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ESCUELA SECUNDARIA N° 258 “LUIS ALVAREZ
BARRET”
ANTOLOGIA LITERARIA
(LEYENDAS)
COPILADOR
IVAN DAI TORRES DE LORENZA
3°E
MÉXICO, D.F; A 3 DE DICIEMBRE DE 2012
INDICE
PRÓLOGO.
Capítulo I. Las calles de México
La virgen del perdón……………………………………………….......5
El aparecido de la plaza mayor……………………………………….6
La historia de la casa de los azulejos……………………….………9
La Leyenda de don Juan……………………………………………..12
La casa del judío……………………………………………………….15
La Mulata de Córdoba………………………………………………...19
La leyenda de la hermana de los Ávila………………………….…21
La monja Alférez……………………………………………………….24
El santo Ecce Homo del portal………………………………………27
Leyenda de la calle de Jesús María………………………………...29
La calle de la mujer herrada…………………………………………31
La calle de Chavarría…………………………………………………32
Los polvos del Virrey…………………………………………………35
La calle de Olmedo……………………………………………………38
La calle del Reloj………………………………………………………41
Las fiestas reales en la Plaza Mayor………………………….……43
Leyenda de la calle del indio triste…………………………………47
Cómo ahorcaron a un difunto……………………………………….49
La Fiesta del Viernes de Dolores en la Viga………………………52
Los indios Ahorcados de Romita…………………………………..55
Bibliografía……………………………………………………………...58
PROLOGO
Esta antología es una recopilación de leyendas del autor
mexicano Luis González Obregón. Estas leyendas fueron
extraídas de 1 de sus mejores libros titulados: “Las calles de
México, donde narra las mas famosas leyendas del México
colonial.
Luis González Obregón nació en Guanajuato en 1865 y
murió en la Ciudad de México en 1938) Historiador mexicano.
Fundó en 1885 con algunos de sus discípulos el Liceo
Mexicano Científico y Literario. Se dio a conocer con sus
artículos semanales en El Nacional, que versaban sobre el
pasado anecdótico de la Ciudad de México y que en 1891 se
reunieron en su libro México viejo. Esta obra, junto a Las calles
de México (1922), le dio fama. Trabajó en el Museo Nacional de
Antropología e Historia y se encargó de las publicaciones de la
Biblioteca Nacional, cuya historia escribió en 1910. En 1911 fue
nombrado director de la Comisión Organizadora del Archivo
General de la Nación, y en 1917, director del mismo.
Fue miembro de número de la Academia Mexicana de la
Lengua y de la Historia y publicó numerosos artículos de
divulgación histórica, la mayor parte de ellos recogidos en sus
libros. Reunió además una valiosa biblioteca, que vendió en
vida. Sus obras, escritas en un estilo ameno, consiguieron
popularizar en su país el interés por la historia y tratan
principalmente del periodo colonial. Entre ellas destacan La
vida en México en 1810, Los precursores de la independencia
en el siglo XVI y El capitán Bernal Díaz del Castillo,
conquistador y cronista de Nueva España.
LA VIRGEN DEL PERDON
La leyenda cuenta que hubo un judío que fue arrestado por la inquisición, el
hombre en el calabozo solo rezaba sus oraciones judaicas, un día pidió a sus
carceleros pinceles y colores, pintó en la puerta de su calabozo la imagen de
una virgen. Un carcelero cuando entro a darle agua y alimento al judío vio su
obra y quedó admirado ante la pintura. Fue con los inquisidores y les contó lo
que había visto; fueron al calabozo, al ver la imagen se estremecieron, le
dijeron al judío que si se arrepentía de sus culpas, lo perdonaban. El judío
confesó sus pecados, renuncio a su religión y lo liberaron.
La imagen de la virgen desde entonces está en la Catedral de México y el
pueblo la llamó la Virgen del Perdón
El Aparecido de la Plaza Mayor
Al despuntar el alba del 25 de Octubre de 1593, en la Plaza Mayor de la ciudad
virreinal, exactamente frente a la puerta del Palacio, un soldado marchaba de
un lado al otro marcando el paso con gran marcialidad. Estaba totalmente
armado con el arcabuz al hombre, la espada y el puñal colgando del ancho
cinturón, listos para usarlos ante cualquier eventualidad. Cuando alguien se
aproximaba, se detenía y, entrechocando los tacones, gritaba: ¡¿Quién vive?!.
A los madrugadores que cruzaban a esas horas la Plaza les parecía algo
extraño porque, en primer lugar, en México no se acostumbraba que los
soldados gritaran tal consigna, luego su uniforme era diferente al que usaban
los guardias del Palacio.
Los curiosos comenzaron a arremolinarse a su alrededor y conforme avanzaba
la mañana, el tumulto era tal que la noticia llegó a oídos del virrey, quien ordeno
que el soldado fuera llevado a su presencia.
El guardián, cuyo nombre no fue consignado en la historia, estaba tan perplejo
como los que lo miraban y no atinaba a explicar que hacia en ese lugar. Uno de
los cortesanos que estaba con el virrey dijo que el uniforme que portaba era
igualito al que usaban los soldados españoles en las Filipinas. Entonces el
joven soldado gritó: “Yo pertenezco al ejercito español en las Filipinas y anoche
estaba haciendo guardia en la garita de la muralla que protege Manila y de
repente, como un encantamiento, estoy aquí que, según dicen, es la Nueva
España. No se qué pasó”.
A continuación el aturdido muchacho contó lo que estaba sucediendo en su
tierra esos precisos momentos. El gobernador de las islas, Gómez Pérez
Dasmariñas, había sido muerto de manera violenta apenas la noche anterior.
Tres años antes, el 31 de Mayo de 1590, llegó a Manila para hacerse cargo del
gobierno. De inmediato se dio a la tarea de reforzar las murallas y las
fortificaciones de Manila. Soñaba con hacer proezas como los grandes
conquistadores de su tiempo. La oportunidad le llegó con el rey Camboya, quien
deseaba que Dasmariñas lo apoyara para que juntos derrotaran al rey de Siam.
Para congraciarse con el gobernador de Filipinas, le regaló, entre otros
suntuosos presentes, dos elefantes que causaron asombro en la ciudad, pues
no se conocían tales animales.
En el fondo, lo que convenció a Dasmariñas a apoyar al rey de Camboya fue
que podría conquistar la Isla de las Especias (hoy archipiélago de las Malucas),
cuyo comercio estaba en manos de los portugueses. Las especias (pimienta,
clavo, azafrán, etc.) entonces eran un preciado botín para el viejo mundo. Con
sigilo, Dasmariñas preparó la flota invasora y al frente de ella emprendió la
aventura.
El barco que comandaba el gobernador era una galera impulsada por un
centenar de remeros chinos que bogaban al ritmo marcado por un tamborilero.
Aún cerca de Manila, una tormenta los sorprendió y separó del resto de la
escuadra. Para alcanzarlos, Dasmariñas ordenó que remaran más rápido, y lo
quiso lograr a punta de latigazos. Muchos remeros cayeron exhaustos, pero
pudieron evadir la tormenta.
Esa noche, los remeros chinos, confabulados con los sirvientes del navío, que
también eran chinos, consiguieron las llaves de la armería, repartieron las
armas y asaltaron a los españoles que dormían desprevenidos. Dasmariñas
luchó con denuedo, pero fue herido por la espalda con un puñal. Los chinos le
cortaron la cabeza y la pasearon por toda la galera en son de triunfo. Los
cuerpos de los españoles fueron arrojados al mar y amotinados huyeron hacia
china continental. Un barco de la frustrada flota rescató al único sobreviviente
que relató los pormenores del sangriento hecho.
¿Dasmariñas tenía dotes sobrenaturales?. Cuentan que una pintura del
gobernador que estaba en el salón principal del edificio de gobierno de Manila,
a la misma hora que los chinos lo decapitaron, se cayó y al levantarlo, vieron
con estupor que el retrato estaba roto por el cuello.
¿Fue un fenómeno paranormal el hecho de que un soldado de las Filipinas
haya aparecido al día siguiente de la muerte de Dasmariñas en la Plaza Mayor
de la Nueva España?. El viaje por barco entre Manila y Acapulco duraba más
de dos meses. Luego había que hacer la travesía por varios días, a lomo de
mula, desde el puerto de Acapulco hasta la capital.
La gente decía que era obra del demonio, el virrey no quiso meterse en
honduras y solicito al Tribunal del Santo Oficio que se encargara del asunto. El
soldado fue interrogado exhaustivamente, nunca cayó en contradicciones y
entonces tomaron la decisión de regresar al muchacho a Filipinas por la vía
normal; es decir por barco, no sin antes hacerle jurar que a nadie le contaría el
extraño suceso en que se había visto envuelto, de lo contrario, sería condenado
a la hoguera por tener tratos con Lucifer.
La historia de la Casa de los Azulejos.
La historia del Palacio Azul, como lo llamaban entonces, se remonta al siglo
XVI. Poco después cambiaría su nombre por La Casa de los Azulejos,
La casa que hoy ocupa Sanborns, fue construida al estilo churrigueresco y se
decía que los azulejos del exterior fueron hechos en China especialmente para
su fachada; sin embargo, existe la posibilidad de que hayan sido fabricados en
Puebla en una alfarería de talavera de frailes Dominicos en 1653.
La utilización de los azulejos fue introducida a España por los moros; y como
tal, los azulejos de los corredores y de la gran escalera, nos recuerden los de
algunos palacios de Sevilla.
Existe la certeza de que los barandales de bronce de los corredores y los
balcones también fueron especialmente traídos desde China.
El patio interior de la casa, ahora el salón comedor principal, luce sus altas
columnas de piedra y como trabes, polines de grandes dimensiones. También
es única su fuente de piedra, que constituye uno de sus principales atractivos.
Este palacio ha presenciado no sólo felicidad, regocijo y hechos sobrenaturales,
sino también; como contrapunto, crímenes y hasta terremotos, según cuentan
varias leyendas.
La historia de los moradores de la Casa de los Azulejos, comienza cuando Don
Damián Martínez, presionado por sus acreedores, se vio precisado a cederla en
propiedad a Don Diego Suárez de Peredo, a quien se adjudicó la finca en la
cantidad de $6,500 y quien tomó posesión de la casa y de la Plaza Guardiola el
2 de diciembre de 1596. Posteriormente, Don Diego habría de heredarla a su
hija Doña Graciana, quien contrajo matrimonio con Don Luís de Vivero,
segundo Conde del Valle de Orizaba.
Pasadas algunas generaciones, se cuenta que uno de ¡os condes del Valle de
Orizaba, tenía un hijo que, fiado en sus riquezas, más pensaba en fiestas y
derroches que en los ingenios de azúcar. El viejo Conde, cansado de las
frecuentes reprimendas a su hijo, le lanzó un reto; "Hijo, tú nunca irás lejos, ni
harás Casa de Azulejos", queriendo decirle a su hijo que era un bueno para
nada.
Al joven le hizo mella lo de los azulejos y poco a poco cambió de vida,
prometiendo reedificar la casa que su padre tenía por imposible. El joven Conde
cumplió lo ofrecido y reedificó aquel "Palacio Azul" revistiéndolo de azulejos,
para convertirlo en la hoy famosa "Casa de los Azulejos."
Muchas otras anécdotas y leyendas se cuentan sobre este monumento colonial,
como aquella que dice que el 18 de octubre de 1731, la Condesa del Valle de
Orizaba, Doña Graciana de Vivero y Peredo, muy devota del Cristo de los
Desagravios; una escultura labrada en tamaño natural pero de autor de origen
desconocido, la pidió prestada al Convento de San Francisco y la hizo llevar a
su casa para colocarla en la sala principal.
El 7 de noviembre siguiente, como a las 9:00 de la noche, la Ciudad fue
sacudida por un fuerte terremoto. Don José Suárez, hijo de la Condesa, recorrió
la casa para darse cuenta de los daños causados por el terremoto y al pasar
por la sala donde se encontraba el Cristo, se acercó devotamente a besar la
llaga del costado y notó que estaba húmeda, levantó los ojos para ver el rostro
del Cristo y lo advirtió totalmente demudado, recordando que antes tenía el
semblante de un hombre vivo y llenas las mejillas.
Cubierto de un sagrado temor, dio cuenta del suceso a su madre la Condesa y
varias otras personas, quienes dieron fe del milagro. Sacerdotes, médicos,
pintores y escultores fueron testigos de este acontecimiento y manifestaron
tratarse de un hecho sobrenatural.
Cuéntase ¡amblen que en alguna ocasión, la calle de la Condesa fue escenario
de un incidente que hoy calificaríamos de cursi: un día, dos nobles entraron por
la estrecha calle, pero por polos opuestos, y sus carruajes se encontraron a la
mitad; como ninguno podía pasar al mismo tiempo y ninguno quería hacerse
atrás para ceder el paso al otro, permanecieron cada quien en su carruaje, cara
a cara, durante tres días y tres noches. Dícese que ante tal suceso, el Virrey
hubo de ordenarles a los dos que se hicieran para atrás simultáneamente y
despejaran la calle por el mismo lado donde habían entrado. Esta curiosa
anécdota motivó que se utilizara este hecho como símbolo del callejón, incluso
la escena se ha reproducido en las cubiertas de las cajas de chocolates de la
famosa línea Condesa que Sanborns produce.
Los condes del Valle de Orizaba continuaron habitando el viejo palacio y el 4 de
diciembre de 1828, en medio del desorden del que era presa la Ciudad por el
motín de la Acordada, el oficial Manuel Palacios penetró en la Casa de los
Azulejos en el momento en que el ex conde Don Andrés Diego Suárez de
Peredo bajaba la escalera y le acometió varias puñaladas, dejándole sin vida.
De este horroroso asesinato hubo varias versiones, pero la verdad es que fue
una venganza personal del oficial, porque el ex conde Don Diego se oponía a
que tuviese relaciones con una joven de la familia. Condenado a la pena de
muerte, se ejecutó al culpable en la Plazuela de Guardiola.
Años después, la familia Iturbe compró la Casa de los Azulejos y fue habitada
por Don Rafael de la Torre y poco después por Don Sebastián de Mier. En
1891, la ocupó el Jockey Club de México y a principios de siglo, Sanborns
inauguró en ella su farmacia y la primera fuente de sodas en México.
Corría el año de 1903 cuando empezó a funcionar la farmacia en una superficie
de 30 metros cuadrados y con un capital menor a diez mil pesos.
En 1907 se ampliaron y arrendaron una superficie de 250 metros cuadrados.
Para 1909, se integró una empresa con un capital de quinientos mil pesos, que
suscribía incluso algunos empleados de la Casa. Diez años después, cambió su
razón social por la de Sanborn Hnos., S.A. y se ampliaron las instalaciones de
la droguería, el patio de la Casa de los Azulejos y un departamento de
novedades y regalos, para ocupar completamente la Casa de los Azulejos con
una superficie de 1,500 metros cuadrados.
Hoy, todavía se admira la arquitectura severa y el lujo de las salas, por las que
parecen pasar sombras de sus ancestrales moradores. La escalera que fue
testigo del crimen del ex conde Don Diego, ahora contempla el famoso mural de
José Clemente Orozco fechado en 1924 y titulado Omnisciencia, que tiene un
valor artístico incalculable.
Sanborns tienen muchos años de servir al público mexicano y al turista,
asimismo, constituye un tradicional lugar de reunión y en su cálida atmósfera de
amistad se respira un grato ambiente cosmopolita.
Ahora, Sanborns constituye no sólo la cadena de restaurantes más importante
de América Latina, sino una cadena de tiendas de departamentos en las que se
encuentra prácticamente de todo, desde una aspirina hasta un juego de té de
plata; desde un helado hasta un reloj suizo; desde un martini hasta una cámara
fotográfica y desde una hamburguesa hasta una cena formal.
LA LEYENDA DE DON JUAN DE LA CALLE DE URUGUAY
El Centro Histórico de la Ciudad de México un domingo bien entrada la noche,
puedes imaginar en la quietud de esas horas, cómo era la vida en los siglos
pasados. Y cuando la oscuridad de las calles avanza, también resulta fácil
vislumbrar cómo es que nacieron las leyendas de esa ciudad.
La de Don Juan de Solórzano, por ejemplo, es la típica historia de terror
mexicana. Una donde una persona común y corriente encuentra un final terrible,
toda vez que atraviesa una experiencia sobrenatural. Pero como en toda
historia, existen detalles que contar…
Don Juan Manuel de Solórzano, residente acaudalado de la Nueva España,
vivía en la calle de atrás del Convento de San Bernardo (hoy calle de Uruguay).
Y aunque contaba con bienes y una esposa bella e inteligente, no era feliz
porque no procreó descendencia. Cuenta la leyenda que tal era su desdicha
que decidió divorciarse y tomar los hábitos en el Convento de San Francisco,
sólo que no había quien administrara sus bienes y mandó llamar a su sobrino
que vivía en España. Con él llegaron los celos de Don Juan y desesperado,
vendió su alma al diablo con tal de saber si era su sobrino quien lo deshonraba
u otro hombre.
Según las órdenes que recibió del diablo, debía salir en punto de las once a
matar a quien se apareciera frente a él y quien seguramente sería el que
mancillaba su honor. Así lo hizo sin titubeos, sólo que al siguiente día el diablo
le informó que aquél era un hombre inocente, pero que siguiera su sangrienta
empresa hasta dar con el culpable.
Don Juan no lo dudó y cada noche a las once salió a cumplir su cometido
envuelto en una capa negra y matando a decenas de inocentes. Se cuenta que
cometía los asesinatos luego de preguntar: “Perdone vuestra merced, ¿qué
hora es?” Y tras la respuesta, argumentaba hundiendo el cuchillo: “Dichosa su
merced que sabe a qué hora va a morir”…
Una mañana, la ronda tocó a su puerta llevándole el cadáver de su propio
sobrino a quien él mismo había matado. Sintió tal remordimiento que confesó
sus pecados a los frailes del Convento de San Francisco y la penitencia que le
impusieron fue que por tres días rezara un rosario al pie de la horca en punto de
las once de la noche.
Don Juan aún no terminaba el rosario la primera noche, cuando oyó una voz de
ultratumba: “Un Padre nuestro y un Ave María por el alma de Don Juan
Manuel”. El hombre salió huyendo y le contó lo sucedido a los frailes, quienes le
dijeron que acabara su penitencia y, en todo caso, hiciera el signo de la cruz si
escuchaba de nuevo aquello… La segunda noche Don Juan siguió su
penitencia hasta que lo que vio fue un cortejo de fantasmas que conducían su
propio féretro… Y sobre la tercera noche, Don Juan no encontró más que su
muerte y de maneras que nadie pudo presenciar. Su cuerpo, sin embargo, fue
visto por todos, pues fue hallado colgando de la horca de la ciudad
Cuenta la leyenda que a finales del siglo XVI en la casa número 3, de la calle de
la Puerta Falsa de Santo Domingo, hoy 100 de Perú en el centro de la Ciudad
de México, vivía un sacerdote con su ama de llaves quien le ayudaba a los
quehaceres diarios de la casa. En la parte de abajo tenía su taller un herrero,
buen amigo del sacerdote que en repetidas ocasiones le había recomendado
despedir a esa mujer que le daba mucha desconfianza… pero a palabras
necias, oídos sordos.
Una noche ya muy tarde, tocaron a la puerta del herrero, éste molesto y
desconfiado abrió la puerta para encontrarse con dos hombres de color muy
grandes y mal encarados solicitándole que por favor herrara a la mula que
llevaban como favor especial para su amigo el sacerdote quien debía
emprender un viaje por la mañana muy temprano.
El herrero accedió, no podía defraudar a su amigo el sacerdote, sin embargo le
seguía pareciendo extraño por la hora y por esos hombres que no conocía. Así
pues se acercó a la mula y la herró… una herradura en cada pata. Una vez
terminado, observó como los dos hombres se llevaban a la mula, mientras la
castigaban con un fuete.
Al otro día muy de mañana, el herrero subió a buscar al sacerdote para
preguntarle sobre lo ocurrido la noche anterior, insistió hasta que por fin su
amigo abrió la puerta somnoliento, lo que sorprendió al herrero.
-Lúcidos estamos -le dijo-; despertarme tan de madrugada para herrar una
mula, y todavía tiene vuestra merced tirantes las piernas debajo de las sábanas
¿qué sucede con el viaje?
-Ni he mandado herrar mi mula, ni pienso hacer viaje alguno -replicó el aludido.
Al escuchar la respuesta del sacerdote, el herrero le pidió buscar al ama de
llaves para preguntarle si ella sabía algo, llegaron a la puerta, tocaron varias
veces sin obtener respuesta, hasta que de un golpe abrieron para encontrarse
aterrados con la mujer tendida en la cama, con las herraduras en pies y manos.
Aterrados concluyeron que la mujer había cometido un gran pecado que había
pagado con su propia vida; y que aquellos hombres eran los demonios que la
perseguían
La casa del judío
Allá por el barrio de San Pablo, casi en los suburbios de la ciudad, tantas veces
llamada de los Palacios, y en la calle conocida con el nombre indígena del
Cacahuatal, existió una casa vieja que databa de mediados del siglo XVII, y que
después de tantos años, era casi del todo una ruina.
Carcomida por la humedad y el salitre, llena de hierbas nacidas entre las
cuarteaduras de sus ennegrecidos muros, destechada, con maderos hendidos y
apolillados, que habían dejado vacíos los claros de puertas y ventanas; aquella
casa que fue derrumbada no hace muchos años, era fea, triste, melancólica,
por la soledad sólo interrumpida en las noches sin luz de aquel barrio, por el
chirrido de los repugnantes murciélagos que azotaban las paredes, o por el
canto de uno que otro desvelado tecolote que abandonando las torres viejas
iban a visitar ese sepulcro falto hasta de cadáveres.
La casa por lo demás, pertenecía al orden usado entonces, y por las cruces,
emblemas, letras, grifos y adornos que casi borrados ostentaba su fachada,
mas parecía haber sido la tranquila mansión de un obispo o de un solitario
religioso que huye del bullicio de la ciudad, que la morada de un judío, como
quiere la tradición.
Empero, aunque sin haber encontrado, a pesar de repetidas investigaciones, el
fundamento histórico de la creencia popular, desde muy niños hemos oído
referir que en la citada casa vivió D. Tomás Treviño y Sobremonte, judaizante
quemado vivo por la Santa Inquisición.
¿Pero quién fue ese célebre personaje? ¿que delitos enormes cometió para
incurrir en esa horrible pena, cuya sola mención hace estremecer de espanto?
D. Tomás Treviño y Sobremonte, que por algún tiempo se llamó Jerónimo de
Represa, era natural de Medina del Río Seco, en Castilla la Vieja, e hijo de D.
Antonio Treviño de Sobremonte y de Da. Leonor Martínez de Villagómez. Esta
Da. Leonor había sido relajada en estatua por judaizante, en la Inquisición de
Valladolid, así como otros muchos de sus parientes.
Ignoramos cuándo pasó a Nueva España D. Tomás Treviño, o Tremiño, como
le apellidan otros. Sólo sabemos que a principios del siglo XVII fue preso por la
Inquisición: pero entonces, aparentando sin duda arrepentimiento, logró ser
reconciliado y puesto en libertad.
Poco después casóse con María Gómez, y de ella hubo dos hijos, Rafael de
Sobremonte y Leonor Martínez, que también cayeron en las garras del Santo
Oficio.
En México, Treviño Sobremonte se dedicó al comercio e hizo frecuentes viajes
por el interior del país. Cierto tiempo se estableció en Guadalajara, capital a la
sazón de Nueva Galicia, donde tuvo una tienda con dos entradas. Bajo de una
de sus puertas había enterrado un Santo Cristo, y se cuenta que a los
marchantes que por allí entraban les vendía más baratas las mercancías, que a
los que entraban por la otra. Se cuenta también que noche con noche azotaba a
un Santo Niño de madera, que como la escultura conservaba después las
señales de los azotes, fue tenida por milagrosa y muy venerada en la iglesia de
Santo Domingo.
Vuelto a México, cayó nuevamente en poder del Santo Tribunal; mas la
enumeración de sus crímenes (?) bien merece ser conocida, y para hacerla,
nos vamos a permitir extractar algunos trozos del compendio de su causa, que
por aquel tiempo círculo impresa.
"Fue preso -dice- con secuestro de bienes por judaizante relapso. Salió tan
arrepentido de la Fe, que se celebró en la iglesia del Convento de Santo
Domingo de esta ciudad, a los 15 de Junio de 1625, que apenas se vio en
libertad cuando comenzó a comunicarse de nuevo con sus cómplices, con que
manifestó la ficción y cautela con que procedió en la primera causa en sus
confesiones, encubriendo siempre en ellas propios, y ajenos defectos, y con
otras personas judaizantes, dándoles noticias de las cosas que en el S. Oficio y
sus cárceles pasaban, e instruyéndolas para en caso que se vieran presos del
modo con que se habían de portar, haciéndoles creer, que en estar negativo
había consistido el buen suceso de su causa. Trató ya reconciliado, como judío
tan de corazón, casarse con la dicha María Gómez, de quien se sabía ser
también judía y sus mayores habiéndose comunicado por tales. El día de la
Boda convidó para ella a muchos de las de su caduca ley, y la celebró con ritos
y ceremonias judaicas, poniéndose al tiempo de comer un paño en la cabeza, y
dando principio a los demás platos con uno de buñuelos con miel de abejas,
alegando para ello cierta historia apócrifa, que decía ser de la Escritura, en que
se mandaba hacerse así; degollando con cuchillo las gallinas que se habían de
servir a la mesa de su suegra Leonor Núñez, conformándose en semejantes
ceremonias con su yerno, diciendo tres veces al degollarlas vueltos los ojos
hacía el Oriente, cierta oración ridícula, lavándose este pérfido judío después de
comer tres veces las manos con agua fría por no quedar treso, que es lo mismo
que manchado."
Se le acusó de haber incitado a su mujer y a su cuñada Isabel Núñez a que se
denunciaran ante la Inquisición, por estar ya presos su suegra y otros de sus
cuñados, Ana Gómez y Francisco López de Blandón; de haberse hecho
circuncidar por uno de los suyos, lo mismo que a su hijo; de practicar continuos
ayunos, valiéndose para verificarlo de "fingidas jaquecas y desganos de comer",
de no oír misa y de confesarse "al modo judaico, puesto de rodillas en un rincón
con harto feas ceremonias..."
Que cuando acababa de comer o de cenar, caminando en unión de católicos, al
darles los "buenos días", o las "buenas noches", no respondía "Alabado sea el
Santísimo Sacramento", sino: "Beso las manos de Vuestras Mercedes". Que su
mujer le llamaba "Santo de su Ley", y que en su prisión se valía de la lengua
mexicana o azteca para comunicarse con su cuñado Francisco de Blandón.
Que maldecía, en fin, repetidas veces al "Santo Oficio, a sus Ministros, a los
que le fundaron y a los Reyes que les tienen en sus Reinos".
"Y hecha la cuenta -prosigue el extracto de su causa- se halla haber hecho
estos ayunos por espacio de cinco años, y a no haber acudido con hacerle
comer por fuerza, hubiera muerto de este rigor de ayunos. Los delitos suyos si
se hubieran de referir pedían volumen grande, basta decir que la noche que se
le notificó su sentencia de relajación, descubrió el rostro y se quitó la máscara
de fingido católico, y dijo que era judío, y que quería morir como tal, y que le
cogía la muerte habiendo acabado de hacer un ayuno de setenta y dos horas; y
diciéndole que había de morir al día siguiente, dijo que no, sino en el día que
estaba, contando el día al modo judaico, de puesta del Sol a Sol..."
Seamos justos. Leyendo las líneas anteriores se pregunta uno:
¿Fue aquel infeliz judío un fanático? ¿Sus sectarios no le contarán por ventura
en el número de los mártires de su religión?
El 11 de Abril de 1649 celebró la Inquisición uno de los más notables y
pomposos Autos, y entre otros fue juzgado y condenado a ser quemado vivo D.
Tomás Treviño de Sobremonte. No describiremos la famosa procesión de la
Cruz Verde, que salió la víspera, ni conduciremos al lector al tablado que se
levantó en la plazuela del Volador apoyado en la fachada de la iglesia de Porta
Coeli, ni oiremos la lectura fastidiosa de muchas causas insípidas y monótonas;
sólo seguiremos a D. Tomás Treviño.
"Salió al Cadalso con Sambenito y Coroza de condenado, sin cruz verde en las
manos que no la quiso admitir, mordaza en la boca, porque eran tantas las
blasfemias que decía, que se usó de este medio que no aprovechó, según las
bravuras que hacía, y fué entregado a la justicia y brazo seglar..."
Una vez en poder de la autoridad ordinaria, se le montó en una mula que
mucho corcoveaba, se le mudó a otra, y en seguida a otras sucesivamente. El
vulgo dijo que "los animales no querían llevar a cuestas tan perro judío." ¿Por
qué no decir mejor que se resistían a conducir a un pobre hombre a tan
semejante suplicio? Al fin se le puso en un caballo que era conducido por un
indio. El indio exhortaba a Sobremonte para que creyera en "Dios Padre, Dios
Hijo y Dios Espíritu Santo"; pero a las palabras acompañaba la acción, dándole
tremendos puñetazos. ¡Qué espectáculo! ¡Un siervo de la Colonia
atormentando a una víctima de su dominador!
El reo en su cabalgadura atravesó la plaza, los portales, las calles de Plateros y
San Francisco, hasta llegar al quemadero, situado entre el convento de san
Diego y la Alameda.
Se le amarró al garrote del suplicio. El gentío era inmenso, llenaba todas las
avenidas, las azoteas de las casas vecinas, las torres de las iglesias de San
Diego y San Hipólito, las ventanas y todas las copas de los árboles de la
Alameda. Esa multitud estaba formada de curiosos que iban a presenciar un
acto teatral, y de devotos que esperaban ganar miles de indulgencias. Los
sentimientos humanitarios se escondían allá en el fondo de los corazones.
¡Estaba prohibida bajo severas censuras la compasión!
De repente se encendió la llama de la hoguera, chisporrotearon los maderos
secos, y el humo se elevó como huyendo de aquel horrible espectáculo.
La victima casi sofocada, mas sin exhalar un grito, ni un gemido, ni una queja la
más leve, se contentó con exclamar, recordando sus bienes confiscados, y
atrayendo con los pies las brasas escondidas:
-¡Echen leña, que mi dinero me cuesta!
La Mulata de Córdoba
Cuenta la leyenda que durante la época del Virreinato, cuando muchas
personas morían a manos de la Santa Inquisición acusadas de brujería o de
prácticas que iban en contra de la religión, vivía en la Ciudad de Córdoba una
mujer mulata de extraordinaria belleza que era hija de padre español y madre
negra pero a quien no se le conocía ningún familiar.
Esta mujer a la que todos llamaban La Mulata tenía una belleza tan abrumadora
que cualquier caballero que la miraba quedaba perdidamente enamorado de
ella y así, su fama poco a poco fue extendiéndose más allá de la región de
Córdoba; la mayoría de estos gentiles hombres trataron en vano enamorar a la
mujer quien siempre mantenía las puertas de su casa cerradas y rechazaba a
cualquiera que intentara acercársele. Por ese entonces, utilizando sólo las
hierbas del campo y sin un conocimiento aparente de herbolaria comenzó a
curar a los campesinos de enfermedades que incluso los médicos más
renombrados no podían vencer; pero además de curar enfermedades, era
capaz de predecir tormentas y realizar toda clase de hechizos.
Con el tiempo la gente llegó a sospechar de su singular belleza, de la gran
facilidad para curar a los enfermos y de su eterna soltería, así que no tardó en
esparcirse el rumor de que La Mulata era amante del diablo, razón por la cual
podía curar cualquier enfermedad además de mantenerse siempre joven y
hermosa; hubo incluso quienes afirmaron que si pasaban por su casa durante
las noches se podían escuchar ruidos temibles, llantos, lamentos y que se veían
llamas en el interior de su hogar; muchos también contaron que era posible
verla en distintos lugares de Córdoba al mismo tiempo.
Pronto todos los pobladores comenzaron a temerle y los rumores no tardaron
en llegar a los oídos del Tribunal del Santo Oficio, donde decidieron tomar
cartas en el asunto, apresarla y conducirla hasta el puerto de Veracruz, donde,
después de haberla encontrado culpable de practicar brujería y mantener pacto
con el Diablo, la encerraron en el Castillo de San Juan de Ulúa.
Durante las noches, en lugar de rezar y pedir perdón por su comportamiento, se
dedicaba a dibujar en la pared de su celda un velero de hermosas velas blancas
navegando en un océano de aguas tranquilas. El carcelero que la custodiaba, al
ver el velero pintado en la pared de la cárcel quedó sorprendido de la maestría
y el realismo con que había sido pintado el velero; La Mulata, divertida por la
reacción del carcelero le preguntó si era de su agrado y qué le faltaba, a lo que
el hombre respondió que sólo le faltaba navegar; ante tal respuesta la Mulata le
dijo que lo pondría a navegar y con él cruzaría el mar, acto seguido subió en el
velero y se despidió de su guardia, quien la vio esfumarse en su velero que
navegaba hacia una de las esquinas de la pared.
Fue así como desapareció la hermosa Mulata de Córdoba y nunca más se supo
de ella
La leyenda de la hermana de los Ávilas
A mediados del siglo XVI vivieron en la esquina de lo que hoy serían las calles
de Argentina y Guatemala, los hermanos Ávila, que eran Gil, Alfonso y doña
María, a la que por oscuros motivos se inscribió en la historia como doña María
de Alvarado.
Pues bien, esta doña María que era bonita y de gran prestancia, se enamoró de
un tal Arrutia, mestizo de humilde cuna y de incierto origen, quien viendo el
profundo enamoramiento que había provocado en doña María trató de
convertirla en su esposa para así ganar mujer, fortuna y linaje.
A tales amoríos se opusieron los hermanos Ávila, sobre todo el llamado Alonso
de Ávila, quien llamando una tarde al irrespetuoso y altanero mestizo, le
prohibió que anduviese en amoríos con su hermana.
-Nada podéis hacer si ella me ama -dijo cínicamente el tal Arrutia-, pues el
corazón de vuestra hermana es mío; podéis oponeros cuanto queráis, que nada
lograréis.
Molesto don Alonso se fue a su casa y habló con su hermano Gil a quien le
contó lo sucedido. Gil pensó en matar en un duelo al bellaco que se enfrentaba
a ellos, pero pensando mejor las cosas decidieron reunir un buen monto de
dinero y se lo ofrecieron al mestizo para que se largara para siempre de la
capital de la Nueva España, pues con los dineros ofrecidos podría instalarse en
otro sitio y poner un negocio lucrativo.
Cuéntese que el mestizo aceptó y sin decir adiós a la mujer que había llegado a
amarlo tan intensamente, se fue a Veracruz y de allí a otros lugares, dejando
transcurrir los meses y dos años, tiempo durante el cual, la desdichada doña
María Alvarado sufría, padecía, lloraba y gemía como una sombra por la casa,
según dice la historia.
Finalmente, viendo tanto sufrir y llorar a la querida hermana, Gil y Alonso
decidieron convencer a doña María para que entrara de novicia a un convento.
Escogieron al de la Concepción, el cual fue el primero en ser construido en la
Capital de la Nueva España, (apenas 22 años después de consumada la
Conquista). Así, tras reunir otra fuerte suma como dote, la fueron a enclaustrar
diciéndole que el mestizo motivo de su amor y de sus cuitas jamás regresaría a
su lado, pues sabían de buena fuente que había muerto.
Sin mucha voluntad doña María entró como novicia al citado convento, en
donde comenzó a llevar la triste vida claustral, aunque sin dejar de llorar su
pena de amor, recordando al mestizo Arrutia entre rezos, ángelus y maitines.
Por las noches, en la soledad tremenda de su celda se olvidaba de su amor a
Dios, de su fe y de todo y sólo pensaba en aquel mestizo que la había sorbido
hasta los tuétanos y sembrado de deseos su corazón.
Al fin, una noche, no pudiendo resistir más esa pasión que era mucho más
fuerte que su fe, que opacaba del todo su religión, decidió matarse ante el
silencio del amado de cuyo regreso llegó a saber, pues el mestizo había vuelto
a pedir más dinero a los hermanos Ávila.
Cogió un cordón y lo trenzó con otro para hacerlo más fuerte, a pesar de que su
cuerpo a causa de la pasión y los ayunos se había hecho frágil y pálido. Se
hincó ante el crucificado a quien pidió perdón por no poder llegar a profesar y se
fue a la huerta del convento y a la fuente.
Ató la cuerda a una de las ramas del durazno y volvió a rezar pidiendo perdón a
Dios por lo que iba a hacer y al amado mestizo por abandonarlo en este mundo.
Se lanzó hacia abajo…. Sus pies golpearon el brocal de la fuente.
Y allí quedó basculando, balanceándose como un péndulo blanco, frágil,
movido por el viento.
Al día siguiente la madre portera que fue a revisar los gruesos picaportes y
herrajes de la puerta del convento, la vio colgando, muerta.
El cuerpo ya tieso de María de Alvarado fue bajado y sepultado ese misma
tarde en el cementerio interior del convento y allí pareció terminar aquél drama
amoroso.
Pero según consta en las actas del muy antiguo convento de la Concepción,
que hoy se localizaría en la esquina de Santa María la Redonda y Belisario
Domínguez, las monjas enclaustradas en tan lóbrega institución, vinieron
sufriendo la presencia de una blanca y espantable figura que en su hábito de
esa misma orden, veían colgada de uno de los árboles de durazno que en ese
entonces existían.
Cada vez que alguna de las novicias o profesas tenía que salir a alguna misión
nocturna para cruzar por el patio y jardines de las celdas interiores, no resistían
la tentación de mirarse en las aguas de la fuente que había en el centro y
entonces ocurría aquello. Tras ellas, balanceándose al soplo ligero de la brisa
nocturna, veían a aquella novicia pendiente de una soga, con sus ojos salidos
de las órbitas y con su lengua como un palmo fuera de los labios retorcidos y
resecos; sus manos juntas y sus pies con las puntas de las chinelas apuntando
hacia abajo.
Las monjas huían despavoridas clamando a Dios y a las superioras, y cuando
llegaba ya la abadesa o la madre tornera, que era la más vieja y la más osada,
ya aquella horrible visión se había esfumado.
Así, noche a noche y monja tras monja, el fantasma de la novicia colgando del
durazno fue motivo de espanto durante muchos años y de nada valieron rezos
ni misas ni duras penitencias, ni golpes de cilicio para que la visión macabra se
alejara de la santa casa, llegando a decir en ese entonces en que aún no se
hablaba ni se estudiaban estas cosas; que todo era una visión colectiva, un
caso típico de histerismo provocado por el obligado encierro de las religiosas.
Más una cruel verdad se ocultaba en la fantasmal aparición de aquella monja
ahorcada y ahora ya saben cuál es.
Y así terribles tragedias perseguían a esta familia, pues todos los hijos de doña
Leonor Alvarado y de don Gil González Benavides, consiguieron un destino
oscuro. Ahorcada doña María de Alvarado en la forma que antes quedó dicha,
poco después sus dos hermanos Gil y Alonso, se vieron envueltos en una
conspiración encabezada por don Martín Cortés, hijo del conquistador Hernán
Cortés, y descubierta esta conjura fueron encarcelados los hermanos Ávila,
juzgados sumariamente y sentenciados a muerte.
El 16 de julio de 1566 montados en cabalgaduras vergonzantes, humillados y
vilipendiados, los dos hermanos Ávila, Gil y Alonso fueron conducidos al
patíbulo en donde fueron degollados. Por órdenes de la Real Audiencia y en
mayor castigo a la osadía de los dos Ávila, su casa fue destruida y en el solar
que quedó se aró la tierra y se sembró con sal.
La monja Alférez
Uno de los personajes más fascinantes y curiosos del siglo de oro español es
Catalina Erauso, apodada La Monja Alférez, cuya vida está plagada de
peripecias y aventuras. Nacida en San Sebastián en 1592, era hija de un militar,
Miguel de Erauso, y de María Pérez de Gallárraga y Arce. A los cuatro años fue
internada en el convento de San Sebastián el Antiguo, del que una tía suya era
la priora, por lo que tanto su niñez como su adolescencia las pasó entre rezos y
crucifijos, llevando una austera vida monacal.
Sin embargo, parece ser que su carácter, inquieto y rebelde, no iba en
consonancia con la tranquila forma de vida de intramuros. Por si fuera poco,
una discusión en el claustro con una robusta novicia, en la que nuestra
protagonista recibió varios golpes, motivó que se decidiera a marchar del
convento. Fue así como, en 1607, cuando apenas contaba quince años de
edad, colgó los hábitos y, disfrazada de labriego, cruzó las puertas del convento
para no regresar nunca.
Pasó entonces a vivir en los bosques y a alimentarse de hierbas, a viajar de
pueblo en pueblo, temerosa de ser reconocida. Siempre vestida como un
hombre y con el pelo cortado a manera masculina, adoptó nombres diferentes,
como Pedro de Orive, Francisco de Loyola, Alonso Díaz, Ramírez de Guzmán o
Antonio de Erauso.
Algunos autores afirman que su aspecto físico le ayudó a ocultar su condición
femenina: se la describe como de gran estatura para su sexo, más bien fea y
sin unos caracteres sexuales femeninos muy marcados. Pedro de la Valle nos
dice de ella que “no tiene pechos, que desde muchacha me dijo haber hecho no
sé que remedios para secarlos y dejarla llana como le quedaron…”. También se
dice que nunca se bañaba, y que debió adoptar comportamientos masculinos
para así poder ocultar su verdadera identidad.
Bajo alguno de estos nombres logró llegar a Sanlúcar de Barrameda,
embarcando más tarde en una nave hacia el Nuevo Mundo. En tierras
americanas desempeñó diversos oficios, recalando en el Perú. En 1619 viajó a
Chile, donde, al servicio del rey de España, participó en diversas guerras de
conquista. Destacada en el combate, rápidamente adquirió fama de valiente y
diestra en el manejo de las armas, lo que le valió alcanzar el grado de alférez
sin desvelar nunca su autentica condición de mujer.
Amante de las riñas, del juego, los caballos y el galanteo con mujeres, como
corresponde a los soldados españoles de la época, fueron varias las veces en
que se vio envuelta en pendencias y peleas. En una de ellas, en 1615, en la
ciudad de Concepción, actuó como padrino de un amigo durante un duelo.
Como quiera que su amigo y su contrincante cayeran heridos al mismo tiempo,
Catalina tomó su arma y se enfrentó al padrino rival, hiriéndole de gravedad.
Moribundo, éste dio a conocer su nombre, sabiendo entonces Catalina que se
trataba de su hermano Miguel.
En otra ocasión, estando en la ciudad peruana de Huamanga en 1623, fue
detenida a causa de una disputa. Para evitar ser ajusticiada, se vio obligada a
pedir clemencia al obispo Agustín de Carvajal, contándole además que era
mujer y que había escapado hacía ya bastantes años de un convento.
Asombrado, el obispo determinó que un grupo de matronas la examinarían,
comprobando que no sólo era mujer, sino virgen. Tras este examen, recibió el
apoyo del eclesiástico, quien la puso bajo su tutela y la envió a España.
Conocedores de su caso en la corte, fue recibida con honores por el rey Felipe
IV, quien le confirmó su graduación y empleo militar y la llamó “monja alférez”,
autorizándola además a emplear un nombre masculino.
Algo más tarde, mientras su nombre y aventuras corrían de boca en boca por
toda Europa, Catalina viajó a Roma y fue recibida por el papa Urbano VIII, quien
le dio permiso para continuar vistiendo como hombre.
Durante esta tranquila etapa, ella misma escribió o dictó sus propias memorias,
la “Historia de la monja alférez”, publicadas en París mucho más tarde, en 1829,
y traducidas a varios idiomas. Del libro, en el que en mucho de cuanto se
cuenta es difícil distinguir la realidad de la ficción, surgieron también
adaptaciones, como la de Thomas de Quincey, así como obras de teatro y
películas.
Pero su espíritu inquieto y aventurero no conoce reposo. En 1630, la monja
alférez viaja de nuevo a América y se instala en México, donde regenta un
negocio de arriería o transporte de mercancías entre la capital mexicana y
Veracruz. A partir de 1635 poco se sabe de su vida, salvo que murió en
Cuitlaxtla, localidad cercana a Puebla, quince años más tarde. Sin embargo,
tampoco se conocen las causas de su fallecimiento, pues unos dijeron que
había muerto asesinada, otros que en un naufragio y otros, los más dados a la
fantasía, que se la había llevado el diablo.
El santo Ecce Homo del portal.
–El Santo Ecce Homo– tiene sus mitos y sus misterios. Esta figura, que se
conmemora el lunes santo, cuenta con miles y miles de devotos, y sin embargo,
su origen sigue siendo desconocido.
Cuenta una leyenda que un hombre de color, procedente de Rincón Hondo, fue
encerrado bajo su propia solicitud para construir una imagen grandiosa. El
hombre se mantuvo aislado durante varios días sin otro alimento que una
pequeña cantidad de pan y agua.
El silencio impuesto por este aislamiento acabó inquietando a la gente. Unos
días después de este encierro insólito, un grupo de pueblerinos acudió al lugar
para conocer su estado de salud.
La sorpresa fue enorme: el local estaba vacío, sin rastros del artesano, y
además, el agua seguía intacta. En medio de la sala, destacaba una imagen
imponente, labrada de manera majestuosa que, poco después, fue llamada: “El
Santo Ecce Homo” (“He aquí el hombre”).
Desde entonces, el Santo fue adulado por los habitantes de Valledupar quienes
vieron en ese descubrimiento el primero de una larga cadena de milagros. Entre
ellos está el hecho de que el Ecce Homo sude abundantemente y que con ese
sudor se pueda curar un gran número de enfermedades.
Cada Lunes Santo es un momento de fervor y exaltación. El pueblo se
reencuentra con su patrono, lo adula, le ruega mejoras y milagros, o
simplemente, celebra su regreso con una fe y una constancia fuera de lo
común. Llegan personas de las afueras de la ciudad, se aglomeran en la plaza
Alfonso López y persiguen la imagen del Ecce Homo por las calles del centro
histórico.
Este lunes 2 de abril, el mismo esquema se reprodujo y –ante un océano de
personas–, la imagen del Santo Patrono apareció en la tarima Francisco El
Hombre. El discurso de Monseñor Óscar José Vélez Isaza emocionó las
multitudes que, luego, repitieron el coro sobre una música interpretada con el
instrumento regional: el acordeón.
Centenares de pañuelos blancos se alzaron en el aire en busca de un
reconocimiento. Algunas personas se acercaban a la tarima para limpiar el
cristal protector del Santo con ese mismo pañuelo, otras observaban cómo los
hombres más cercanos se llevaban al patrono en sus hombros.
A las seis de la tarde, el Santo Ecce Homo ya iniciaba su procesión. Las gotas
finas de un aguacero amenazaban con caer, pero al final, sólo quedó en una
amenaza. En la semi-oscuridad, el patrono avanzaba lentamente entre la
mirada admiradora y beata de los visitantes.
Monedas volaron, aplausos sonaron y rumores se difundieron que el Santo
Patrono reservaba buenas sorpresas para los meses venideros. El fervor
colectivo de la Semana Santa llegó a su epicentro y detrás de la figura del
santo, entre las callejuelas del centro, no podían faltar los representantes de la
clase política local.
Todo fue un sueño de varias horas que dejó la ciudad de Valledupar en un
estado de embriaguez espiritual. Una sensación de bienestar que se repite año
tras año y que muchos no consiguen explicar.
Leyenda de la calle de Jesús María
Esta historia sucedió en el convento de Jesús María, en la ciudad de México,
alrededor de 1680, cuando Tomasina Guillén Hurtado de Mendoza, viuda de
don Francisco Pimentel, gentil hombre del virrey entró como novicia al convento
de Jesús María.
Tomasina era una hermosa mujer de enigmáticos ojos verdes, aunque un tanto
tristes a causa de los malos tratos de su propia madre. A los quince años la
señora la metió de monja al convento de Jesús María, pero Tomasina, rebelde
a los muros del recinto, volvió pronto a su casa. Después de algunas semanas
de su regreso, enfermó terriblemente, hasta el grado de verse en manos de la
muerte. Presa del terror, prometió que si se curaba conduciría todos sus pasos
por el camino místico; sin embargo, ya sanada, se arrepintió, conformándose
con vestir los hábitos de santa Teresa.
La madre, molesta, la encerró en el convento de Santa Isabel, pero ella volvió a
inclinarse por la vida mundana. Después de algunos años se casó con don
Francisco Pimentel, con quien esperaba hallar la felicidad bajo un mismo techo.
Empero, se topó con una cárcel más terrible que la del hábito: su esposo,
enfermo de celos, le impuso una existencia de encierro, impidiéndole salir o ver
a cualquier persona (selló incluso las ventanas de su habitación).
Afortunadamente para Tomasina, el matrimonio sólo duró unos meses, pues su
marido, siempre metido en pleitos, encontró la muerte en uno de ellos. Además,
para sorpresa de la viuda, el marido le dejó por herencia el ajuar de la casa y un
monto de tres mil pesos, que únicamente podrían cobrarse si la dama entraba
en un convento. Así, Tomasina decidió ingresar nuevamente al claustro de
Jesús María. Transcurridos unos meses de su noviciado, vio entre sueños a un
clérigo, quien le pidió, a ella y a sus compañeras, la realización de ciertas
devociones, con el propósito de poder salir de los tormentos que ya hacía
muchos años padecía en el Purgatorio.
Cuando comentó el suceso con su confesor, éste, creyendo que todo era
producto de su imaginación, le mandó encomendar a Dios el alma de ese
clérigo. Después de ello, Tomasina supo de las apariciones que, durante los
dos últimos Jueves Santos, ocurrían en la sala de labor de las monjas y en la
habitación dedicada a los ejercicios espirituales. Algunas novicias aseguraban
haber visto el fantasma de un clérigo subiendo por la escalera con gran reposo
y silencio.
Días después, Tomasina volvió a soñar con el mismo clérigo, quien ahora le
reclamaba por no cumplir su petición; le recordaba que las oraciones debían ser
dichas por toda la comunidad, mientras el ayuno lo debía cumplir sólo ella.
Tomasina alegó no saber si las monjas accederían a cumplir con ese mandato.
Pero luego sintió cómo el difunto le tomaba el brazo izquierdo y le provocaba un
agudo dolor. Al despertar, la mujer advirtió sobre el brazo varias quemaduras
con la forma de las yemas de los dedos del clérigo.
De inmediato se dio aviso al entonces arzobispo de México, fray Payo Enríquez
de Rivera, quien mandó a su provisor y vicario general a cerciorase del caso.
También se pidió la opinión de unos cirujanos, los cuales aseguraron que el
fuego usado para esas quemaduras no era conocido en este mundo. Además,
las quemaduras habían contraído los nervios del brazo, dejándolo inútil.
Esta prueba condujo al convento a dedicar algunas misas y rosarios para el
difunto, pero Tomasina, por su delicada salud, no pudo cumplir con el ayuno.
Algunas semanas después, se le volvió a aparecer a la monja el clérigo difunto,
aunque esta vez en cuerpo y alma. El hombre le agradeció todo lo hecho por él,
asegurándole a Tomasina la disminución de sus penas; sin embargo, le pidió no
olvidar el ayuno, A cambio, le prometió abogar por ella cuando se encontraran
en el Cielo, además de asegurarle pronta mejoría.
Durante algunos años, y hasta el veintidós de septiembre de 1769, cuando
tomó definitivamente los hábitos religiosos, Tomasina vivió con las quemaduras
y uno de sus brazos inutilizados pero al día siguiente amaneció completamente
sana y sin huella alguna de las quemaduras. Desde entonces, la monja
continuó una vida austera y ejemplar.
La calle de la mujer herrada
En el año 1670, en una casa de la calle de la Puerta Falsa de Santo Domingo
vivía un clérigo en concubinato con una mala mujer. No muy lejos de allí existió
un lugar llamado la casa del Pujavante, hogar y taller de un herrador, que
frecuentaba el clérigo por ser su compadre. El herrador le aconsejaba renunciar
a ese concubinato pero el clérigo no quería.
Una noche, el herrador fue despertado por unos golpes a la puerta de su taller,
al abrir se encontró con dos negros que le entregaron a una mula y un recado
de su compadre el clérigo, suplicando que le herrara, porque en la mañana
cabalgaría al Santuario de la Virgen de Guadalupe. El herrador clavó cuatro
herraduras en la mula, después la entregó a los negros y le pegaron tan
cruelmente al animal que los reprendió.
En la mañana fue a casa del clérigo para saber el porque de su partida al
santuario le sorprendió encontrarlo dormido en la cama, lo despertó y le contó lo
sucedido en la noche. El clérigo negó tal partida y enviar ningún recado, por lo
que ambos supusieron que algún travieso les jugó una broma y para celebrar la
broma quiso despertar a su concubina, pero no se movió, insistió y se percató
de que estaba muerta. Se horrorizaron al ver las cuatro herraduras en las
palmas de las manos y plantas de los pies, el freno en la boca y los golpes.
Ambos se convencieron de que todo aquello era efecto de la Divina Justicia, y
que los negros eran demonios.
Hubo otros tres testigos del cadáver, el cura Dr. D. Francisco Antonio Ortiz, el
R. P. Don José Vidal y un religioso carmelita, venidos al lugar de los hechos.
Los tres respetables testigos acordaron el entierro de esa mujer en esa casa y
guardar en secreto permanente lo sucedido. Ese mismo día aquel clérigo,
abandonó la casa para cambiar de vida y no se volvió a saber de él.
La calle de Chavarría
(2ª DEL MAESTRO JUSTO SIERRA)
Noche lúgubre, según las crónicas de nuestras antiguallas, fue la del 11 de
diciembre de 1676 para los buenos habitantes de la Muy Noble y Leal ciudad de
México, pues a las siete, estándose celebrando el aniversario de la aparición de
la virgen de Guadalupe en la iglesia de San Agustín, se incendió ésta,
comenzando por la plomada del Reloj.
¡Considérese la consternación y espanto de aquellas benditas y devotas gentes
al ver que el fuego devoraba un templo tan antiguo y tan suntuoso!
¡Considérese la imposibilidad de contener tan voraz elemento en aquellos
remotos tiempos, en que las bombas eran desconocida, en que las llaves de
agua sólo servían para satisfacer la sed, y en los que para sofocar el fuego se
acudía al derrumbe y a la presencia de la imágenes, y de las comunidades que
llevaban cartas fingidas de los santos fundadores, en las que éstos simulaban
desde el Cielo mandar que cesara el incendio!
Qué noche! La gente salía en tropel de la iglesia y empujada por el terror,
sofocada por el humo, iluminada por las llama! Los frailes agustinos por su
parte abandonaban el convento, temerosos de que el fuego devorase las
celdas. En pocos instantes la calle estaba completamente llena de una multitud
abigarrada, que con los ojos abiertos y casi salidos de sus órbitas por el terror,
veía impotente que el fuego lamía, se enroscaba y devoraba impetuoso al
templo.
La multitud, repito, era heterogénea. Los curiosos, los devotos que habían
quedado, los agustinos, las órdenes de otros conventos, que habían acudido
con sus Santos Estandartes y cartas de sus patronos, los regidores de la
ciudad, los oidores, y el Virrey Arzobispo Don Fr. Payo Enríquez de Rivera, que
personalmente tomaba parte activa dictando cuantas medidas juzgaba
conducentes, para que el fuego no se comunicara al convento y cuadras
circunvecinas, como lo consiguió.
Pero cuando era mayor la confusión, en el incendio, cuando la gente apiñada
frente a la ancha puerta de la iglesia, veía salir de ésta lenguas colosales de
fuego, gigantescas columnas de humo, infinidad de chispas que arrebataba el
viento, cuando el calor sofocante, exhalado como el aliento de un monstruo,
brotaba de aquella puerta y se comunicaba hasta la acera de enfrente,
haciendo reventar los cristales de las vidrieras de las casa, la multitud presenció
una escena que a todos hizo por lo pronto enmudecer de espanto...
Un hombre como de cincuenta y ocho años de edad; pero fuerte y robusto, que
vestía el traje de Capitán y ceñía espadín al cinto, se abrió paso con esfuerzo
entre la multitud y solo, sin que nadie se diera cuenta de lo que iba a hacer,
penetró en la iglesia cuyos muros estaban ennegrecidos por el humo; subió
impasible las grada del altar mayo; trepó con agilidad sobre la mesa del ara;
alzo el brazo derecho y con fuerte mano tomo la custodia del Divinisímo,
rodeada en esos instantes de un nuevo resplandor el resplandor espantoso del
incendio, y con la misma rapidez que había penetrado al templo y subido al
altar, bajó y salió a la calle, sudoroso, casi ahogado, aunque lleno de piadoso
orgullo, empuñando con su diestra la hermosa custodia, a cuyo pies cayó de
rodillas, muda y llena de unción, la multitud atónita...
Pasó el tiempo. De aquel incendio que destruyó la vieja iglesia de San Agustín
en menos de dos horas, pero cuyo fuego duró tres días, sólo se conservó el
recuerdo en las mentes asustadas de los que tuvieron la desgracia de
presenciarlo. Sin embargo, al reedificarse una de las casas de la acera que ve
al norte, de la calle que entonces se llamaba de los Donceles, situada entre las
que llevaban los nombre de Monte alegre y Plaza de Loreto los buenos vecinos
de la muy noble ciudad de México, contemplaron sobre la cornisa de la casa
nueva un nicho, no la escultura de algún santo como era entonces costumbre
colocar, sino un brazo de piedra en alto relieve, cuya mano empuñaba una
custodia también de piedra...
La casa aquella, que con ligeras modificaciones se conserva aún en pie en
nuestros tiempos, fue del Capitán D. Juan de Chavarría, uno de los más ricos y
más piadosos vecinos de la ciudad de México, que había salvado a la custodia
del Divinisimo en la lúgubre noche del 11 de diciembre de 1976.
¿Quién le concedió la gracia de ostentar aquel emblema de su cristiandad en el
nicho de la parte superior de su casa? ¿Fue el Rey a cuyos oídos llegó el
suceso, el Virrey-Arzobispo que lo presenció, o él tuvo tal idea como satisfecho
de haber cumplido un acto edificante? Ningún manuscrito ni libro impreso lo
dice. La antigua tradición sólo refiere el episodio del incendio, y lo que sí consta
de todo punto es, que la casa número 4 de Chavarría, ahora 2ª del Maestro
Justo Sierra, fue en la que habitó durante el siglo XVII aquel varón acaudalado y
piadoso.
Pocas noticias biográficas tenemos acerca del Capitán D. Juan de Chavarría.
Nació en México y se le bautizó en el Sagrario, el 4 de junio de 1618. Se casó
con doña Luisa de Vivero y Peredo, hija de D. Luis de Vivero, 2ª Conde del
Valle de Orizaba, y de doña Graciana Peredo y Acuña, de cuyo matrimonio
tuvo, Chavarría tres hijos.
Fue hombre muy religioso y gran limosnero. A sus cuidados se reedificó la
iglesia de San Lorenzo, de la cual fue patrón, y en la tarde del 26 de diciembre
de 1652 en ella se le dio el hábito de Santiago, ante lucida concurrencia y con
asistencia del virrey.
Don Juan de Chavarría murió en México y en su mencionada casa el 29 de
noviembre de 1682, llegando una fortuna de unos 500,000 pesos, y como a
patrono que era de San Lorenzo, sobre su sepulcro se le erigió una estatua de
piedra, que lo representaba hincado de rodillas sobre un cojín y en actitud
devota.
Hoy ya no existe el monumento sepulcral levantando a su memoria. Su buena
fama di nombre a una calle, y el símbolo de su piedad se conserva en el antiguo
nicho de la vieja casa de su morada.
Los polvos del Virrey
Sucedido en el Portal de Mercaderes y la Esquina de Plateros
Cuenta una vieja leyenda que en la Secretaría de Cámara del Virreinato de
Nueva España, había un oficial escribiente, cuyo sueldo apenas le era
suficiente para vivir en una casa de vecindad, mantener a su esposa y a una
docena de escuálidos nenes, seis del sexo bello y los otros del masculino; pero
todos extenuados por los ayunos.
Sentado en un gigantesco banco de tres pies, inclinado sobre la papelera
despintada de la oficina, garabateando pliego tras pliego de minutas, nuestro
hombre, quien se llamaba don Bonifacio Tirado, pasaba las mañanas, las tardes
y aun los días enteros, de mal humor, aburrido, esperando con ansia la hora de
regresar a su casa. No había sorteo de la Real Lotería en que no jugara con
afán, ¡y con qué ahínco desbordaba el billete para ver si su número aparecía en
la lista, que con toda puntualidad publicaba la Gaceta de don Manuel Valdés!
Pero nada, la suerte siempre le era esquiva, y por centenar más y por unidad
menos, el premio gordo caía en número de otros más afortunados que el buen
don Bonifacio.
Desesperado de esta situación, había escrito infinidad de documentos pidiendo
un ascenso en las vacantes, y calvo se había quedado de arrancarse los
cabellos en las largas horas de espera.
Cierto día en que el destino parece que se empeñaba en mortificarle más, pues
su mujer, su único consuelo, y sus hijos, sus futuras esperanzas, se habían
disgustado con él porque no los había llevado a la feria de San Agustín de las
Cuevas, don Bonifacio, al entrar en la oficina, gruñó sólo un saludo a sus
colegas, se sentó en el tripié, se reclinó sobre el apolillado escritorio, la cabeza
entre las manos y la mirada fija en las vigas de cedro secular, que sostenía la
techumbre de la sala del Real Palacio donde se hallaba.
De repente el banco de tres pies rechinó por un movimiento brusco de don
Bonifacio; los ojos del buen calvo brillaron iluminados por la musa que inspira
las risueñas esperanzas; tomó su pluma y en papel, se deslizó la pluma por
espacio de veinte minutos, hasta que el ruido especial que produce ésta cuando
se firma, indicó que había terminado.
En efecto, puso rúbrica, echó arenilla, escribió la dirección, y después de tomar
su sombrero, su bastón y de dirigir un amabilísimo “¡buenas tardes, señores!”,
risueño y como pascuas encaminó sus pasos hacia la sala en que se
encontraba el Secretario de Su Excelencia.
-¿Qué había escrito?, nadie lo supo...Una tarde, se encontraba don Bonifacio
en la esquina del Portal de Mercaderes y Plateros, precisamente frente al lugar
donde se colocaba desde aquellos remotos tiempos, el cartel del Coliseo.
Se conocía que esperaba algo con ansiedad, pues su vista no se desviaba un
ápice del Real Palacio. Transcurrieron breves instantes hasta que los pífanos
de la guardia de alabarderos anunciaron que el Excelentísimo Señor Virrey
salía a pasear.
Nuestro don Bonifacio se estremeció. Un sudor frío recorrió todo su cuerpo;
sintió como un hueco en el estómago y su corazón latía como si dentro le
repicaran; pero esperó con ansia, aunque resignado.
Ya se acercaba el Virrey seguido de lujoso acompañamiento. Don Bonifacio
sentíase aturdido. Como relámpagos cruzaron por su mente los desengaños de
otros días, y una próxima esperanza le hacía ver color de rosa el lejano
horizonte en que se destacaban el Real Palacio y la comitiva que ya iba a
desfilar delante de su persona.
El Virrey, montando en magnífico caballo prieto, al llegar a la esquina del Portal,
se detuvo y respiró con fuerza, al encontrar sus ojos negros la pálida figura de
don Bonifacio.
El Virrey, con amable sonrisa, saludó a nuestro hombre, sacó con pausa del
bolsillo una rica caja de rapé, de oro, con preciosas incrustaciones, y
ofreciéndosela, preguntó a Don Bonifacio:
¿Gusta vuestra señoría? Gracias, Excelentísimo Señor; que me place –
contestó el interrogado-, acercándose hasta el estribo y aceptando con actitud
digna, como de quien recibe una distinción que merece.
Despidió se el Virrey con galantes cumplidos que fueron debidamente
correspondidos; y esta misma escena se repitió durante muchas tardes, en la
esquina del Portal de Mercaderes y Plateros.
La fortuna de nuestro hombre cambió desde entonces. Por toda la ciudad
circuló la voz de que don Bonifacio Tirado de la Calle gozaba de gran influencia
con el Virrey, y que ambos se encontraban tarde con tarde en plena esquina del
Portal de Mercaderes y la Calle de Plateros.
Muchos acudieron a la casa de don Bonifacio en busca de recomendaciones, y
muchos también le colmaron de obsequios. Don Bonifacio Tirado representaba
su papel a las mil maravillas.
A veces se hacía el hipócrita, diciendo que no valían de nada sus
recomendaciones, y otras se daba más humos que el portero de Su Excelencia.
Empero los regalos menudeaban, la fama vocinglera daba más fuertes
trompetazos cada día, y uno de ellos llegó a oídos del Virrey quien llamó a
nuestro hombre y le dijo:
-He comprendido todo. Merece vuestra merced un premio por su ingenio. Inútil
nos parece reproducir el contenido del “Memorial” de don Bonifacio; el lector la
habrá adivinado; y sólo añadiremos que el Virrey afirmaba que hubiera sido un
mezquino el que no accediera a esta solicitud: “detenerse en la esquina, ofrecer
un polvo y marcharse”.
Cuentan que don Bonifacio Tirado aseguró el porvenir de su familia y bien se ve
que lo aseguró, pues agregan las citadas crónicas callejeras que labró una
fortuna con los polvos del Virrey
La calle de Olmedo (Hoy Sexta de Correo Mayor)
Durante el mandato del señor Virrey don Juan Vicente de Güemes Pacheco de
Padilla, segundo conde de Revillagigedo, se lograron avances muy notables en
los rubros de la administración pública reformando y poniendo orden a aquellos
asuntos que no sea ya van por muy buen camino; es muy importante mencionar
que donde se logró un gran progreso fue la organización de la policía, la cual
empezó a estar mejor que nunca a lo largo de su historia.
Las patrullas nocturnas que recorrían las calles, para mejorar la seguridad
durante este periodo fueron añadidos vigilantes en cada esquina, al cual se le
llamaba guarda-farol, el cual tenía la función de encender el alumbrado y de
cumplir las funciones de policía cuando la ocasión lo ameritara, como cuando
un vecino sufre un asalto, un asesinato o cualquier otro acontecimiento
desdichado.
Uno de aquellos sucesos acontecidos la noche del 15 septiembre 1791, fue
muy notorio causando verdadero escándalo en la Capital de Nueva España.
¿Qué fue lo que ocurrió?
Cuentan las crónicas que en la mañana del 16 septiembre nos guarda faroles
que llevaban el número 23 y 67 reportaron un extraño caso, en el cual hasta el
mismísimo Virrey intervino poniendo a trabajar a los alcaldes de Corte, Mayores
y Ordinarios, que tenían a su cargo los cuarteles de la ciudad, donde en teoría
estaba aquella misteriosa escena del crimen.
El señor Virrey moviera toda la policía para que le proporcionaran información
de los nombres de las plazas, calles y callejones que cada Alcalde tenía a su
cargo, casas de altos vacías, mesones y posadas públicas o privadas y las
personas que habían estado en aquellos lugares, también mando solicitar
información a los señores curas de las parroquias de la Soledad y de Salto de
Agua acerca de aquellos que hubiesen fallecido recientemente y el lugar donde
se les dio la sepultura. Toda investigación mandada hacer fue poca para
desentrañar aquel misterioso y perturbador delito; pero a pesar de todos los
intentos que se hicieron los resultados fueron infructuosos.
Como es en estos casos, nunca faltaba algún curioso que estuviera mirando,
aunque en este caso fueron varios los que dieron su testimonio, pero como
cada uno contaba su versión los sucesos se fueron distorsionando sin llegar a
obtener una historia coherente, que les indicara a las autoridades hacia qué
rumbo debían de llevar la investigación; incluso llegó a creerse que los
acontecimientos ocurridos había sido fruto de una broma de muy mal gusto.
Ahora comenzaremos contando quién fue el que originó todo este escándalo.
Las crónicas nos cuentan de un Presbítero llamado don Juan Antonio Nuño
Vázquez, capellán del Marqués de Guardiola caminaba frente a las puertas del
Coliseo la noche del 15 septiembre, y aproximadamente como a las ocho de la
noche, de entre las sombras apareció un hombre que se le acercó cubierto con
un sombrero y una capa; acto seguido le pidió al religioso le hiciera la caridad
de hacer una confesión, a lo que no podía negarse y aceptó subirse al carruaje
de aquel desconocido, que lo tenía estacionado en la calle de la Acequia, que
antes era conocida como Coliseo Viejo y que actualmente la conocemos con el
nombre de 16 septiembre.
Cuando iban rumbo al carruaje se les acercaron dos hombres con quienes se
introdujo en el coche, el cual tenía cortinas; una vez cerradas las puertas del
vehículo uno de los dos hombres le puso un cuchillo en el pecho al santo varón,
haciéndole advertencias de muerte y acto seguido el otro le cubrió la cara con la
montera negra que llevaba puesta, bajándosela hasta la boca, y encima de los
ojos una fuerte ligadura. El coche avanzó por un largo rato hasta que llegó a su
destino, procedieron a bajar al sacerdote y lo condujeron a una casa donde tuvo
que subir escaleras y lo introdujeron en una habitación, donde se encontraba a
la persona a la que tenía que confesar, y para poder realizar su ministerio le
quitaron la venda de los ojos dejándole sólo la montera encima y amenazándolo
con que se hace el menor intento de reconocer el lugar le darían muerte.
Después de hacer la primer confesión, lo pasaron rápidamente a otro aposento
donde realizó exactamente lo mismo; una vez concluido su ministerio lo
volvieron a actuar pero ahora con más fuerza y lo bajaron, pero antes de salir
amarraron las manos a la espalda, pendiente del lazo con que lactaron del
cuello, donde también le echaron nudos, de modo que si tiraba del lazo que
aflojarse las muñecas y bajar los brazos, que se lo suspendieron muy altos se,
ahorcaba, en esta posición tan incómoda lo subieron nuevamente al coche, sin
faltar los ruegos del religioso de que lo liberasen de esa atadura tan tortuosa y
cruel de la que era víctima, prometiendo que esto jamás se sabría y que de su
boca no saldré una sola palabra, a lo cual los hombres hicieron caso omiso.
El coche estuvo avanzando un largo rato, hasta que se detuvieron y bajaron al
sacerdote, caminaron durante un largo rato y lo dejaron sentado en la puerta de
la casa de una calle, advirtiéndole de no hablar y no pedir ayuda hasta que
viesen las 12 de la noche, porque si no lo pagaría con su vida. El pobre hombre
estuvo en ese lugar durante un tiempo muy largo y a pesar de que escuchaba a
gente que pasaba, lo único que hacía era quejarse pero como el miedo lo
invadía no se atrevía a hablar; así estuvo durante un largo rato hasta que
desesperado y acongojado de sentirse ahogado se quejó a voz en cuello y
llamo a quien oyó pasar para qué lo desatarse, en atreviendo ser transeúnte a
hacerlo, y su segundo intento en el que sí le quitaron esas horribles ataduras y
de inmediato lo condujeron a la Casa de Moneda y después fue conducido a la
calle de Vergara, que era donde vivía.
Las autoridades queriendo desentrañar aquel crimen, que sin duda fue
cometido por las dos personas confesadas por el sacerdote, viendo que las
investigaciones habían sido un fracaso, decidieron intentar de la manera más
prudente que el religioso revelarse lo que había oído en el sigilo de las
confesiones, pero el santo varón que había ido sin temor alguno a cumplir su
ministerio, al amenazado de muerte decidió sellar sus labios ante las instancias
de la justicia, prefiriendo pasar como víctima de una broma de mal gusto antes
de desvelar a que el crimen, ya que tampoco podía faltar a violar el secreto de
confesión.
Con el paso del tiempo y el sinfín de versiones que fueron creadas a partir de
estos acontecimientos, nació la leyenda de la calle de Olmedo, la cual se
conserva todavía hasta nuestros días; incluso se decía que el buen clérigo
había perdido el juicio por haber confesado una muerta que hizo de dos
víctimas una sola. El misterio de este crimen nunca fue aclarado por la única
persona que lo sabía, pues decidió guardar silencio y llevarse aquel secreto a la
tumba
La calle del Reloj
Corrían los días fríos de 1725 en la villa de Santiago del Saltillo. En la Catedral
de Santiago crecía un huerto que se extendía hasta la parte posterior y era
cercado por una barda que llegaba hasta la calle Real de Santiago, que
actualmente es la calle General Victoriano
En esa barda terminaban la calle del Cerrito, al sur y la calle del Reloj, al norte.
Una parte de ella fue derrumbada cuando el huerto y la casa parroquial fueron
expropiados, tras la Reforma, uniéndose así las dos calles que hoy son una
sola: la calle de Bravo. Los mayores aún recuerdan porqué antes de ser Bravo
Norte, fue conocida como la calle del Reloj.
Cuenta la leyenda que el capitán Mathías Aguirre, hijo del general del mismo
nombre quien había gobernado la provincia y parte de una estirpe de
reconocidos militares, habitaba una casona en la calle del Campo Santo
(actualmente Juárez). Allí se dirigía una noche, al volver de una boda en la
calle de las Barras (hoy Múzquiz).
Rozaba la media noche, por lo que los serenos habían apagado ya los faroles
de sebo de las calles (tarea que realizaban al dar las 10), sólo la luz de los
astros iluminaba a medias el andar de don Mathías, quien quiso acompañar con
un cigarrillo su solitario y nocturno trayecto a casa.
Pero no encontró su mechero. Llegando a la rinconada de la Vicaría notó la
presencia de un caballero, que para su buena fortuna en ese momento,
encendía un cigarrillo. Don Mathías se acercó pidiéndole fuego a lo que el
caballero accedió amablemente. El capitán agradeció el gesto y se retiró.
Había avanzado unos pasos cuando el reloj de la capilla hizo sonar sus 12
campanadas. Al escucharlas, el capitán se le ocurrió cerciorarse de tener la
hora correcta, por lo que buscó en su bolsillo el reloj de oro que su padre, el
general, le había regalado. Pero no lo encontró.
Así que de inmediato volvió corriendo al sitio donde el caballero le había dado
fuego. El hombre continuaba ahí y sin pensarlo, el capitán Mathías lo amagó
colocándole su daga en el cuello y furioso, le ordenó que le entregara el reloj.
El caballero, sintiendo la daga hacer ya presión en su garganta, se contuvo de
replicar cualquier cosa, mientras el capitán había logrado tomar el reloj
guardándolo en su bolsillo y se alejaba renegando de la delincuencia.
Al llegar a su casa, entró en su habitación y se fue despojando a oscuras de
sus pertenencias para colocarlas en el buró, junto a la cama, incluyendo el reloj
con su cadena también de oro. Al encender la vela, le sorprendió ver que
sobre la mesa de noche había dos relojes muy parecidos. Comprendió de
inmediato que había olvidado el suyo y que había despojado al caballero del
otro, sin razón alguna.
Apenado y agobiado, don Mathías no pudo dormir. Así que tan pronto amaneció
envió a todos sus subordinados a localizar al caballero del reloj para
devolvérselo y ofrecerle una disculpa, pero nunca pudieron encontrarlo.
Por años la versión de que Satanás quiso dar un susto a don Mathías fue la
conclusión general. Y esa es la razón por la que la voz popular llamó a la
rinconada La Calle del Reloj.
Segundo libro:
Las fiestas reales en la Plaza Mayor
El año de 1538, el rey de España, Carlos V, había ido a Francia y el rey de
Francia, Francisco I, le había hecho gran recibimiento en el puerto de Aguas
Muertas, donde se hicieron las paces y se abrazaron ambos; y en el mismo año
se supo en México tal sucedido, y con ese motivo, el conquistador Hernán
Cortés y el virrey Antonio de Mendoza, celebraron inusitadas fiestas, como se
verá por la relación que de ellas hizo Bernal Díaz del Castillo, en el texto
autentico de su “Historia Verdadera”.
Fueron tan grandes y aparatosas esas fiestas, que el mencionado cronista
asegura que otras semejantes nunca las vio en Castilla, así de fiestas y juegos
de cañas, como de lidias de toros y graciosas mascaradas.
La Plaza Mayor fue trasformada en un bosque, y con aves y cuadrúpedos se
improviso una cacería, en la que tomaron parte escuadrones de indios, unos
con “garrotes añudados y retuertos”, otros, con arcos y flechas; y todos lo
hicieron muy bien, en el soltar los brutos y los pájaros y en la puntería acercada
al matarlos; y muchas de las personas que vieron aquella y que habían andado
por el mundo entero, confesaron no haber visto tanto ingenio y habilidad.
Pero aparte de la cacería y de la farsa que en el mismo lugar se representó al
día siguiente, simulando la toma de la ciudad de Rodas, de la que hablaré
después, entre los festejos figuraron dos opíparas cenas, que dieron,
respectivamente, Don Hernán Cortés y Don Antonio de Mendoza, el primero en
su palacio y el segundo en las Casas Reales.
De la cena ofrecida por Mendoza quedan curiosos pormenores, conservados
también por el ingenuo cronista. Los corredores de las Casas Reales se
adornaron “como vergeles y jardines, entretejidos por arriba de muchos árboles
con sus frutos que nació de ellos; encima de los árboles había muchos pajaritos
de cuantos pudieron haber en la tierra”. Se hizo a la vez una copia de la fuente
de Chapultepec, tan al natural como era, con sus manantiales propios; y cerca
de la fuente, “estaba un gran tigre atado con unas cadenas, a la otra parte, un
bulto de hombre, de gran cuerpo, vestido como arriero, con dos cueros de vino”.
Las mesas de la cena, en la que se sentaron más de quinientos invitados,
aparecieron suntuosamente adornadas, y todo el servicio era de oro y plata; al
mismo tiempo que se comía, se cantaba y se tocaban músicas de toda especie
de instrumentos, trompetas, harpas, vihuelas, flautas, dulzainas, chirimías, y
tocaban especialmente cuando los maestresalas servían las tazas que llevaban
a las señoras. Hubo a la vez truhanes y decidores, que dijeron en loor de Cortés
y de Mendoza cosas de mucho reír, pero algunos de ellos, ya beodos, hablaban
de lo suyo y de lo ajeno con tal escándalo, que los tomaron por fuerza y los
llevaron de allí para que callasen.
El “menú” que diríamos hoy, fue tan copioso y tan nutritivo, que a pesar del
vigor y glotonería de los estómagos de aquellos hombres de hierro del siglo XVI
y de sus damas, que no les iban en zaga, muchos platillos se pasaron por alto;
y se comió tanto que, habiendo durado la cena desde el anochecer “hasta dos
horas después de media noche”, llegó un momento en que las señoras daban
voces, diciendo que no podían estar allí más, y otras se acongojaban y por
necesidad hubo que levantarse.
Y no podía ser de otra manera, pues he aquí el espantable “menú”:
Ensalada, de dos o tres maneras Cabrito y perniles de tocino asado a la
genovesa.
Pasteles rellenos con palomas y codornices.
Gallos de papada (vulgo “guajolotes”) y gallinas rellenas.
Manjar blanco.
Pepitoria.
Torta Real.
Pollos y perdices de la tierra y codornices en escabeche.
Al llegar a este platillo, dos veces se alzaron los manteles -¡que tal estarían de
sucios!- y fueron sustituidos por otros limpios, con las dotaciones
correspondientes de “pañizuelos” o servilletas e inmediatamente continúo
sirviéndose lo que sigue:
Empanadas rellenas de diversas aves de corral y de caza.
Empanadas de pescado.
Carnero cocido con vaca, puerco, nabos, coles y garbanzos.
Gallinas de la tierra (vulgo “pípilas”), cocidas enteras, con los picos y pies
plateados.
Anadones y ansarones enteros, con los picos dorados.
Cabezas de puerco, de venado y de ternera enteras.
Entre plato y plato tomaban aquellos glotones, ya casi congestionados, frutas
de todas clases que estaban en las fuentes, así como aceitunas, rábanos,
quesos, cardos, mazapanes, almendras, confites, acitrones y otros géneros de
azúcar de Indias: “aloja”-mezcla de agua, miel y especias- cacao frío con
espuma y “clarea”, esto es, vino blanco endulzado con azúcar y perfumado con
canela o con otras cosas aromáticas.
La mesa de honor tenía dos cabeceras muy largas y en cada una tomaron
asiento, respectivamente, Don Hernando Cortés y Don Antonio de Mendoza,
con sus maestresalas y pajes “y grandes servicios con mucho concierto”, y en
esta mesa, a las “señoras más insignes” les llevaron “unas empanadas muy
grandes y en algunas de ellas venían dos conejos vivos chicos y otras rellenas
de codornices y palomas, y otros pajaritos vivos…”
Sirvieron estas empanadas en un solo acto, y quitadas las cubiertas, huían los
conejos por las mesas y las aves volaban en medio de las risas, gritos y burlas
de los presentes.
Muchas señoras de los conquistadores y de vecinos de México, estaban en las
ventanas de la Gran Plaza -así la designa Bernal Díaz- luciendo sedas,
damascos, oro, plata y mucha pedrería; y en otros corredores -en las altas
galerías de los edificios del siglo XVI- estaban las damas “muy ricamente
ataviadas, a quienes servían galanes muy corteses; y a unas y a otras, las de
las ventanas y los corredores, les obsequiaban mazapanes, alcorzas de acitrón,
almendras y confites; y unos mazapanes llevaban las armas del Marqués del
Valle y otros las del virrey de Mendoza, muy dorados y plateados y algunos con
mucho oro. Hubo otras conservas, frutas, vinos de los mejores, aloja, chaca,
cacao con espuma y suplicaciones; todo esto servido en vajillas de oro y plata;
yéndose después todos a sus casas, muy regalados y alegres” porque todavía
se representaron nuevas farsas y se dijeron chistes; y nadie se cansaba con
aquellas fiestas, tanto que hubo el tercer día nuevas corridas de toros y juegos
de cañas, y en estos juegos le dieron “tal cañazo” a Hernán Cortés en el
empeine de un pie, que estuvo cojo y malo mucho tiempo.
Leyenda de la calle del indio triste.
Las calles que llevaron los nombres de 1ª y 2ª del Indio Triste (ahora 1ª y 2ª del
Correo Mayor y 1ª del Carmen), recuerdan una antigua tradición que un viejo
vecino de dichas calles refería con todos sus puntos y comas, y aseguraba y
protestaba "ser cierta y verdadera", pues a él se la había contado su buen
padre, y a éste sus abuelos, de quienes se había ido transmitiendo de
generación en generación, hasta el año de 1840, en que la puso en letras de
molde el Conde de la Cortina.
Contaba aquel buen vecino que, a raíz de la conquista, el gobierno español se
propuso proteger a los indios nobles, supervivientes de la vieja estirpe azteca;
unos habían caído prisioneros en la guerra, y otros que voluntariamente se
presentaron, con el objeto de servir a los castellanos alegando que habían sido
víctimas de la dura tiranía en que los tuviera durante mucho tiempo el llamado
Emperador Moctecuhzoma II o Xocoyotzin.
Pero hay que advertir que esta protección dispensada a esos indios nobles, no
era la protección abnegada que les habían prodigado los santos misioneros,
sino el interés de los primeros gobernadores, de las primeras Audiencias y de
los primeros virreyes de la Nueva España, que utilizaban a esos indios como
espías para que, en el caso de que los naturales intentasen levantarse en
contra de los españoles, inmediatamente éstos lo supiesen y sofocaran el fuego
de la conjura y así evitar cualquier levantamiento.
Cuenta pues la tradición citada, que en una de las casas de la calle que hoy se
nombra 1a del Carmen, quizá la que hace esquina con la calle de Guatemala,
antes de santa Teresa, vivía allá a mediados del siglo XVI uno de aquellos
indios nobles que, a cambio de su espionaje y servilismo, recibía los favores de
sus nuevos amos; y este indio a que alude la tradición, era muy privado del
virrey que entonces gobernaba la Colonia.
El tal indio poseía casas suntuosas en la ciudad, sementeras en los campos,
ganados y aves de corral. Tenía joyas que había heredado de sus antecesores;
discos de oro, que semejaban soles o lunas, anillos, brazaletes, collares de
verdes chalchihuites; bezotes de negra obsidiana; capas y fajas de finísimo
algodón o de riquísimas plumas; cacles de cuero admirablemente adobado o de
pita tejida con exquisito gusto; esteras o petates de finas palmas, teñidas con
diversos colores; cómodos icpallis o sillones, forrados con pieles de tigres,
leopardos o venados. En una palabra, poseía aquel indio todo lo que constituía
para él y los suyos un tesoro de riquezas y obras de arte.
El indio, aunque había recibido las aguas bautismales y se confesaba,
comulgaba, oía misa y sermones con toda devoción y acatamiento, commo
todos los de su raza era socarrón y taimado, y en el interior de su casa, en el
aposento más apartado, tenía un santocalli privado, a modo de oratorio
particular, con imágenes cristianas, para rendir culto a muchos idolillos de oro y
piedra que eran efigies de los dioses que más veneraba en su gentilidad.
Y así como practicaba piadosos cultos cristianos a fin de engañar con sus
fingimientos a los benditos frailes, así también engañaba llevando la vida
disipada de un príncipe destronado, sumido sin tasa en la molicie de los
placeres carnales que le prodigaban sus muchas mancebas, o entregado a los
vicios de la gula y de la embriaguez, hartándose de manjares picantes e
indigestos y ahogándose con sendas jícaras y jarros de pulque fermentado con
yerbas olorosas y estimulantes o con frutas dulces y sabrosas.
El indio aquel acabó por embrutecerse. Volviese supersticioso, en tal extremo,
que vivía atormentado por el temor de las iras de sus dioses y por el miedo que
le inspiraba el diablo, que veía pintado en los retablos de las iglesias, a los pies
del Príncipe de los Arcángeles.
Cómo ahorcaron a un difunto
El domingo 7 de marzo de 1649, los vecinos de la ciudad de México que
transitaban por las calles del Reloj y delante de las Casas Arzobispales,
situadas entonces en la que es hoy 1ª calle de la Moneda esquina sureste con
la del Licenciado Verdad, como a las once horas de la mañana, presenciaban
admirados un espectáculo muy frecuente en aquella época, pero raro por sus
circunstancias especiales del que vamos a recordar.
Caballero en una mula de albarda, con un indio en las ancas de la mula que lo
sostenía para que no cayese, iba el cadáver de un portugués; y al son de
trompeta y voz de pregonero, se hacía público el delito que había cometido en
vida.
-"Sepan los habitantes y estantes de esta ciudad de México - gritaba el
pregonero - cómo hoy a las siete horas de la mañana, mientras oían misa los
presos de la Carcel de Corte, este hombre, que había quedado en la enfermería
a excusas de que estaba malo, y que se hallaba allí preso por haber asesinado
a un alguacil del pueblo de Iztapalapan, en el ínterin que los dichos presos oían
la dicha misa, se bajó a las secretas y se ahorcó sin que nadie lo viese ni lo
sospechase."
Aquí el pregonero tomó aliento, y con la misma voz que antes, continuó:
- "Acabada la misa y buscándolo los carceleros, lo encontraron como se ha
dicho; dióse cuenta a los alcaldes de Corte, y hecha averiguación de que
ninguna persona lo había ayudado ni aconsejado a consumar en sí mismo tan
temerario delito, se pidió licencia al Arzobispado para ejecutar en él la pena
capital a que había sido condenado por el homicidio del alguacil de Iztapalapan,
pues sin esa licencia no se le podía ejecutar, por ser hoy día del Santo Doctor
Tomás de Aquino y domingo además; y vistos los autos, concedió el permiso la
autoridad eclesiástica; y la Justicia ordena que hoy sea ahorcado el difunto en
la Plaza Mayor de esta ciudad, para que sirva de escarmiento y de ejemplo."
Poco a poco el número de los vecinos curiosos que seguían al cadáver, creció
mucho por la extrañeza del suceso, pues sabían ellos y habían visto a menudo
que, cuando la Santa Inquisición relajaba a los reos, eran quemados en efigie si
estaban ausentes, o sus huesos desenterrados si habían muerto; pero que la
justicia del orden común lo hiciera en un difunto, no era cosa que se repitiese
con frecuencia.
Después del paseo por las calles, la comitiva y el portugués - digo, su cuerpo
inanimado -, hizo alto en la Plaza Mayor, y al difunto lo ahorcaron frente al Real
Palacio, en el sitio en que se elevaba la picota pública; ajustándose a las
propias ceremonias con que se ahorcaba a los vivos, excepción hecha de no
llevarle al Cristo Crucificado, llamado Señor de la Misericordia, que siempre
acompañaba en las ejecuciones a los reos que no fueran suicidas o
impenitentes como lo había sido el pobre portugués.
Dejaron colgado el cadáver muchas horas; y como desde en la mañana de
aquel día se levantó un aire tempestuoso, y mucho polvo, que arrancaba los
tejados, levantaba los mantos y las faldas de las mujeres, las capas de los
hombres; que arrebataba sombreros, ropas tendidas en las azoteas; que
cerraba y abría las puertas de ventanas, balcones y zaguanes; que hacía volar
las sombras de petates de los puestos de la plaza; que silbaba a veces
iracundo y a veces quejumbroso; que, en fin, era tan fuerte que había instantes
en que se tocaban solas y lúgubremente las campanas de las torres de los
templos y de los monasterios; todos los vecinos espantados atribuyeron el
huracán que soplaba y el polvo que se remolinaba en las calles y plazuelas, al
crimen perpetrado por el portugués en el alguacil de Iztapalapan y en su propia
persona.
Y como era domingo, los muchachos de la ciudad se alteraron en sus juegos; y
oyendo las consejas que se contaban en sus casas, dieron y tomaron en que
era el mismo demonio el portugués suicida; y con tan demoniaca idea, fuéronse
gritando y pregonándola por las calles hasta llegar a la Plaza Mayor: y aquí le
hacían cruces al cadáver del ahorcado, diciendo que era el diablo y que por él
rugía el viento y rabiaba el polvo en furiosos remolinos.
No contentos los muchachos con ponerle cruces con los dedos y apellidarle
como queda dicho, le estuvieron apedreando por gran rato, hasta que bajaron
los ministros de la Justicia el cuerpo de aquel desgraciado portugués - tan
bárbaramente escarnecido - y lo condujeron a la albarrada de San Lázaro,
donde lo arrojaron en las aguas pestilentes de los lagos.
La Fiesta del Viernes de Dolores en la Viga
Son muchos los testimonios sobre el paseo de Viernes de Dolores en el Canal
de la Viga, por ejemplo el de Madame Calderón de la Braca, de 1840; otro de
Luis González Obregón, de 1922. Para recordar esa festividad en Santa Anita,
reproduzco aquí la nota periodística que al respecto se publicó en 1925:
“Fue una fiesta de flores, de hermosuras, de sol y de folklore, la de ayer en la
popular y tradicional Santa Anita. ¡Lástima que las disposiciones del
Departamento de Tráfico hayan hecho deslucir los desfiles de automóviles,
llenos de mujeres vestidas con sus trajes de primavera! La alegría fue inusitada,
intensa, y se inició, como es costumbre, desde mucho antes que amaneciera.
Ya es tradicional que cuando el sol sale el Viernes de Dolores, se encuentra en
Santa Anita todo lo que brilla de noche en los centros de alegría comprada, allá
en el arrabal. En esos momentos, primeros del amanecer, tiene el pueblo
legendario, matices y coloridos fuertes y muchas veces tristes. Van y vienen
gentes trasnochadas que llevan en la cara huellas fortísimas de la última visita.
Por fortuna a las siete comienza el éxodo, la gente que no durmió va en busca
del reposo y la verbena toma otro aspecto. La ciudad va volcando sobre la
húmeda ribera del canal a la gente que vive más normalmente; por lo menos la
que no se desvela. Sólo el esfuerzo del Ayuntamiento viene sosteniendo, de
algunos años a la fecha, el entusiasmo por Santa Anita en estas épocas de las
primicias primaverales. La desaparición del canal, desde La Viga, ha contribuido
poderosamente a matar la belleza de esta fiesta típicamente mexicana. Por
fortuna, al reclamo de la Comuna, anunciando la celebración de concursos,
respondió el entusiasmo juvenil y se pudieron ver sobre las aguas negras del
canal algunas trajineras adornadas con flores y con banderas y que ocupaban
gente alegre y mitotera que daba la nota de la fiesta por todos los sitios por
donde pasaba. Y así fue como vimos las trajineras del Teatro Lírico y la del
Sindicato Nacional de Autores.
Ocho o diez trajineras más, con algunas complicaciones de adornos y una serie
de pequeñas canoas de alquiler, con sus toldos de petate y sus colgajos de
papel de china multicolor. La nota, desde luego, la dieron las artistas del teatro
de Medinas, era natural que así sucediera. Las chicas iban vestidas con los
veinticinco centímetros de tela con que se cubren durante las representaciones
nocturnas del “Ra-Ta-Plan”. Y desde el puente de La Viga, hasta la tribuna que
mandó construir el Ayuntamiento, para que la ocuparan los jurados, había sobre
los bordes del canal, compacto grupo de gente, presenciando aquel desfile. Y
naturalmente, la novedad, la clamorosa agitación de todos los espectadores y la
corte de pequeñas trajineras que seguían a la mayor, determinó que el premio
ofrecido por el Ayuntamiento se otorgara a las artistas del teatro aludido.
Sobre la carretera no se pudo obtener una nota de impresión. Solamente se
vieron durante toda la mañana, automóviles, en su mayor parte desvencijados,
trayendo a la gente cansada, asoleada y cubierta del polvo que regresaba del
paseo. Los misterios de las disposiciones del Departamento de Tráfico,
asesinaron la belleza de la fiesta, condenando a peatones y concurrentes en
vehículos a no poder verse; los condenaron a no formar los grupos pintorescos
y bellos que anualmente constituyen la verdadera fiesta de Santa Anita. Los del
tráfico se excedieron también en el trato a las personas y escuchamos una
continuada protesta contra las disposiciones y contra el léxico florido y
perfectamente gendarmeril de los agentes y de sus oficiales.
Sólo en el corazón del pueblecito, donde la romería tomaba por momentos
detalles de encantadora variedad, los paseantes pudieron juntarse a ratos.
Muchas bandas militares, establecidas desde la florida Jamaica hasta Santa
Anita, tocaban sin cesar. En Santa Anita el mitote y la alegría eran completas.
Chinas, charros, mujeres “bien”, pueblo, turistas, paseantes vulgarones,
vendedores de refrescos y de golosinas y de chucherías, todo formaba allí la
nota de la fiesta.
Las amapolitas rojas morían quemadas por el sol, en las cabezas femeninas
coronadas, como un homenaje. Bajo las sombras de los sauces reverdecidos,
se establecieron como antaño los vendedores, ofreciendo alelís, pensamientos,
margaritas, claveles y la rica variedad de la flora de Xochimilco. Lechugas,
apios, rábanos, cebollines y todo lo que en verduras producen las fértiles
chinampas. ¡Había hasta mesas de ruletas y carcamanes, como en los buenos
tiempos de la tolerancia del juego! -¡Grandes y chicos! ¡Mientras no venga el
siete, todos ganan! ¡Pasen muchachos y muchachas! –gritaban los
carcamaneros echando sobre el hule brillante de sus mesas, los dados
sospechosos de “plomados”.
Corrió el pulque en todas direcciones, como un río desbordado; había músicos
de todas clases, jaraneros, guitarreros y violinistas indígenas, tocando sus
interminables melodías. Cantadores de fiestas enronquecidos y borrachos,
desde la víspera. La policía iba y venía discretamente. Y todo aquel gentío
interminable y multicolor, paseó bajo el sol quemante de la época, que
descomponía su luz en mil tonos, a través de los colgajos de papel que
cruzaban las calzadas, desde los Indios Verdes, hasta el arcaico Mexicaltzingo.
Los concursos no revistieron gran importancia. El concurso de charros no fue
propiamente de hombres de a caballo, sino de hombres que se echaron encima
elegantes blusas estilizadas y llenas de notas femeninas y pantalones
ajustados. Había excepciones, naturalmente. Había hombría en los grupos,
vistosos y elegantes y había gente bien sentada sobre magníficos caballos. Yo,
de haber sido Jurado, habría dado un premio al general Gonzalo Escobar. Pues
hasta este desfile de charros resultó con una lucidez de tono menor, debido al
servicio que el Departamento del Tráfico organiza. La señorita María Luisa
Rule, que vistió el traje nacional juntando dos bellezas en una, ganó el primer
premio. Otra señorita, Beatriz González, que iba con un traje de capricho y que
concursó, obtuvo la recompensa correspondiente. La trajinera del Teatro Lírico,
recibió el primer premio en el concurso de canoas, adjudicándose el segundo al
sindicato Nacional de Autores. No hubo premios para el concurso de canciones,
y en cuanto al de bailes, lo obtuvieron los niños Francisco y Sara Santamaría,
quienes bailaron deliciosamente el Jarabe Nacional”.
¿A quien no se le antoja haber estado en Santa Anita un Viernes de Dolores de
antaño?
Los indios Ahorcados de Romita
Esta historia pudiera parecer inverosímil, sin embargo, aún antes de la
Conquista y según los códices aztecas, toltecas e incluso mayas, los habitantes
comunes y corrientes de la época, acostumbraban hacer representaciones
teatrales para sus Señores (reyes o emperadores), por medio de las cuales
reseñaban acontecimientos del pasado y del momento, siendo éstos a la vez
educativos para los niños, y de interés social, militar o comercial para los
adultos.
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Leyendas mexicanas coloniales

  • 1. ESCUELA SECUNDARIA N° 258 “LUIS ALVAREZ BARRET” ANTOLOGIA LITERARIA (LEYENDAS) COPILADOR IVAN DAI TORRES DE LORENZA 3°E MÉXICO, D.F; A 3 DE DICIEMBRE DE 2012
  • 2. INDICE PRÓLOGO. Capítulo I. Las calles de México La virgen del perdón……………………………………………….......5 El aparecido de la plaza mayor……………………………………….6 La historia de la casa de los azulejos……………………….………9 La Leyenda de don Juan……………………………………………..12 La casa del judío……………………………………………………….15 La Mulata de Córdoba………………………………………………...19 La leyenda de la hermana de los Ávila………………………….…21 La monja Alférez……………………………………………………….24 El santo Ecce Homo del portal………………………………………27 Leyenda de la calle de Jesús María………………………………...29 La calle de la mujer herrada…………………………………………31 La calle de Chavarría…………………………………………………32 Los polvos del Virrey…………………………………………………35 La calle de Olmedo……………………………………………………38 La calle del Reloj………………………………………………………41
  • 3. Las fiestas reales en la Plaza Mayor………………………….……43 Leyenda de la calle del indio triste…………………………………47 Cómo ahorcaron a un difunto……………………………………….49 La Fiesta del Viernes de Dolores en la Viga………………………52 Los indios Ahorcados de Romita…………………………………..55 Bibliografía……………………………………………………………...58
  • 4. PROLOGO Esta antología es una recopilación de leyendas del autor mexicano Luis González Obregón. Estas leyendas fueron extraídas de 1 de sus mejores libros titulados: “Las calles de México, donde narra las mas famosas leyendas del México colonial. Luis González Obregón nació en Guanajuato en 1865 y murió en la Ciudad de México en 1938) Historiador mexicano. Fundó en 1885 con algunos de sus discípulos el Liceo Mexicano Científico y Literario. Se dio a conocer con sus artículos semanales en El Nacional, que versaban sobre el pasado anecdótico de la Ciudad de México y que en 1891 se reunieron en su libro México viejo. Esta obra, junto a Las calles de México (1922), le dio fama. Trabajó en el Museo Nacional de Antropología e Historia y se encargó de las publicaciones de la Biblioteca Nacional, cuya historia escribió en 1910. En 1911 fue nombrado director de la Comisión Organizadora del Archivo General de la Nación, y en 1917, director del mismo. Fue miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua y de la Historia y publicó numerosos artículos de divulgación histórica, la mayor parte de ellos recogidos en sus libros. Reunió además una valiosa biblioteca, que vendió en vida. Sus obras, escritas en un estilo ameno, consiguieron popularizar en su país el interés por la historia y tratan principalmente del periodo colonial. Entre ellas destacan La vida en México en 1810, Los precursores de la independencia en el siglo XVI y El capitán Bernal Díaz del Castillo, conquistador y cronista de Nueva España.
  • 5. LA VIRGEN DEL PERDON La leyenda cuenta que hubo un judío que fue arrestado por la inquisición, el hombre en el calabozo solo rezaba sus oraciones judaicas, un día pidió a sus carceleros pinceles y colores, pintó en la puerta de su calabozo la imagen de una virgen. Un carcelero cuando entro a darle agua y alimento al judío vio su obra y quedó admirado ante la pintura. Fue con los inquisidores y les contó lo que había visto; fueron al calabozo, al ver la imagen se estremecieron, le dijeron al judío que si se arrepentía de sus culpas, lo perdonaban. El judío confesó sus pecados, renuncio a su religión y lo liberaron. La imagen de la virgen desde entonces está en la Catedral de México y el pueblo la llamó la Virgen del Perdón
  • 6. El Aparecido de la Plaza Mayor Al despuntar el alba del 25 de Octubre de 1593, en la Plaza Mayor de la ciudad virreinal, exactamente frente a la puerta del Palacio, un soldado marchaba de un lado al otro marcando el paso con gran marcialidad. Estaba totalmente armado con el arcabuz al hombre, la espada y el puñal colgando del ancho cinturón, listos para usarlos ante cualquier eventualidad. Cuando alguien se aproximaba, se detenía y, entrechocando los tacones, gritaba: ¡¿Quién vive?!. A los madrugadores que cruzaban a esas horas la Plaza les parecía algo extraño porque, en primer lugar, en México no se acostumbraba que los soldados gritaran tal consigna, luego su uniforme era diferente al que usaban los guardias del Palacio. Los curiosos comenzaron a arremolinarse a su alrededor y conforme avanzaba la mañana, el tumulto era tal que la noticia llegó a oídos del virrey, quien ordeno que el soldado fuera llevado a su presencia. El guardián, cuyo nombre no fue consignado en la historia, estaba tan perplejo como los que lo miraban y no atinaba a explicar que hacia en ese lugar. Uno de los cortesanos que estaba con el virrey dijo que el uniforme que portaba era igualito al que usaban los soldados españoles en las Filipinas. Entonces el joven soldado gritó: “Yo pertenezco al ejercito español en las Filipinas y anoche estaba haciendo guardia en la garita de la muralla que protege Manila y de repente, como un encantamiento, estoy aquí que, según dicen, es la Nueva España. No se qué pasó”. A continuación el aturdido muchacho contó lo que estaba sucediendo en su tierra esos precisos momentos. El gobernador de las islas, Gómez Pérez Dasmariñas, había sido muerto de manera violenta apenas la noche anterior. Tres años antes, el 31 de Mayo de 1590, llegó a Manila para hacerse cargo del gobierno. De inmediato se dio a la tarea de reforzar las murallas y las fortificaciones de Manila. Soñaba con hacer proezas como los grandes conquistadores de su tiempo. La oportunidad le llegó con el rey Camboya, quien deseaba que Dasmariñas lo apoyara para que juntos derrotaran al rey de Siam. Para congraciarse con el gobernador de Filipinas, le regaló, entre otros
  • 7. suntuosos presentes, dos elefantes que causaron asombro en la ciudad, pues no se conocían tales animales. En el fondo, lo que convenció a Dasmariñas a apoyar al rey de Camboya fue que podría conquistar la Isla de las Especias (hoy archipiélago de las Malucas), cuyo comercio estaba en manos de los portugueses. Las especias (pimienta, clavo, azafrán, etc.) entonces eran un preciado botín para el viejo mundo. Con sigilo, Dasmariñas preparó la flota invasora y al frente de ella emprendió la aventura. El barco que comandaba el gobernador era una galera impulsada por un centenar de remeros chinos que bogaban al ritmo marcado por un tamborilero. Aún cerca de Manila, una tormenta los sorprendió y separó del resto de la escuadra. Para alcanzarlos, Dasmariñas ordenó que remaran más rápido, y lo quiso lograr a punta de latigazos. Muchos remeros cayeron exhaustos, pero pudieron evadir la tormenta. Esa noche, los remeros chinos, confabulados con los sirvientes del navío, que también eran chinos, consiguieron las llaves de la armería, repartieron las armas y asaltaron a los españoles que dormían desprevenidos. Dasmariñas luchó con denuedo, pero fue herido por la espalda con un puñal. Los chinos le cortaron la cabeza y la pasearon por toda la galera en son de triunfo. Los cuerpos de los españoles fueron arrojados al mar y amotinados huyeron hacia china continental. Un barco de la frustrada flota rescató al único sobreviviente que relató los pormenores del sangriento hecho. ¿Dasmariñas tenía dotes sobrenaturales?. Cuentan que una pintura del gobernador que estaba en el salón principal del edificio de gobierno de Manila, a la misma hora que los chinos lo decapitaron, se cayó y al levantarlo, vieron con estupor que el retrato estaba roto por el cuello. ¿Fue un fenómeno paranormal el hecho de que un soldado de las Filipinas haya aparecido al día siguiente de la muerte de Dasmariñas en la Plaza Mayor de la Nueva España?. El viaje por barco entre Manila y Acapulco duraba más de dos meses. Luego había que hacer la travesía por varios días, a lomo de mula, desde el puerto de Acapulco hasta la capital. La gente decía que era obra del demonio, el virrey no quiso meterse en honduras y solicito al Tribunal del Santo Oficio que se encargara del asunto. El soldado fue interrogado exhaustivamente, nunca cayó en contradicciones y
  • 8. entonces tomaron la decisión de regresar al muchacho a Filipinas por la vía normal; es decir por barco, no sin antes hacerle jurar que a nadie le contaría el extraño suceso en que se había visto envuelto, de lo contrario, sería condenado a la hoguera por tener tratos con Lucifer. La historia de la Casa de los Azulejos. La historia del Palacio Azul, como lo llamaban entonces, se remonta al siglo XVI. Poco después cambiaría su nombre por La Casa de los Azulejos, La casa que hoy ocupa Sanborns, fue construida al estilo churrigueresco y se decía que los azulejos del exterior fueron hechos en China especialmente para su fachada; sin embargo, existe la posibilidad de que hayan sido fabricados en Puebla en una alfarería de talavera de frailes Dominicos en 1653. La utilización de los azulejos fue introducida a España por los moros; y como tal, los azulejos de los corredores y de la gran escalera, nos recuerden los de algunos palacios de Sevilla. Existe la certeza de que los barandales de bronce de los corredores y los balcones también fueron especialmente traídos desde China. El patio interior de la casa, ahora el salón comedor principal, luce sus altas columnas de piedra y como trabes, polines de grandes dimensiones. También es única su fuente de piedra, que constituye uno de sus principales atractivos. Este palacio ha presenciado no sólo felicidad, regocijo y hechos sobrenaturales, sino también; como contrapunto, crímenes y hasta terremotos, según cuentan varias leyendas. La historia de los moradores de la Casa de los Azulejos, comienza cuando Don Damián Martínez, presionado por sus acreedores, se vio precisado a cederla en propiedad a Don Diego Suárez de Peredo, a quien se adjudicó la finca en la cantidad de $6,500 y quien tomó posesión de la casa y de la Plaza Guardiola el 2 de diciembre de 1596. Posteriormente, Don Diego habría de heredarla a su
  • 9. hija Doña Graciana, quien contrajo matrimonio con Don Luís de Vivero, segundo Conde del Valle de Orizaba. Pasadas algunas generaciones, se cuenta que uno de ¡os condes del Valle de Orizaba, tenía un hijo que, fiado en sus riquezas, más pensaba en fiestas y derroches que en los ingenios de azúcar. El viejo Conde, cansado de las frecuentes reprimendas a su hijo, le lanzó un reto; "Hijo, tú nunca irás lejos, ni harás Casa de Azulejos", queriendo decirle a su hijo que era un bueno para nada. Al joven le hizo mella lo de los azulejos y poco a poco cambió de vida, prometiendo reedificar la casa que su padre tenía por imposible. El joven Conde cumplió lo ofrecido y reedificó aquel "Palacio Azul" revistiéndolo de azulejos, para convertirlo en la hoy famosa "Casa de los Azulejos." Muchas otras anécdotas y leyendas se cuentan sobre este monumento colonial, como aquella que dice que el 18 de octubre de 1731, la Condesa del Valle de Orizaba, Doña Graciana de Vivero y Peredo, muy devota del Cristo de los Desagravios; una escultura labrada en tamaño natural pero de autor de origen desconocido, la pidió prestada al Convento de San Francisco y la hizo llevar a su casa para colocarla en la sala principal. El 7 de noviembre siguiente, como a las 9:00 de la noche, la Ciudad fue sacudida por un fuerte terremoto. Don José Suárez, hijo de la Condesa, recorrió la casa para darse cuenta de los daños causados por el terremoto y al pasar por la sala donde se encontraba el Cristo, se acercó devotamente a besar la llaga del costado y notó que estaba húmeda, levantó los ojos para ver el rostro del Cristo y lo advirtió totalmente demudado, recordando que antes tenía el semblante de un hombre vivo y llenas las mejillas. Cubierto de un sagrado temor, dio cuenta del suceso a su madre la Condesa y varias otras personas, quienes dieron fe del milagro. Sacerdotes, médicos, pintores y escultores fueron testigos de este acontecimiento y manifestaron tratarse de un hecho sobrenatural. Cuéntase ¡amblen que en alguna ocasión, la calle de la Condesa fue escenario de un incidente que hoy calificaríamos de cursi: un día, dos nobles entraron por la estrecha calle, pero por polos opuestos, y sus carruajes se encontraron a la mitad; como ninguno podía pasar al mismo tiempo y ninguno quería hacerse atrás para ceder el paso al otro, permanecieron cada quien en su carruaje, cara
  • 10. a cara, durante tres días y tres noches. Dícese que ante tal suceso, el Virrey hubo de ordenarles a los dos que se hicieran para atrás simultáneamente y despejaran la calle por el mismo lado donde habían entrado. Esta curiosa anécdota motivó que se utilizara este hecho como símbolo del callejón, incluso la escena se ha reproducido en las cubiertas de las cajas de chocolates de la famosa línea Condesa que Sanborns produce. Los condes del Valle de Orizaba continuaron habitando el viejo palacio y el 4 de diciembre de 1828, en medio del desorden del que era presa la Ciudad por el motín de la Acordada, el oficial Manuel Palacios penetró en la Casa de los Azulejos en el momento en que el ex conde Don Andrés Diego Suárez de Peredo bajaba la escalera y le acometió varias puñaladas, dejándole sin vida. De este horroroso asesinato hubo varias versiones, pero la verdad es que fue una venganza personal del oficial, porque el ex conde Don Diego se oponía a que tuviese relaciones con una joven de la familia. Condenado a la pena de muerte, se ejecutó al culpable en la Plazuela de Guardiola. Años después, la familia Iturbe compró la Casa de los Azulejos y fue habitada por Don Rafael de la Torre y poco después por Don Sebastián de Mier. En 1891, la ocupó el Jockey Club de México y a principios de siglo, Sanborns inauguró en ella su farmacia y la primera fuente de sodas en México. Corría el año de 1903 cuando empezó a funcionar la farmacia en una superficie de 30 metros cuadrados y con un capital menor a diez mil pesos. En 1907 se ampliaron y arrendaron una superficie de 250 metros cuadrados. Para 1909, se integró una empresa con un capital de quinientos mil pesos, que suscribía incluso algunos empleados de la Casa. Diez años después, cambió su razón social por la de Sanborn Hnos., S.A. y se ampliaron las instalaciones de la droguería, el patio de la Casa de los Azulejos y un departamento de novedades y regalos, para ocupar completamente la Casa de los Azulejos con una superficie de 1,500 metros cuadrados. Hoy, todavía se admira la arquitectura severa y el lujo de las salas, por las que parecen pasar sombras de sus ancestrales moradores. La escalera que fue testigo del crimen del ex conde Don Diego, ahora contempla el famoso mural de José Clemente Orozco fechado en 1924 y titulado Omnisciencia, que tiene un valor artístico incalculable.
  • 11. Sanborns tienen muchos años de servir al público mexicano y al turista, asimismo, constituye un tradicional lugar de reunión y en su cálida atmósfera de amistad se respira un grato ambiente cosmopolita. Ahora, Sanborns constituye no sólo la cadena de restaurantes más importante de América Latina, sino una cadena de tiendas de departamentos en las que se encuentra prácticamente de todo, desde una aspirina hasta un juego de té de plata; desde un helado hasta un reloj suizo; desde un martini hasta una cámara fotográfica y desde una hamburguesa hasta una cena formal. LA LEYENDA DE DON JUAN DE LA CALLE DE URUGUAY El Centro Histórico de la Ciudad de México un domingo bien entrada la noche, puedes imaginar en la quietud de esas horas, cómo era la vida en los siglos pasados. Y cuando la oscuridad de las calles avanza, también resulta fácil vislumbrar cómo es que nacieron las leyendas de esa ciudad. La de Don Juan de Solórzano, por ejemplo, es la típica historia de terror mexicana. Una donde una persona común y corriente encuentra un final terrible, toda vez que atraviesa una experiencia sobrenatural. Pero como en toda historia, existen detalles que contar… Don Juan Manuel de Solórzano, residente acaudalado de la Nueva España, vivía en la calle de atrás del Convento de San Bernardo (hoy calle de Uruguay). Y aunque contaba con bienes y una esposa bella e inteligente, no era feliz porque no procreó descendencia. Cuenta la leyenda que tal era su desdicha que decidió divorciarse y tomar los hábitos en el Convento de San Francisco, sólo que no había quien administrara sus bienes y mandó llamar a su sobrino que vivía en España. Con él llegaron los celos de Don Juan y desesperado,
  • 12. vendió su alma al diablo con tal de saber si era su sobrino quien lo deshonraba u otro hombre. Según las órdenes que recibió del diablo, debía salir en punto de las once a matar a quien se apareciera frente a él y quien seguramente sería el que mancillaba su honor. Así lo hizo sin titubeos, sólo que al siguiente día el diablo le informó que aquél era un hombre inocente, pero que siguiera su sangrienta empresa hasta dar con el culpable. Don Juan no lo dudó y cada noche a las once salió a cumplir su cometido envuelto en una capa negra y matando a decenas de inocentes. Se cuenta que cometía los asesinatos luego de preguntar: “Perdone vuestra merced, ¿qué hora es?” Y tras la respuesta, argumentaba hundiendo el cuchillo: “Dichosa su merced que sabe a qué hora va a morir”… Una mañana, la ronda tocó a su puerta llevándole el cadáver de su propio sobrino a quien él mismo había matado. Sintió tal remordimiento que confesó sus pecados a los frailes del Convento de San Francisco y la penitencia que le impusieron fue que por tres días rezara un rosario al pie de la horca en punto de las once de la noche. Don Juan aún no terminaba el rosario la primera noche, cuando oyó una voz de ultratumba: “Un Padre nuestro y un Ave María por el alma de Don Juan Manuel”. El hombre salió huyendo y le contó lo sucedido a los frailes, quienes le dijeron que acabara su penitencia y, en todo caso, hiciera el signo de la cruz si escuchaba de nuevo aquello… La segunda noche Don Juan siguió su penitencia hasta que lo que vio fue un cortejo de fantasmas que conducían su propio féretro… Y sobre la tercera noche, Don Juan no encontró más que su muerte y de maneras que nadie pudo presenciar. Su cuerpo, sin embargo, fue visto por todos, pues fue hallado colgando de la horca de la ciudad
  • 13. Cuenta la leyenda que a finales del siglo XVI en la casa número 3, de la calle de la Puerta Falsa de Santo Domingo, hoy 100 de Perú en el centro de la Ciudad de México, vivía un sacerdote con su ama de llaves quien le ayudaba a los quehaceres diarios de la casa. En la parte de abajo tenía su taller un herrero, buen amigo del sacerdote que en repetidas ocasiones le había recomendado despedir a esa mujer que le daba mucha desconfianza… pero a palabras necias, oídos sordos. Una noche ya muy tarde, tocaron a la puerta del herrero, éste molesto y desconfiado abrió la puerta para encontrarse con dos hombres de color muy grandes y mal encarados solicitándole que por favor herrara a la mula que llevaban como favor especial para su amigo el sacerdote quien debía emprender un viaje por la mañana muy temprano. El herrero accedió, no podía defraudar a su amigo el sacerdote, sin embargo le seguía pareciendo extraño por la hora y por esos hombres que no conocía. Así pues se acercó a la mula y la herró… una herradura en cada pata. Una vez terminado, observó como los dos hombres se llevaban a la mula, mientras la castigaban con un fuete.
  • 14. Al otro día muy de mañana, el herrero subió a buscar al sacerdote para preguntarle sobre lo ocurrido la noche anterior, insistió hasta que por fin su amigo abrió la puerta somnoliento, lo que sorprendió al herrero. -Lúcidos estamos -le dijo-; despertarme tan de madrugada para herrar una mula, y todavía tiene vuestra merced tirantes las piernas debajo de las sábanas ¿qué sucede con el viaje? -Ni he mandado herrar mi mula, ni pienso hacer viaje alguno -replicó el aludido. Al escuchar la respuesta del sacerdote, el herrero le pidió buscar al ama de llaves para preguntarle si ella sabía algo, llegaron a la puerta, tocaron varias veces sin obtener respuesta, hasta que de un golpe abrieron para encontrarse aterrados con la mujer tendida en la cama, con las herraduras en pies y manos. Aterrados concluyeron que la mujer había cometido un gran pecado que había pagado con su propia vida; y que aquellos hombres eran los demonios que la perseguían
  • 15. La casa del judío Allá por el barrio de San Pablo, casi en los suburbios de la ciudad, tantas veces llamada de los Palacios, y en la calle conocida con el nombre indígena del Cacahuatal, existió una casa vieja que databa de mediados del siglo XVII, y que después de tantos años, era casi del todo una ruina. Carcomida por la humedad y el salitre, llena de hierbas nacidas entre las cuarteaduras de sus ennegrecidos muros, destechada, con maderos hendidos y apolillados, que habían dejado vacíos los claros de puertas y ventanas; aquella casa que fue derrumbada no hace muchos años, era fea, triste, melancólica, por la soledad sólo interrumpida en las noches sin luz de aquel barrio, por el chirrido de los repugnantes murciélagos que azotaban las paredes, o por el canto de uno que otro desvelado tecolote que abandonando las torres viejas iban a visitar ese sepulcro falto hasta de cadáveres. La casa por lo demás, pertenecía al orden usado entonces, y por las cruces, emblemas, letras, grifos y adornos que casi borrados ostentaba su fachada, mas parecía haber sido la tranquila mansión de un obispo o de un solitario religioso que huye del bullicio de la ciudad, que la morada de un judío, como quiere la tradición. Empero, aunque sin haber encontrado, a pesar de repetidas investigaciones, el fundamento histórico de la creencia popular, desde muy niños hemos oído referir que en la citada casa vivió D. Tomás Treviño y Sobremonte, judaizante quemado vivo por la Santa Inquisición. ¿Pero quién fue ese célebre personaje? ¿que delitos enormes cometió para incurrir en esa horrible pena, cuya sola mención hace estremecer de espanto? D. Tomás Treviño y Sobremonte, que por algún tiempo se llamó Jerónimo de Represa, era natural de Medina del Río Seco, en Castilla la Vieja, e hijo de D. Antonio Treviño de Sobremonte y de Da. Leonor Martínez de Villagómez. Esta Da. Leonor había sido relajada en estatua por judaizante, en la Inquisición de Valladolid, así como otros muchos de sus parientes. Ignoramos cuándo pasó a Nueva España D. Tomás Treviño, o Tremiño, como le apellidan otros. Sólo sabemos que a principios del siglo XVII fue preso por la
  • 16. Inquisición: pero entonces, aparentando sin duda arrepentimiento, logró ser reconciliado y puesto en libertad. Poco después casóse con María Gómez, y de ella hubo dos hijos, Rafael de Sobremonte y Leonor Martínez, que también cayeron en las garras del Santo Oficio. En México, Treviño Sobremonte se dedicó al comercio e hizo frecuentes viajes por el interior del país. Cierto tiempo se estableció en Guadalajara, capital a la sazón de Nueva Galicia, donde tuvo una tienda con dos entradas. Bajo de una de sus puertas había enterrado un Santo Cristo, y se cuenta que a los marchantes que por allí entraban les vendía más baratas las mercancías, que a los que entraban por la otra. Se cuenta también que noche con noche azotaba a un Santo Niño de madera, que como la escultura conservaba después las señales de los azotes, fue tenida por milagrosa y muy venerada en la iglesia de Santo Domingo. Vuelto a México, cayó nuevamente en poder del Santo Tribunal; mas la enumeración de sus crímenes (?) bien merece ser conocida, y para hacerla, nos vamos a permitir extractar algunos trozos del compendio de su causa, que por aquel tiempo círculo impresa. "Fue preso -dice- con secuestro de bienes por judaizante relapso. Salió tan arrepentido de la Fe, que se celebró en la iglesia del Convento de Santo Domingo de esta ciudad, a los 15 de Junio de 1625, que apenas se vio en libertad cuando comenzó a comunicarse de nuevo con sus cómplices, con que manifestó la ficción y cautela con que procedió en la primera causa en sus confesiones, encubriendo siempre en ellas propios, y ajenos defectos, y con otras personas judaizantes, dándoles noticias de las cosas que en el S. Oficio y sus cárceles pasaban, e instruyéndolas para en caso que se vieran presos del modo con que se habían de portar, haciéndoles creer, que en estar negativo había consistido el buen suceso de su causa. Trató ya reconciliado, como judío tan de corazón, casarse con la dicha María Gómez, de quien se sabía ser también judía y sus mayores habiéndose comunicado por tales. El día de la Boda convidó para ella a muchos de las de su caduca ley, y la celebró con ritos y ceremonias judaicas, poniéndose al tiempo de comer un paño en la cabeza, y dando principio a los demás platos con uno de buñuelos con miel de abejas, alegando para ello cierta historia apócrifa, que decía ser de la Escritura, en que se mandaba hacerse así; degollando con cuchillo las gallinas que se habían de servir a la mesa de su suegra Leonor Núñez, conformándose en semejantes ceremonias con su yerno, diciendo tres veces al degollarlas vueltos los ojos hacía el Oriente, cierta oración ridícula, lavándose este pérfido judío después de
  • 17. comer tres veces las manos con agua fría por no quedar treso, que es lo mismo que manchado." Se le acusó de haber incitado a su mujer y a su cuñada Isabel Núñez a que se denunciaran ante la Inquisición, por estar ya presos su suegra y otros de sus cuñados, Ana Gómez y Francisco López de Blandón; de haberse hecho circuncidar por uno de los suyos, lo mismo que a su hijo; de practicar continuos ayunos, valiéndose para verificarlo de "fingidas jaquecas y desganos de comer", de no oír misa y de confesarse "al modo judaico, puesto de rodillas en un rincón con harto feas ceremonias..." Que cuando acababa de comer o de cenar, caminando en unión de católicos, al darles los "buenos días", o las "buenas noches", no respondía "Alabado sea el Santísimo Sacramento", sino: "Beso las manos de Vuestras Mercedes". Que su mujer le llamaba "Santo de su Ley", y que en su prisión se valía de la lengua mexicana o azteca para comunicarse con su cuñado Francisco de Blandón. Que maldecía, en fin, repetidas veces al "Santo Oficio, a sus Ministros, a los que le fundaron y a los Reyes que les tienen en sus Reinos". "Y hecha la cuenta -prosigue el extracto de su causa- se halla haber hecho estos ayunos por espacio de cinco años, y a no haber acudido con hacerle comer por fuerza, hubiera muerto de este rigor de ayunos. Los delitos suyos si se hubieran de referir pedían volumen grande, basta decir que la noche que se le notificó su sentencia de relajación, descubrió el rostro y se quitó la máscara de fingido católico, y dijo que era judío, y que quería morir como tal, y que le cogía la muerte habiendo acabado de hacer un ayuno de setenta y dos horas; y diciéndole que había de morir al día siguiente, dijo que no, sino en el día que estaba, contando el día al modo judaico, de puesta del Sol a Sol..." Seamos justos. Leyendo las líneas anteriores se pregunta uno: ¿Fue aquel infeliz judío un fanático? ¿Sus sectarios no le contarán por ventura en el número de los mártires de su religión? El 11 de Abril de 1649 celebró la Inquisición uno de los más notables y pomposos Autos, y entre otros fue juzgado y condenado a ser quemado vivo D. Tomás Treviño de Sobremonte. No describiremos la famosa procesión de la Cruz Verde, que salió la víspera, ni conduciremos al lector al tablado que se levantó en la plazuela del Volador apoyado en la fachada de la iglesia de Porta Coeli, ni oiremos la lectura fastidiosa de muchas causas insípidas y monótonas; sólo seguiremos a D. Tomás Treviño.
  • 18. "Salió al Cadalso con Sambenito y Coroza de condenado, sin cruz verde en las manos que no la quiso admitir, mordaza en la boca, porque eran tantas las blasfemias que decía, que se usó de este medio que no aprovechó, según las bravuras que hacía, y fué entregado a la justicia y brazo seglar..." Una vez en poder de la autoridad ordinaria, se le montó en una mula que mucho corcoveaba, se le mudó a otra, y en seguida a otras sucesivamente. El vulgo dijo que "los animales no querían llevar a cuestas tan perro judío." ¿Por qué no decir mejor que se resistían a conducir a un pobre hombre a tan semejante suplicio? Al fin se le puso en un caballo que era conducido por un indio. El indio exhortaba a Sobremonte para que creyera en "Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo"; pero a las palabras acompañaba la acción, dándole tremendos puñetazos. ¡Qué espectáculo! ¡Un siervo de la Colonia atormentando a una víctima de su dominador! El reo en su cabalgadura atravesó la plaza, los portales, las calles de Plateros y San Francisco, hasta llegar al quemadero, situado entre el convento de san Diego y la Alameda. Se le amarró al garrote del suplicio. El gentío era inmenso, llenaba todas las avenidas, las azoteas de las casas vecinas, las torres de las iglesias de San Diego y San Hipólito, las ventanas y todas las copas de los árboles de la Alameda. Esa multitud estaba formada de curiosos que iban a presenciar un acto teatral, y de devotos que esperaban ganar miles de indulgencias. Los sentimientos humanitarios se escondían allá en el fondo de los corazones. ¡Estaba prohibida bajo severas censuras la compasión! De repente se encendió la llama de la hoguera, chisporrotearon los maderos secos, y el humo se elevó como huyendo de aquel horrible espectáculo. La victima casi sofocada, mas sin exhalar un grito, ni un gemido, ni una queja la más leve, se contentó con exclamar, recordando sus bienes confiscados, y atrayendo con los pies las brasas escondidas: -¡Echen leña, que mi dinero me cuesta!
  • 19. La Mulata de Córdoba Cuenta la leyenda que durante la época del Virreinato, cuando muchas personas morían a manos de la Santa Inquisición acusadas de brujería o de prácticas que iban en contra de la religión, vivía en la Ciudad de Córdoba una mujer mulata de extraordinaria belleza que era hija de padre español y madre negra pero a quien no se le conocía ningún familiar. Esta mujer a la que todos llamaban La Mulata tenía una belleza tan abrumadora que cualquier caballero que la miraba quedaba perdidamente enamorado de ella y así, su fama poco a poco fue extendiéndose más allá de la región de Córdoba; la mayoría de estos gentiles hombres trataron en vano enamorar a la mujer quien siempre mantenía las puertas de su casa cerradas y rechazaba a cualquiera que intentara acercársele. Por ese entonces, utilizando sólo las hierbas del campo y sin un conocimiento aparente de herbolaria comenzó a curar a los campesinos de enfermedades que incluso los médicos más renombrados no podían vencer; pero además de curar enfermedades, era capaz de predecir tormentas y realizar toda clase de hechizos.
  • 20. Con el tiempo la gente llegó a sospechar de su singular belleza, de la gran facilidad para curar a los enfermos y de su eterna soltería, así que no tardó en esparcirse el rumor de que La Mulata era amante del diablo, razón por la cual podía curar cualquier enfermedad además de mantenerse siempre joven y hermosa; hubo incluso quienes afirmaron que si pasaban por su casa durante las noches se podían escuchar ruidos temibles, llantos, lamentos y que se veían llamas en el interior de su hogar; muchos también contaron que era posible verla en distintos lugares de Córdoba al mismo tiempo. Pronto todos los pobladores comenzaron a temerle y los rumores no tardaron en llegar a los oídos del Tribunal del Santo Oficio, donde decidieron tomar cartas en el asunto, apresarla y conducirla hasta el puerto de Veracruz, donde, después de haberla encontrado culpable de practicar brujería y mantener pacto con el Diablo, la encerraron en el Castillo de San Juan de Ulúa. Durante las noches, en lugar de rezar y pedir perdón por su comportamiento, se dedicaba a dibujar en la pared de su celda un velero de hermosas velas blancas navegando en un océano de aguas tranquilas. El carcelero que la custodiaba, al ver el velero pintado en la pared de la cárcel quedó sorprendido de la maestría y el realismo con que había sido pintado el velero; La Mulata, divertida por la reacción del carcelero le preguntó si era de su agrado y qué le faltaba, a lo que el hombre respondió que sólo le faltaba navegar; ante tal respuesta la Mulata le dijo que lo pondría a navegar y con él cruzaría el mar, acto seguido subió en el velero y se despidió de su guardia, quien la vio esfumarse en su velero que navegaba hacia una de las esquinas de la pared. Fue así como desapareció la hermosa Mulata de Córdoba y nunca más se supo de ella La leyenda de la hermana de los Ávilas A mediados del siglo XVI vivieron en la esquina de lo que hoy serían las calles de Argentina y Guatemala, los hermanos Ávila, que eran Gil, Alfonso y doña María, a la que por oscuros motivos se inscribió en la historia como doña María de Alvarado. Pues bien, esta doña María que era bonita y de gran prestancia, se enamoró de un tal Arrutia, mestizo de humilde cuna y de incierto origen, quien viendo el profundo enamoramiento que había provocado en doña María trató de convertirla en su esposa para así ganar mujer, fortuna y linaje.
  • 21. A tales amoríos se opusieron los hermanos Ávila, sobre todo el llamado Alonso de Ávila, quien llamando una tarde al irrespetuoso y altanero mestizo, le prohibió que anduviese en amoríos con su hermana. -Nada podéis hacer si ella me ama -dijo cínicamente el tal Arrutia-, pues el corazón de vuestra hermana es mío; podéis oponeros cuanto queráis, que nada lograréis. Molesto don Alonso se fue a su casa y habló con su hermano Gil a quien le contó lo sucedido. Gil pensó en matar en un duelo al bellaco que se enfrentaba a ellos, pero pensando mejor las cosas decidieron reunir un buen monto de dinero y se lo ofrecieron al mestizo para que se largara para siempre de la capital de la Nueva España, pues con los dineros ofrecidos podría instalarse en otro sitio y poner un negocio lucrativo. Cuéntese que el mestizo aceptó y sin decir adiós a la mujer que había llegado a amarlo tan intensamente, se fue a Veracruz y de allí a otros lugares, dejando transcurrir los meses y dos años, tiempo durante el cual, la desdichada doña María Alvarado sufría, padecía, lloraba y gemía como una sombra por la casa, según dice la historia. Finalmente, viendo tanto sufrir y llorar a la querida hermana, Gil y Alonso decidieron convencer a doña María para que entrara de novicia a un convento. Escogieron al de la Concepción, el cual fue el primero en ser construido en la Capital de la Nueva España, (apenas 22 años después de consumada la Conquista). Así, tras reunir otra fuerte suma como dote, la fueron a enclaustrar diciéndole que el mestizo motivo de su amor y de sus cuitas jamás regresaría a su lado, pues sabían de buena fuente que había muerto. Sin mucha voluntad doña María entró como novicia al citado convento, en donde comenzó a llevar la triste vida claustral, aunque sin dejar de llorar su pena de amor, recordando al mestizo Arrutia entre rezos, ángelus y maitines. Por las noches, en la soledad tremenda de su celda se olvidaba de su amor a Dios, de su fe y de todo y sólo pensaba en aquel mestizo que la había sorbido hasta los tuétanos y sembrado de deseos su corazón. Al fin, una noche, no pudiendo resistir más esa pasión que era mucho más fuerte que su fe, que opacaba del todo su religión, decidió matarse ante el silencio del amado de cuyo regreso llegó a saber, pues el mestizo había vuelto a pedir más dinero a los hermanos Ávila.
  • 22. Cogió un cordón y lo trenzó con otro para hacerlo más fuerte, a pesar de que su cuerpo a causa de la pasión y los ayunos se había hecho frágil y pálido. Se hincó ante el crucificado a quien pidió perdón por no poder llegar a profesar y se fue a la huerta del convento y a la fuente. Ató la cuerda a una de las ramas del durazno y volvió a rezar pidiendo perdón a Dios por lo que iba a hacer y al amado mestizo por abandonarlo en este mundo. Se lanzó hacia abajo…. Sus pies golpearon el brocal de la fuente. Y allí quedó basculando, balanceándose como un péndulo blanco, frágil, movido por el viento. Al día siguiente la madre portera que fue a revisar los gruesos picaportes y herrajes de la puerta del convento, la vio colgando, muerta. El cuerpo ya tieso de María de Alvarado fue bajado y sepultado ese misma tarde en el cementerio interior del convento y allí pareció terminar aquél drama amoroso. Pero según consta en las actas del muy antiguo convento de la Concepción, que hoy se localizaría en la esquina de Santa María la Redonda y Belisario Domínguez, las monjas enclaustradas en tan lóbrega institución, vinieron sufriendo la presencia de una blanca y espantable figura que en su hábito de esa misma orden, veían colgada de uno de los árboles de durazno que en ese entonces existían. Cada vez que alguna de las novicias o profesas tenía que salir a alguna misión nocturna para cruzar por el patio y jardines de las celdas interiores, no resistían la tentación de mirarse en las aguas de la fuente que había en el centro y entonces ocurría aquello. Tras ellas, balanceándose al soplo ligero de la brisa nocturna, veían a aquella novicia pendiente de una soga, con sus ojos salidos de las órbitas y con su lengua como un palmo fuera de los labios retorcidos y resecos; sus manos juntas y sus pies con las puntas de las chinelas apuntando hacia abajo. Las monjas huían despavoridas clamando a Dios y a las superioras, y cuando llegaba ya la abadesa o la madre tornera, que era la más vieja y la más osada, ya aquella horrible visión se había esfumado.
  • 23. Así, noche a noche y monja tras monja, el fantasma de la novicia colgando del durazno fue motivo de espanto durante muchos años y de nada valieron rezos ni misas ni duras penitencias, ni golpes de cilicio para que la visión macabra se alejara de la santa casa, llegando a decir en ese entonces en que aún no se hablaba ni se estudiaban estas cosas; que todo era una visión colectiva, un caso típico de histerismo provocado por el obligado encierro de las religiosas. Más una cruel verdad se ocultaba en la fantasmal aparición de aquella monja ahorcada y ahora ya saben cuál es. Y así terribles tragedias perseguían a esta familia, pues todos los hijos de doña Leonor Alvarado y de don Gil González Benavides, consiguieron un destino oscuro. Ahorcada doña María de Alvarado en la forma que antes quedó dicha, poco después sus dos hermanos Gil y Alonso, se vieron envueltos en una conspiración encabezada por don Martín Cortés, hijo del conquistador Hernán Cortés, y descubierta esta conjura fueron encarcelados los hermanos Ávila, juzgados sumariamente y sentenciados a muerte. El 16 de julio de 1566 montados en cabalgaduras vergonzantes, humillados y vilipendiados, los dos hermanos Ávila, Gil y Alonso fueron conducidos al patíbulo en donde fueron degollados. Por órdenes de la Real Audiencia y en mayor castigo a la osadía de los dos Ávila, su casa fue destruida y en el solar que quedó se aró la tierra y se sembró con sal. La monja Alférez
  • 24. Uno de los personajes más fascinantes y curiosos del siglo de oro español es Catalina Erauso, apodada La Monja Alférez, cuya vida está plagada de peripecias y aventuras. Nacida en San Sebastián en 1592, era hija de un militar, Miguel de Erauso, y de María Pérez de Gallárraga y Arce. A los cuatro años fue internada en el convento de San Sebastián el Antiguo, del que una tía suya era la priora, por lo que tanto su niñez como su adolescencia las pasó entre rezos y crucifijos, llevando una austera vida monacal. Sin embargo, parece ser que su carácter, inquieto y rebelde, no iba en consonancia con la tranquila forma de vida de intramuros. Por si fuera poco, una discusión en el claustro con una robusta novicia, en la que nuestra protagonista recibió varios golpes, motivó que se decidiera a marchar del convento. Fue así como, en 1607, cuando apenas contaba quince años de edad, colgó los hábitos y, disfrazada de labriego, cruzó las puertas del convento para no regresar nunca. Pasó entonces a vivir en los bosques y a alimentarse de hierbas, a viajar de pueblo en pueblo, temerosa de ser reconocida. Siempre vestida como un hombre y con el pelo cortado a manera masculina, adoptó nombres diferentes, como Pedro de Orive, Francisco de Loyola, Alonso Díaz, Ramírez de Guzmán o Antonio de Erauso. Algunos autores afirman que su aspecto físico le ayudó a ocultar su condición femenina: se la describe como de gran estatura para su sexo, más bien fea y sin unos caracteres sexuales femeninos muy marcados. Pedro de la Valle nos dice de ella que “no tiene pechos, que desde muchacha me dijo haber hecho no sé que remedios para secarlos y dejarla llana como le quedaron…”. También se dice que nunca se bañaba, y que debió adoptar comportamientos masculinos para así poder ocultar su verdadera identidad. Bajo alguno de estos nombres logró llegar a Sanlúcar de Barrameda, embarcando más tarde en una nave hacia el Nuevo Mundo. En tierras americanas desempeñó diversos oficios, recalando en el Perú. En 1619 viajó a Chile, donde, al servicio del rey de España, participó en diversas guerras de conquista. Destacada en el combate, rápidamente adquirió fama de valiente y diestra en el manejo de las armas, lo que le valió alcanzar el grado de alférez sin desvelar nunca su autentica condición de mujer. Amante de las riñas, del juego, los caballos y el galanteo con mujeres, como corresponde a los soldados españoles de la época, fueron varias las veces en
  • 25. que se vio envuelta en pendencias y peleas. En una de ellas, en 1615, en la ciudad de Concepción, actuó como padrino de un amigo durante un duelo. Como quiera que su amigo y su contrincante cayeran heridos al mismo tiempo, Catalina tomó su arma y se enfrentó al padrino rival, hiriéndole de gravedad. Moribundo, éste dio a conocer su nombre, sabiendo entonces Catalina que se trataba de su hermano Miguel. En otra ocasión, estando en la ciudad peruana de Huamanga en 1623, fue detenida a causa de una disputa. Para evitar ser ajusticiada, se vio obligada a pedir clemencia al obispo Agustín de Carvajal, contándole además que era mujer y que había escapado hacía ya bastantes años de un convento. Asombrado, el obispo determinó que un grupo de matronas la examinarían, comprobando que no sólo era mujer, sino virgen. Tras este examen, recibió el apoyo del eclesiástico, quien la puso bajo su tutela y la envió a España. Conocedores de su caso en la corte, fue recibida con honores por el rey Felipe IV, quien le confirmó su graduación y empleo militar y la llamó “monja alférez”, autorizándola además a emplear un nombre masculino. Algo más tarde, mientras su nombre y aventuras corrían de boca en boca por toda Europa, Catalina viajó a Roma y fue recibida por el papa Urbano VIII, quien le dio permiso para continuar vistiendo como hombre. Durante esta tranquila etapa, ella misma escribió o dictó sus propias memorias, la “Historia de la monja alférez”, publicadas en París mucho más tarde, en 1829, y traducidas a varios idiomas. Del libro, en el que en mucho de cuanto se cuenta es difícil distinguir la realidad de la ficción, surgieron también adaptaciones, como la de Thomas de Quincey, así como obras de teatro y películas. Pero su espíritu inquieto y aventurero no conoce reposo. En 1630, la monja alférez viaja de nuevo a América y se instala en México, donde regenta un negocio de arriería o transporte de mercancías entre la capital mexicana y Veracruz. A partir de 1635 poco se sabe de su vida, salvo que murió en Cuitlaxtla, localidad cercana a Puebla, quince años más tarde. Sin embargo, tampoco se conocen las causas de su fallecimiento, pues unos dijeron que había muerto asesinada, otros que en un naufragio y otros, los más dados a la fantasía, que se la había llevado el diablo.
  • 26. El santo Ecce Homo del portal. –El Santo Ecce Homo– tiene sus mitos y sus misterios. Esta figura, que se conmemora el lunes santo, cuenta con miles y miles de devotos, y sin embargo, su origen sigue siendo desconocido. Cuenta una leyenda que un hombre de color, procedente de Rincón Hondo, fue encerrado bajo su propia solicitud para construir una imagen grandiosa. El hombre se mantuvo aislado durante varios días sin otro alimento que una pequeña cantidad de pan y agua. El silencio impuesto por este aislamiento acabó inquietando a la gente. Unos días después de este encierro insólito, un grupo de pueblerinos acudió al lugar para conocer su estado de salud. La sorpresa fue enorme: el local estaba vacío, sin rastros del artesano, y además, el agua seguía intacta. En medio de la sala, destacaba una imagen imponente, labrada de manera majestuosa que, poco después, fue llamada: “El Santo Ecce Homo” (“He aquí el hombre”). Desde entonces, el Santo fue adulado por los habitantes de Valledupar quienes vieron en ese descubrimiento el primero de una larga cadena de milagros. Entre ellos está el hecho de que el Ecce Homo sude abundantemente y que con ese sudor se pueda curar un gran número de enfermedades. Cada Lunes Santo es un momento de fervor y exaltación. El pueblo se reencuentra con su patrono, lo adula, le ruega mejoras y milagros, o simplemente, celebra su regreso con una fe y una constancia fuera de lo común. Llegan personas de las afueras de la ciudad, se aglomeran en la plaza Alfonso López y persiguen la imagen del Ecce Homo por las calles del centro histórico. Este lunes 2 de abril, el mismo esquema se reprodujo y –ante un océano de personas–, la imagen del Santo Patrono apareció en la tarima Francisco El
  • 27. Hombre. El discurso de Monseñor Óscar José Vélez Isaza emocionó las multitudes que, luego, repitieron el coro sobre una música interpretada con el instrumento regional: el acordeón. Centenares de pañuelos blancos se alzaron en el aire en busca de un reconocimiento. Algunas personas se acercaban a la tarima para limpiar el cristal protector del Santo con ese mismo pañuelo, otras observaban cómo los hombres más cercanos se llevaban al patrono en sus hombros. A las seis de la tarde, el Santo Ecce Homo ya iniciaba su procesión. Las gotas finas de un aguacero amenazaban con caer, pero al final, sólo quedó en una amenaza. En la semi-oscuridad, el patrono avanzaba lentamente entre la mirada admiradora y beata de los visitantes. Monedas volaron, aplausos sonaron y rumores se difundieron que el Santo Patrono reservaba buenas sorpresas para los meses venideros. El fervor colectivo de la Semana Santa llegó a su epicentro y detrás de la figura del santo, entre las callejuelas del centro, no podían faltar los representantes de la clase política local. Todo fue un sueño de varias horas que dejó la ciudad de Valledupar en un estado de embriaguez espiritual. Una sensación de bienestar que se repite año tras año y que muchos no consiguen explicar.
  • 28. Leyenda de la calle de Jesús María Esta historia sucedió en el convento de Jesús María, en la ciudad de México, alrededor de 1680, cuando Tomasina Guillén Hurtado de Mendoza, viuda de don Francisco Pimentel, gentil hombre del virrey entró como novicia al convento de Jesús María. Tomasina era una hermosa mujer de enigmáticos ojos verdes, aunque un tanto tristes a causa de los malos tratos de su propia madre. A los quince años la señora la metió de monja al convento de Jesús María, pero Tomasina, rebelde a los muros del recinto, volvió pronto a su casa. Después de algunas semanas de su regreso, enfermó terriblemente, hasta el grado de verse en manos de la muerte. Presa del terror, prometió que si se curaba conduciría todos sus pasos por el camino místico; sin embargo, ya sanada, se arrepintió, conformándose con vestir los hábitos de santa Teresa. La madre, molesta, la encerró en el convento de Santa Isabel, pero ella volvió a inclinarse por la vida mundana. Después de algunos años se casó con don Francisco Pimentel, con quien esperaba hallar la felicidad bajo un mismo techo. Empero, se topó con una cárcel más terrible que la del hábito: su esposo, enfermo de celos, le impuso una existencia de encierro, impidiéndole salir o ver a cualquier persona (selló incluso las ventanas de su habitación). Afortunadamente para Tomasina, el matrimonio sólo duró unos meses, pues su marido, siempre metido en pleitos, encontró la muerte en uno de ellos. Además, para sorpresa de la viuda, el marido le dejó por herencia el ajuar de la casa y un
  • 29. monto de tres mil pesos, que únicamente podrían cobrarse si la dama entraba en un convento. Así, Tomasina decidió ingresar nuevamente al claustro de Jesús María. Transcurridos unos meses de su noviciado, vio entre sueños a un clérigo, quien le pidió, a ella y a sus compañeras, la realización de ciertas devociones, con el propósito de poder salir de los tormentos que ya hacía muchos años padecía en el Purgatorio. Cuando comentó el suceso con su confesor, éste, creyendo que todo era producto de su imaginación, le mandó encomendar a Dios el alma de ese clérigo. Después de ello, Tomasina supo de las apariciones que, durante los dos últimos Jueves Santos, ocurrían en la sala de labor de las monjas y en la habitación dedicada a los ejercicios espirituales. Algunas novicias aseguraban haber visto el fantasma de un clérigo subiendo por la escalera con gran reposo y silencio. Días después, Tomasina volvió a soñar con el mismo clérigo, quien ahora le reclamaba por no cumplir su petición; le recordaba que las oraciones debían ser dichas por toda la comunidad, mientras el ayuno lo debía cumplir sólo ella. Tomasina alegó no saber si las monjas accederían a cumplir con ese mandato. Pero luego sintió cómo el difunto le tomaba el brazo izquierdo y le provocaba un agudo dolor. Al despertar, la mujer advirtió sobre el brazo varias quemaduras con la forma de las yemas de los dedos del clérigo. De inmediato se dio aviso al entonces arzobispo de México, fray Payo Enríquez de Rivera, quien mandó a su provisor y vicario general a cerciorase del caso. También se pidió la opinión de unos cirujanos, los cuales aseguraron que el fuego usado para esas quemaduras no era conocido en este mundo. Además, las quemaduras habían contraído los nervios del brazo, dejándolo inútil. Esta prueba condujo al convento a dedicar algunas misas y rosarios para el difunto, pero Tomasina, por su delicada salud, no pudo cumplir con el ayuno. Algunas semanas después, se le volvió a aparecer a la monja el clérigo difunto, aunque esta vez en cuerpo y alma. El hombre le agradeció todo lo hecho por él, asegurándole a Tomasina la disminución de sus penas; sin embargo, le pidió no olvidar el ayuno, A cambio, le prometió abogar por ella cuando se encontraran en el Cielo, además de asegurarle pronta mejoría. Durante algunos años, y hasta el veintidós de septiembre de 1769, cuando tomó definitivamente los hábitos religiosos, Tomasina vivió con las quemaduras y uno de sus brazos inutilizados pero al día siguiente amaneció completamente
  • 30. sana y sin huella alguna de las quemaduras. Desde entonces, la monja continuó una vida austera y ejemplar. La calle de la mujer herrada En el año 1670, en una casa de la calle de la Puerta Falsa de Santo Domingo vivía un clérigo en concubinato con una mala mujer. No muy lejos de allí existió un lugar llamado la casa del Pujavante, hogar y taller de un herrador, que frecuentaba el clérigo por ser su compadre. El herrador le aconsejaba renunciar a ese concubinato pero el clérigo no quería. Una noche, el herrador fue despertado por unos golpes a la puerta de su taller, al abrir se encontró con dos negros que le entregaron a una mula y un recado de su compadre el clérigo, suplicando que le herrara, porque en la mañana cabalgaría al Santuario de la Virgen de Guadalupe. El herrador clavó cuatro herraduras en la mula, después la entregó a los negros y le pegaron tan cruelmente al animal que los reprendió. En la mañana fue a casa del clérigo para saber el porque de su partida al santuario le sorprendió encontrarlo dormido en la cama, lo despertó y le contó lo sucedido en la noche. El clérigo negó tal partida y enviar ningún recado, por lo que ambos supusieron que algún travieso les jugó una broma y para celebrar la broma quiso despertar a su concubina, pero no se movió, insistió y se percató
  • 31. de que estaba muerta. Se horrorizaron al ver las cuatro herraduras en las palmas de las manos y plantas de los pies, el freno en la boca y los golpes. Ambos se convencieron de que todo aquello era efecto de la Divina Justicia, y que los negros eran demonios. Hubo otros tres testigos del cadáver, el cura Dr. D. Francisco Antonio Ortiz, el R. P. Don José Vidal y un religioso carmelita, venidos al lugar de los hechos. Los tres respetables testigos acordaron el entierro de esa mujer en esa casa y guardar en secreto permanente lo sucedido. Ese mismo día aquel clérigo, abandonó la casa para cambiar de vida y no se volvió a saber de él. La calle de Chavarría (2ª DEL MAESTRO JUSTO SIERRA) Noche lúgubre, según las crónicas de nuestras antiguallas, fue la del 11 de diciembre de 1676 para los buenos habitantes de la Muy Noble y Leal ciudad de México, pues a las siete, estándose celebrando el aniversario de la aparición de la virgen de Guadalupe en la iglesia de San Agustín, se incendió ésta, comenzando por la plomada del Reloj. ¡Considérese la consternación y espanto de aquellas benditas y devotas gentes al ver que el fuego devoraba un templo tan antiguo y tan suntuoso! ¡Considérese la imposibilidad de contener tan voraz elemento en aquellos remotos tiempos, en que las bombas eran desconocida, en que las llaves de agua sólo servían para satisfacer la sed, y en los que para sofocar el fuego se acudía al derrumbe y a la presencia de la imágenes, y de las comunidades que
  • 32. llevaban cartas fingidas de los santos fundadores, en las que éstos simulaban desde el Cielo mandar que cesara el incendio! Qué noche! La gente salía en tropel de la iglesia y empujada por el terror, sofocada por el humo, iluminada por las llama! Los frailes agustinos por su parte abandonaban el convento, temerosos de que el fuego devorase las celdas. En pocos instantes la calle estaba completamente llena de una multitud abigarrada, que con los ojos abiertos y casi salidos de sus órbitas por el terror, veía impotente que el fuego lamía, se enroscaba y devoraba impetuoso al templo. La multitud, repito, era heterogénea. Los curiosos, los devotos que habían quedado, los agustinos, las órdenes de otros conventos, que habían acudido con sus Santos Estandartes y cartas de sus patronos, los regidores de la ciudad, los oidores, y el Virrey Arzobispo Don Fr. Payo Enríquez de Rivera, que personalmente tomaba parte activa dictando cuantas medidas juzgaba conducentes, para que el fuego no se comunicara al convento y cuadras circunvecinas, como lo consiguió. Pero cuando era mayor la confusión, en el incendio, cuando la gente apiñada frente a la ancha puerta de la iglesia, veía salir de ésta lenguas colosales de fuego, gigantescas columnas de humo, infinidad de chispas que arrebataba el viento, cuando el calor sofocante, exhalado como el aliento de un monstruo, brotaba de aquella puerta y se comunicaba hasta la acera de enfrente, haciendo reventar los cristales de las vidrieras de las casa, la multitud presenció una escena que a todos hizo por lo pronto enmudecer de espanto... Un hombre como de cincuenta y ocho años de edad; pero fuerte y robusto, que vestía el traje de Capitán y ceñía espadín al cinto, se abrió paso con esfuerzo entre la multitud y solo, sin que nadie se diera cuenta de lo que iba a hacer, penetró en la iglesia cuyos muros estaban ennegrecidos por el humo; subió impasible las grada del altar mayo; trepó con agilidad sobre la mesa del ara; alzo el brazo derecho y con fuerte mano tomo la custodia del Divinisímo, rodeada en esos instantes de un nuevo resplandor el resplandor espantoso del incendio, y con la misma rapidez que había penetrado al templo y subido al altar, bajó y salió a la calle, sudoroso, casi ahogado, aunque lleno de piadoso orgullo, empuñando con su diestra la hermosa custodia, a cuyo pies cayó de rodillas, muda y llena de unción, la multitud atónita...
  • 33. Pasó el tiempo. De aquel incendio que destruyó la vieja iglesia de San Agustín en menos de dos horas, pero cuyo fuego duró tres días, sólo se conservó el recuerdo en las mentes asustadas de los que tuvieron la desgracia de presenciarlo. Sin embargo, al reedificarse una de las casas de la acera que ve al norte, de la calle que entonces se llamaba de los Donceles, situada entre las que llevaban los nombre de Monte alegre y Plaza de Loreto los buenos vecinos de la muy noble ciudad de México, contemplaron sobre la cornisa de la casa nueva un nicho, no la escultura de algún santo como era entonces costumbre colocar, sino un brazo de piedra en alto relieve, cuya mano empuñaba una custodia también de piedra... La casa aquella, que con ligeras modificaciones se conserva aún en pie en nuestros tiempos, fue del Capitán D. Juan de Chavarría, uno de los más ricos y más piadosos vecinos de la ciudad de México, que había salvado a la custodia del Divinisimo en la lúgubre noche del 11 de diciembre de 1976. ¿Quién le concedió la gracia de ostentar aquel emblema de su cristiandad en el nicho de la parte superior de su casa? ¿Fue el Rey a cuyos oídos llegó el suceso, el Virrey-Arzobispo que lo presenció, o él tuvo tal idea como satisfecho de haber cumplido un acto edificante? Ningún manuscrito ni libro impreso lo dice. La antigua tradición sólo refiere el episodio del incendio, y lo que sí consta de todo punto es, que la casa número 4 de Chavarría, ahora 2ª del Maestro Justo Sierra, fue en la que habitó durante el siglo XVII aquel varón acaudalado y piadoso. Pocas noticias biográficas tenemos acerca del Capitán D. Juan de Chavarría. Nació en México y se le bautizó en el Sagrario, el 4 de junio de 1618. Se casó con doña Luisa de Vivero y Peredo, hija de D. Luis de Vivero, 2ª Conde del Valle de Orizaba, y de doña Graciana Peredo y Acuña, de cuyo matrimonio tuvo, Chavarría tres hijos. Fue hombre muy religioso y gran limosnero. A sus cuidados se reedificó la iglesia de San Lorenzo, de la cual fue patrón, y en la tarde del 26 de diciembre de 1652 en ella se le dio el hábito de Santiago, ante lucida concurrencia y con asistencia del virrey. Don Juan de Chavarría murió en México y en su mencionada casa el 29 de noviembre de 1682, llegando una fortuna de unos 500,000 pesos, y como a patrono que era de San Lorenzo, sobre su sepulcro se le erigió una estatua de
  • 34. piedra, que lo representaba hincado de rodillas sobre un cojín y en actitud devota. Hoy ya no existe el monumento sepulcral levantando a su memoria. Su buena fama di nombre a una calle, y el símbolo de su piedad se conserva en el antiguo nicho de la vieja casa de su morada. Los polvos del Virrey Sucedido en el Portal de Mercaderes y la Esquina de Plateros
  • 35. Cuenta una vieja leyenda que en la Secretaría de Cámara del Virreinato de Nueva España, había un oficial escribiente, cuyo sueldo apenas le era suficiente para vivir en una casa de vecindad, mantener a su esposa y a una docena de escuálidos nenes, seis del sexo bello y los otros del masculino; pero todos extenuados por los ayunos. Sentado en un gigantesco banco de tres pies, inclinado sobre la papelera despintada de la oficina, garabateando pliego tras pliego de minutas, nuestro hombre, quien se llamaba don Bonifacio Tirado, pasaba las mañanas, las tardes y aun los días enteros, de mal humor, aburrido, esperando con ansia la hora de regresar a su casa. No había sorteo de la Real Lotería en que no jugara con afán, ¡y con qué ahínco desbordaba el billete para ver si su número aparecía en la lista, que con toda puntualidad publicaba la Gaceta de don Manuel Valdés! Pero nada, la suerte siempre le era esquiva, y por centenar más y por unidad menos, el premio gordo caía en número de otros más afortunados que el buen don Bonifacio. Desesperado de esta situación, había escrito infinidad de documentos pidiendo un ascenso en las vacantes, y calvo se había quedado de arrancarse los cabellos en las largas horas de espera. Cierto día en que el destino parece que se empeñaba en mortificarle más, pues su mujer, su único consuelo, y sus hijos, sus futuras esperanzas, se habían disgustado con él porque no los había llevado a la feria de San Agustín de las Cuevas, don Bonifacio, al entrar en la oficina, gruñó sólo un saludo a sus colegas, se sentó en el tripié, se reclinó sobre el apolillado escritorio, la cabeza entre las manos y la mirada fija en las vigas de cedro secular, que sostenía la techumbre de la sala del Real Palacio donde se hallaba. De repente el banco de tres pies rechinó por un movimiento brusco de don Bonifacio; los ojos del buen calvo brillaron iluminados por la musa que inspira las risueñas esperanzas; tomó su pluma y en papel, se deslizó la pluma por espacio de veinte minutos, hasta que el ruido especial que produce ésta cuando se firma, indicó que había terminado. En efecto, puso rúbrica, echó arenilla, escribió la dirección, y después de tomar su sombrero, su bastón y de dirigir un amabilísimo “¡buenas tardes, señores!”, risueño y como pascuas encaminó sus pasos hacia la sala en que se encontraba el Secretario de Su Excelencia.
  • 36. -¿Qué había escrito?, nadie lo supo...Una tarde, se encontraba don Bonifacio en la esquina del Portal de Mercaderes y Plateros, precisamente frente al lugar donde se colocaba desde aquellos remotos tiempos, el cartel del Coliseo. Se conocía que esperaba algo con ansiedad, pues su vista no se desviaba un ápice del Real Palacio. Transcurrieron breves instantes hasta que los pífanos de la guardia de alabarderos anunciaron que el Excelentísimo Señor Virrey salía a pasear. Nuestro don Bonifacio se estremeció. Un sudor frío recorrió todo su cuerpo; sintió como un hueco en el estómago y su corazón latía como si dentro le repicaran; pero esperó con ansia, aunque resignado. Ya se acercaba el Virrey seguido de lujoso acompañamiento. Don Bonifacio sentíase aturdido. Como relámpagos cruzaron por su mente los desengaños de otros días, y una próxima esperanza le hacía ver color de rosa el lejano horizonte en que se destacaban el Real Palacio y la comitiva que ya iba a desfilar delante de su persona. El Virrey, montando en magnífico caballo prieto, al llegar a la esquina del Portal, se detuvo y respiró con fuerza, al encontrar sus ojos negros la pálida figura de don Bonifacio. El Virrey, con amable sonrisa, saludó a nuestro hombre, sacó con pausa del bolsillo una rica caja de rapé, de oro, con preciosas incrustaciones, y ofreciéndosela, preguntó a Don Bonifacio: ¿Gusta vuestra señoría? Gracias, Excelentísimo Señor; que me place – contestó el interrogado-, acercándose hasta el estribo y aceptando con actitud digna, como de quien recibe una distinción que merece. Despidió se el Virrey con galantes cumplidos que fueron debidamente correspondidos; y esta misma escena se repitió durante muchas tardes, en la esquina del Portal de Mercaderes y Plateros. La fortuna de nuestro hombre cambió desde entonces. Por toda la ciudad circuló la voz de que don Bonifacio Tirado de la Calle gozaba de gran influencia con el Virrey, y que ambos se encontraban tarde con tarde en plena esquina del Portal de Mercaderes y la Calle de Plateros.
  • 37. Muchos acudieron a la casa de don Bonifacio en busca de recomendaciones, y muchos también le colmaron de obsequios. Don Bonifacio Tirado representaba su papel a las mil maravillas. A veces se hacía el hipócrita, diciendo que no valían de nada sus recomendaciones, y otras se daba más humos que el portero de Su Excelencia. Empero los regalos menudeaban, la fama vocinglera daba más fuertes trompetazos cada día, y uno de ellos llegó a oídos del Virrey quien llamó a nuestro hombre y le dijo: -He comprendido todo. Merece vuestra merced un premio por su ingenio. Inútil nos parece reproducir el contenido del “Memorial” de don Bonifacio; el lector la habrá adivinado; y sólo añadiremos que el Virrey afirmaba que hubiera sido un mezquino el que no accediera a esta solicitud: “detenerse en la esquina, ofrecer un polvo y marcharse”. Cuentan que don Bonifacio Tirado aseguró el porvenir de su familia y bien se ve que lo aseguró, pues agregan las citadas crónicas callejeras que labró una fortuna con los polvos del Virrey
  • 38. La calle de Olmedo (Hoy Sexta de Correo Mayor) Durante el mandato del señor Virrey don Juan Vicente de Güemes Pacheco de Padilla, segundo conde de Revillagigedo, se lograron avances muy notables en los rubros de la administración pública reformando y poniendo orden a aquellos asuntos que no sea ya van por muy buen camino; es muy importante mencionar que donde se logró un gran progreso fue la organización de la policía, la cual empezó a estar mejor que nunca a lo largo de su historia. Las patrullas nocturnas que recorrían las calles, para mejorar la seguridad durante este periodo fueron añadidos vigilantes en cada esquina, al cual se le llamaba guarda-farol, el cual tenía la función de encender el alumbrado y de cumplir las funciones de policía cuando la ocasión lo ameritara, como cuando un vecino sufre un asalto, un asesinato o cualquier otro acontecimiento desdichado. Uno de aquellos sucesos acontecidos la noche del 15 septiembre 1791, fue muy notorio causando verdadero escándalo en la Capital de Nueva España. ¿Qué fue lo que ocurrió? Cuentan las crónicas que en la mañana del 16 septiembre nos guarda faroles que llevaban el número 23 y 67 reportaron un extraño caso, en el cual hasta el mismísimo Virrey intervino poniendo a trabajar a los alcaldes de Corte, Mayores y Ordinarios, que tenían a su cargo los cuarteles de la ciudad, donde en teoría estaba aquella misteriosa escena del crimen. El señor Virrey moviera toda la policía para que le proporcionaran información de los nombres de las plazas, calles y callejones que cada Alcalde tenía a su cargo, casas de altos vacías, mesones y posadas públicas o privadas y las personas que habían estado en aquellos lugares, también mando solicitar información a los señores curas de las parroquias de la Soledad y de Salto de Agua acerca de aquellos que hubiesen fallecido recientemente y el lugar donde se les dio la sepultura. Toda investigación mandada hacer fue poca para
  • 39. desentrañar aquel misterioso y perturbador delito; pero a pesar de todos los intentos que se hicieron los resultados fueron infructuosos. Como es en estos casos, nunca faltaba algún curioso que estuviera mirando, aunque en este caso fueron varios los que dieron su testimonio, pero como cada uno contaba su versión los sucesos se fueron distorsionando sin llegar a obtener una historia coherente, que les indicara a las autoridades hacia qué rumbo debían de llevar la investigación; incluso llegó a creerse que los acontecimientos ocurridos había sido fruto de una broma de muy mal gusto. Ahora comenzaremos contando quién fue el que originó todo este escándalo. Las crónicas nos cuentan de un Presbítero llamado don Juan Antonio Nuño Vázquez, capellán del Marqués de Guardiola caminaba frente a las puertas del Coliseo la noche del 15 septiembre, y aproximadamente como a las ocho de la noche, de entre las sombras apareció un hombre que se le acercó cubierto con un sombrero y una capa; acto seguido le pidió al religioso le hiciera la caridad de hacer una confesión, a lo que no podía negarse y aceptó subirse al carruaje de aquel desconocido, que lo tenía estacionado en la calle de la Acequia, que antes era conocida como Coliseo Viejo y que actualmente la conocemos con el nombre de 16 septiembre. Cuando iban rumbo al carruaje se les acercaron dos hombres con quienes se introdujo en el coche, el cual tenía cortinas; una vez cerradas las puertas del vehículo uno de los dos hombres le puso un cuchillo en el pecho al santo varón, haciéndole advertencias de muerte y acto seguido el otro le cubrió la cara con la montera negra que llevaba puesta, bajándosela hasta la boca, y encima de los ojos una fuerte ligadura. El coche avanzó por un largo rato hasta que llegó a su destino, procedieron a bajar al sacerdote y lo condujeron a una casa donde tuvo que subir escaleras y lo introdujeron en una habitación, donde se encontraba a la persona a la que tenía que confesar, y para poder realizar su ministerio le quitaron la venda de los ojos dejándole sólo la montera encima y amenazándolo con que se hace el menor intento de reconocer el lugar le darían muerte. Después de hacer la primer confesión, lo pasaron rápidamente a otro aposento donde realizó exactamente lo mismo; una vez concluido su ministerio lo volvieron a actuar pero ahora con más fuerza y lo bajaron, pero antes de salir amarraron las manos a la espalda, pendiente del lazo con que lactaron del cuello, donde también le echaron nudos, de modo que si tiraba del lazo que aflojarse las muñecas y bajar los brazos, que se lo suspendieron muy altos se, ahorcaba, en esta posición tan incómoda lo subieron nuevamente al coche, sin
  • 40. faltar los ruegos del religioso de que lo liberasen de esa atadura tan tortuosa y cruel de la que era víctima, prometiendo que esto jamás se sabría y que de su boca no saldré una sola palabra, a lo cual los hombres hicieron caso omiso. El coche estuvo avanzando un largo rato, hasta que se detuvieron y bajaron al sacerdote, caminaron durante un largo rato y lo dejaron sentado en la puerta de la casa de una calle, advirtiéndole de no hablar y no pedir ayuda hasta que viesen las 12 de la noche, porque si no lo pagaría con su vida. El pobre hombre estuvo en ese lugar durante un tiempo muy largo y a pesar de que escuchaba a gente que pasaba, lo único que hacía era quejarse pero como el miedo lo invadía no se atrevía a hablar; así estuvo durante un largo rato hasta que desesperado y acongojado de sentirse ahogado se quejó a voz en cuello y llamo a quien oyó pasar para qué lo desatarse, en atreviendo ser transeúnte a hacerlo, y su segundo intento en el que sí le quitaron esas horribles ataduras y de inmediato lo condujeron a la Casa de Moneda y después fue conducido a la calle de Vergara, que era donde vivía. Las autoridades queriendo desentrañar aquel crimen, que sin duda fue cometido por las dos personas confesadas por el sacerdote, viendo que las investigaciones habían sido un fracaso, decidieron intentar de la manera más prudente que el religioso revelarse lo que había oído en el sigilo de las confesiones, pero el santo varón que había ido sin temor alguno a cumplir su ministerio, al amenazado de muerte decidió sellar sus labios ante las instancias de la justicia, prefiriendo pasar como víctima de una broma de mal gusto antes de desvelar a que el crimen, ya que tampoco podía faltar a violar el secreto de confesión. Con el paso del tiempo y el sinfín de versiones que fueron creadas a partir de estos acontecimientos, nació la leyenda de la calle de Olmedo, la cual se conserva todavía hasta nuestros días; incluso se decía que el buen clérigo había perdido el juicio por haber confesado una muerta que hizo de dos víctimas una sola. El misterio de este crimen nunca fue aclarado por la única persona que lo sabía, pues decidió guardar silencio y llevarse aquel secreto a la tumba
  • 41. La calle del Reloj Corrían los días fríos de 1725 en la villa de Santiago del Saltillo. En la Catedral de Santiago crecía un huerto que se extendía hasta la parte posterior y era cercado por una barda que llegaba hasta la calle Real de Santiago, que actualmente es la calle General Victoriano En esa barda terminaban la calle del Cerrito, al sur y la calle del Reloj, al norte. Una parte de ella fue derrumbada cuando el huerto y la casa parroquial fueron expropiados, tras la Reforma, uniéndose así las dos calles que hoy son una sola: la calle de Bravo. Los mayores aún recuerdan porqué antes de ser Bravo Norte, fue conocida como la calle del Reloj. Cuenta la leyenda que el capitán Mathías Aguirre, hijo del general del mismo nombre quien había gobernado la provincia y parte de una estirpe de reconocidos militares, habitaba una casona en la calle del Campo Santo (actualmente Juárez). Allí se dirigía una noche, al volver de una boda en la calle de las Barras (hoy Múzquiz).
  • 42. Rozaba la media noche, por lo que los serenos habían apagado ya los faroles de sebo de las calles (tarea que realizaban al dar las 10), sólo la luz de los astros iluminaba a medias el andar de don Mathías, quien quiso acompañar con un cigarrillo su solitario y nocturno trayecto a casa. Pero no encontró su mechero. Llegando a la rinconada de la Vicaría notó la presencia de un caballero, que para su buena fortuna en ese momento, encendía un cigarrillo. Don Mathías se acercó pidiéndole fuego a lo que el caballero accedió amablemente. El capitán agradeció el gesto y se retiró. Había avanzado unos pasos cuando el reloj de la capilla hizo sonar sus 12 campanadas. Al escucharlas, el capitán se le ocurrió cerciorarse de tener la hora correcta, por lo que buscó en su bolsillo el reloj de oro que su padre, el general, le había regalado. Pero no lo encontró. Así que de inmediato volvió corriendo al sitio donde el caballero le había dado fuego. El hombre continuaba ahí y sin pensarlo, el capitán Mathías lo amagó colocándole su daga en el cuello y furioso, le ordenó que le entregara el reloj. El caballero, sintiendo la daga hacer ya presión en su garganta, se contuvo de replicar cualquier cosa, mientras el capitán había logrado tomar el reloj guardándolo en su bolsillo y se alejaba renegando de la delincuencia. Al llegar a su casa, entró en su habitación y se fue despojando a oscuras de sus pertenencias para colocarlas en el buró, junto a la cama, incluyendo el reloj con su cadena también de oro. Al encender la vela, le sorprendió ver que sobre la mesa de noche había dos relojes muy parecidos. Comprendió de inmediato que había olvidado el suyo y que había despojado al caballero del otro, sin razón alguna. Apenado y agobiado, don Mathías no pudo dormir. Así que tan pronto amaneció envió a todos sus subordinados a localizar al caballero del reloj para devolvérselo y ofrecerle una disculpa, pero nunca pudieron encontrarlo. Por años la versión de que Satanás quiso dar un susto a don Mathías fue la conclusión general. Y esa es la razón por la que la voz popular llamó a la rinconada La Calle del Reloj.
  • 43. Segundo libro: Las fiestas reales en la Plaza Mayor El año de 1538, el rey de España, Carlos V, había ido a Francia y el rey de Francia, Francisco I, le había hecho gran recibimiento en el puerto de Aguas Muertas, donde se hicieron las paces y se abrazaron ambos; y en el mismo año se supo en México tal sucedido, y con ese motivo, el conquistador Hernán Cortés y el virrey Antonio de Mendoza, celebraron inusitadas fiestas, como se verá por la relación que de ellas hizo Bernal Díaz del Castillo, en el texto autentico de su “Historia Verdadera”.
  • 44. Fueron tan grandes y aparatosas esas fiestas, que el mencionado cronista asegura que otras semejantes nunca las vio en Castilla, así de fiestas y juegos de cañas, como de lidias de toros y graciosas mascaradas. La Plaza Mayor fue trasformada en un bosque, y con aves y cuadrúpedos se improviso una cacería, en la que tomaron parte escuadrones de indios, unos con “garrotes añudados y retuertos”, otros, con arcos y flechas; y todos lo hicieron muy bien, en el soltar los brutos y los pájaros y en la puntería acercada al matarlos; y muchas de las personas que vieron aquella y que habían andado por el mundo entero, confesaron no haber visto tanto ingenio y habilidad. Pero aparte de la cacería y de la farsa que en el mismo lugar se representó al día siguiente, simulando la toma de la ciudad de Rodas, de la que hablaré después, entre los festejos figuraron dos opíparas cenas, que dieron, respectivamente, Don Hernán Cortés y Don Antonio de Mendoza, el primero en su palacio y el segundo en las Casas Reales. De la cena ofrecida por Mendoza quedan curiosos pormenores, conservados también por el ingenuo cronista. Los corredores de las Casas Reales se adornaron “como vergeles y jardines, entretejidos por arriba de muchos árboles con sus frutos que nació de ellos; encima de los árboles había muchos pajaritos de cuantos pudieron haber en la tierra”. Se hizo a la vez una copia de la fuente de Chapultepec, tan al natural como era, con sus manantiales propios; y cerca de la fuente, “estaba un gran tigre atado con unas cadenas, a la otra parte, un bulto de hombre, de gran cuerpo, vestido como arriero, con dos cueros de vino”. Las mesas de la cena, en la que se sentaron más de quinientos invitados, aparecieron suntuosamente adornadas, y todo el servicio era de oro y plata; al mismo tiempo que se comía, se cantaba y se tocaban músicas de toda especie de instrumentos, trompetas, harpas, vihuelas, flautas, dulzainas, chirimías, y tocaban especialmente cuando los maestresalas servían las tazas que llevaban a las señoras. Hubo a la vez truhanes y decidores, que dijeron en loor de Cortés y de Mendoza cosas de mucho reír, pero algunos de ellos, ya beodos, hablaban de lo suyo y de lo ajeno con tal escándalo, que los tomaron por fuerza y los llevaron de allí para que callasen. El “menú” que diríamos hoy, fue tan copioso y tan nutritivo, que a pesar del vigor y glotonería de los estómagos de aquellos hombres de hierro del siglo XVI y de sus damas, que no les iban en zaga, muchos platillos se pasaron por alto; y se comió tanto que, habiendo durado la cena desde el anochecer “hasta dos horas después de media noche”, llegó un momento en que las señoras daban voces, diciendo que no podían estar allí más, y otras se acongojaban y por necesidad hubo que levantarse.
  • 45. Y no podía ser de otra manera, pues he aquí el espantable “menú”: Ensalada, de dos o tres maneras Cabrito y perniles de tocino asado a la genovesa. Pasteles rellenos con palomas y codornices. Gallos de papada (vulgo “guajolotes”) y gallinas rellenas. Manjar blanco. Pepitoria. Torta Real. Pollos y perdices de la tierra y codornices en escabeche. Al llegar a este platillo, dos veces se alzaron los manteles -¡que tal estarían de sucios!- y fueron sustituidos por otros limpios, con las dotaciones correspondientes de “pañizuelos” o servilletas e inmediatamente continúo sirviéndose lo que sigue: Empanadas rellenas de diversas aves de corral y de caza. Empanadas de pescado. Carnero cocido con vaca, puerco, nabos, coles y garbanzos. Gallinas de la tierra (vulgo “pípilas”), cocidas enteras, con los picos y pies plateados. Anadones y ansarones enteros, con los picos dorados. Cabezas de puerco, de venado y de ternera enteras. Entre plato y plato tomaban aquellos glotones, ya casi congestionados, frutas de todas clases que estaban en las fuentes, así como aceitunas, rábanos, quesos, cardos, mazapanes, almendras, confites, acitrones y otros géneros de azúcar de Indias: “aloja”-mezcla de agua, miel y especias- cacao frío con espuma y “clarea”, esto es, vino blanco endulzado con azúcar y perfumado con canela o con otras cosas aromáticas.
  • 46. La mesa de honor tenía dos cabeceras muy largas y en cada una tomaron asiento, respectivamente, Don Hernando Cortés y Don Antonio de Mendoza, con sus maestresalas y pajes “y grandes servicios con mucho concierto”, y en esta mesa, a las “señoras más insignes” les llevaron “unas empanadas muy grandes y en algunas de ellas venían dos conejos vivos chicos y otras rellenas de codornices y palomas, y otros pajaritos vivos…” Sirvieron estas empanadas en un solo acto, y quitadas las cubiertas, huían los conejos por las mesas y las aves volaban en medio de las risas, gritos y burlas de los presentes. Muchas señoras de los conquistadores y de vecinos de México, estaban en las ventanas de la Gran Plaza -así la designa Bernal Díaz- luciendo sedas, damascos, oro, plata y mucha pedrería; y en otros corredores -en las altas galerías de los edificios del siglo XVI- estaban las damas “muy ricamente ataviadas, a quienes servían galanes muy corteses; y a unas y a otras, las de las ventanas y los corredores, les obsequiaban mazapanes, alcorzas de acitrón, almendras y confites; y unos mazapanes llevaban las armas del Marqués del Valle y otros las del virrey de Mendoza, muy dorados y plateados y algunos con mucho oro. Hubo otras conservas, frutas, vinos de los mejores, aloja, chaca, cacao con espuma y suplicaciones; todo esto servido en vajillas de oro y plata; yéndose después todos a sus casas, muy regalados y alegres” porque todavía se representaron nuevas farsas y se dijeron chistes; y nadie se cansaba con aquellas fiestas, tanto que hubo el tercer día nuevas corridas de toros y juegos de cañas, y en estos juegos le dieron “tal cañazo” a Hernán Cortés en el empeine de un pie, que estuvo cojo y malo mucho tiempo.
  • 47. Leyenda de la calle del indio triste. Las calles que llevaron los nombres de 1ª y 2ª del Indio Triste (ahora 1ª y 2ª del Correo Mayor y 1ª del Carmen), recuerdan una antigua tradición que un viejo vecino de dichas calles refería con todos sus puntos y comas, y aseguraba y protestaba "ser cierta y verdadera", pues a él se la había contado su buen padre, y a éste sus abuelos, de quienes se había ido transmitiendo de generación en generación, hasta el año de 1840, en que la puso en letras de molde el Conde de la Cortina. Contaba aquel buen vecino que, a raíz de la conquista, el gobierno español se propuso proteger a los indios nobles, supervivientes de la vieja estirpe azteca; unos habían caído prisioneros en la guerra, y otros que voluntariamente se presentaron, con el objeto de servir a los castellanos alegando que habían sido víctimas de la dura tiranía en que los tuviera durante mucho tiempo el llamado Emperador Moctecuhzoma II o Xocoyotzin. Pero hay que advertir que esta protección dispensada a esos indios nobles, no era la protección abnegada que les habían prodigado los santos misioneros, sino el interés de los primeros gobernadores, de las primeras Audiencias y de los primeros virreyes de la Nueva España, que utilizaban a esos indios como espías para que, en el caso de que los naturales intentasen levantarse en contra de los españoles, inmediatamente éstos lo supiesen y sofocaran el fuego de la conjura y así evitar cualquier levantamiento. Cuenta pues la tradición citada, que en una de las casas de la calle que hoy se nombra 1a del Carmen, quizá la que hace esquina con la calle de Guatemala, antes de santa Teresa, vivía allá a mediados del siglo XVI uno de aquellos indios nobles que, a cambio de su espionaje y servilismo, recibía los favores de sus nuevos amos; y este indio a que alude la tradición, era muy privado del virrey que entonces gobernaba la Colonia. El tal indio poseía casas suntuosas en la ciudad, sementeras en los campos, ganados y aves de corral. Tenía joyas que había heredado de sus antecesores; discos de oro, que semejaban soles o lunas, anillos, brazaletes, collares de verdes chalchihuites; bezotes de negra obsidiana; capas y fajas de finísimo algodón o de riquísimas plumas; cacles de cuero admirablemente adobado o de pita tejida con exquisito gusto; esteras o petates de finas palmas, teñidas con diversos colores; cómodos icpallis o sillones, forrados con pieles de tigres, leopardos o venados. En una palabra, poseía aquel indio todo lo que constituía para él y los suyos un tesoro de riquezas y obras de arte.
  • 48. El indio, aunque había recibido las aguas bautismales y se confesaba, comulgaba, oía misa y sermones con toda devoción y acatamiento, commo todos los de su raza era socarrón y taimado, y en el interior de su casa, en el aposento más apartado, tenía un santocalli privado, a modo de oratorio particular, con imágenes cristianas, para rendir culto a muchos idolillos de oro y piedra que eran efigies de los dioses que más veneraba en su gentilidad. Y así como practicaba piadosos cultos cristianos a fin de engañar con sus fingimientos a los benditos frailes, así también engañaba llevando la vida disipada de un príncipe destronado, sumido sin tasa en la molicie de los placeres carnales que le prodigaban sus muchas mancebas, o entregado a los vicios de la gula y de la embriaguez, hartándose de manjares picantes e indigestos y ahogándose con sendas jícaras y jarros de pulque fermentado con yerbas olorosas y estimulantes o con frutas dulces y sabrosas. El indio aquel acabó por embrutecerse. Volviese supersticioso, en tal extremo, que vivía atormentado por el temor de las iras de sus dioses y por el miedo que le inspiraba el diablo, que veía pintado en los retablos de las iglesias, a los pies del Príncipe de los Arcángeles.
  • 49. Cómo ahorcaron a un difunto El domingo 7 de marzo de 1649, los vecinos de la ciudad de México que transitaban por las calles del Reloj y delante de las Casas Arzobispales, situadas entonces en la que es hoy 1ª calle de la Moneda esquina sureste con la del Licenciado Verdad, como a las once horas de la mañana, presenciaban admirados un espectáculo muy frecuente en aquella época, pero raro por sus circunstancias especiales del que vamos a recordar. Caballero en una mula de albarda, con un indio en las ancas de la mula que lo sostenía para que no cayese, iba el cadáver de un portugués; y al son de trompeta y voz de pregonero, se hacía público el delito que había cometido en vida. -"Sepan los habitantes y estantes de esta ciudad de México - gritaba el pregonero - cómo hoy a las siete horas de la mañana, mientras oían misa los presos de la Carcel de Corte, este hombre, que había quedado en la enfermería a excusas de que estaba malo, y que se hallaba allí preso por haber asesinado a un alguacil del pueblo de Iztapalapan, en el ínterin que los dichos presos oían la dicha misa, se bajó a las secretas y se ahorcó sin que nadie lo viese ni lo sospechase." Aquí el pregonero tomó aliento, y con la misma voz que antes, continuó: - "Acabada la misa y buscándolo los carceleros, lo encontraron como se ha dicho; dióse cuenta a los alcaldes de Corte, y hecha averiguación de que ninguna persona lo había ayudado ni aconsejado a consumar en sí mismo tan temerario delito, se pidió licencia al Arzobispado para ejecutar en él la pena capital a que había sido condenado por el homicidio del alguacil de Iztapalapan, pues sin esa licencia no se le podía ejecutar, por ser hoy día del Santo Doctor Tomás de Aquino y domingo además; y vistos los autos, concedió el permiso la
  • 50. autoridad eclesiástica; y la Justicia ordena que hoy sea ahorcado el difunto en la Plaza Mayor de esta ciudad, para que sirva de escarmiento y de ejemplo." Poco a poco el número de los vecinos curiosos que seguían al cadáver, creció mucho por la extrañeza del suceso, pues sabían ellos y habían visto a menudo que, cuando la Santa Inquisición relajaba a los reos, eran quemados en efigie si estaban ausentes, o sus huesos desenterrados si habían muerto; pero que la justicia del orden común lo hiciera en un difunto, no era cosa que se repitiese con frecuencia. Después del paseo por las calles, la comitiva y el portugués - digo, su cuerpo inanimado -, hizo alto en la Plaza Mayor, y al difunto lo ahorcaron frente al Real Palacio, en el sitio en que se elevaba la picota pública; ajustándose a las propias ceremonias con que se ahorcaba a los vivos, excepción hecha de no llevarle al Cristo Crucificado, llamado Señor de la Misericordia, que siempre acompañaba en las ejecuciones a los reos que no fueran suicidas o impenitentes como lo había sido el pobre portugués. Dejaron colgado el cadáver muchas horas; y como desde en la mañana de aquel día se levantó un aire tempestuoso, y mucho polvo, que arrancaba los tejados, levantaba los mantos y las faldas de las mujeres, las capas de los hombres; que arrebataba sombreros, ropas tendidas en las azoteas; que cerraba y abría las puertas de ventanas, balcones y zaguanes; que hacía volar las sombras de petates de los puestos de la plaza; que silbaba a veces iracundo y a veces quejumbroso; que, en fin, era tan fuerte que había instantes en que se tocaban solas y lúgubremente las campanas de las torres de los templos y de los monasterios; todos los vecinos espantados atribuyeron el huracán que soplaba y el polvo que se remolinaba en las calles y plazuelas, al crimen perpetrado por el portugués en el alguacil de Iztapalapan y en su propia persona. Y como era domingo, los muchachos de la ciudad se alteraron en sus juegos; y oyendo las consejas que se contaban en sus casas, dieron y tomaron en que era el mismo demonio el portugués suicida; y con tan demoniaca idea, fuéronse gritando y pregonándola por las calles hasta llegar a la Plaza Mayor: y aquí le hacían cruces al cadáver del ahorcado, diciendo que era el diablo y que por él rugía el viento y rabiaba el polvo en furiosos remolinos. No contentos los muchachos con ponerle cruces con los dedos y apellidarle como queda dicho, le estuvieron apedreando por gran rato, hasta que bajaron
  • 51. los ministros de la Justicia el cuerpo de aquel desgraciado portugués - tan bárbaramente escarnecido - y lo condujeron a la albarrada de San Lázaro, donde lo arrojaron en las aguas pestilentes de los lagos. La Fiesta del Viernes de Dolores en la Viga Son muchos los testimonios sobre el paseo de Viernes de Dolores en el Canal de la Viga, por ejemplo el de Madame Calderón de la Braca, de 1840; otro de Luis González Obregón, de 1922. Para recordar esa festividad en Santa Anita, reproduzco aquí la nota periodística que al respecto se publicó en 1925: “Fue una fiesta de flores, de hermosuras, de sol y de folklore, la de ayer en la popular y tradicional Santa Anita. ¡Lástima que las disposiciones del Departamento de Tráfico hayan hecho deslucir los desfiles de automóviles, llenos de mujeres vestidas con sus trajes de primavera! La alegría fue inusitada, intensa, y se inició, como es costumbre, desde mucho antes que amaneciera. Ya es tradicional que cuando el sol sale el Viernes de Dolores, se encuentra en Santa Anita todo lo que brilla de noche en los centros de alegría comprada, allá en el arrabal. En esos momentos, primeros del amanecer, tiene el pueblo legendario, matices y coloridos fuertes y muchas veces tristes. Van y vienen gentes trasnochadas que llevan en la cara huellas fortísimas de la última visita. Por fortuna a las siete comienza el éxodo, la gente que no durmió va en busca del reposo y la verbena toma otro aspecto. La ciudad va volcando sobre la húmeda ribera del canal a la gente que vive más normalmente; por lo menos la que no se desvela. Sólo el esfuerzo del Ayuntamiento viene sosteniendo, de
  • 52. algunos años a la fecha, el entusiasmo por Santa Anita en estas épocas de las primicias primaverales. La desaparición del canal, desde La Viga, ha contribuido poderosamente a matar la belleza de esta fiesta típicamente mexicana. Por fortuna, al reclamo de la Comuna, anunciando la celebración de concursos, respondió el entusiasmo juvenil y se pudieron ver sobre las aguas negras del canal algunas trajineras adornadas con flores y con banderas y que ocupaban gente alegre y mitotera que daba la nota de la fiesta por todos los sitios por donde pasaba. Y así fue como vimos las trajineras del Teatro Lírico y la del Sindicato Nacional de Autores. Ocho o diez trajineras más, con algunas complicaciones de adornos y una serie de pequeñas canoas de alquiler, con sus toldos de petate y sus colgajos de papel de china multicolor. La nota, desde luego, la dieron las artistas del teatro de Medinas, era natural que así sucediera. Las chicas iban vestidas con los veinticinco centímetros de tela con que se cubren durante las representaciones nocturnas del “Ra-Ta-Plan”. Y desde el puente de La Viga, hasta la tribuna que mandó construir el Ayuntamiento, para que la ocuparan los jurados, había sobre los bordes del canal, compacto grupo de gente, presenciando aquel desfile. Y naturalmente, la novedad, la clamorosa agitación de todos los espectadores y la corte de pequeñas trajineras que seguían a la mayor, determinó que el premio ofrecido por el Ayuntamiento se otorgara a las artistas del teatro aludido. Sobre la carretera no se pudo obtener una nota de impresión. Solamente se vieron durante toda la mañana, automóviles, en su mayor parte desvencijados, trayendo a la gente cansada, asoleada y cubierta del polvo que regresaba del paseo. Los misterios de las disposiciones del Departamento de Tráfico, asesinaron la belleza de la fiesta, condenando a peatones y concurrentes en vehículos a no poder verse; los condenaron a no formar los grupos pintorescos y bellos que anualmente constituyen la verdadera fiesta de Santa Anita. Los del tráfico se excedieron también en el trato a las personas y escuchamos una continuada protesta contra las disposiciones y contra el léxico florido y perfectamente gendarmeril de los agentes y de sus oficiales. Sólo en el corazón del pueblecito, donde la romería tomaba por momentos detalles de encantadora variedad, los paseantes pudieron juntarse a ratos. Muchas bandas militares, establecidas desde la florida Jamaica hasta Santa Anita, tocaban sin cesar. En Santa Anita el mitote y la alegría eran completas. Chinas, charros, mujeres “bien”, pueblo, turistas, paseantes vulgarones,
  • 53. vendedores de refrescos y de golosinas y de chucherías, todo formaba allí la nota de la fiesta. Las amapolitas rojas morían quemadas por el sol, en las cabezas femeninas coronadas, como un homenaje. Bajo las sombras de los sauces reverdecidos, se establecieron como antaño los vendedores, ofreciendo alelís, pensamientos, margaritas, claveles y la rica variedad de la flora de Xochimilco. Lechugas, apios, rábanos, cebollines y todo lo que en verduras producen las fértiles chinampas. ¡Había hasta mesas de ruletas y carcamanes, como en los buenos tiempos de la tolerancia del juego! -¡Grandes y chicos! ¡Mientras no venga el siete, todos ganan! ¡Pasen muchachos y muchachas! –gritaban los carcamaneros echando sobre el hule brillante de sus mesas, los dados sospechosos de “plomados”. Corrió el pulque en todas direcciones, como un río desbordado; había músicos de todas clases, jaraneros, guitarreros y violinistas indígenas, tocando sus interminables melodías. Cantadores de fiestas enronquecidos y borrachos, desde la víspera. La policía iba y venía discretamente. Y todo aquel gentío interminable y multicolor, paseó bajo el sol quemante de la época, que descomponía su luz en mil tonos, a través de los colgajos de papel que cruzaban las calzadas, desde los Indios Verdes, hasta el arcaico Mexicaltzingo. Los concursos no revistieron gran importancia. El concurso de charros no fue propiamente de hombres de a caballo, sino de hombres que se echaron encima elegantes blusas estilizadas y llenas de notas femeninas y pantalones ajustados. Había excepciones, naturalmente. Había hombría en los grupos, vistosos y elegantes y había gente bien sentada sobre magníficos caballos. Yo, de haber sido Jurado, habría dado un premio al general Gonzalo Escobar. Pues hasta este desfile de charros resultó con una lucidez de tono menor, debido al servicio que el Departamento del Tráfico organiza. La señorita María Luisa Rule, que vistió el traje nacional juntando dos bellezas en una, ganó el primer premio. Otra señorita, Beatriz González, que iba con un traje de capricho y que concursó, obtuvo la recompensa correspondiente. La trajinera del Teatro Lírico, recibió el primer premio en el concurso de canoas, adjudicándose el segundo al sindicato Nacional de Autores. No hubo premios para el concurso de canciones, y en cuanto al de bailes, lo obtuvieron los niños Francisco y Sara Santamaría, quienes bailaron deliciosamente el Jarabe Nacional”.
  • 54. ¿A quien no se le antoja haber estado en Santa Anita un Viernes de Dolores de antaño? Los indios Ahorcados de Romita Esta historia pudiera parecer inverosímil, sin embargo, aún antes de la Conquista y según los códices aztecas, toltecas e incluso mayas, los habitantes comunes y corrientes de la época, acostumbraban hacer representaciones teatrales para sus Señores (reyes o emperadores), por medio de las cuales reseñaban acontecimientos del pasado y del momento, siendo éstos a la vez educativos para los niños, y de interés social, militar o comercial para los adultos.