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Unikino2009LO ESPIRITUAL EN LA POLÍTICACONTROL DEL LECTURAIsabel del Carmen García GarcíaCircuito Loma Alta 15 A, Privada Las Lomas. Cel 044 66 22 06 99 85. email: icgg9@hotmail.com Capítulo 1  ¿Deformamos  la complejidad de lo real? Una política sin alma apegada a lo inmediato, no vale más que una espiritualidad desencarnada, sin influencia sobre la vida sociopolítica. Hannah Arendt en “The Human Condiction” demuestra que la vida que la vida activa, sin referencia a la vida contemplativa, se autodestruye; así, la acción política, sea mal conocida en su fragilidad, confundida a partir de entonces con la fabricación de objetos, y que el hombre mismo, encerrado en la necesidad biológica de vivir y de trabajar, se identifique como un animal laborans. Sin apertura a la vida contemplativa, la vida activa se derrumba. Lo político y lo espiritual Es necesario admitir que el término “espiritualidad” es un concepto moderno que no es utilizado como tal, sino a partir del siglo XIX.  Según André Vauchez, historiador de la Edad Media, el término “espiritualitas” no tenía entonces un contenido específicamente religioso; designaba en esa época “la calidad de lo que es espiritual (independiente de la materia”. Actualmente, espiritualidad expresa “la dimensión religiosa de la vida interior”, lo que implica “una ciencia de ascesis que llega por la mística a la instauración de relaciones personales con Dios”. Tales trámites se encuentran en prácticamente en todas las grandes religiones, regulados por un maestros o sabio guiado por una escuela espiritual. Otra definición de espiritual remite a la vida espiritual y hace un llamado a la espiritualidad, a la reflexión, a la contemplación de lo bello, postura que reivindican ciertos contemporáneos apartándose de las espiritualidades ”etiquetadas” y ligadas a trámites propiamente religiosos. El autor se inclina por la espiritualidad propiamente dicha , en el sentido fuerte que acabamos de definir, de una espiritualidad en sentido débil o común, aquella que se quiere emancipar de toda dependencia de alguna tradición reconocida (vida interior que busca a un Absoluto, a Dios). Nadie necesita ser creyente para mantener una vida interior. La ausencia de una interioridad significaría una existencia limitada a los horizontes de lo inmediato, animalizada.  Se puede dudar  que sea posible para el hombre una existencia tal, pues la vida misma provoca la reflexión y la interioridad. Se debe apostar que todo ser humano lleva en sí otro universo que el de esa inmediatez que ahoga, claro que esa vida interior puede debilitarse y quedar enterrada  bajo el peso de las ocupaciones de la vida diaria. La interioridad es constitutiva de la vida del espíritu, de la inteligencia o del pensamiento que se ve mal que se ignore totalmente. Cabe aclarar que una vida espiritual no articulada sobre una espiritualidad recibida de una tradición religiosa puede perderse en toda clase de experiencias. No se habla aquí de una espiritualidad pasajera, que se activa con un bello paisaje, no solamente. Entendemos como vida interior la búsqueda de un Absoluto. Una espiritualidad implica una aventura que es temible emprender por sí solo; para ello se requiere un guía capaz, de lo contrario se corre el riesgo de caer en manos charlatanas. Una vida espiritual es una vida de búsqueda de Dios o de una Realidad que nos supera y de la cual se busca la Presencia. La espiritualidad, la vida espiritual, requiere de reserva y discreción. No se busca eliminar de nuestra mirada las espiritualidades (carmelitas, benedictinas, etc.), pero, si se toman las cosas bajo el ángulo de la relación entre lo espiritual y lo político, como se trata de hacer aquí, es claro que ya no estamos en la época en que los conflictos y los debates espirituales implicaban la esfera política y la destrozaban; donde el debate se situaba en la difícil relación entre política y espiritualidad (es). Vivimos una separación entre la esfera espiritual y la esfera política. ¿Puede la política vivir sin lo espiritual, entendido en el sentido amplio considerado anteriormente? Tratar los problemas de la vida en la ciudad, de la nación, de un estado y lo que de ello emana supone una gestión rigurosa de los asuntos políticos, lo que quiere decir que el gobierno de los hombres no funciona sin una buena administración, si no de cosas por lo menos de los bienes de la ciudad, materiales e inmateriales (¿espirituales?).Una gestión entendida en el sentido más noble del término, llama a la responsabilidad, según Max Weber, es decir, una manera de proceder en la cual las consecuencias de las decisiones son asumidas y reivindicadas como tales por aquel que tiene “vocación política”. Lo que cuenta, por lo tanto, son los resultados. ¿La ética de la responsabilidad excluye la ética de la convicción? La ética de convicción o “ética absoluta” será ilustrada por la ética del Sermón de la Montaña, para la cual, según dice Weber, cuentan ante todo las intenciones, las cuales no se miden de ninguna manera por las consecuencias prácticas. La pureza de esta ética absoluta es incompatible con una ética de las consecuencias, y así la espiritualidad evangélica sería fundamentalmente no política, según el principio “qué el mundo se acabe, siempre y cuando se haga justicia”. Es necesario armar al enemigo aunque las consecuencias fueran dramáticas. Propuesta que ninguna política responsable puede sustentar, como tampoco los otros preceptos del Sermón de la Montaña: ¿qué sería de una política que no se preocupara del mañana, llevada según la lógica de una no violencia radical, llevada por el perdón de las ofensas que parece totalmente opuesto a las reglas fundamentales de la justicia, etc.? Esta ética “acósmica” evade las obligaciones de lo real: ella puede ser buena para el monje, y posiblemente para las relaciones interpersonales; en cambio es temible y contra-indicada para políticos responsables. Se descubre así que como ocurre en lo espiritual cuando se ve que no es nada fácil, la política también se confronta con “los poderes diabólicos”, según Weber. La “oposición abismal” entre responsabilidad y ética es una manera sutil de alejar lo espiritual de lo político o una manera de pensar la responsabilidad eliminando toda convicción. No hay una responsabilidad sin convicción ya que ésta es un valor fundamental para la “vocación política”, como tampoco hay convicción sin que se preocupe de ponerla en obra, por lo tanto de ser responsable. El hombre político “auténtico” no puede actuar sin apoyo en sus convicciones, sin una inspiración espiritual que funde en él su sentido de hombre y de ciudad, y en último término, un cierto sentido de la historia. Capítulo 2 ¿Una política sin alma? La política responde precisa, que implica hacerse cargo de una comunidad, comunal o nacional, y la aceptación de las consecuencias de sus decisiones. La política es, en primer lugar y ante todo, administración razonable de las cosas y de los hombres. El tecnócrata La negación de lo espiritual en política trae consigo, o corre el riesgo de traer consigo, el reino del tecnocratismo.  El tecnócrata es un recurso indispensable en una sociedad compleja. Ningún político y ningún gobierno puede dispensarse de los servicios de tecnócratas. El tecnócrata no se involucra en discusiones inútiles en las cuales se enredan los espíritus parlanchines o incompetentes, pero es raro que pueda hacer una reflexión que le permita reconocer sus errores.  El tecnocratismo no es solamente un grave tic de un comportamiento o de una confianza excesiva en los poderes técnicos o científicos. También implica toda una visión del mundo (una metafísica), según la cual todo está a disposición, todo puede ser solucionado, todo puede volverse transparente a las decisiones humanas. En resumen, implica un mundo sin misterio, por lo tanto también sin espiritualidad. El espíritu tecnocrático quiere que todo se someta a su racionalidad, sin respeto por la naturaleza de las cosas. Es necesario salir de este concepto cuentista de que el mundo es una máquina sobre la cual podríamos tener el control absoluto. Cuando la política se escuda en el técnico, pierde algo de su crédito, o también la sociedad pierde ahí su alma, es decir, las perspectivas del bien vivir y de su futuro fecundo. Sacralización de lo político Así como el tecnócrata se encierra en una política sin alma, es forzoso reconocer que en la historia la política frecuentemente ha creído que era necesario darse una legitimidad o una cobertura sagrada. La captación de lo espiritual por lo político transforma lo espiritual en sagrado, como transforma lo político en culto (de la nación, del líder, de la república); en lugar de que lo espiritual ofrezca una apertura a algo más grande que sí mismo, disponibilidad a la escucha de un misterio que nos supera, humildad en la acogida a Aquel que se deja presentir. Lo sagrado político, se cierra sobre sí mismo, no tolera la disidencia, amenaza a cualquiera que no se alinea con exclusión o con venganza pública, suscita el orgullo nacionalista o el fanatismo bolchevique, maoísta o castrista, Es todo, menos espiritual, pues lo espiritual marca distancia, sobre todo hacia tal sacralización. Es polo que el creyente, sobre todo si es cristiano, desacraliza lo político y en un sentido lo relativiza, como bien lo había visto Maquiavelo para lamentarlo. Un creyente no vacilará en llamar a esta sacralización idolatría. El siglo XX mostró abundantemente que no se trata tanto de arrancar lo político a lo teológico, como de ayudar a lo político a no justificarse asumiendo lo espiritual, por no saber encontrar su legitimidad en él mismo. Las sacralizaciones de lo político no son vicios pasados; por su naturaleza misma la política, sobre todo democrática, trata de darse garantías superiores, por ejemplo, atrayendo lo espiritual en provecho suyo, pervirtiéndose ella misma y pervirtiendo al mismo tiempo lo espiritual. En el fondo, el tecnocratismo es la forma científica de una búsqueda de seguridad y de certezas, dependiendo también de la tentación de la sacralización. La tentación de la transparencia Una política sin alma extrañamente puede convertirse en una política en busca de transparencia, es decir, en una política que no soporte la parte de intimidad, de interioridad, de espacio espiritual que supone toda vida del espíritu. Ella puede también pretender captar lo espiritual absorbiéndolo en un diseño de transparencia sin límites, en donde todo lo que escapa a la apariencia es sospechoso y debe, por el contrario, dejarse ver, pasar enteramente a lo político. Una política de la transparencia desemboca en una política de la sospecha generalizada; pide una vigilancia lo más exagerada posible de la población; destila duda sobre los comportamientos más normales, de ahí los  reglamentos de rendición de cuentas. Víctima de este tipo de política fue Robespierre. También la ilustran los regímenes estalinianos y bolcheviques. De estas terribles lecciones de la historia se puede deducir que forma parte de lo político vivir de la apariencia, sin pretender sondear los corazones. Los totalitarismos son ejemplo de esta política de la transparencia. Las religiones son, por lo contrario, las murallas para resistir que lo espiritual sea asumido por lo político: así ellas le ponen un límite infranqueable. Lo político no puede pretender ser el todo de las cosas; debe aceptar su autolimitación. Es su deber y su responsabilidad asegurar la posibilidad de este espacio. Le corresponde a la democracia proteger tal interioridad espiritual, en lugar de pretender politizarla o controlarla. Espacio de respiración que hace posible la constitución de la persona en su especificidad, como hace posible la iniciativa y la creatividad. Lo política busca encontrar la legitimación que le hace falta  en lo espiritual, o la confirmación de la cual tiene necesidad para asegurar su dominio sobre la sociedad. Capítulo 3 Lo espiritual sin carne Lo espiritual no tiene sentido más que en tanto anima a una carne o a un cuerpo, sin ello es sólo una concha vacía. El éxito de algunas corrientes espirituales coquetea peligrosamente con esto. De aquello se pueden evocar dos tendencias significativas: el llamado a lo espiritual “psicologizado”; por el otro, el desarrollo de diversas formas de carismatismos que no dejan de plantear problemas, por ejemplo, en la iglesia católica, pero otro tanto en los “revivals” protestantes donde algunos hacen o creen hacer experiencias de conversión o de posesión del Espíritu. Bajo el nombre de “espiritual”, término que se usa con una cierta discreción, se encuentran consejos de bienestar, de confort para el cuerpo, de equilibrio en el régimen alimenticio, de florecimiento sexual. La espiritualidad psicologizada da la impresión, que, aunque emancipada de toda pertenencia religiosa, no por eso deja de tener un alma, identificada aquí con la buena gestión de su cuerpo y de su sexualidad. Excelente, pero un poco corto, en los exactos límites que un materialista superficial puede aceptar. Renovación carismática No es bien visto interrogarse sobre el tema de la renovación carismática. Como si estos movimientos sintieran una inestabilidad y tan poca seguridad que no podrían soportar la interrogación sobre ellos mismos. Una espiritualidad que tema el enfrentamiento acusa ella misma su propia debilidad y, lo que es más grave, su incapacidad para soportar la alteridad. Límites de una renovación En la naturaleza de lo espiritual auténtico está el interrogarse sin cesar, replegarse sobre sí mismo para discernir los espíritus, plantearse la pregunta sobre la verdad o la veracidad de su actitud.. La renovación carismática soporta mal tales interrogaciones sospechosas de malevolencia, de incomprensión, quizá de conservadurismo. Lo espiritual debe aceptar la lentitud y la maduración, pues no se lleva con las proclamaciones perentorias o los giros brutales, debe confirmarse con el tiempo, enfrentar las objeciones que surgen de la razón humana. A falta de razones, la fe sería una aventura, no una auténtica “inteligencia” de las cosas divinas; el anuncio del Mensaje se identificaría con una publicidad escandalosa o con una propaganda hipnotizadora. Ahora bien, lo mismo que el político no puede privarse del apoyo espiritual a menos de caer en la gestión rutinaria de los problemas y, por lo tanto, pasar de largo en su tarea propiamente dicha, de la misma manera una persona espiritual, esencialmente preocupada de la caridad, por importante que sea esta preocupación, corre el riesgo de alejarse del bien común. Sin embargo es necesario reconocerlo, la tendencia a una espiritualidad desencarnada puede reivindicar bases en el mismo mensaje evangélico, Y es, sin duda, la razón de una desconfianza por una espiritualidad en la carne, expuesta en la plaza pública, capaz de asumir las mediaciones constitutivas de la existencia humana. Se encontraría la prueba en ciertos consejos evangélicos, los cuales, mal interpretados o tomados rápidamente a la letra, inducen a actitudes desencarnadas o esquizofrénicas. Capítulo 4 La energía espiritual Cuando Rousseau enuncia las condiciones de la constitución de una auténtica “sociedad política”, finalmente fundada en el derecho público, llega a decir que sólo un legislador  divino sería capaz de dar a los hombres la buena constitución que aseguraría su libertad natural; él plantea que un legislador humano no puede dejar de protegerse bajo otro mayor; hace comprender que las reglas que él impone vienen de un poder espiritual o divino. Augusto Comte, creador de la filosofía positivista, aunque desconfía de lo teológico y de lo metafísico, hace referencia a un poder espiritual, que encarnarían los sabios o los científicos de diversos órdenes, para animar la vida de la sociedad positiva de la cual él plantea los principios. Las consideraciones sobre el poder espiritual (1826) demuestran que “los intereses abandonados absolutamente a ellos mismos, sin ninguna otra disciplina que la que resulta de su propio antagonismo, siempre acaban por alcanzar el grado de oposición directa”; concluye que para evitar tales antagonismos, es decir, el estallido de la sociedad, se impone un poder espiritual. Un poder estrictamente temporal es incapaz de asegurar cohesión social; sin un poder espiritual que tenga la confianza de la sociedad reinará el “despotismo administrativo”, la centralización temporal aumentará, la moral de desorganizará y, en consecuencia, se desarrollarán la corrupción y la coerción brutal. Vida espiritual en la ciudad No hay vida espiritual sin contemplación y sin silencio. El tsunami mediático, que se lleva toda a su paso y no deja más que paisajes desolados, crea una dependencia propiamente alienante. El ser es exteriorizado, dominado por potencias sobre las que no tiene ningún poder. Estas formas de alienación, son, como las llama Axel Honne4th, patologías sociales graves y destructoras de la persona, éstas patologías hacen difícil, quizá imposible, el retorno a sí mismo, la interioridad, la vida espiritual, al silencio. Anulan toda forma de soledad, sin la cual el ser humano pierde intimidad y centro de gravedad. Emancipándose de la contemplación, el hombre moderno se identifica poco a poco a lo que Hannah Arendt llama “animal laborans”, especie de bestia de carga completamente absorbida por el trabajo, por la necesidad y el consumo. La contemplación forma parte de la acción y lleva a su término el trabajo. Ella no rebaja el trabajo, sino que le da su sentido pleno. La vida espiritual libera de la servidumbre, instituyendo y fortificando a las personas de una vida que las supera y, sin embargo, las habita; la vida del Espíritu. En este sentido se puede afirmar, totalmente al contrario de que dice el P. Danielou, que corresponde al cristianismo garantizar y proteger una vida política, o Estados frecuentemente débiles o impotentes, más que esperar una civilización que se llame cristiana cuya realidad es política.
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El autor se inclina por la espiritualidad propiamente dicha , en el sentido fuerte que acabamos de definir, de una espiritualidad en sentido débil o común, aquella que se quiere emancipar de toda dependencia de alguna tradición reconocida (vida interior que busca a un Absoluto, a Dios). Nadie necesita ser creyente para mantener una vida interior. La ausencia de una interioridad significaría una existencia limitada a los horizontes de lo inmediato, animalizada. Se puede dudar que sea posible para el hombre una existencia tal, pues la vida misma provoca la reflexión y la interioridad. Se debe apostar que todo ser humano lleva en sí otro universo que el de esa inmediatez que ahoga, claro que esa vida interior puede debilitarse y quedar enterrada bajo el peso de las ocupaciones de la vida diaria. La interioridad es constitutiva de la vida del espíritu, de la inteligencia o del pensamiento que se ve mal que se ignore totalmente. Cabe aclarar que una vida espiritual no articulada sobre una espiritualidad recibida de una tradición religiosa puede perderse en toda clase de experiencias. No se habla aquí de una espiritualidad pasajera, que se activa con un bello paisaje, no solamente. Entendemos como vida interior la búsqueda de un Absoluto. Una espiritualidad implica una aventura que es temible emprender por sí solo; para ello se requiere un guía capaz, de lo contrario se corre el riesgo de caer en manos charlatanas. Una vida espiritual es una vida de búsqueda de Dios o de una Realidad que nos supera y de la cual se busca la Presencia. La espiritualidad, la vida espiritual, requiere de reserva y discreción. No se busca eliminar de nuestra mirada las espiritualidades (carmelitas, benedictinas, etc.), pero, si se toman las cosas bajo el ángulo de la relación entre lo espiritual y lo político, como se trata de hacer aquí, es claro que ya no estamos en la época en que los conflictos y los debates espirituales implicaban la esfera política y la destrozaban; donde el debate se situaba en la difícil relación entre política y espiritualidad (es). Vivimos una separación entre la esfera espiritual y la esfera política. ¿Puede la política vivir sin lo espiritual, entendido en el sentido amplio considerado anteriormente? Tratar los problemas de la vida en la ciudad, de la nación, de un estado y lo que de ello emana supone una gestión rigurosa de los asuntos políticos, lo que quiere decir que el gobierno de los hombres no funciona sin una buena administración, si no de cosas por lo menos de los bienes de la ciudad, materiales e inmateriales (¿espirituales?).Una gestión entendida en el sentido más noble del término, llama a la responsabilidad, según Max Weber, es decir, una manera de proceder en la cual las consecuencias de las decisiones son asumidas y reivindicadas como tales por aquel que tiene “vocación política”. Lo que cuenta, por lo tanto, son los resultados. ¿La ética de la responsabilidad excluye la ética de la convicción? La ética de convicción o “ética absoluta” será ilustrada por la ética del Sermón de la Montaña, para la cual, según dice Weber, cuentan ante todo las intenciones, las cuales no se miden de ninguna manera por las consecuencias prácticas. La pureza de esta ética absoluta es incompatible con una ética de las consecuencias, y así la espiritualidad evangélica sería fundamentalmente no política, según el principio “qué el mundo se acabe, siempre y cuando se haga justicia”. Es necesario armar al enemigo aunque las consecuencias fueran dramáticas. Propuesta que ninguna política responsable puede sustentar, como tampoco los otros preceptos del Sermón de la Montaña: ¿qué sería de una política que no se preocupara del mañana, llevada según la lógica de una no violencia radical, llevada por el perdón de las ofensas que parece totalmente opuesto a las reglas fundamentales de la justicia, etc.? Esta ética “acósmica” evade las obligaciones de lo real: ella puede ser buena para el monje, y posiblemente para las relaciones interpersonales; en cambio es temible y contra-indicada para políticos responsables. Se descubre así que como ocurre en lo espiritual cuando se ve que no es nada fácil, la política también se confronta con “los poderes diabólicos”, según Weber. La “oposición abismal” entre responsabilidad y ética es una manera sutil de alejar lo espiritual de lo político o una manera de pensar la responsabilidad eliminando toda convicción. No hay una responsabilidad sin convicción ya que ésta es un valor fundamental para la “vocación política”, como tampoco hay convicción sin que se preocupe de ponerla en obra, por lo tanto de ser responsable. El hombre político “auténtico” no puede actuar sin apoyo en sus convicciones, sin una inspiración espiritual que funde en él su sentido de hombre y de ciudad, y en último término, un cierto sentido de la historia. Capítulo 2 ¿Una política sin alma? La política responde precisa, que implica hacerse cargo de una comunidad, comunal o nacional, y la aceptación de las consecuencias de sus decisiones. La política es, en primer lugar y ante todo, administración razonable de las cosas y de los hombres. El tecnócrata La negación de lo espiritual en política trae consigo, o corre el riesgo de traer consigo, el reino del tecnocratismo. El tecnócrata es un recurso indispensable en una sociedad compleja. Ningún político y ningún gobierno puede dispensarse de los servicios de tecnócratas. El tecnócrata no se involucra en discusiones inútiles en las cuales se enredan los espíritus parlanchines o incompetentes, pero es raro que pueda hacer una reflexión que le permita reconocer sus errores. El tecnocratismo no es solamente un grave tic de un comportamiento o de una confianza excesiva en los poderes técnicos o científicos. También implica toda una visión del mundo (una metafísica), según la cual todo está a disposición, todo puede ser solucionado, todo puede volverse transparente a las decisiones humanas. En resumen, implica un mundo sin misterio, por lo tanto también sin espiritualidad. El espíritu tecnocrático quiere que todo se someta a su racionalidad, sin respeto por la naturaleza de las cosas. Es necesario salir de este concepto cuentista de que el mundo es una máquina sobre la cual podríamos tener el control absoluto. Cuando la política se escuda en el técnico, pierde algo de su crédito, o también la sociedad pierde ahí su alma, es decir, las perspectivas del bien vivir y de su futuro fecundo. Sacralización de lo político Así como el tecnócrata se encierra en una política sin alma, es forzoso reconocer que en la historia la política frecuentemente ha creído que era necesario darse una legitimidad o una cobertura sagrada. La captación de lo espiritual por lo político transforma lo espiritual en sagrado, como transforma lo político en culto (de la nación, del líder, de la república); en lugar de que lo espiritual ofrezca una apertura a algo más grande que sí mismo, disponibilidad a la escucha de un misterio que nos supera, humildad en la acogida a Aquel que se deja presentir. Lo sagrado político, se cierra sobre sí mismo, no tolera la disidencia, amenaza a cualquiera que no se alinea con exclusión o con venganza pública, suscita el orgullo nacionalista o el fanatismo bolchevique, maoísta o castrista, Es todo, menos espiritual, pues lo espiritual marca distancia, sobre todo hacia tal sacralización. Es polo que el creyente, sobre todo si es cristiano, desacraliza lo político y en un sentido lo relativiza, como bien lo había visto Maquiavelo para lamentarlo. Un creyente no vacilará en llamar a esta sacralización idolatría. El siglo XX mostró abundantemente que no se trata tanto de arrancar lo político a lo teológico, como de ayudar a lo político a no justificarse asumiendo lo espiritual, por no saber encontrar su legitimidad en él mismo. Las sacralizaciones de lo político no son vicios pasados; por su naturaleza misma la política, sobre todo democrática, trata de darse garantías superiores, por ejemplo, atrayendo lo espiritual en provecho suyo, pervirtiéndose ella misma y pervirtiendo al mismo tiempo lo espiritual. En el fondo, el tecnocratismo es la forma científica de una búsqueda de seguridad y de certezas, dependiendo también de la tentación de la sacralización. La tentación de la transparencia Una política sin alma extrañamente puede convertirse en una política en busca de transparencia, es decir, en una política que no soporte la parte de intimidad, de interioridad, de espacio espiritual que supone toda vida del espíritu. Ella puede también pretender captar lo espiritual absorbiéndolo en un diseño de transparencia sin límites, en donde todo lo que escapa a la apariencia es sospechoso y debe, por el contrario, dejarse ver, pasar enteramente a lo político. Una política de la transparencia desemboca en una política de la sospecha generalizada; pide una vigilancia lo más exagerada posible de la población; destila duda sobre los comportamientos más normales, de ahí los reglamentos de rendición de cuentas. Víctima de este tipo de política fue Robespierre. También la ilustran los regímenes estalinianos y bolcheviques. De estas terribles lecciones de la historia se puede deducir que forma parte de lo político vivir de la apariencia, sin pretender sondear los corazones. Los totalitarismos son ejemplo de esta política de la transparencia. Las religiones son, por lo contrario, las murallas para resistir que lo espiritual sea asumido por lo político: así ellas le ponen un límite infranqueable. Lo político no puede pretender ser el todo de las cosas; debe aceptar su autolimitación. Es su deber y su responsabilidad asegurar la posibilidad de este espacio. Le corresponde a la democracia proteger tal interioridad espiritual, en lugar de pretender politizarla o controlarla. Espacio de respiración que hace posible la constitución de la persona en su especificidad, como hace posible la iniciativa y la creatividad. Lo política busca encontrar la legitimación que le hace falta en lo espiritual, o la confirmación de la cual tiene necesidad para asegurar su dominio sobre la sociedad. Capítulo 3 Lo espiritual sin carne Lo espiritual no tiene sentido más que en tanto anima a una carne o a un cuerpo, sin ello es sólo una concha vacía. El éxito de algunas corrientes espirituales coquetea peligrosamente con esto. De aquello se pueden evocar dos tendencias significativas: el llamado a lo espiritual “psicologizado”; por el otro, el desarrollo de diversas formas de carismatismos que no dejan de plantear problemas, por ejemplo, en la iglesia católica, pero otro tanto en los “revivals” protestantes donde algunos hacen o creen hacer experiencias de conversión o de posesión del Espíritu. Bajo el nombre de “espiritual”, término que se usa con una cierta discreción, se encuentran consejos de bienestar, de confort para el cuerpo, de equilibrio en el régimen alimenticio, de florecimiento sexual. La espiritualidad psicologizada da la impresión, que, aunque emancipada de toda pertenencia religiosa, no por eso deja de tener un alma, identificada aquí con la buena gestión de su cuerpo y de su sexualidad. Excelente, pero un poco corto, en los exactos límites que un materialista superficial puede aceptar. Renovación carismática No es bien visto interrogarse sobre el tema de la renovación carismática. Como si estos movimientos sintieran una inestabilidad y tan poca seguridad que no podrían soportar la interrogación sobre ellos mismos. Una espiritualidad que tema el enfrentamiento acusa ella misma su propia debilidad y, lo que es más grave, su incapacidad para soportar la alteridad. Límites de una renovación En la naturaleza de lo espiritual auténtico está el interrogarse sin cesar, replegarse sobre sí mismo para discernir los espíritus, plantearse la pregunta sobre la verdad o la veracidad de su actitud.. La renovación carismática soporta mal tales interrogaciones sospechosas de malevolencia, de incomprensión, quizá de conservadurismo. Lo espiritual debe aceptar la lentitud y la maduración, pues no se lleva con las proclamaciones perentorias o los giros brutales, debe confirmarse con el tiempo, enfrentar las objeciones que surgen de la razón humana. A falta de razones, la fe sería una aventura, no una auténtica “inteligencia” de las cosas divinas; el anuncio del Mensaje se identificaría con una publicidad escandalosa o con una propaganda hipnotizadora. Ahora bien, lo mismo que el político no puede privarse del apoyo espiritual a menos de caer en la gestión rutinaria de los problemas y, por lo tanto, pasar de largo en su tarea propiamente dicha, de la misma manera una persona espiritual, esencialmente preocupada de la caridad, por importante que sea esta preocupación, corre el riesgo de alejarse del bien común. Sin embargo es necesario reconocerlo, la tendencia a una espiritualidad desencarnada puede reivindicar bases en el mismo mensaje evangélico, Y es, sin duda, la razón de una desconfianza por una espiritualidad en la carne, expuesta en la plaza pública, capaz de asumir las mediaciones constitutivas de la existencia humana. Se encontraría la prueba en ciertos consejos evangélicos, los cuales, mal interpretados o tomados rápidamente a la letra, inducen a actitudes desencarnadas o esquizofrénicas. Capítulo 4 La energía espiritual Cuando Rousseau enuncia las condiciones de la constitución de una auténtica “sociedad política”, finalmente fundada en el derecho público, llega a decir que sólo un legislador divino sería capaz de dar a los hombres la buena constitución que aseguraría su libertad natural; él plantea que un legislador humano no puede dejar de protegerse bajo otro mayor; hace comprender que las reglas que él impone vienen de un poder espiritual o divino. Augusto Comte, creador de la filosofía positivista, aunque desconfía de lo teológico y de lo metafísico, hace referencia a un poder espiritual, que encarnarían los sabios o los científicos de diversos órdenes, para animar la vida de la sociedad positiva de la cual él plantea los principios. Las consideraciones sobre el poder espiritual (1826) demuestran que “los intereses abandonados absolutamente a ellos mismos, sin ninguna otra disciplina que la que resulta de su propio antagonismo, siempre acaban por alcanzar el grado de oposición directa”; concluye que para evitar tales antagonismos, es decir, el estallido de la sociedad, se impone un poder espiritual. Un poder estrictamente temporal es incapaz de asegurar cohesión social; sin un poder espiritual que tenga la confianza de la sociedad reinará el “despotismo administrativo”, la centralización temporal aumentará, la moral de desorganizará y, en consecuencia, se desarrollarán la corrupción y la coerción brutal. Vida espiritual en la ciudad No hay vida espiritual sin contemplación y sin silencio. El tsunami mediático, que se lleva toda a su paso y no deja más que paisajes desolados, crea una dependencia propiamente alienante. El ser es exteriorizado, dominado por potencias sobre las que no tiene ningún poder. Estas formas de alienación, son, como las llama Axel Honne4th, patologías sociales graves y destructoras de la persona, éstas patologías hacen difícil, quizá imposible, el retorno a sí mismo, la interioridad, la vida espiritual, al silencio. Anulan toda forma de soledad, sin la cual el ser humano pierde intimidad y centro de gravedad. Emancipándose de la contemplación, el hombre moderno se identifica poco a poco a lo que Hannah Arendt llama “animal laborans”, especie de bestia de carga completamente absorbida por el trabajo, por la necesidad y el consumo. La contemplación forma parte de la acción y lleva a su término el trabajo. Ella no rebaja el trabajo, sino que le da su sentido pleno. La vida espiritual libera de la servidumbre, instituyendo y fortificando a las personas de una vida que las supera y, sin embargo, las habita; la vida del Espíritu. En este sentido se puede afirmar, totalmente al contrario de que dice el P. Danielou, que corresponde al cristianismo garantizar y proteger una vida política, o Estados frecuentemente débiles o impotentes, más que esperar una civilización que se llame cristiana cuya realidad es política.