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Santiago (cuento medieval) - © Laura Gallego García


                             SANTIAGO (cuento medieval)


       Ya no quedaba nadie en el comedor, y la posadera limpiaba las
mesas con gesto aburrido. Su hija barría el suelo indolentemente,
bañada por la luz rojiza del fuego que crepitaba en el hogar. De vez en
cuando bostezaba con cierta teatralidad, para que su madre la enviara
pronto a la cama; era ya muy tarde, los clientes se habían mostrado
especialmente intratables aquella noche, y ella estaba cansada. Pero
la posadera fingía no darse cuenta.
       Fuera llovía torrencialmente. Esto era bueno para el negocio,
porque con aquel tiempo hasta los peregrinos más penitentes se veían
incapaces de dormir al raso, lo cual se traducía en un lleno total en la
fonda.
       La lluvia seguía golpeando el techo. Las dos mujeres trabajaban
en silencio, un silencio sólo enturbiado por el chasquido de la madera
que ardía en la chimenea, por el sonido de la escoba contra el suelo y
por los ocasionales bostezos de la joven.
       Entonces llamaron a la puerta. Toc, toc, toc. Tres golpes, ni uno
más. Pero tres golpes enérgicos y decididos, que no admitían ser
ignorados.
       Madre e hija detuvieron su quehacer y volvieron la mirada hacia
la puerta, dudosas. No esperaban a nadie más.
       -¡Está cerrado! -zanjó la voz del posadero, que bajaba por la
escalera-.¡ Y de todas formas no queda sitio!
       El visitante insistió: toc, toc, toc. El posadero hizo un gesto
malhumorado.
       -Deberías abrir -le espetó su mujer-. Por caridad.
       El hombre gruñó algo y fue a abrir la puerta.
       Fuera, calándose bajo la lluvia, había un joven de unos
veinticinco años, alto y delgado, Las greñas de cabello castaño se le
pegaban al rostro, y hasta la perilla chorreaba agua. Su capa le era
totalmente inútil para resguardarse del chaparrón.
       -¡Un juglar! -exclamó la chica, encantada, al ver la vihuela que
colgaba a su costado.
       El joven sonrió.
       -Mattius, para servirles a ustedes -saludó con una reverencia-.
Me preguntaba si podrían alojarme por esta noche.
       -No queda sitio -repitió el posadero, mirándolo con
desconfianza-. Además, ¿tienes dinero para pagar?
       La sonrisa del juglar se esfumó. Hizo sonar un saquito que
llevaba colgado de su cinto.
       -Soy bueno en mi trabajo y me pagan bien -afirmó con
gravedad-. Además, puedo dormir aquí abajo. No me importa. Sólo
quiero resguardarme de la lluvia.
Santiago (cuento medieval) - © Laura Gallego García


       El posadero pareció dudar.
       -Fernán... -protestó su mujer.
       El barbudo rostro del hombre mostró cierta expresión de lástima
al mirar más detenidamente al juglar.
       -Está bien -accedió, apartándose para dejarle pasar-. Pero nada
de escándalos, ¿entendido?
       -Soy un juglar serio -aseguró Mattius, cruzando el umbral.
       Tomó asiento en un banco junto al fuego. A una seña de su
madre, la muchacha corrió a traerle una manta.
       -Ha quedado algo de sopa -dijo la posadera-, porque hoy he
hecho cena como para un ejército. La pondré a calentar.
       Mattius le dedicó una sonrisa de agradecimiento. La moza
reapareció con una manta, y se la tendió. El juglar se envolvió en ella,
sin una palabra.
       -Habrás viajado mucho -comentó ella con envidia, al cabo de un
rato-. ¿Eres peregrino?
       -Voy a Santiago, sí -asintió el joven-. Y vengo desde Francia
siguiendo el Camino. No debe de faltar mucho ya, ¿verdad?
       -Si no lloviera esta noche, verías desde aquí las luces de la
ciudad -intervino el posadero-. Quizá podrías haber llegado al
amanecer.
       -Tiempo de perros... -suspiró su esposa-. Es habitual por aquí.
En esta época del año llueve dos días de cada tres.
       -Lo sé -dijo Mattius-. Pero esa es una de las cosas que hacen
que el Camino valga la pena. Si fuera sencillo, no serviría como
penitencia.
       -Así pues, ¿habías estado antes en Galicia? -quiso saber la
chica.
       -Sí, hace tiempo. Vuelvo a Santiago porque me han dicho que
están a punto de terminar la nueva catedral.
       El pecho de la posadera pareció henchirse de orgullo.
       -Es más grande y bonita que la anterior -afirmó, alargándole un
tazón de caldo caliente-. Los moros no consiguieron vencer al Santo
Apóstol.
       -¿Sabías que la basílica fue destruida por los moros hace mucho
tiempo? -inquirió la joven.
       -Sí, lo sé. Almanzor el Vencedor llegó a esta ciudad en el año de
Nuestro Señor de 997. Lo recuerdo.
       -No puedes recordarlo -gruñó el posadero-. Eso sucedió en
tiempos                   de                mi                bisabuelo.
Mattius clavó en él sus ojos de color miel.
       -Recuerdo haberlo oído. Recuerdo historias sobre ello.
       -Debes de conocer cientos de historias -comentó la chica,
admirada-. ¿Por qué no nos cuentas una?
       Mattius sonrió.
Santiago (cuento medieval) - © Laura Gallego García


       -Sé historias sobre Mío Cid, el de Vivar, sobre Fernán González,
sobre Bernardo del Carpio, sobre Roldán, sobre los caballeros del Rey
Arturo de la Gran Bretaña... también conozco muchos romances y
canciones de amor.
       El posadero iba a decir algo, pero el juglar añadió:
       -Pero puedo contaros una historia sobre el moro Almanzor y la
tumba del Santo Apóstol.
       -¿De verdad? -exclamó la mujer, ilusionada.
       -Es muy tarde, María -protestó el posadero-. Y va a despertar a
los clientes.
       -Es corta -aseguró Mattius-. Y puedo prescindir de la vihuela.
       -Así tendremos algo que contarles a los peregrinos que
descansan aquí -hizo notar la posadera.
       Su marido asintió, y Mattius sonrió de nuevo.
       Los tres se sentaron para escuchar la historia. Fuera, la lluvia
seguía golpeando la posada.

****

       Cuentan que Almanzor llegó a Santiago poco antes del año
1000, por lo cual muchos creyeron que se trataba de una señal, de un
aviso de que el fin del mundo de acercaba. Y los que estaban en la
ciudad aquel día tuvieron razones para pensar así.
       Las huestes de Almanzor llegaron por sorpresa. Eran muchos y,
aunque en Santiago se luchó con valentía, los moros pronto tomaron
el burgo, asolando todo lo que encontraban a su paso. Aquellos que
no lograron huir o esconderse en alguna parte, lejos de la mirada del
Vencedor, murieron o fueron hechos prisioneros.
       Almanzor avanzaba a grandes pasos por las calles de
Compostela. Sus recias botas pisaban fuerte, sus ojos brillaban como
ascuas y llevaba la barba revuelta y la cimitarra desnuda bañada en
sangre. Quienes así le vieron aseguraban que parecía el mismísimo
diablo.
       En la basílica se había reunido un grupo de valientes monjes en
torno al sepulcro del apóstol. Habían atrancado la puerta y habían
jurado que lo protegerían con sus vidas. Ajenos a lo que sucedía
fuera, rogaban a un Dios que no parecía escucharlos.
       Cuando Almanzor abrió de una patada las puertas de la basílica,
todos ellos se echaron a temblar.
       -Es el final -gimió uno.
       -Que Dios se apiade de nosotros -murmuró el mayor-. Quedaos
en silencio, hermanos; quizá no nos encuentren.
       Era una esperanza vana, pues el sepulcro era lo único que
Almanzor había ido a buscar a la basílica. Los monjes habían ocultado
la entrada a la cripta tras un retablo, que por el momento los mantenía
Santiago (cuento medieval) - © Laura Gallego García


a salvo de la mirada inquisidora del Vencedor. Pero los moros estaban
arrasando la iglesia por completo, y si Almanzor no encontraba lo que
quería, le prendería fuego. Así había sido siempre.
       -Rezad, hermanos -insistió el mayor, en un murmullo apenas
audible.
Los labios de los monjes se movieron al unísono, formando las
palabras de una silenciosa plegaria.
       Fuera de la cripta, Almanzor se paseaba arriba y abajo por la
nave central de la basílica.
       Uno de sus hombres se acercó, presuroso.
       -Sidi -dijo con respeto-. Hemos encontrado una capilla lateral.
       El Vencedor se volvió rápidamente.
       -¿Y qué hay? ¿El sepulcro?
       -No, sidi. -El sarraceno tragó saliva-. Una niña. Una niña
cristiana, viva y sola.
       Almanzor se dirigió inmediatamente hacia allí.
       La niña no pasaría de los diez años, pero si cabello era negro
como el ala de un cuervo, y sus ojos verdes como esmeraldas.
Arrodillada ante una imagen de la Virgen, la niña rezaba sin
preocuparse de los moros que la observaban. Por alguna extraña
razón, ninguno de ellos había osado ponerle la mano encima.
Almanzor lanzó una mirada desdeñosa a sus hombres y se adelantó.
       -¿Dónde está el sepulcro de Santiago, niña? -le preguntón con
rudeza.
       Ella se volvió hacia el moro.
       -Si os lo digo, habéis de prometerme que lo respetaréis.
       Almanzor soltó una risotada que fue coreada por su gente.
       -Si no nos lo dices, morirás.
       -Y si os lo digo, moriré igualmente -replicó la niña con audacia-.
Vos no ganáis nada con la profanación del Santo Sepulcro.
       -Existe una ridícula leyenda entre los cristianos que cuenta cómo
Santiago, que llevaba muchos siglos muerto, apareció en una batalla
contra mi gente y guió a los suyos hacia la victoria.
       -Es cierto -asintió la niña.
       -¿Y por qué no se ha levantado ahora de su tumba para
defender a los compostelanos, que tanto creen en él? Nuestra victoria
hoy no sería completa si no acabásemos definitivamente con esa
necia superstición. ¿Por qué voy a respetar los restos de alguien a
quien llaman Matamoros?
       Ella movió la cabeza, y Almanzor se sintió estúpido de pronto
por estar dando explicaciones a una niña cristiana. Pero ella habló de
nuevo:
       -Ya habéis triunfado sobre esta ciudad. Dejadnos a los que
quedamos un poco de esperanza, algo en qué creer. Os lo ruego: no
castiguéis más a los cristianos de Compostela.
Santiago (cuento medieval) - © Laura Gallego García


       Almanzor no dijo nada. Tan sólo se quedó mirándola con la
cimitarra en la mano, oprimiendo la empuñadura con tanta fuerza que
se hacía daño. Sería tan fácil alzarla... descargar un golpe sobre la
niña... rebanarle el cuello de un solo tajo.
       Pero no debía hacerlo. Aquella mocosa había osado desafiarle,
y él tenía que demostrar a sus hombres que era capaz de manejarla,
de infundirle miedo.
       -Los grandes generales lo son porque saben demostrar su
magnanimidad en casos como éste -prosiguió la niña-. Es esto lo que
los distingue de los simples bárbaros.
       Esta audaz afirmación provocó alguna risa entre los moros que
contemplaban la escena. Almanzor no se volvió. Ya se ocuparía de
ellos más tarde.
       De momento, le interesaba lo que aquella chiquilla acababa de
decir.
       -¿Y tú crees que yo soy un bárbaro, niña? -inquirió.
       -Creo que sois un gran general. Si respetáis la tumba del
apóstol, en esta ciudad también se respetará vuestra memoria.
Escuchadme, señor. Nada hemos hecho los compostelanos que
merezca la destrucción de las reliquias de nuestro santo patrón.
       Almanzor se quedó callado por un instante, examinando la
situación. Podría matar a la niña allí mismo, pero sus hombres
siempre recordarían que había permitido que una chiquilla cristiana lo
pusiera en evidencia.
       También podía demostrar que era capaz de escuchar a sus
enemigos. Que los respetaba. Al fin y al cabo, él siempre había dicho
que era necio aquel que no valoraba a sus contrarios. Sólo así había
llegado a ser quien era.
Y no un simple bárbaro.
       -Sea -dijo al fin-. Juro por Alá y nuestro santo profeta Mahoma
que respetaré tus deseos y el sepulcro de Santiago; pues, sea o no
contrario a nuestras creencias, los cristianos son capaces de luchar y
morir por su nombre. Muy grande debió de ser su fe cuando creyeron
verlo peleando a su lado en la batalla.
       Un murmullo de desconcierto recorrió el grupo de sarracenos,
Pero la mirada de Almanzor no admitía réplica.
       Cuando el retablo cayó y echaron abajo la puerta de la cripta, los
monjes ahogaron gritos de miedo y desolación.
       -Ave María purísima -susurró uno de ellos al ver entrar al terrible
Almanzor.
       El monje mayor le plantó cara, poniéndose entre él y el sepulcro.
       -No tocarás esta santa tumba, infiel, mientras yo viva -le
amenazó.
       Almanzor le dirigió una breve mirada.
       -Sacad el sepulcro de aquí -ordenó a los monjes.
Santiago (cuento medieval) - © Laura Gallego García


      Ellos se miraron unos a otros, perplejos.
      -Esta tumba no irá a ninguna parte -replicó el monje mayor.
      -Sacad eso de ahí -repitió Almanzor, volviéndose para
marcharse-, porque esta basílica va a arder hasta los cimientos, y no
creo que deseéis que vuestro apóstol arda con ella. ¿O sí?
      Dio la espalda a los monjes y salió de la cripta.
      -Obedeced -aconsejó un viejo y sabio sarraceno, con una
sonrisa desdentada-. Y dad gracias a vuestro Dios porque la
magnanimidad de Almanzor es grande.
      Cuando la iglesia se derrumbó, hacía ya rato que los moros se
habían marchado. Sólo quedaban en la plaza los monjes velando el
sepulcro, y observando con gesto sombrío cómo los últimos restos de
la basílica ardían entre las llamas. Una negra columna de humo
ascendía hasta un cielo cubierto de nubes plomizas.
      El monje mayor pasó una mano sobre la tapa del ataúd que
contenía las reliquias del apóstol.
      -¿Por qué? -se preguntó otro de los monjes en voz alta.
      El monje mayor negó con la cabeza.
      -Los caminos del señor son inescrutables, hermano Jacobo.
      Dirigió entonces su mirada hacia las ruinas de la basílica.
      -Construiremos una mayor -decidió-, que glorifique el poder de
Dios, cuya divina providencia ha permitido que conservemos los restos
de nuestro santo patrón.
      Vio cómo, a su alrededor, poco a poco iban saliendo de sus
escondites los supervivientes de la masacre.
      -¡Aleluya! -clamó entonces el religioso-. ¡Demos gracias al
señor, aleluya! ¡Nuestro santo patrón, el apóstol Santiago, sigue
intacto! ¡Es un milagro!
      Y, como una sola voz, los compostelanos corearon:
      -¡Aleluya! ¡Aleluya!

                                          ****

      La voz de Mattius se extinguió. Nadie dijo nada durante un
momento. En la chimenea, una rama chisporroteó y se partió con un
chasquido. El fuego arrancaba reflejos cobrizos del cabello ondulado
del juglar.
      -¿Y la niña? -preguntó entonces la hija del posadero.
      Mattius se encogió de hombros.
      -Desapareció. Los moros que estuvieron aquel día en la basílica
contarían más tarde esta historia. Los cristianos que la escuchaban
legaban a la conclusión de que aquella chiquilla que había conmovido
al despiadado Almanzor no podía ser sino un ángel de Dios.
      -Es un cuento bonito. Me ha gustado.
Santiago (cuento medieval) - © Laura Gallego García


       -Pero ya es tarde, y mañana hay que levantarse al alba -
concluyó el posadero-, así que todos a dormir.
       A punto ya de subir a acostarse, la joven esperó un momento a
que su madre desapareciera en la cocina, y se acercó a Mattius, que
dormiría en el suelo del comedor, para prestarle una manta más.
Cuando el juglar se echó la manta por encima, ella, jugueteando
nerviosamente con un objeto que tenía en las manos, le dijo:
       -Si eres peregrino, deberías llevar esto. Todos lo llevan. Da
buena suerte.
       El joven volvió la mirada hacia lo que ella le tendía. Era una gran
concha blanca. Tenía en el centro una mancha roja en forma de
corazón.
       -Es una vieira -explicó la muchacha-. Esta es especial, ya
sabes... por el corazón. La guardaba para alguien como tú.
Mattius le dio las gracias.
       -¿Cuál es tu nombre? -le preguntó.
       -Teresiña me llaman -respondió ella, enrojeciendo.
       -Teresiña -repitió el juglar, muy serio.
       -¡Zagala, a dormir! -la riñó su madre desde la puerta de la
cocina.
       -¡Buenas noches! -susurró ella apresuradamente.
       Dudó un momento y después estampó un beso en la mejilla del
juglar.
       Él la observó subir las escaleras a toda velocidad con un revuelo
de faldas. Oyó su voz desde arriba, cantando suavemente una cantiga
antigua cuyos orígenes se perdían en la bruma del tiempo:
              -"Pela ribeira do río
       cantando ía la virgo
       d'amor.
       Quen amores à,
       Cómo dormirá?
       Ai, bela frol!"

     Mattius sonrió. Acurrucado junto a las últimas pavesas del fuego,
se quedó dormido.

                                          ****

       Al día siguiente, Teresiña bajó muy temprano para preparar el
desayuno, pero el juglar ya se había ido. La joven corrió a la puerta, la
abrió de par en par y se asomó al exterior.
       El cielo galaico estaba despejado y sólo se veían algunos
pequeños jirones de nubes en el horizonte. Las hojas de los helechos,
más verdes que nunca, goteaban brillantes y claras perlas de agua de
lluvia. En el camino, enfangado y lleno de charcos que reflejaban el
Santiago (cuento medieval) - © Laura Gallego García


azul del cielo, no se veían las huellas de Mattius por ninguna parte,
como si el juglar no hubiera salido de la posada aquella mañana, o se
hubiese marchado volando.
      -¡Cosa de meigas! -exclamó Teresiña, sorprendida, y se
santiguó; al oír la voz de su madre llamándola, volvió a entrar en la
casa, cerrando la puerta tras de sí, y recorrió el comedor con la
mirada.
      Todo lo que quedaba como recuerdo de la visita del juglar eran
tres maravedíes sobre una de las mesas, y la historia del moro
Almanzor y el sepulcro del apóstol.

                                          ****

       Había amanecido nublado, y no parecía que fuera a despejarse;
el cielo estaba cubierto por pesadas nubes de color plomizo, pero eso
no parecía importar a los turistas que llenaban la plaza del Obradoiro,
ni a los peregrinos que -a pie o en bicicleta- habían llegado aquel día a
Santiago para cumplir sus votos al santo. No faltaban los puestecillos
de venta de recuerdos ni un par de gaiteiros que daban ambiente a la
plaza. Más allá, un hombre se había caracterizado -con gran acierto-
de bruja, con escoba y todo, y permitía a los niños hacerse fotos con
él, a cambio de "la voluntad".
       Ajeno a todo ello, un joven alto y delgado, de pelo castaño, quizá
demasiado largo, y perilla descuidada, con las manos metidas en los
bolsillos de unos vaqueros gastados, y una guitarra a la espalda,
recorría la plaza del Obradoiro paseando con indolencia. Se detuvo
frente a un puesto y se quedó mirando un grupo de figuritas con forma
de simpáticas brujillas.
       -Meigas gallegas -dijo la vendedora-. Traen suerte... en el amor,
en la salud, en los negocios...
       El joven compró una. Luego siguió su paseo por la plaza hasta
distinguir a lo lejos a una niña de unos diez años, de cabello negro
como el ala de un cuervo y ojos de color verde esmeralda, sentada en
los escalones de la entrada de la catedral.
Se la quedó mirando, pensativo, preguntándose por qué habría vuelto
a aquel lugar después de tanto tiempo, y si lo recordaría.
       Él, desde luego, sí la había reconocido. A pesar del tiempo
transcurrido (años, décadas, siglos), ninguno de los dos había
cambiado. Así eran los espíritus de la tierra.
       Se acercó a ella.
       -Buenos días -saludó-. Hacía tiempo que no nos veíamos.
       -Hola, Mattius -dijo la niña sin sorprenderse.
       El joven sonrió.
       -Me recuerdas.
Santiago (cuento medieval) - © Laura Gallego García


       Se sentó a su lado y comenzó a rasguear la guitarra
suavemente. Ella no dijo nada más por el momento. Se limitaba a
observar a la multitud con una mirada entre curiosa, inquisitiva y
asustada.
       -Sorprendida, ¿eh? -comentó Mattius-. No puedes forjar la
leyenda de un milagro a tu alrededor y pensar que todo va a seguir
igual.
       -Pero hay tanta gente... -murmuró ella-. Todos a ver la tumba del
santo apóstol. ¿Hicimos bien?
       -Estaba escrito -replicó Mattius.
       Se metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó la "meiga"
que acababa de comprar.
       -Ten -dijo-. Para ti.
       La niña sonrió.
       -¿Quién nos imaginó de esta forma? Las meigas nunca hemos
sido así.
       -Déjalo. Es su manera de agradeceros que el sepulcro siga en
su sitio.
       La niña se apartó un mechón de cabello negro de la cara, y
clavó sus ojos verdes en la multitud.
       -Los tiempos cambian -dijo-. Esta ciudad no es la misma que
hace mil años. Pero la gente sigue igual.
       Mattius sonrió.
       -La gente siempre sigue igual -dijo.
       Se quitó el sombrero y lo colocó en el suelo, frente a él. Al
inclinarse, se le salió de debajo de la camisa un cordoncillo del que
colgaba una vieira blanca con una mancha roja en forma de corazón.
       Mattius no lo devolvió a su lugar. Se levantó y rasgueó su
guitarra con fuerza.
       -¡Señoras y señores! -gritó-. ¡Mattius el juglar tiene una historia
que contarles!
       La niña lo miró, divertida. Mattius le devolvió la mirada y se
encogió de hombros.
       -¿Qué quieres? Es mi trabajo, ya lo sabes. Son malos tiempos
para los juglares, pero hay sitios donde todavía queda algo de magia.
Como aquí, por ejemplo. ¿No crees?
       La meiga no dijo nada. Jugueteó con la figurita y dirigió su
mirada esmeralda a la gente que se aproximaba.
       -¡Señoras y señores! -decía Mattius-. ¡Niños y niñas!
¡Acérquense a escuchar la fascinante y dramática historia del famoso
trovador gallego Macías, el amante perfecto, el poeta que murió por
amor en los tiempos en los que la gente todavía podía morir por amor!
       La meiga y el juglar pronto se vieron rodeados por un grupo de
curiosos. Ella alzó la mirada. Un último rayo de sol se filtró entre las
nubes y le acarició gentilmente el rostro.
Santiago (cuento medieval) - © Laura Gallego García


     Era un día muy parecido a aquel en que Almanzor entró en la
ciudad. Ella lo recordaba bien.
     La voz de Mattius se entrelazó con la música de los gaiteiros y
ascendió atravesando las nubes, desde la plaza del Obradoiro.

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Santiago (relato de laura gallego garcía)

  • 1. Santiago (cuento medieval) - © Laura Gallego García SANTIAGO (cuento medieval) Ya no quedaba nadie en el comedor, y la posadera limpiaba las mesas con gesto aburrido. Su hija barría el suelo indolentemente, bañada por la luz rojiza del fuego que crepitaba en el hogar. De vez en cuando bostezaba con cierta teatralidad, para que su madre la enviara pronto a la cama; era ya muy tarde, los clientes se habían mostrado especialmente intratables aquella noche, y ella estaba cansada. Pero la posadera fingía no darse cuenta. Fuera llovía torrencialmente. Esto era bueno para el negocio, porque con aquel tiempo hasta los peregrinos más penitentes se veían incapaces de dormir al raso, lo cual se traducía en un lleno total en la fonda. La lluvia seguía golpeando el techo. Las dos mujeres trabajaban en silencio, un silencio sólo enturbiado por el chasquido de la madera que ardía en la chimenea, por el sonido de la escoba contra el suelo y por los ocasionales bostezos de la joven. Entonces llamaron a la puerta. Toc, toc, toc. Tres golpes, ni uno más. Pero tres golpes enérgicos y decididos, que no admitían ser ignorados. Madre e hija detuvieron su quehacer y volvieron la mirada hacia la puerta, dudosas. No esperaban a nadie más. -¡Está cerrado! -zanjó la voz del posadero, que bajaba por la escalera-.¡ Y de todas formas no queda sitio! El visitante insistió: toc, toc, toc. El posadero hizo un gesto malhumorado. -Deberías abrir -le espetó su mujer-. Por caridad. El hombre gruñó algo y fue a abrir la puerta. Fuera, calándose bajo la lluvia, había un joven de unos veinticinco años, alto y delgado, Las greñas de cabello castaño se le pegaban al rostro, y hasta la perilla chorreaba agua. Su capa le era totalmente inútil para resguardarse del chaparrón. -¡Un juglar! -exclamó la chica, encantada, al ver la vihuela que colgaba a su costado. El joven sonrió. -Mattius, para servirles a ustedes -saludó con una reverencia-. Me preguntaba si podrían alojarme por esta noche. -No queda sitio -repitió el posadero, mirándolo con desconfianza-. Además, ¿tienes dinero para pagar? La sonrisa del juglar se esfumó. Hizo sonar un saquito que llevaba colgado de su cinto. -Soy bueno en mi trabajo y me pagan bien -afirmó con gravedad-. Además, puedo dormir aquí abajo. No me importa. Sólo quiero resguardarme de la lluvia.
  • 2. Santiago (cuento medieval) - © Laura Gallego García El posadero pareció dudar. -Fernán... -protestó su mujer. El barbudo rostro del hombre mostró cierta expresión de lástima al mirar más detenidamente al juglar. -Está bien -accedió, apartándose para dejarle pasar-. Pero nada de escándalos, ¿entendido? -Soy un juglar serio -aseguró Mattius, cruzando el umbral. Tomó asiento en un banco junto al fuego. A una seña de su madre, la muchacha corrió a traerle una manta. -Ha quedado algo de sopa -dijo la posadera-, porque hoy he hecho cena como para un ejército. La pondré a calentar. Mattius le dedicó una sonrisa de agradecimiento. La moza reapareció con una manta, y se la tendió. El juglar se envolvió en ella, sin una palabra. -Habrás viajado mucho -comentó ella con envidia, al cabo de un rato-. ¿Eres peregrino? -Voy a Santiago, sí -asintió el joven-. Y vengo desde Francia siguiendo el Camino. No debe de faltar mucho ya, ¿verdad? -Si no lloviera esta noche, verías desde aquí las luces de la ciudad -intervino el posadero-. Quizá podrías haber llegado al amanecer. -Tiempo de perros... -suspiró su esposa-. Es habitual por aquí. En esta época del año llueve dos días de cada tres. -Lo sé -dijo Mattius-. Pero esa es una de las cosas que hacen que el Camino valga la pena. Si fuera sencillo, no serviría como penitencia. -Así pues, ¿habías estado antes en Galicia? -quiso saber la chica. -Sí, hace tiempo. Vuelvo a Santiago porque me han dicho que están a punto de terminar la nueva catedral. El pecho de la posadera pareció henchirse de orgullo. -Es más grande y bonita que la anterior -afirmó, alargándole un tazón de caldo caliente-. Los moros no consiguieron vencer al Santo Apóstol. -¿Sabías que la basílica fue destruida por los moros hace mucho tiempo? -inquirió la joven. -Sí, lo sé. Almanzor el Vencedor llegó a esta ciudad en el año de Nuestro Señor de 997. Lo recuerdo. -No puedes recordarlo -gruñó el posadero-. Eso sucedió en tiempos de mi bisabuelo. Mattius clavó en él sus ojos de color miel. -Recuerdo haberlo oído. Recuerdo historias sobre ello. -Debes de conocer cientos de historias -comentó la chica, admirada-. ¿Por qué no nos cuentas una? Mattius sonrió.
  • 3. Santiago (cuento medieval) - © Laura Gallego García -Sé historias sobre Mío Cid, el de Vivar, sobre Fernán González, sobre Bernardo del Carpio, sobre Roldán, sobre los caballeros del Rey Arturo de la Gran Bretaña... también conozco muchos romances y canciones de amor. El posadero iba a decir algo, pero el juglar añadió: -Pero puedo contaros una historia sobre el moro Almanzor y la tumba del Santo Apóstol. -¿De verdad? -exclamó la mujer, ilusionada. -Es muy tarde, María -protestó el posadero-. Y va a despertar a los clientes. -Es corta -aseguró Mattius-. Y puedo prescindir de la vihuela. -Así tendremos algo que contarles a los peregrinos que descansan aquí -hizo notar la posadera. Su marido asintió, y Mattius sonrió de nuevo. Los tres se sentaron para escuchar la historia. Fuera, la lluvia seguía golpeando la posada. **** Cuentan que Almanzor llegó a Santiago poco antes del año 1000, por lo cual muchos creyeron que se trataba de una señal, de un aviso de que el fin del mundo de acercaba. Y los que estaban en la ciudad aquel día tuvieron razones para pensar así. Las huestes de Almanzor llegaron por sorpresa. Eran muchos y, aunque en Santiago se luchó con valentía, los moros pronto tomaron el burgo, asolando todo lo que encontraban a su paso. Aquellos que no lograron huir o esconderse en alguna parte, lejos de la mirada del Vencedor, murieron o fueron hechos prisioneros. Almanzor avanzaba a grandes pasos por las calles de Compostela. Sus recias botas pisaban fuerte, sus ojos brillaban como ascuas y llevaba la barba revuelta y la cimitarra desnuda bañada en sangre. Quienes así le vieron aseguraban que parecía el mismísimo diablo. En la basílica se había reunido un grupo de valientes monjes en torno al sepulcro del apóstol. Habían atrancado la puerta y habían jurado que lo protegerían con sus vidas. Ajenos a lo que sucedía fuera, rogaban a un Dios que no parecía escucharlos. Cuando Almanzor abrió de una patada las puertas de la basílica, todos ellos se echaron a temblar. -Es el final -gimió uno. -Que Dios se apiade de nosotros -murmuró el mayor-. Quedaos en silencio, hermanos; quizá no nos encuentren. Era una esperanza vana, pues el sepulcro era lo único que Almanzor había ido a buscar a la basílica. Los monjes habían ocultado la entrada a la cripta tras un retablo, que por el momento los mantenía
  • 4. Santiago (cuento medieval) - © Laura Gallego García a salvo de la mirada inquisidora del Vencedor. Pero los moros estaban arrasando la iglesia por completo, y si Almanzor no encontraba lo que quería, le prendería fuego. Así había sido siempre. -Rezad, hermanos -insistió el mayor, en un murmullo apenas audible. Los labios de los monjes se movieron al unísono, formando las palabras de una silenciosa plegaria. Fuera de la cripta, Almanzor se paseaba arriba y abajo por la nave central de la basílica. Uno de sus hombres se acercó, presuroso. -Sidi -dijo con respeto-. Hemos encontrado una capilla lateral. El Vencedor se volvió rápidamente. -¿Y qué hay? ¿El sepulcro? -No, sidi. -El sarraceno tragó saliva-. Una niña. Una niña cristiana, viva y sola. Almanzor se dirigió inmediatamente hacia allí. La niña no pasaría de los diez años, pero si cabello era negro como el ala de un cuervo, y sus ojos verdes como esmeraldas. Arrodillada ante una imagen de la Virgen, la niña rezaba sin preocuparse de los moros que la observaban. Por alguna extraña razón, ninguno de ellos había osado ponerle la mano encima. Almanzor lanzó una mirada desdeñosa a sus hombres y se adelantó. -¿Dónde está el sepulcro de Santiago, niña? -le preguntón con rudeza. Ella se volvió hacia el moro. -Si os lo digo, habéis de prometerme que lo respetaréis. Almanzor soltó una risotada que fue coreada por su gente. -Si no nos lo dices, morirás. -Y si os lo digo, moriré igualmente -replicó la niña con audacia-. Vos no ganáis nada con la profanación del Santo Sepulcro. -Existe una ridícula leyenda entre los cristianos que cuenta cómo Santiago, que llevaba muchos siglos muerto, apareció en una batalla contra mi gente y guió a los suyos hacia la victoria. -Es cierto -asintió la niña. -¿Y por qué no se ha levantado ahora de su tumba para defender a los compostelanos, que tanto creen en él? Nuestra victoria hoy no sería completa si no acabásemos definitivamente con esa necia superstición. ¿Por qué voy a respetar los restos de alguien a quien llaman Matamoros? Ella movió la cabeza, y Almanzor se sintió estúpido de pronto por estar dando explicaciones a una niña cristiana. Pero ella habló de nuevo: -Ya habéis triunfado sobre esta ciudad. Dejadnos a los que quedamos un poco de esperanza, algo en qué creer. Os lo ruego: no castiguéis más a los cristianos de Compostela.
  • 5. Santiago (cuento medieval) - © Laura Gallego García Almanzor no dijo nada. Tan sólo se quedó mirándola con la cimitarra en la mano, oprimiendo la empuñadura con tanta fuerza que se hacía daño. Sería tan fácil alzarla... descargar un golpe sobre la niña... rebanarle el cuello de un solo tajo. Pero no debía hacerlo. Aquella mocosa había osado desafiarle, y él tenía que demostrar a sus hombres que era capaz de manejarla, de infundirle miedo. -Los grandes generales lo son porque saben demostrar su magnanimidad en casos como éste -prosiguió la niña-. Es esto lo que los distingue de los simples bárbaros. Esta audaz afirmación provocó alguna risa entre los moros que contemplaban la escena. Almanzor no se volvió. Ya se ocuparía de ellos más tarde. De momento, le interesaba lo que aquella chiquilla acababa de decir. -¿Y tú crees que yo soy un bárbaro, niña? -inquirió. -Creo que sois un gran general. Si respetáis la tumba del apóstol, en esta ciudad también se respetará vuestra memoria. Escuchadme, señor. Nada hemos hecho los compostelanos que merezca la destrucción de las reliquias de nuestro santo patrón. Almanzor se quedó callado por un instante, examinando la situación. Podría matar a la niña allí mismo, pero sus hombres siempre recordarían que había permitido que una chiquilla cristiana lo pusiera en evidencia. También podía demostrar que era capaz de escuchar a sus enemigos. Que los respetaba. Al fin y al cabo, él siempre había dicho que era necio aquel que no valoraba a sus contrarios. Sólo así había llegado a ser quien era. Y no un simple bárbaro. -Sea -dijo al fin-. Juro por Alá y nuestro santo profeta Mahoma que respetaré tus deseos y el sepulcro de Santiago; pues, sea o no contrario a nuestras creencias, los cristianos son capaces de luchar y morir por su nombre. Muy grande debió de ser su fe cuando creyeron verlo peleando a su lado en la batalla. Un murmullo de desconcierto recorrió el grupo de sarracenos, Pero la mirada de Almanzor no admitía réplica. Cuando el retablo cayó y echaron abajo la puerta de la cripta, los monjes ahogaron gritos de miedo y desolación. -Ave María purísima -susurró uno de ellos al ver entrar al terrible Almanzor. El monje mayor le plantó cara, poniéndose entre él y el sepulcro. -No tocarás esta santa tumba, infiel, mientras yo viva -le amenazó. Almanzor le dirigió una breve mirada. -Sacad el sepulcro de aquí -ordenó a los monjes.
  • 6. Santiago (cuento medieval) - © Laura Gallego García Ellos se miraron unos a otros, perplejos. -Esta tumba no irá a ninguna parte -replicó el monje mayor. -Sacad eso de ahí -repitió Almanzor, volviéndose para marcharse-, porque esta basílica va a arder hasta los cimientos, y no creo que deseéis que vuestro apóstol arda con ella. ¿O sí? Dio la espalda a los monjes y salió de la cripta. -Obedeced -aconsejó un viejo y sabio sarraceno, con una sonrisa desdentada-. Y dad gracias a vuestro Dios porque la magnanimidad de Almanzor es grande. Cuando la iglesia se derrumbó, hacía ya rato que los moros se habían marchado. Sólo quedaban en la plaza los monjes velando el sepulcro, y observando con gesto sombrío cómo los últimos restos de la basílica ardían entre las llamas. Una negra columna de humo ascendía hasta un cielo cubierto de nubes plomizas. El monje mayor pasó una mano sobre la tapa del ataúd que contenía las reliquias del apóstol. -¿Por qué? -se preguntó otro de los monjes en voz alta. El monje mayor negó con la cabeza. -Los caminos del señor son inescrutables, hermano Jacobo. Dirigió entonces su mirada hacia las ruinas de la basílica. -Construiremos una mayor -decidió-, que glorifique el poder de Dios, cuya divina providencia ha permitido que conservemos los restos de nuestro santo patrón. Vio cómo, a su alrededor, poco a poco iban saliendo de sus escondites los supervivientes de la masacre. -¡Aleluya! -clamó entonces el religioso-. ¡Demos gracias al señor, aleluya! ¡Nuestro santo patrón, el apóstol Santiago, sigue intacto! ¡Es un milagro! Y, como una sola voz, los compostelanos corearon: -¡Aleluya! ¡Aleluya! **** La voz de Mattius se extinguió. Nadie dijo nada durante un momento. En la chimenea, una rama chisporroteó y se partió con un chasquido. El fuego arrancaba reflejos cobrizos del cabello ondulado del juglar. -¿Y la niña? -preguntó entonces la hija del posadero. Mattius se encogió de hombros. -Desapareció. Los moros que estuvieron aquel día en la basílica contarían más tarde esta historia. Los cristianos que la escuchaban legaban a la conclusión de que aquella chiquilla que había conmovido al despiadado Almanzor no podía ser sino un ángel de Dios. -Es un cuento bonito. Me ha gustado.
  • 7. Santiago (cuento medieval) - © Laura Gallego García -Pero ya es tarde, y mañana hay que levantarse al alba - concluyó el posadero-, así que todos a dormir. A punto ya de subir a acostarse, la joven esperó un momento a que su madre desapareciera en la cocina, y se acercó a Mattius, que dormiría en el suelo del comedor, para prestarle una manta más. Cuando el juglar se echó la manta por encima, ella, jugueteando nerviosamente con un objeto que tenía en las manos, le dijo: -Si eres peregrino, deberías llevar esto. Todos lo llevan. Da buena suerte. El joven volvió la mirada hacia lo que ella le tendía. Era una gran concha blanca. Tenía en el centro una mancha roja en forma de corazón. -Es una vieira -explicó la muchacha-. Esta es especial, ya sabes... por el corazón. La guardaba para alguien como tú. Mattius le dio las gracias. -¿Cuál es tu nombre? -le preguntó. -Teresiña me llaman -respondió ella, enrojeciendo. -Teresiña -repitió el juglar, muy serio. -¡Zagala, a dormir! -la riñó su madre desde la puerta de la cocina. -¡Buenas noches! -susurró ella apresuradamente. Dudó un momento y después estampó un beso en la mejilla del juglar. Él la observó subir las escaleras a toda velocidad con un revuelo de faldas. Oyó su voz desde arriba, cantando suavemente una cantiga antigua cuyos orígenes se perdían en la bruma del tiempo: -"Pela ribeira do río cantando ía la virgo d'amor. Quen amores à, Cómo dormirá? Ai, bela frol!" Mattius sonrió. Acurrucado junto a las últimas pavesas del fuego, se quedó dormido. **** Al día siguiente, Teresiña bajó muy temprano para preparar el desayuno, pero el juglar ya se había ido. La joven corrió a la puerta, la abrió de par en par y se asomó al exterior. El cielo galaico estaba despejado y sólo se veían algunos pequeños jirones de nubes en el horizonte. Las hojas de los helechos, más verdes que nunca, goteaban brillantes y claras perlas de agua de lluvia. En el camino, enfangado y lleno de charcos que reflejaban el
  • 8. Santiago (cuento medieval) - © Laura Gallego García azul del cielo, no se veían las huellas de Mattius por ninguna parte, como si el juglar no hubiera salido de la posada aquella mañana, o se hubiese marchado volando. -¡Cosa de meigas! -exclamó Teresiña, sorprendida, y se santiguó; al oír la voz de su madre llamándola, volvió a entrar en la casa, cerrando la puerta tras de sí, y recorrió el comedor con la mirada. Todo lo que quedaba como recuerdo de la visita del juglar eran tres maravedíes sobre una de las mesas, y la historia del moro Almanzor y el sepulcro del apóstol. **** Había amanecido nublado, y no parecía que fuera a despejarse; el cielo estaba cubierto por pesadas nubes de color plomizo, pero eso no parecía importar a los turistas que llenaban la plaza del Obradoiro, ni a los peregrinos que -a pie o en bicicleta- habían llegado aquel día a Santiago para cumplir sus votos al santo. No faltaban los puestecillos de venta de recuerdos ni un par de gaiteiros que daban ambiente a la plaza. Más allá, un hombre se había caracterizado -con gran acierto- de bruja, con escoba y todo, y permitía a los niños hacerse fotos con él, a cambio de "la voluntad". Ajeno a todo ello, un joven alto y delgado, de pelo castaño, quizá demasiado largo, y perilla descuidada, con las manos metidas en los bolsillos de unos vaqueros gastados, y una guitarra a la espalda, recorría la plaza del Obradoiro paseando con indolencia. Se detuvo frente a un puesto y se quedó mirando un grupo de figuritas con forma de simpáticas brujillas. -Meigas gallegas -dijo la vendedora-. Traen suerte... en el amor, en la salud, en los negocios... El joven compró una. Luego siguió su paseo por la plaza hasta distinguir a lo lejos a una niña de unos diez años, de cabello negro como el ala de un cuervo y ojos de color verde esmeralda, sentada en los escalones de la entrada de la catedral. Se la quedó mirando, pensativo, preguntándose por qué habría vuelto a aquel lugar después de tanto tiempo, y si lo recordaría. Él, desde luego, sí la había reconocido. A pesar del tiempo transcurrido (años, décadas, siglos), ninguno de los dos había cambiado. Así eran los espíritus de la tierra. Se acercó a ella. -Buenos días -saludó-. Hacía tiempo que no nos veíamos. -Hola, Mattius -dijo la niña sin sorprenderse. El joven sonrió. -Me recuerdas.
  • 9. Santiago (cuento medieval) - © Laura Gallego García Se sentó a su lado y comenzó a rasguear la guitarra suavemente. Ella no dijo nada más por el momento. Se limitaba a observar a la multitud con una mirada entre curiosa, inquisitiva y asustada. -Sorprendida, ¿eh? -comentó Mattius-. No puedes forjar la leyenda de un milagro a tu alrededor y pensar que todo va a seguir igual. -Pero hay tanta gente... -murmuró ella-. Todos a ver la tumba del santo apóstol. ¿Hicimos bien? -Estaba escrito -replicó Mattius. Se metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó la "meiga" que acababa de comprar. -Ten -dijo-. Para ti. La niña sonrió. -¿Quién nos imaginó de esta forma? Las meigas nunca hemos sido así. -Déjalo. Es su manera de agradeceros que el sepulcro siga en su sitio. La niña se apartó un mechón de cabello negro de la cara, y clavó sus ojos verdes en la multitud. -Los tiempos cambian -dijo-. Esta ciudad no es la misma que hace mil años. Pero la gente sigue igual. Mattius sonrió. -La gente siempre sigue igual -dijo. Se quitó el sombrero y lo colocó en el suelo, frente a él. Al inclinarse, se le salió de debajo de la camisa un cordoncillo del que colgaba una vieira blanca con una mancha roja en forma de corazón. Mattius no lo devolvió a su lugar. Se levantó y rasgueó su guitarra con fuerza. -¡Señoras y señores! -gritó-. ¡Mattius el juglar tiene una historia que contarles! La niña lo miró, divertida. Mattius le devolvió la mirada y se encogió de hombros. -¿Qué quieres? Es mi trabajo, ya lo sabes. Son malos tiempos para los juglares, pero hay sitios donde todavía queda algo de magia. Como aquí, por ejemplo. ¿No crees? La meiga no dijo nada. Jugueteó con la figurita y dirigió su mirada esmeralda a la gente que se aproximaba. -¡Señoras y señores! -decía Mattius-. ¡Niños y niñas! ¡Acérquense a escuchar la fascinante y dramática historia del famoso trovador gallego Macías, el amante perfecto, el poeta que murió por amor en los tiempos en los que la gente todavía podía morir por amor! La meiga y el juglar pronto se vieron rodeados por un grupo de curiosos. Ella alzó la mirada. Un último rayo de sol se filtró entre las nubes y le acarició gentilmente el rostro.
  • 10. Santiago (cuento medieval) - © Laura Gallego García Era un día muy parecido a aquel en que Almanzor entró en la ciudad. Ella lo recordaba bien. La voz de Mattius se entrelazó con la música de los gaiteiros y ascendió atravesando las nubes, desde la plaza del Obradoiro.