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LA POESÍA MODERNA

 Prado, Javier del, coord., Historia de la literatura francesa, Madrid, Cátedra, 1994.

3. 3. 1. Charles Baudelaire

3.3.1.1. Vida y obra

Joseph-François Baudelaire, ex sacerdote que había abandonado los hábitos, se casó en 1797
con Jeanne Janin, con quien tuvo un hijo en 1805, Claude-Alphonse. Después de la muerte de
su mujer, se volvió a casar en 1817 con Caroline Dufayis, mucho más joven que él. De esta
unión, nació el 9 de abril de 1821, Charles Baudelaire. A los seis años, murió su padre (10 de
febrero de 1827) y Caroline Dufayis, viuda de Baudelaire, se volvió a casar, al año siguiente,
con quien sería el odiado padrastro del futuro poeta, un militar, el comandante Jacques
Aupick.

La infancia de Baudelaire se desarrollará, pues, según los destinos del comandante. En 1830,
ya teniente coronel, se le destina a Lyon para reprimir los motines; allí se instala con su mujer y
su hijastro en 1831. A partir de 1832, Baudelaire cursa sus estudios en el colegio real de Lyon.
Cuatro años más tarde, el ya coronel Aupick vuelve a París, y Baudelaire ingresa como interno
en el Liceo Louis-le-Grand donde obtiene premios de versos latinos. Es alumno brillante,
aunque poco disciplinado y nada conformista; por estas razones, se le expulsa en 1839,
aunque aprueba el examen de bachillerato superior. En esa época, el coronel Aupick es
ascendido a general de brigada.

En 1840-1841, Baudelaire se matrícula en la Facultad de derecho. Al mismo tiempo, conoce a
Gérard de Nerval, a Balzac y a otros escritores del momento. Su vida de estudiante es la de la
bohemia dorada, que estudia poco y se divierte mucho. Es la época en que Baudelaire tuvo
relaciones con una prostituta, Sara, apodada «La Locuchette», quien, según la crítica erudita,
le transmitió la sífilis. En vistas de que no iba a ser abogado, sus padres intentan que prospere
en el comercio. Para ello, le hacen embarcar, el 9 de junio de 1841, en un buque rumbo a la
India. Pero después de la escala en Isla Mauricio, el futuro poeta vuelva a Francia. Desde
Burdeos, escribe a sus padres diciéndoles que vuelve siendo otro, más cuerdo. Ya es mayor de
edad, de modo que cobra la herencia paterna, abandona la casa de sus padres y se instala, 10
quai de Béthume, en la isla Saint Louis. Conoce entonces a Jeanne Duval, una oscura actriz del
teatro de bulevar, una mulata que será su amante durante muchos años y que inspirará no
pocos poemas de Las flores del mal.

En estos años, escribe sus primeros poemas, colabora en revistas como Le Corsaire-Satan, con
Prarond en el drama Ideolus, escribe artículos anónimos en Le Tintamarre y en los Mystères
galants des Thèatres de Paris. La fanfarlo, una novela corta, no encuentra editor.

Sigue llevando una vida disipada; se cambia varias veces de domicilio, compra muebles,
cuadros, tapices, todos caros, viste de dandy y da fiestas espléndidas en sus sucesivos pisos. De
tal modo que en poco tiempo ha dilapidado la mitad de su herencia. Sus padres, inquietos por
su futuro, le someten a las decisiones de un consejo de familia, figura jurídica que, en
determinados casos, podía someter a un adulto a una tutela y administrar sus bienes. El 21 de
septiembre de 1844, el consejo de familia decidió que, en adelante, percibiría una pequeña
renta mensual de 200 francos. El notario Ancelle fue el encargado de llevar sus intereses
económicos. Baudelaire reaccionó violentamente; se sintió humillado y este sentimiento le
acompañaría hasta su muerte.

En 1845, conoció a varios artistas y músicos en las fiestas ofrecidas por Fernand Boissard de
Boisdenier, su vecino, y empezó a consumir hachís. Se dedica a la crítica de arte: en abril, se
pone a la venta su Salón de 1845. Las revistas empiezan a publicar poemas sueltos, como A
una dama criolla (À une dame créole), que luego formarán parte de Las flores del mal. Sufre
una crisis moral que le lleva a un intento de suicidio («Me mato porque soy inútil para los
demás y peligroso para mí mismo»). Luego anuncia la publicación de un libro de poemas
titulado Las lesbianas (Les lesbiennes). Se empiezan a publicar traducciones de las obras de
Edgar Allan Poe. Fascinado, Baudelaire, que no sabe inglés, aprenderá lo suficiente para poder
leer, y posteriormente traducir, las obras del poeta americano. Sigue dando a la prensa y a las
revistas pequeños trabajos como Selección de máximas consoladoras sobre el amor (Choix de
maximes consolantes sur l 'amour) o Consejos a un joven literato (Conseils à un jeune
littérateur). Se publica asimismo su Salón de 1846 (Salón de 1846), y dos nuevos poemas, El
impenitente (L'impénitent) y A una india (À une indienne) que, en Las flores del mal serán,
respectivamente, Don Juan en los infiernos [971] (Don Juan aux enfers) y A una malabaresa
(À une malabaraise). La fanfarlo se publicó, en 1847, en el Bulletin de la société des gens de
lettres.

Las jornadas de la Revolución de 1848 (24-26 de febrero) ven a Baudelaire en la calle, gritando
que hay que matar al general Aupick. Funda, con Champfleury y Toubin, Le salut public,
revista que tendrá dos números. Y el 15 de julio publica su primera traducción de Poe, La
revelación magnética (La revélation magnétique) y un poema, El vino (Le vin). En 1849,
descubre y admira a Wagner, que acaba de estrenar Tannhauser en Paris. El año siguiente, se
publican tres poemas suyos en Le magasin des familles, al tiempo que anuncia la edición de un
libro de poemas titulado Los limbos (Les limbes): tal es el segundo título de lo que iban a ser
Las flores del mal.

En 1851, Le messager de l’Assemblée publica Del vino y del hachís considerados como medios
de multiplicación de la individualidad (Du vin et du haschisch considérés comme moyen de
multiplication de l’individualité) así como once poemas bajo el titulo anunciado de Los limbos;
siguen varios artículos de crítica, entre los cuales cabe destacar Los dramas y las novelas
honestas (Les drames et les romans honnêtes), que aparecen en La semaine théâtrale.

Después del golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851, que le vio en la calle intentando
luchar en contra de los golpistas, sigue publicando poemas en La revue de Paris: Crepúsculos y
Edgar Poe, su vida y su obra (Edgar Poe, sa vie, son oeuvre). Hasta 1856, irá traduciendo obras
de Poe de manera continuada y las irá publicando en diversos periódicos. Admira mucho a
Théophile Gautier, que acaba de publicar Esmaltes y camafeos: le dedicará Las flores del mal.
En 1855, escribe Ya que tenemos realismo (Puisque réaIisme il y a), severa condena del
movimiento realista en el que Champfleury se está ilustrando. En junio, la Revue des deux
monde publica dieciocho poemas bajo el título, utilizado por primera vez, de Las flores del mal.
Al mismo tiempo, toma apuntes para un libro proyectado bajo el título de Mi corazón al
desnudo (Mon coeur mis à nu), que ha sacado de las Marginalia de Poe. El 30 de diciembre de
1856, Baudelaire vende al editor Poulet-Malassis un libro de poemas, Las flores del mal. Muere
el general Aupick el 28 de abril de 1857 y el libro se publica el 25 de junio. Después de un
artículo de Gustave Bourdin en Le Figaro, el 5 de julio, se embarga la edición por orden de la
autoridad. Se organiza una campaña de defensa del poeta y de su obra, pese a la cual, el 20 de
agosto, después de un proceso, Baudelaire, su editor y el libro son condenados por atentar a
la moral pública. Tal era la política de orden moral del gobierno de Napoleón III: el mismo año,
proceso a Flaubert por Madame Bovary, aunque fue absuelto.

Baudelaire empieza a escribir y publicar pequeños grupos de poemas en prosa; sigue
traduciendo a Poe (Las aventuras de Arthur Gondon Pym); la Revue contemporaine publica, en
septiembre de 1858, Del ideal artificial (De l'idéal artificiel) y El poema hachís (Le poème du
haschisch). En 1860, firma un nuevo contrato con Poulet-Malassis para una segunda edición de
Las flores del mal, aceptable por parte de la censura, enmendada, respecto de la de 1857,
mediante la supresión de los poemas prohibidos, y el añadido de textos nuevos, como El 18
albatros o Sisina. Esta segunda edición se publicó en 1861 sin problemas. Veinte poemas en
prosa aparecen en La Presse en 1862 y, el mismo año, Swinburne elogia a Baudelaire en un
artículo del Spectator. Poulet-Malassis quiebra y es encarcelado por deudas. Baudelaire vende
entonces los derechos de Las flores del mal, de Los pequeños poemas en prosa y de Mi
corazón al desnudo al editor Hetzel. Ya ha escrito varios artículos sobre Delacroix; después de
la muerte del pintor, publica La obra y la vida de Eugène Delacroix (L ’oeuvre el la vie d
’Eugène Delacroix) en L’opinion nationale. Sigue haciendo traducciones de obras de Poe, así
como un estudio importante sobre el pintor y dibujante Constantin Guys, El pintor de la vida
moderna (Le peintre de la vie moderne).

En 1864, emprende un viaje a Bruselas para dar una serie de conferencias, de la que espera
mucho para lanzarse y ganar un dinero del que, como siempre, anda escaso. Desanimado por
el poco éxito de su actuación, enfermo y amargado, toma apuntes para un libro vengativo
sobre Bélgica. En febrero y diciembre, se publican varios poemas en prosa bajo el título El
esplín de París (Le spleen de Paris), aunque en publicaciones posteriores volverá al título
anterior de Pequeños poemas en prosa.

En 1866, se edita una colección de poemas reunida por Poulet-Malassis, bajo el título de Los
despojos (Les épaves). EL 15 de marzo, Baudelaire sufre un ataque cerebral en la iglesia Saint-
Loup de Namur. No se repondrá de esta hemiplejia, que se repetirá el día 30 en Bruselas; ya
afásico, el poeta será llevado a Paris, acompañado por su madre, a la clínica del doctor Duval.
El Parnasse contemporain publica quince poemas suyos bajo el título de Las nuevas flores del
mal y La revue du XIXème siècle acoge sus dos Poemas licántropos (Poèmes lycanthropes).

Después de un año de agonía, el 31 de agosto de 1867, muere Baudelaire; la propiedad
literaria de sus obras fue vendida a subasta. Las publicaron, en siete volúmenes, Banville y
Asselineau entre 1868 y 1870.

3.3.1.2. Baudelaire poeta

En el momento en que Baudelaire alcanza los veinte años, el Romanticismo está en su
apogeo: la república de las letras cuenta con hombres como Lamartine, Victor Hugo, Musset,
Vigny. Sus obras fueron las lecturas del joven Baudelaire, aunque su instinto los rechaza como
modelos. Había que ser, pues, un gran poeta, sin ser ni Hugo, ni Vigny, ni Musset ni Lamartine.
La obra de Baudelaire debía ser, por tanto, una respuesta al Romanticismo, a la estética de
1830; se explica que, sin tener mucho que ver con ellos, Baudelaire simpatizara con el Parnaso,
la escuela del arte por el arte, con Leconte de Lisle en cabeza, con Banville, Heredia y Gautier.
La actitud de Baudelaire, única en su época, antes de prefigurar el Simbolismo, que se
relacionará con él, aparece, pues, como la de sus contemporáneos los parnasianos, como una
necesaria puesta en orden del lirismo fácil, del canto apasionado, a veces inconsistente y
ampuloso, que fue el peor Romanticismo. A la hora de hacer obra de poeta, habrá que
olvidarse de los dictados de una inspiración complaciente y facilona, para invertir en el
estudio, en una obra reflexiva que debe más a la elaboración efectuada a partir de la materia
sensible que a la materia misma.

Esta actitud explica que Baudelaire esperara tantos años para publicar un único libro, Las flores
del mal, tras infinitas correcciones, recelos, dudas, borradores; y los Pequeños poemas en
prosa fueron la pesadilla del Baudelaire enfermo, arruinado y desesperado por la mala acogida
reservada a su poesía: los trabajó una y otra vez hasta lograr la prosa diáfana y
tremendamente eficaz que hace de ellos, según deseo del autor, un arma más peligrosa aún
que la poesía en verso. Pero si Baudelaire se opone al Romanticismo por su actitud respecto a
la labor del poeta, del mismo modo que se aparta de toda filosofía, de toda moral a priori, de
todo estilo discursivo y de todo didactismo político, le debe al menos en apariencia el
«satanismo», moda de los años 1840, que le permite abordar el problema central de su obra,
el Mal, con una complacencia que ha sido mal entendida por sus primeros jueces y por la
mayoría de la crítica que gusta de echarle la etiqueta de «poeta maldito». Y si Baudelaire se
convierte en el padre de la poesía moderna, si es capaz de integrar y superar el Romanticismo,
descubriendo, al mismo tiempo, su propia personalidad, es gracias al descubrimiento de Poe.
Baudelaire empezó a leer la obra de Poe hacia 1847. Su admiración fue inmediata y total: el
balance, al final de su vida, lo dice bien claro; son cinco volúmenes de traducciones, muchas de
ellas con introducciones del más alto interés. El examen de la obra demuestra que este
entusiasmo debe matizarse y que más valdría hablar de coincidencia en lo esencial, que es la
poesía. Dos grandes personalidades entran en contacto, y el joven se reconoce, se revela a sí
mismo en el espejo del viejo; como dice «me dedique bastante tiempo a Poe porque nos
parecemos un poco». Poe no enseñó a Baudelaire la lucidez extrema en el plano técnico y en
el plano de la inspiración, sino que le proporcionó la confirmación de lo que sospechaba; le dio
seguridad. Cuando Baudelaire traduce The poetic principle quiere convencer al público de que
no es el único en pensar así, de que puede haber otra estética que la romántica y que el
convencionalismo academicista de los salones.

Poe y Baudelaire desentonan en su país y en su tiempo. El rechazo de la sociedad moderna, de
la sociedad industrial, del capitalismo salvaje característico de aquellos [974] años es común a
ambos poetas. Baudelaire apunta en Mi corazón al desnudo: «¿Acaso hay algo más absurdo
que el Progreso, ya que el hombre, como lo demuestra la experiencia diaria, siempre es el
mismo, es decir, que no existe sino en el estado salvaje? ¿Qué son los peligros de la selva y de
la gran pradera al lado de los choques y de los conflictos diarios de la civilización? Que el
hombre abrace al inocente engañado en los bulevares o mate la presa de un flechazo en las
selvas impenetrables, ¿acaso no es el mismo hombre, el hombre eterno, es decir, la más
perfecta de las fieras?» Se comprende que el pensamiento del poeta esté enteramente
dirigido, como lo será en Bélgica, en contra de la Francia del Segundo Imperio, la Francia del
dinero, de las ambiciones frustradas, de los burgueses arrogantes, del pueblo laborioso y
peligroso; es la Francia que condena a poetas y a novelistas, ignora a Stendhal, desconfía de la
inteligencia y convierte a Victor Hugo el símbolo de la oposición.

Otro punto de contacto importante con Poe es la aprehensión de la realidad bajo un ángulo
nuevo, adecuado para sorprender al lector y dar alcance filosófico a su obra. Se trata de hacer
emerger un mundo que encierra toda la realidad posible más allá de lo inmediatamente
descifrable: una exploración exhaustiva del ser y de sus circunstancias, que se ha dado en
llamar supernaturalismo, y que Baudelaire cultiva, a su manera, después de Balzac, de Nerval,
y de todos los visionarios modernos: Swedenborg, Mesmer, Goethe y Goeffroy de Saint-
Hilaire.

Si Baudelaire admira a Poe es también por el insaciable anhelo espiritual que manifiesta
constantemente y que Baudelaire comparte con él. Debe eliminarse la imagen moralizante de
un Baudelaire depravado, vago, lascivo y blasfemador; Baudelaire fue un joven al que el placer
y la diversión le atraían; fue uno más de los jóvenes artistas de su generación, alegre y
despreocupado, tal y como salen en La Bohème de Murger y luego de Puccini. Era un
adolescente emancipado, que disfrutaba de su recién estrenada libertad y caía, como
cualquiera, en todas las trampas de la facilidad. Pero Mi corazón al desnudo revela un
Baudelaire piadoso, sumiso ante Dios, humilde y respetuoso, animado por una fe ardiente e
insaciable, por un deseo de salvación del que habrá que acordarse al leer su obra. Poe y
Baudelaire han recorrido juntos el sendero que lleva a Dios y a la belleza. «Es al mismo tiempo
por la poesía y merced a la poesía, por la música y merced a la música como el alma vislumbra
el esplendor que se esconde más allá de la tumba; y cuando un exquisito poema hace brotar
las lágrimas en los ojos, estas lágrimas no son la señal de un deleite excesivo, sino más bien la
huella de una melancolía irritada, de un postulado de los nervios, de una naturaleza exilada en
el mundo imperfecto y que quisiera apoderarse sin más demora, en esta misma tierra, de un
paraíso revelado.»

Entre Poe y Baudelaire hay que concebir una comunidad espiritual y estética que teje entre
los dos poetas una visión común del mundo y de la obra de arte, que se nutre a la vez de las
aspiraciones más generosas, más humanistas, y también de la concepción pesimista del
hombre y de su maldad natural, su mediocridad, su hipocresía y su ceguera.

3.3.1.3. Los temas de la poesía de Baudelaire

Uno de los clichés más trillados considera a Baudelaire como el poeta de la vida moderna, el
primero que se interesa por las ciudades. Sí lo es será para decir hasta qué punto detesta la
ciudad tentacular, que, para él, es el lugar geométrico de la desgracia humana. Y el campo no
vale mucho más. No será nunca el eterno globe-trotter entusiasmado por las locomotoras y la
técnica moderna. Sus viajes son imaginarios, pero sus sufrimientos son reales. Baudelaire
aparece como poeta en medio del mundo por repulsión, no por adhesión; y por esta razón el
mundo le rechazó.
No tiene mucha mejor opinión de la sociedad burguesa a la que reprocha su mojigatería y su
hipocresía, su egoísmo, su cinismo, en una palabra su falsedad engreída. Baudelaire detestó a
una sociedad que no entendía a Watteau y a unos franceses que, según dice, «se parecían
todos a Voltaire», enemigos de las rosas, enemigos de la poesía. Su actitud de dandy sirve
para establecer distancias, para intentar distinguirse, alcanzar en el aspecto más exterior y
superficial aquella perfección que le obsesiona; es el último lance heroico en las sociedades
decadentes; será, pues, una actitud ascética, un ejercicio espiritual de alto coste ―pues reduce
a la más total soledad- que edifica una barrera entre el mundo inaceptable y el ser dolido, con
el riesgo de que caiga en la apatía, en lo que Baudelaire llama su «pereza». Será la imagen
concreta de su angustia vital, parálisis y pérdida de las facultades humanas de quien está
inmerso en un mundo desproporcionado, en el que todos los valores espirituales han sufrido
inflación, el trueque y la deformación, la especulación que nos aleja del innocent paradis des
amours enfantines. El satanismo, el cantar, suscitar el Mal, desvelarlo por doquier es otra
manera de establecer distancias: el poeta, lúcido, no suscribe el consenso, no se vela la faz
púdicamente; dice con claridad lo que todos quieren callar.

Lo que engendra el spleen está escrito en el primer verso del libro: el pecado, el error, la
idiotez, la avaricia, y la lista no es exhaustiva. Es el mundo moderno, el hombre moderno, los
valores modernos, en una palabra, la desilusión del hombre de una generación cuyos padres
hicieron la Revolución para algo más que para matar al rey y proclamar la república y que
contempla, consternada, a qué infierno se ha llegado. Cuando el poeta se pregunta ¿qué soy?,
se reconoce, como dice Poulet, un hombre, un ser degenerado que en medio de su propia
villanía se descubre poeta, es decir, aquel que puede decir, proferir, la bajeza y los sueños de
ideal.

A este siniestro espacio humano se superpone rápidamente un espacio teológico: en Las
flores del mal se habla a menudo de pecado y cuando no se habla se huele. Es un espacio que
inclina al hombre hacia lo más bajo y por el que todos resbalan con mayor o menor rapidez; un
espacio sin horizonte, uniformemente gris, que incita a la claustrofobia: el cielo bajo y pesado
pesa como losa —Baudelaire dice la tapa de un puchero— y nos aboca al abismo, es decir, a la
imposibilidad de escapar de la condición humana, del pecado, del error, de la avaricia, de la
hipocresía, etc... Quien no haya pecado nunca que arroje la primera piedra.

Naturalmente, en este universo carcelario, bastante común en los demás románticos, y sobre
todo en Hugo, se vislumbra la luz, se postula la trascendencia, un Ideal capaz de contrarrestar
el spleen. Aunque el Ideal queda como un mero sueño, una aspiración intima, algo remoto que
se concibe y que nunca se alcanzará. De modo que la vida se presiente llena de sufrimientos
irremediables porque el remordimiento pesa más que los mejores propósitos, y las faltas
cometidas excluyen cualquier expiación futura. Esta postura permite hablar de la actitud
«jansenista» de Baudelaire, finalmente el más pesimista del siglo.

En su mundo, la belleza es de piedra, la belleza alcanzable, propia de las mujeres, será siempre
degradada, testimonio, en el presente, de la imposibilidad de preservar [976] la pureza del
pasado. Existen remedios: dormir, no estar, dormir sin soñar, pues el despertar es más
doloroso si se ha revisado la realidad soñándola. Y después viajar, que no es exotismo
pintoresco, sino neurótico deseo de estar siempre en otro sitio que aquel en el que está. El
viaje baudelairiano es siempre imaginario, indefinido, incierto y precario. «Los viajeros de
verdad son aquellos que parten por partir»… Es la imagen de una agitación interior, un
tormento que no cesa jamás, un desasosiego constante: la vida del poeta. Luego no habrá
paisajes concretos ni horizontes precisos: vagas palmeras, perfumes, movimientos mecedores,
un auténtico retorno al claustro materno. El atardecer, como el alba siniestra, son momentos
de lentas transformaciones, insensibles agonías en las que la sensibilidad enfermiza del poeta
se regocija, proclamando, como harán mucho más tarde los surrealistas, la radical inutilidad de
todo. Si frente al mundo moderno se estructura una geografía onírica del país exótico,
lujuriante y cálida, por el que pasean pulposas mujeres criollas, no pasa nunca de ser un Edén
profano, huidizo, como la belleza, y que no tiene futuro.

Así, las imágenes de infinito, el mar, los ojos de los gatos o las nubes que pasan, no se brindan
jamás como un espacio que se podría recorrer, sino como la imposibilidad de cualquier
trayecto, la confirmación cruel del encarcelamiento del hombre en los parámetros de su
condición.

En cuanto a la mujer, no es siquiera la Musa del poeta, como es norma. Además de la madre
adorada y odiada a la vez, fueron cuatro las amantes relevantes: Sarah, la iniciadora; Jeanne
Duval, la mulata; Marie Daubrun, y la «presidenta» Sabatier, las dos dulces rubias; y
probablemente muchas más, que no contaron tanto. Baudelaire tiene con ellas dos posturas
opuestas. Hay una mujer abominable, que llama la «mujer natural», es decir, sometida a la
naturaleza, esclava de sus instintos de posesión, de maternidad: es el retrato más escandaloso
de la degradación más paulatina del ser. Es la vieja de los grabados de Goya que dice «¿qué
tal?»; la arruga es peor en el rostro femenino. De modo que la mujer es semejante a un reloj
que desgrana minutos y segundos, siniestra cuenta atrás que recuerda constantemente el paso
del tiempo y que, por añadidura, se permite ser frívola. Culmina en el poema «Una carroña»
en que se dan cita todas las imágenes de la femineidad terrible, las harpías y los monstruos, la
miseria de las viejecitas, la crueldad de las furias, y la despiadada actitud de las madres átridas.

Otro modelo que ofrece de la mujer es la imagen como espejo de sensualidad; es la que inspira
amor carnal y permite vivir siempre ebrio, fuera de uno mismo, en medio de olores, sedas y
vapores; éstas subyugan, como la droga; ofrecen un símil de infinito, suficiente viático para el
tránsito terrenal. Y, el tiempo de una ilusión, permiten alcanzar la unión de los contrarios,
autorizan la alquimia espiritual, que anhela el poeta que clama: «Me diste tu fango y lo
transformé en oro.»

Habrá, pues, aquí también, una doble postulación, hacia la pureza, el sacrificio y la luz, por una
parte, y hacia las tinieblas, el dolor, el pecado y el egoísmo, por otra. La figura de la Madona,
amante y madre a la vez, ocupa un lugar ambiguo en este espacio femenino, donde florecerán
veladamente todas las fantasías sadomasoquistas, hijas de un Edipo nunca bien resuelto. Esta
amante-madre se tornará serpiente, puñal, símbolo fálico, que, para el psicoanálisis, significa
que un complejo de castración ronda el texto y explica el spleen. Aunquese puede leer algo
más. Detrás de la relación neurótica con la madre, el fantasma del texto materializa, a través
de la escritura, la idea de que el poeta es la madre de su obra, que ha de morir al mundo para
[977] apoderarse de su propia madre, la lengua «materna», y producir así lo que el hombre
puede perder, la virilidad, el poema, como quien da a luz y reproduce el drama del propio
nacimiento. En este sentido, la edición de 1857 se parece a un aborto, al parto de un hijo
muerto. Y si este hijo ha sido creado gracias a la relación incestuosa con la lengua «materna»,
el último gesto, el más eficaz, es el de la tortura, clavando los siete puñales de la Madona.
Tales son los arcanos de la creación literaria.

3.3.1.4. «Las flores del mal»

El libro condenado en 1857 era un volumen muy pensado, construido hasta en sus menores
detalles, especialmente en cuanto al orden de los poemas, con una intención que el hilo
conductor dejaba entrever progresivamente. La condena del tribunal obligaba a suprimir
varios poemas y desfiguraba el conjunto. La edición que preparó después, y que se publicó en
1861, contaba con treinta poemas más, que modifican en profundidad el orden inicial, pues
varios textos de la primera edición han cambiado de sitio, de modo que el libro «definitivo»
había perdido buena parte de su sentido inicial. La crítica está dividida: durante muchos años,
pensó que había que dar la edición de 1861, argumentando que era la última revisada por
Baudelaire; pero pasaba por alto que esta revisión no obedecía a una voluntad de mejora, sino
a una necesidad de adaptación. A Baudelaire se le exigía que suavizara sus intenciones, que
aprendiese a disimular un poco más, a poner, como se estilaba entonces, hojas de parra a sus
estatuas y a pintar desnudos femeninos sin vello. Por otra parte, además de ser una tentativa
de salvación del libro, la edición de 1861 plasma un grado de madurez mayor y no se puede
desechar. Tampoco es razonable decir, como pretenden otros, que la única versión solvente es
la de 1857, porque se eliminan, entre los treinta poemas añadidos, algunos de importancia
capital.

Luego están Las nuevas flores del mal y Los despojos, colecciones de las que no se puede saber
si, en una versión posterior, Baudelaire no las hubiese integrado al conjunto inicial. La
complejidad del asunto es, pues, enorme. Un criterio ponderado, que es un mal menor, es
tomar como base la edición de 1861, sin perder de vista la de 1857, recogiendo, a manera de
despojo exigido por la sociedad, los textos condenados en anexo. Pero no se pueden solapar
las dos ediciones.

Considerado de esta manera, el libro empieza por un poema dedicado al lector que, como se
ha dicho, es un verdadero discurso del fiscal Baudelaire dirigido al «hipócrita lector», su
semejante, su hermano, y cuya finalidad es introducir la noción de spleen. Le sigue la sección
Spleen e Ideal que cuenta con ochenta y cinco poemas en los que se desgrana la irreductible
oposición entre las aspiraciones más nobles del hombre y la irremediable atracción que el Mal
ejerce sobre él. La sección siguiente, Cuadros parisinos, introduce el tema de la gran ciudad, es
decir, de la modernidad, que se añade al Spleen inmanente y lo hace más real, más presente:
se ve al poeta, azorado,presa de un pánico interior que sólo la actitud de dandy permite
disimular; en esta sección están los dos crepúsculos, el de la noche y el de la mañana, que
cierra la sección con la imagen «Por sus tareas rotos volvían los noctámbulos», que sirve de
transición hacia la sección siguiente, El vino. Los noctámbulos huyen de la realidad, como los
borrachos, los drogados y todos los soñadores de ideal para los cuales la realidad es
insoportable. Son los pobres, los asesinos presa del remordimiento, los [978] solitarios,
huérfanos de amor, y los amantes que huyen hundiéndose en su propia sensualidad. Pero esta
huida no está exenta de consecuencias y lleva a cultivar Las flores del mal, título de la cuarta
sección y del libro mismo.

Allí, la sensualidad se cifra en el desolador cuadro de dos lesbianas (Mujeres condenadas), el
Viaje a Citerea conduce al pie de una horca en la que se balancea un cadáver y concluye
conestos versos: «¡Ah, Señor!, concededme el valor y la fuerza / de contemplar mi alma y mi
cuerpo sin asco.» La sección siguiente, Rebelión, enteramente escrita antes de 1843,
pertenece a la más pura tradición romántica del poeta satánico y tenebroso. Comprende
poemas tan provocadores como La negación de San Pedro, cuyo último verso «San Pedro ha
renegado de Jesús... ¡Y ha hecho bien!» no es menos blasfemo que el último díptico del poema
siguiente, Abel y Caín, que dice: «Raza de Caín, ¡sube al cielo, / y arroja a Dios sobre la tierra.»
Petrus Borel y sus amigos, los licántropos, solían confundir a Dios con un tirano, pero no es la
idea esencial. Cuesta hacer comprender que, como dice Klossowsky, todo Sade es amor, y, del
mismo modo, resulta difícil hacer admitir que Baudelaire es un poeta religioso que clama al
Cielo porque el cielo no contesta. El huérfano, en pos de un padre espiritual, sólo tiene a
Satán, a quien pide, en las Letanías de Satán: «¡Apiádate, oh Satán, de mi larga miseria!»
porque es el «Padre adoptivo de esos que en su cólera negra / Dios Padre del Eden terrenal ha
expulsado», imagen en la que se vuelve a percibir la nostalgia del paraíso inocente de los
orígenes.

Después, sólo queda la incierta esperanza de la muerte, que da su título a la última sección del
libro. Una muerte en la que vuelven a darse cita los amantes, los pobres y los artistas y que
concluye con el largo poema, capital, titulado El viaje, en el que Baudelaire pasa revista a todas
sus experiencias y desazones para acabar deseando realizar el último viaje, porque «nos hastía
esta tierra»; y sólo queda «hundirnos, ¿Cielo, Infierno, qué importa?, / al fondo de lo ignoto,
para encontrar lo nuevo.» El último verso del libro, que parece una luz encendida, una puerta
abierta hacia otro mundo y otra vida, es, en realidad, el más desesperado del libro: bien sabe
Baudelaire que poca novedad puede depararle el no ser. Cualquier cosa, en cualquier
sitio,mejor que el Tedio. Para él, el fin del sufrimiento no es el principio de la felicidad. Con
este verso empieza la reflexión moderna, la de nuestro siglo, sobre lo absurdo, y confiere a la
obra un alcance metafísico que no supieron interpretar los jueces que le condenaron. Esta
perspectiva sitúa a Baudelaire en la tradición de los grandes poetas de la condición humana
que tienden a retratar la existencia como un infierno dantesco. De hecho, la edición de 1857
puede leerse como un criptograma donde críticos como Jean Richer han creído descifrar varias
series de círculos infernales a la manera de Dante. En efecto, el spleen, el amor culpable, la
lujuria y la muerte, forman cuatro círculos por los que vamos bajando irremediablemente; se
añaden la esperanza del paraíso que es el ideal de amor y arte del poeta, el purgatorio del
dolor.

La sección Spleen e Ideal comporta a su vez siete círculos, que no se superponen exactamente
a los siete círculos dantescos ni a los siete planetas del sistema solar, sino que se inspiran en
ambas estructuras. Se puede observar también que el número inicial de poemas era de cien, y
que Baudelaire insistió mucho en que su nombre de pila figurase sólo como inicial en la
portada, tal vez para recalcar el simbolismo totalizador de la centena. Se observan también
grupos numéricos de siete y once poemas, similares a los de la Divina comedia. Finalmente, no
puede pasarse por alto que el libro empieza [979] por «El pecado, el error...» y acaba con «el
hastiante espectáculo del inmortal pecado». De modo que si Baudelaire no imita a Dante,
como tampoco a Poe, coincide con él.

Luego están los símbolos astrológicos, los siete planetas del sistema solar, a los cuales se
añade, a veces, la Tierra. Hay, pues, un ciclo del Sol en el que dominan las imágenes de luz, que
comprende los once primeros poemas; la luz se opone cada vez más al dolor y a la melancolía
propias de Saturno: «¡Oh Dolor, oh Dolor! Come el Tiempo a la vida...» y nos llevan hacia las
tinieblas y el olvido. El segundo ciclo es el de la noche y de la Luna, el de los hijos humanos de
la noche, los sueños y los recuerdos que los engendran. Culmina con el éxtasis de amor que en
la noche se reconoce a sí mismo, hasta que se dramatiza a los pies de esa gigante cuyos
inmensos pechos, hasta ahora acogedores, sugieren el tema, propio del ciclo siguiente, de la
Venus libitina, la Venus infernal de los romanos; es la parte más morbosa del libro, ya que
evoca todo un universo de formas horribles. Es el ciclo de la carroña, de la judía repulsiva, de
los gatos inquietantes y misteriosos, a los que se oponen los sueños de ideal y de amor exento
de pecado. Concluye este grupo con Armonía del atardecer, un texto tímidamente solar que
da paso al ciclo de Mercurio: es un grupo dinámico, que evoca los viajes y los deseos
insatisfechos, todas las neurosis que nos minan, y nos hacen ser el Heautontimoroumenos, el
verdugo de nosotros mismos. La vía está despejada para volver a Saturno.

En el ciclo siguiente, el más baudelairiano del libro, estamos en contacto con lo más hondo de
la desesperación humana, que ilustra magistralmente la serie de opemas titulados Spleen; es
el mundo del sol negro, el de Nerval y el de los humoristas lúcidos. Allí se roza la locura, último
refugio.

El último ciclo es el de la Luna y del Limbo; ahí están los dos crepúsculos, las tristezas de la
Luna y naturalmente la música. Es el ciclo de los recuerdos que permanecen en la memoria del
cosmos, tal y como se pueden leer en los Cantos XV a XVII del Purgatorio de Dante. La
trayectoria de Spleen e Ideal sigue una línea dominante nocturna y depresiva. Por un lado el
Sol, la Venus celestial y Mercurio; por el otro, la Luna, la Venus libitina, Saturno y nuevamente
la Luna. No hay ciclo de Marte ni de Júpiter, que son astros conquistadores y guerreros,
monarcas de un mundo que el poeta ni quiere ni puede avasallar.

Nerval había inscrito simbólicamente su carta astral en El desdichado y en Artemis, dos de sus
sonetos; parece que Baudelaire hizo lo mismo en la sección Flores del mal de la edición de
1857, y, por lo tanto, el texto encierra muchos más misterios de los que, a primera vista
parece.

Se ha observado, por ejemplo, que cada ciclo está dominado por un sistema vocálico fijo, que
corresponde a la aplicación de teorías musicales que Villiers de l’Isle Adam supo reconocer. Por
otro lado, la serie planetaria, estructurada por estas agrupaciones vocálicas peculiares, recubre
otras series o setenas, como la de los pecados capitales anunciados en el poema liminar y
representados por siete animales simbólicos. Y cuando Baudelaire celebra a los «faros», siete
grandes artistas, aplica la teoría de las sinestesias anunciadas en el poema Correspondencias,
asociando planetas, colores, vocales y notas musicales. Rimbaud recordará esta manera de
codificar el mundo en su famoso soneto Vocales.
En sus Notas nuevas sobre E. Poe, Baudelaire confesaba que concebía la tierra como [980]
reflejo del cielo, lo cual invita, efectivamente, a ver inscrito el destino personal en los astros, a
inscribirlo, a su vez, en la obra; de este modo, el pasado, el presente y el futuro están
predestinados y se comprende el abatimiento, no siempre tan digno como el de los ansenistas,
de quien descubre lo irremediable del destino. Baudelaire era Virgo; es el símbolo universal de
la femineidad; aparece en la Biblia con la expresión («nigra sed pulchra») y más de una vez en
los versos del poeta. También abundan los emblemas de la femineidad inquietante, de la
virgen negra: lo cual explica la obsesión de Baudelaire por las mujeres de piel cetrina, Jeanne
Duval, la Malabaresa y, en el principio, Sarah, la judía bizca.

Finalmente, hay que tomar en consideración la estética del oxímoron que, a su vez, también
estructura la obra y que el poema liminar utiliza para describir el Tedio, «monstruo delicado».
Es también la «oscura claridad» que dimana del astro nocturno, del ojo de los gatos y de todas
las mujeres que fascinaron a Baudelaire. Este uso del oxímoron, mucho más frecuente en
Baudelaire que en cualquiera de los demás poetas de su tiempo, llevó a pensar en una
conexión entre la poesía de Las flores del mal y una tradición esotérica gnóstica, que
Baudelaire hubiese conocido a través de un texto hermético traducido al francés en el siglo
XVI, el Poïmandres. Se podrá descifrar la obra de Baudelaire siguiendo los planos estructurales
de la Gnosis: el del dualismo metafísico y ético, el del dualismo suavizado por la posibilidad de
una redención (gracias a la mujer) y, finalmente, por la afirmación de la individualidad, es
decir, en términos junguianos, la unificación de la experiencia propia y del cosmos, experiencia
propiamente mistica, que, más allá del pesimismo, se puede leer en el último poema, El viaje.
Siguiendo esta perspectiva, se comprenderá mejor por qué Baudelaire inaugura la
modernidad. Estas tres instancias gnósticas echan por tierra el mito romántico por excelencia,
el de Prometeo, gracias a quien se podía esperar el fin de Satán, desenlace triunfal del drama
de la civilización. Según este punto de vista, los contrarios no coinciden, sino que se
intercambian; Satán se convierte en Jesús, Prometeo triunfa, el hombre es un dios gracias a la
ciencia y al progreso. En Las flores del mal el poeta sigue siendo un ser superior, pero es un
Ícaro patético e irrisorio, cuyas alas de gigante le impiden caminar; su universo es a la vez
cerrado e infinito, y su existencia es un drama que comporta cuatro aspectos principales,
reiteradamente identificados por Baudelaire. El primero es el de la alteridad, es el tema del
doble tenebroso:

Venus, las mujeres, o aquel que se descubre otro a medianoche. El segundo actualiza la
dualidad vivida según un modelo atractivo y repulsivo a la vez: Pandora, fuente de placer y de
desastres.

Un tercer tema interioriza, mediante el acto poético, la dualidad que le obsesiona. Es la figura
hermética por excelencia, que confiere al texto las características del hermafrodita, más
fecundo para sí mismo porque es estéril hacia fuera, como el hijo de Hermes y de Afrodita;
para lo cual hay que pagar el precio de la soledad y de la incomprensión de los demás: ahí
empieza el poeta a ser maldito. El cuarto tema es consecuencia directa de los anteriores:
postula la iniciación y la transformación del fango en oro puro. Al final de la empresa, ya no
queda lugar para la proyección hegeliana del Mal, sobre el cual, según creía, podían crecer las
humanas flores; la flor es el Mal, del mismo modo que la víctima es el verdugo; la herida, el
cuchillo, y Dios, el Demonío. Esta vasta empresa de coincidencia de los contrarios que anhela
emular a Hermes, arma al poeta con el tirso, emblema del mediador que requieren los tiempos
modernos. Será capaz de realizar en sí mismo todos los oxímoros posibles. Y su corazón
dolorido, verdadero atanor de alquimista, es el crisol en el que el mundo celestial se funde con
el terrenal, el bien con el mal, la muerte con la vida.

Las cosas no son siempre tan sencillas y, poco a poco, se ve que la magia no es bastante
poderosa para redimir al hombre y al mundo a la vez. Sólo queda la «única gloria» permitida al
hombre, descubrir la «conciencia del Mal», sin la cual nadie puede convertirse en artista. Para
adquirirla, habrá que bajar a los infiernos del alma, donde se sufre el vértigo de la nada. No se
puede leer a Baudelaire a partir del voluntarismo positivista que nos suele habitar, so pena de
no entender nada. Baudelaire, que no se salvó ni del alcohol, ni de las drogas, ni de la nada que
cierra trágicamente el libro, en busca de lo Desconocido y de lo Nuevo, inscribe finalmente la
equivalencia del Cielo y del Infierno, del bien y del mal. Estas dicotomías ya han dejado de ser
tales, son mixtos, rebis de alquimista, piedras ñlosofales, que, como el sufrimiento, permiten la
transformación, a la que permanecerá ajeno quien no emprenda el viaje y la aventura de la
lectura del libro, sin prejuicio de escuela, para descubrir, al final de la propia noche, la luz del
destino personal.

[…]

[982]

3.3.3. La poesía simbolista

3.3.3.1. El universo simbolista

El último tercio del siglo ve multiplicarse las escuelas, los grupos, las capillas poéticas, con una
vitalidad sólo comparable con su efímera existencia. Es una comodidad de manual pretender
que hubo una escuela simbolista que sucedió al Parnaso para liquidar el Romanticismo de una
vez. Paul Valéry escribe: «Lo que se dio en llamar el Simbolismo se resume muy simplemente
en la intención común a toda una familia de poetas (por lo demás enemigos entre sí) de
recuperar lo que era suyo a costa de la música.» Y Georges Rodenbach nos ofrece una
definición más clara: «La poesía simbolista es el sueño, los matices, el arte que viaja con las
nubes, que domeña los reflejos, para el que la realidad no es más que un punto de 26 partida y
el papel mismo, una débil certeza blanca a partir de la cual poder lanzarse hacia simas de
misterio que están arriba y que atraen.» Así, después del materialismo, del positivismo, de la
razón razonable, de la impasibilidad de los parnasianos, le tocó la hora al individualismo, al
idealismo, a la intuición, la vacilación, la fantasía, la fluidez, y también a unas armonías más
sutiles si no más logradas. El arte del simbolista pretende representar con la realidad todo el
misterio definitivo que encubre. Con todo, el Simbolismo protestó también en contra de la
vida moderna, y pretendió desvelar los misterios del más allá cayendo en no pocas ocasiones
en las tentaciones del esoterismo y de las sociedades ocultistas y secretas que florecieron
entonces: Rosa-Cruces, por ejemplo. Y si Simbolismo viene de símbolo, postula el manejo de
un material atemporal en el que confluyen mitos y ritos, fábulas y leyendas, sueños y
alucinaciones psíquicas, que hacen del poema el único medio viable para expresar estados de
ánimo.
Para este programa, había que definir una estética adecuada. El Simbolismo, gran enemigo del
Naturalismo, es poético por esencia; la poesía es un canto interior, [983] que es, al mismo
tiempo, una epistemología de la realidad auténtica, incompatible con la rutina, la acción y la
sociedad. Como experiencia del absoluto, como idealismo creador, la poesía simbolista está
muy cerca del Romanticismo alemán, pues busca una explicación onírica del universo a través
de una metafísica experimental, la praxis poética. El lenguaje será la única vía de acceso a lo
irracional y, en este sentido, los simbolistas preparan la vía a los surrealistas más de lo que
estos reconocieron jamás. Es el mundo del pensamiento analógico, de las iluminaciones
reveladoras.

Poco a poco, como hará Mallarmé, el poeta deja la iniciativa a las palabras, antes sonidos y
música que sentido. La confluencia de la música y de la poesía, en tiempos del mejor Wagner,
produjo, pues, buen número de melodías, respondiendo así al dictado de Verlaine: «Música
ante todo.»

Frente a la naturaleza, el poeta sólo distingue apariencias, vagas y vaporosas, parecidas a los
cuadros impresionistas en los que las cosas no existen en sí, sino sólo en la medida en que se
perciben. El poeta es entonces el que nombra y profiere el mundo sensible; es la posición
inversa a la del Romanticismo de Lamartine: la naturaleza ya no inspira estados de ánimo, sino
que el poeta expira su alma en la naturaleza. Mallarmé dice que no hay que nombrar los
objetos, sino sugerirlos poco a poco, tejiendo un misterio que es la esencia misma del símbolo,
y Verlaine añade que el símbolo es la metáfora, la poesía misma.

Esta estética del misterio preservado usa una lengua que ha dejado de ser diáfana y sencilla,
que gusta de hurgar en los detalles, de mezclar ideas, de urdir frases de sintaxis perversa, de
acoplar palabras contra natura para crear una confusión, que es la imagen de la analogía
universal más que la del rechazo del sagrado cartesianismo, gloria de la mente clásica francesa.
La ruptura con el Parnaso fue también una ruptura con el diccionario, la gramática y la sintaxis,
más declarada en unos que en otros. Pero al mismo tiempo devolvió al lector un papel activo
del que se le había privado casi siempre: la lectura plural es así una creación del Simbolismo. El
cultivo del enigma llevó fácilmente al verso abstruso, a veces oscuro, para disimular su vacío
de sentido, que sólo se podrá achacar a los peores decadentes y raras veces a los grandes
nombres de los sucesivos simbolismos que habrá que distinguir.

Sin que haya abandono total de la prosodia clásica, cabe remarcar que el Símbolismo cultivó
con especial interés el verso libre (H. de Régnier, Verhaeren, por ejemplo). El verso libre se
concebía hasta entonces como el uso de distintos metros en un mismo poema, como en las
Fábulas de La Fontaine, para dar fluidez y ritmo a la poesía. Ahora se utilizará el verso libre
para alcanzar un grado mayor de variaciones melódicas, de inefable inconsistencia de la
experiencia evocada, y la mayor libertad de expresión que la poesía francesa había conocido
hasta entonces. Versos más largos de lo normal, sin rima, impares, hasta de diecisiete pies,
obligan a poner el acento sobre el ritmo de cláusulas más cortas. La cuestión del verso libre dio
lugar a numerosas discusiones, no siempre de buena fe. Después del verso, se liberó la estrofa,
que, según Gustave Kahn, nace del primer verso. Y la estrofa crea el poema, en definitiva
según las necesidades expresivas del poeta y ya no en función de una forma predeterminada.
Sin rechazar las formas antiguas, de las que todos usaron con mayor o menor libertad, los
simbolistas probaron suerte con el verso libre y debe decirse, para su mayor gloria, que sólo
estaban de acuerdo en un punto: la calidad de la obra. No hubo uno sino varios simbolismos
sucesivos, a veces con otros nombres. Se distingue un período preparatorio entre 1875 y 1885.
A partir de 1886, la publica[984]ción de manifiestos y textos teóricos, la consolidación de
periódicos como Le décadent littćraire et artistique de Anatole Baju, da consistencia al grupo
de los Decadentes que aparecen como una escuela del Simbolismo; todos profesan un
Romanticismo lánguido y neurótico que sazonan con las brumas del norte, en el caso de los
poetas de la joven Bélgica, sea con todas las patologías soñadas de una mente desasosegada.
1886 es el año del prólogo (Avant-Dire) de Mallarmé al Tratado del verbo ( Traité du verbe), de
René Ghil, y el Manifiesto del simbolismo, de Moréas; en la Revue wagnérienne se insiste en
las relaciones entre poesía y música. Luego se multiplican los artículos teóricos y las revistas:
La Plume, Entretiens politiques et littéraires, Mercure de France, La Revue Blanebe,
L’Ermitage. Hacia 1890, el maestro indiscutido de toda esta efervescencia es Mallarmé. Sin
embargo, esta dinámica será de corta duración; muy pronto los simbolistas se reconvierten a
la poesía social (Ghil, Stuart Merrill), al misticismo alucinado de la naturaleza y de las grandes
ciudades (Verhaeren), al populismo de Jehan Rictus, al musicismo d Jjean Royère; la tradición
de Mallarmé revivirá en el joven Valéry y en André Fontainas, mientras Verlaine emulará varias
generaciones líricas y religiosas: Charles Guérin, Francis Jammes. Hasta Paul Claudel se apoya
en el Simbolismo para imponer una visión católica que desplace el wagnerismo imperante. Los
alimentos terrenales (Les nourritures terrestres), de Gide, el naturismo de Saint-Georges de
Bouhélier, el humanismo de Fernand Gregh y la Escuela Románica de Jean Moréas se lo deben
todo al Simbolismo.

Entre las publicaciones que pesaron en esta gran aventura de la poesía, cabe señalar Los
poetas malditos (Les poètes maudits), de Verlaine. Son los poetas absolutos, desconocidos de
su tiempo: son Tristan Corbière, Rimbaud y Mallarmé en 1883, Marceline Desbordes-Valmore,
la poetisa romántica, Villiers de l’Isle Adam y él mismo, en 1884. Se leerá una caricatura
divertida del decadentismo en Las deliquescencias de Adoré Floupette (Les déliquescences
d’Adoré Floupette, 1885), de Henri Beauclair y Gabriel Vicaire, donde se denuncia la facilidad
del manierismo morboso y el culto de lo artificioso en una sociedad carente de espiritualidad.

Todos, como demostró Marcel Raymond, estaban preocupados por la forma en sí, de modo
que tendían a utilizar el símbolo como un estímulo del pensamiento, un armazón que había
que vestir; faunos, sirenas, cisnes, damas de la noche desfilan hieráticos y parecen esperar, a
veces, que el poeta les diga lo que tienen que hacer. A falta de saberlo, los cubre de joyas, se
demora en los detalles, y refina hasta lo insoportable; este gusto revive en las modas retro y se
prolonga hasta muy avanzado el modernismo. Pero los mejores poetas que surgen de este
movimiento no caen en estos defectos.

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Baudelaire y la poesía moderna

  • 1. LA POESÍA MODERNA Prado, Javier del, coord., Historia de la literatura francesa, Madrid, Cátedra, 1994. 3. 3. 1. Charles Baudelaire 3.3.1.1. Vida y obra Joseph-François Baudelaire, ex sacerdote que había abandonado los hábitos, se casó en 1797 con Jeanne Janin, con quien tuvo un hijo en 1805, Claude-Alphonse. Después de la muerte de su mujer, se volvió a casar en 1817 con Caroline Dufayis, mucho más joven que él. De esta unión, nació el 9 de abril de 1821, Charles Baudelaire. A los seis años, murió su padre (10 de febrero de 1827) y Caroline Dufayis, viuda de Baudelaire, se volvió a casar, al año siguiente, con quien sería el odiado padrastro del futuro poeta, un militar, el comandante Jacques Aupick. La infancia de Baudelaire se desarrollará, pues, según los destinos del comandante. En 1830, ya teniente coronel, se le destina a Lyon para reprimir los motines; allí se instala con su mujer y su hijastro en 1831. A partir de 1832, Baudelaire cursa sus estudios en el colegio real de Lyon. Cuatro años más tarde, el ya coronel Aupick vuelve a París, y Baudelaire ingresa como interno en el Liceo Louis-le-Grand donde obtiene premios de versos latinos. Es alumno brillante, aunque poco disciplinado y nada conformista; por estas razones, se le expulsa en 1839, aunque aprueba el examen de bachillerato superior. En esa época, el coronel Aupick es ascendido a general de brigada. En 1840-1841, Baudelaire se matrícula en la Facultad de derecho. Al mismo tiempo, conoce a Gérard de Nerval, a Balzac y a otros escritores del momento. Su vida de estudiante es la de la bohemia dorada, que estudia poco y se divierte mucho. Es la época en que Baudelaire tuvo relaciones con una prostituta, Sara, apodada «La Locuchette», quien, según la crítica erudita, le transmitió la sífilis. En vistas de que no iba a ser abogado, sus padres intentan que prospere en el comercio. Para ello, le hacen embarcar, el 9 de junio de 1841, en un buque rumbo a la India. Pero después de la escala en Isla Mauricio, el futuro poeta vuelva a Francia. Desde Burdeos, escribe a sus padres diciéndoles que vuelve siendo otro, más cuerdo. Ya es mayor de edad, de modo que cobra la herencia paterna, abandona la casa de sus padres y se instala, 10 quai de Béthume, en la isla Saint Louis. Conoce entonces a Jeanne Duval, una oscura actriz del teatro de bulevar, una mulata que será su amante durante muchos años y que inspirará no pocos poemas de Las flores del mal. En estos años, escribe sus primeros poemas, colabora en revistas como Le Corsaire-Satan, con Prarond en el drama Ideolus, escribe artículos anónimos en Le Tintamarre y en los Mystères galants des Thèatres de Paris. La fanfarlo, una novela corta, no encuentra editor. Sigue llevando una vida disipada; se cambia varias veces de domicilio, compra muebles, cuadros, tapices, todos caros, viste de dandy y da fiestas espléndidas en sus sucesivos pisos. De tal modo que en poco tiempo ha dilapidado la mitad de su herencia. Sus padres, inquietos por su futuro, le someten a las decisiones de un consejo de familia, figura jurídica que, en
  • 2. determinados casos, podía someter a un adulto a una tutela y administrar sus bienes. El 21 de septiembre de 1844, el consejo de familia decidió que, en adelante, percibiría una pequeña renta mensual de 200 francos. El notario Ancelle fue el encargado de llevar sus intereses económicos. Baudelaire reaccionó violentamente; se sintió humillado y este sentimiento le acompañaría hasta su muerte. En 1845, conoció a varios artistas y músicos en las fiestas ofrecidas por Fernand Boissard de Boisdenier, su vecino, y empezó a consumir hachís. Se dedica a la crítica de arte: en abril, se pone a la venta su Salón de 1845. Las revistas empiezan a publicar poemas sueltos, como A una dama criolla (À une dame créole), que luego formarán parte de Las flores del mal. Sufre una crisis moral que le lleva a un intento de suicidio («Me mato porque soy inútil para los demás y peligroso para mí mismo»). Luego anuncia la publicación de un libro de poemas titulado Las lesbianas (Les lesbiennes). Se empiezan a publicar traducciones de las obras de Edgar Allan Poe. Fascinado, Baudelaire, que no sabe inglés, aprenderá lo suficiente para poder leer, y posteriormente traducir, las obras del poeta americano. Sigue dando a la prensa y a las revistas pequeños trabajos como Selección de máximas consoladoras sobre el amor (Choix de maximes consolantes sur l 'amour) o Consejos a un joven literato (Conseils à un jeune littérateur). Se publica asimismo su Salón de 1846 (Salón de 1846), y dos nuevos poemas, El impenitente (L'impénitent) y A una india (À une indienne) que, en Las flores del mal serán, respectivamente, Don Juan en los infiernos [971] (Don Juan aux enfers) y A una malabaresa (À une malabaraise). La fanfarlo se publicó, en 1847, en el Bulletin de la société des gens de lettres. Las jornadas de la Revolución de 1848 (24-26 de febrero) ven a Baudelaire en la calle, gritando que hay que matar al general Aupick. Funda, con Champfleury y Toubin, Le salut public, revista que tendrá dos números. Y el 15 de julio publica su primera traducción de Poe, La revelación magnética (La revélation magnétique) y un poema, El vino (Le vin). En 1849, descubre y admira a Wagner, que acaba de estrenar Tannhauser en Paris. El año siguiente, se publican tres poemas suyos en Le magasin des familles, al tiempo que anuncia la edición de un libro de poemas titulado Los limbos (Les limbes): tal es el segundo título de lo que iban a ser Las flores del mal. En 1851, Le messager de l’Assemblée publica Del vino y del hachís considerados como medios de multiplicación de la individualidad (Du vin et du haschisch considérés comme moyen de multiplication de l’individualité) así como once poemas bajo el titulo anunciado de Los limbos; siguen varios artículos de crítica, entre los cuales cabe destacar Los dramas y las novelas honestas (Les drames et les romans honnêtes), que aparecen en La semaine théâtrale. Después del golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851, que le vio en la calle intentando luchar en contra de los golpistas, sigue publicando poemas en La revue de Paris: Crepúsculos y Edgar Poe, su vida y su obra (Edgar Poe, sa vie, son oeuvre). Hasta 1856, irá traduciendo obras de Poe de manera continuada y las irá publicando en diversos periódicos. Admira mucho a Théophile Gautier, que acaba de publicar Esmaltes y camafeos: le dedicará Las flores del mal. En 1855, escribe Ya que tenemos realismo (Puisque réaIisme il y a), severa condena del movimiento realista en el que Champfleury se está ilustrando. En junio, la Revue des deux monde publica dieciocho poemas bajo el título, utilizado por primera vez, de Las flores del mal.
  • 3. Al mismo tiempo, toma apuntes para un libro proyectado bajo el título de Mi corazón al desnudo (Mon coeur mis à nu), que ha sacado de las Marginalia de Poe. El 30 de diciembre de 1856, Baudelaire vende al editor Poulet-Malassis un libro de poemas, Las flores del mal. Muere el general Aupick el 28 de abril de 1857 y el libro se publica el 25 de junio. Después de un artículo de Gustave Bourdin en Le Figaro, el 5 de julio, se embarga la edición por orden de la autoridad. Se organiza una campaña de defensa del poeta y de su obra, pese a la cual, el 20 de agosto, después de un proceso, Baudelaire, su editor y el libro son condenados por atentar a la moral pública. Tal era la política de orden moral del gobierno de Napoleón III: el mismo año, proceso a Flaubert por Madame Bovary, aunque fue absuelto. Baudelaire empieza a escribir y publicar pequeños grupos de poemas en prosa; sigue traduciendo a Poe (Las aventuras de Arthur Gondon Pym); la Revue contemporaine publica, en septiembre de 1858, Del ideal artificial (De l'idéal artificiel) y El poema hachís (Le poème du haschisch). En 1860, firma un nuevo contrato con Poulet-Malassis para una segunda edición de Las flores del mal, aceptable por parte de la censura, enmendada, respecto de la de 1857, mediante la supresión de los poemas prohibidos, y el añadido de textos nuevos, como El 18 albatros o Sisina. Esta segunda edición se publicó en 1861 sin problemas. Veinte poemas en prosa aparecen en La Presse en 1862 y, el mismo año, Swinburne elogia a Baudelaire en un artículo del Spectator. Poulet-Malassis quiebra y es encarcelado por deudas. Baudelaire vende entonces los derechos de Las flores del mal, de Los pequeños poemas en prosa y de Mi corazón al desnudo al editor Hetzel. Ya ha escrito varios artículos sobre Delacroix; después de la muerte del pintor, publica La obra y la vida de Eugène Delacroix (L ’oeuvre el la vie d ’Eugène Delacroix) en L’opinion nationale. Sigue haciendo traducciones de obras de Poe, así como un estudio importante sobre el pintor y dibujante Constantin Guys, El pintor de la vida moderna (Le peintre de la vie moderne). En 1864, emprende un viaje a Bruselas para dar una serie de conferencias, de la que espera mucho para lanzarse y ganar un dinero del que, como siempre, anda escaso. Desanimado por el poco éxito de su actuación, enfermo y amargado, toma apuntes para un libro vengativo sobre Bélgica. En febrero y diciembre, se publican varios poemas en prosa bajo el título El esplín de París (Le spleen de Paris), aunque en publicaciones posteriores volverá al título anterior de Pequeños poemas en prosa. En 1866, se edita una colección de poemas reunida por Poulet-Malassis, bajo el título de Los despojos (Les épaves). EL 15 de marzo, Baudelaire sufre un ataque cerebral en la iglesia Saint- Loup de Namur. No se repondrá de esta hemiplejia, que se repetirá el día 30 en Bruselas; ya afásico, el poeta será llevado a Paris, acompañado por su madre, a la clínica del doctor Duval. El Parnasse contemporain publica quince poemas suyos bajo el título de Las nuevas flores del mal y La revue du XIXème siècle acoge sus dos Poemas licántropos (Poèmes lycanthropes). Después de un año de agonía, el 31 de agosto de 1867, muere Baudelaire; la propiedad literaria de sus obras fue vendida a subasta. Las publicaron, en siete volúmenes, Banville y Asselineau entre 1868 y 1870. 3.3.1.2. Baudelaire poeta En el momento en que Baudelaire alcanza los veinte años, el Romanticismo está en su
  • 4. apogeo: la república de las letras cuenta con hombres como Lamartine, Victor Hugo, Musset, Vigny. Sus obras fueron las lecturas del joven Baudelaire, aunque su instinto los rechaza como modelos. Había que ser, pues, un gran poeta, sin ser ni Hugo, ni Vigny, ni Musset ni Lamartine. La obra de Baudelaire debía ser, por tanto, una respuesta al Romanticismo, a la estética de 1830; se explica que, sin tener mucho que ver con ellos, Baudelaire simpatizara con el Parnaso, la escuela del arte por el arte, con Leconte de Lisle en cabeza, con Banville, Heredia y Gautier. La actitud de Baudelaire, única en su época, antes de prefigurar el Simbolismo, que se relacionará con él, aparece, pues, como la de sus contemporáneos los parnasianos, como una necesaria puesta en orden del lirismo fácil, del canto apasionado, a veces inconsistente y ampuloso, que fue el peor Romanticismo. A la hora de hacer obra de poeta, habrá que olvidarse de los dictados de una inspiración complaciente y facilona, para invertir en el estudio, en una obra reflexiva que debe más a la elaboración efectuada a partir de la materia sensible que a la materia misma. Esta actitud explica que Baudelaire esperara tantos años para publicar un único libro, Las flores del mal, tras infinitas correcciones, recelos, dudas, borradores; y los Pequeños poemas en prosa fueron la pesadilla del Baudelaire enfermo, arruinado y desesperado por la mala acogida reservada a su poesía: los trabajó una y otra vez hasta lograr la prosa diáfana y tremendamente eficaz que hace de ellos, según deseo del autor, un arma más peligrosa aún que la poesía en verso. Pero si Baudelaire se opone al Romanticismo por su actitud respecto a la labor del poeta, del mismo modo que se aparta de toda filosofía, de toda moral a priori, de todo estilo discursivo y de todo didactismo político, le debe al menos en apariencia el «satanismo», moda de los años 1840, que le permite abordar el problema central de su obra, el Mal, con una complacencia que ha sido mal entendida por sus primeros jueces y por la mayoría de la crítica que gusta de echarle la etiqueta de «poeta maldito». Y si Baudelaire se convierte en el padre de la poesía moderna, si es capaz de integrar y superar el Romanticismo, descubriendo, al mismo tiempo, su propia personalidad, es gracias al descubrimiento de Poe. Baudelaire empezó a leer la obra de Poe hacia 1847. Su admiración fue inmediata y total: el balance, al final de su vida, lo dice bien claro; son cinco volúmenes de traducciones, muchas de ellas con introducciones del más alto interés. El examen de la obra demuestra que este entusiasmo debe matizarse y que más valdría hablar de coincidencia en lo esencial, que es la poesía. Dos grandes personalidades entran en contacto, y el joven se reconoce, se revela a sí mismo en el espejo del viejo; como dice «me dedique bastante tiempo a Poe porque nos parecemos un poco». Poe no enseñó a Baudelaire la lucidez extrema en el plano técnico y en el plano de la inspiración, sino que le proporcionó la confirmación de lo que sospechaba; le dio seguridad. Cuando Baudelaire traduce The poetic principle quiere convencer al público de que no es el único en pensar así, de que puede haber otra estética que la romántica y que el convencionalismo academicista de los salones. Poe y Baudelaire desentonan en su país y en su tiempo. El rechazo de la sociedad moderna, de la sociedad industrial, del capitalismo salvaje característico de aquellos [974] años es común a ambos poetas. Baudelaire apunta en Mi corazón al desnudo: «¿Acaso hay algo más absurdo que el Progreso, ya que el hombre, como lo demuestra la experiencia diaria, siempre es el mismo, es decir, que no existe sino en el estado salvaje? ¿Qué son los peligros de la selva y de la gran pradera al lado de los choques y de los conflictos diarios de la civilización? Que el hombre abrace al inocente engañado en los bulevares o mate la presa de un flechazo en las
  • 5. selvas impenetrables, ¿acaso no es el mismo hombre, el hombre eterno, es decir, la más perfecta de las fieras?» Se comprende que el pensamiento del poeta esté enteramente dirigido, como lo será en Bélgica, en contra de la Francia del Segundo Imperio, la Francia del dinero, de las ambiciones frustradas, de los burgueses arrogantes, del pueblo laborioso y peligroso; es la Francia que condena a poetas y a novelistas, ignora a Stendhal, desconfía de la inteligencia y convierte a Victor Hugo el símbolo de la oposición. Otro punto de contacto importante con Poe es la aprehensión de la realidad bajo un ángulo nuevo, adecuado para sorprender al lector y dar alcance filosófico a su obra. Se trata de hacer emerger un mundo que encierra toda la realidad posible más allá de lo inmediatamente descifrable: una exploración exhaustiva del ser y de sus circunstancias, que se ha dado en llamar supernaturalismo, y que Baudelaire cultiva, a su manera, después de Balzac, de Nerval, y de todos los visionarios modernos: Swedenborg, Mesmer, Goethe y Goeffroy de Saint- Hilaire. Si Baudelaire admira a Poe es también por el insaciable anhelo espiritual que manifiesta constantemente y que Baudelaire comparte con él. Debe eliminarse la imagen moralizante de un Baudelaire depravado, vago, lascivo y blasfemador; Baudelaire fue un joven al que el placer y la diversión le atraían; fue uno más de los jóvenes artistas de su generación, alegre y despreocupado, tal y como salen en La Bohème de Murger y luego de Puccini. Era un adolescente emancipado, que disfrutaba de su recién estrenada libertad y caía, como cualquiera, en todas las trampas de la facilidad. Pero Mi corazón al desnudo revela un Baudelaire piadoso, sumiso ante Dios, humilde y respetuoso, animado por una fe ardiente e insaciable, por un deseo de salvación del que habrá que acordarse al leer su obra. Poe y Baudelaire han recorrido juntos el sendero que lleva a Dios y a la belleza. «Es al mismo tiempo por la poesía y merced a la poesía, por la música y merced a la música como el alma vislumbra el esplendor que se esconde más allá de la tumba; y cuando un exquisito poema hace brotar las lágrimas en los ojos, estas lágrimas no son la señal de un deleite excesivo, sino más bien la huella de una melancolía irritada, de un postulado de los nervios, de una naturaleza exilada en el mundo imperfecto y que quisiera apoderarse sin más demora, en esta misma tierra, de un paraíso revelado.» Entre Poe y Baudelaire hay que concebir una comunidad espiritual y estética que teje entre los dos poetas una visión común del mundo y de la obra de arte, que se nutre a la vez de las aspiraciones más generosas, más humanistas, y también de la concepción pesimista del hombre y de su maldad natural, su mediocridad, su hipocresía y su ceguera. 3.3.1.3. Los temas de la poesía de Baudelaire Uno de los clichés más trillados considera a Baudelaire como el poeta de la vida moderna, el primero que se interesa por las ciudades. Sí lo es será para decir hasta qué punto detesta la ciudad tentacular, que, para él, es el lugar geométrico de la desgracia humana. Y el campo no vale mucho más. No será nunca el eterno globe-trotter entusiasmado por las locomotoras y la técnica moderna. Sus viajes son imaginarios, pero sus sufrimientos son reales. Baudelaire aparece como poeta en medio del mundo por repulsión, no por adhesión; y por esta razón el mundo le rechazó.
  • 6. No tiene mucha mejor opinión de la sociedad burguesa a la que reprocha su mojigatería y su hipocresía, su egoísmo, su cinismo, en una palabra su falsedad engreída. Baudelaire detestó a una sociedad que no entendía a Watteau y a unos franceses que, según dice, «se parecían todos a Voltaire», enemigos de las rosas, enemigos de la poesía. Su actitud de dandy sirve para establecer distancias, para intentar distinguirse, alcanzar en el aspecto más exterior y superficial aquella perfección que le obsesiona; es el último lance heroico en las sociedades decadentes; será, pues, una actitud ascética, un ejercicio espiritual de alto coste ―pues reduce a la más total soledad- que edifica una barrera entre el mundo inaceptable y el ser dolido, con el riesgo de que caiga en la apatía, en lo que Baudelaire llama su «pereza». Será la imagen concreta de su angustia vital, parálisis y pérdida de las facultades humanas de quien está inmerso en un mundo desproporcionado, en el que todos los valores espirituales han sufrido inflación, el trueque y la deformación, la especulación que nos aleja del innocent paradis des amours enfantines. El satanismo, el cantar, suscitar el Mal, desvelarlo por doquier es otra manera de establecer distancias: el poeta, lúcido, no suscribe el consenso, no se vela la faz púdicamente; dice con claridad lo que todos quieren callar. Lo que engendra el spleen está escrito en el primer verso del libro: el pecado, el error, la idiotez, la avaricia, y la lista no es exhaustiva. Es el mundo moderno, el hombre moderno, los valores modernos, en una palabra, la desilusión del hombre de una generación cuyos padres hicieron la Revolución para algo más que para matar al rey y proclamar la república y que contempla, consternada, a qué infierno se ha llegado. Cuando el poeta se pregunta ¿qué soy?, se reconoce, como dice Poulet, un hombre, un ser degenerado que en medio de su propia villanía se descubre poeta, es decir, aquel que puede decir, proferir, la bajeza y los sueños de ideal. A este siniestro espacio humano se superpone rápidamente un espacio teológico: en Las flores del mal se habla a menudo de pecado y cuando no se habla se huele. Es un espacio que inclina al hombre hacia lo más bajo y por el que todos resbalan con mayor o menor rapidez; un espacio sin horizonte, uniformemente gris, que incita a la claustrofobia: el cielo bajo y pesado pesa como losa —Baudelaire dice la tapa de un puchero— y nos aboca al abismo, es decir, a la imposibilidad de escapar de la condición humana, del pecado, del error, de la avaricia, de la hipocresía, etc... Quien no haya pecado nunca que arroje la primera piedra. Naturalmente, en este universo carcelario, bastante común en los demás románticos, y sobre todo en Hugo, se vislumbra la luz, se postula la trascendencia, un Ideal capaz de contrarrestar el spleen. Aunque el Ideal queda como un mero sueño, una aspiración intima, algo remoto que se concibe y que nunca se alcanzará. De modo que la vida se presiente llena de sufrimientos irremediables porque el remordimiento pesa más que los mejores propósitos, y las faltas cometidas excluyen cualquier expiación futura. Esta postura permite hablar de la actitud «jansenista» de Baudelaire, finalmente el más pesimista del siglo. En su mundo, la belleza es de piedra, la belleza alcanzable, propia de las mujeres, será siempre degradada, testimonio, en el presente, de la imposibilidad de preservar [976] la pureza del pasado. Existen remedios: dormir, no estar, dormir sin soñar, pues el despertar es más doloroso si se ha revisado la realidad soñándola. Y después viajar, que no es exotismo pintoresco, sino neurótico deseo de estar siempre en otro sitio que aquel en el que está. El
  • 7. viaje baudelairiano es siempre imaginario, indefinido, incierto y precario. «Los viajeros de verdad son aquellos que parten por partir»… Es la imagen de una agitación interior, un tormento que no cesa jamás, un desasosiego constante: la vida del poeta. Luego no habrá paisajes concretos ni horizontes precisos: vagas palmeras, perfumes, movimientos mecedores, un auténtico retorno al claustro materno. El atardecer, como el alba siniestra, son momentos de lentas transformaciones, insensibles agonías en las que la sensibilidad enfermiza del poeta se regocija, proclamando, como harán mucho más tarde los surrealistas, la radical inutilidad de todo. Si frente al mundo moderno se estructura una geografía onírica del país exótico, lujuriante y cálida, por el que pasean pulposas mujeres criollas, no pasa nunca de ser un Edén profano, huidizo, como la belleza, y que no tiene futuro. Así, las imágenes de infinito, el mar, los ojos de los gatos o las nubes que pasan, no se brindan jamás como un espacio que se podría recorrer, sino como la imposibilidad de cualquier trayecto, la confirmación cruel del encarcelamiento del hombre en los parámetros de su condición. En cuanto a la mujer, no es siquiera la Musa del poeta, como es norma. Además de la madre adorada y odiada a la vez, fueron cuatro las amantes relevantes: Sarah, la iniciadora; Jeanne Duval, la mulata; Marie Daubrun, y la «presidenta» Sabatier, las dos dulces rubias; y probablemente muchas más, que no contaron tanto. Baudelaire tiene con ellas dos posturas opuestas. Hay una mujer abominable, que llama la «mujer natural», es decir, sometida a la naturaleza, esclava de sus instintos de posesión, de maternidad: es el retrato más escandaloso de la degradación más paulatina del ser. Es la vieja de los grabados de Goya que dice «¿qué tal?»; la arruga es peor en el rostro femenino. De modo que la mujer es semejante a un reloj que desgrana minutos y segundos, siniestra cuenta atrás que recuerda constantemente el paso del tiempo y que, por añadidura, se permite ser frívola. Culmina en el poema «Una carroña» en que se dan cita todas las imágenes de la femineidad terrible, las harpías y los monstruos, la miseria de las viejecitas, la crueldad de las furias, y la despiadada actitud de las madres átridas. Otro modelo que ofrece de la mujer es la imagen como espejo de sensualidad; es la que inspira amor carnal y permite vivir siempre ebrio, fuera de uno mismo, en medio de olores, sedas y vapores; éstas subyugan, como la droga; ofrecen un símil de infinito, suficiente viático para el tránsito terrenal. Y, el tiempo de una ilusión, permiten alcanzar la unión de los contrarios, autorizan la alquimia espiritual, que anhela el poeta que clama: «Me diste tu fango y lo transformé en oro.» Habrá, pues, aquí también, una doble postulación, hacia la pureza, el sacrificio y la luz, por una parte, y hacia las tinieblas, el dolor, el pecado y el egoísmo, por otra. La figura de la Madona, amante y madre a la vez, ocupa un lugar ambiguo en este espacio femenino, donde florecerán veladamente todas las fantasías sadomasoquistas, hijas de un Edipo nunca bien resuelto. Esta amante-madre se tornará serpiente, puñal, símbolo fálico, que, para el psicoanálisis, significa que un complejo de castración ronda el texto y explica el spleen. Aunquese puede leer algo más. Detrás de la relación neurótica con la madre, el fantasma del texto materializa, a través de la escritura, la idea de que el poeta es la madre de su obra, que ha de morir al mundo para [977] apoderarse de su propia madre, la lengua «materna», y producir así lo que el hombre puede perder, la virilidad, el poema, como quien da a luz y reproduce el drama del propio
  • 8. nacimiento. En este sentido, la edición de 1857 se parece a un aborto, al parto de un hijo muerto. Y si este hijo ha sido creado gracias a la relación incestuosa con la lengua «materna», el último gesto, el más eficaz, es el de la tortura, clavando los siete puñales de la Madona. Tales son los arcanos de la creación literaria. 3.3.1.4. «Las flores del mal» El libro condenado en 1857 era un volumen muy pensado, construido hasta en sus menores detalles, especialmente en cuanto al orden de los poemas, con una intención que el hilo conductor dejaba entrever progresivamente. La condena del tribunal obligaba a suprimir varios poemas y desfiguraba el conjunto. La edición que preparó después, y que se publicó en 1861, contaba con treinta poemas más, que modifican en profundidad el orden inicial, pues varios textos de la primera edición han cambiado de sitio, de modo que el libro «definitivo» había perdido buena parte de su sentido inicial. La crítica está dividida: durante muchos años, pensó que había que dar la edición de 1861, argumentando que era la última revisada por Baudelaire; pero pasaba por alto que esta revisión no obedecía a una voluntad de mejora, sino a una necesidad de adaptación. A Baudelaire se le exigía que suavizara sus intenciones, que aprendiese a disimular un poco más, a poner, como se estilaba entonces, hojas de parra a sus estatuas y a pintar desnudos femeninos sin vello. Por otra parte, además de ser una tentativa de salvación del libro, la edición de 1861 plasma un grado de madurez mayor y no se puede desechar. Tampoco es razonable decir, como pretenden otros, que la única versión solvente es la de 1857, porque se eliminan, entre los treinta poemas añadidos, algunos de importancia capital. Luego están Las nuevas flores del mal y Los despojos, colecciones de las que no se puede saber si, en una versión posterior, Baudelaire no las hubiese integrado al conjunto inicial. La complejidad del asunto es, pues, enorme. Un criterio ponderado, que es un mal menor, es tomar como base la edición de 1861, sin perder de vista la de 1857, recogiendo, a manera de despojo exigido por la sociedad, los textos condenados en anexo. Pero no se pueden solapar las dos ediciones. Considerado de esta manera, el libro empieza por un poema dedicado al lector que, como se ha dicho, es un verdadero discurso del fiscal Baudelaire dirigido al «hipócrita lector», su semejante, su hermano, y cuya finalidad es introducir la noción de spleen. Le sigue la sección Spleen e Ideal que cuenta con ochenta y cinco poemas en los que se desgrana la irreductible oposición entre las aspiraciones más nobles del hombre y la irremediable atracción que el Mal ejerce sobre él. La sección siguiente, Cuadros parisinos, introduce el tema de la gran ciudad, es decir, de la modernidad, que se añade al Spleen inmanente y lo hace más real, más presente: se ve al poeta, azorado,presa de un pánico interior que sólo la actitud de dandy permite disimular; en esta sección están los dos crepúsculos, el de la noche y el de la mañana, que cierra la sección con la imagen «Por sus tareas rotos volvían los noctámbulos», que sirve de transición hacia la sección siguiente, El vino. Los noctámbulos huyen de la realidad, como los borrachos, los drogados y todos los soñadores de ideal para los cuales la realidad es insoportable. Son los pobres, los asesinos presa del remordimiento, los [978] solitarios, huérfanos de amor, y los amantes que huyen hundiéndose en su propia sensualidad. Pero esta
  • 9. huida no está exenta de consecuencias y lleva a cultivar Las flores del mal, título de la cuarta sección y del libro mismo. Allí, la sensualidad se cifra en el desolador cuadro de dos lesbianas (Mujeres condenadas), el Viaje a Citerea conduce al pie de una horca en la que se balancea un cadáver y concluye conestos versos: «¡Ah, Señor!, concededme el valor y la fuerza / de contemplar mi alma y mi cuerpo sin asco.» La sección siguiente, Rebelión, enteramente escrita antes de 1843, pertenece a la más pura tradición romántica del poeta satánico y tenebroso. Comprende poemas tan provocadores como La negación de San Pedro, cuyo último verso «San Pedro ha renegado de Jesús... ¡Y ha hecho bien!» no es menos blasfemo que el último díptico del poema siguiente, Abel y Caín, que dice: «Raza de Caín, ¡sube al cielo, / y arroja a Dios sobre la tierra.» Petrus Borel y sus amigos, los licántropos, solían confundir a Dios con un tirano, pero no es la idea esencial. Cuesta hacer comprender que, como dice Klossowsky, todo Sade es amor, y, del mismo modo, resulta difícil hacer admitir que Baudelaire es un poeta religioso que clama al Cielo porque el cielo no contesta. El huérfano, en pos de un padre espiritual, sólo tiene a Satán, a quien pide, en las Letanías de Satán: «¡Apiádate, oh Satán, de mi larga miseria!» porque es el «Padre adoptivo de esos que en su cólera negra / Dios Padre del Eden terrenal ha expulsado», imagen en la que se vuelve a percibir la nostalgia del paraíso inocente de los orígenes. Después, sólo queda la incierta esperanza de la muerte, que da su título a la última sección del libro. Una muerte en la que vuelven a darse cita los amantes, los pobres y los artistas y que concluye con el largo poema, capital, titulado El viaje, en el que Baudelaire pasa revista a todas sus experiencias y desazones para acabar deseando realizar el último viaje, porque «nos hastía esta tierra»; y sólo queda «hundirnos, ¿Cielo, Infierno, qué importa?, / al fondo de lo ignoto, para encontrar lo nuevo.» El último verso del libro, que parece una luz encendida, una puerta abierta hacia otro mundo y otra vida, es, en realidad, el más desesperado del libro: bien sabe Baudelaire que poca novedad puede depararle el no ser. Cualquier cosa, en cualquier sitio,mejor que el Tedio. Para él, el fin del sufrimiento no es el principio de la felicidad. Con este verso empieza la reflexión moderna, la de nuestro siglo, sobre lo absurdo, y confiere a la obra un alcance metafísico que no supieron interpretar los jueces que le condenaron. Esta perspectiva sitúa a Baudelaire en la tradición de los grandes poetas de la condición humana que tienden a retratar la existencia como un infierno dantesco. De hecho, la edición de 1857 puede leerse como un criptograma donde críticos como Jean Richer han creído descifrar varias series de círculos infernales a la manera de Dante. En efecto, el spleen, el amor culpable, la lujuria y la muerte, forman cuatro círculos por los que vamos bajando irremediablemente; se añaden la esperanza del paraíso que es el ideal de amor y arte del poeta, el purgatorio del dolor. La sección Spleen e Ideal comporta a su vez siete círculos, que no se superponen exactamente a los siete círculos dantescos ni a los siete planetas del sistema solar, sino que se inspiran en ambas estructuras. Se puede observar también que el número inicial de poemas era de cien, y que Baudelaire insistió mucho en que su nombre de pila figurase sólo como inicial en la portada, tal vez para recalcar el simbolismo totalizador de la centena. Se observan también grupos numéricos de siete y once poemas, similares a los de la Divina comedia. Finalmente, no
  • 10. puede pasarse por alto que el libro empieza [979] por «El pecado, el error...» y acaba con «el hastiante espectáculo del inmortal pecado». De modo que si Baudelaire no imita a Dante, como tampoco a Poe, coincide con él. Luego están los símbolos astrológicos, los siete planetas del sistema solar, a los cuales se añade, a veces, la Tierra. Hay, pues, un ciclo del Sol en el que dominan las imágenes de luz, que comprende los once primeros poemas; la luz se opone cada vez más al dolor y a la melancolía propias de Saturno: «¡Oh Dolor, oh Dolor! Come el Tiempo a la vida...» y nos llevan hacia las tinieblas y el olvido. El segundo ciclo es el de la noche y de la Luna, el de los hijos humanos de la noche, los sueños y los recuerdos que los engendran. Culmina con el éxtasis de amor que en la noche se reconoce a sí mismo, hasta que se dramatiza a los pies de esa gigante cuyos inmensos pechos, hasta ahora acogedores, sugieren el tema, propio del ciclo siguiente, de la Venus libitina, la Venus infernal de los romanos; es la parte más morbosa del libro, ya que evoca todo un universo de formas horribles. Es el ciclo de la carroña, de la judía repulsiva, de los gatos inquietantes y misteriosos, a los que se oponen los sueños de ideal y de amor exento de pecado. Concluye este grupo con Armonía del atardecer, un texto tímidamente solar que da paso al ciclo de Mercurio: es un grupo dinámico, que evoca los viajes y los deseos insatisfechos, todas las neurosis que nos minan, y nos hacen ser el Heautontimoroumenos, el verdugo de nosotros mismos. La vía está despejada para volver a Saturno. En el ciclo siguiente, el más baudelairiano del libro, estamos en contacto con lo más hondo de la desesperación humana, que ilustra magistralmente la serie de opemas titulados Spleen; es el mundo del sol negro, el de Nerval y el de los humoristas lúcidos. Allí se roza la locura, último refugio. El último ciclo es el de la Luna y del Limbo; ahí están los dos crepúsculos, las tristezas de la Luna y naturalmente la música. Es el ciclo de los recuerdos que permanecen en la memoria del cosmos, tal y como se pueden leer en los Cantos XV a XVII del Purgatorio de Dante. La trayectoria de Spleen e Ideal sigue una línea dominante nocturna y depresiva. Por un lado el Sol, la Venus celestial y Mercurio; por el otro, la Luna, la Venus libitina, Saturno y nuevamente la Luna. No hay ciclo de Marte ni de Júpiter, que son astros conquistadores y guerreros, monarcas de un mundo que el poeta ni quiere ni puede avasallar. Nerval había inscrito simbólicamente su carta astral en El desdichado y en Artemis, dos de sus sonetos; parece que Baudelaire hizo lo mismo en la sección Flores del mal de la edición de 1857, y, por lo tanto, el texto encierra muchos más misterios de los que, a primera vista parece. Se ha observado, por ejemplo, que cada ciclo está dominado por un sistema vocálico fijo, que corresponde a la aplicación de teorías musicales que Villiers de l’Isle Adam supo reconocer. Por otro lado, la serie planetaria, estructurada por estas agrupaciones vocálicas peculiares, recubre otras series o setenas, como la de los pecados capitales anunciados en el poema liminar y representados por siete animales simbólicos. Y cuando Baudelaire celebra a los «faros», siete grandes artistas, aplica la teoría de las sinestesias anunciadas en el poema Correspondencias, asociando planetas, colores, vocales y notas musicales. Rimbaud recordará esta manera de codificar el mundo en su famoso soneto Vocales.
  • 11. En sus Notas nuevas sobre E. Poe, Baudelaire confesaba que concebía la tierra como [980] reflejo del cielo, lo cual invita, efectivamente, a ver inscrito el destino personal en los astros, a inscribirlo, a su vez, en la obra; de este modo, el pasado, el presente y el futuro están predestinados y se comprende el abatimiento, no siempre tan digno como el de los ansenistas, de quien descubre lo irremediable del destino. Baudelaire era Virgo; es el símbolo universal de la femineidad; aparece en la Biblia con la expresión («nigra sed pulchra») y más de una vez en los versos del poeta. También abundan los emblemas de la femineidad inquietante, de la virgen negra: lo cual explica la obsesión de Baudelaire por las mujeres de piel cetrina, Jeanne Duval, la Malabaresa y, en el principio, Sarah, la judía bizca. Finalmente, hay que tomar en consideración la estética del oxímoron que, a su vez, también estructura la obra y que el poema liminar utiliza para describir el Tedio, «monstruo delicado». Es también la «oscura claridad» que dimana del astro nocturno, del ojo de los gatos y de todas las mujeres que fascinaron a Baudelaire. Este uso del oxímoron, mucho más frecuente en Baudelaire que en cualquiera de los demás poetas de su tiempo, llevó a pensar en una conexión entre la poesía de Las flores del mal y una tradición esotérica gnóstica, que Baudelaire hubiese conocido a través de un texto hermético traducido al francés en el siglo XVI, el Poïmandres. Se podrá descifrar la obra de Baudelaire siguiendo los planos estructurales de la Gnosis: el del dualismo metafísico y ético, el del dualismo suavizado por la posibilidad de una redención (gracias a la mujer) y, finalmente, por la afirmación de la individualidad, es decir, en términos junguianos, la unificación de la experiencia propia y del cosmos, experiencia propiamente mistica, que, más allá del pesimismo, se puede leer en el último poema, El viaje. Siguiendo esta perspectiva, se comprenderá mejor por qué Baudelaire inaugura la modernidad. Estas tres instancias gnósticas echan por tierra el mito romántico por excelencia, el de Prometeo, gracias a quien se podía esperar el fin de Satán, desenlace triunfal del drama de la civilización. Según este punto de vista, los contrarios no coinciden, sino que se intercambian; Satán se convierte en Jesús, Prometeo triunfa, el hombre es un dios gracias a la ciencia y al progreso. En Las flores del mal el poeta sigue siendo un ser superior, pero es un Ícaro patético e irrisorio, cuyas alas de gigante le impiden caminar; su universo es a la vez cerrado e infinito, y su existencia es un drama que comporta cuatro aspectos principales, reiteradamente identificados por Baudelaire. El primero es el de la alteridad, es el tema del doble tenebroso: Venus, las mujeres, o aquel que se descubre otro a medianoche. El segundo actualiza la dualidad vivida según un modelo atractivo y repulsivo a la vez: Pandora, fuente de placer y de desastres. Un tercer tema interioriza, mediante el acto poético, la dualidad que le obsesiona. Es la figura hermética por excelencia, que confiere al texto las características del hermafrodita, más fecundo para sí mismo porque es estéril hacia fuera, como el hijo de Hermes y de Afrodita; para lo cual hay que pagar el precio de la soledad y de la incomprensión de los demás: ahí empieza el poeta a ser maldito. El cuarto tema es consecuencia directa de los anteriores: postula la iniciación y la transformación del fango en oro puro. Al final de la empresa, ya no queda lugar para la proyección hegeliana del Mal, sobre el cual, según creía, podían crecer las humanas flores; la flor es el Mal, del mismo modo que la víctima es el verdugo; la herida, el cuchillo, y Dios, el Demonío. Esta vasta empresa de coincidencia de los contrarios que anhela
  • 12. emular a Hermes, arma al poeta con el tirso, emblema del mediador que requieren los tiempos modernos. Será capaz de realizar en sí mismo todos los oxímoros posibles. Y su corazón dolorido, verdadero atanor de alquimista, es el crisol en el que el mundo celestial se funde con el terrenal, el bien con el mal, la muerte con la vida. Las cosas no son siempre tan sencillas y, poco a poco, se ve que la magia no es bastante poderosa para redimir al hombre y al mundo a la vez. Sólo queda la «única gloria» permitida al hombre, descubrir la «conciencia del Mal», sin la cual nadie puede convertirse en artista. Para adquirirla, habrá que bajar a los infiernos del alma, donde se sufre el vértigo de la nada. No se puede leer a Baudelaire a partir del voluntarismo positivista que nos suele habitar, so pena de no entender nada. Baudelaire, que no se salvó ni del alcohol, ni de las drogas, ni de la nada que cierra trágicamente el libro, en busca de lo Desconocido y de lo Nuevo, inscribe finalmente la equivalencia del Cielo y del Infierno, del bien y del mal. Estas dicotomías ya han dejado de ser tales, son mixtos, rebis de alquimista, piedras ñlosofales, que, como el sufrimiento, permiten la transformación, a la que permanecerá ajeno quien no emprenda el viaje y la aventura de la lectura del libro, sin prejuicio de escuela, para descubrir, al final de la propia noche, la luz del destino personal. […] [982] 3.3.3. La poesía simbolista 3.3.3.1. El universo simbolista El último tercio del siglo ve multiplicarse las escuelas, los grupos, las capillas poéticas, con una vitalidad sólo comparable con su efímera existencia. Es una comodidad de manual pretender que hubo una escuela simbolista que sucedió al Parnaso para liquidar el Romanticismo de una vez. Paul Valéry escribe: «Lo que se dio en llamar el Simbolismo se resume muy simplemente en la intención común a toda una familia de poetas (por lo demás enemigos entre sí) de recuperar lo que era suyo a costa de la música.» Y Georges Rodenbach nos ofrece una definición más clara: «La poesía simbolista es el sueño, los matices, el arte que viaja con las nubes, que domeña los reflejos, para el que la realidad no es más que un punto de 26 partida y el papel mismo, una débil certeza blanca a partir de la cual poder lanzarse hacia simas de misterio que están arriba y que atraen.» Así, después del materialismo, del positivismo, de la razón razonable, de la impasibilidad de los parnasianos, le tocó la hora al individualismo, al idealismo, a la intuición, la vacilación, la fantasía, la fluidez, y también a unas armonías más sutiles si no más logradas. El arte del simbolista pretende representar con la realidad todo el misterio definitivo que encubre. Con todo, el Simbolismo protestó también en contra de la vida moderna, y pretendió desvelar los misterios del más allá cayendo en no pocas ocasiones en las tentaciones del esoterismo y de las sociedades ocultistas y secretas que florecieron entonces: Rosa-Cruces, por ejemplo. Y si Simbolismo viene de símbolo, postula el manejo de un material atemporal en el que confluyen mitos y ritos, fábulas y leyendas, sueños y alucinaciones psíquicas, que hacen del poema el único medio viable para expresar estados de ánimo.
  • 13. Para este programa, había que definir una estética adecuada. El Simbolismo, gran enemigo del Naturalismo, es poético por esencia; la poesía es un canto interior, [983] que es, al mismo tiempo, una epistemología de la realidad auténtica, incompatible con la rutina, la acción y la sociedad. Como experiencia del absoluto, como idealismo creador, la poesía simbolista está muy cerca del Romanticismo alemán, pues busca una explicación onírica del universo a través de una metafísica experimental, la praxis poética. El lenguaje será la única vía de acceso a lo irracional y, en este sentido, los simbolistas preparan la vía a los surrealistas más de lo que estos reconocieron jamás. Es el mundo del pensamiento analógico, de las iluminaciones reveladoras. Poco a poco, como hará Mallarmé, el poeta deja la iniciativa a las palabras, antes sonidos y música que sentido. La confluencia de la música y de la poesía, en tiempos del mejor Wagner, produjo, pues, buen número de melodías, respondiendo así al dictado de Verlaine: «Música ante todo.» Frente a la naturaleza, el poeta sólo distingue apariencias, vagas y vaporosas, parecidas a los cuadros impresionistas en los que las cosas no existen en sí, sino sólo en la medida en que se perciben. El poeta es entonces el que nombra y profiere el mundo sensible; es la posición inversa a la del Romanticismo de Lamartine: la naturaleza ya no inspira estados de ánimo, sino que el poeta expira su alma en la naturaleza. Mallarmé dice que no hay que nombrar los objetos, sino sugerirlos poco a poco, tejiendo un misterio que es la esencia misma del símbolo, y Verlaine añade que el símbolo es la metáfora, la poesía misma. Esta estética del misterio preservado usa una lengua que ha dejado de ser diáfana y sencilla, que gusta de hurgar en los detalles, de mezclar ideas, de urdir frases de sintaxis perversa, de acoplar palabras contra natura para crear una confusión, que es la imagen de la analogía universal más que la del rechazo del sagrado cartesianismo, gloria de la mente clásica francesa. La ruptura con el Parnaso fue también una ruptura con el diccionario, la gramática y la sintaxis, más declarada en unos que en otros. Pero al mismo tiempo devolvió al lector un papel activo del que se le había privado casi siempre: la lectura plural es así una creación del Simbolismo. El cultivo del enigma llevó fácilmente al verso abstruso, a veces oscuro, para disimular su vacío de sentido, que sólo se podrá achacar a los peores decadentes y raras veces a los grandes nombres de los sucesivos simbolismos que habrá que distinguir. Sin que haya abandono total de la prosodia clásica, cabe remarcar que el Símbolismo cultivó con especial interés el verso libre (H. de Régnier, Verhaeren, por ejemplo). El verso libre se concebía hasta entonces como el uso de distintos metros en un mismo poema, como en las Fábulas de La Fontaine, para dar fluidez y ritmo a la poesía. Ahora se utilizará el verso libre para alcanzar un grado mayor de variaciones melódicas, de inefable inconsistencia de la experiencia evocada, y la mayor libertad de expresión que la poesía francesa había conocido hasta entonces. Versos más largos de lo normal, sin rima, impares, hasta de diecisiete pies, obligan a poner el acento sobre el ritmo de cláusulas más cortas. La cuestión del verso libre dio lugar a numerosas discusiones, no siempre de buena fe. Después del verso, se liberó la estrofa, que, según Gustave Kahn, nace del primer verso. Y la estrofa crea el poema, en definitiva según las necesidades expresivas del poeta y ya no en función de una forma predeterminada. Sin rechazar las formas antiguas, de las que todos usaron con mayor o menor libertad, los
  • 14. simbolistas probaron suerte con el verso libre y debe decirse, para su mayor gloria, que sólo estaban de acuerdo en un punto: la calidad de la obra. No hubo uno sino varios simbolismos sucesivos, a veces con otros nombres. Se distingue un período preparatorio entre 1875 y 1885. A partir de 1886, la publica[984]ción de manifiestos y textos teóricos, la consolidación de periódicos como Le décadent littćraire et artistique de Anatole Baju, da consistencia al grupo de los Decadentes que aparecen como una escuela del Simbolismo; todos profesan un Romanticismo lánguido y neurótico que sazonan con las brumas del norte, en el caso de los poetas de la joven Bélgica, sea con todas las patologías soñadas de una mente desasosegada. 1886 es el año del prólogo (Avant-Dire) de Mallarmé al Tratado del verbo ( Traité du verbe), de René Ghil, y el Manifiesto del simbolismo, de Moréas; en la Revue wagnérienne se insiste en las relaciones entre poesía y música. Luego se multiplican los artículos teóricos y las revistas: La Plume, Entretiens politiques et littéraires, Mercure de France, La Revue Blanebe, L’Ermitage. Hacia 1890, el maestro indiscutido de toda esta efervescencia es Mallarmé. Sin embargo, esta dinámica será de corta duración; muy pronto los simbolistas se reconvierten a la poesía social (Ghil, Stuart Merrill), al misticismo alucinado de la naturaleza y de las grandes ciudades (Verhaeren), al populismo de Jehan Rictus, al musicismo d Jjean Royère; la tradición de Mallarmé revivirá en el joven Valéry y en André Fontainas, mientras Verlaine emulará varias generaciones líricas y religiosas: Charles Guérin, Francis Jammes. Hasta Paul Claudel se apoya en el Simbolismo para imponer una visión católica que desplace el wagnerismo imperante. Los alimentos terrenales (Les nourritures terrestres), de Gide, el naturismo de Saint-Georges de Bouhélier, el humanismo de Fernand Gregh y la Escuela Románica de Jean Moréas se lo deben todo al Simbolismo. Entre las publicaciones que pesaron en esta gran aventura de la poesía, cabe señalar Los poetas malditos (Les poètes maudits), de Verlaine. Son los poetas absolutos, desconocidos de su tiempo: son Tristan Corbière, Rimbaud y Mallarmé en 1883, Marceline Desbordes-Valmore, la poetisa romántica, Villiers de l’Isle Adam y él mismo, en 1884. Se leerá una caricatura divertida del decadentismo en Las deliquescencias de Adoré Floupette (Les déliquescences d’Adoré Floupette, 1885), de Henri Beauclair y Gabriel Vicaire, donde se denuncia la facilidad del manierismo morboso y el culto de lo artificioso en una sociedad carente de espiritualidad. Todos, como demostró Marcel Raymond, estaban preocupados por la forma en sí, de modo que tendían a utilizar el símbolo como un estímulo del pensamiento, un armazón que había que vestir; faunos, sirenas, cisnes, damas de la noche desfilan hieráticos y parecen esperar, a veces, que el poeta les diga lo que tienen que hacer. A falta de saberlo, los cubre de joyas, se demora en los detalles, y refina hasta lo insoportable; este gusto revive en las modas retro y se prolonga hasta muy avanzado el modernismo. Pero los mejores poetas que surgen de este movimiento no caen en estos defectos.