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Un antídoto
procedente del cielo
ermíteme que te hable de María. Como ya te dije en otro momento, mi
padre se casó con ella en segundas nupcias; fue la esposa de mi padre,
-M- pero no mi mamá. Debido a esto, mi simpatía por a ella, en realidad no
fue mucha. De hecho, si buscas en los Evangelios las veces que mis hermanos
y yo aparecemos acompañándola son pocas y no se distinguen por ser propia­
mente lo que se llamarían 'momentos familiares".
Por supuesto, en el caso de Jesús esto era totalmente diferente. Desde su
niñez su vida se caracterizó por el respeto y el amor hacia ella. Sin embargo,
tener el privilegio de ser madre del Mesías no fue algo fácil para María. Aun­
que siempre creyó de todo corazón que en su hijo se daba el cumplimiento del
Salvador prometido, a menudo le resultó difícil expresar dicha convicción.
Toda su vida compartió con él sus sufrimientos y fue testigo pesaroso de
las pruebas que tuvo que enfrentar desde la niñez. Al mismo tiempo, al justi­
ficar la conducta de Jesús ella también se vio sometida a situaciones ingratas.
Dado que ella consideraba que el tierno cuidado de la madre sobre sus hijos
es de vital importancia en la formación del carácter, mis hermanos y yo, con
malicia, intentamos aprovecharnos de esto para que, apelando a su ansiedad,
nos hiciera caso y corrigiera las prácticas de Jesús según nuestra opinión.
Sus decisiones, sin embargo, nos mostraron su gran sabiduría y, pese a ser
blanco de nuestros juicios y reproches, hizo un excelente trabajo como ma­
dre: «Y Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia para con Dios y los
hombres» (Luc. 2: 52).
María le transmitió tan bien su sabiduría que, aunque a menudo propi­
ciara que Jesús estuviera solo, poco a poco lo llevó a entender la enorme res-
90 • Santiago. Un hermano de Jesús nos enseña a vivir la fe
ponsabilidad por la que había venido a este mundo. Y así, convencido de que
su misión era salvar a la humanidad, vivió y enseñó sobre la sabiduría de una
forma que llevó a más de uno a asombrarse: «Vino a su tierra y les enseñaba
en la sinagoga de ellos, de tal manera que se maravillaban y decían: "¿De dón­
de saca este esta sabiduría y estos milagros?"» (Mat. 13: 54).
Hasta mis propios hermanos y yo nos asombrábamos por el conocimien­
to y la sabiduría que manifestaba al hablar con los rabinos. Sabíamos que él
no había recibido instrucción de ellos, pero a menudo pudimos ver que, en
cambio, era capaz de instruirlos a ellos.
Tal comportamiento le acarreó, sin embargo, reacciones encontradas.
Mientras que algunos procuraban su compañía y encontraban paz en su pre­
sencia, muchos lo evitaban porque su vida sin mancha era una especie de re­
prensión para sus propias acciones. En varias ocasiones fui testigo de cómo
algunos muchachos lo animaron a comportarse como ellos. Les agradaba
mucho su carácter alegre, pero el hecho de que fuera tan celoso de los princi­
pios les hacía perder la paciencia y lo criticaban con severidad. Ante esto, Je­
sús les contestaba con las Escrituras: «¿Con qué limpiará el joven su camino?
Con guardar tu palabra» (Sal. 119: 9).
La verdad es que para cada tentación tenía una respuesta basada en las
Escrituras. Y aunque rara vez me reprendió específicamente por alguno de
mis actos, siempre tuvo algo que decirme de parte de Dios sobre mi compor­
tamiento, especialmente al usar porciones de la Biblia como esta: «El temor
del Señor es la sabiduría, y el apartarse del mal la inteligencia» (Job 28: 28).
Sí, él sabía que ser sabio significaba eso efectivamente. Y gracias a que él
hizo de esta convicción una práctica constante en su vida, un día entendí que no
puede haber pleitos y contiendas entre aquellos que han aprendido que vivir
con sabiduría es actuar basándose en principios y no dejándose llevar por los
impulsos.
¡Gracias, María, por haber hecho tan buen trabajo! Pero, sobre todo, ¡gra­
cias a ti, Jesús, por haber vivido lo que aprendiste!
Poniéndonos en contexto
Desde el primer capítulo de su carta, Santiago ha venido argumentando
que la religión tiene que ver ineludiblemente con la práctica de buenas obras.
Estas, como lo desarrolló en su capítulo 2, evidencian la autenticidad de la fe.
8. Un antídoto procedente del cielo *91
Ahora, al llegar a este punto de su libro, nos dirá que este tipo de obras tam­
bién son la evidencia de una sabiduría genuina, que se distingue por buscar,
como fruto ideal, la paz. Acompáñeme y consideremos juntos algunos deta­
lles al respecto.
¿Qué es ser sabio?
«¿Quién es sabio y entendido entre vosotros?» (San. 3: 13). Santiago ya
nos ha dado parte de la respuesta cuando nos dijo que si alguien necesita sa­
biduría, ha de pedirla a Dios (San. 1: 5). Por lo tanto, en un sentido muv ele
mental, podemos decir que sabio es aquel que pide y recibe dicha virtud de
Dios. No obstante, dado que la pregunta de este versículo aparece en el con­
texto de los problemas que los seres humanos provocamos al no controlar
nuestras palabras, nuestro autor añade entonces una segunda parte a su res­
puesta: sabio es aquel que, mediante «su buena conducta» es capaz de demos­
trar la humildad que la «sabiduría le da» (San. 3: 13, DHH).
Que nuestro autor relacione la buena conducta con la sabiduría es algo
que se entiende al recordar que, en el pensamiento judío, la sabiduría no es
algo teórico, sino algo sumamente práctico. Teniendo en cuenta que el propó­
sito principal de la sabiduría bíblica no es capacitarnos para dominar las cien­
cias, sino influir en nuestro comportamiento y experiencia espiritual, alguien
sabio es aquel que, al considerar y aplicar en su vida los principios divinos, se
distinguirá por decidir correctamente en todo aspecto de la vida, indepen­
dientemente de las circunstancias a las que se que enfrente. Por eso, a fin de
entender mejor este concepto, repasar un poco lo que el hombre más sabio
escribió sobre él será de gran utilidad.
Según Salomón, la sabiduría ha de contar con un ingrediente indispensa­
ble: «El principio de la sabiduría es el temor de Jehová (Pro. 1: 7; la cursiva es
nuestra). Al decirnos dos veces en su libro la estrecha relación que existe entre
«el temor de Jehová» y la sabiduría (Pro. 1: 7; 9: 10), Salomón usó dos térmi­
nos hebreos distintos para referirse a lo que en nuestras Biblias se tradujo
como "principio". Mientras que en el segundo caso la palabra utilizada pone
el énfasis en el orden o la secuencia (ser el primero de una serie), la primera
tiene que ver, más bien, con la importancia. Tan significativo detalle nos su­
giere que «el temor de Jehová» no solo es el punto de partida o el primer paso
92 • Santiago. Un hermano de Jesús nos enseña a vivir la fe
en busca de la sabiduría, sino también un requisito importantísimo e indis­
pensable para obtenerla.
Pero, ¿qué significa entonces la expresión «el temor de Jehová»? ¿Qué es
lo que de verdad tenían en mente los autores bíblicos al utilizarla? No sé si ha
sido su caso, pero siendo un niño, a menudo pensé que dicha frase significaba
algo más que tenerle miedo a un Ser que, dado su poder y grandeza, podría
intimidar a cualquiera. Sin embargo, aunque me negaba a pensar en un Dios
que infundiera miedo, no recuerdo haber resuelto plenamente aquella incóg­
nita en mi mente.
Hoy en día, esto ha cambiado, ya que leer la Biblia con mayor deteni­
miento me ha ayudado a comprender que «el temor de», no significa necesa­
riamente «temor a». Los siguientes versículos lo ilustran bien:
• «El temor de Jehová es limpio, que permanece para siempre; los juicios
de Jehová son verdad, todos justos» (Sal. 19: 9).
• «En el temor de Jehová está la fuerte confianza; y esperanza tendrán sus
hijos» (Pro. 14: 26).
• «El temor de Jehová es aborrecer el mal» (Pro. 8: 13).
Por ello, lejos de amedrentar a nadie, este temor prolonga la existencia
(Pro. 14: 27) y nos aleja del mal (Pro. 16: 6). De ahí que se nos recomiende
«perseverar en él» (Pro. 23: 17).
Tan significativa evidencia deja claro que este concepto no es en absoluto
negativo. ¿Cómo podría serlo considerando su utilidad y todos sus benefi­
cios? Sin embargo, tan positivo como parece, es bueno aclarar que llevar a la
práctica dicho concepto no siempre ha resultado fácil.
Por ejemplo, cuando el faraón ordenó a las parteras que mataran a todo
bebé varón que naciera a los israelitas, ellas se negaron a participar de algo
que iba en contra de sus principios: «Pero las parteras temieron a Dios, y no
hicieron como les mandó el rey de Egipto, sino que preservaron la vida a los
niños. [...] Y por haber las parteras temido a Dios, él prosperó sus familias»
(Éxo. 1: 17, 21; la cursiva es nuestra).
El riesgo que afrontaron aquellas valientes mujeres nos enseña que temer
a Jehová implica lealtad. Sí, lealtad a los principios, así como el correspon­
diente valor para no practicar algo que, aunque pudiera ser popular o hasta
obligatorio, vaya en contra de lo que la Palabra de Dios dice (Hech. 5: 29).
Reiterando el hecho de que «temer a Jehová» no siempre será lo más fácil,
pero que definitivamente tiene que ver con nuestra lealtad a El, que Abraham
8. Un antídoto procedente del cielo • 93
obedeciera el mandato de sacrificar a su hijo es otro gran ejemplo de lo que
venimos diciendo. Pudiendo haberse negado a obedecer, Abraham decidió
seguir al pie de la letra las instrucciones que Dios le había dado. Y aunque no
entendía por qué se le había hecho semejante petición, conocía tan bien a
Dios y lo amaba hasta tal punto que su confianza en él manifestó ser absolu­
ta; decisión que el Señor reconoció al decirle: «No extiendas tu mano sobre el
muchacho, ni le hagas nada; porque ya conozco que temes a Dios, por cuanto
no me rehusaste tu hijo, tu único» (Gén 22: 12; la cursiva es nuestra).
Por lo tanto, además de producir una lealtad a toda prueba, el «temor de
Jehová» se distingue también por llevarnos a desarrollar una confianza plena en
Dios. Por difíciles de alcanzar que parezcan, ambas características están a nues­
tro alcance si mantenemos una estrecha relación con la fuente de «toda buena
dádiva» (Sant. 1:17), con Aquel que es la fuente de la auténtica sabiduría: «Yo, la
Sabiduría, habito con la cordura y tengo la ciencia de los consejos. [...] Yo amo a
los que me aman, y me hallan los que temprano me buscan» (Pro. 8: 12, 17; note
que el «temor de Jehová» también se menciona en el vers. 13).
Esto me lleva a recordar la ocasión en que un padre se me acercó para pre­
guntar mi opinión sobre una decisión que había tomado recientemente. Uno
de sus hijos estaba apunto de acceder a la universidad y el examen que tenía
que realizar para ser admitido en ella estaba fijado en sábado. Después de razo­
narlo un tiempo, la decisión que tomó fue que su hijo se presentara el sábado
programado a dicho examen. Al fin y al cabo, solo sería una vez y, seguramen­
te (al parecer lo más importante para él), Dios lo entendería; decisión que si­
guió justificando, según puede imaginar, con expresiones tales como: «El Señor
conoce mi corazón, sabe que mis motivos fueron buenos», etcétera.
Según usted, ¿esta decisión encaja con los parámetros bíblicos de la sabi­
duría que acabamos de ver? ¿No? A mí, tampoco. Sin embargo, aunque inten­
té explicarle lo mejor que pude qué enseña Proverbios sobre tomar decisiones
sabias, temo que aquel sincero padre no haya quedado convencido de la im­
portancia de decidir teniendo en cuenta la sabiduría bíblica.
En efecto, puesto que la sabiduría bíblica tiene al temor de Jehová como
su elemento inicial y más importante, esta ha de evidenciarse tanto en nuestra
forma de tomar decisiones como también en nuestra conducta. Por lo tanto, des­
de la perspectiva de Santiago, vivir sabiamente, incluye algo más: «¿Quién es
sabio y entendido entre vosotros? Muestre por la buena conducta sus obras en
sabia mansedumbre» (San. 3: 13; la cursiva es nuestra).
94 • Santiago. Un hermano de Jesús nos enseña a vivir la fe
Además de la obediencia a los principios bíblicos, nuestro autor destaca
que la mansedumbre o humildad (como también puede traducirse esta pala­
bra) es otro rasgo importante de la sabiduría. Siendo que una persona humil­
de es aquella que tiene una percepción correcta de sí misma, esta característi­
ca ciertamente la hace consciente de sus defectos y limitaciones, pero también
le permite identificar cuál es la verdadera fuente de la perfección.1Una perso­
na «humilde», entonces, no es alguien con baja estima, sino «alguien que se
conoce a sí mismo en relación con el conocimiento que tiene de Dios».2 El
sabio, por lo tanto, es humilde porque es consciente de sus desaciertos y por­
que sabe que, sin la sabiduría que proviene de Dios, la mayoría de las veces
decidiría erróneamente.
Por eso Santiago dice que la mansedumbre o humildad también es un
ingrediente necesario para escuchar y atender las amonestaciones divinas:
«Por lo cual, desechando toda inmundicia y abundancia de malicia, recibid
con mansedumbre la palabra implantada, la cual puede salvar vuestras almas»
(San. 1: 21; la cursiva es nuestra).
Así, debido a que ha aceptado con mansedumbre la Palabra de Dios, cuyo
poder es capaz de transformar su vida entera, el cristiano es alguien que con­
trola su lengua y no alguien a quien impulsa la ira o provoca contiendas (San.
1: 19-21). Y es que al saber perfectamente que, pese a ser apenas un punto en el
universo, Cristo dio su vida por nosotros, ser sabio implica también tomar con
humildad la decisión de tratarnos unos a otros como Jesús nos trató a nosotros.
Esto es así porque, cuanto más se aprende del universo, tanto más dismi­
nuye el falso y egoísta concepto que se tiene de uno mismo. Tomemos, por
ejemplo, el hecho de que una moneda pequeña sostenida entre los dedos y
con el brazo extendido podría ocultar de nuestra vista unos quince millones
de estrellas, siempre que nuestros ojos pudiesen ver con ese poder. Nada más
la galaxia, Andrómeda está lo bastante cerca de nosotros (¡solo dos millones
de años luz!) como para que podamos verla a simple vista. Y aunque ya apa­
recía en los mapas estelares mucho antes de la invención del telescopio, hasta
hace muy poco nadie sabía que aquella pequeña burbuja de luz marcaba la
presencia de otra galaxia que es dos veces más grande que la nuestra, ni que
fuese el hogar de un trillón de estrellas.
Por otro lado, una de las razones por las cuales el cielo nocturno perma­
nece oscuro a pesar de la presencia de tantos cuerpos luminosos, es que todas
las galaxias se alejan unas de otras a una velocidad impresionante. Según los
expertos, para el día de mañana, algunas galaxias se habrán alejado a cuaren­
8. Un antídoto procedente del cielo *95
ta y ocho millones de kilómetros más de nosotros, ya que en el tiempo que
me lleva escribir esta frase ya se han separado unos ocho mil kilómetros.
Comparado con la grandeza del poder de nuestro de Dios que todo esto
refleja, el tamaño de nuestro ego ciertamente no debería ser mucho. Y como
tampoco lo es nuestra capacidad para practicar la sabiduría bíblica, Santiago
no solo nos da más detalles de sus características, sino que también reitera la
fuente donde podemos obtenerla: «Pero la sabiduría que es de lo alto es pri­
meramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y
de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía» (San. 3: 17).
Tan importante como saber que el antídoto contra los peligros de la len­
gua es la sabiduría, aquella que al ser un concepto sumamente práctico mani­
fiesta todas estas características. Santiago, asimismo, espera que nunca olvi­
demos que ella, al igual que el nuevo nacimiento, procede «de lo alto».3
Atendiendo a que se hace visible al ser practicada con humildad y por los
buenos frutos que produce, quienes se guíen por la sabiduría vindicarán las
palabras de Cristo: «Pero la sabiduría queda demostrada por los que la siguen»
(Luc. 7: 35, NVI).
Cuidado con ias imitaciones
Tratando de expresarlo de la manera más simple posible, Santiago nos
dirá a continuación que un comportamiento opuesto al que ha estado descri­
biendo no puede provenir del cielo: «Pero si tenéis celos amargos y rivalidad
en vuestro corazón, no os jactéis ni mintáis contra la verdad. No es esta la
sabiduría que desciende de lo alto, sino que es terrenal, animal, diabólica,
pues donde hay celos y rivalidad, allí hay perturbación y toda obra perversa»
(San. 3: 14-16).4
En abierto contraste con la bíblica, la sabiduría humana es la práctica de
tomar decisiones basadas en el uso de los sentidos, la lógica y la capacidad
intelectual de la persona. Pero, siendo que este tipo de sabiduría no logra en­
tender las realidades y principios espirituales y los requerimientos divinos, es
lógico que este tipo de sabiduría esté lleno de desaciertos y se caracterice por
una conducta amenazada permanentemente por las emociones, las circuns­
tancias y las tentaciones.
Asumiendo nuestra naturaleza caída, por sabiduría diabólica Santiago se
refiere, pues, a aquel orden de ideas que tienen su origen en el enemigo y son
96 • Santiago. Un hermano de Jesús nos enseña a vivir la fe
instigadas por él. Dado que sus propósitos están orientados hacia el mal, este
tipo de sabiduría alienta conductas malvadas y abiertamente contrarias a la
voluntad divina, conductas que, en el caso de la iglesia a la que se dirige nues­
tro autor, se manifestaron específicamente en conflictos y rivalidad entre sus
miembros. Ello era común en las relaciones interpersonales y que, al suceder
lamentablemente también en otras iglesias, los autores del Nuevo Testamento
amonestaron con frecuencia: «Nada hagáis por rivalidad o por vanidad; antes
bien, con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él
mismo» (Fil. 2: 3, vea también Rom. 2: 8; 2 Cor. 12: 20; Gál. 5: 20; Fil. 1: 17).
En el caso de los primeros de lectores de nuestra epístola, esa amonestación
fue mucho más severa debido a que, aparentemente, llevaron sus rivalidades a un
grado extremo y peligroso: «¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vo­
sotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros?
Codiciáis y no tenéis; matáis y ardéis de envidia y nada podéis alcanzar; comba­
tís y lucháis, pero no tenéis lo que deseáis, porque no pedís» (San. 4: 1, 2).5
Este producto es nocivo para su salud
Dejándose llevar por el apasionamiento, la conducta de los cristianos a
los que Santiago se dirige vino a ser lo opuesto al espíritu pacificador que se
esperaba que tuvieran (San. 3: 18). Únicamente estaban interesados en satis­
facer sus deseos y su codicia los llevó al conflicto. Y es que, históricamente, las
consecuencias que origina el impulso por satisfacer los deseos del ser huma­
no han sido negativas. Tal es la razón por la que Filón de Alejandría, además
de creer que el culmen de los Diez Mandamientos es la prohibición de codi­
ciar porque esa es la peor de todas las pasiones del alma, también declaró:
«¿No es por esta pasión por lo que se rompen las relaciones y se cambia la
buena voluntad natural en enemistad desesperada; y los países grandes y po­
pulosos quedan desolados por cuestiones domésticas; y tierra y mar se llenan
de nuevos desastres de batallas navales y campos de batalla? Porque las famo­
sas y trágicas guerras... todas surgieron de la misma fuente: el deseo de dinero,
o de gloria, o de placer. Estas son las cosas que enloquecen a la humanidad».6
Puesto que sus deseos egoístas eran la raíz de las divisiones entre ellos, al
parecer, varios miembros de la iglesia para la que se escribió esto habían lle­
gado a levantar su mano, si no contra sus hermanos, sí contra quienes se in­
terponían en sus designios para alcanzar lo que deseaban.7Uniéndose al gru­
8. Un antídoto procedente del cielo • 97
po conocido como los “zelotes",8al menos algunos de estos cristianos parecen
haber llegado a la conclusión de que Dios no les respondía y, por ello, decidie­
ron optar por la espada.9
Fuera este el caso o no, la enseñanza de no actuar impulsados por los
celos es aplicable para todos los que en algún momento nos hemos dejado
llevar por ellos, incluidos Santiago y sus hermanos:
Jesús amaba a sus hermanos y los trataba con bondad inagotable; pero ellos
sentían celos de él y manifestaban la incredulidad y el desprecio más deci­
didos. [...] Poseia una dignidad e individualidad completamente distintas
del orgullo y arrogancia terrenales; no contendía por la grandeza mundanal;
y estaba contento aun en la posición más humilde. Esto airaba a sus herma­
nos. No podían explicar su constante serenidad bajo las pruebas y las priva­
ciones.10
Era obvio que al fomentar un ambiente así, caracterizado por la envidia
e incluso la violencia, los lectores de Santiago no podían esperar que Dios
respondiera sus peticiones: «Pedís, pero no recibís, porque pedís mal, para
gastar en vuestros deleites» (San. 4: 3). El contexto era propicio para las que,
tal vez, sean las palabras más fuertes que Santiago les dirige: «¡Adúlteros!, ¿no
sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues,
que quiera ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios» (vers. 4).11
Recurriendo a la metáfora de una mujer adúltera, frecuentemente usada
por los profetas para denunciar el comportamiento impío del pueblo israelita,
Santiago espera mover al arrepentimiento a sus lectores. Pero, ¿de qué debían
arrepentirse? De que, en lugar de ver a Dios como su amigo y comportarse
como tal (vea San. 2:23), sus equivocados intereses los han llevado a amistar­
se con el mundo y, lo peor de todo, con Satanás (San. 4: 4-6).
Anhelando que sus lectores reaccionen y dejen tan equivocada actitud,
Santiago los exhorta urgentemente con una ráfaga de diez imperativos (vers.
7-10), siendo el primero de ellos, sin duda, el más conocido y el único que
hará posible cumplir con el resto de ellos: «Someteos, pues, a Dios; resistid al
diablo, y huirá de vosotros».12
Ya que el único antídoto para cambiar esta situación sigue siendo la gra­
cia de Dios, someterse, acercarse, afligirse y humillarse ante Dios era la única
forma de manifestar que estaban dispuestos de verdad a recibirla: «Pero él da
mayor gracia. Por esto dice: 'Dios resiste a los soberbios y da gracia a los hu­
mildes". [...] Humillaos delante del Señor y él os exaltará» (San. 4: 10).
98 • Santiago. Un hermano de Jesús nos enseña a vivir la fe
En cierta ocasión, estando de visita en una ciudad de los Estados Unidos,
me sorprendió la gran cantidad de anuncios de terrenos en venta que jalonaban
las calles. Mi anfitrión me dijo que esto se debía a la crisis financiera por la que
pasaba aquel lugar. Algunos comenzaron a sacar provecho de aquella situación,
al menos bromeando sobre ella. Mientras que los letreros colocados en las cer­
cas que protegían aquellos terrenos decían en inglés: «For sale, no lease» ("En
venta, no se alquila"), ingeniosamente algunos preferían «traducirlos» en su
mente como: «Jór-sale, no le ase!» (Entiéndase: «¡fuérzale, no hay problema!»),
"provechosa" orden que, de no haber sido por las grandes cadenas que asegura­
ban aquellas cercas, ciertamente muchos habrían acatado felices.
Si tenemos en cuenta que dejarnos llevar por nuestros deseos egoístas
puede hacer que tomemos a la ligera e incluso pisoteemos los derechos de los
demás, es imperativo hacer caso a lo que Santiago y otros autores bíblicos nos
dicen. Sometamos nuestra voluntad a Dios, no al mundo, y elijamos deleitar­
nos solo en él: «Deléitate asimismo en Jehová y él te concederá las peticiones
de tu corazón» (Sal. 37: 4). Hacerlo será, sin duda, actuar con la sabiduría
procedente del cielo.
Referencias
1. Siendo que la meta a alcanzares la práctica de la religión auténtica, «el camino hacia la perfección», para
Santiago, pasa por la fe (San. 1: 3-6; 2:22-24), la obediencia (2: 8-12) y las obras de amor (2: 14-18), pero
también por la sabiduría (3: 13-18), virtud que, a la práctica, engloba todo lo anterior y cuya manifesta­
ción natural y evidente, en la iglesia, es la paz.
2. Cassese, pág. 23.
3. Una de las siete características que Santiago menciona de la sabiduría, en efecto, es que proviene de
anothen, la misma palabra usada por Cristo al decirle a Nicodemo: «De cierto, de cierto te digo que el que
no nace de nuevo no puede ver el reino de Dios» (Juan 3: 3; la cursiva es nuestra).
4 Por ejemplo, la palabra 'rivalidad' originalmente se refería a cualquier trabajo remunerado, pero al in­
troducirse su uso en la política, esta llegó a describir la ambición egoísta que no busca más que el propio
encumbramiento, que está dispuesta a utilizar cualquier medio para conseguir sus propósitos.
5. La palabra traducida como «pasiones» tiene el mismo origen que la palabra 'hedonismo', doctrina filo­
sófica de origen griego que se basa en la búsqueda del placer y la supresión del sufrimiento, cuyo objeti­
vo es satisfacer los deseos personales, sin importar los intereses de los demás.
6. «Luciano escribe: 'Todos los males que le vienen al hombre (revoluciones y guerras, asechanzas y ma­
tanzas) surgen del deseo. Todas estas cosas proceden del manantial del deseo de más*. Platón escribe:
'La sola causa de las guerras y revoluciones y batallas no es otra que el cuerpo y sus deseos', Y Cicerón;
'Son los deseos insaciables los que trastornan, no solo a las personas, sino a familias enteras, y que
hasta demuelen el estado. De los deseos surgen los odios, divisiones, discordias, sediciones y guerras»
(Barclay, pág. 957).
7. Las amenazas de homicidio no eran ajenas al vocabulario usado por personas altamente religiosas, Tal
era el caso de Pablo, antes de su conversión (Hech. 9: 1),
8. No es raro que la reacción natural haya sido el crimen o encauzar este coraje hacia la violencia involu­
crándose así en las revueltas promovidas por movimientos activistas revolucionarios como los «zelotes»
y los «sicarios» (cualquier parecido con la realidad no es mera coincidencia), movimientos que no solo
estaban contra Roma, sino específicamente contra los plutócratas (un sistema de gobierno en el que el
8. Un antídoto procedente deí cielo • 99
poder está en quienes poseen las fuentes de riqueza), a quienes veían como enemigos políticos sociales
económicos y nacionales y de quienes Santiago hablará en el capítulo 5. En efecto, dado que en el siglo
I d. C. muchos campesinos fueron despojados de sus tierras, «en Palestina, algunos de esos campesinos
dieron origen a un movimiento que, en nombre de la ley ludía, se opuso violentamente al ocupante ro
mano y a sus colaboradores. Los partidarios de ese movimiento eran llamados "zelotes"» (Flavio losefo.
La guerra de los Judíos, 4, 4, 3, citado en Becquet, pág. 53).
9. Aunque en nuestra Biblia Santiago 4: 2 dice: «Codiciáis y no tenéis; matáis y ardéis de envidia», una
traducción literal de la última parte de este pasaje sería: «Codiciáis y no tenéis; matáis y sois zelotes» o
«actuáis como zelotes». Para más al respecto, véase Maynard-Reid, pág. 178.
10. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 9, pág. 70.
11. Siendo que el pueblo de Dios es considerado en varios pasajes bíblicos como su «esposa», no resulta
extraño saber que la palabra que Santiago usa aquí en realidad es: «adúlteras». Figura de lenguaje que,
aunque chocante, señala abiertamente la infidelidad espiritual de sus lectores, pero cuyo objetivo es
instarlos a ser conscientes de su condición espiritual y rectificarla, Por su parte, John J. Schmitt en su
artículo «You Adulteresses! The Image in James 4:4» (Nowim Testamentum 28 [1986], págs. 327-337),
considera que Santiago tomó esta imagen de la literatura sapiencial, específicamente de Proverbios 30:
20. Cita en donde se describe a una mujer cuyo comportamiento es semejante precisamente al que núes
tro autor reprueba.
12. Cabe resaltar también que las órdenes de «limpiar» y «purificar» las manos (la conducta) y el corazón
(pensamientos yactitudes, San. 4: 8) son muy parecidas a las registradas en Isa. 1: 16, pero especialmen­
te tienen relación con Núm. 31 23; 2 Cró. 29:15 e Isa. 66: 17, en donde también aparecen juntas, a fin de
resaltar la pureza requerida de los sacerdotes en sus funciones ministeriales. Al dirigir estas órdenes es­
pecíficamente a los «pecadores» ya los de «doble ánimo», Santiago resalta una vez más que la condición
de sus lectores no es la idónea, aquella que él define con el término «perfección» (San. 3: 2).

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Capítulo 8 | Libro Complementario | Un antídoto procedente del cielo | Escuela Sabática

  • 1. 8 Un antídoto procedente del cielo ermíteme que te hable de María. Como ya te dije en otro momento, mi padre se casó con ella en segundas nupcias; fue la esposa de mi padre, -M- pero no mi mamá. Debido a esto, mi simpatía por a ella, en realidad no fue mucha. De hecho, si buscas en los Evangelios las veces que mis hermanos y yo aparecemos acompañándola son pocas y no se distinguen por ser propia­ mente lo que se llamarían 'momentos familiares". Por supuesto, en el caso de Jesús esto era totalmente diferente. Desde su niñez su vida se caracterizó por el respeto y el amor hacia ella. Sin embargo, tener el privilegio de ser madre del Mesías no fue algo fácil para María. Aun­ que siempre creyó de todo corazón que en su hijo se daba el cumplimiento del Salvador prometido, a menudo le resultó difícil expresar dicha convicción. Toda su vida compartió con él sus sufrimientos y fue testigo pesaroso de las pruebas que tuvo que enfrentar desde la niñez. Al mismo tiempo, al justi­ ficar la conducta de Jesús ella también se vio sometida a situaciones ingratas. Dado que ella consideraba que el tierno cuidado de la madre sobre sus hijos es de vital importancia en la formación del carácter, mis hermanos y yo, con malicia, intentamos aprovecharnos de esto para que, apelando a su ansiedad, nos hiciera caso y corrigiera las prácticas de Jesús según nuestra opinión. Sus decisiones, sin embargo, nos mostraron su gran sabiduría y, pese a ser blanco de nuestros juicios y reproches, hizo un excelente trabajo como ma­ dre: «Y Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia para con Dios y los hombres» (Luc. 2: 52). María le transmitió tan bien su sabiduría que, aunque a menudo propi­ ciara que Jesús estuviera solo, poco a poco lo llevó a entender la enorme res-
  • 2. 90 • Santiago. Un hermano de Jesús nos enseña a vivir la fe ponsabilidad por la que había venido a este mundo. Y así, convencido de que su misión era salvar a la humanidad, vivió y enseñó sobre la sabiduría de una forma que llevó a más de uno a asombrarse: «Vino a su tierra y les enseñaba en la sinagoga de ellos, de tal manera que se maravillaban y decían: "¿De dón­ de saca este esta sabiduría y estos milagros?"» (Mat. 13: 54). Hasta mis propios hermanos y yo nos asombrábamos por el conocimien­ to y la sabiduría que manifestaba al hablar con los rabinos. Sabíamos que él no había recibido instrucción de ellos, pero a menudo pudimos ver que, en cambio, era capaz de instruirlos a ellos. Tal comportamiento le acarreó, sin embargo, reacciones encontradas. Mientras que algunos procuraban su compañía y encontraban paz en su pre­ sencia, muchos lo evitaban porque su vida sin mancha era una especie de re­ prensión para sus propias acciones. En varias ocasiones fui testigo de cómo algunos muchachos lo animaron a comportarse como ellos. Les agradaba mucho su carácter alegre, pero el hecho de que fuera tan celoso de los princi­ pios les hacía perder la paciencia y lo criticaban con severidad. Ante esto, Je­ sús les contestaba con las Escrituras: «¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra» (Sal. 119: 9). La verdad es que para cada tentación tenía una respuesta basada en las Escrituras. Y aunque rara vez me reprendió específicamente por alguno de mis actos, siempre tuvo algo que decirme de parte de Dios sobre mi compor­ tamiento, especialmente al usar porciones de la Biblia como esta: «El temor del Señor es la sabiduría, y el apartarse del mal la inteligencia» (Job 28: 28). Sí, él sabía que ser sabio significaba eso efectivamente. Y gracias a que él hizo de esta convicción una práctica constante en su vida, un día entendí que no puede haber pleitos y contiendas entre aquellos que han aprendido que vivir con sabiduría es actuar basándose en principios y no dejándose llevar por los impulsos. ¡Gracias, María, por haber hecho tan buen trabajo! Pero, sobre todo, ¡gra­ cias a ti, Jesús, por haber vivido lo que aprendiste! Poniéndonos en contexto Desde el primer capítulo de su carta, Santiago ha venido argumentando que la religión tiene que ver ineludiblemente con la práctica de buenas obras. Estas, como lo desarrolló en su capítulo 2, evidencian la autenticidad de la fe.
  • 3. 8. Un antídoto procedente del cielo *91 Ahora, al llegar a este punto de su libro, nos dirá que este tipo de obras tam­ bién son la evidencia de una sabiduría genuina, que se distingue por buscar, como fruto ideal, la paz. Acompáñeme y consideremos juntos algunos deta­ lles al respecto. ¿Qué es ser sabio? «¿Quién es sabio y entendido entre vosotros?» (San. 3: 13). Santiago ya nos ha dado parte de la respuesta cuando nos dijo que si alguien necesita sa­ biduría, ha de pedirla a Dios (San. 1: 5). Por lo tanto, en un sentido muv ele mental, podemos decir que sabio es aquel que pide y recibe dicha virtud de Dios. No obstante, dado que la pregunta de este versículo aparece en el con­ texto de los problemas que los seres humanos provocamos al no controlar nuestras palabras, nuestro autor añade entonces una segunda parte a su res­ puesta: sabio es aquel que, mediante «su buena conducta» es capaz de demos­ trar la humildad que la «sabiduría le da» (San. 3: 13, DHH). Que nuestro autor relacione la buena conducta con la sabiduría es algo que se entiende al recordar que, en el pensamiento judío, la sabiduría no es algo teórico, sino algo sumamente práctico. Teniendo en cuenta que el propó­ sito principal de la sabiduría bíblica no es capacitarnos para dominar las cien­ cias, sino influir en nuestro comportamiento y experiencia espiritual, alguien sabio es aquel que, al considerar y aplicar en su vida los principios divinos, se distinguirá por decidir correctamente en todo aspecto de la vida, indepen­ dientemente de las circunstancias a las que se que enfrente. Por eso, a fin de entender mejor este concepto, repasar un poco lo que el hombre más sabio escribió sobre él será de gran utilidad. Según Salomón, la sabiduría ha de contar con un ingrediente indispensa­ ble: «El principio de la sabiduría es el temor de Jehová (Pro. 1: 7; la cursiva es nuestra). Al decirnos dos veces en su libro la estrecha relación que existe entre «el temor de Jehová» y la sabiduría (Pro. 1: 7; 9: 10), Salomón usó dos térmi­ nos hebreos distintos para referirse a lo que en nuestras Biblias se tradujo como "principio". Mientras que en el segundo caso la palabra utilizada pone el énfasis en el orden o la secuencia (ser el primero de una serie), la primera tiene que ver, más bien, con la importancia. Tan significativo detalle nos su­ giere que «el temor de Jehová» no solo es el punto de partida o el primer paso
  • 4. 92 • Santiago. Un hermano de Jesús nos enseña a vivir la fe en busca de la sabiduría, sino también un requisito importantísimo e indis­ pensable para obtenerla. Pero, ¿qué significa entonces la expresión «el temor de Jehová»? ¿Qué es lo que de verdad tenían en mente los autores bíblicos al utilizarla? No sé si ha sido su caso, pero siendo un niño, a menudo pensé que dicha frase significaba algo más que tenerle miedo a un Ser que, dado su poder y grandeza, podría intimidar a cualquiera. Sin embargo, aunque me negaba a pensar en un Dios que infundiera miedo, no recuerdo haber resuelto plenamente aquella incóg­ nita en mi mente. Hoy en día, esto ha cambiado, ya que leer la Biblia con mayor deteni­ miento me ha ayudado a comprender que «el temor de», no significa necesa­ riamente «temor a». Los siguientes versículos lo ilustran bien: • «El temor de Jehová es limpio, que permanece para siempre; los juicios de Jehová son verdad, todos justos» (Sal. 19: 9). • «En el temor de Jehová está la fuerte confianza; y esperanza tendrán sus hijos» (Pro. 14: 26). • «El temor de Jehová es aborrecer el mal» (Pro. 8: 13). Por ello, lejos de amedrentar a nadie, este temor prolonga la existencia (Pro. 14: 27) y nos aleja del mal (Pro. 16: 6). De ahí que se nos recomiende «perseverar en él» (Pro. 23: 17). Tan significativa evidencia deja claro que este concepto no es en absoluto negativo. ¿Cómo podría serlo considerando su utilidad y todos sus benefi­ cios? Sin embargo, tan positivo como parece, es bueno aclarar que llevar a la práctica dicho concepto no siempre ha resultado fácil. Por ejemplo, cuando el faraón ordenó a las parteras que mataran a todo bebé varón que naciera a los israelitas, ellas se negaron a participar de algo que iba en contra de sus principios: «Pero las parteras temieron a Dios, y no hicieron como les mandó el rey de Egipto, sino que preservaron la vida a los niños. [...] Y por haber las parteras temido a Dios, él prosperó sus familias» (Éxo. 1: 17, 21; la cursiva es nuestra). El riesgo que afrontaron aquellas valientes mujeres nos enseña que temer a Jehová implica lealtad. Sí, lealtad a los principios, así como el correspon­ diente valor para no practicar algo que, aunque pudiera ser popular o hasta obligatorio, vaya en contra de lo que la Palabra de Dios dice (Hech. 5: 29). Reiterando el hecho de que «temer a Jehová» no siempre será lo más fácil, pero que definitivamente tiene que ver con nuestra lealtad a El, que Abraham
  • 5. 8. Un antídoto procedente del cielo • 93 obedeciera el mandato de sacrificar a su hijo es otro gran ejemplo de lo que venimos diciendo. Pudiendo haberse negado a obedecer, Abraham decidió seguir al pie de la letra las instrucciones que Dios le había dado. Y aunque no entendía por qué se le había hecho semejante petición, conocía tan bien a Dios y lo amaba hasta tal punto que su confianza en él manifestó ser absolu­ ta; decisión que el Señor reconoció al decirle: «No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada; porque ya conozco que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste tu hijo, tu único» (Gén 22: 12; la cursiva es nuestra). Por lo tanto, además de producir una lealtad a toda prueba, el «temor de Jehová» se distingue también por llevarnos a desarrollar una confianza plena en Dios. Por difíciles de alcanzar que parezcan, ambas características están a nues­ tro alcance si mantenemos una estrecha relación con la fuente de «toda buena dádiva» (Sant. 1:17), con Aquel que es la fuente de la auténtica sabiduría: «Yo, la Sabiduría, habito con la cordura y tengo la ciencia de los consejos. [...] Yo amo a los que me aman, y me hallan los que temprano me buscan» (Pro. 8: 12, 17; note que el «temor de Jehová» también se menciona en el vers. 13). Esto me lleva a recordar la ocasión en que un padre se me acercó para pre­ guntar mi opinión sobre una decisión que había tomado recientemente. Uno de sus hijos estaba apunto de acceder a la universidad y el examen que tenía que realizar para ser admitido en ella estaba fijado en sábado. Después de razo­ narlo un tiempo, la decisión que tomó fue que su hijo se presentara el sábado programado a dicho examen. Al fin y al cabo, solo sería una vez y, seguramen­ te (al parecer lo más importante para él), Dios lo entendería; decisión que si­ guió justificando, según puede imaginar, con expresiones tales como: «El Señor conoce mi corazón, sabe que mis motivos fueron buenos», etcétera. Según usted, ¿esta decisión encaja con los parámetros bíblicos de la sabi­ duría que acabamos de ver? ¿No? A mí, tampoco. Sin embargo, aunque inten­ té explicarle lo mejor que pude qué enseña Proverbios sobre tomar decisiones sabias, temo que aquel sincero padre no haya quedado convencido de la im­ portancia de decidir teniendo en cuenta la sabiduría bíblica. En efecto, puesto que la sabiduría bíblica tiene al temor de Jehová como su elemento inicial y más importante, esta ha de evidenciarse tanto en nuestra forma de tomar decisiones como también en nuestra conducta. Por lo tanto, des­ de la perspectiva de Santiago, vivir sabiamente, incluye algo más: «¿Quién es sabio y entendido entre vosotros? Muestre por la buena conducta sus obras en sabia mansedumbre» (San. 3: 13; la cursiva es nuestra).
  • 6. 94 • Santiago. Un hermano de Jesús nos enseña a vivir la fe Además de la obediencia a los principios bíblicos, nuestro autor destaca que la mansedumbre o humildad (como también puede traducirse esta pala­ bra) es otro rasgo importante de la sabiduría. Siendo que una persona humil­ de es aquella que tiene una percepción correcta de sí misma, esta característi­ ca ciertamente la hace consciente de sus defectos y limitaciones, pero también le permite identificar cuál es la verdadera fuente de la perfección.1Una perso­ na «humilde», entonces, no es alguien con baja estima, sino «alguien que se conoce a sí mismo en relación con el conocimiento que tiene de Dios».2 El sabio, por lo tanto, es humilde porque es consciente de sus desaciertos y por­ que sabe que, sin la sabiduría que proviene de Dios, la mayoría de las veces decidiría erróneamente. Por eso Santiago dice que la mansedumbre o humildad también es un ingrediente necesario para escuchar y atender las amonestaciones divinas: «Por lo cual, desechando toda inmundicia y abundancia de malicia, recibid con mansedumbre la palabra implantada, la cual puede salvar vuestras almas» (San. 1: 21; la cursiva es nuestra). Así, debido a que ha aceptado con mansedumbre la Palabra de Dios, cuyo poder es capaz de transformar su vida entera, el cristiano es alguien que con­ trola su lengua y no alguien a quien impulsa la ira o provoca contiendas (San. 1: 19-21). Y es que al saber perfectamente que, pese a ser apenas un punto en el universo, Cristo dio su vida por nosotros, ser sabio implica también tomar con humildad la decisión de tratarnos unos a otros como Jesús nos trató a nosotros. Esto es así porque, cuanto más se aprende del universo, tanto más dismi­ nuye el falso y egoísta concepto que se tiene de uno mismo. Tomemos, por ejemplo, el hecho de que una moneda pequeña sostenida entre los dedos y con el brazo extendido podría ocultar de nuestra vista unos quince millones de estrellas, siempre que nuestros ojos pudiesen ver con ese poder. Nada más la galaxia, Andrómeda está lo bastante cerca de nosotros (¡solo dos millones de años luz!) como para que podamos verla a simple vista. Y aunque ya apa­ recía en los mapas estelares mucho antes de la invención del telescopio, hasta hace muy poco nadie sabía que aquella pequeña burbuja de luz marcaba la presencia de otra galaxia que es dos veces más grande que la nuestra, ni que fuese el hogar de un trillón de estrellas. Por otro lado, una de las razones por las cuales el cielo nocturno perma­ nece oscuro a pesar de la presencia de tantos cuerpos luminosos, es que todas las galaxias se alejan unas de otras a una velocidad impresionante. Según los expertos, para el día de mañana, algunas galaxias se habrán alejado a cuaren­
  • 7. 8. Un antídoto procedente del cielo *95 ta y ocho millones de kilómetros más de nosotros, ya que en el tiempo que me lleva escribir esta frase ya se han separado unos ocho mil kilómetros. Comparado con la grandeza del poder de nuestro de Dios que todo esto refleja, el tamaño de nuestro ego ciertamente no debería ser mucho. Y como tampoco lo es nuestra capacidad para practicar la sabiduría bíblica, Santiago no solo nos da más detalles de sus características, sino que también reitera la fuente donde podemos obtenerla: «Pero la sabiduría que es de lo alto es pri­ meramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía» (San. 3: 17). Tan importante como saber que el antídoto contra los peligros de la len­ gua es la sabiduría, aquella que al ser un concepto sumamente práctico mani­ fiesta todas estas características. Santiago, asimismo, espera que nunca olvi­ demos que ella, al igual que el nuevo nacimiento, procede «de lo alto».3 Atendiendo a que se hace visible al ser practicada con humildad y por los buenos frutos que produce, quienes se guíen por la sabiduría vindicarán las palabras de Cristo: «Pero la sabiduría queda demostrada por los que la siguen» (Luc. 7: 35, NVI). Cuidado con ias imitaciones Tratando de expresarlo de la manera más simple posible, Santiago nos dirá a continuación que un comportamiento opuesto al que ha estado descri­ biendo no puede provenir del cielo: «Pero si tenéis celos amargos y rivalidad en vuestro corazón, no os jactéis ni mintáis contra la verdad. No es esta la sabiduría que desciende de lo alto, sino que es terrenal, animal, diabólica, pues donde hay celos y rivalidad, allí hay perturbación y toda obra perversa» (San. 3: 14-16).4 En abierto contraste con la bíblica, la sabiduría humana es la práctica de tomar decisiones basadas en el uso de los sentidos, la lógica y la capacidad intelectual de la persona. Pero, siendo que este tipo de sabiduría no logra en­ tender las realidades y principios espirituales y los requerimientos divinos, es lógico que este tipo de sabiduría esté lleno de desaciertos y se caracterice por una conducta amenazada permanentemente por las emociones, las circuns­ tancias y las tentaciones. Asumiendo nuestra naturaleza caída, por sabiduría diabólica Santiago se refiere, pues, a aquel orden de ideas que tienen su origen en el enemigo y son
  • 8. 96 • Santiago. Un hermano de Jesús nos enseña a vivir la fe instigadas por él. Dado que sus propósitos están orientados hacia el mal, este tipo de sabiduría alienta conductas malvadas y abiertamente contrarias a la voluntad divina, conductas que, en el caso de la iglesia a la que se dirige nues­ tro autor, se manifestaron específicamente en conflictos y rivalidad entre sus miembros. Ello era común en las relaciones interpersonales y que, al suceder lamentablemente también en otras iglesias, los autores del Nuevo Testamento amonestaron con frecuencia: «Nada hagáis por rivalidad o por vanidad; antes bien, con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo» (Fil. 2: 3, vea también Rom. 2: 8; 2 Cor. 12: 20; Gál. 5: 20; Fil. 1: 17). En el caso de los primeros de lectores de nuestra epístola, esa amonestación fue mucho más severa debido a que, aparentemente, llevaron sus rivalidades a un grado extremo y peligroso: «¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vo­ sotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros? Codiciáis y no tenéis; matáis y ardéis de envidia y nada podéis alcanzar; comba­ tís y lucháis, pero no tenéis lo que deseáis, porque no pedís» (San. 4: 1, 2).5 Este producto es nocivo para su salud Dejándose llevar por el apasionamiento, la conducta de los cristianos a los que Santiago se dirige vino a ser lo opuesto al espíritu pacificador que se esperaba que tuvieran (San. 3: 18). Únicamente estaban interesados en satis­ facer sus deseos y su codicia los llevó al conflicto. Y es que, históricamente, las consecuencias que origina el impulso por satisfacer los deseos del ser huma­ no han sido negativas. Tal es la razón por la que Filón de Alejandría, además de creer que el culmen de los Diez Mandamientos es la prohibición de codi­ ciar porque esa es la peor de todas las pasiones del alma, también declaró: «¿No es por esta pasión por lo que se rompen las relaciones y se cambia la buena voluntad natural en enemistad desesperada; y los países grandes y po­ pulosos quedan desolados por cuestiones domésticas; y tierra y mar se llenan de nuevos desastres de batallas navales y campos de batalla? Porque las famo­ sas y trágicas guerras... todas surgieron de la misma fuente: el deseo de dinero, o de gloria, o de placer. Estas son las cosas que enloquecen a la humanidad».6 Puesto que sus deseos egoístas eran la raíz de las divisiones entre ellos, al parecer, varios miembros de la iglesia para la que se escribió esto habían lle­ gado a levantar su mano, si no contra sus hermanos, sí contra quienes se in­ terponían en sus designios para alcanzar lo que deseaban.7Uniéndose al gru­
  • 9. 8. Un antídoto procedente del cielo • 97 po conocido como los “zelotes",8al menos algunos de estos cristianos parecen haber llegado a la conclusión de que Dios no les respondía y, por ello, decidie­ ron optar por la espada.9 Fuera este el caso o no, la enseñanza de no actuar impulsados por los celos es aplicable para todos los que en algún momento nos hemos dejado llevar por ellos, incluidos Santiago y sus hermanos: Jesús amaba a sus hermanos y los trataba con bondad inagotable; pero ellos sentían celos de él y manifestaban la incredulidad y el desprecio más deci­ didos. [...] Poseia una dignidad e individualidad completamente distintas del orgullo y arrogancia terrenales; no contendía por la grandeza mundanal; y estaba contento aun en la posición más humilde. Esto airaba a sus herma­ nos. No podían explicar su constante serenidad bajo las pruebas y las priva­ ciones.10 Era obvio que al fomentar un ambiente así, caracterizado por la envidia e incluso la violencia, los lectores de Santiago no podían esperar que Dios respondiera sus peticiones: «Pedís, pero no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites» (San. 4: 3). El contexto era propicio para las que, tal vez, sean las palabras más fuertes que Santiago les dirige: «¡Adúlteros!, ¿no sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios» (vers. 4).11 Recurriendo a la metáfora de una mujer adúltera, frecuentemente usada por los profetas para denunciar el comportamiento impío del pueblo israelita, Santiago espera mover al arrepentimiento a sus lectores. Pero, ¿de qué debían arrepentirse? De que, en lugar de ver a Dios como su amigo y comportarse como tal (vea San. 2:23), sus equivocados intereses los han llevado a amistar­ se con el mundo y, lo peor de todo, con Satanás (San. 4: 4-6). Anhelando que sus lectores reaccionen y dejen tan equivocada actitud, Santiago los exhorta urgentemente con una ráfaga de diez imperativos (vers. 7-10), siendo el primero de ellos, sin duda, el más conocido y el único que hará posible cumplir con el resto de ellos: «Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y huirá de vosotros».12 Ya que el único antídoto para cambiar esta situación sigue siendo la gra­ cia de Dios, someterse, acercarse, afligirse y humillarse ante Dios era la única forma de manifestar que estaban dispuestos de verdad a recibirla: «Pero él da mayor gracia. Por esto dice: 'Dios resiste a los soberbios y da gracia a los hu­ mildes". [...] Humillaos delante del Señor y él os exaltará» (San. 4: 10).
  • 10. 98 • Santiago. Un hermano de Jesús nos enseña a vivir la fe En cierta ocasión, estando de visita en una ciudad de los Estados Unidos, me sorprendió la gran cantidad de anuncios de terrenos en venta que jalonaban las calles. Mi anfitrión me dijo que esto se debía a la crisis financiera por la que pasaba aquel lugar. Algunos comenzaron a sacar provecho de aquella situación, al menos bromeando sobre ella. Mientras que los letreros colocados en las cer­ cas que protegían aquellos terrenos decían en inglés: «For sale, no lease» ("En venta, no se alquila"), ingeniosamente algunos preferían «traducirlos» en su mente como: «Jór-sale, no le ase!» (Entiéndase: «¡fuérzale, no hay problema!»), "provechosa" orden que, de no haber sido por las grandes cadenas que asegura­ ban aquellas cercas, ciertamente muchos habrían acatado felices. Si tenemos en cuenta que dejarnos llevar por nuestros deseos egoístas puede hacer que tomemos a la ligera e incluso pisoteemos los derechos de los demás, es imperativo hacer caso a lo que Santiago y otros autores bíblicos nos dicen. Sometamos nuestra voluntad a Dios, no al mundo, y elijamos deleitar­ nos solo en él: «Deléitate asimismo en Jehová y él te concederá las peticiones de tu corazón» (Sal. 37: 4). Hacerlo será, sin duda, actuar con la sabiduría procedente del cielo. Referencias 1. Siendo que la meta a alcanzares la práctica de la religión auténtica, «el camino hacia la perfección», para Santiago, pasa por la fe (San. 1: 3-6; 2:22-24), la obediencia (2: 8-12) y las obras de amor (2: 14-18), pero también por la sabiduría (3: 13-18), virtud que, a la práctica, engloba todo lo anterior y cuya manifesta­ ción natural y evidente, en la iglesia, es la paz. 2. Cassese, pág. 23. 3. Una de las siete características que Santiago menciona de la sabiduría, en efecto, es que proviene de anothen, la misma palabra usada por Cristo al decirle a Nicodemo: «De cierto, de cierto te digo que el que no nace de nuevo no puede ver el reino de Dios» (Juan 3: 3; la cursiva es nuestra). 4 Por ejemplo, la palabra 'rivalidad' originalmente se refería a cualquier trabajo remunerado, pero al in­ troducirse su uso en la política, esta llegó a describir la ambición egoísta que no busca más que el propio encumbramiento, que está dispuesta a utilizar cualquier medio para conseguir sus propósitos. 5. La palabra traducida como «pasiones» tiene el mismo origen que la palabra 'hedonismo', doctrina filo­ sófica de origen griego que se basa en la búsqueda del placer y la supresión del sufrimiento, cuyo objeti­ vo es satisfacer los deseos personales, sin importar los intereses de los demás. 6. «Luciano escribe: 'Todos los males que le vienen al hombre (revoluciones y guerras, asechanzas y ma­ tanzas) surgen del deseo. Todas estas cosas proceden del manantial del deseo de más*. Platón escribe: 'La sola causa de las guerras y revoluciones y batallas no es otra que el cuerpo y sus deseos', Y Cicerón; 'Son los deseos insaciables los que trastornan, no solo a las personas, sino a familias enteras, y que hasta demuelen el estado. De los deseos surgen los odios, divisiones, discordias, sediciones y guerras» (Barclay, pág. 957). 7. Las amenazas de homicidio no eran ajenas al vocabulario usado por personas altamente religiosas, Tal era el caso de Pablo, antes de su conversión (Hech. 9: 1), 8. No es raro que la reacción natural haya sido el crimen o encauzar este coraje hacia la violencia involu­ crándose así en las revueltas promovidas por movimientos activistas revolucionarios como los «zelotes» y los «sicarios» (cualquier parecido con la realidad no es mera coincidencia), movimientos que no solo estaban contra Roma, sino específicamente contra los plutócratas (un sistema de gobierno en el que el
  • 11. 8. Un antídoto procedente deí cielo • 99 poder está en quienes poseen las fuentes de riqueza), a quienes veían como enemigos políticos sociales económicos y nacionales y de quienes Santiago hablará en el capítulo 5. En efecto, dado que en el siglo I d. C. muchos campesinos fueron despojados de sus tierras, «en Palestina, algunos de esos campesinos dieron origen a un movimiento que, en nombre de la ley ludía, se opuso violentamente al ocupante ro mano y a sus colaboradores. Los partidarios de ese movimiento eran llamados "zelotes"» (Flavio losefo. La guerra de los Judíos, 4, 4, 3, citado en Becquet, pág. 53). 9. Aunque en nuestra Biblia Santiago 4: 2 dice: «Codiciáis y no tenéis; matáis y ardéis de envidia», una traducción literal de la última parte de este pasaje sería: «Codiciáis y no tenéis; matáis y sois zelotes» o «actuáis como zelotes». Para más al respecto, véase Maynard-Reid, pág. 178. 10. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 9, pág. 70. 11. Siendo que el pueblo de Dios es considerado en varios pasajes bíblicos como su «esposa», no resulta extraño saber que la palabra que Santiago usa aquí en realidad es: «adúlteras». Figura de lenguaje que, aunque chocante, señala abiertamente la infidelidad espiritual de sus lectores, pero cuyo objetivo es instarlos a ser conscientes de su condición espiritual y rectificarla, Por su parte, John J. Schmitt en su artículo «You Adulteresses! The Image in James 4:4» (Nowim Testamentum 28 [1986], págs. 327-337), considera que Santiago tomó esta imagen de la literatura sapiencial, específicamente de Proverbios 30: 20. Cita en donde se describe a una mujer cuyo comportamiento es semejante precisamente al que núes tro autor reprueba. 12. Cabe resaltar también que las órdenes de «limpiar» y «purificar» las manos (la conducta) y el corazón (pensamientos yactitudes, San. 4: 8) son muy parecidas a las registradas en Isa. 1: 16, pero especialmen­ te tienen relación con Núm. 31 23; 2 Cró. 29:15 e Isa. 66: 17, en donde también aparecen juntas, a fin de resaltar la pureza requerida de los sacerdotes en sus funciones ministeriales. Al dirigir estas órdenes es­ pecíficamente a los «pecadores» ya los de «doble ánimo», Santiago resalta una vez más que la condición de sus lectores no es la idónea, aquella que él define con el término «perfección» (San. 3: 2).