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Matías Sánchez. “No somos nadie”
                            Begoña Malone. Febrero 2008




                    El alquimista y la calavera
                           (in ictu oculi)                      1




                            “El   dibujo nos permite, más que ninguna otra disciplina contemporánea,
                                              el acceso directo al universo particular de cada artista”2

                                                                                           Rosa Queralt


                                              I
                              De fondo, Murillo y Philip Guston



       Para un pintor, la expresión más directa del pensamiento es el dibujo. Es
inmediato, íntimo, instintivo. La mano se deja llevar y surge del impulso, el gesto. No
hay elaboración ni raciocinio. Ocurre igual que con la caligrafía, ambos son una
proyección subjetiva que no podemos controlar. Para los surrealistas esa liberación
respondía a los dictados desinhibidos de la psique, para los niños es una simple
exteriorización sin reglas establecidas.

       En los dibujos de Matías Sánchez, las formas y los colores se distribuyen con la
meticulosidad paciente de un cirujano, buscando una pensada espontaneidad
compositiva que le sirve para no rasgar más de lo indispensable o enturbiar por encima
de lo conveniente. Una mancha pequeña aquí, este tono de ahí abajo más suave, ahora
un punto rojo para compensar esa extensión de verde, un volumen en este otro lado, un
borrón cuidadosamente descuidado allí, un triángulo apenas visible en esa esquina, unas
gotitas chorreadas de amarillo para tapar ese vacío… Cuando se pinta, lo difícil es
encontrar el gesto justo, la pincelada voluntaria absolutamente necesaria, el trazo
imprescindible que es capaz de pasar desapercibido. La clave de un cuadro bien
construido está en el equilibrio, en que no se note ninguna intención ni se perciba
ningún propósito. Si algo nos resulta patente, si algo parece que sobra o falta, se
evidencia con ese desvelo el artificio y con él la carencia de naturalidad, desmontándose
al instante el misterio inexplicable que encierra cualquier planteamiento artístico.



                                                  1
En sus numerosos trabajos, la capacidad pictórica, la prestancia del oficio, es lo
realmente importante. Sus obras se cuecen a fuego lento hasta lixiviar esencias válidas
que den cabida a presupuestos estrictamente marcados por los grandes hitos de la
Historia del Arte (Velázquez, Goya, Courbet, Picasso, Matisse, Twombly, Rothko, De
Kooning, Schnabel....), borbotones extraídos de un maestrazgo canónigo cuya única
desemejanza estriba en el momento y en las circunstancias históricas que le tocó vivir a
cada uno de los artistas. Cuando el pintor Sean Scully en su pequeño ensayo ‘Cuerpos
de luz’ compara la obra de Matisse y la de Rothko, se refiere a ellas descubriendo una
única gran diferencia determinante: el francés era esencialmente un caballero burgués
que pasó toda su vida en un contexto confortable, y el ruso-americano, desde muy
pronto, tuvo una existencia difícil desarrollada en ambientes desafiantes.3


       La acertada intuición con los pinceles, aun pareciendo opuesta o antagónica
tanto en la abstracción como en la figuración, se sustenta en una misma euritmia
secular: la disposición armónica de las proporciones para alcanzar una belleza
aristotélica que no sólo abarca a los objetos materiales, sino que también atañe a valores
morales, sensitivos o cognitivos. Lo que mejor define una buena pintura es que por
encima de todo, trate de lo que trate, debe ser protagonista; debe estar presente, sin que
se note, en cualquiera de las fases del proceso. El hecho pictórico debe sobresalir
siempre, es una motivación ad hoc y en él se encierra la clave de los buenos cuadros. El
tema, que no es más que un recurso audaz y refinado, es una excusa perfecta para crear
formas reconocibles y radiografiar así el pulso de la sociedad. Otto Dix decía: “la idea
viene primero, y es esa idea la que orienta la forma.”4


       El siguiente paso en el quehacer de Matías -que ya es pura imaginación porque
no pinta como quien mira un modelo-, es la concreción sobre el lienzo o el papel de una
retahíla de personajes demóticos que se arremolinan sobre las superficies como una
hueste perdedora sobre un campo de batalla. Esta práctica arranca desde la nada y sólo
es posible desde la experiencia y el dominio. Como reflexiona Philip Guston en uno de
sus textos cuando se refiere a la creación de imágenes no copiadas de ningún sitio “es
una lucha, realmente compleja, casi insoluble, entre significado y estructura”.5 Una
disputa, una dificultad conceptual, que hizo que el artista estadounidense volviera a la
figuración al echar en falta en la pintura no-objetiva (así llamaba Guston a la pintura


                                             2
abstracta) esa confrontación; esfuerzo que a la postre se convertirá en una nueva
motivación vital que hará cambiar su estilo diametralmente y que marcará sus últimos
doce años de vida, desde 1968 hasta 1980. “La figuración le permitió crear un arte más
inclusivo. Las obras no-objetivas ofrecían únicamente el desafío de elaborar la
superficie del cuadro (el all-over field del expresionismo abstracto), pero trabajar con un
lenguaje figurativo le ofrecía muchas más opciones para la investigación pictórica;
mayores posibilidades de explorar formas, de activar y penetrar en el espacio” comenta
Magdalena Dabrowski al referirse al cambio radical que supuso la vuelta a mundos
reconocibles en la obra de Guston. Y añade: “el interés por la figuración reintrodujo en
el lenguaje del artista, no sólo la representación de la forma humana, sino también el
contenido narrativo”.6


       Matías Sánchez podría ser perfectamente un pintor abstracto (de hecho lo fue en
sus inicios bajo los auspicios de José Vento), pero al descubrir la riqueza de
posibilidades que le permite el novelar la realidad a través de historias contemporáneas
cotidianas, decide conjugar más elementos para enriquecer sus planteamientos sin
perderse en cuestiones íntimas arduas de escrutar y complicadas de entender. Le ocurre
exactamente igual que al último Philip Guston, le sedujo la posibilidad de lo tangible
cuando se le agotaron las motivaciones intrínsecas. Fue entonces, imbuido de la
problemática social que inundaba el momento, cuando prefirió dejarse llevar por la
realidad circundante antes que zozobrar en la desidia de la repetición. El cambio no fue
una antítesis, fue una evolución natural, una salida necesaria que le permitió recurrir a
las relaciones humanas y a los acontecimientos políticos antes que caer en peligrosas
opciones umbilicales que iban directas a la taciturnidad y el repiqueteo. El tema, que no
es más que una táctica reflectante, se convirtió así en la coartada perfecta para poder
seguir pintando a sus anchas, sin cortapisas ni limitaciones. Justo lo mismo que hace
ahora Matías, que se explaya con fruición cuando se enfrenta a una tela para disfrutar
del oficio con deleite. Da igual que recurra a viles muñegotes que arremeten a diestro y
siniestro, da igual que la tormenta de inmundicias nos nuble, ése no es pretexto para que
nos dejemos seducir por el decorado, por muy escandaloso que sea no es más que un
complemento prescindible. Lo verdaderamente importante, y en teatro ocurre igual que
en pintura, son las tablas que se tengan en la profesión. Es decir, las calidades que se
revelen en la interpretación o en el refinamiento que se demuestre en el uso de los
pinceles. Todo lo demás es atrezo.


                                             3
Salvando las distancias, cuando el público profano se enfrenta a una obra de
Sánchez ocurre algo parecido a cuando algún neófito enjuicia el trabajo de Murillo: se
pierden en el tema. Se quedan en lo anecdótico y no profundizan más allá de un somero
vistazo resuelto. Se fijan en lo llamativo no en lo esencial, obviando aquello que sucede
fuera de los personajes porque sobreentienden que un cuadro es como una película, que
lo importante sólo se concentra en la acción principal. De los muchos óleos que pintó
Murillo, el artista estaba especialmente orgulloso de uno, del Santo Tomás de
Villanueva que hizo para el retablo del convento de los Capuchinos de Sevilla (obra que
ahora está en el Museo de Bellas Artes de la ciudad hispalense). Según relata Palomino
en sus biografías lo llamaba “mi lienzo”, y esta estima especial que le tenía no era por la
escena central del agustino, sino por todo lo que acontecía alrededor del episodio
dadivoso, un portento de cualidades pictóricas. Sólo el contraluz de la madre y el niño
situado en la esquina inferior izquierda, merecen para sí mismo un tratado de pintura
completo. Él solo es mucho más delicado y tierno que todos los claroscuros de George
de la Tour juntos. Cuando hace los fondos los hace tan sueltos, que de cerca no se
perciben más que manchas inconexas y brochazos, formas que desde la distancia se
entienden como volúmenes, profundidades y luces. Los buenos artistas saben que la
perfección de la pintura está en la retina y no en la mano, saben que la clave se
encuentra en lo que es capaz de percibir el ojo del espectador con las sensaciones
etéreas que le ofrece la imagen. Lo importante de Murillo no son sus inmaculadas, no,
otros muchos artistas también las hicieron y nadie se acuerda de ellos, lo fundamental
de Murillo es cómo supo pintar a la Virgen, esa es su valía universal. Lo importante de
Matías no son sus burdas figuras, no, eso es afrecho y cualquiera podría atreverse a
realizarlas; lo importante de Matías es cómo pinta las mascaradas y lo bien que sabe
hacerlo.




                                            4
II
                         Desde Kandinsky hasta Cy Twombly sin atajar



       Movida por un ciclotrón desconocido que alienta cambios impredecibles pero
naturales, la obra de Matías Sánchez evoluciona por disoluciones intelectuales. La única
verdad inmutable que ha asumido como ciencia a lo largo de los años ha sido la
necesidad imperiosa de pintar, el resto han sido estímulos cambiables que respondían a
factores externos que en la mayoría de los casos no dependían de él. Cuando llegó por
primera vez a Sevilla su obra era íntegramente abstracta. Los consejos de José Vento en
su Isla Cristina natal y la lectura de los libros de Kandinsky y Paul Klee le habían
enseñado un camino que Matías estaba dispuesto a recorrer. Costase lo que costase,
fuera donde fuera, tenía la plena convicción de que sería artista. Un poco después, a
finales de lo noventa, le interesó Joaquín Torres-García y en sus trabajos de aquel
tiempo, ortogonales y reticulados, se notaba su influencia. Pero Matías quería contar
historias, trascender, ir más allá del lirismo contenido de las superficies, así que en
privado empezó a pintar personajes sobre fondos deslustrados sin ninguna intención
manifiesta. Un día, inesperadamente, Mitchel Hupbert vio estas telas y se quedó
sorprendido. Le dijo: “tú debes exponer esto, aquí es donde te veo”, y a partir de
entonces, cuando se destapó, cuando hizo lo creía que tenía que hacer, cuando se dejó
llevar por motivaciones propias, fue cuando empezó a crecer.


       “Encuentra sus temas y frases en el paisaje cotidiano, en lo que aparece cuando
se asoma a la ventana o al encender el televisor. Su promiscuidad pictórica, heredera
del vigor de Basquiat o de la escatología de Manuel Ocampo, pero también del
accidente grafitero, ofrece superficies vertiginosas”7, explana Fernando Castro Flórez
sobre la obra de Matías Sánchez cuando se refiere a la temática de sus cuadros. Las
similitudes entre Basquiat y Matías son más epidérmicas que conceptuales y tienen que
ver con los resultados, no con los planteamientos. Basquiat es impulsivo, casi
inconsciente, un representante genuino de la cultura urbana, un muchacho rebelde que
quería ir contra todo en una ciudad incontrolable y se estrelló de bruces con su destino a
los 28 años. No le dio tiempo a madurar porque iba demasiado deprisa, pero sí mantuvo
fresca una conspicua ingenuidad dadaísta, entre brutalista y primitiva, que alentaba un
trabajo efusivo e instigado. Matías es más pausado, pinta despacio, meditando mucho


                                              5
los pasos que da. Aunque la primera impresión pueda ser parecida, sobre todo si nos
fijamos en el telón sobre el que se sitúan los personajes, ambos elaboran de manera
absolutamente diferente sus obras. Matías procesa lento; Basquiat lo hacía rapidísimo,
sin apenas pensar. Matías no es un urbanita ni le inspira especialmente el mundo del
grafiti. Él es más bien rural, apegado a los ritmos lugareños. Los fondos de sus obras no
tienen nada que ver con las pintadas callejeras, pero sí le interesa la interacción de las
manchas y sus consecuencias (“A mí de chico, y creo que nunca antes he hablado de
esto, algo que me interesaba mucho del estudio era la paleta. Me gustaba mucho más la
paleta -con los colores repartidos, con la suciedad, con las goteras- que el cuadro.” 8) De
Manuel Ocampo poco voy a decir, porque exceptuando breves concomitancias
estilísticas, sus escenarios apocalípticos tienen una intención muy diferente a los
planteamientos de Sánchez. El filipino busca la provocación acudiendo a un humor
negro poco refinado, y Matías intenta no opinar ni inmiscuirse demasiado con lo que
cuenta. El andaluz es un cronista de los tiempos que corren, sin más. Ocampo pretende
ser un crítico social ácido e indigesto.

       Quizás el germen de la serie de dibujos que pueden verse en ‘No somos nadie’
tiene su origen en la secuencia que pudo contemplarse en Rafael Pérez Hernando
durante la exposición ‘Sepelios’ en 2006. Estos óleos sobre tela, de unas medidas muy
parecidas, estaban dedicados con ironía al universo del arte y sus actuantes. En cuadros
como Pintor rojo, Repoblando, Ego sum pictor o Plagio empiezan a vislumbrarse
recursos habituales hoy (un único personaje que sólo tiene detallado el rostro, cuerpos
hechos a brochazos, manchas descuidadamente cuidadas, detalles vegetales, fondos
perdidos…). Al año siguiente, Matías presentó en la galería Javier Marín de Málaga
unos papeles de pequeño y gran formato que son el precedente inmediato de los que
ahora se muestran en Begoña Malone. En ‘Tonta la oveja que se confiesa al lobo’ ya se
definen las características que van a dar sentido al estilo bosquejado de Sánchez. La
diferencia fundamental con las obras anteriores estriba en que en las actuales cada vez
se conjugan menos elementos, cada vez son más abstractas las aptitudes y eso conlleva
inevitablemente una condensación del mensaje. Las figuras ahora son más esquemáticas
-apenas unos trazos-, y las zonas de pintura (máculas, tachones, cubrimientos, lunares,
chorreones o goteras), están ganando protagonismo. Para disminuir la dureza de los
bordes, dar volúmenes y rebajar las abruptas groserías que pueden desprenderse de
algunos dibujos especialmente toscos –que no tienen mayor importancia que ser


                                             6
pretextos nacidos de la combinación de argumentos pictóricos-, Matías recurre a la
calidez del carboncillo restregado, una técnica que produce sobre estos seres dolientes
un efecto balsámico.


       Entre la multitud de personajes que bullen en sus obras, caterva indefinida de
individuos deshonestos y barriobajeros, sobresalen los que llevan por cabeza una
calavera. Son figuras malcaradas pero bien trajeadas (al modo de ‘la Catrina’ de José
Guadalupe Posada, una representación metafórica, a la par que burlesca, de las altas
clases sociales), que nos advierte de la banalidad de las posesiones y las riquezas. “No
somos nadie” se dice ante el fallecimiento inesperado de algún conocido, y ese sentido
de fragilidad, de transitoriedad, es el que retrata con sano humor Matías para reírse, al
igual que hacen los mejicanos el Día de Difuntos, de las glorias terrenales y de las
miserias humanas. El sentido admonitorio es idéntico al de la vanitas barroca, el mismo
que puede desprenderse de cuadros como In Ictu Oculi, pero lo que en Valdés Leal es
truculencia, en Guadalupe Posada es ironía, sarcasmo descarnado que por su facilidad
de inoculación es el que utiliza Sánchez para retratar las mediocridades del mundo en el
que vivimos.


       “Quiero transmitir con franqueza la verdad de nuestro tiempo y de sus gentes”9,
escribió August Sander para explicar la pulcritud taxonómica de sus fotografías,
imágenes naturalistas de los hombres y mujeres de la Alemania de entreguerras. Sander
no se preocupó por anotar los nombres de las personas que posaron ante su cámara, el
gran interés de estos modelos estribaba, por encima de los detalles, en ser
representativos de un estamento, un lugar y un momento histórico determinado. El
pastelero, el notario, el maestro, el abogado…. Son fidedignos estereotipos
inventariados que pueden ser parangonables con los arquetipos caricaturescos que
concibe Matías, modelos sociales que imitan a la vida para reflejar sin tapujos los
tiempos que corren. “No quería emitir juicios, sino captar la diversidad humana de su
época”10, dice Gerd Sander al referirse a las instantáneas de su abuelo; algo parecido a
lo que hace Sánchez, pero añadiendo valores morales para dejar en evidencia la
decrepitud de la ciudadanía más abyecta.


       Por encima de las parábolas fabuladas que se manifiestan en sus papeles o
lienzos, en ‘No somos nadie’ podemos discernir, más allá de lo narrativo, motivos


                                             7
pictóricos que nos hacen rememorar a grandes maestros contemporáneos no figurativos.
El primer hito, inexcusable, Cy Twombly. Sus pinturas hechas como sobre pizarra
pueden intuirse en obras como Mala cosecha. Matías recrea hasta el efecto evanescente
de la tiza al borrarse y aun el modo palpitado de añadir los textos en ambos,
curiosamente, es parecido. Si se miran con detenimiento los dibujos, se observa una
mancha triforme que actúa como contrapeso en muchas piezas. Normalmente aparece
en verde -simulando una planta-, o contorneada, pero también puede verse en otros
colores (este recurso podemos hallarlo en numerosas telas de Twombly, caso de Apolo y
el Artista o Marte y el Artista, su serie romana de 1975 dedicada a la mitología).
Además de las reminiscencias al norteamericano, se pueden destapar en los cuadros del
onubense zonas que nos recuerdan a otros artistas referenciales, sin ir más lejos a Joan
Hernández Pijuan por su manera de perfilar los detalles (fijémonos en las nubes de
Competitivos) o también a Julian Schnabel por la vehemencia con la que compensa los
volúmenes (el uso, al igual que hace Sánchez, de triángulos en las esquinas para ajustar
la composición es una solución habitual en las pinturas del neoyorquino, véase Retrato
de José Ramón Antero, 1997 o Shiny Abstract Painting, 2001.)


       Las obras de Matías Sánchez son espejos11que podrán cambiar con los años las
formas reflejadas de sus temas o anacolutos, pero que nunca renunciarán a la esencia de
la pintura. Ése es su valor primordial, la vivencia de su trabajo como una profesión
mayúscula que requiere extrema dedicación y concentración. No busca el
reconocimiento ni tiene una meta concreta, es un alquimista que sabe que la piedra
filosofal no existe, su único interés es coger los pinceles todas las mañanas y entregarse
al oficio con delectación. “En su infatigable búsqueda de la autenticidad, el artista
trabaja para complacerse a sí mismo, en un proceso de descubrimiento constante
precisamente a través de la experiencia de producir arte, y luego buscando
oportunidades para que prevalga.12” escribe William Gaddis al remitirse a la entrega y
autoexigencia de los creadores verdaderos. Matías es tan legítimo, tan genuino, que su
estimación artística más que una consideración fiduciaria, es una cualidad imperecedera
reforzada por la convicción.




                                                                     Sema D’Acosta


                                             8
NOTAS:


1: In ictu oculi: Esta expresión admonitoria latina, que se puede traducir como ‘En un abrir y cerrar de ojos’, da
nombre a uno de los cuadros más conocidos del Barroco español, el primero de los Jeroglíficos de las Postrimerías
que pintara Valdés Leal, por encargo de Miguel de Mañara, para la sevillana Iglesia del Hospital de la Caridad. Por su
profundidad, crudeza y misterio, tanto a Matías como a mí nos fascina esta obra.


2: Queralt, Rosa. Un dibujo de la exposición. ‘A través del dibujo’. Catálogo. Pg. 15.
   Junta de Andalucía. Sevilla. 1995.


3: Scully, Sean. ‘Cuerpos de luz’. Pg. 15. Fundación Juan March, 2007.


4: Hughes, Robert. ‘El impacto de lo nuevo’. Pg. 78. Galaxia Gutemberg. Barcelona, 2000.


5: Guston, Philip. Catálogo ‘Philip Guston. Dibujos’, pg. 46.
   Fundación La Caixa. Barcelona. 1989.


6: Dabrowski, Magdalena. Catálogo ‘Philip Guston. Dibujos’, pg. 48.
   Fundación La Caixa. Barcelona. 1989.


7: Castro Flórez, Fernando. De verdad, la canalla jamás se enmienda. Catálogo ‘Bodas y Sepelios’.
   Pg. 10. Madrid. 2006.


8: D’Acosta, Sema. ‘La punta del iceberg’. Diputación de Huelva. Huelva. 2008.


9: Lange Susanne. Voir, observer, penser: la profession de foi d’un photographe. ‘August Sander’. Photo Poche,
   Centre National de la Photographie. Paris. 1995.


10. Sander, Gerd. ‘100 fotos, 100 historias’. Editado por Serge Malik. Colonia. 1999.


11: De la Torre Amerighi, Iván. Catálogo ‘Mata más una lengua que un cuchillo.’
    Galería Begoña Malone. Madrid. 2003.

12. Gaddis, William. Para Julian Schnabel. Catálogo ‘Julian Schnabel. Summer’ pg. 17. Ayuntamiento de San
    Sebastián / Diputación Foral de Guipúzkoa. San Sebastián. 2007.




                                                          9

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  • 1. Matías Sánchez. “No somos nadie” Begoña Malone. Febrero 2008 El alquimista y la calavera (in ictu oculi) 1 “El dibujo nos permite, más que ninguna otra disciplina contemporánea, el acceso directo al universo particular de cada artista”2 Rosa Queralt I De fondo, Murillo y Philip Guston Para un pintor, la expresión más directa del pensamiento es el dibujo. Es inmediato, íntimo, instintivo. La mano se deja llevar y surge del impulso, el gesto. No hay elaboración ni raciocinio. Ocurre igual que con la caligrafía, ambos son una proyección subjetiva que no podemos controlar. Para los surrealistas esa liberación respondía a los dictados desinhibidos de la psique, para los niños es una simple exteriorización sin reglas establecidas. En los dibujos de Matías Sánchez, las formas y los colores se distribuyen con la meticulosidad paciente de un cirujano, buscando una pensada espontaneidad compositiva que le sirve para no rasgar más de lo indispensable o enturbiar por encima de lo conveniente. Una mancha pequeña aquí, este tono de ahí abajo más suave, ahora un punto rojo para compensar esa extensión de verde, un volumen en este otro lado, un borrón cuidadosamente descuidado allí, un triángulo apenas visible en esa esquina, unas gotitas chorreadas de amarillo para tapar ese vacío… Cuando se pinta, lo difícil es encontrar el gesto justo, la pincelada voluntaria absolutamente necesaria, el trazo imprescindible que es capaz de pasar desapercibido. La clave de un cuadro bien construido está en el equilibrio, en que no se note ninguna intención ni se perciba ningún propósito. Si algo nos resulta patente, si algo parece que sobra o falta, se evidencia con ese desvelo el artificio y con él la carencia de naturalidad, desmontándose al instante el misterio inexplicable que encierra cualquier planteamiento artístico. 1
  • 2. En sus numerosos trabajos, la capacidad pictórica, la prestancia del oficio, es lo realmente importante. Sus obras se cuecen a fuego lento hasta lixiviar esencias válidas que den cabida a presupuestos estrictamente marcados por los grandes hitos de la Historia del Arte (Velázquez, Goya, Courbet, Picasso, Matisse, Twombly, Rothko, De Kooning, Schnabel....), borbotones extraídos de un maestrazgo canónigo cuya única desemejanza estriba en el momento y en las circunstancias históricas que le tocó vivir a cada uno de los artistas. Cuando el pintor Sean Scully en su pequeño ensayo ‘Cuerpos de luz’ compara la obra de Matisse y la de Rothko, se refiere a ellas descubriendo una única gran diferencia determinante: el francés era esencialmente un caballero burgués que pasó toda su vida en un contexto confortable, y el ruso-americano, desde muy pronto, tuvo una existencia difícil desarrollada en ambientes desafiantes.3 La acertada intuición con los pinceles, aun pareciendo opuesta o antagónica tanto en la abstracción como en la figuración, se sustenta en una misma euritmia secular: la disposición armónica de las proporciones para alcanzar una belleza aristotélica que no sólo abarca a los objetos materiales, sino que también atañe a valores morales, sensitivos o cognitivos. Lo que mejor define una buena pintura es que por encima de todo, trate de lo que trate, debe ser protagonista; debe estar presente, sin que se note, en cualquiera de las fases del proceso. El hecho pictórico debe sobresalir siempre, es una motivación ad hoc y en él se encierra la clave de los buenos cuadros. El tema, que no es más que un recurso audaz y refinado, es una excusa perfecta para crear formas reconocibles y radiografiar así el pulso de la sociedad. Otto Dix decía: “la idea viene primero, y es esa idea la que orienta la forma.”4 El siguiente paso en el quehacer de Matías -que ya es pura imaginación porque no pinta como quien mira un modelo-, es la concreción sobre el lienzo o el papel de una retahíla de personajes demóticos que se arremolinan sobre las superficies como una hueste perdedora sobre un campo de batalla. Esta práctica arranca desde la nada y sólo es posible desde la experiencia y el dominio. Como reflexiona Philip Guston en uno de sus textos cuando se refiere a la creación de imágenes no copiadas de ningún sitio “es una lucha, realmente compleja, casi insoluble, entre significado y estructura”.5 Una disputa, una dificultad conceptual, que hizo que el artista estadounidense volviera a la figuración al echar en falta en la pintura no-objetiva (así llamaba Guston a la pintura 2
  • 3. abstracta) esa confrontación; esfuerzo que a la postre se convertirá en una nueva motivación vital que hará cambiar su estilo diametralmente y que marcará sus últimos doce años de vida, desde 1968 hasta 1980. “La figuración le permitió crear un arte más inclusivo. Las obras no-objetivas ofrecían únicamente el desafío de elaborar la superficie del cuadro (el all-over field del expresionismo abstracto), pero trabajar con un lenguaje figurativo le ofrecía muchas más opciones para la investigación pictórica; mayores posibilidades de explorar formas, de activar y penetrar en el espacio” comenta Magdalena Dabrowski al referirse al cambio radical que supuso la vuelta a mundos reconocibles en la obra de Guston. Y añade: “el interés por la figuración reintrodujo en el lenguaje del artista, no sólo la representación de la forma humana, sino también el contenido narrativo”.6 Matías Sánchez podría ser perfectamente un pintor abstracto (de hecho lo fue en sus inicios bajo los auspicios de José Vento), pero al descubrir la riqueza de posibilidades que le permite el novelar la realidad a través de historias contemporáneas cotidianas, decide conjugar más elementos para enriquecer sus planteamientos sin perderse en cuestiones íntimas arduas de escrutar y complicadas de entender. Le ocurre exactamente igual que al último Philip Guston, le sedujo la posibilidad de lo tangible cuando se le agotaron las motivaciones intrínsecas. Fue entonces, imbuido de la problemática social que inundaba el momento, cuando prefirió dejarse llevar por la realidad circundante antes que zozobrar en la desidia de la repetición. El cambio no fue una antítesis, fue una evolución natural, una salida necesaria que le permitió recurrir a las relaciones humanas y a los acontecimientos políticos antes que caer en peligrosas opciones umbilicales que iban directas a la taciturnidad y el repiqueteo. El tema, que no es más que una táctica reflectante, se convirtió así en la coartada perfecta para poder seguir pintando a sus anchas, sin cortapisas ni limitaciones. Justo lo mismo que hace ahora Matías, que se explaya con fruición cuando se enfrenta a una tela para disfrutar del oficio con deleite. Da igual que recurra a viles muñegotes que arremeten a diestro y siniestro, da igual que la tormenta de inmundicias nos nuble, ése no es pretexto para que nos dejemos seducir por el decorado, por muy escandaloso que sea no es más que un complemento prescindible. Lo verdaderamente importante, y en teatro ocurre igual que en pintura, son las tablas que se tengan en la profesión. Es decir, las calidades que se revelen en la interpretación o en el refinamiento que se demuestre en el uso de los pinceles. Todo lo demás es atrezo. 3
  • 4. Salvando las distancias, cuando el público profano se enfrenta a una obra de Sánchez ocurre algo parecido a cuando algún neófito enjuicia el trabajo de Murillo: se pierden en el tema. Se quedan en lo anecdótico y no profundizan más allá de un somero vistazo resuelto. Se fijan en lo llamativo no en lo esencial, obviando aquello que sucede fuera de los personajes porque sobreentienden que un cuadro es como una película, que lo importante sólo se concentra en la acción principal. De los muchos óleos que pintó Murillo, el artista estaba especialmente orgulloso de uno, del Santo Tomás de Villanueva que hizo para el retablo del convento de los Capuchinos de Sevilla (obra que ahora está en el Museo de Bellas Artes de la ciudad hispalense). Según relata Palomino en sus biografías lo llamaba “mi lienzo”, y esta estima especial que le tenía no era por la escena central del agustino, sino por todo lo que acontecía alrededor del episodio dadivoso, un portento de cualidades pictóricas. Sólo el contraluz de la madre y el niño situado en la esquina inferior izquierda, merecen para sí mismo un tratado de pintura completo. Él solo es mucho más delicado y tierno que todos los claroscuros de George de la Tour juntos. Cuando hace los fondos los hace tan sueltos, que de cerca no se perciben más que manchas inconexas y brochazos, formas que desde la distancia se entienden como volúmenes, profundidades y luces. Los buenos artistas saben que la perfección de la pintura está en la retina y no en la mano, saben que la clave se encuentra en lo que es capaz de percibir el ojo del espectador con las sensaciones etéreas que le ofrece la imagen. Lo importante de Murillo no son sus inmaculadas, no, otros muchos artistas también las hicieron y nadie se acuerda de ellos, lo fundamental de Murillo es cómo supo pintar a la Virgen, esa es su valía universal. Lo importante de Matías no son sus burdas figuras, no, eso es afrecho y cualquiera podría atreverse a realizarlas; lo importante de Matías es cómo pinta las mascaradas y lo bien que sabe hacerlo. 4
  • 5. II Desde Kandinsky hasta Cy Twombly sin atajar Movida por un ciclotrón desconocido que alienta cambios impredecibles pero naturales, la obra de Matías Sánchez evoluciona por disoluciones intelectuales. La única verdad inmutable que ha asumido como ciencia a lo largo de los años ha sido la necesidad imperiosa de pintar, el resto han sido estímulos cambiables que respondían a factores externos que en la mayoría de los casos no dependían de él. Cuando llegó por primera vez a Sevilla su obra era íntegramente abstracta. Los consejos de José Vento en su Isla Cristina natal y la lectura de los libros de Kandinsky y Paul Klee le habían enseñado un camino que Matías estaba dispuesto a recorrer. Costase lo que costase, fuera donde fuera, tenía la plena convicción de que sería artista. Un poco después, a finales de lo noventa, le interesó Joaquín Torres-García y en sus trabajos de aquel tiempo, ortogonales y reticulados, se notaba su influencia. Pero Matías quería contar historias, trascender, ir más allá del lirismo contenido de las superficies, así que en privado empezó a pintar personajes sobre fondos deslustrados sin ninguna intención manifiesta. Un día, inesperadamente, Mitchel Hupbert vio estas telas y se quedó sorprendido. Le dijo: “tú debes exponer esto, aquí es donde te veo”, y a partir de entonces, cuando se destapó, cuando hizo lo creía que tenía que hacer, cuando se dejó llevar por motivaciones propias, fue cuando empezó a crecer. “Encuentra sus temas y frases en el paisaje cotidiano, en lo que aparece cuando se asoma a la ventana o al encender el televisor. Su promiscuidad pictórica, heredera del vigor de Basquiat o de la escatología de Manuel Ocampo, pero también del accidente grafitero, ofrece superficies vertiginosas”7, explana Fernando Castro Flórez sobre la obra de Matías Sánchez cuando se refiere a la temática de sus cuadros. Las similitudes entre Basquiat y Matías son más epidérmicas que conceptuales y tienen que ver con los resultados, no con los planteamientos. Basquiat es impulsivo, casi inconsciente, un representante genuino de la cultura urbana, un muchacho rebelde que quería ir contra todo en una ciudad incontrolable y se estrelló de bruces con su destino a los 28 años. No le dio tiempo a madurar porque iba demasiado deprisa, pero sí mantuvo fresca una conspicua ingenuidad dadaísta, entre brutalista y primitiva, que alentaba un trabajo efusivo e instigado. Matías es más pausado, pinta despacio, meditando mucho 5
  • 6. los pasos que da. Aunque la primera impresión pueda ser parecida, sobre todo si nos fijamos en el telón sobre el que se sitúan los personajes, ambos elaboran de manera absolutamente diferente sus obras. Matías procesa lento; Basquiat lo hacía rapidísimo, sin apenas pensar. Matías no es un urbanita ni le inspira especialmente el mundo del grafiti. Él es más bien rural, apegado a los ritmos lugareños. Los fondos de sus obras no tienen nada que ver con las pintadas callejeras, pero sí le interesa la interacción de las manchas y sus consecuencias (“A mí de chico, y creo que nunca antes he hablado de esto, algo que me interesaba mucho del estudio era la paleta. Me gustaba mucho más la paleta -con los colores repartidos, con la suciedad, con las goteras- que el cuadro.” 8) De Manuel Ocampo poco voy a decir, porque exceptuando breves concomitancias estilísticas, sus escenarios apocalípticos tienen una intención muy diferente a los planteamientos de Sánchez. El filipino busca la provocación acudiendo a un humor negro poco refinado, y Matías intenta no opinar ni inmiscuirse demasiado con lo que cuenta. El andaluz es un cronista de los tiempos que corren, sin más. Ocampo pretende ser un crítico social ácido e indigesto. Quizás el germen de la serie de dibujos que pueden verse en ‘No somos nadie’ tiene su origen en la secuencia que pudo contemplarse en Rafael Pérez Hernando durante la exposición ‘Sepelios’ en 2006. Estos óleos sobre tela, de unas medidas muy parecidas, estaban dedicados con ironía al universo del arte y sus actuantes. En cuadros como Pintor rojo, Repoblando, Ego sum pictor o Plagio empiezan a vislumbrarse recursos habituales hoy (un único personaje que sólo tiene detallado el rostro, cuerpos hechos a brochazos, manchas descuidadamente cuidadas, detalles vegetales, fondos perdidos…). Al año siguiente, Matías presentó en la galería Javier Marín de Málaga unos papeles de pequeño y gran formato que son el precedente inmediato de los que ahora se muestran en Begoña Malone. En ‘Tonta la oveja que se confiesa al lobo’ ya se definen las características que van a dar sentido al estilo bosquejado de Sánchez. La diferencia fundamental con las obras anteriores estriba en que en las actuales cada vez se conjugan menos elementos, cada vez son más abstractas las aptitudes y eso conlleva inevitablemente una condensación del mensaje. Las figuras ahora son más esquemáticas -apenas unos trazos-, y las zonas de pintura (máculas, tachones, cubrimientos, lunares, chorreones o goteras), están ganando protagonismo. Para disminuir la dureza de los bordes, dar volúmenes y rebajar las abruptas groserías que pueden desprenderse de algunos dibujos especialmente toscos –que no tienen mayor importancia que ser 6
  • 7. pretextos nacidos de la combinación de argumentos pictóricos-, Matías recurre a la calidez del carboncillo restregado, una técnica que produce sobre estos seres dolientes un efecto balsámico. Entre la multitud de personajes que bullen en sus obras, caterva indefinida de individuos deshonestos y barriobajeros, sobresalen los que llevan por cabeza una calavera. Son figuras malcaradas pero bien trajeadas (al modo de ‘la Catrina’ de José Guadalupe Posada, una representación metafórica, a la par que burlesca, de las altas clases sociales), que nos advierte de la banalidad de las posesiones y las riquezas. “No somos nadie” se dice ante el fallecimiento inesperado de algún conocido, y ese sentido de fragilidad, de transitoriedad, es el que retrata con sano humor Matías para reírse, al igual que hacen los mejicanos el Día de Difuntos, de las glorias terrenales y de las miserias humanas. El sentido admonitorio es idéntico al de la vanitas barroca, el mismo que puede desprenderse de cuadros como In Ictu Oculi, pero lo que en Valdés Leal es truculencia, en Guadalupe Posada es ironía, sarcasmo descarnado que por su facilidad de inoculación es el que utiliza Sánchez para retratar las mediocridades del mundo en el que vivimos. “Quiero transmitir con franqueza la verdad de nuestro tiempo y de sus gentes”9, escribió August Sander para explicar la pulcritud taxonómica de sus fotografías, imágenes naturalistas de los hombres y mujeres de la Alemania de entreguerras. Sander no se preocupó por anotar los nombres de las personas que posaron ante su cámara, el gran interés de estos modelos estribaba, por encima de los detalles, en ser representativos de un estamento, un lugar y un momento histórico determinado. El pastelero, el notario, el maestro, el abogado…. Son fidedignos estereotipos inventariados que pueden ser parangonables con los arquetipos caricaturescos que concibe Matías, modelos sociales que imitan a la vida para reflejar sin tapujos los tiempos que corren. “No quería emitir juicios, sino captar la diversidad humana de su época”10, dice Gerd Sander al referirse a las instantáneas de su abuelo; algo parecido a lo que hace Sánchez, pero añadiendo valores morales para dejar en evidencia la decrepitud de la ciudadanía más abyecta. Por encima de las parábolas fabuladas que se manifiestan en sus papeles o lienzos, en ‘No somos nadie’ podemos discernir, más allá de lo narrativo, motivos 7
  • 8. pictóricos que nos hacen rememorar a grandes maestros contemporáneos no figurativos. El primer hito, inexcusable, Cy Twombly. Sus pinturas hechas como sobre pizarra pueden intuirse en obras como Mala cosecha. Matías recrea hasta el efecto evanescente de la tiza al borrarse y aun el modo palpitado de añadir los textos en ambos, curiosamente, es parecido. Si se miran con detenimiento los dibujos, se observa una mancha triforme que actúa como contrapeso en muchas piezas. Normalmente aparece en verde -simulando una planta-, o contorneada, pero también puede verse en otros colores (este recurso podemos hallarlo en numerosas telas de Twombly, caso de Apolo y el Artista o Marte y el Artista, su serie romana de 1975 dedicada a la mitología). Además de las reminiscencias al norteamericano, se pueden destapar en los cuadros del onubense zonas que nos recuerdan a otros artistas referenciales, sin ir más lejos a Joan Hernández Pijuan por su manera de perfilar los detalles (fijémonos en las nubes de Competitivos) o también a Julian Schnabel por la vehemencia con la que compensa los volúmenes (el uso, al igual que hace Sánchez, de triángulos en las esquinas para ajustar la composición es una solución habitual en las pinturas del neoyorquino, véase Retrato de José Ramón Antero, 1997 o Shiny Abstract Painting, 2001.) Las obras de Matías Sánchez son espejos11que podrán cambiar con los años las formas reflejadas de sus temas o anacolutos, pero que nunca renunciarán a la esencia de la pintura. Ése es su valor primordial, la vivencia de su trabajo como una profesión mayúscula que requiere extrema dedicación y concentración. No busca el reconocimiento ni tiene una meta concreta, es un alquimista que sabe que la piedra filosofal no existe, su único interés es coger los pinceles todas las mañanas y entregarse al oficio con delectación. “En su infatigable búsqueda de la autenticidad, el artista trabaja para complacerse a sí mismo, en un proceso de descubrimiento constante precisamente a través de la experiencia de producir arte, y luego buscando oportunidades para que prevalga.12” escribe William Gaddis al remitirse a la entrega y autoexigencia de los creadores verdaderos. Matías es tan legítimo, tan genuino, que su estimación artística más que una consideración fiduciaria, es una cualidad imperecedera reforzada por la convicción. Sema D’Acosta 8
  • 9. NOTAS: 1: In ictu oculi: Esta expresión admonitoria latina, que se puede traducir como ‘En un abrir y cerrar de ojos’, da nombre a uno de los cuadros más conocidos del Barroco español, el primero de los Jeroglíficos de las Postrimerías que pintara Valdés Leal, por encargo de Miguel de Mañara, para la sevillana Iglesia del Hospital de la Caridad. Por su profundidad, crudeza y misterio, tanto a Matías como a mí nos fascina esta obra. 2: Queralt, Rosa. Un dibujo de la exposición. ‘A través del dibujo’. Catálogo. Pg. 15. Junta de Andalucía. Sevilla. 1995. 3: Scully, Sean. ‘Cuerpos de luz’. Pg. 15. Fundación Juan March, 2007. 4: Hughes, Robert. ‘El impacto de lo nuevo’. Pg. 78. Galaxia Gutemberg. Barcelona, 2000. 5: Guston, Philip. Catálogo ‘Philip Guston. Dibujos’, pg. 46. Fundación La Caixa. Barcelona. 1989. 6: Dabrowski, Magdalena. Catálogo ‘Philip Guston. Dibujos’, pg. 48. Fundación La Caixa. Barcelona. 1989. 7: Castro Flórez, Fernando. De verdad, la canalla jamás se enmienda. Catálogo ‘Bodas y Sepelios’. Pg. 10. Madrid. 2006. 8: D’Acosta, Sema. ‘La punta del iceberg’. Diputación de Huelva. Huelva. 2008. 9: Lange Susanne. Voir, observer, penser: la profession de foi d’un photographe. ‘August Sander’. Photo Poche, Centre National de la Photographie. Paris. 1995. 10. Sander, Gerd. ‘100 fotos, 100 historias’. Editado por Serge Malik. Colonia. 1999. 11: De la Torre Amerighi, Iván. Catálogo ‘Mata más una lengua que un cuchillo.’ Galería Begoña Malone. Madrid. 2003. 12. Gaddis, William. Para Julian Schnabel. Catálogo ‘Julian Schnabel. Summer’ pg. 17. Ayuntamiento de San Sebastián / Diputación Foral de Guipúzkoa. San Sebastián. 2007. 9