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El Espíritu Santo Consolador:
             una espiritualidad de esperanza y vida

Seguir a Jesús animados por el Espíritu Santo (P. Jorge Ramos), con un primer estilo, la
misericordia (Hna. Rogelia Tamez).
Ya hemos profundizado sobre estos aspectos muy importantes de nuestra espiritualidad
en favor de los que sufren.
En esta reflexión volvemos al protagonista de la espiritualidad cristiana, como respuesta
al don de Dios, a su “carisma”: el Espíritu Santo. No puede darse espiritualidad cristiana
sin permitir que el Espíritu Santo, “derramado en nuestros corazones” (Rom 5,5) actúe,
anime, despierte, suscite, dé vida, etc.
“Pablo llegó a Éfeso. Allí encontró a algunos discípulos y les preguntó: ‘¿Han recibido
al Espíritu Santo cuando han llegado a la fe?’. Le contestaron: ‘Ni siquiera hemos oído
que haya un Espíritu Santo’” (Hechos 19,2). Han pasado casi 20 siglos, y las cosas no
parecen marchar mejor: el Espíritu Santo es casi un desconocido. Tal vez es ésta la
razón por la cual nuestra espiritualidad no es muy desarrollada…

El Espíritu Santo
El camino de la vida cristiana, iniciado en el bautismo, se puede describir como un
“camino de configuración a Jesucristo”, tomar, adquirir la misma “forma”; o
“conformación”. Él es el modelo de la vida cristiana; el Documento de Aparecida nos
recuerda que todos estamos llamados al “discipulado”, es decir, a seguir, “imitar” a
Jesús el Señor, cambiando nuestra manera de pensar, sentir, juzgar, decidir, actuar y
tratar a los demás. Se trata de una tarea “imposible” para nosotros; por eso – en su
Providencia – Dios nos dona al Espíritu Santo, para que sea artífice de “santificación”,
nos ayude a realizar este proyecto cristiano y “crístico” en nuestra vida.
El Espíritu Santo, pues, nos guía “suave y decididamente” en la realización de nuestra
“conformación a Jesucristo”, a través de todos los recursos que distribuye a la y en
la Iglesia: la Palabra, anunciada-explicada-comprendida y asimilada; los Sacramentos
(perdonándonos, construyendo la comunión, fortaleciéndonos en la enfermedad,
nutriéndonos en la Eucaristía); la vida eclesial,con la ayuda de muchos hermanos que
nos apoyan y nos ofrecen la formación (los Pastores), nos estimula al compromiso, nos
invita a caminar juntos, nos comprometen en iniciativas pastorales, etc.
La misma dinámica se puede expresar también de otras formas. Por el bautismos
hemos recibido las virtudes teologales: fe, esperanza y amor; debemos desarrollar
estas “semillas” sembradas en nuestra conciencia (es otra manara para expresar el
proceso de “conformación” a Jesucristo). La teología nos presenta otra manera: el
proceso de “conformación” a Jesucristo se manifiesta en nuestra “imitación” y
“conformación” de/a las dimensiones profética, sacerdotal y real de Jesucristo.
Cambian las formas y los esquemas, a según de las diferentes sensibilidades espirituales
y las diferentes tradiciones; no cambia la perspectiva común: un camino para ser más
“semejantes”, “parecidos” a Jesús.
El Espíritu Santo está presente – sin limitar nuestra libertad y responsabilidad – para
“ayudarnos” en este camino como “luz” interior y “fuerza” espiritual.
La secuencia del día de Pentecostés expresa todo esto de manera poética: “Ven, luz
santificadora, y entra hasta el fondo del alma de todos los que te adoran… para
iluminarnos, porque sin tu inspiración no podemos nada y el pecado nos domina. Eres
Padre de los pobres, dador de todos los dones. Eres pausa, brisa, consuelo, paz…
Espíritu Santo: lávanos, fecúndanos, cúranos, doblega nuestra soberbia, calienta
nuestra frialdad, endereza nuestras sendas. Danos tus sagrados dones, danos virtudes y
méritos, contigo el gozo eterno después de una buena muerte”.
El Espíritu Santo está presente en la fuerza de convicción de la Palabra de Dios
inspirada por Él, anunciada por Él, aceptada en un corazón acogedor por su poder de
convicción; abre nuestras mentes a la inteligencia de las Escrituras.
Está presente en los Sacramentos: en el Bautismo, donde es fuente de regeneración y
cambio, nos da la vida nueva. Nos adopta, nos hace hijos de Dios, nos permite llamar a
Dios como Padre; Transforma el pan y el vino en cuerpo y sangre de Cristo (primera
epíclesis) y crea la comunión con el Padre y entre nosotros (segunda epíclesis); Es
manantial de conversión, de remisión de los pecados y de vida renovada. Da fuerza
a los enfermos.Da el don del amor fiel a los cónyuges en la vida familiar. Da la vida
física a todos nosotros; nos da la vida de la gracia.El Espíritu Santo nos confirma en
Cristo; nos hace testigos y adultos en la fe.
Nos comunica sus dones: el amor, el gozo, la paz, la benignidad, la bondad, la
fidelidad, la mansedumbre. El Espíritu entrega dones particulares a los cristianos para
construir una comunidad fraterna, para el servicio: son los carismas, dones particulares
y los ministerios.
Suscita la oración, la personal y la comunitaria.Da entusiasmo, vida y gozo.
El Espíritu Santo es la norma de conductade nosotros creyentes, pero de lo interior,
nos es una ley exterior.
Podríamos continuar…

El “Consolador”
El Espíritu Santo en el Evangelio es definido como el Consolador, el “Paráclito”, el
“Abogado”.
No entro en la complejidad de las interpretaciones del término griego. Los expertos
traducen o interpretan esta palabra de diferentes maneras, sin embargo están de acuerdo
en algo común: el Espíritu Santo, don del Padre y del Hijo Jesucristo, es una “presencia
amigable”, “protectora”, “está a nuestro lado” para defendernos, protegernos. Según
un esquema jurídico-legal es “abogado de la defensa”, según un modelo militar es
“protector”, según un esquema médico es “consolador”. La Sagrada Escritura usa
diferentes registros e imágenes para ayudarnos a comprender la realidad desde
diferentes perspectivas y con matices diversos.
Podríamos preguntarnos: ¿por qué está a nuestro lado para ampararnos,
defendernos, consolarnos? La respuesta es obvia: la vida nos enfrenta con un
sinnúmero de situaciones problemáticas en las que sucumbiríamos si Alguien no nos
ayudara. Una lista – incompleta – puede ayudarnos a enfocar mejor la situación: quien
sufre porque está enfermo, quien se siente agobiado o deprimido, quien está solo y se
siente como abandonado, quien no tiene los recursos humanos y espirituales para seguir
adelante, quien vive el duelo, quien sufre pobreza extrema y falta de perspectivas para el
futuro, quien debe enfrentar situaciones relacionales complejas y potencialmente
destructivas, quien ha perdido el sentido de su vida, quien vive sin fe y un proyecto de
vida, etc.
En nuestro apostolado / ministerio todos nosotros quisiéramos “ayudar”,
encontrar palabras de “consuelo”: nos damos cuenta de la pobreza e insuficiencia de
nuestros gestos y palabras; también nosotros necesitaríamos los gestos y palabras que
nos “consolaran”.
El Consolador es Dios que “visita a su pueblo”, que “seca las lágrimas”, que susurra
en nuestro corazón palabras de amor (“tú eres hijo mío, muy amado”), que pronuncia
una palabra de liberación (“tus pecados quedan perdonados”, “levántate” y retoma tu
camino), que “concede la salvación y conforta en la enfermedad”, que da el pan de la
vida para cruzar el umbral de la muerte.
Nuestras palabras y gestos son insuficientes; la pretensión y presunción humanas
quedan descalificadas; las mejores escuelas psicológicas o de ingeniería social nos
dejan desamparados, sumidos en nuestra impotencia… Sin embargo, Dios no se
“complace” en eso. Nos ofrece (todo el “gracia”, “don gratuito”) al Espíritu Santo
para que nuestros gestos y palabras sean eficaces y fecundos: “Bendito sea Dios, el
Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo,
que nos reconforta en todas nuestras tribulaciones, para que nosotros podamos dar a los
que sufren el mismo consuelo que recibimos de Dios. Porque así como participamos
abundantemente de los sufrimientos de Cristo, también por medio de Cristo abunda
nuestro consuelo” (2 Cor 1, 3-5).
Dios, a través de su Santo Espíritu nos capacita, habilita, para que seamos “agentes de
consuelo”.


“Señor y dador de vida”
“La vida es siempre un bien. Esta es una intuición o, más bien, un dato de experiencia,
cuya razón profunda el hombre está llamado a comprender. ¿Por qué la vida es un bien?
La pregunta recorre toda la Biblia, y ya desde sus primeras páginas encuentra una
respuesta eficaz y admirable. La vida que Dios da al hombre es original y diversa de la
de las demás criaturas vivientes, ya que el hombre, aunque proveniente del polvo de la
tierra (cf. Gen 2,7; 3, 19; Job 34, 15; Sal 103/104,14; 104/103, 29), es manifestación de
Dios en el mundo, signo de su presencia, resplandor de su gloria (cf. Gen 1, 26-27; Sal
8,6). Es lo que quiso acentuar también san Ireneo de Lyon con su célebre definición: "el
hombre que vive es la gloria de Dios". … La vida que Dios ofrece al hombre es un don
con el que Dios comparte algo de sí mismo con la criatura”. (Evangelium Vitae, 34)
Vivir, para el hombre, quiere decir encontrarse en presencia del Dios creador que lo
llama de continuo a la existencia y, por consiguiente, estar en relación con él y - más
profundamente ser amados por él, dado que el mundo creado y la criatura humana no
son más que la expresión de un amor libre y gratuito que quiere difundirse y hacer
participar a otros del don de existir. La vida es un don, un talento confiado a nuestra
libertad. Y esto vale no sólo para la vida física en general, sino también para toda vida
personal en su irrepetible individualidad.
Existir, para el hombre, quiere decir recibir de continuo la existencia de Dios. La
corporeidad del hombre es el signo de una existencia dada. Todo lo que forma nuestra
subjetividad corpórea (desde el rostro hasta los sentidos, desde la afectividad hasta el
pensamiento o el lenguaje) es un don del amor creativo de Dios; por eso todo ser
humano es sagrado e inviolable, y suprimir una vida es un crimen, porque significa
oponerse a un don divino y rechazar un gesto suyo de creación y de amor siempre en
accción.
El mensaje de la creación proclama, pues, que si el hombre es don, está al mismo
tiempo empeñado en realizarse así mismo como don en el encuentro con los demás.
Descubrirse como un ser donado por Dios implica la vocación a vivir la propia
existencia criatural como don que devolver, viviendo bajo el signo de la gratuidad. "Ya
coman, ya beban, hagan lo que hagan, háganlo todo para gloria de Dios", dice Pablo
(1 Cor 10,32). Nótese: "hagan lo que hagan". El Apóstol no se refiere a las prácticas
religiosas, sino a la vida humana y a sus actividades. A título de ejemplo, se recuerdan
el comer y el beber como dos actividades de nuestra existencia corpórea, en común con
el mundo animal, llamadas en el hombre a devenir lugar de glorificación de Dios. Toda
acción, incluso la más aparentemente insignificante, tiene en sí ya un valor religioso
cuando se vive como don recibido y don que re-donar y se transforma en motivo para
alabar a Dios y reconducir todo a su gloria.
Para el bautizado, que se deja guiar por el Espíritu, la vida del mundo se convierte (o
“puede” convertirse) en una liturgia: todo en Cristo canta la gloria de Dios y está
dirigido a ser reconducido en su Espíritu al Padre (1 Cor 3,21-23).
En esta óptica se comprende cómo la vida (física, emocional, intelectual, espiritual) del
bautizado - sobre el modelo de la vida de Cristo - esté llamada a convertirse en signo de
una ofrenda viviente de sí al Padre en el Espíritu; una ofrenda que afecta toda su
realidad, incluido el cuerpo: "Hermanos, les ruego, por la misericordia de Dios, que
ofrezcan sus cuerpos como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios; este es su
culto espiritual" (Rom 12,1). Retomando el lenguaje del culto sacrificial del AT, Pablo
afirma que el cuerpo del bautizado es el nuevo templo en el que se celebra el culto
nuevo, y se ofrece el sacrificio de la nueva alianza.
A partir de la Pascua de Jesús ya no se trata de ofrecer algo fuera de nosotros, sino a
nosotros mismos, como seres vivientes en Cristo y en su Espíritu, en una oblación de la
vida. Tal es el sacerdocio nuevo de los bautizados. No un simple o un mero celebrar
ritos, sino un hacer de toda la propia existencia corpórea un signo de la soberanía
salvífica de Cristo sobre el mundo. Re-donar lo que hemos recibido.
"Gracia" y "amor humano" se reclaman y exigen mutuamente. Entrambos se realizan en
la visibilidad de la vida terrenal. Si la inserción en Cristo es obra exclusiva de la gracia,
la gracia - en el momento en que se funde con la historicidad del hombre - se somete al
riesgo de la acogida y de la fragilidad humana y exige la correspondencia del hombre
para producir sus frutos. El "sí" del bautizado se manifiesta como esta respuesta libre
que permite a la gracia obrar subjetivamente los efectos de que es objetivamente
portadora. El don de Dios postula la opción fundamental del creyente y su libre
colaboración. Las "obras buenas", con las cuales el discípulo del Evangelio cumple los
mandamientos divinos, pertenecen a tal dinámica: manifiestan la acción de la gracia, es
decir de Espíritu Santo, y la realizan, poniendo al hombre en la verdad de la gracia y de
la salvación.


El sufrimiento y la verdadera libertad, don y responsabilidad
El sufrimiento, ante todo, hace parte de la vida cristiana y necesitamos una visión
realista y concreta frente a ello. San Pablo en el Capo. VIII de la Carta a los Romanos
nos ayuda a adentrarnos en el misterio del dolor, a relacionarlo con la esperanza
cristiana y a darle un significado nuevo.
La Carta a los Romanos ante todo “redimensiona” los padecimientos de nuestra
condición terrenal: “considero que los padecimientos del tiempo presente no son dignos
de comparar con la gloria que pronto nos ha de ser revelada” (v.18); nuestra condición
terrenal es provisional y estamos en marcha hacia una situación de gloria. Vivimos en la
“esperanza de ser librados de la esclavitud de la corrupción, para entrar a la libertad
gloriosa de los hijos de Dios” (v.21).
Además, para quien vive esta nueva dinámica de la presencia del Espíritu Santo y de la
conformación a Cristo nada puede dañarnos: “¿Quién nos separará del amor de
Cristo? ¿Tribulación? ¿Angustia? ¿Persecución? ¿Hambre? ¿Desnudez? ¿Peligros?
¿Espada?” (v.35); esperamos “la redención de nuestro cuerpo” (v.23).
Toda la vida cristiana es vivir “con Cristo y en Él”, por eso “si es que padecemos
juntamente con Él... juntamente con Él seremos glorificados” (v.17).
San Pablo puede añadir que “Dios hace que todas las cosas ayuden para bien a los que
lo aman”. También los sufrimientos – de cualquier tipo: enfermedades, fracasos,
padecimientos para ser fieles en nuestra vida cristiana y para desarrollar nuestro
apostolado – nos “ayudan” en nuestra vocación de hijos de Dios Padre, llamados a
reproducir la imagen de su Hijo Jesucristo, animados por el Espíritu Santo.

El término libertad, después de la revolución francesa, y hasta la reciente teología de la
liberación, se ha convertido casi en una palabra mágica para indicar un conjunto de
valores que negativamente se resumen en el substraerse a toda clase de opresión, y
positivamente se afirma bajo la forma de independencia, auto–determinación,
posibilidad de promoción social y progreso civil.
La intención de San Pablo no es el libertinaje, y tampoco se refiere al ámbito civil o
político. Pablo habla de la libertad más profunda, de fe. Su preocupación es la de
establecer con toda claridad que el ser cristiano no se basa sobre la adhesión a un
imperativo moral externo al hombre, que puede saber a imposición y puede llevar al
hombre a la desesperación a causa de la imposibilidad de observar todos los preceptos
(Gal 3,10) o a la presunción frente a los no creyentes, o a la presunción frente al mismo
Dios (Rom 3,27).
El razonamiento de San Pablo es claro y limpio. La ley, las normas, las prohibiciones y
las obligaciones son todas realidades exteriores a nosotros. Estas pueden esclavizarnos,
es decir, las cumplimos pero las sentimos como algo que no nos pertenece, como una
imposición. La propuesta de Pablo y de la vida cristiana es diferente: la ley, las normas
son sólo una ayuda para orientarnos y después cada uno tiene que tomar sus decisiones
fundándose no sobre las normas sino sobre su conciencia.
La libertad del cristiano depende y es consecuencia de una liberación. El Apóstol nos
habla también con otro vocabulario constituido por dos términos: “redención”, es decir
“desatar las ataduras” y “rescatar”, es decir “comprar mediante el pago de un precio”.
Es esta una intervención liberadora, que se ejercita en nuestro favor, pero no por nuestra
iniciativa, sino de parte de Dios Padre, en Cristo mediante el Espíritu.
La verdadera libertad es “libertad para…”, es decir, la libertad para expresar nuestras
potencialidades más profundas, nuestra actitudes, nuestro ingenio, nuestros talentos.
¿Para qué serviría una libertad de todos los acondicionamientos (y tuviéramos trabajo,
dinero, independencia económica y psicológica) sin una entrega, un compromiso para
una causa, sin un fin, una opción que guíe nuestro caminar? Muchas veces la “libertad
de”… no se convierte en una “libertad para”…, es decir falta de perspectiva, de
dirección, de tensión, de aspiraciones. Es la fe en Dios, esta confianza en Él, que nos
empuja en el camino de la caridad, da un sentido nuevo y pleno a nuestro vivir. En caso
contrario la vida queda disminuida a la mitad o menos, sin futuro, sin ideales que la
enderecen y la atraigan en una precisa dirección.
El Espíritu es quien nos hace hijos y libres, quien nos enseña a decir ¡Padre!: “En
efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no
recibieron ustedes un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien,
recibieron un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: !Abbá, Padre! El
Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de
Dios” (vv.14-16). Espíritu de adopción, Espíritu de hijos: somos hijos del Padre porque
participamos del Espíritu del Hijo; y como Jesús, cuando “se llenó del Espíritu”,
exclamó “¡Padre!”, así nosotros, al recibir su don, pronunciamos el nombre sagrado y
“nos atrevemos”, como todos los días en la Eucaristía, a llamar a Dios “Padre”.
El mismo don que nos lleva a sentirnos hijos de nuestro Padre nos lleva también a
sentirnos hermanos de nuestros hermanos y hermanas: don de familia. Dios es Padre de
todos. Necesitamos el don del Espíritu que nos haga sentir, experimentar, practicar lo
que en teoría creemos. Demasiado pronto en la historia del género humano se oyeron las
palabras, “¿Es que acaso soy yo el guardián de mi hermano?”. La tentación más fuerte
del hombre es desentenderse de sus semejantes, de sus propios hermanos. ¿Qué tengo
yo que ver con él? ¿A mí qué? La verdadera libertad es libertad para entregarse: “Los
exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcan sus cuerpos como
una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será su culto espiritual” (Rom 12,1); esto
es posible para los enfermos y los que disfrutan de salud. Una espiritualidad para
todos… Una libertad no “de las ataduras del sufrimiento”, sino “en el dolor”.

Artífice de esperanza
En el mismo Capítulo VIII de la Carta a los Romanos se nos presenta la esperanza como
una virtud y característica fundamental de la vida del cristiano.
La creación entera vive “la esperanza de ser librada de la esclavitud de la corrupción”
(v.21) y de poder participar de nuestra suerte de hijos de Dios. Los cristianos, por el don
del Espíritu Santo, ya experimentamos una salvación “con esperanza” (v.24): ya
tenemos “las primicias” del Espíritu (v.23), ya vivimos estas nuevas relaciones con
Dios Trinidad. La esperanza nos permite “aguardar” lo que no vemos y ya saborearlo
(v.25).
La esperanza es la actitud de quien se pone en marcha, a pesar de las dificultades,
fracasos y desilusiones de la vida diaria; es la virtud de quien no se rinde y afronta los
obstáculos con la perspectiva de superarlos. La esperanza no se tiñe de pesimismo, es
antídoto a la depresión y al desconsuelo, abre al “más allá”. “Como si de una lanzadera
se tratara, la esperanza nos empuja también más allá del tiempo, donde se abre a un bien
supremo, logrado únicamente en la eternidad, donde confiamos que no habrá llanto, ni
dolor, sino luz y paz, el gozo de una felicidad completa anhelada durante toda la vida.
Y, si el contenido de esta esperanza fuera una vana ilusión, sin duda habría valido la
pena esperar, por cuanto de confianza tiene en el triunfo definitivo del amor
experimentado en el más acá y por cuanto de bien genera el mismo hecho de esperar”
(José Carlos Bermejo).


“Consolar”: pistas pastorales
San Pablo – Gálatas 5,22- habla del fruto del Espíritu. Dice “fruto”, al singular y no de
“frutos”, porque fundamentalmente se trata de una única actitud que se expresa en
numerosos comportamientos.
San Pablo en este mismo pasaje de la Escritura contrapone el fruto del Espíritu a las
“obras de la carne”. Su razonamiento es sencillo: la persona que actúa por sí sola, sin
referencia a Dios produce “obras” pero éstas están marcadas por ser “de la carne”, es
decir, por su característica de limitación, de imposibilidad de despegarse de un nivel
terrenal; son típicas de la condición humana, decaída y pecadora. Al contrario, el fruto
del Espíritu eleva las obras a un nivel espiritual: potencia las actitudes naturales,
imprime una dinámica nueva.Además el término “fruto” nos dice algo maravilloso, casi
inesperado. Cuando vemos los árboles en el invierno nos parece imposible que después
puedan producir hojas, flores y frutos; por eso se habla tal vez de “milagro de la
naturaleza”. Por fin, el fruto habla de maduración desde la flor, al fruto verde, al fruto
maduro.La idea de fruto nos habla también de algo gustoso, agradable, nutritivo,
refrescante, sabroso y también hermoso a la vista.
Es la misma dinámica de nuestra vida, cuando la vivimos bajo el influjo del Espíritu:
producimos frutos que ni siquiera nosotros podríamos imaginar.
A. Una caridad “relacional”: la mansedumbre
Este fruto único del Espíritu Santo, con muchas facetas, como un caleidoscopio, se
refiere al mundo de las relaciones interpersonales. La presencia del Espíritu confiere a
nuestro actuar, a nuestro bien, esta nota de placer en las relaciones: amor, cordialidad y
mansedumbre en el trato. Existe una bondad severa, exigente, que deja poco lugar al
mundo de los afectos. Aquí se habla de un tipo de amor que se expresa con gestos y
palabras caracterizados por cordialidad y benevolencia, impregnado de ternura y
misericordia. Muchos pasajes evangélicos hacen transparentarse la sinceridad de las
relaciones humanas de Jesús, su simpatía, la delicadeza, ternura y amor con las cuales se
acercaba a las personas heridas por la vida. Su comportamiento natural, unido al respeto
y calor humano, conquistaba a la gente.San Pablo nos recomienda en la Carta a los
Filipenses (cap. 2): “Tengan en ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús”. La
cordialidad y benevolencia se manifiestan, en nosotros discípulos de Cristo, ante todo
en nuestro modo de comunicar. La imagen que brota del versículo de la Carta a los
Gálatas es la de personas “afables” es decir, de personas dispuestas a intercambiar
palabras y mensajes, sin caer en actitudes violentas o dogmáticas. La mansedumbre, sin
embargo, no debe ser confundida con debilidad y con una actitud de rendición. Esta es
fuerza, fuerza para resistir frente al mal, a las provocaciones, a las injusticias. Es fuerza
para no reaccionar provocando un sufrimiento mayor y una mayor injusticia. Es la
fortaleza del Espíritu Santo.

    B. Afabilidad, bondad
Son palabras afines. También podrían traducirse como amabilidad, suavidad,
benignidad. Palabras que se usan en griego para calificar el vino añejo, el yugo suave,
es decir, que no roza, no irrita, no hace llaga; expresan el carácter de la persona
agradable en todo. Jesús mismo queda definido con esas palabras en su venida al
mundo: “Cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los
hombres, Él nos salvó, no por obras de justicia que hubiéramos hecho nosotros, sino
según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del
Espíritu Santo, que Él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo
nuestro Salvador” (Tito 3, 4-6). Es la bondad de Dios la que se hace visible en Jesús.
“Su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Efesios 2, 7).
No se trata sólo de hacer el bien, sino de hacerlo con delicadeza, con cariño, con
suavidad, con tacto. Hacer lo que hay que hacer y decir lo que hay que decir, pero
hacerlo y decirlo con gentileza, con consideración, con educación. A veces parece que
el hecho de saber que tenemos razón nos hace ser bruscos e intransigentes, como si el
poseer la verdad nos diera derecho a ser impertinentes con los que, en opinión nuestra,
no la poseen. «Lleven a cabo la verdad con caridad» (Efesios 4, 15).
Hay que actuar siempre con respeto total a las personas, y ese respeto se traduce en el
lenguaje, el tono de voz, los modales, la deferencia. La verdad sin caridad pierde su
credibilidad y su atractivo. El Espíritu que habita en nosotros es quien nos enseña a
combinar la firmeza con el tacto, a mantenernos firmes en nuestras convicciones y a
sostenerlas.
Docilidad, bondad, sensibilidad: aspectos todos de ese toque suave, esa brisa ligera, ese
calor humano que trae consigo la presencia del Espíritu en el fondo del alma. El
lenguaje respetuoso, delicado; la escucha atenta, sin juicios y sin groserías puede ser la
demostración de una personalidad madura, segura y libre, signo de una espiritualidad
“integrada” en la persona.
Pablo, cuando escribe a los cristianos, ciertamente tiene frente a sus ojos su experiencia
de vida. Él ha experimentado la mansedumbre de Dios y de hombre violento y
acostumbrado a métodos coercitivos se convierte – yo pienso con mucho trabajo y
sufrimiento y por gracia del Espíritu Santo – en el apóstol de la libertad del cristiano y
de su conciencia. Él siempre repudiará los métodos violentos.

    C. Un diálogo que consuela en lo profundo
Algunas veces se piensa que para consolar debemos “decir” palabras de consuelo. La
práctica, y los estudios psicológicos sobre el arte de la comunicación, nos ayuda a
comprender que no son “las palabras” las que consuelan, sino nuestra presencia, la
escucha, el respeto del itinerario espiritual personal, la paciencia y tenacidad en el
acompañamiento, la identificación de pistas de solución de los problemas, una mayor
autonomía personal, la capacidad de ver la realidad en su situación real, la identificación
de nuevos recursos personales y comunitarios. El consuelo está al término de un camino
de acompañamiento y no se manifiesta con actitudes “mágicas” de quien piensa que
“algunas palabras” puedan ser la clave de la solución de los problemas de la vida.
El diálogo en el sufrimiento debe “ayudar” efectivamente a lograr una nueva madurez
personal, a enfrentar los problemas y sus consecuencias de manera cabal, a tomas
nuestra vida entre nuestras manos para poder transformarla en “ofrenda” a Dios Padre
por la acción del Espíritu Santo.

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  • 1. El Espíritu Santo Consolador: una espiritualidad de esperanza y vida Seguir a Jesús animados por el Espíritu Santo (P. Jorge Ramos), con un primer estilo, la misericordia (Hna. Rogelia Tamez). Ya hemos profundizado sobre estos aspectos muy importantes de nuestra espiritualidad en favor de los que sufren. En esta reflexión volvemos al protagonista de la espiritualidad cristiana, como respuesta al don de Dios, a su “carisma”: el Espíritu Santo. No puede darse espiritualidad cristiana sin permitir que el Espíritu Santo, “derramado en nuestros corazones” (Rom 5,5) actúe, anime, despierte, suscite, dé vida, etc. “Pablo llegó a Éfeso. Allí encontró a algunos discípulos y les preguntó: ‘¿Han recibido al Espíritu Santo cuando han llegado a la fe?’. Le contestaron: ‘Ni siquiera hemos oído que haya un Espíritu Santo’” (Hechos 19,2). Han pasado casi 20 siglos, y las cosas no parecen marchar mejor: el Espíritu Santo es casi un desconocido. Tal vez es ésta la razón por la cual nuestra espiritualidad no es muy desarrollada… El Espíritu Santo El camino de la vida cristiana, iniciado en el bautismo, se puede describir como un “camino de configuración a Jesucristo”, tomar, adquirir la misma “forma”; o “conformación”. Él es el modelo de la vida cristiana; el Documento de Aparecida nos recuerda que todos estamos llamados al “discipulado”, es decir, a seguir, “imitar” a Jesús el Señor, cambiando nuestra manera de pensar, sentir, juzgar, decidir, actuar y tratar a los demás. Se trata de una tarea “imposible” para nosotros; por eso – en su Providencia – Dios nos dona al Espíritu Santo, para que sea artífice de “santificación”, nos ayude a realizar este proyecto cristiano y “crístico” en nuestra vida. El Espíritu Santo, pues, nos guía “suave y decididamente” en la realización de nuestra “conformación a Jesucristo”, a través de todos los recursos que distribuye a la y en la Iglesia: la Palabra, anunciada-explicada-comprendida y asimilada; los Sacramentos (perdonándonos, construyendo la comunión, fortaleciéndonos en la enfermedad, nutriéndonos en la Eucaristía); la vida eclesial,con la ayuda de muchos hermanos que nos apoyan y nos ofrecen la formación (los Pastores), nos estimula al compromiso, nos invita a caminar juntos, nos comprometen en iniciativas pastorales, etc. La misma dinámica se puede expresar también de otras formas. Por el bautismos hemos recibido las virtudes teologales: fe, esperanza y amor; debemos desarrollar estas “semillas” sembradas en nuestra conciencia (es otra manara para expresar el proceso de “conformación” a Jesucristo). La teología nos presenta otra manera: el proceso de “conformación” a Jesucristo se manifiesta en nuestra “imitación” y “conformación” de/a las dimensiones profética, sacerdotal y real de Jesucristo. Cambian las formas y los esquemas, a según de las diferentes sensibilidades espirituales y las diferentes tradiciones; no cambia la perspectiva común: un camino para ser más “semejantes”, “parecidos” a Jesús. El Espíritu Santo está presente – sin limitar nuestra libertad y responsabilidad – para “ayudarnos” en este camino como “luz” interior y “fuerza” espiritual. La secuencia del día de Pentecostés expresa todo esto de manera poética: “Ven, luz santificadora, y entra hasta el fondo del alma de todos los que te adoran… para iluminarnos, porque sin tu inspiración no podemos nada y el pecado nos domina. Eres Padre de los pobres, dador de todos los dones. Eres pausa, brisa, consuelo, paz…
  • 2. Espíritu Santo: lávanos, fecúndanos, cúranos, doblega nuestra soberbia, calienta nuestra frialdad, endereza nuestras sendas. Danos tus sagrados dones, danos virtudes y méritos, contigo el gozo eterno después de una buena muerte”. El Espíritu Santo está presente en la fuerza de convicción de la Palabra de Dios inspirada por Él, anunciada por Él, aceptada en un corazón acogedor por su poder de convicción; abre nuestras mentes a la inteligencia de las Escrituras. Está presente en los Sacramentos: en el Bautismo, donde es fuente de regeneración y cambio, nos da la vida nueva. Nos adopta, nos hace hijos de Dios, nos permite llamar a Dios como Padre; Transforma el pan y el vino en cuerpo y sangre de Cristo (primera epíclesis) y crea la comunión con el Padre y entre nosotros (segunda epíclesis); Es manantial de conversión, de remisión de los pecados y de vida renovada. Da fuerza a los enfermos.Da el don del amor fiel a los cónyuges en la vida familiar. Da la vida física a todos nosotros; nos da la vida de la gracia.El Espíritu Santo nos confirma en Cristo; nos hace testigos y adultos en la fe. Nos comunica sus dones: el amor, el gozo, la paz, la benignidad, la bondad, la fidelidad, la mansedumbre. El Espíritu entrega dones particulares a los cristianos para construir una comunidad fraterna, para el servicio: son los carismas, dones particulares y los ministerios. Suscita la oración, la personal y la comunitaria.Da entusiasmo, vida y gozo. El Espíritu Santo es la norma de conductade nosotros creyentes, pero de lo interior, nos es una ley exterior. Podríamos continuar… El “Consolador” El Espíritu Santo en el Evangelio es definido como el Consolador, el “Paráclito”, el “Abogado”. No entro en la complejidad de las interpretaciones del término griego. Los expertos traducen o interpretan esta palabra de diferentes maneras, sin embargo están de acuerdo en algo común: el Espíritu Santo, don del Padre y del Hijo Jesucristo, es una “presencia amigable”, “protectora”, “está a nuestro lado” para defendernos, protegernos. Según un esquema jurídico-legal es “abogado de la defensa”, según un modelo militar es “protector”, según un esquema médico es “consolador”. La Sagrada Escritura usa diferentes registros e imágenes para ayudarnos a comprender la realidad desde diferentes perspectivas y con matices diversos. Podríamos preguntarnos: ¿por qué está a nuestro lado para ampararnos, defendernos, consolarnos? La respuesta es obvia: la vida nos enfrenta con un sinnúmero de situaciones problemáticas en las que sucumbiríamos si Alguien no nos ayudara. Una lista – incompleta – puede ayudarnos a enfocar mejor la situación: quien sufre porque está enfermo, quien se siente agobiado o deprimido, quien está solo y se siente como abandonado, quien no tiene los recursos humanos y espirituales para seguir adelante, quien vive el duelo, quien sufre pobreza extrema y falta de perspectivas para el futuro, quien debe enfrentar situaciones relacionales complejas y potencialmente destructivas, quien ha perdido el sentido de su vida, quien vive sin fe y un proyecto de vida, etc. En nuestro apostolado / ministerio todos nosotros quisiéramos “ayudar”, encontrar palabras de “consuelo”: nos damos cuenta de la pobreza e insuficiencia de nuestros gestos y palabras; también nosotros necesitaríamos los gestos y palabras que nos “consolaran”. El Consolador es Dios que “visita a su pueblo”, que “seca las lágrimas”, que susurra en nuestro corazón palabras de amor (“tú eres hijo mío, muy amado”), que pronuncia
  • 3. una palabra de liberación (“tus pecados quedan perdonados”, “levántate” y retoma tu camino), que “concede la salvación y conforta en la enfermedad”, que da el pan de la vida para cruzar el umbral de la muerte. Nuestras palabras y gestos son insuficientes; la pretensión y presunción humanas quedan descalificadas; las mejores escuelas psicológicas o de ingeniería social nos dejan desamparados, sumidos en nuestra impotencia… Sin embargo, Dios no se “complace” en eso. Nos ofrece (todo el “gracia”, “don gratuito”) al Espíritu Santo para que nuestros gestos y palabras sean eficaces y fecundos: “Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos reconforta en todas nuestras tribulaciones, para que nosotros podamos dar a los que sufren el mismo consuelo que recibimos de Dios. Porque así como participamos abundantemente de los sufrimientos de Cristo, también por medio de Cristo abunda nuestro consuelo” (2 Cor 1, 3-5). Dios, a través de su Santo Espíritu nos capacita, habilita, para que seamos “agentes de consuelo”. “Señor y dador de vida” “La vida es siempre un bien. Esta es una intuición o, más bien, un dato de experiencia, cuya razón profunda el hombre está llamado a comprender. ¿Por qué la vida es un bien? La pregunta recorre toda la Biblia, y ya desde sus primeras páginas encuentra una respuesta eficaz y admirable. La vida que Dios da al hombre es original y diversa de la de las demás criaturas vivientes, ya que el hombre, aunque proveniente del polvo de la tierra (cf. Gen 2,7; 3, 19; Job 34, 15; Sal 103/104,14; 104/103, 29), es manifestación de Dios en el mundo, signo de su presencia, resplandor de su gloria (cf. Gen 1, 26-27; Sal 8,6). Es lo que quiso acentuar también san Ireneo de Lyon con su célebre definición: "el hombre que vive es la gloria de Dios". … La vida que Dios ofrece al hombre es un don con el que Dios comparte algo de sí mismo con la criatura”. (Evangelium Vitae, 34) Vivir, para el hombre, quiere decir encontrarse en presencia del Dios creador que lo llama de continuo a la existencia y, por consiguiente, estar en relación con él y - más profundamente ser amados por él, dado que el mundo creado y la criatura humana no son más que la expresión de un amor libre y gratuito que quiere difundirse y hacer participar a otros del don de existir. La vida es un don, un talento confiado a nuestra libertad. Y esto vale no sólo para la vida física en general, sino también para toda vida personal en su irrepetible individualidad. Existir, para el hombre, quiere decir recibir de continuo la existencia de Dios. La corporeidad del hombre es el signo de una existencia dada. Todo lo que forma nuestra subjetividad corpórea (desde el rostro hasta los sentidos, desde la afectividad hasta el pensamiento o el lenguaje) es un don del amor creativo de Dios; por eso todo ser humano es sagrado e inviolable, y suprimir una vida es un crimen, porque significa oponerse a un don divino y rechazar un gesto suyo de creación y de amor siempre en accción. El mensaje de la creación proclama, pues, que si el hombre es don, está al mismo tiempo empeñado en realizarse así mismo como don en el encuentro con los demás. Descubrirse como un ser donado por Dios implica la vocación a vivir la propia existencia criatural como don que devolver, viviendo bajo el signo de la gratuidad. "Ya coman, ya beban, hagan lo que hagan, háganlo todo para gloria de Dios", dice Pablo (1 Cor 10,32). Nótese: "hagan lo que hagan". El Apóstol no se refiere a las prácticas religiosas, sino a la vida humana y a sus actividades. A título de ejemplo, se recuerdan el comer y el beber como dos actividades de nuestra existencia corpórea, en común con
  • 4. el mundo animal, llamadas en el hombre a devenir lugar de glorificación de Dios. Toda acción, incluso la más aparentemente insignificante, tiene en sí ya un valor religioso cuando se vive como don recibido y don que re-donar y se transforma en motivo para alabar a Dios y reconducir todo a su gloria. Para el bautizado, que se deja guiar por el Espíritu, la vida del mundo se convierte (o “puede” convertirse) en una liturgia: todo en Cristo canta la gloria de Dios y está dirigido a ser reconducido en su Espíritu al Padre (1 Cor 3,21-23). En esta óptica se comprende cómo la vida (física, emocional, intelectual, espiritual) del bautizado - sobre el modelo de la vida de Cristo - esté llamada a convertirse en signo de una ofrenda viviente de sí al Padre en el Espíritu; una ofrenda que afecta toda su realidad, incluido el cuerpo: "Hermanos, les ruego, por la misericordia de Dios, que ofrezcan sus cuerpos como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios; este es su culto espiritual" (Rom 12,1). Retomando el lenguaje del culto sacrificial del AT, Pablo afirma que el cuerpo del bautizado es el nuevo templo en el que se celebra el culto nuevo, y se ofrece el sacrificio de la nueva alianza. A partir de la Pascua de Jesús ya no se trata de ofrecer algo fuera de nosotros, sino a nosotros mismos, como seres vivientes en Cristo y en su Espíritu, en una oblación de la vida. Tal es el sacerdocio nuevo de los bautizados. No un simple o un mero celebrar ritos, sino un hacer de toda la propia existencia corpórea un signo de la soberanía salvífica de Cristo sobre el mundo. Re-donar lo que hemos recibido. "Gracia" y "amor humano" se reclaman y exigen mutuamente. Entrambos se realizan en la visibilidad de la vida terrenal. Si la inserción en Cristo es obra exclusiva de la gracia, la gracia - en el momento en que se funde con la historicidad del hombre - se somete al riesgo de la acogida y de la fragilidad humana y exige la correspondencia del hombre para producir sus frutos. El "sí" del bautizado se manifiesta como esta respuesta libre que permite a la gracia obrar subjetivamente los efectos de que es objetivamente portadora. El don de Dios postula la opción fundamental del creyente y su libre colaboración. Las "obras buenas", con las cuales el discípulo del Evangelio cumple los mandamientos divinos, pertenecen a tal dinámica: manifiestan la acción de la gracia, es decir de Espíritu Santo, y la realizan, poniendo al hombre en la verdad de la gracia y de la salvación. El sufrimiento y la verdadera libertad, don y responsabilidad El sufrimiento, ante todo, hace parte de la vida cristiana y necesitamos una visión realista y concreta frente a ello. San Pablo en el Capo. VIII de la Carta a los Romanos nos ayuda a adentrarnos en el misterio del dolor, a relacionarlo con la esperanza cristiana y a darle un significado nuevo. La Carta a los Romanos ante todo “redimensiona” los padecimientos de nuestra condición terrenal: “considero que los padecimientos del tiempo presente no son dignos de comparar con la gloria que pronto nos ha de ser revelada” (v.18); nuestra condición terrenal es provisional y estamos en marcha hacia una situación de gloria. Vivimos en la “esperanza de ser librados de la esclavitud de la corrupción, para entrar a la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (v.21). Además, para quien vive esta nueva dinámica de la presencia del Espíritu Santo y de la conformación a Cristo nada puede dañarnos: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación? ¿Angustia? ¿Persecución? ¿Hambre? ¿Desnudez? ¿Peligros? ¿Espada?” (v.35); esperamos “la redención de nuestro cuerpo” (v.23). Toda la vida cristiana es vivir “con Cristo y en Él”, por eso “si es que padecemos juntamente con Él... juntamente con Él seremos glorificados” (v.17).
  • 5. San Pablo puede añadir que “Dios hace que todas las cosas ayuden para bien a los que lo aman”. También los sufrimientos – de cualquier tipo: enfermedades, fracasos, padecimientos para ser fieles en nuestra vida cristiana y para desarrollar nuestro apostolado – nos “ayudan” en nuestra vocación de hijos de Dios Padre, llamados a reproducir la imagen de su Hijo Jesucristo, animados por el Espíritu Santo. El término libertad, después de la revolución francesa, y hasta la reciente teología de la liberación, se ha convertido casi en una palabra mágica para indicar un conjunto de valores que negativamente se resumen en el substraerse a toda clase de opresión, y positivamente se afirma bajo la forma de independencia, auto–determinación, posibilidad de promoción social y progreso civil. La intención de San Pablo no es el libertinaje, y tampoco se refiere al ámbito civil o político. Pablo habla de la libertad más profunda, de fe. Su preocupación es la de establecer con toda claridad que el ser cristiano no se basa sobre la adhesión a un imperativo moral externo al hombre, que puede saber a imposición y puede llevar al hombre a la desesperación a causa de la imposibilidad de observar todos los preceptos (Gal 3,10) o a la presunción frente a los no creyentes, o a la presunción frente al mismo Dios (Rom 3,27). El razonamiento de San Pablo es claro y limpio. La ley, las normas, las prohibiciones y las obligaciones son todas realidades exteriores a nosotros. Estas pueden esclavizarnos, es decir, las cumplimos pero las sentimos como algo que no nos pertenece, como una imposición. La propuesta de Pablo y de la vida cristiana es diferente: la ley, las normas son sólo una ayuda para orientarnos y después cada uno tiene que tomar sus decisiones fundándose no sobre las normas sino sobre su conciencia. La libertad del cristiano depende y es consecuencia de una liberación. El Apóstol nos habla también con otro vocabulario constituido por dos términos: “redención”, es decir “desatar las ataduras” y “rescatar”, es decir “comprar mediante el pago de un precio”. Es esta una intervención liberadora, que se ejercita en nuestro favor, pero no por nuestra iniciativa, sino de parte de Dios Padre, en Cristo mediante el Espíritu. La verdadera libertad es “libertad para…”, es decir, la libertad para expresar nuestras potencialidades más profundas, nuestra actitudes, nuestro ingenio, nuestros talentos. ¿Para qué serviría una libertad de todos los acondicionamientos (y tuviéramos trabajo, dinero, independencia económica y psicológica) sin una entrega, un compromiso para una causa, sin un fin, una opción que guíe nuestro caminar? Muchas veces la “libertad de”… no se convierte en una “libertad para”…, es decir falta de perspectiva, de dirección, de tensión, de aspiraciones. Es la fe en Dios, esta confianza en Él, que nos empuja en el camino de la caridad, da un sentido nuevo y pleno a nuestro vivir. En caso contrario la vida queda disminuida a la mitad o menos, sin futuro, sin ideales que la enderecen y la atraigan en una precisa dirección. El Espíritu es quien nos hace hijos y libres, quien nos enseña a decir ¡Padre!: “En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibieron ustedes un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibieron un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: !Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios” (vv.14-16). Espíritu de adopción, Espíritu de hijos: somos hijos del Padre porque participamos del Espíritu del Hijo; y como Jesús, cuando “se llenó del Espíritu”, exclamó “¡Padre!”, así nosotros, al recibir su don, pronunciamos el nombre sagrado y “nos atrevemos”, como todos los días en la Eucaristía, a llamar a Dios “Padre”. El mismo don que nos lleva a sentirnos hijos de nuestro Padre nos lleva también a sentirnos hermanos de nuestros hermanos y hermanas: don de familia. Dios es Padre de
  • 6. todos. Necesitamos el don del Espíritu que nos haga sentir, experimentar, practicar lo que en teoría creemos. Demasiado pronto en la historia del género humano se oyeron las palabras, “¿Es que acaso soy yo el guardián de mi hermano?”. La tentación más fuerte del hombre es desentenderse de sus semejantes, de sus propios hermanos. ¿Qué tengo yo que ver con él? ¿A mí qué? La verdadera libertad es libertad para entregarse: “Los exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcan sus cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será su culto espiritual” (Rom 12,1); esto es posible para los enfermos y los que disfrutan de salud. Una espiritualidad para todos… Una libertad no “de las ataduras del sufrimiento”, sino “en el dolor”. Artífice de esperanza En el mismo Capítulo VIII de la Carta a los Romanos se nos presenta la esperanza como una virtud y característica fundamental de la vida del cristiano. La creación entera vive “la esperanza de ser librada de la esclavitud de la corrupción” (v.21) y de poder participar de nuestra suerte de hijos de Dios. Los cristianos, por el don del Espíritu Santo, ya experimentamos una salvación “con esperanza” (v.24): ya tenemos “las primicias” del Espíritu (v.23), ya vivimos estas nuevas relaciones con Dios Trinidad. La esperanza nos permite “aguardar” lo que no vemos y ya saborearlo (v.25). La esperanza es la actitud de quien se pone en marcha, a pesar de las dificultades, fracasos y desilusiones de la vida diaria; es la virtud de quien no se rinde y afronta los obstáculos con la perspectiva de superarlos. La esperanza no se tiñe de pesimismo, es antídoto a la depresión y al desconsuelo, abre al “más allá”. “Como si de una lanzadera se tratara, la esperanza nos empuja también más allá del tiempo, donde se abre a un bien supremo, logrado únicamente en la eternidad, donde confiamos que no habrá llanto, ni dolor, sino luz y paz, el gozo de una felicidad completa anhelada durante toda la vida. Y, si el contenido de esta esperanza fuera una vana ilusión, sin duda habría valido la pena esperar, por cuanto de confianza tiene en el triunfo definitivo del amor experimentado en el más acá y por cuanto de bien genera el mismo hecho de esperar” (José Carlos Bermejo). “Consolar”: pistas pastorales San Pablo – Gálatas 5,22- habla del fruto del Espíritu. Dice “fruto”, al singular y no de “frutos”, porque fundamentalmente se trata de una única actitud que se expresa en numerosos comportamientos. San Pablo en este mismo pasaje de la Escritura contrapone el fruto del Espíritu a las “obras de la carne”. Su razonamiento es sencillo: la persona que actúa por sí sola, sin referencia a Dios produce “obras” pero éstas están marcadas por ser “de la carne”, es decir, por su característica de limitación, de imposibilidad de despegarse de un nivel terrenal; son típicas de la condición humana, decaída y pecadora. Al contrario, el fruto del Espíritu eleva las obras a un nivel espiritual: potencia las actitudes naturales, imprime una dinámica nueva.Además el término “fruto” nos dice algo maravilloso, casi inesperado. Cuando vemos los árboles en el invierno nos parece imposible que después puedan producir hojas, flores y frutos; por eso se habla tal vez de “milagro de la naturaleza”. Por fin, el fruto habla de maduración desde la flor, al fruto verde, al fruto maduro.La idea de fruto nos habla también de algo gustoso, agradable, nutritivo, refrescante, sabroso y también hermoso a la vista. Es la misma dinámica de nuestra vida, cuando la vivimos bajo el influjo del Espíritu: producimos frutos que ni siquiera nosotros podríamos imaginar.
  • 7. A. Una caridad “relacional”: la mansedumbre Este fruto único del Espíritu Santo, con muchas facetas, como un caleidoscopio, se refiere al mundo de las relaciones interpersonales. La presencia del Espíritu confiere a nuestro actuar, a nuestro bien, esta nota de placer en las relaciones: amor, cordialidad y mansedumbre en el trato. Existe una bondad severa, exigente, que deja poco lugar al mundo de los afectos. Aquí se habla de un tipo de amor que se expresa con gestos y palabras caracterizados por cordialidad y benevolencia, impregnado de ternura y misericordia. Muchos pasajes evangélicos hacen transparentarse la sinceridad de las relaciones humanas de Jesús, su simpatía, la delicadeza, ternura y amor con las cuales se acercaba a las personas heridas por la vida. Su comportamiento natural, unido al respeto y calor humano, conquistaba a la gente.San Pablo nos recomienda en la Carta a los Filipenses (cap. 2): “Tengan en ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús”. La cordialidad y benevolencia se manifiestan, en nosotros discípulos de Cristo, ante todo en nuestro modo de comunicar. La imagen que brota del versículo de la Carta a los Gálatas es la de personas “afables” es decir, de personas dispuestas a intercambiar palabras y mensajes, sin caer en actitudes violentas o dogmáticas. La mansedumbre, sin embargo, no debe ser confundida con debilidad y con una actitud de rendición. Esta es fuerza, fuerza para resistir frente al mal, a las provocaciones, a las injusticias. Es fuerza para no reaccionar provocando un sufrimiento mayor y una mayor injusticia. Es la fortaleza del Espíritu Santo. B. Afabilidad, bondad Son palabras afines. También podrían traducirse como amabilidad, suavidad, benignidad. Palabras que se usan en griego para calificar el vino añejo, el yugo suave, es decir, que no roza, no irrita, no hace llaga; expresan el carácter de la persona agradable en todo. Jesús mismo queda definido con esas palabras en su venida al mundo: “Cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres, Él nos salvó, no por obras de justicia que hubiéramos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que Él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador” (Tito 3, 4-6). Es la bondad de Dios la que se hace visible en Jesús. “Su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Efesios 2, 7). No se trata sólo de hacer el bien, sino de hacerlo con delicadeza, con cariño, con suavidad, con tacto. Hacer lo que hay que hacer y decir lo que hay que decir, pero hacerlo y decirlo con gentileza, con consideración, con educación. A veces parece que el hecho de saber que tenemos razón nos hace ser bruscos e intransigentes, como si el poseer la verdad nos diera derecho a ser impertinentes con los que, en opinión nuestra, no la poseen. «Lleven a cabo la verdad con caridad» (Efesios 4, 15). Hay que actuar siempre con respeto total a las personas, y ese respeto se traduce en el lenguaje, el tono de voz, los modales, la deferencia. La verdad sin caridad pierde su credibilidad y su atractivo. El Espíritu que habita en nosotros es quien nos enseña a combinar la firmeza con el tacto, a mantenernos firmes en nuestras convicciones y a sostenerlas. Docilidad, bondad, sensibilidad: aspectos todos de ese toque suave, esa brisa ligera, ese calor humano que trae consigo la presencia del Espíritu en el fondo del alma. El lenguaje respetuoso, delicado; la escucha atenta, sin juicios y sin groserías puede ser la demostración de una personalidad madura, segura y libre, signo de una espiritualidad “integrada” en la persona.
  • 8. Pablo, cuando escribe a los cristianos, ciertamente tiene frente a sus ojos su experiencia de vida. Él ha experimentado la mansedumbre de Dios y de hombre violento y acostumbrado a métodos coercitivos se convierte – yo pienso con mucho trabajo y sufrimiento y por gracia del Espíritu Santo – en el apóstol de la libertad del cristiano y de su conciencia. Él siempre repudiará los métodos violentos. C. Un diálogo que consuela en lo profundo Algunas veces se piensa que para consolar debemos “decir” palabras de consuelo. La práctica, y los estudios psicológicos sobre el arte de la comunicación, nos ayuda a comprender que no son “las palabras” las que consuelan, sino nuestra presencia, la escucha, el respeto del itinerario espiritual personal, la paciencia y tenacidad en el acompañamiento, la identificación de pistas de solución de los problemas, una mayor autonomía personal, la capacidad de ver la realidad en su situación real, la identificación de nuevos recursos personales y comunitarios. El consuelo está al término de un camino de acompañamiento y no se manifiesta con actitudes “mágicas” de quien piensa que “algunas palabras” puedan ser la clave de la solución de los problemas de la vida. El diálogo en el sufrimiento debe “ayudar” efectivamente a lograr una nueva madurez personal, a enfrentar los problemas y sus consecuencias de manera cabal, a tomas nuestra vida entre nuestras manos para poder transformarla en “ofrenda” a Dios Padre por la acción del Espíritu Santo.