosas, Lana? ¿Es que no te das cuenta de lo que está pasando? -Lo que creo es que tu arrogancia es increíble. La gente de este valle no es tan ignorante... -El pueblo de mi padre no tiene televisión, pero conoce la diferencia entre un hombre y una mujer. A ti te han educado para que creas que estás por encima de todo eso, pero no es así. -¿Estás intentando decirme que me voy a ver arrastrada por un incontrolable deseo solo porque estamos solos? Si es así, no podrías estar más... De repente, él la tomó por la muñeca. La fuerte y oscura mano del hombre, encallecida por el trabajo duro, en contraste con su suave mano blanca. La cara del hombre estaba en sombras, el violeta oscuro de sus ojos reflejaba la diminuta llama de la lámpara. Cuando ella miró el reflejo, su sangre se calentó y su corazón empezó a latir, desbocado. -Yo soy un hombre, Lana -dijo Arash-. Y tú una mujer. Esa es toda la explicación que necesitas. De repente aquella frase pareció un encantamiento. Era como si por nombrar un tigre, el animal hubiera aparecido. Él era un hombre. Ella, una mujer. Una mezcla peligrosa y tan predecible como la fórmula de la dinamita. Arash era un hombre fieramente atractivo, poderoso, un hombre con carisma y magnetismo. La furia que veía en sus ojos y el gesto firme de su boca contribuían a aumentar su atractivo, como un perfume que podía ahogarla, anular su razón. Lana tragó saliva. -¿Qué significa eso? -susurró. Él no contestó. Solo la miró con una posesividad que la quemaba, que encendía un volcán en el centro de su ser. Lentamente, como si esa fuera su respuesta, él la empujó suavemente sobre los almohadones. La llama que veía en sus ojos invadió sus muslos, su vientre, extendiéndose por sus miembros, como un incendio. -¿Por qué me obligas a hacer esto?- preguntó él, en voz baja-. Desde el principio, sabías cuál era el riesgo. -No -protestó ella débilmente Arash acariciaba su garganta, su barbilla. La boca del hombre, a unos centímetros de la suya, la llenaba de deseo. Solo una vez en toda su vida había sentido Lana tal excitación salvaje, tal primitiva pasión. -No creo que hayas olvidado. Y sabes que entonces también luché para que no ocurriera -murmuró Arash. Lana no podía hablar. Él seguía sujetando sus manos, inmovilizándola. Estaba tumbada, con el cabello rojo alrededor de su cara, como una flor abierta-. ¿Qué hacemos, Lana? ¿Debemos abandonarnos a esta dulce locura que no puede tener futuro? ¿Quieres arriesgarte? Aquellas palabras despertaron un dolor que creía haber olvidado. Se había convencido a sí misma de que aquello nunca había ocurrido y, de repente... Lana cerró los ojos para no ver la cara del hombre sobre la suya. -Esta vez no -murmuró-. Suéltame. Arash cerró los ojos y lentamente, como si estuviera haciendo un esfuerzo sobrehumano, la soltó. Se levantó torpemente del suelo con su pierna herida, se acercó al cubo de agua y tomó un sorbo, dándole la espalda.
  • 23. Después, tomó la linterna y levantando el tapiz, salió de la habitación sin decir una palabra. Lana se quedó tumbada sobre los almohadones, con la mente en blanco. Cuando se incorporó, su mente seguía vacía. Parecía no tener pasado, ni presente, ni futuro. Cuando tomó la taza de té, miraba su mano como si fuera la mano de otra mujer. -¿Bailar? -repitió él. Arash la tomó por la cintura con fuerza y en la semioscuridad del salón, Lana vio el brillo en los ojos oscuros del hombre. No se había equivocado. Arash Khosravi no podía resistirse a sus encantos, pero el baile que él tenía en mente no necesitaba música. Bailaron. Un baile lento, sinuoso, olvidándose de lo que los rodeaba, su mirada limitado a los ojos del otro. El cuerpo del hombre se apretaba contra el suyo, se derretía contra el suyo y Lana se maravillaba de aquel fenómeno; ella era ella misma y, a la vez, parte de aquel otro ser... ¿Arash luchó contra sí mismo durante aquel baile? Nunca lo sabría. Cuando la oscuridad los envolvió y ella abrió los ojos vio sin sorpresa que habían salido del salón y habían bailado por el pasillo hasta una habitación completamente a oscuras. El lujoso apartamento de Kavi, que sus guardaespaldas compartían con él, estaba en el segundo piso de la embajada de Parvan y, en medio de las sombras, Arash apretaba su cintura con tal fuerza que casi le hacía daño. Un segundo después, la tomaba en brazos y, sin dejar de besarla, la llevaba a otra habitación... Parecía como si el tiempo tuviera un peso y una medida que ella nunca antes había entendido. Arash cerró la puerta y se apoyó sobre ella, sin soltarla. Lana bajó las piernas y se dejó caer sobre el cuerpo del hombre, mientras seguían besándose. Ningún beso la había emborrachado como los besos de Arash. La presión del duro cuerpo masculino sobre el suyo hizo que apartara la boca un segundo para tomar aire. Él besó su garganta en la oscuridad y Lana acarició su pelo, su cara, con manos temblorosas. Era todo lo que tenía que saber, que estaba en los brazos de Arash. Nunca había sentido aquella hambre de besos, nunca había deseado tanto las caricias de un hombre. -Lana -susurró él, su voz urgente y ronca-. No tengo nada que ofrecerte. -¿Qué? -murmuró ella, sonriendo. -No tienes futuro conmigo, Lana. Mañana me voy a la guerra y no volveré. Si esperas algo más dime que no ahora, Lana. Dime que no. Lana no podía creer lo que estaba oyendo. Arash la tenía apretada contra su pecho y su corazón le decía que el deseo del hombre, como el suyo, era más que sexual. -Me arriesgaré- susurró. Lana había lavado los platos en un cubo de agua, con el jabón gris que usaban las mujeres parvaníes, cuando Arash volvió a entrar a través del tapiz, con un saco de carbón y la cabeza cubierta de nieve. -¿Vamos a dormir aquí? -preguntó, para romper la tensión. Él la miró y, sin contestar, tomó el brasero y lo colocó al otro lado de la habitación. Lana se mordió los labios y, durante unos segundos, siguió secando los platos y colocándolos en el aparador. Arash levantó la tapa del brasero y empezó a echar carbón sobre las brasas encendidas-. ¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos? -volvió a preguntar. Arash, de nuevo, no contestó-. ¿Qué haremos para comer? -insistió ella. Estaba temblando y no era de frío.
  • 24. -Saldremos por la mañana a buscar comida -dijo él por fin-. Pero ahora hay que apagar la lámpara para conservar el cabo. Lana, obedientemente, puso los almohadones sobre la alfombra a ambos lados del Korsi, una especie de taburete muy alto que Arash había colocado sobre el brasero. Después, en un ritual que tenía cientos de años de antigüedad, juntos colocaron las mantas a ambos lados del korsi, haciendo una tradicional cama parvaní. Lana había visto familias enteras dormir de ese modo. El korsi mantenía las mantas apartadas del brasero y el calor se conservaba mejor que en una cama occidental. Aunque también tenía sus desventajas. Si la habitación no estaba bien ventilada, se podía morir al inhalar monóxido de carbono. Pero Arash levantó el tapiz que cubría la entrada para airear la estancia y Lana se atrevió a enfrentarse de nuevo con el frío para ir al lavabo. Cuando volvió, todo estaba preparado para irse a dormir. Solo se quitaron los jerseys y los pantalones que llevaban sobre los vaqueros antes de tumbarse y cuando Arash apagó la lámpara, la oscuridad cayó sobre ellos como otra manta. Lo oyó tumbarse sobre los almohadones, sabiendo que estaba al otro lado del brasero y su corazón empezó a latir con fuerza. -Buenas noches -murmuró. -Buenas noches, Lana. El intercambio de palabras en la oscuridad pareció subrayar su soledad y Lana deseó de repente estar más cerca de él, a su lado. Pero se había arriesgado una vez. Y no volvería a hacerlo. Sin soltarla, Arash encendió una lámpara. Aunque estaba decorada al estilo árabe, con preciosas alfombras y telas sobre las paredes, la habitación era completamente impersonal. No había un solo libro ni una fotografía y las maletas al lado de la puerta lo decían todo. Él la miró un momento en silencio, como esperando que ella cambiase de opinión. Por la mañana, le decía aquella mirada, no habría ni rastro de él en aquella casa. Pero Lana estaba ciega y sorda ante la advertencia. -Hazme el amor, Arash -susurró. Él la tomó de la mano y la llevó hacia la cama. Parecía el sultán de sus sueños, con los pantalones y la túnica de seda blancos y un chaleco bordado en oro. Arash le quitó el vestido como ella había soñado que haría cuando, antes de la fiesta, se había puesto aquella ropa interior tan especial. Lana llevaba unos pantaloncitos verdes de la más fina seda que se cerraban bajo la rodilla y una especie de chaleco que apenas cubría sus pechos, dejando su vientre al descubierto. -Un pijama de harén- había dicho que era aquello la vendedora en la exclusivísima tienda de moda. Parecía la versión hollywoodiense de una concubina, voluptuosa, sus pechos amenazando con escapar del diminuto chaleco, sus caderas y muslos llenos, femeninos y firmes. Su piel, como la crema, el pelo rojo cayendo sobre su espalda... Sentado al borde de la cama, Arash la colocó sobre sus muslos abiertos y depositó un beso sobre su estómago sin dejar de acariciar su espalda, su trasero a través de la seda, sus muslos... sus pechos, sus hombros. Después, se encontró a sí mismo arrodillado frente a ella, besándola por encima de los pantalones de seda, apartando lentamente la tela para que su boca estuviera cada vez más cerca... Arash levantó las manos y desabrochó los dos botoncitos de perla del
  • 25. chaleco para que sus pechos quedaran libres. El embriagador endurecimiento de los pezones femeninos le decía que su roce era placentero para ella... El hombre y la mujer eran uno solo cuando Arash la tumbó sobre la cama y se tumbó a su lado, sobre ella y, finalmente, dentro de ella... Él no había esperado llorar en el momento de la unión, no había esperado sentir la profunda conexión que le decía que, desde aquel momento, solo entendería el universo a través de aquella mujer. Nunca había sido barrido por tal profundo y salvaje placer, nunca había gritado un nombre como si fuera una respuesta a todas las preguntas que pudiera hacerse, en aquel momento y siempre. Lana se despertó en medio de la noche. Había llorado en sueños, pero no recordaba por qué. Poco a poco, las imágenes acudían a su cabeza. Había llorado soñando con la noche en la que le había pedido a Arash que bailase con ella. Hasta entonces no había recordado aquella otra noche en mucho tiempo. La había apartado de su mente. El recuerdo era claro, inmediato, como si algo en la oscuridad la llevara atrás en el tiempo. Como si se hubiera despertado como la persona que fue en aquel momento, sintiendo de nuevo la pasión, el anhelo que había sentido por Arash, la necesidad de tocarlo, de creer que ella significaba algo para él. Arash no había sabido que era virgen y él era un hombre muy grande. Sus gemidos de placer y dolor habían sido ahogados por los gemidos de pasión abrumadora del hombre... Se había quedado dormida cuando los pájaros empezaron a cantar, sintiendo que era la canción de su corazón, sintiéndose una con Arash, sobre cuyo pecho apoyaba la cabeza, cuyos fuertes brazos la sujetaban diciéndole sin palabras que se pertenecían. Lana se había despertado sola. Cuando se sentó sobre la cama con una sonrisa, miró alrededor... y solo vio su ropa colocada sobre una silla. Las maletas habían desaparecido, igual que la ropa de Arash. No había rastro alguno de él y Lana se sintió sola en el mundo. Saltó de la cama, se vistió a toda prisa y salió al pasillo, pero solo encontró a los encargados de la limpieza. El príncipe y su gente se habían marchado una hora antes. Lana volvió al dormitorio para buscar una nota, un mensaje... nada. Le preguntó a las limpiadoras. Nada... no habían visto ningún papel, nadie había dejado ningún mensaje. Y fue allí, en medio del salón de la impresionante embajada de Parvan, delante de unos extraños, donde Lana entendió por fin sus sentimientos. Lentamente, como si hubiera perdido la razón, salió a la calle, paró un taxi y volvió a su casa. Había un mensaje de Alinor en el contestador. -¿Dónde te has metido, Lana? Siento mucho no haber podido despedirme de ti... Pero ningún mensaje de Arash. «No tengo nada que ofrecerte, Lana». Lana entendió entonces. No podía ofrecerle amor, porque no la amaba. Ella, sin embargo, estaba enamorada de él. Loca, profunda y apasionadamente enamorada de él. Con un amor que le rompía el corazón. En aquel momento lo recordaba todo... cosas que había olvidado, que se había obligado a sí misma a olvidar para poder sobrevivir. Él creía que Parvan iba a ser invadido inmediatamente por el país vecino y volvía a su país para luchar.
  • 26. Una vez le había preguntado cuál sería el resultado de la guerra. También había olvidado eso. Pero en aquel momento lo recordaba como si acabara de hacerle la pregunta. Recordaba la tristeza en su expresión, como si presintiera la pérdida de todo lo que le era querido. -Significa la destrucción total, Lana -le había dicho-. Somos un país muy pequeño y nuestras reservas de petróleo están situadas en las montañas, en lugares de difícil acceso. Kaljukistán tiene mucho petróleo y muchos intereses económicos extranjeros. Y también tiene un arsenal que dejaron atrás los soviéticos. ¿Quién va a ayudarnos? ¿Quién va a ponerse de nuestro lado? Todas nuestras riquezas, que han ido pasando de generación en generación, serán hipotecadas para comprar armas... no nos quedará nada. -¿Crees que ellos ganarán la guerra? -No podrán ganarla, a menos que maten a todos y cada uno de los parvaníes. Mientras quede uno de nosotros vivo, no podrán ganar. Lana habría ido con él. Habría luchado a su lado, habría ayudado a las mujeres de su pueblo durante un tiempo de horror, pero sabía que Arash no lo habría permitido. Había pensado en él constantemente durante aquel tiempo, a veces sin saber durante meses si seguía vivo o había muerto. La guerra entre Parvan y Kaljukistán no era un tema de interés para los periodistas y Lana había sufrido sin saber de él, esperando el golpe que rompería su corazón en cualquier momento. Un día en la universidad, un compañero le había dicho que uno de los acompañantes del príncipe Kavi había muerto en la guerra y su corazón se había parado. No era una sensación. Lana estaba segura de que se había parado durante unos segundos, como si hubiera querido morir al lado de Arash. Pasaron veinticuatro horas antes de que alguien le dijera que era Jamshid quien había muerto. Lana sintió una profunda tristeza por el joven alegre, muerto en una guerra que a nadie parecía importarle. Jamshid había dejado detrás una esposa que había dado a luz unos meses después de recibir la noticia de su muerte y Lana la envidiaba porque tenía un niño que le recordaría para siempre a su padre. Si Arash hubiera muerto, ella no tendría nada. Nunca había oído una palabra de amor de sus labios. No tendría nada excepto el recuerdo de unas horas de pasión física que no habían significado nada para él. Como si el sueño hubiera roto una armadura bajo la que guardaba su corazón, el dolor de su amor por Arash parecía renovado, en carne viva, y Lana tuvo que ponerse la mano en la boca para que él no la oyera llorar. Había sido una estúpida imaginando que había sellado su corazón. El amor era una realidad cruel de la que no se podía escapar. Había ido hasta Parvan solo para verlo. Le había pedido dinero a su padre, a sus amigos, a extraños, había trabajado más de lo que había trabajado en toda su vida para ayudar a la gente de su pueblo, pero también para volver a verlo. Había pasado hambre cuando la gente de Parvan pasaba hambre, había llorado cuando los veía sufrir, había hecho lo imposible para ayudarlos a reconstruir sus vidas... Porque un hombre que no sentía nada por ella le había dicho una noche con el corazón roto: «No nos quedará nada». Capítulo Siete
  • 27. La habitación estaba helada cuando se despertó. -¡Qué frío! -exclamó al apartar las mantas. En calcetines, corrió al lavabo y cuando salía escuchó ruidos en el techo. Arash había subido al tejado y estaba clavando una pieza de madera sobre el agujero. Una vez en la habitación, Lana guardó cuidadosamente las mantas y el kersi y se dedicó a reavivar el fuego del brasero. Como su amor, se había quedado en las brasas, pero aquella noche con Arash lo había reavivado y volvía a quemarla por dentro... Había sido una estúpida al aceptar aquel viaje con él. ¿Por qué no había escuchado la voz interior que la advertía del peligro? Debería haber abandonado la idea de viajar a las montañas si él iba a ser su acompañante. Lana se obligó a sí misma a apartar a Arash de sus pensamientos y empezó a buscar algo de desayuno. Cuando él volvió a entrar en la habitación, frotándose las manos heladas, había preparado té, naan con mantequilla y melocotones en conserva. -¡Qué bien! Aquí hace calorcito- dijo él, quitándose las botas y sentándose sobre los almohadones-. En la otra habitación hay un calentador que funciona con gasolina. Después de desayunar, podemos ir a ver si encontramos algo de combustible. -¿Dónde has encontrado la madera para el tejado? -La coloqué allí hace unos meses, pero el viento la había arrancado- explicó Arash, mientras ella apartaba el pan del brasero y lo colocaba rápidamente sobre el plato con un gesto de dolor. Arash se echó a reír-. Puedes utilizar un paño para no quemarte. Lana miró sus ojos, que brillaban divertidos, preguntándose cómo había podido convencerse a si misma de que no sentía nada por aquel hombre. Su amor parecía haber estado siempre allí, siguiéndola como una sombra a todas partes. Lana había esperado que, a la luz del día, aquellos pensamientos desaparecieran, como la mayoría de las preocupaciones que asaltan a los humanos durante la noche, pero solo tenía que mirar la cara de Arash para saber que no podía esconderse bajo una capa de indiferencia. -Arash... -empezó a decir. Pero no pudo terminar la frase. ¿Qué iba a decir? « ¿Acabo de darme cuenta de que sigo enamorada de ti?» -¿Sí? -¿Quieres té? -Gracias. -¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí? -Quizá podamos irnos mañana- contestó él-. Pero no lo sabré seguro hasta que deje de nevar. -¿Crees que podremos comprar comida en alguna parte? -Supongo que sí. Lo que si encontraremos seguro serán armas y municiones -dijo Arash, pensativo. -¿Quieres decir que vas a ir de caza? -Si es necesario... Pero antes quiero ver el estado de la casa a la luz del día. ¿Quieres venir conmigo? Ella asintió. Deseaba ver la casa en la que Arash había nacido y había pasado su infancia, como si aquello fuera a darle alguna clave. Al otro lado del tapiz había un pasillo y, al final, unas escaleras que terminaban en una enorme sala. La guerra había destruido en parte ventanas, paredes y suelos, pero no había duda de que, una vez, aquella había sido una residencia palaciega.
  • 28. Pasaron por delante de una sucesión de habitaciones y Arash parecía ir tomando nota mental de los daños. En las paredes desnudas había manchas donde antes habían colgado obras de arte y Lana sacudió la cabeza, con tristeza. -¿Las obras de arte...? -empezó a preguntar. -Mi padre las vendió para comprar armas -contestó él y Lana recordó la noche en la que Arash había presentido la tragedia. «Si lo hubiera consolado aquella noche», pensó. «Si lo hubiera abrazado y le hubiera dicho que lo amaba...». -Lo siento. Esta casa debía de ser preciosa -murmuró. Él no dijo nada y siguieron pasando de habitación en habitación. En muchas de ellas había muebles, hermosas piezas árabes e indias que empezaban a estropearse por falta de cuidados-. Sería mejor que alguien viviera aquí, Arash. Los muebles están empezando a estropearse. -Pronto volveré a esta casa -dijo él. «Cuando llegues al palacio de Omar, quiero que descanses durante un tiempo antes de volver al valle de Aram para realizar la tarea que te espera allí...», recordó Arash las palabras del príncipe Kavi. ¿Qué motivos podría tener Kavi para pedirle que acompañase a Lana en aquel viaje?, se preguntaba, perplejo. ¿Sería un plan que el príncipe no había querido revelarle? Era inconcebible que Kavi no hubiera querido revelarle los detalles de una misión secreta y, sin embargo... «Hazme el amor; Arash...» Arash cerró los ojos para apartar de sí los recuerdos. La luz de la lámpara sobre la piel blanca, los ojos femeninos brillando para él, el peso de sus pechos en sus manos, los dulces gritos de pasión y sorpresa. Había llevado aquellos recuerdos con él cada noche durante la batalla... y esos sueños eran como un viaje por la hermosa montaña, en contraste con el dolor y la destrucción de la guerra. Arash respiró profundamente. Iba a necesitar controlarse con mano de hierro para soportar aquellos días con Lana. -Este es el vestidor de mi madre. Puede que siga habiendo ropa suya y quizá haya algo que puedas usar -dijo Arash, entrando en una habitación llena de armarios y baúles. Cuando abrió uno de los armarios, Lana vio que cada vestido estaba cubierto por una funda de seda blanca. Olía a especias y a perfume. -¿Dónde está tu madre? -Cuando acabó la guerra, se fue a vivir con mi hermana. No le gustaba vivir sola en esta casa, donde había sido tan feliz con mi padre. -Lo comprendo -murmuró Lana. -Elige lo que quieras. -Gracias -dijo ella, abriendo una de las fundas. Era una túnica de seda púrpura, bordada en pedrería. -Espero que haya algo más de abrigo- sonrió él, sacando otra de las fundas. Pero cuando la abrió, encontraron un camisón de varias capas de seda color turquesa, bordado con perlas. El erótico perfume de la prenda decía que una mujer se lo había puesto... para excitar a un hombre. Lana carraspeó para disimular su turbación. -Nunca había visto algo parecido, -Mi madre solía ponerse cosas preciosas para mi padre.
  • 29. Los dos se miraron en silencio durante unos segundos. -¿Era un matrimonio concertado? -preguntó Lana. -Mi padre vio a mi madre un día montando a caballo en el río. De repente, su caballo se encabritó y mi padre, que era un jinete experto, consiguió colocarla sobre su montura antes de que el animal la tirase. -¿Y se enamoraron? -Mi padre se enamoró de ella nada más verla. -¿Y qué ocurrió después? -Que la besó y mi madre se puso colorada. Que un hombre bese a una mujer nada más conocerla es algo insólito en mi país y mi madre le preguntó si era así como los Khosravi elegían a sus concubinas. Mi padre se enfureció y le dijo: « ¡Así es como los Khosravi eligen a sus esposas!» -siguió diciendo-. Después la llevó a casa de su padre y pidió su mano. El mismo día, unas horas después de haberla conocido. -¿Esa historia es cierta? -sonrió Lana. Arash sonrió también. Su voz se había suavizado hasta hacerse casi un murmullo. -Es la historia que contaba mi padre. Y mi madre añadía que su caballo se había encabritado porque ella había querido -añadió. Lana soltó una carcajada y Arash se volvió de golpe, como si de repente hubiera visto en ella algo que no quería ver-. Creí que era un abrigo -dijo en voz baja, mientras guardaba la prenda en el armario-. Puedes volver después y elegir lo que quieras. A mi madre le gustaría que lo hicieras. -¡Un baño! -exclamó Lana entonces, volviéndose hacia otra de las puertas-. Pero supongo que no funcionará. -No hay agua ni electricidad, lo siento. Arash se quedó en el umbral mientras Lana entraba en el hammam privado de su madre y tocaba las hermosas piezas de mármol. Recordaba momentos de su infancia allí, la habitación llena de vapor, su madre en la bañera, riendo con sus criadas o envuelta en una gran tela blanca, eligiendo su perfume... a Arash le encantaban los perfumes, el olor de las mujeres... -¡Qué frascos tan preciosos! -exclamó Lana. Había jabones y perfumes en el baño. Estaban llenos de polvo, pero el polvo no podía borrar la belleza de aquellos frascos de cristal tallado ni los hermosos colores rojos, turquesas y esmeraldas de los perfumes y aceites. Cuando abrió uno de los frascos y lo acercó a su nariz, fue como si la transportaran a otro mundo. Aquel era el olor de una mujer encantadora, rica, mimada y amada por su marido, una mujer en plena confianza de su sexualidad que, después de bañarse y perfumarse, se ponía un camisón de seda bordado de perlas... Arash recordaba una vez cuando era pequeño. Había tomado uno de aquellos frascos de perfume y, con sus torpes manitas, lo había dejado caer sobre el suelo de cerámica. Un perfume embriagador lo había abrumado entonces. Recordaba la intensidad de la experiencia, cómo se había reído, cómo se había agachado y se había mojado las manitas con el perfume. Una de las criadas había tenido que apartarlo para que no se cortara con el cristal roto. Eran momentos felices y nadie lo había regañado. Su madre no tenía costumbre de gritar por algo tan simple como un frasco de perfume roto y todos se habían quedado encantados al ver su éxtasis infantil, la alegría sensual del niño, en un país de sensualidad extrema. -¡Qué feliz será un día tu esposa! -había sonreído su madre, pero el niño Arash no había entendido entonces. Cuatrocientos años antes, el profeta había dicho: «El hombre ama los perfumes, a las mujeres y la alegría del rezo». Y la tribu de Aram seguía creyendo que un niño que ama
  • 30. los perfumes sería un buen marido y un buen hombre porque, como el profeta, amaría a las mujeres y buscaría su guía hacia la verdad... Él solo había entendido aquello la noche que había tenido a Lana entre sus brazos. Aquella noche sus sentidos se habían visto embriagados por ella como el día que había roto el frasco de perfume de su madre... Pero era otro tiempo, otra vida. Todo eso había desaparecido. Solo unos cuantos frascos de perfume adornaban la mesa del tocador, donde antes había habido docenas. Y donde él había dejado caer uno que se había roto en pedazos, como su vida. Siguieron revisando la casa y Arash pasó por delante de algunas puertas, sin abrirlas. Lana imaginó que serían las habitaciones de su padre y su hermano y que Arash no podría soportar verlas vacías. Más tarde llegaron a la zona de la casa más dañada por la guerra. Era la zona que se abría al valle y las paredes estaban demolidas. Lana se quedó parada bajo la nieve que entraba por el tejado hundido, mirando aquellos escombros con el corazón en un puño. Entonces, además del ruido de la garganta, escuchó otro... -No hace falta que sigamos mirando... -estaba diciendo Arash. -¿Qué es ese ruido?- lo interrumpió ella, tomándolo del brazo. -¿Oyes algo? Era un sonido suave, como un llanto. -Creo que es alguien llorando. -¿Dónde? -preguntó él. Lana señaló hacia el Este, hacia el río. Allí había un edificio cuadrado rematado por una bóveda, con ventanas cubiertas por listones de madera. De nuevo volvieron a escuchar el sonido, más fuerte que antes-. Es posible que alguien se haya refugiado en el majlis. Vamos- ordenó, como tenía por costumbre. El majlis era el lugar donde el jeque pedía consejo a los ancianos del poblado y donde se tomaban las decisiones importantes. Lana lo siguió a través de la nieve. Su corazón latía con fuerza. ¿Y si era un niño? Si había pasado la noche allí sin un brasero, sería un milagro encontrarlo vivo. Las enormes puertas de madera se abrieron con facilidad ante el empujón del hombre y un fuerte olor los sorprendió-. Ya Allah -murmuró Arash, más para sí mismo que para ella-. ¿El majlis de mi padre convertido en un establo? -¿Qué ocurre, Arash? -Espera -dijo él, abriendo las ventanas. Lo que descubrieron fue un pequeño rebaño de ovejas, unas cuantas gallinas y una mula que mascaba paja-. Mira -dijo Arash. En la otra esquina, una oveja los miraba mientras sus dos corderitos recién nacidos mamaban furiosamente, moviendo las diminutas colas. -¡Qué preciosos! -exclamó Lana-. ¿Crees que podrán sobrevivir al frío? -Los corderos sobreviven incluso en peores circunstancias -dijo él-. Pero estarán mejor si les damos un poco de calor -añadió, señalando una estufa. -Qué pena, me hubiera gustado tenerlos conmigo. -Intenta decirle eso a su madre -sonrió Arash, acercándose a la estufa para llenarla de leña. Encendió una cerilla y, unos momentos después, una luz roja iluminaba la estancia-. Bueno, al menos sabemos que Sulayman estuvo ayer aquí porque hay cenizas recientes y los animales tienen comida. Lana sintió una punzada de dolor en el corazón. Sabía lo importante que era el majlis para las familias de Parvan. Y el de la familia Khosravi se había convertido en un establo... Aquello debía romper el corazón del hombre, pero no lo demostraba. Si le hubiera dicho que lo amaba, si le hubiera pedido que se casara con ella, ¿la habría aceptado Arash solo para reconstruir la herencia de su familia?
  • 31. Pero no tenía que casarse con ella. Lana le había ofrecido ayuda sin pedir nada a cambio y él la había rechazado. Arash fue al río para llenar dos cubos de agua fresca y, de vuelta en el kajlis, su mirada parecía irremisiblemente atraída hacia una de las paredes, en la que había una gran sombra oscura. Lana no podía ver su expresión porque estaba de espaldas, pero se dio cuenta de que ocurría algo. -¿Qué ocurre, Arash? -preguntó-. ¿Qué había en esa pared? Arash no contestó inmediatamente. -El escudo de Aram -dijo por fin-. Ha estado colgado ahí durante cientos de años. Su voz no tenía expresión, pero Lana se dio cuenta de que aquel era el tesoro más preciado de su familia, la pérdida más terrible. -¿Tuvisteis que venderlo? -Los Khosravi nunca podrían vender el escudo de Aram. Significa nuestra soberanía y la guía que nos ha sido encomendada. Una vez, hace mucho tiempo, fue robado, pero el ladrón lo devolvió poco después. Ahora ha vuelto a desaparecer. ¿Quién sabe dónde estará? Capítulo Ocho Por acuerdo tácito, cuando volvieron a la habitación que se había convertido en su refugio, Lana empezó a preparar el almuerzo mientras Arash reavivaba el brasero. Habían encontrado muchas cosas en su exploración de la casa: parafina para el calentador y lentejas, aceite de oliva, patatas, manzanas y algunos botes de cristal con conservas de tomate en la alacena. Mientras ella preparaba una sopa, escuchaba a Arash mover muebles en una habitación contigua. Era agradable saber que los dos estaban trabajando, aunque fuera en silencio. En Londres, cuando empezaba a enamorarse de Arash, antes de saber que no era un guardaespaldas, antes de conocer la historia de su aristocrática familia, había soñado con una vida como aquella, tan diferente del mundo que ella conocía. Había imaginado que vivirían juntos en una pequeña granja, rodeados de niños. Lana nunca había deseado un matrimonio como el de sus padres, en el que la vida familiar se había sacrificado para conseguir una fortuna. Ella no quería eso con Arash. Esperaba compartir todo en su vida, el trabajo y la alegría, el dolor y el placer... Pero tampoco olvidaba que era precisamente por los largos años de duro trabajo de su padre por lo que estaba en Parvan. Si su padre hubiera sido un hombre normal, con objetivos normales, quizá ella no habría ido a la universidad en Londres, quizá nunca habría conocido a Arash y ni siquiera sabría que existía un país llamado Parvan. Y, aunque lo supiera, no tendría dinero para ayudar al pequeño reino árabe. Lana había calentado un cubo de agua sobre el brasero y después de sacar su neceser de la mochila, pasó por debajo del tapiz para ir al cuarto de baño. Entonces se quedó parada. -¡Una cocina! ¡Una cocina de verdad! Arash había conseguido encontrar una antigua cocina de hierro y estaba colocando la chimenea. -Importada de Inglaterra por mi abuela- explicó él. -¿Funciona? -Espero que sí. ¿Quieres encenderla?