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PLATÓN (427 a.c. – 347 a.c.)
TEETETO
Acerca de la Ciencia
Sóc.- Así es que vuelve al principio, Teeteto, e intenta decir qué es realmente el saber. No digas que no
puedes, pues, si Dios quiere y te portas como un hombre, serás capaz de hacerlo.
TEET. - Ciertamente, Sócrates, exhortándomelo de tal manera, sería vergonzoso no esforzarse todo lo
posible por decir lo que uno pueda. Yo, de hecho, creo que el que sabe algo percibe esto que sabe. En este
momento no me parece que el saber sea otra cosa que percepción.
Sóc.- Esa es una buena y generosa respuesta, hijo mío. Así es como hay que hablar para expresarse con
claridad. Pero vamos a examinarlo en común, a ver si se trata de algo fecundo o de algo vacío. ¿Dices que el
saber es percepción?
TEET. - Sí.
Sóc. - Parece, ciertamente, que no has formulado una definición vulgar del saber, sino la que dio Protágoras.
Pero él ha dicho lo mismo de otra manera, pues viene a decir que “el hombre es medida de todas las cosas,
tanto del ser de las que son, como del no ser de las que no son”. Probablemente lo has leído. ¿No?
TEET.- Si, lo he leído, y muchas veces.
Sóc.- ¿Acaso no dice algo así como que las cosas son para mi tal como a mi me parece que son y que son para
ti tal y como a ti te parece que son? ¿No somos tú y yo hombres?
TEET. - Eso es lo que dice, en efecto.
Soc. - No es verosímil, ciertamente, que un hombre sabio pueda desvariar. Así es que vamos a seguirlo. ¿No
es verdad que, cuando sopla el mismo viento, para uno de nosotros es frío y para otro no? ¿Y que para uno es
ligeramente frío, mientras que para otro es muy frío?
TEET. - Sin duda.
Soc.- ¿Diremos, entonces, que el viento es en sí mismo frío o no? ¿O creeremos a Protágoras y diremos que
es frío para el que siente frío y que no lo es para quien no lo siente?
TEET. - Puede que sea así.
Soc. - ¿Acaso no nos parece así a los dos?
TEET. - Si.
Soc.- ¿Y este “parece” no es percibir?
TEET. - Así es, efectivamente.
Soc. - Por consiguiente, la apariencia y la percepción son lo mismo en lo relativo al calor y a todas las cosas
de este género, pues parece que las cosas son para cada uno tal y como cada uno las percibe.
TEET. - Puede ser.
Soc. - En consecuencia, la percepción es siempre de algo que es e infalible, como saber que es.
TEET. - Así parece.
Sóc. - ¿Acaso, por las Gracias, era Protágoras un hombre absolutamente sabio y nos habló en enigmas
a la gran masa, mientras decía la verdad en secreto a sus discípulos?
TEET. - ¿Por qué dices eso, Sócrates?
Soc. - También yo te voy a hablar de una doctrina que no es nada vulgar. Afirma, en efecto, que
ninguna cosa tiene un ser único en si misma y por si misma y que no podrías darle ninguna
denominación justa, ni decir que es de una clase determinada. Al contrario, si la llamas grande,
resulta que también parece pequeña y, si dices que es pesada, también parece ligera, y así ocurriría
con todo, ya que no hay cosa que tenga un ser único, ni que sea algo determinado o de una clase
cualquiera. Ciertamente, todo lo que decimos que es, está en proceso de llegar a ser, a consecuencia
de la traslación, del movimiento y de la mezcla de unas cosas con otras, por lo cual no las deno-
minamos correctamente. Efectivamente, nada es jamás, sino que está siempre en proceso de llegar a
ser. Y en esto, uno tras otro todos los sabios, excepto Parménides, están de acuerdo, tanto
Protágoras como Heráclito y Empédocles y los más eminentes poetas de uno y otro género, Epicarmo,
en la comedia, y Homero, en la tragedia, el cual, al decir:
Océano, origen de las dioses, y la madre Tetis,
afirmó que todo se engendra a partir del flujo y del movimiento. ¿No es eso lo que parece decir?
TEET. - Si, eso me parece a mí.
Sóc. - ¿Quién podría, pues, entrar en discusión con un ejército como ese, dirigido por Homero, sin hacer el
ridículo?
TEET. - No seria fácil, Sócrates.
Sóc. - Desde luego que no, Teeteto. Puesto que, además, la doctrina cuenta con indicios suficientes a su
favor de que aquello que tiene la apariencia de ser y el devenir son producidos por el movimiento, y el no ser
y el perecer por el reposo. Efectivamente, el calor y el fuego, que engendran y gobiernan las demás cosas,
son engendradas a su vez por la traslación y por la fricción. Y ambas son movimientos. ¿O no son estas el
origen del fuego?
MEET. - Así es.
Sóc. - El género de los seres vivos, en verdad, también se origina a partir de los mismos principios.
TEET. - Claro que sí.
Sóc. - Y bien, ¿no es verdad que la adecuada disposición de los cuerpos se destruye por el reposo y la inac-
tividad y, en cambio, la protegen en un alto grado los ejercicios y el movimiento?
TEET. - Si.
Soc. - ¿Y no es por el aprendizaje y por la práctica (que son ambos movimientos) por lo que el alma adquiere
sus conocimientos, preserva su adecuada disposición y se hace mejor, mientras que, debido al reposo, como
es la falta de práctica y de cultura, no aprende nada y olvida lo que haya aprendido?
TEET. - Sin duda.
Soc. - ¿No es el movimiento, entonces, lo que constituye el bien para el alma y para el cuerpo, mientras que
lo otro es lo contrario?
TEET. - Así parece.
Soc. - ¿Es necesario hablar aún más de la calma del aire y de la bonanza en el mar y de otros fenómenos por
el estilo, para mostrar cómo las diferentes formas del reposo corrompen y destruyen las cosas, mientras
que lo otro las preserva? ¿Añadiremos, a esto, como colofón, que la cadena de oro mencionada por Homero
no es otra cosa que el sol y que, si se produce el movimiento de la bóveda celeste y del sol, todo es y se
preserva entre los dioses y entre los hombres, pero que, si se detiene, como si hubiese sido atado, todas las
cosas se destruirían y el mundo entero se pondría, como suele decirse, boca abajo?
TEET. - A mi me parece, Sócrates, que esto revela efectivamente lo que estás diciendo.
Soc. - Así es, mi buen Teeteto, como debes entenderlo. En primer lugar, por lo que se refiere a los ojos, lo
que llamas color blanco no es algo que en sí mismo tenga una realidad independiente fuera de los ojos, ni en
los ojos, y no le puedes asignar espacio alguno, ya que, sin duda, al ocupar una posición determinada,
permanecería inmóvil y no podría llegar a ser en el devenir.
TEET. - Naturalmente.
Soc. - Sigamos, una vez más, aquella doctrina y demos por sentado que ninguna cosa tiene un ser único
en sí misma y por sí misma. Asi resulta evidente que el negro y el blanco y cualquier otro color no se
engendra sino por el encuentro de los ojos con el movimiento adecuado. Lo que decimos que es cada
color no será ni aquello que se dirige al encuentro, ni lo encontrado, sino una realidad intermedia que se
engendra específicamente para cada uno. ¿O estarías dispuesto a afirmar que cada color te aparece a
ti como le aparece a un perro o a cualquier otro animal?
TEET. - Por Zeus, claro que no.
Sóc. - Y bien, ¿acaso aparece cualquier cosa a otro hombre como te aparece a ti? ¿Estás seguro de ello
o es mucho más cierto que nada te aparece lo mismo ni siquiera a ti, por no permanecer tú nunca igual a
ti mismo?
TEET. - Esto último me parece mejor que lo otro.
Sóc. - Entonces, si aquello con lo que nos medimos o la cosa que tocamos fuese grande, blanca o cálida,
no resultaría diferente en cuanto topara con otra persona, o, al menos, no lo sería mientras no cambiara
en si misma. Por otra parte, si el que realiza, a su vez, la acción de medirse o de tocar fuera una de
estas cosas, al entrar en contacto con otra o al experimentar esta alguna modificación, tampoco
resultaría diferente, si él no la experimentara igualmente en sí mismo. Puesto que ahora, amigo mío, nos
vemos fácilmente obligados a hacer afirmaciones sorprendentes y ridículas, como diría Protágoras y
todo el que esté dispuesto a afirmar lo mismo que él.
TEET. - ¿Cómo? ¿A qué afirmaciones te refieres?
Sóc. - Considera este sencillo ejemplo y comprenderás todo lo que quiero decir. Supón que tenemos seis
dados; si pones cuatro al lado de ellos, decimos que seis son más que cuatro y que los superan en la
mitad y, si luego los comparas con doce, decimos que son menos que éstos, concretamente, la mitad de
doce. Y no puede decirse otra cosa. ¿No es verdad?
TEET. - Así es.
Sóc. - Pues bien, imagínate que Protágoras o cualquier otro te hiciera la siguiente pregunta: “¿Es
posible, Teeteto, que algo se haga mayor o más numeroso de otra forma que aumentando?” ¿Qué le
responderías tú?
TEET. - Sócrates, si respondiera ateniéndome a la opinión que tengo respecto a la presente pregunta,
diría que no es posible. Pero si respondiera teniendo en cuenta lo de antes, diría que es posible para
precaverme de caer en contradicción.
Sóc. - Muy bien, Teeteto, por Hera, que es una divina respuesta. Ahora bien, al parecer, si contestas
que es posible, va a resultar lo que decía Eurípides: no es refutable nuestra lengua y, en cambio, la
mente sí lo es.
TEET. - Es verdad.
Sóc. - Seguramente, si tú y yo fuésemos hábiles y sabios y hubiésemos investigado todos los
pensamientos de nuestra mente, podríamos pasarnos ya el resto del tiempo sometiéndonos a prueba el
uno al otro y enzarzándonos como los sofistas en esas batallas en las que se atacan esgrimiendo
argumentos contra argumentos. Pero, en realidad, como somos hombres comunes y corrientes, antes
que nada queremos examinar nuestros propios pensamientos en relación a si mismos, para averiguar en
qué consisten realmente y si nos concuerdan unos con otros o no concuerdan en absoluto.
TEET. - Desde luego, eso es lo que yo desearía.
Sóc. - Y yo también, ciertamente. Tal y como están las cosas, no tenemos más remedio que considerar
de nuevo la cuestión con serenidad, ya que disponemos de mucho tiempo y no hay que enfadarse, sino
examinarnos verdaderamente a nosotros mismos para ver qué son, en realidad, estas apariencias que se
dan en nosotros. Lo primero que diremos al considerar esto, creo yo, es que ninguna cosa se hace nunca
mayor, ni menor, ya sea en volumen o en número, mientras permanezca igual a si misma. ¿No es así?
TEET. - Si.
Soc. - En segundo lugar, diremos que aquello a lo que no le añadimos ni le restamos nada no aumenta ni
decrece, sino que permanece siempre igual.
TEET. - Sin lugar a dudas.
SóC. - ¿Formulamos, entonces, una tercera afirmación? ¿No es imposible que algo sea con posterioridad
lo que no era anteriormente, sin llegar a serlo en el pasado o en el presente?
TEET. - Si, efectivamente, eso parece.
Soc. - Ahora bien, estas tres afirmaciones en las que hemos concordado pugnan entre si en nuestro
pensamiento, tanto al hablar de los dados, como cuando decimos que yo puedo ser durante un año, con
mi edad y sin experimentar proceso alguno de crecimiento o disminuci6n, más grande que tú, que eres
ahora joven, pero que posteriormente seré menor, no por haber perdido volumen, sino por haberlo
ganado tú. Pues, en ese caso, yo sería posteriormente lo que no era con anterioridad, sin haber llegado a
serlo. Y, efectivamente, es imposible haber llegado a ser algo, sin llegar a serlo, de manera que no me
sería posible llegar a ser menor, sin haber perdido volumen. Podríamos citar miles de ejemplos por el
estilo, si estamos dispuestos a aceptar estos. Espero que me sigas, Teeteto. Al menos, a mi me parece
que no te falta experiencia en este tipo de cuestiones.
TEET. - Por los dioses, Sócrates, mi admiración es desmesurada, cuando me pongo a considerar en qué
consiste realmente todo esto. Algunas veces, al pensar en ello, llego verdaderamente a sentir vértigo.
Soc. - Querido amigo, parece que Teodoro no se ha equivocado al juzgar tu condición natural, pues
experimentar eso que llamamos la admiración es muy característico del filósofo. Este y no otro,
efectivamente, es el origen de la filosofía. El que dijo que Iris era hija de Taumante parece que no
trazo erróneamente su genealogía. Pero, ¿entiendes ya por qué se siguen estas consecuencias de acuer-
do con la doctrina que atribuimos a Protágoras o no?
TEET. - No, me parece que no lo entiendo aún.
Soc. - ¿Me agradecerías, entonces, que te ayudara a desentrañar la verdad que se oculta en el
pensamiento de este hombre o de estos hombres célebres?
TEET. - Claro que sí, te quedaría enormemente agradecido.
Sóc. - Entonces, mira en torno a nosotros, no vaya a ser que nos escuche alguno de los no iniciados. Me
refiero a los que piensan que no existe sino lo que pueden agarrar con las manos. Ellos no admiten que
puedan tener realidad alguna las acciones, ni los procesos, ni cualquier otra cosa que sea invisible.
TEET. - Hablas de gente, Sócrates, que, desde luego, es obstinada y repelente.
Sóc. - Efectivamente, hijo mío, son muy rudos. Pero hay otros mucho más refinados, cuyos misterios te
voy a relatar33
. El fundamento de su doctrina, del que depende todo lo que hemos dicho hasta ahora, es
el siguiente: el universo es movimiento y nada más, pero hay dos clases de movimiento, las dos ilimitadas
en número, una de las cuales tiene el poder de actuar y la otra de recibir la acción. De la unión de
ambas y de la fricción de uno con otro se engendra un producto igualmente ilimitado en número, que
aparece en parejas gemelas. De ellas, un elemento es lo perceptible, y otro, la percepción, la cual surge
siempre y se produce al mismo tiempo que lo perceptible. Ciertamente hay percepciones a las que hemos
dado nombres, como es el caso de la visión, la audición y el olfato, el frío y el calor, el placer y el dolor,
o el deseo y el temor, entre otros que podrían citarse. Pero las percepciones que no tienen
denominación son innumerables, aunque las que tienen nombre son también muy numerosas. A su vez, el
género de lo perceptible se produce al mismo tiempo que las percepciones, de manera que en relación
con las diferentes clases de visión encontramos colores de idéntica variedad, igual que ocurre en el
caso de la audición y del sonido y en todos los demás, pues lo perceptible se genera conjuntamente con
las percepciones correspondientes. ¿Qué es, por consiguiente, lo que quiere indicarnos este mito en
relación con lo que decíamos antes? ¿Tú lo comprendes, Teeteto?
TEET. - No, en absoluto, Sócrates.
Soc. - Pues mira a ver si podemos concluir de alguna manera. Sin duda, quiere indicarnos que todas estas
cosas se mueven, como estamos diciendo, pero en su movimiento hay rapidez y lentitud, de forma que
cuanto es lento ejercita su movimiento en si mismo y en relación con lo próximo, y así, de hecho, es
como genera sus efectos. Pero lo que se genera de esta manera es, ciertamente, más rápido, pues
experimenta una traslación y su movimiento consiste, naturalmente, en un cambio de lugar. Así es que la
blancura y la percepción correspondiente, que nace con ella, se producen en cuanto se aproximan el ojo
y cualquier otro objeto que sea conmensurable respecto a él. Ahora bien, una y otra no habrían llegado
a existir nunca, si cualquiera de los elementos se hubiese dirigido a otro diferente de ellos.
Precisamente, cuando llegan a un punto intermedio la visión, desde los ojos, y la blancura, desde lo que
engendra a la vez el color, es cuando el ojo llega a estar pleno de visión y es precisamente entonces
cuando ve y llega a ser no visión, sino el ojo que está viendo. Asimismo, lo que produce conjuntamente el
color se llena por completo de blancura y, a su vez, llega a ser no ya blancura, sino algo blanco, ya sea
madera, piedra o cualquier otra cosa de las que pueden adquirir tal color. En el resto de los casos
ocurre, ciertamente, lo mismo. Lo duro, lo cálido y todo lo demás tienen que entenderse de la misma
manera; nada es en sí y por sí, tal y como decíamos antes, sino que es en la unión de unas con otras
como todos las cosas surgen en toda su diversidad a partir del movimiento, ya que, como ellos dicen,
no es posible concebir en firme que lo que ejerce la acción y lo que la recibe sean algo definido
independientemente uno de otro. Nada, en efecto, es activo antes de producirse el encuentro con lo
pasivo, ni es pasivo antes de encontrarse con lo activo. Además, lo que se encuentra con algo y es
activo, a su vez puede resultar pasivo al tropezarse con otra cosa. De todo ello se deduce lo que ya
decíamos desde un principio, es decir que ninguna cosa tiene un ser único en sí mismo y por sí mismo,
sino que siempre llega a ser para alguien. Es más, el ser debería eliminarse en todos los casos, pero
muchas veces, lo mismo que ahora, nos hemos visto obligados a utilizar esta palabra por costumbre e
ignorancia. Ahora bien, según la doctrina de los sabios, esto no se debe hacer, ni hay que aceptar
términos que, como “algo”, “de alguien”, “mio”, “esto”, “aquello” o cualquier otra palabra, atribuyan
estabilidad a las cosas. Al contrario, hay que hablar de ellas de acuerdo con la naturaleza, y hay que
decir que están en proceso de llegar a ser y en vías de hacerse, destruirse o alterarse, pues si uno, al
hablar, atribuye estabilidad a las cosas, se verá fácilmente refutado. Es necesario utilizar esta
forma de expresión tanto al tratar de las cosas aisladas, como de la multiplicidad que constituye un
agregado. A este agregado, precisamente, es al que se le da la denominación de hombre, piedra o la
de cada ser viviente y especie.
Entonces, Teeteto, ¿te agrada todo esto? ¿Crees que lo saborearías con agrado?
TEET.- En lo que a mí respecta, no lo sé, Sócrates. Y, en cuanto a ti, no llego a comprender si dices
estas cosas porque representan tu opinión o con la intención de someterme a mí a prueba.
FEDÓN
Acerca del Alma
Después que Sócrates hubo dicho esto, tomó la palabra Cebes y dijo:
-Sócrates, en lo demás a mí me parece que dices bien, pero lo que dices acerca del alma les
produce a la gente mucha desconfianza en que, una vez que queda separada del cuerpo, ya no
exista en ningún lugar, sino que en aquel mismo día en que el hombre muere se destruya y se
disuelva, apenas se separe del cuerpo, y saliendo de él como aire exhalado o humo se vaya
disgregando, voladora, y que ya no exista en ninguna parte. Porque, si en efecto existiera ella en
sí misma, concentrada en algún lugar y apartada de esos males que hace un momento tú relatabas,
habría una inmensa y bella esperanza, Sócrates, de que sea verdad lo que tú dices. Pero eso, tal
vez, requiere de no pequeña persuasión y fe, lo de que el alma existe, muerto el ser humano, y que
conserva alguna capacidad y entendimiento.
-Dices verdad Cebes -dijo Sócrates-. Pero ¿qué vamos a hacer? ¿O es que quieres que charlemos
de esos mismos temas de si es verosímil que sea así, o de si no?
-Yo, desde luego -dijo Cebes-, escucharía muy a gusto la opinión que tienes acerca de estas cosas.
-Al menos ahora creo -dijo Sócrates- que nadie que nos oiga, ni aunque sea autor de comedias,
dirá que prolongo mi cháchara y que no hago mi discurso sobre los asuntos en cuestión. Conque, si
os parece bien, hay que aplicarse al examen.
Y examinémoslo desde este punto: si acaso existen en el Hades las almas de las personas que han
muerto o si no. Pues hay un antiguo relato del que nos hemos acordado, que dice que llegan allí
desde aquí, y que de nuevo regresan y que nacen de los difuntos. Pues, si eso es así, que de nuevo
nacen de los muertos los vivos, ¿qué otra cosa pasaría, sino que persistirían allí nuestras almas?
Porque no podrían nacer de nuevo en ningún sitio de no existir, y eso es un testimonio suficiente
de que ellas existen, si de verdad puede hacerse evidente que de ninguna otra parte nacen los
vivos sino de los muertos. Pero si no es posible, habría necesidad de otro argumento.
-Así es, en efecto -dijo Cebes.
-Ahora bien, no examines eso sólo en relación con los humanos -dijo Sócrates-, si quieres
comprenderlo con más claridad, sino en relación con todos los animales y las plantas, y en general
respecto a todo aquello que tiene nacimiento, veamos si todo se origina así, no de otra cosa sino
que nacen de sus contrarios todas aquellas cosas que tienen algo semejante, por ejemplo la
belleza es lo contrario de la fealdad y lo justo de lo injusto, y a otras cosas innumerables les
sucede lo mismo. Examinemos, pues, esto: si necesariamente todos los seres que tienen un contra-
rio no se originan nunca de ningún otro lugar sino de su mismo contrario. Por ejemplo, cuando se
origina algo mayor, ¿es necesario, sin duda que nazca de algo que era antes menor y luego se hace
mayor?
-Sí.
-Por tanto, si se hace menor, ¿de algo que antes era mayor se hará luego menor?
-Así es -dijo.
-¿Y así de lo más fuerte nace lo más débil y de los más lento lo más rápido?
-Desde luego.
-¿Qué más? ¿Lo que se hace peor no será a partir de algo mejor, y si se hace más justo, de lo más
injusto?
-¿Pues cómo no?
-¿Tenemos bastante entonces con esto, que todo sucede así, que las cosas contrarias se originan
a partir de sus contrarios?
-Desde luego.
-¿Qué más? Ocurre algo como esto en esos cambios, que entre todos esos pares de contrarios
que son dos hay dos procesos genéticos, de lo uno a lo otro por un lado, y luego de nuevo de lo
otro hacia lo anterior. Entre una cosa mayor y una menor hay un aumento y una disminución, y así
llamamos a un proceso crecer y a otro disminuir.
-Sí -dijo.
-Por tanto también el descomponerse y el componerse, y el enfriarse y el calentarse, y todo de
ese modo, aunque no usemos nombres en cada caso, sino que de hecho es necesario que así se
comporte, ¿nacen entre sí uno de otro y cada uno tiene su proceso genético recíproco?
-Efectivamente así es -dijo.
-¿Qué mas? -dijo-. ¿Hay algo contrario al vivir, como es el dormir al estar despierto?
-Desde luego -contestó.
-¿Qué?
-El estar muerto.
-¿Por tanto estas cosas nacen una de otra, si es que son contrarias, y los procesos de generación
entre ellas son dos, por ser dos?
-¿Pues cómo no?
-Pues de una de las parejas que hace poco yo mencionaba -dijo Sócrates- te hablaré yo, de ella y
de sus procesos genéticos, y tú dime de la otra. Me refiero al dormir y al estar despierto, y a que
del dormir se origina el estar despierto, y del estar despierto el dormir, y los procesos
generativos de uno y otro son el dormirse y el despertarse. ¿Te resulta bastante -dijo- o no?
-Desde luego que sí.
-Dime ahora tú -dijo- de igual modo respecto a la vida y la muerte. ¿No afirmas que el vivir es lo
contrario al estar muerto?
-Yo sí.
-¿Y nacen el uno del otro?
-Sí.
-Así pues, ¿qué se origina de lo que vive?
-Lo muerto.
-¿Y qué -dijo- de lo que está muerto?
-Necesario es reconocer -dijo- que lo que vive.
-¿De los muertos, por tanto, Cebes, nacen las cosas vivas y los seres vivos?
-Está claro.
-Existen entonces -dijo- nuestras almas en el Hades.
-Parece ser.
-Es que de los dos procesos generativos a este respecto al menos uno resulta evidente. Pues el
morir, sin duda, es evidente, ¿o no?
-En efecto, así es -respondió.
-¿Cómo, pues -dijo él-, haremos? ¿No admitiremos el proceso genético contrario, sino que de ese
modo quedará coja la naturaleza? ¿O es necesario- conceder al morir algún proceso generativo
opuesto?
-Totalmente necesario -contestó.
-¿Cuál es ése?
-El revivir.
-Por lo tanto -dijo él-, si existe el revivir, ¿ése sería el proceso generativo desde los muertos
hacia los vivos, el revivir?
-Sí, en efecto.
-Así que hemos reconocido que de ese modo los vivos han nacido de los muertos no menos que los
muertos de los vivos, y siendo eso así parece haber un testimonio suficiente, sin duda, de que es
necesario que las almas de los muertos existan en algún lugar, de donde luego nazcan de nuevo.
-A mí me parece -contestó-, Sócrates, que según lo que hemos acordado es necesario que sea así.
-Advierte, por cierto, Cebes -dijo-, que no lo hemos acordado injustamente, según me parece a
mí. Porque si no se admitiera que unas cosas se originan de las otras siempre, como avanzando en
un movimiento circular, sino que el proceso generativo fuera uno rectilíneo, sólo de lo uno a lo
opuesto enfrente, y no se volviera de nuevo hacia lo otro ni se produjera la vuelta, ¿sabes que
todas las cosas al concluir en una misma forma se detendrían, y experimentarían el mismo estado
y dejarían de generarse?
-¿Cómo dices? -replicó.
-No es nada difícil de imaginar lo que digo -dijo él-. Así, por ejemplo, si existiera el dormirse, y
no se compensara con el despertarse que se origina del estar dormido, sabes que al concluir todo
vendría a demostrar que lo de Endimión fue una fruslería y en ningún lugar se le distinguiría por
el hecho de que todas las cosas tendrían su mismo padecimiento: quedarse dormidas. Y si todas
las cosas se mezclaran y no se separaran, pronto habría resultado lo de la sentencia de
Anaxágoras: «conjuntamente todas las cosas». De modo similar, amigo Cebes, también si murieran
todos los seres que participan de la vida y, después de haber muerto, permanecieran en esa
forma los muertos, y no revivieran de nuevo, ¿no sería entonces una gran necesidad que todo
concluyera por estar muerto y nada viviera? Pues si los seres vivos nacieran, por un lado, unos de
los otros, y, por otro, los vivientes murieran, ¿qué recurso habría para impedir que todos se
consumieran en la muerte?
-Ninguno en mi opinión, Sócrates -dijo Cebes-, sino que me parece que dices por completo la
verdad.
-Pues nada es más cierto, Cebes -dijo-, según me parece a mí, y nosotros no reconocemos esto
mismo engañándonos, sino que en realidad se da el revivir y los vivientes nacen de los muertos y
las almas de los muertos perviven [y para las buenas hay algo mejor, y algo peor para las malas].
-También es así -dijo Cebes tomando la palabra-, de acuerdo con ese otro argumento, Sócrates, si
es verdadero, que tú acostumbras a decirnos a menudo, de que el aprender no es realmente otra
cosa sino recordar, y según éste es necesario que de algún modo nosotros hayamos aprendido en
un tiempo anterior aquello de lo que ahora nos acordamos. Y eso es imposible, a menos que
nuestra alma haya existido en algún lugar antes de llegar a existir en esta forma humana. De
modo que también por ahí parece que el alma es algo inmortal.
-Pero, Cebes -dijo Simmias interrumpiendo-, ¿cuáles son las pruebas de eso? Recuérdamelas.
Porque en este momento no me acuerdo demasiado de ellas.
-Se fundan en un argumento espléndido -dijo Cebes-, según el cual al ser interrogados los
individuos, si uno los interroga correctamente, ellos declaran todo de acuerdo a lo real. Y,
ciertamente, si no se diera en ellos una ciencia existente y un entendimiento correcto, serían
incapaces de hacerlo. Luego, si uno los pone frente a los dibujos geométricos o a alguna otra
representación similar entonces se demuestra de manera clarísima que así es.
-Y si no te convences, Simmias, con esto -dijo Sócrates-, examínalo del modo siguiente, y al
examinarlo así vas a concordar con nosotros. Desconfías, pues de que en algún modo el llamado
aprendizaje es una reminiscencia.
-No es que yo -dijo Simmias- desconfíe, sino que solicito experimentar eso mismo de lo que ahora
se trata: que se me haga recordar. Si bien con lo que Cebes intentó exponer casi ya lo tengo
recordado y me convenzo, sin embargo en nada menos me gustaría ahora oírte de qué modo tú
planteas la cuestión.
-Yo, del modo siguiente -repuso-. Reconocemos, sin duda, que siempre que uno recuerda algo es
preciso que eso lo supiera ya antes.
-Desde luego -dijo.
-¿Acaso reconocemos también esto, que cuando un conocimiento se presenta de un cierto modo es
una reminiscencia? Me refiero a un caso como el siguiente. Si uno al ver algo determinado, o al
oírlo o al captar alguna otra sensación, no sólo conoce aquello, sino, además, intuye otra cosa de la
que no informa el mismo conocimiento, sino otro, ¿no diremos justamente que la ha recordado, a
esa de la que ha tenido una intuición?
-¿Cómo dices?
-Por ejemplo, tomemos lo siguiente. Ciertamente es distinto el conocimiento de un ser humano y
el de una lira.
-¿Cómo no?
-Desde luego sabes que los amantes, cuando ven una lira o un manto o cualquier otro objeto que
acostumbra a utilizar su amado, tienen esa experiencia. Reconocen la lira y, al tiempo, captan en
su imaginación la figura del muchacho al que pertenece la lira. Eso es una reminiscencia. De igual
modo, al ver uno a Simmias a menudo se acuerda de Cebes, y podrían darse, sin duda, otros mil
ejemplos.
-Mil, desde luego, ¡por Zeus! -dijo Simmias.
-Por tanto, dijo él-, ¿no es algo semejante una reminiscencia? ¿Y en especial cuando uno lo
experimenta con referencia a aquellos objetos que, por el paso del tiempo o al perderlos de vista,
ya los había tenido en el olvido?
-Así es, desde luego -contestó.
-¿Y qué? -dijo él-. ¿Es posible al ver pintado un caballo o dibujada una lira rememorar a una
persona, o al ver dibujado a Simmias acordarse de Cebes?
-Claro que sí.
-¿Por lo tanto, también viendo dibujado a Simmias acordarse del propio Simmias?
-Lo es, en efecto -respondió.
-¿Entonces no ocurre que, de acuerdo con todos esos casos, la reminiscencia se origina a partir
de cosas semejantes, y en otros casos también de cosas diferentes?
-Ocurre.
-Así que, cuando uno recuerda algo a partir de objetos semejantes, ¿no es necesario que
experimente, además, esto: que advierta si a tal objeto le falta algo o no en su parecido con
aquello a lo que recuerda?
-Es necesario.
-Examina ya -dijo él- si esto es de este modo. Decimos que existe algo igual. No me refiero a un
madero igual a otro madero ni a una piedra con otra piedra ni a ninguna cosa de esa clase, sino a
algo distinto, que subsiste al margen de todos esos objetos, lo igual en sí mismo. ¿Decimos que
eso es algo, o nada?
-Lo decimos, ¡por Zeus! -dijo Simmias-, y de manera rotunda.
-¿Es que, además, sabemos lo que es?
-Desde luego que sí -repuso él.
-¿De dónde, entonces, hemos obtenido ese conocimiento? ¿No, por descontado, de las cosas que
ahora mismo mencionábamos, de haber visto maderos o piedras o algunos otros objetos iguales, o
a partir de ésas cosas lo hemos intuido, siendo diferente a ellas? ¿O no te parece que es algo
diferente? Examínalo con este enfoque. ¿Acaso piedras que son iguales y leños que son los mismos
no le parecen algunas veces a uno iguales, y a otro no?
-En efecto, así pasa.
-¿Qué? ¿Las cosas iguales en sí mismas es posible que se te muestren como desiguales, o la
igualdad aparecerá como desigualdad?
-Nunca jamás, Sócrates.
-Por lo tanto, no es lo mismo -dijo él- esas cosas iguales y lo igual en si.
-De ningún modo a mí me lo parece, Sócrates.
-Con todo -dijo-, ¿a partir de esas cosas, las iguales, que son diferentes de lo igual en sí, has
intuido y captado, sin embargo, el conocimiento de eso?
-Acertadísimamente lo dices -dijo.
-¿En consecuencia, tanto si es semejante a esas cosas como si es desemejante?
-En efecto.
-No hay diferencia ninguna -dijo él-. Siempre que al ver un objeto, a partir de su contemplación,
intuyas otro, sea semejante o desemejante, es necesario -dijo- que eso sea un proceso de
reminiscencia.
-Así es, desde luego.
-¿Y qué? -dijo él-. ¿Acaso experimentamos algo parecido con respecto a los maderos y a las cosas
iguales de que hablábamos ahora? ¿Es que no parece que son iguales como lo que es igual por sí, o
carecen de algo para ser de igual clase que lo igual en sí, o nada?
-Carecen, y de mucho, para ello -respondió.
-Por tanto, ¿reconocemos que, cuando uno al ver algo piensa: lo que ahora yo veo pretende ser
como algún otro de los objetos reales, pero carece de algo y no consigue ser tal como aquél, sino
que resulta inferior, necesariamente el que piensa esto tuvo que haber logrado ver antes aquello a
lo que dice que esto se asemeja, y que le resulta inferior?
-Necesariamente.
-¿Qué, pues? ¿Hemos experimentado también nosotros algo así, o no, con respecto a las cosas
iguales y a lo igual en sí?
-Por completo.
-Conque es necesario que nosotros previamente hayamos visto lo igual antes de aquel momento en
el que al ver por primera vez las cosas iguales pensamos que todas ellas tienden a ser como lo
igual pero que lo son insuficientemente.
-Así es.
-Pero, además, reconocemos esto: que si lo hemos pensado no es posible pensarlo, sino a partir del
hecho de ver o de tocar o de alguna otra percepción de los sentidos. Lo mismo digo de todos ellos.
-Porque lo mismo resulta, Sócrates, en relación con lo que quiere aclarar nuestro razonamiento.
-Por lo demás, a partir de las percepciones sensibles hay que pensar que todos los datos en
nuestros sentidos apuntan a lo que es lo igual, y que son inferiores a ello. ¿O cómo lo decimos?
-De ese modo.
-Por consiguiente, antes de que empezáramos a ver, oír, y percibir todo lo demás, era necesario
que hubiéramos obtenido captándolo en algún lugar el conocimiento de qué es lo igual en sí mismo,
si es que a este punto íbamos a referir las igualdades aprehendidas por nuestros sentidos, y que
todas ellas se esfuerzan por ser tales como aquello, pero le resultan inferiores.
-Es necesario de acuerdo con lo que está dicho, Sócrates.
-¿Acaso desde que nacimos veíamos, oíamos, y teníamos los demás sentidos?
-Desde luego que sí.
-¿Era preciso, entonces, decimos, que tengamos adquirido el conocimiento de lo igual antes que
éstos?
-Sí.
-Por lo tanto, antes de nacer, según parece, nos es necesario haberlo adquirido.
-Eso parece.
-Así que si, habiéndolo adquirido antes de nacer, nacimos teniéndolo, ¿sabíamos ya antes de nacer
y apenas nacidos no sólo lo igual, lo mayor, y lo menor, y todo lo de esa clase? Pues el
razonamiento nuestro de ahora no es en algo más sobre lo igual en sí que sobre lo bello en sí, y lo
bueno en sí, y lo justo y lo santo, y, a lo que precisamente me refiero, sobre todo aquello que
etiquetamos con «eso lo que es», tanto al preguntar en nuestras preguntas como al responder en
nuestras respuestas. De modo que nos es necesario haber adquirido los conocimientos de todo
eso antes de nacer.
-Así es.
-Y si después de haberlos adquirido en cada ocasión no los olvidáramos, naceríamos siempre
sabiéndolos y siempre los sabríamos a lo largo de nuestra vida. Porque el saber consiste en esto:
conservar el conocimiento que se ha adquirido y no perderlo. ¿O no es eso lo que llamamos olvido,
Simmias, la pérdida de un conocimiento?
-Totalmente de acuerdo, Sócrates -dijo.
-Y si es que después de haberlos adquirido antes de nacer, pienso, al nacer los perdimos, y luego
al utilizar nuestros sentidos respecto a esas mismas cosas recuperamos los conocimientos que en
un tiempo anterior ya teníamos, ¿acaso lo que llamamos aprender no sería recuperar un
conocimiento ya familiar? ¿Llamándolo recordar lo llamaríamos correctamente?
-Desde luego.
-Entonces ya se nos mostró posible eso, que al percibir algo, o viéndolo u oyéndolo o recibiendo
alguna otra sensación, pensemos a partir de eso en algo distinto que se nos había olvidado, en algo
a lo que se aproximaba eso, siendo ya semejante o desemejante a él. De manera que esto es lo que
digo, que una de dos, o nacemos con ese saber y lo sabemos todos a lo largo de nuestras vidas, o
qué luego, quienes decimos que aprenden no hacen nada más que acordarse, y el aprender sería
reminiscencia.
-Y en efecto que es así, Sócrates.
-¿Cuál de las dos explicaciones prefieres, Simmias? ¿Que hemos nacido sabiéndolo o que luego
recordamos aquello de que antes hemos adquirido un conocimiento?
-No sé, Sócrates, qué elegir en este momento.
-¿Qué? ¿Puedes elegir lo siguiente y cómo te parece bien al respecto de esto? ¿Un hombre que
tiene un saber podría dar razón de aquello que sabe, o no?
-Es de todo rigor, Sócrates -dijo.
-Entonces, ¿te parece a ti que todos pueden dar razón de las cosas de que hablábamos ahora
mismo?
-Bien me gustaría -dijo Simmias-. Pero mucho más me temo que mañana a estas horas ya no quede
ningún hombre capaz de hacerlo dignamente.
-¿Por, tanto, no te parece -dijo-, Simmias, que todos lo sepan?
-De ningún modo.
-¿Entonces es que recuerdan lo que habían aprendido?
-Necesariamente.
-¿Cuándo han adquirido nuestras almas el conocimiento de esas mismas cosas? Porque no es a
partir de cuando hemos nacido como hombres.
-No, desde luego.
-Antes, por tanto.
-Sí.
-Por tanto existían, Simmias, las almas incluso anteriormente, antes de existir en forma humana,
aparte de los cuerpos, y tenían entendimiento.

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  • 1. PLATÓN (427 a.c. – 347 a.c.) TEETETO Acerca de la Ciencia Sóc.- Así es que vuelve al principio, Teeteto, e intenta decir qué es realmente el saber. No digas que no puedes, pues, si Dios quiere y te portas como un hombre, serás capaz de hacerlo. TEET. - Ciertamente, Sócrates, exhortándomelo de tal manera, sería vergonzoso no esforzarse todo lo posible por decir lo que uno pueda. Yo, de hecho, creo que el que sabe algo percibe esto que sabe. En este momento no me parece que el saber sea otra cosa que percepción. Sóc.- Esa es una buena y generosa respuesta, hijo mío. Así es como hay que hablar para expresarse con claridad. Pero vamos a examinarlo en común, a ver si se trata de algo fecundo o de algo vacío. ¿Dices que el saber es percepción? TEET. - Sí. Sóc. - Parece, ciertamente, que no has formulado una definición vulgar del saber, sino la que dio Protágoras. Pero él ha dicho lo mismo de otra manera, pues viene a decir que “el hombre es medida de todas las cosas, tanto del ser de las que son, como del no ser de las que no son”. Probablemente lo has leído. ¿No? TEET.- Si, lo he leído, y muchas veces. Sóc.- ¿Acaso no dice algo así como que las cosas son para mi tal como a mi me parece que son y que son para ti tal y como a ti te parece que son? ¿No somos tú y yo hombres? TEET. - Eso es lo que dice, en efecto. Soc. - No es verosímil, ciertamente, que un hombre sabio pueda desvariar. Así es que vamos a seguirlo. ¿No es verdad que, cuando sopla el mismo viento, para uno de nosotros es frío y para otro no? ¿Y que para uno es ligeramente frío, mientras que para otro es muy frío? TEET. - Sin duda. Soc.- ¿Diremos, entonces, que el viento es en sí mismo frío o no? ¿O creeremos a Protágoras y diremos que es frío para el que siente frío y que no lo es para quien no lo siente? TEET. - Puede que sea así. Soc. - ¿Acaso no nos parece así a los dos? TEET. - Si. Soc.- ¿Y este “parece” no es percibir? TEET. - Así es, efectivamente. Soc. - Por consiguiente, la apariencia y la percepción son lo mismo en lo relativo al calor y a todas las cosas de este género, pues parece que las cosas son para cada uno tal y como cada uno las percibe. TEET. - Puede ser. Soc. - En consecuencia, la percepción es siempre de algo que es e infalible, como saber que es. TEET. - Así parece. Sóc. - ¿Acaso, por las Gracias, era Protágoras un hombre absolutamente sabio y nos habló en enigmas a la gran masa, mientras decía la verdad en secreto a sus discípulos? TEET. - ¿Por qué dices eso, Sócrates? Soc. - También yo te voy a hablar de una doctrina que no es nada vulgar. Afirma, en efecto, que ninguna cosa tiene un ser único en si misma y por si misma y que no podrías darle ninguna denominación justa, ni decir que es de una clase determinada. Al contrario, si la llamas grande, resulta que también parece pequeña y, si dices que es pesada, también parece ligera, y así ocurriría con todo, ya que no hay cosa que tenga un ser único, ni que sea algo determinado o de una clase cualquiera. Ciertamente, todo lo que decimos que es, está en proceso de llegar a ser, a consecuencia de la traslación, del movimiento y de la mezcla de unas cosas con otras, por lo cual no las deno- minamos correctamente. Efectivamente, nada es jamás, sino que está siempre en proceso de llegar a ser. Y en esto, uno tras otro todos los sabios, excepto Parménides, están de acuerdo, tanto Protágoras como Heráclito y Empédocles y los más eminentes poetas de uno y otro género, Epicarmo, en la comedia, y Homero, en la tragedia, el cual, al decir: Océano, origen de las dioses, y la madre Tetis, afirmó que todo se engendra a partir del flujo y del movimiento. ¿No es eso lo que parece decir? TEET. - Si, eso me parece a mí.
  • 2. Sóc. - ¿Quién podría, pues, entrar en discusión con un ejército como ese, dirigido por Homero, sin hacer el ridículo? TEET. - No seria fácil, Sócrates. Sóc. - Desde luego que no, Teeteto. Puesto que, además, la doctrina cuenta con indicios suficientes a su favor de que aquello que tiene la apariencia de ser y el devenir son producidos por el movimiento, y el no ser y el perecer por el reposo. Efectivamente, el calor y el fuego, que engendran y gobiernan las demás cosas, son engendradas a su vez por la traslación y por la fricción. Y ambas son movimientos. ¿O no son estas el origen del fuego? MEET. - Así es. Sóc. - El género de los seres vivos, en verdad, también se origina a partir de los mismos principios. TEET. - Claro que sí. Sóc. - Y bien, ¿no es verdad que la adecuada disposición de los cuerpos se destruye por el reposo y la inac- tividad y, en cambio, la protegen en un alto grado los ejercicios y el movimiento? TEET. - Si. Soc. - ¿Y no es por el aprendizaje y por la práctica (que son ambos movimientos) por lo que el alma adquiere sus conocimientos, preserva su adecuada disposición y se hace mejor, mientras que, debido al reposo, como es la falta de práctica y de cultura, no aprende nada y olvida lo que haya aprendido? TEET. - Sin duda. Soc. - ¿No es el movimiento, entonces, lo que constituye el bien para el alma y para el cuerpo, mientras que lo otro es lo contrario? TEET. - Así parece. Soc. - ¿Es necesario hablar aún más de la calma del aire y de la bonanza en el mar y de otros fenómenos por el estilo, para mostrar cómo las diferentes formas del reposo corrompen y destruyen las cosas, mientras que lo otro las preserva? ¿Añadiremos, a esto, como colofón, que la cadena de oro mencionada por Homero no es otra cosa que el sol y que, si se produce el movimiento de la bóveda celeste y del sol, todo es y se preserva entre los dioses y entre los hombres, pero que, si se detiene, como si hubiese sido atado, todas las cosas se destruirían y el mundo entero se pondría, como suele decirse, boca abajo? TEET. - A mi me parece, Sócrates, que esto revela efectivamente lo que estás diciendo. Soc. - Así es, mi buen Teeteto, como debes entenderlo. En primer lugar, por lo que se refiere a los ojos, lo que llamas color blanco no es algo que en sí mismo tenga una realidad independiente fuera de los ojos, ni en los ojos, y no le puedes asignar espacio alguno, ya que, sin duda, al ocupar una posición determinada, permanecería inmóvil y no podría llegar a ser en el devenir. TEET. - Naturalmente. Soc. - Sigamos, una vez más, aquella doctrina y demos por sentado que ninguna cosa tiene un ser único en sí misma y por sí misma. Asi resulta evidente que el negro y el blanco y cualquier otro color no se engendra sino por el encuentro de los ojos con el movimiento adecuado. Lo que decimos que es cada color no será ni aquello que se dirige al encuentro, ni lo encontrado, sino una realidad intermedia que se engendra específicamente para cada uno. ¿O estarías dispuesto a afirmar que cada color te aparece a ti como le aparece a un perro o a cualquier otro animal? TEET. - Por Zeus, claro que no. Sóc. - Y bien, ¿acaso aparece cualquier cosa a otro hombre como te aparece a ti? ¿Estás seguro de ello o es mucho más cierto que nada te aparece lo mismo ni siquiera a ti, por no permanecer tú nunca igual a ti mismo? TEET. - Esto último me parece mejor que lo otro. Sóc. - Entonces, si aquello con lo que nos medimos o la cosa que tocamos fuese grande, blanca o cálida, no resultaría diferente en cuanto topara con otra persona, o, al menos, no lo sería mientras no cambiara en si misma. Por otra parte, si el que realiza, a su vez, la acción de medirse o de tocar fuera una de estas cosas, al entrar en contacto con otra o al experimentar esta alguna modificación, tampoco resultaría diferente, si él no la experimentara igualmente en sí mismo. Puesto que ahora, amigo mío, nos vemos fácilmente obligados a hacer afirmaciones sorprendentes y ridículas, como diría Protágoras y todo el que esté dispuesto a afirmar lo mismo que él. TEET. - ¿Cómo? ¿A qué afirmaciones te refieres? Sóc. - Considera este sencillo ejemplo y comprenderás todo lo que quiero decir. Supón que tenemos seis dados; si pones cuatro al lado de ellos, decimos que seis son más que cuatro y que los superan en la
  • 3. mitad y, si luego los comparas con doce, decimos que son menos que éstos, concretamente, la mitad de doce. Y no puede decirse otra cosa. ¿No es verdad? TEET. - Así es. Sóc. - Pues bien, imagínate que Protágoras o cualquier otro te hiciera la siguiente pregunta: “¿Es posible, Teeteto, que algo se haga mayor o más numeroso de otra forma que aumentando?” ¿Qué le responderías tú? TEET. - Sócrates, si respondiera ateniéndome a la opinión que tengo respecto a la presente pregunta, diría que no es posible. Pero si respondiera teniendo en cuenta lo de antes, diría que es posible para precaverme de caer en contradicción. Sóc. - Muy bien, Teeteto, por Hera, que es una divina respuesta. Ahora bien, al parecer, si contestas que es posible, va a resultar lo que decía Eurípides: no es refutable nuestra lengua y, en cambio, la mente sí lo es. TEET. - Es verdad. Sóc. - Seguramente, si tú y yo fuésemos hábiles y sabios y hubiésemos investigado todos los pensamientos de nuestra mente, podríamos pasarnos ya el resto del tiempo sometiéndonos a prueba el uno al otro y enzarzándonos como los sofistas en esas batallas en las que se atacan esgrimiendo argumentos contra argumentos. Pero, en realidad, como somos hombres comunes y corrientes, antes que nada queremos examinar nuestros propios pensamientos en relación a si mismos, para averiguar en qué consisten realmente y si nos concuerdan unos con otros o no concuerdan en absoluto. TEET. - Desde luego, eso es lo que yo desearía. Sóc. - Y yo también, ciertamente. Tal y como están las cosas, no tenemos más remedio que considerar de nuevo la cuestión con serenidad, ya que disponemos de mucho tiempo y no hay que enfadarse, sino examinarnos verdaderamente a nosotros mismos para ver qué son, en realidad, estas apariencias que se dan en nosotros. Lo primero que diremos al considerar esto, creo yo, es que ninguna cosa se hace nunca mayor, ni menor, ya sea en volumen o en número, mientras permanezca igual a si misma. ¿No es así? TEET. - Si. Soc. - En segundo lugar, diremos que aquello a lo que no le añadimos ni le restamos nada no aumenta ni decrece, sino que permanece siempre igual. TEET. - Sin lugar a dudas. SóC. - ¿Formulamos, entonces, una tercera afirmación? ¿No es imposible que algo sea con posterioridad lo que no era anteriormente, sin llegar a serlo en el pasado o en el presente? TEET. - Si, efectivamente, eso parece. Soc. - Ahora bien, estas tres afirmaciones en las que hemos concordado pugnan entre si en nuestro pensamiento, tanto al hablar de los dados, como cuando decimos que yo puedo ser durante un año, con mi edad y sin experimentar proceso alguno de crecimiento o disminuci6n, más grande que tú, que eres ahora joven, pero que posteriormente seré menor, no por haber perdido volumen, sino por haberlo ganado tú. Pues, en ese caso, yo sería posteriormente lo que no era con anterioridad, sin haber llegado a serlo. Y, efectivamente, es imposible haber llegado a ser algo, sin llegar a serlo, de manera que no me sería posible llegar a ser menor, sin haber perdido volumen. Podríamos citar miles de ejemplos por el estilo, si estamos dispuestos a aceptar estos. Espero que me sigas, Teeteto. Al menos, a mi me parece que no te falta experiencia en este tipo de cuestiones. TEET. - Por los dioses, Sócrates, mi admiración es desmesurada, cuando me pongo a considerar en qué consiste realmente todo esto. Algunas veces, al pensar en ello, llego verdaderamente a sentir vértigo. Soc. - Querido amigo, parece que Teodoro no se ha equivocado al juzgar tu condición natural, pues experimentar eso que llamamos la admiración es muy característico del filósofo. Este y no otro, efectivamente, es el origen de la filosofía. El que dijo que Iris era hija de Taumante parece que no trazo erróneamente su genealogía. Pero, ¿entiendes ya por qué se siguen estas consecuencias de acuer- do con la doctrina que atribuimos a Protágoras o no? TEET. - No, me parece que no lo entiendo aún. Soc. - ¿Me agradecerías, entonces, que te ayudara a desentrañar la verdad que se oculta en el pensamiento de este hombre o de estos hombres célebres? TEET. - Claro que sí, te quedaría enormemente agradecido. Sóc. - Entonces, mira en torno a nosotros, no vaya a ser que nos escuche alguno de los no iniciados. Me refiero a los que piensan que no existe sino lo que pueden agarrar con las manos. Ellos no admiten que puedan tener realidad alguna las acciones, ni los procesos, ni cualquier otra cosa que sea invisible.
  • 4. TEET. - Hablas de gente, Sócrates, que, desde luego, es obstinada y repelente. Sóc. - Efectivamente, hijo mío, son muy rudos. Pero hay otros mucho más refinados, cuyos misterios te voy a relatar33 . El fundamento de su doctrina, del que depende todo lo que hemos dicho hasta ahora, es el siguiente: el universo es movimiento y nada más, pero hay dos clases de movimiento, las dos ilimitadas en número, una de las cuales tiene el poder de actuar y la otra de recibir la acción. De la unión de ambas y de la fricción de uno con otro se engendra un producto igualmente ilimitado en número, que aparece en parejas gemelas. De ellas, un elemento es lo perceptible, y otro, la percepción, la cual surge siempre y se produce al mismo tiempo que lo perceptible. Ciertamente hay percepciones a las que hemos dado nombres, como es el caso de la visión, la audición y el olfato, el frío y el calor, el placer y el dolor, o el deseo y el temor, entre otros que podrían citarse. Pero las percepciones que no tienen denominación son innumerables, aunque las que tienen nombre son también muy numerosas. A su vez, el género de lo perceptible se produce al mismo tiempo que las percepciones, de manera que en relación con las diferentes clases de visión encontramos colores de idéntica variedad, igual que ocurre en el caso de la audición y del sonido y en todos los demás, pues lo perceptible se genera conjuntamente con las percepciones correspondientes. ¿Qué es, por consiguiente, lo que quiere indicarnos este mito en relación con lo que decíamos antes? ¿Tú lo comprendes, Teeteto? TEET. - No, en absoluto, Sócrates. Soc. - Pues mira a ver si podemos concluir de alguna manera. Sin duda, quiere indicarnos que todas estas cosas se mueven, como estamos diciendo, pero en su movimiento hay rapidez y lentitud, de forma que cuanto es lento ejercita su movimiento en si mismo y en relación con lo próximo, y así, de hecho, es como genera sus efectos. Pero lo que se genera de esta manera es, ciertamente, más rápido, pues experimenta una traslación y su movimiento consiste, naturalmente, en un cambio de lugar. Así es que la blancura y la percepción correspondiente, que nace con ella, se producen en cuanto se aproximan el ojo y cualquier otro objeto que sea conmensurable respecto a él. Ahora bien, una y otra no habrían llegado a existir nunca, si cualquiera de los elementos se hubiese dirigido a otro diferente de ellos. Precisamente, cuando llegan a un punto intermedio la visión, desde los ojos, y la blancura, desde lo que engendra a la vez el color, es cuando el ojo llega a estar pleno de visión y es precisamente entonces cuando ve y llega a ser no visión, sino el ojo que está viendo. Asimismo, lo que produce conjuntamente el color se llena por completo de blancura y, a su vez, llega a ser no ya blancura, sino algo blanco, ya sea madera, piedra o cualquier otra cosa de las que pueden adquirir tal color. En el resto de los casos ocurre, ciertamente, lo mismo. Lo duro, lo cálido y todo lo demás tienen que entenderse de la misma manera; nada es en sí y por sí, tal y como decíamos antes, sino que es en la unión de unas con otras como todos las cosas surgen en toda su diversidad a partir del movimiento, ya que, como ellos dicen, no es posible concebir en firme que lo que ejerce la acción y lo que la recibe sean algo definido independientemente uno de otro. Nada, en efecto, es activo antes de producirse el encuentro con lo pasivo, ni es pasivo antes de encontrarse con lo activo. Además, lo que se encuentra con algo y es activo, a su vez puede resultar pasivo al tropezarse con otra cosa. De todo ello se deduce lo que ya decíamos desde un principio, es decir que ninguna cosa tiene un ser único en sí mismo y por sí mismo, sino que siempre llega a ser para alguien. Es más, el ser debería eliminarse en todos los casos, pero muchas veces, lo mismo que ahora, nos hemos visto obligados a utilizar esta palabra por costumbre e ignorancia. Ahora bien, según la doctrina de los sabios, esto no se debe hacer, ni hay que aceptar términos que, como “algo”, “de alguien”, “mio”, “esto”, “aquello” o cualquier otra palabra, atribuyan estabilidad a las cosas. Al contrario, hay que hablar de ellas de acuerdo con la naturaleza, y hay que decir que están en proceso de llegar a ser y en vías de hacerse, destruirse o alterarse, pues si uno, al hablar, atribuye estabilidad a las cosas, se verá fácilmente refutado. Es necesario utilizar esta forma de expresión tanto al tratar de las cosas aisladas, como de la multiplicidad que constituye un agregado. A este agregado, precisamente, es al que se le da la denominación de hombre, piedra o la de cada ser viviente y especie. Entonces, Teeteto, ¿te agrada todo esto? ¿Crees que lo saborearías con agrado? TEET.- En lo que a mí respecta, no lo sé, Sócrates. Y, en cuanto a ti, no llego a comprender si dices estas cosas porque representan tu opinión o con la intención de someterme a mí a prueba. FEDÓN
  • 5. Acerca del Alma Después que Sócrates hubo dicho esto, tomó la palabra Cebes y dijo: -Sócrates, en lo demás a mí me parece que dices bien, pero lo que dices acerca del alma les produce a la gente mucha desconfianza en que, una vez que queda separada del cuerpo, ya no exista en ningún lugar, sino que en aquel mismo día en que el hombre muere se destruya y se disuelva, apenas se separe del cuerpo, y saliendo de él como aire exhalado o humo se vaya disgregando, voladora, y que ya no exista en ninguna parte. Porque, si en efecto existiera ella en sí misma, concentrada en algún lugar y apartada de esos males que hace un momento tú relatabas, habría una inmensa y bella esperanza, Sócrates, de que sea verdad lo que tú dices. Pero eso, tal vez, requiere de no pequeña persuasión y fe, lo de que el alma existe, muerto el ser humano, y que conserva alguna capacidad y entendimiento. -Dices verdad Cebes -dijo Sócrates-. Pero ¿qué vamos a hacer? ¿O es que quieres que charlemos de esos mismos temas de si es verosímil que sea así, o de si no? -Yo, desde luego -dijo Cebes-, escucharía muy a gusto la opinión que tienes acerca de estas cosas. -Al menos ahora creo -dijo Sócrates- que nadie que nos oiga, ni aunque sea autor de comedias, dirá que prolongo mi cháchara y que no hago mi discurso sobre los asuntos en cuestión. Conque, si os parece bien, hay que aplicarse al examen. Y examinémoslo desde este punto: si acaso existen en el Hades las almas de las personas que han muerto o si no. Pues hay un antiguo relato del que nos hemos acordado, que dice que llegan allí desde aquí, y que de nuevo regresan y que nacen de los difuntos. Pues, si eso es así, que de nuevo nacen de los muertos los vivos, ¿qué otra cosa pasaría, sino que persistirían allí nuestras almas? Porque no podrían nacer de nuevo en ningún sitio de no existir, y eso es un testimonio suficiente de que ellas existen, si de verdad puede hacerse evidente que de ninguna otra parte nacen los vivos sino de los muertos. Pero si no es posible, habría necesidad de otro argumento. -Así es, en efecto -dijo Cebes. -Ahora bien, no examines eso sólo en relación con los humanos -dijo Sócrates-, si quieres comprenderlo con más claridad, sino en relación con todos los animales y las plantas, y en general respecto a todo aquello que tiene nacimiento, veamos si todo se origina así, no de otra cosa sino que nacen de sus contrarios todas aquellas cosas que tienen algo semejante, por ejemplo la belleza es lo contrario de la fealdad y lo justo de lo injusto, y a otras cosas innumerables les sucede lo mismo. Examinemos, pues, esto: si necesariamente todos los seres que tienen un contra- rio no se originan nunca de ningún otro lugar sino de su mismo contrario. Por ejemplo, cuando se origina algo mayor, ¿es necesario, sin duda que nazca de algo que era antes menor y luego se hace mayor? -Sí. -Por tanto, si se hace menor, ¿de algo que antes era mayor se hará luego menor? -Así es -dijo. -¿Y así de lo más fuerte nace lo más débil y de los más lento lo más rápido? -Desde luego. -¿Qué más? ¿Lo que se hace peor no será a partir de algo mejor, y si se hace más justo, de lo más injusto? -¿Pues cómo no? -¿Tenemos bastante entonces con esto, que todo sucede así, que las cosas contrarias se originan a partir de sus contrarios? -Desde luego. -¿Qué más? Ocurre algo como esto en esos cambios, que entre todos esos pares de contrarios que son dos hay dos procesos genéticos, de lo uno a lo otro por un lado, y luego de nuevo de lo
  • 6. otro hacia lo anterior. Entre una cosa mayor y una menor hay un aumento y una disminución, y así llamamos a un proceso crecer y a otro disminuir. -Sí -dijo. -Por tanto también el descomponerse y el componerse, y el enfriarse y el calentarse, y todo de ese modo, aunque no usemos nombres en cada caso, sino que de hecho es necesario que así se comporte, ¿nacen entre sí uno de otro y cada uno tiene su proceso genético recíproco? -Efectivamente así es -dijo. -¿Qué mas? -dijo-. ¿Hay algo contrario al vivir, como es el dormir al estar despierto? -Desde luego -contestó. -¿Qué? -El estar muerto. -¿Por tanto estas cosas nacen una de otra, si es que son contrarias, y los procesos de generación entre ellas son dos, por ser dos? -¿Pues cómo no? -Pues de una de las parejas que hace poco yo mencionaba -dijo Sócrates- te hablaré yo, de ella y de sus procesos genéticos, y tú dime de la otra. Me refiero al dormir y al estar despierto, y a que del dormir se origina el estar despierto, y del estar despierto el dormir, y los procesos generativos de uno y otro son el dormirse y el despertarse. ¿Te resulta bastante -dijo- o no? -Desde luego que sí. -Dime ahora tú -dijo- de igual modo respecto a la vida y la muerte. ¿No afirmas que el vivir es lo contrario al estar muerto? -Yo sí. -¿Y nacen el uno del otro? -Sí. -Así pues, ¿qué se origina de lo que vive? -Lo muerto. -¿Y qué -dijo- de lo que está muerto? -Necesario es reconocer -dijo- que lo que vive. -¿De los muertos, por tanto, Cebes, nacen las cosas vivas y los seres vivos? -Está claro. -Existen entonces -dijo- nuestras almas en el Hades. -Parece ser. -Es que de los dos procesos generativos a este respecto al menos uno resulta evidente. Pues el morir, sin duda, es evidente, ¿o no? -En efecto, así es -respondió. -¿Cómo, pues -dijo él-, haremos? ¿No admitiremos el proceso genético contrario, sino que de ese modo quedará coja la naturaleza? ¿O es necesario- conceder al morir algún proceso generativo opuesto? -Totalmente necesario -contestó. -¿Cuál es ése? -El revivir. -Por lo tanto -dijo él-, si existe el revivir, ¿ése sería el proceso generativo desde los muertos hacia los vivos, el revivir? -Sí, en efecto. -Así que hemos reconocido que de ese modo los vivos han nacido de los muertos no menos que los muertos de los vivos, y siendo eso así parece haber un testimonio suficiente, sin duda, de que es necesario que las almas de los muertos existan en algún lugar, de donde luego nazcan de nuevo. -A mí me parece -contestó-, Sócrates, que según lo que hemos acordado es necesario que sea así. -Advierte, por cierto, Cebes -dijo-, que no lo hemos acordado injustamente, según me parece a mí. Porque si no se admitiera que unas cosas se originan de las otras siempre, como avanzando en
  • 7. un movimiento circular, sino que el proceso generativo fuera uno rectilíneo, sólo de lo uno a lo opuesto enfrente, y no se volviera de nuevo hacia lo otro ni se produjera la vuelta, ¿sabes que todas las cosas al concluir en una misma forma se detendrían, y experimentarían el mismo estado y dejarían de generarse? -¿Cómo dices? -replicó. -No es nada difícil de imaginar lo que digo -dijo él-. Así, por ejemplo, si existiera el dormirse, y no se compensara con el despertarse que se origina del estar dormido, sabes que al concluir todo vendría a demostrar que lo de Endimión fue una fruslería y en ningún lugar se le distinguiría por el hecho de que todas las cosas tendrían su mismo padecimiento: quedarse dormidas. Y si todas las cosas se mezclaran y no se separaran, pronto habría resultado lo de la sentencia de Anaxágoras: «conjuntamente todas las cosas». De modo similar, amigo Cebes, también si murieran todos los seres que participan de la vida y, después de haber muerto, permanecieran en esa forma los muertos, y no revivieran de nuevo, ¿no sería entonces una gran necesidad que todo concluyera por estar muerto y nada viviera? Pues si los seres vivos nacieran, por un lado, unos de los otros, y, por otro, los vivientes murieran, ¿qué recurso habría para impedir que todos se consumieran en la muerte? -Ninguno en mi opinión, Sócrates -dijo Cebes-, sino que me parece que dices por completo la verdad. -Pues nada es más cierto, Cebes -dijo-, según me parece a mí, y nosotros no reconocemos esto mismo engañándonos, sino que en realidad se da el revivir y los vivientes nacen de los muertos y las almas de los muertos perviven [y para las buenas hay algo mejor, y algo peor para las malas]. -También es así -dijo Cebes tomando la palabra-, de acuerdo con ese otro argumento, Sócrates, si es verdadero, que tú acostumbras a decirnos a menudo, de que el aprender no es realmente otra cosa sino recordar, y según éste es necesario que de algún modo nosotros hayamos aprendido en un tiempo anterior aquello de lo que ahora nos acordamos. Y eso es imposible, a menos que nuestra alma haya existido en algún lugar antes de llegar a existir en esta forma humana. De modo que también por ahí parece que el alma es algo inmortal. -Pero, Cebes -dijo Simmias interrumpiendo-, ¿cuáles son las pruebas de eso? Recuérdamelas. Porque en este momento no me acuerdo demasiado de ellas. -Se fundan en un argumento espléndido -dijo Cebes-, según el cual al ser interrogados los individuos, si uno los interroga correctamente, ellos declaran todo de acuerdo a lo real. Y, ciertamente, si no se diera en ellos una ciencia existente y un entendimiento correcto, serían incapaces de hacerlo. Luego, si uno los pone frente a los dibujos geométricos o a alguna otra representación similar entonces se demuestra de manera clarísima que así es. -Y si no te convences, Simmias, con esto -dijo Sócrates-, examínalo del modo siguiente, y al examinarlo así vas a concordar con nosotros. Desconfías, pues de que en algún modo el llamado aprendizaje es una reminiscencia. -No es que yo -dijo Simmias- desconfíe, sino que solicito experimentar eso mismo de lo que ahora se trata: que se me haga recordar. Si bien con lo que Cebes intentó exponer casi ya lo tengo recordado y me convenzo, sin embargo en nada menos me gustaría ahora oírte de qué modo tú planteas la cuestión. -Yo, del modo siguiente -repuso-. Reconocemos, sin duda, que siempre que uno recuerda algo es preciso que eso lo supiera ya antes. -Desde luego -dijo. -¿Acaso reconocemos también esto, que cuando un conocimiento se presenta de un cierto modo es una reminiscencia? Me refiero a un caso como el siguiente. Si uno al ver algo determinado, o al oírlo o al captar alguna otra sensación, no sólo conoce aquello, sino, además, intuye otra cosa de la que no informa el mismo conocimiento, sino otro, ¿no diremos justamente que la ha recordado, a esa de la que ha tenido una intuición? -¿Cómo dices?
  • 8. -Por ejemplo, tomemos lo siguiente. Ciertamente es distinto el conocimiento de un ser humano y el de una lira. -¿Cómo no? -Desde luego sabes que los amantes, cuando ven una lira o un manto o cualquier otro objeto que acostumbra a utilizar su amado, tienen esa experiencia. Reconocen la lira y, al tiempo, captan en su imaginación la figura del muchacho al que pertenece la lira. Eso es una reminiscencia. De igual modo, al ver uno a Simmias a menudo se acuerda de Cebes, y podrían darse, sin duda, otros mil ejemplos. -Mil, desde luego, ¡por Zeus! -dijo Simmias. -Por tanto, dijo él-, ¿no es algo semejante una reminiscencia? ¿Y en especial cuando uno lo experimenta con referencia a aquellos objetos que, por el paso del tiempo o al perderlos de vista, ya los había tenido en el olvido? -Así es, desde luego -contestó. -¿Y qué? -dijo él-. ¿Es posible al ver pintado un caballo o dibujada una lira rememorar a una persona, o al ver dibujado a Simmias acordarse de Cebes? -Claro que sí. -¿Por lo tanto, también viendo dibujado a Simmias acordarse del propio Simmias? -Lo es, en efecto -respondió. -¿Entonces no ocurre que, de acuerdo con todos esos casos, la reminiscencia se origina a partir de cosas semejantes, y en otros casos también de cosas diferentes? -Ocurre. -Así que, cuando uno recuerda algo a partir de objetos semejantes, ¿no es necesario que experimente, además, esto: que advierta si a tal objeto le falta algo o no en su parecido con aquello a lo que recuerda? -Es necesario. -Examina ya -dijo él- si esto es de este modo. Decimos que existe algo igual. No me refiero a un madero igual a otro madero ni a una piedra con otra piedra ni a ninguna cosa de esa clase, sino a algo distinto, que subsiste al margen de todos esos objetos, lo igual en sí mismo. ¿Decimos que eso es algo, o nada? -Lo decimos, ¡por Zeus! -dijo Simmias-, y de manera rotunda. -¿Es que, además, sabemos lo que es? -Desde luego que sí -repuso él. -¿De dónde, entonces, hemos obtenido ese conocimiento? ¿No, por descontado, de las cosas que ahora mismo mencionábamos, de haber visto maderos o piedras o algunos otros objetos iguales, o a partir de ésas cosas lo hemos intuido, siendo diferente a ellas? ¿O no te parece que es algo diferente? Examínalo con este enfoque. ¿Acaso piedras que son iguales y leños que son los mismos no le parecen algunas veces a uno iguales, y a otro no? -En efecto, así pasa. -¿Qué? ¿Las cosas iguales en sí mismas es posible que se te muestren como desiguales, o la igualdad aparecerá como desigualdad? -Nunca jamás, Sócrates. -Por lo tanto, no es lo mismo -dijo él- esas cosas iguales y lo igual en si. -De ningún modo a mí me lo parece, Sócrates. -Con todo -dijo-, ¿a partir de esas cosas, las iguales, que son diferentes de lo igual en sí, has intuido y captado, sin embargo, el conocimiento de eso? -Acertadísimamente lo dices -dijo. -¿En consecuencia, tanto si es semejante a esas cosas como si es desemejante? -En efecto.
  • 9. -No hay diferencia ninguna -dijo él-. Siempre que al ver un objeto, a partir de su contemplación, intuyas otro, sea semejante o desemejante, es necesario -dijo- que eso sea un proceso de reminiscencia. -Así es, desde luego. -¿Y qué? -dijo él-. ¿Acaso experimentamos algo parecido con respecto a los maderos y a las cosas iguales de que hablábamos ahora? ¿Es que no parece que son iguales como lo que es igual por sí, o carecen de algo para ser de igual clase que lo igual en sí, o nada? -Carecen, y de mucho, para ello -respondió. -Por tanto, ¿reconocemos que, cuando uno al ver algo piensa: lo que ahora yo veo pretende ser como algún otro de los objetos reales, pero carece de algo y no consigue ser tal como aquél, sino que resulta inferior, necesariamente el que piensa esto tuvo que haber logrado ver antes aquello a lo que dice que esto se asemeja, y que le resulta inferior? -Necesariamente. -¿Qué, pues? ¿Hemos experimentado también nosotros algo así, o no, con respecto a las cosas iguales y a lo igual en sí? -Por completo. -Conque es necesario que nosotros previamente hayamos visto lo igual antes de aquel momento en el que al ver por primera vez las cosas iguales pensamos que todas ellas tienden a ser como lo igual pero que lo son insuficientemente. -Así es. -Pero, además, reconocemos esto: que si lo hemos pensado no es posible pensarlo, sino a partir del hecho de ver o de tocar o de alguna otra percepción de los sentidos. Lo mismo digo de todos ellos. -Porque lo mismo resulta, Sócrates, en relación con lo que quiere aclarar nuestro razonamiento. -Por lo demás, a partir de las percepciones sensibles hay que pensar que todos los datos en nuestros sentidos apuntan a lo que es lo igual, y que son inferiores a ello. ¿O cómo lo decimos? -De ese modo. -Por consiguiente, antes de que empezáramos a ver, oír, y percibir todo lo demás, era necesario que hubiéramos obtenido captándolo en algún lugar el conocimiento de qué es lo igual en sí mismo, si es que a este punto íbamos a referir las igualdades aprehendidas por nuestros sentidos, y que todas ellas se esfuerzan por ser tales como aquello, pero le resultan inferiores. -Es necesario de acuerdo con lo que está dicho, Sócrates. -¿Acaso desde que nacimos veíamos, oíamos, y teníamos los demás sentidos? -Desde luego que sí. -¿Era preciso, entonces, decimos, que tengamos adquirido el conocimiento de lo igual antes que éstos? -Sí. -Por lo tanto, antes de nacer, según parece, nos es necesario haberlo adquirido. -Eso parece. -Así que si, habiéndolo adquirido antes de nacer, nacimos teniéndolo, ¿sabíamos ya antes de nacer y apenas nacidos no sólo lo igual, lo mayor, y lo menor, y todo lo de esa clase? Pues el razonamiento nuestro de ahora no es en algo más sobre lo igual en sí que sobre lo bello en sí, y lo bueno en sí, y lo justo y lo santo, y, a lo que precisamente me refiero, sobre todo aquello que etiquetamos con «eso lo que es», tanto al preguntar en nuestras preguntas como al responder en nuestras respuestas. De modo que nos es necesario haber adquirido los conocimientos de todo eso antes de nacer. -Así es. -Y si después de haberlos adquirido en cada ocasión no los olvidáramos, naceríamos siempre sabiéndolos y siempre los sabríamos a lo largo de nuestra vida. Porque el saber consiste en esto: conservar el conocimiento que se ha adquirido y no perderlo. ¿O no es eso lo que llamamos olvido, Simmias, la pérdida de un conocimiento?
  • 10. -Totalmente de acuerdo, Sócrates -dijo. -Y si es que después de haberlos adquirido antes de nacer, pienso, al nacer los perdimos, y luego al utilizar nuestros sentidos respecto a esas mismas cosas recuperamos los conocimientos que en un tiempo anterior ya teníamos, ¿acaso lo que llamamos aprender no sería recuperar un conocimiento ya familiar? ¿Llamándolo recordar lo llamaríamos correctamente? -Desde luego. -Entonces ya se nos mostró posible eso, que al percibir algo, o viéndolo u oyéndolo o recibiendo alguna otra sensación, pensemos a partir de eso en algo distinto que se nos había olvidado, en algo a lo que se aproximaba eso, siendo ya semejante o desemejante a él. De manera que esto es lo que digo, que una de dos, o nacemos con ese saber y lo sabemos todos a lo largo de nuestras vidas, o qué luego, quienes decimos que aprenden no hacen nada más que acordarse, y el aprender sería reminiscencia. -Y en efecto que es así, Sócrates. -¿Cuál de las dos explicaciones prefieres, Simmias? ¿Que hemos nacido sabiéndolo o que luego recordamos aquello de que antes hemos adquirido un conocimiento? -No sé, Sócrates, qué elegir en este momento. -¿Qué? ¿Puedes elegir lo siguiente y cómo te parece bien al respecto de esto? ¿Un hombre que tiene un saber podría dar razón de aquello que sabe, o no? -Es de todo rigor, Sócrates -dijo. -Entonces, ¿te parece a ti que todos pueden dar razón de las cosas de que hablábamos ahora mismo? -Bien me gustaría -dijo Simmias-. Pero mucho más me temo que mañana a estas horas ya no quede ningún hombre capaz de hacerlo dignamente. -¿Por, tanto, no te parece -dijo-, Simmias, que todos lo sepan? -De ningún modo. -¿Entonces es que recuerdan lo que habían aprendido? -Necesariamente. -¿Cuándo han adquirido nuestras almas el conocimiento de esas mismas cosas? Porque no es a partir de cuando hemos nacido como hombres. -No, desde luego. -Antes, por tanto. -Sí. -Por tanto existían, Simmias, las almas incluso anteriormente, antes de existir en forma humana, aparte de los cuerpos, y tenían entendimiento.