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1  sur  7
Autora: CORDERO V., Luz Helena.
Canción para matar el miedo. Magisterio:
Bogotá. 1997. p. 9 - 12
9 ¿? 766?




El profesor gruñe con su voz de marrano a punto de morir. Me
pregunta a gritos si ya hice la división que no acabo de entender y que
él espera recibir en su mano abierta y tendida sobre mí. No sé si voy a
entregarle nada. Quiero gritarle que no entiendo cómo es eso que un
número le presta a otro y luego baja y van dos. Él se da cuenta que yo
estoy temblando como el perro cobarde de la casa cuando todos
espantan. No voy a volver a la escuela si manda venir a mi mamá.
Hace varios días que ella se fue y ni los gritos del profesor la harán
regresar Todos mis compañeros saben que lloro mientras voy hacia la
casa y no dejo que nadie me acompañe. Se divierten mucho cuando me
dicen que parezco niña y que ojalá ella no vuelva para que yo aprenda
a ser hombre.
El profesor sigue esperando mi cuaderno para revisarme la operación,
pero yo finjo que me pica un pie; me agacho, pego la cabeza contra la
rodilla y me muerdo el pantalón para que él se vaya de mi lado. Aprieto
duro el lápiz contra la hoja, rezo y ruego que pase algo, que tiemble de
pronto y todos podamos salir corriendo.

Si por lo menos hubiera entendido la explicación…
Veía al maestro rasguñar el tablero con la tiza, pintar números que
aparecían de pronto, como salidos del sombrero de un mago. Yo repetía
las tablas mentalmente para ver si lograba descifrar lo que veía, pero
nada. Sólo los gestos de ese hombre grande, el bigote moviéndose sin
parar, Sólo el recuerdo de otro bigote que alguna vez vi junto a mi
madre y que desapareció también como las palomas del mago, los ojos
de ella llorando casi todos los días cuando llegaba la hora de acostarse;
sus gritos ante ese juego que me inventaba de estrellar la pelota contra
la pared para salir después a buscarla. Porque mientras corría pensaba
cuál era el motivo de su mal humor y qué era lo que le había hecho dejar
de quererme.
Y de pronto, otra vez los números en el tablero y el profesor diciendo
que esa división era para hacerla en clase y valía toda la materia.

Sigo rogando que pase algo, que toquen la campana. Aunque, tal vez,
podría desmayarme y después contar que no como nada de lo que me
da la vecina, que lo hecho a la taza del baño porque esa comida tiene
un sabor desesperante. Pero antes de decidirme a caer, la mano grande
viene a arrebatarme el cuaderno, le dice a todos que yo soy el mal
ejemplo, que me dejen solo en el salón porque él va a castigarme.
Entonces me siento un perro bravo que no piensa. Apreso la mano
entre mi hocico y aprieto, aprieto duro hasta sentir sangre en los
labios y un pedazo de carne entre mi boca.
Luego corro, vuelo hasta donde no me alcancen mis compañeros y cojo
la bicicleta de Camilo, esa tan linda que le dio su papá de cumpleaños
y que nunca me ha querido prestar. Ahora soy Cochise entre los
árboles. Llego hasta la quebrada, las piedras grandes me hacen caer,
tiro la bicicleta para seguir corriendo hasta donde no me alcancen los
gritos, hasta donde no vuelva a pensar en números que prestan y se
convierten en otros. Hasta llegar a un sitio donde pueda llorar, llorar
y llorar.

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La division

  • 1.
  • 2. Autora: CORDERO V., Luz Helena. Canción para matar el miedo. Magisterio: Bogotá. 1997. p. 9 - 12
  • 3. 9 ¿? 766? El profesor gruñe con su voz de marrano a punto de morir. Me pregunta a gritos si ya hice la división que no acabo de entender y que él espera recibir en su mano abierta y tendida sobre mí. No sé si voy a entregarle nada. Quiero gritarle que no entiendo cómo es eso que un número le presta a otro y luego baja y van dos. Él se da cuenta que yo estoy temblando como el perro cobarde de la casa cuando todos espantan. No voy a volver a la escuela si manda venir a mi mamá. Hace varios días que ella se fue y ni los gritos del profesor la harán regresar Todos mis compañeros saben que lloro mientras voy hacia la casa y no dejo que nadie me acompañe. Se divierten mucho cuando me dicen que parezco niña y que ojalá ella no vuelva para que yo aprenda a ser hombre.
  • 4. El profesor sigue esperando mi cuaderno para revisarme la operación, pero yo finjo que me pica un pie; me agacho, pego la cabeza contra la rodilla y me muerdo el pantalón para que él se vaya de mi lado. Aprieto duro el lápiz contra la hoja, rezo y ruego que pase algo, que tiemble de pronto y todos podamos salir corriendo. Si por lo menos hubiera entendido la explicación…
  • 5. Veía al maestro rasguñar el tablero con la tiza, pintar números que aparecían de pronto, como salidos del sombrero de un mago. Yo repetía las tablas mentalmente para ver si lograba descifrar lo que veía, pero nada. Sólo los gestos de ese hombre grande, el bigote moviéndose sin parar, Sólo el recuerdo de otro bigote que alguna vez vi junto a mi madre y que desapareció también como las palomas del mago, los ojos de ella llorando casi todos los días cuando llegaba la hora de acostarse; sus gritos ante ese juego que me inventaba de estrellar la pelota contra la pared para salir después a buscarla. Porque mientras corría pensaba cuál era el motivo de su mal humor y qué era lo que le había hecho dejar de quererme.
  • 6. Y de pronto, otra vez los números en el tablero y el profesor diciendo que esa división era para hacerla en clase y valía toda la materia. Sigo rogando que pase algo, que toquen la campana. Aunque, tal vez, podría desmayarme y después contar que no como nada de lo que me da la vecina, que lo hecho a la taza del baño porque esa comida tiene un sabor desesperante. Pero antes de decidirme a caer, la mano grande viene a arrebatarme el cuaderno, le dice a todos que yo soy el mal ejemplo, que me dejen solo en el salón porque él va a castigarme. Entonces me siento un perro bravo que no piensa. Apreso la mano entre mi hocico y aprieto, aprieto duro hasta sentir sangre en los labios y un pedazo de carne entre mi boca.
  • 7. Luego corro, vuelo hasta donde no me alcancen mis compañeros y cojo la bicicleta de Camilo, esa tan linda que le dio su papá de cumpleaños y que nunca me ha querido prestar. Ahora soy Cochise entre los árboles. Llego hasta la quebrada, las piedras grandes me hacen caer, tiro la bicicleta para seguir corriendo hasta donde no me alcancen los gritos, hasta donde no vuelva a pensar en números que prestan y se convierten en otros. Hasta llegar a un sitio donde pueda llorar, llorar y llorar.