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El Dios del pacto
E
l Dios de Jeremías es el Dios del pacto. A través de la historia bíblica es
evidente que Dios se ha relacionado con los seres humanos por medio
de pactos. Pero ¿qué es un pacto? Un pacto es, en términos generales,
un acuerdo en el que los participantes se comprometen entre sí con
obligaciones mutuas. La Biblia menciona diferentes pactos con distintos perso­
najes. Por ejemplo:
a. El adámico (Gén. 3: 15)
b. El noéquico (Gen. 9: 1-17)
c. El abrahámico (Gén. 12: 1-3; Gál. 3: 6-9)
d. El davídico (Eze. 37: 24-27)
e. El sinaítico, primero, o antiguo (Heb. 8: 7)
f. El nuevo (Jer. 31: 31-33).
El pacto de Dios con la humanidad
El pacto noéquico, el que Dios hizo con Noé después del diluvio, es el más
universal de todos los partos de la Biblia, pues no solo lo incluyó a él y a su
familia sino también a toda la humanidad. Aun más, este parto es tan abarcan­
te que además de los seres humanos incluye también a los animales y toda la
naturaleza (Gén. 9: 8-10, 13). Las estipulaciones de este parto son definidas
por la iniciativa divina sin la directa participación humana. Destacamos las si­
guientes en Génesis 9:
• La bendición para fructificar y multiplicarse a fin de llenar la tierra (vers. 1).
• El temor del hombre caería sobre los animales a fin de garantizar la super­
vivencia humana (vers. 2).
124 • El D ios de Jeremías
• La seguridad del sustento mediante la concesión de animales y plantas para
comer (vers. 3).
• La prohibición de comer sangre, símbolo de la vida (vers. 4).
• La vida humana será tenida en tan grande estima que su sangre será deman­
dada de los hombres y aun de los animales que la derramen (vers. 5).
• Dios favorecería la justicia y él mismo sería el vengador de sus hijos (vers. 6).
• La bendición de Dios a sus hijos incluye a sus descendientes (vers. 9).
• La promesa de no volver a exterminar a todo ser viviente con un diluvio. No
habría más diluvios universales (vers. 11).
• La señal de este pacto es el arcoíris. Al verlo, Dios se acordaría de su prome­
sa (vers. 12-17).
Lo que el arcoíris nos dice acerca de Dios. Uno de los hermosos recuerdos de
un viaje nuestro para asistir al Concilio de Ciencias del Instituto de Investiga­
ción Bíblica de la Asociación General (BRISCO) de 1990, en Banff, provincia
de Alberta, Canadá, es el del arcoíris más grande que nuestros ojos, incluyendo
a mi familia que viajaba conmigo, hayan contemplado. En toda su hermosura,
se extendía majestuoso sobre la carretera interestatal número dos como si fué­
ramos a pasar por debajo de él antes de llegar a nuestro destino. Nos dio una
colorida vislumbre de la grandeza de Dios.
El Dios del arcoíris es Jehová, el Dios de Jeremías. Le dijo a Noé señalándo­
le el firmamento: Mira, «He colocado mi arcoíris en las nubes, el cual servirá
como señal de mi pacto con la tierra« (Gén. 9: 13, NVI). Le dijo que esa era la
señal de un pacto establecido para siempre (vers. 12), es decir, que sería perpe­
tuo, eterno, como su amor por la humanidad. Se lo reafirmó a Jeremías, y por
medio de él a cada uno de nosotros: «Con amor eterno te he amado; por eso,
te prolongué mi misericordia» (Jer. 31: 3).
¿Qué nos dice el arcoíris acerca del Dios de Jeremías? Muchas cosas.
Primeramente nos habla acerca de su amor. Nos dice que su propósito es sal­
var, no destmir; que cuando tiene que hacerlo, debido al predominio del peca­
do en el mundo, no se deleita en esa obra que no le es natural sino extraña (Isa.
28: 21). El Dios de Jeremías nos ama, y se deleita en dar vida, no en quitarla.
Nos habla de su misericordia. Conociendo en su presciencia que después del
diluvio la humanidad volvería a pecar gravemente contra él (Mat. 24: 37-39),
sin embargo, colocó su arcoíris en las nubes, muestra visible de su corazón
misericordioso.
11. El Dios del pacto • 125
Nos habla de su fidelidad. Cada vez que contemplamos el arcoíris, y repasa­
mos la historia, confirmamos el hecho de que Dios ha sido fiel a su promesa y
ha guardado el pacto que hizo con Noé y toda la humanidad.
Nos habla de su inmutabilidad. La aparición del mismo arcoíris a lo largo de
los siglos, el mismo en todas las naciones, da testimonio elocuente de que Dios
no cambia; su carácter no se altera por las circunstancias, pues es el mismo ayer,
hoy, y por los siglos.
Nos habla, en la belleza de sus colores y su simetría perfecta, del exquisito
gusto estético de su Creador, y de su amor por lo bello.
Nos habla, al aparecer en medio de la lluvia y para ponerle fin a la tormen­
ta, de un Dios pacificador en quien podemos hallar refugio y sosiego en medio
de las dificultades de la vida.
El pacto de Dios con Abraham
En su providencia soberana, Dios le hizo varias promesas a Abraham y lo
invitó a entrar en una relación de pacto con él (Gén. 12:1-3; 15: 1-5; 17: 1-14).
En las instrucciones que Dios le dio a Abram en Génesis 15: 9-21, el Señor
procedió de acuerdo con prácticas que eran comunes en la época. Un breve
resumen histórico nos ayudará a visualizar mejor la naturaleza de este pacto.
En el antiguo Oriente Próximo eran comunes los pactos entre reyes, y eran de
dos tipos principales: 1) entre iguales y 2) entre un rey superior y otro inferior.
Si la relación era familiar o amigable, los dos participantes eran llamados «pa­
dre» e «hijo»; y si no lo eran, se los llamaba «señor» y «siervo», o «rey»y «vasallo».
El rey mayor era el suzerain y el menor era un príncipe o un señor al servicio del
rey mayor. El señor menor era un representante de toda la gente común que es­
taba bajo la protección del rey mayor,1y era su deber hacerles cumplir con las
estipulaciones del pacto declaradas después de un preámbulo introductorio. Al
final, generalmente se presentaban las bendiciones, o maldiciones, que le segui­
rían a la fidelidad o a la violación del pacto, respectivamente.
Varios ritos o ceremonias eran usados para ratificar estos tipos de partos, de­
pendiendo de la época y la cultura, pero la más ampliamente difundida era sa­
crificar animales, dividirlos por la mitad y colocar las partes lado a lado, en dos
hileras equidistantes y con espacio intermedio suficiente como para que las dos
personas que hacían el pacto pudieran pasar caminando lado a lado entre la
mismas. Al caminar entre los animales divididos, cada uno de los participantes
126 • El D ios de Jeremías
le estaba diciendo al otro: «Así me suceda a mí (como a estos animales), si yo
quebranto el pacto que estoy haciendo contigo».2Respecto a esto véase Génesis
15: 10, 17, 18.
El propósito de Dios con sus promesas no era favorecer solamente a Abra-
ham y su familia sino, a través de su descendiente, Cristo, bendecir a toda la
humanidad (Gén. 12: 3; 15: 5; Gál. 3: 8; 16, 29). Abraham fue especialmente
bendecido por su fe, pues «creyó a Jehová y le fue contado por justicia» (Gén.
15: 6). Asimismo es nuestra fe, no nuestras obras, lo que nos da acceso a la
salvación que se nos ofrece en Cristo, Simiente de Abraham, y a todas las ben­
diciones que Dios tiene en reserva para nosotros. «Sabed, por tanto, que los
que tienen fe, estos son hijos de Abraham. Y la Escritura, previendo que Dios
había de justificar por la fe a los gentiles, dio de antemano la buena nueva a
Abraham, diciendo: "En ti serán benditas todas las naciones". De modo que los
que tienen fe son bendecidos con el creyente Abraham» (Gál. 3: 7-9).
El pacto en el Sinaí
El parto firmado entre Dios y su pueblo en el monte Sinaí (Éxo. 19) es tam­
bién llamado «el primer parto» (Heb. 8: 7) y equivale al denominado antiguo
pacto. Su base eran los Diez Mandamientos de la ley de Dios (Deut. 4:13). Entre
otras bendiciones, el parto encerraba las promesas de parte de Dios, de que si
los israelitas daban oído a su voz y guardaban su parto, serían su especial teso­
ro sobre todos los pueblos y le serían un reino de sacerdotes y gente santa (Éxo.
19: 5, 6).
Algunas características importantes del parto sinaítico fueron:
1. Necesitó la intervención de un mediador, Moisés (Éxo. 19: 9, 25).
2. Quedó registrado en un libro y en tablas de piedra (Éxo. 24: 7; Deut. 9:10).
3. Fue ratificado con sangre (Éxo. 24: 8).
Todos los israelitas prometieron, reiteradamente, obedecer a Dios. «Todo el
pueblo respondió a una diciendo: "Haremos todo lo que Jehová ha dicho".
Moisés refirió a Jehová las palabras del pueblo» (Éxo. 19: 8; 24: 3, 7). Sin em­
bargo, a pesar de sus promesas, no cumplieron con sus obligaciones y le desobe­
decieron cayendo en la idolatría casi inmediatamente, pues al ver «que Moisés
tardaba en descender del monte, se acercaron a Aarón y le dijeron: "Levántate,
haznos dioses que vayan delante de nosotros, porque a Moisés, ese hombre que
nos sacó de la tierra de Egipto, no sabemos qué le haya acontecido”» (Éxo. 32:1).
La razón de su fracaso estuvo en que el pueblo, confió en sí mismo no discernien­
do la dureza de su corazón.
11. El Dios del pacto • 127
Al confiar en sus propias fuerzas antes que en Dios, el pueblo de Israel puso
su fe en el lugar equivocado. Mientras que la fe de Abraham le trajo como re­
compensa las bendiciones del pacto con su Dios, la falta de fe de los israelitas
los condujo a la violación de su pacto en el Sinaí, y en consecuencia los condu­
ciría al fracaso nacional. Prácticamente toda esa generación falló en entrar en el
reposo de la tierra prometida. ¿Qué podemos aprender nosotros? Pablo con­
testa: «Temamos, pues, no sea que permaneciendo aún la promesa de entrar en
su reposo, alguno de vosotros parezca no haberlo alcanzado. También a noso­
tros se nos ha anunciado la buena nueva como a ellos; a ellos de nada les sirvió
haber oído la palabra, por no ir acompañada de fe en los que la oyeron» (Heb.
4: 1, 2). También nosotros hemos prometido ser fieles a nuestro pacto con
Dios; y ante nuestros fracasos, nuestra única esperanza es la gracia que el Dios
del pacto, quien sí permanece fiel, conünúa ofreciéndonos.
El pueblo al cual Jeremías fue enviado rechazó repetidamente la oferta de la
gracia de Dios. El Señor les hizo promesas similares a las que le había hecho a
sus antepasados en el desierto. Les había dicho: «Vosotros seréis llamados sa­
cerdotes de Jehová, ministros de nuestro Dios seréis llamados. Comeréis las
riquezas de las naciones y con su gloria seréis enaltecidos» (Isa. 61: 6). Y Jere­
mías les anunció: «En aquel tiempo, dice Jehová, yo seré el Dios de todas las
familias de Israel y ellas serán mi pueblo» (Jer. 31: 1; véase 30: 22).
Sin embargo, tal como sus padres, fueron infieles a tal punto que el Dios de
Jeremías se lamentó así: «Conspiración se ha hallado entre los hombres de Judá
y entre los habitantes de Jerusalén. Se han vuelto a las maldades de sus prime­
ros padres, los cuales no quisieron escuchar mis palabras y se fueron tras dioses
ajenos para servirlos. La casa de Israel y la casa de Judá quebrantaron mi pacto,
el cual había yo concertado con sus padres» (Jer. 11: 9, 10). En acciones que
revelaban su desconocimiento de Dios, los israelitas pretendían ocultarse en
las tinieblas para pecar (Eze. 8: 12). Pero el Dios de Jeremías, que no está sola­
mente en el cielo sino también por toda la tierra, les preguntó: «¿Se ocultará
alguno, dice Jehová, en escondrijos donde yo no lo vea? ¿No lleno yo, dice Je­
hová, el cielo y la tierra?» (Jer. 23: 24). Las tinieblas no pueden ocultamos del
Dios de Jeremías.
A pesar de todo lo anterior, y aunque su pueblo rechazó hasta el último
llamado de su misericordia, el Dios de Jeremías no se dio por vencido. El amor
no se rinde, «nunca deja de ser» (1 Cor. 13:8). Recordarlo es nuestra única mane­
ra de entender sus palabras: «Porque así ha dicho Jehová: Como traje sobre este
pueblo todo este mal tan grande, así traeré sobre ellos todo el bien que acerca de
ellos hablo» (Jer. 32: 42). Después del cautiverio babilónico les daría una nue­
va oportunidad mediante la renovación del antiguo pacto.
128 • El D ios de Jeremías
El nuevo pacto
Es también denominado «el segundo» pacto, en el Nuevo Testamento (Heb.
8: 7). La primera mención del nuevo pacto en la Biblia, ocurre en el libro de
Jeremías:
«Vienen días, dice Jehová, en los cuales haré un nuevo pacto con la casa de
Israel y con la casa de Judá. No como el pacto que hice con sus padres el día en
que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos invalidaron
mi pacto, aunque fui yo un marido para ellos, dice Jehová. Pero este es el pacto
que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Pondré mi
ley en su mente y la escribiré en su corazón; yo seré su Dios y ellos serán mi
pueblo. Y no enseñará más ninguno a su prójimo, ni ninguno a su hermano,
diciendo: "Conoce a Jehová", porque todos me conocerán, desde el más pe­
queño de ellos hasta el más grande, dice Jehová. Porque perdonaré la maldad
de ellos y no me acordaré más de su pecado» (Jer. 31: 31-34).
Estas palabras fueron pronunciadas en el contexto histórico de la gran ame­
naza contra el reino sobreviviente, el de Judá, representada en la invasión ba­
bilónica, y la promesa divina de que aunque caerían, este no sería su fin sino
que, al regresar del exilio, volverían a prosperar ante su presencia gracias a las
bendiciones que su Dios estaba dispuesto a otorgarles. Esto nos habla del Dios
de Jeremías como un Dios de gracia, de esperanza y de nuevas oportunidades,
aun en medio de la calamidad ocasionada por la desobediencia de sus hijos.
En aquel nuevo día el pueblo exclamaría: «"¡Vive Jehová, que hizo subir y trajo
la descendencia de la casa de Israel de tierra del norte y de todas las tierras
adonde yo los había echado!", Y habitarán en su tierra» (Jer. 23: 8).
Era el plan de Dios que esa restauración fuera no solo física, o política, sino
también espiritual. Su deseo era: «Les daré un corazón y un camino, de tal ma­
nera que me teman por siempre, para bien de ellos y de sus hijos después de
ellos» (32: 39). La restauración espiritual sería la esencia del nuevo pacto y la
clave para que este fuera permanente. Dijo Dios: «Haré con ellos un pacto eter­
no: que no desistiré de hacerles bien, y pondré mi temor en el corazón de ellos,
para que no se aparten de mí. Yo me alegraré con ellos haciéndoles bien, y los
plantaré en esta tierra en verdad, con todo mi corazón y con toda mi alma»
(vers. 40, 41).
El fracaso de Israel. Apesar de todos los mensajes enviados por Dios al pueblo
de Judá, a pesar de todas las oportunidades que les dio y los múltiples llama­
mientos que les hizo, sus buenas intenciones de renovar perpetuamente el pac­
to quebrantado por ellos y concederles las bendiciones allí estipuladas no pu­
dieron cumplirse. Aunque el Dios de Jeremías quería que su restauración fuera
definitiva, el pueblo no cooperó plenamente. Su dedicación a Dios fue intermi­
11. El Dios del pacto • 129
tente. Vez tras vez reincidieron en rechazar a sus mensajeros, los profetas, y al
hacerlo, el ideal divino para ellos fue progresivamente reemplazado por sus
propias ideas y conceptos.
La restauración espiritual, esencia del nuevo pacto, solo sería posible si acep­
taban al Mesías enviado por Dios. Pero encerrados en su exclusividad nacional,
crearon falsas expectativas del Salvador venidero, y en su orgullo, finalmente lo
rechazaron. Error fatal, porque las promesas a Abraham habrían de cumplirse a
través de su Simiente, a saber, Cristo.
El nuevo pacto a la luz del Nuevo Testamento
Ante el fracaso espiritual de Israel, el nuevo pacto es concertado entre Dios
y sus hijos del Nuevo Testamento, expresión que, precisamente, significa «la
nueva alianza». Frente al incumplimiento repetitivo de las estipulaciones de su
pacto por parte de Israel, Dios, reprendiéndolos, dijo: «Vienen días —dice el
Señor— en que estableceré con la casa de Israel y la casa de fudá un nuevo
pacto. No como el pacto que hice con sus padres el día que los tomé de la
mano para sacarlos de la tierra de Egipto. Como ellos no permanecieron en mi
pacto, yo me desentendí de ellos, dice el Señor» (Heb. 8: 8, 9).
Una cuidadosa comparación entre el antiguo y el nuevo parto nos permite
observar que sus características son esencialmente las mismas. Así como el an­
tiguo fue pactado en un monte, el Sinaí, el nuevo parto es también firmado en
un monte, el Calvario, donde Cristo derramó su sangre por nosotros (Luc. 22:
20). Al igual que el antiguo, el nuevo pacto encierra promesas de parte de Dios
(Heb. 9: 15), y así como el antiguo parto, el nuevo también necesita de un
mediador, Cristo (Heb. 12: 24). Las diferencias se deben al cambio de dispen­
sación, de la antigua a la nueva; a la transición del Israel literal al Israel espiri­
tual (la iglesia). Moisés, como mediador, es reemplazado por Cristo, y su san­
gre toma el lugar de la de los sacrificios animales. De ahí que el monte Calvario
reemplace al Sinaí.
Hay una característica que no cambia; es exactamente la misma para las dos
dispensaciones: la necesidad de obediencia a las leyes de Dios (Heb. 8: 10). Su
ley está fundamentada en el amor. Esto es cierto no solamente en el Nuevo
Testamento. En el Antiguo Testamento Dios amó a Israel así como él manda
que los esposos amen a sus esposas en el Nuevo Testamento (véase Jer. 31:32).
La gran diferencia a la base del nuevo parto está en que en lugar de tablas de
piedra, Dios escribe ahora su ley en las tablas de carne del corazón de sus hijos
(Heb. 8: 10). Por eso Elena G. de White escribe:
130 • El D ios de Jeremías
«La misma ley que fue grabada sobre tablas de piedra es escrita por el Espí­
ritu Santo en las tablas del corazón. En lugar de nuestra propia justicia, acepta­
mos la de Cristo. Su sangre expía nuestros pecados y su obediencia es aceptada
en lugar de la nuestra; entonces el Espíritu Santo produce los frutos del Espíri­
tu, revelados en la obediencia a la ley de Dios».3
Así que el nuevo pacto es, en la realidad, lo que el antiguo era en sombras.
Pero ahora la justicia de Cristo reemplaza toda justicia humana, de modo que
el Espíritu Santo puede capacitar al creyente para vivir en obediencia a Dios.
El nuevo parto es un parto de gracia, no por la ausencia o cambio de la ley
sino por la efectividad de la promesa de Dios: «Os daré un corazón nuevo y
pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros. Quitaré de vosotros el corazón de
piedra y os daré un corazón de carne» (Eze. 36: 26). Pero debe observarse que la
razón por la cual Dios opera tal cambio en el corazón de su pueblo es hacer que
puedan guardar sus mandamientos: «Pondré dentro de vosotros mi espíritu, y
haré que andéis en mis estatutos y que guardéis mis preceptos y los pongáis por
obra» (vers. 27). La esencia del nuevo parto está en la capacitación del hombre
para volver a la armonía con la voluntad de Dios, por la gracia habilitadora y
transformadora de Cristo. Un parto tal es eterno (Heb. 13: 20, 21).
Los símbolos del nuevo parto, el pan sin levadura y el vino sin fermentar (1 Cor.
11: 24, 25), en representación del cuerpo y de la sangre de Jesús, señalan al pa­
sado y van más atrás que la vida terrenal de Cristo; de hecho, apuntan al origen
mismo del plan para nuestra salvación, trazado desde antes de la fundación del
mundo. El Dios del parto ha sido siempre el mismo. Son el pueblo y sus cir­
cunstancias los que han cambiado. Es su pueblo el que ha incumplido. El nue­
vo parto se proyecta hacia el futuro, hacia la venida del Señor (vers. 26) y hacia
la restauración final de todas las cosas en el reino de Dios (Mat. 26: 29).
Vislumbres del Dios de Jeremías
El estudio del parto, particularmente en Jeremías, nos permite vislumbrar a
su Dios como:
Un Dios de invariable fidelidad. Él entró en parto con el pueblo de Israel y
con el de Judá cuando los dos conformaban un solo reino. Aunque se compro­
metieron a ser fieles, ambos violaron su parto con él, Israel primero y luego Judá.
«La casa de Israel y la casa de Judá quebrantaron mi parto, el cual había yo
concertado con sus padres» (Jer. 11: 10), dijo el Señor. Y, sin embargo, el Dios
de Jeremías se mantuvo fiel a su parte del parto, mostrando así su fidelidad a
toda prueba; porque «si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede
negarse a sí mismo» (2 Tim. 2:13).
11. El Dios del pacto * 1 3 1
Un Dios de esperanza. A pesar de las infidelidades de su pueblo, el Dios de
Jeremías no perdió la esperanza en ellos: «Vienen días, dice Jehová, en los cua­
les haré un nuevo parto con la casa de Israel y con la casa de Judá» (Jer. 31: 31),
se decía con la esperanza de lograr una relación más estrecha y más profunda
con ellos, una relación completamente renovada.
Un Dios amante. La esencia del carácter del Dios de Jeremías es el amor: ese
amor que es sufrido, que es benigno, que no es jactancioso, que no busca lo
suyo, que no guarda rencor, que todo lo sufre y todo lo espera (1 Cor. 13: 4-7)
y que le permite afimar: «Ellos invalidaron mi parto, aunque fui yo un marido
para ellos, dice Jehová» (Jer. 31: 32).
Un Dios conocedor de la naturaleza humana. Él conoce nuestra mente y su
funcionamiento como nadie más puede hacerlo. Es el mejor psicólogo. Es el
Dios que «conoce los corazones» (Hech. 15: 8) y, haciendo uso de ese conoci­
miento para el bien de sus hijos, se propone escribir su ley en nuestra mente y
en nuestros corazones (Jer. 31: 33) a fin de que podamos hacer lo que de otra
manera nos sería imposible: amarlo a él por sobre todas las cosas y servirle con
obediencia sincera, nacida del corazón.
Un Dios que desea que seamos su pueblo. No le satisface una relación unila­
teral en la que sencillamente lo adoremos porque él es Dios, y punto. No. El
deseo del Dios de Jeremías es que, tan ciertamente como él es Dios, nosotros,
en una relación muy cercana con él, seamos pueblo suyo. «Yo seré su Dios y
ellos serán mi pueblo», nos dice.
Un Dios que se da a conocer ampliamente. Compartir conocimiento es una
de las mayores evidencias de desprendimiento y altruismo. Como seres huma­
nos, y particularmente como entes intelectuales, ¿quién no ha sentido alguna
vez la tentación de negarse a compartir alguna información por simple egoís­
mo? El Dios de Jeremías nos ofrece libre acceso al más elevado de todo cono­
cimiento, uno que nos conducirá a la vida eterna (Juan 17: 3): el conocimiento
de él (véase Jer. 9: 24; Isa. 11: 9). Y en el futuro, sin mediación de intermediarios:
«No enseñará más ninguno a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo:
"Conoce a Jehová", porque todos me conocerán, desde el más pequeño de
ellos hasta el más grande, dice Jehová» (Jer. 31: 34). Eso es amor en su máxima
expresión.
Un Dios amplio en perdonar y dispuesto a olvidar nuestros pecados. El
Dios de Jeremías promete ser propicio a nuestras injusticias, perdonarlas, y no
volverse a acordar de nuestras maldades: «Porque perdonaré la maldad de ellos
y no me acordaré más de su pecado» (vers. 34). «¿Qué Dios hay como tú, que
132 • El D ios de Jeremías
perdona la maldad y olvida el pecado del remanente de su heredad? No retuvo
para siempre su enojo, porque se deleita en la misericordia. Él volverá a tener
misericordia de nosotros; sepultará nuestras iniquidades y echará a lo profun­
do del mar todos nuestros pecados» (Miq. 7: 18, 19).
Un Dios constante, en quien podemos confiar y de quien podemos depen­
der. Un Dios que no quebranta su pacto con sus hijos; que nunca lo invalida.
Si lo hemos aceptado como el Señor de nuestras vidas él no nos desechará
nunca. Será tan fiel al parto que hemos hecho con él como lo fue con Israel,
para quienes el Dios de Jeremías aún continúa siendo fiel; al tal punto que cada
israelita no cristiano puede tomar ahora mismo la decisión personal de volver
a él aceptando a Jesús como su Salvador y será inmediatamente aceptado (véa­
se Rom. 11: 1,2, 28,29).
Científicos de diversas disciplinas han descubierto, y están estudiando,
principios y leyes cósmicas tan exactas que hacen posible la vida en la tierra,
dando evidencia de que el universo, y particularmente nuestro mundo, han
sido diseñados por una Mente maestra, la del Dios de Jeremías, nuestro Crea­
dor (Jer. 51:19). Y lo que más inspira confianza y seguridad es que dichas leyes
son constantes, permanentes, invariables. De ahí que sean denominadas «cons­
tantes universales».
Observemos lo que el Dios de Jeremías dice al respecto: «Así ha dicho Jeho-
vá, que da el sol para luz del día, las leyes de la luna y de las estrellas para luz
de la noche, que agita el mar y braman sus olas; Jehová de los ejércitos es su
nombre: Si llegaran a faltar estas leyes delante de mí, dice Jehová, también
faltaría la descendencia de Israel, y dejaría de ser para siempre una nación de­
lante de mí. Así ha dicho Jehová: Si se pudieran medir los cielos arriba y explo­
rar abajo los fundamentos de la tierra, también yo desecharía a toda la descen­
dencia de Israel por todo lo que hicieron, dice Jehová» (Jer. 31: 35-37). Que
nuestro corazón tome aliento, porque el Dios de Jeremías continúa siendo el
mismo.
Es el Dios del pacto. Sus partos son invariables, permanentes: «Así ha dicho
Jehová: Si pudiera invalidarse mi parto con el día y mi parto con la noche, de
tal manera que no hubiera día ni noche a su debido tiempo, podría también
invalidarse mi parto con mi siervo David» (33: 20, 21), o con mi siervo Marco,
o con mi siervo (a) Pon aauí tu nombre
Un Dios que nunca renuncia a querer tenemos a su lado. Esta es su promesa:
«Haré con ellos un parto eterno: que no desistiré de hacerles bien, y pondré mi
temor en el corazón de ellos, para que no se aparten de mí» (32: 40). ¿Notaste
para qué quiere que estemos siempre a su lado? Para hacemos bien. El Dios de
11. El Dios del pacto * 133
Jeremías es un Dios benigno. Su anhelo era que llegara el día cuando sus hijos
descarriados se volvieran a él deseando no volver a apartarse jamás de su pre­
sencia, y diciéndose unos a otros: «¡Venid y unámonos a Jehová con un pacto
eterno que jamás se eche en el olvido!» (50: 5).
Referencias
1. http://www.fivesolas.com/suzerain.htrn, consultado en enero de 2015.
2. Ibíd.
3. Elena G. de White, Patriaras y profetas, cap. 32, p. 342.

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Libro complementario | Capítulo 11 | El Dios del pacto | Escuela Sabática

  • 1. El Dios del pacto E l Dios de Jeremías es el Dios del pacto. A través de la historia bíblica es evidente que Dios se ha relacionado con los seres humanos por medio de pactos. Pero ¿qué es un pacto? Un pacto es, en términos generales, un acuerdo en el que los participantes se comprometen entre sí con obligaciones mutuas. La Biblia menciona diferentes pactos con distintos perso­ najes. Por ejemplo: a. El adámico (Gén. 3: 15) b. El noéquico (Gen. 9: 1-17) c. El abrahámico (Gén. 12: 1-3; Gál. 3: 6-9) d. El davídico (Eze. 37: 24-27) e. El sinaítico, primero, o antiguo (Heb. 8: 7) f. El nuevo (Jer. 31: 31-33). El pacto de Dios con la humanidad El pacto noéquico, el que Dios hizo con Noé después del diluvio, es el más universal de todos los partos de la Biblia, pues no solo lo incluyó a él y a su familia sino también a toda la humanidad. Aun más, este parto es tan abarcan­ te que además de los seres humanos incluye también a los animales y toda la naturaleza (Gén. 9: 8-10, 13). Las estipulaciones de este parto son definidas por la iniciativa divina sin la directa participación humana. Destacamos las si­ guientes en Génesis 9: • La bendición para fructificar y multiplicarse a fin de llenar la tierra (vers. 1). • El temor del hombre caería sobre los animales a fin de garantizar la super­ vivencia humana (vers. 2).
  • 2. 124 • El D ios de Jeremías • La seguridad del sustento mediante la concesión de animales y plantas para comer (vers. 3). • La prohibición de comer sangre, símbolo de la vida (vers. 4). • La vida humana será tenida en tan grande estima que su sangre será deman­ dada de los hombres y aun de los animales que la derramen (vers. 5). • Dios favorecería la justicia y él mismo sería el vengador de sus hijos (vers. 6). • La bendición de Dios a sus hijos incluye a sus descendientes (vers. 9). • La promesa de no volver a exterminar a todo ser viviente con un diluvio. No habría más diluvios universales (vers. 11). • La señal de este pacto es el arcoíris. Al verlo, Dios se acordaría de su prome­ sa (vers. 12-17). Lo que el arcoíris nos dice acerca de Dios. Uno de los hermosos recuerdos de un viaje nuestro para asistir al Concilio de Ciencias del Instituto de Investiga­ ción Bíblica de la Asociación General (BRISCO) de 1990, en Banff, provincia de Alberta, Canadá, es el del arcoíris más grande que nuestros ojos, incluyendo a mi familia que viajaba conmigo, hayan contemplado. En toda su hermosura, se extendía majestuoso sobre la carretera interestatal número dos como si fué­ ramos a pasar por debajo de él antes de llegar a nuestro destino. Nos dio una colorida vislumbre de la grandeza de Dios. El Dios del arcoíris es Jehová, el Dios de Jeremías. Le dijo a Noé señalándo­ le el firmamento: Mira, «He colocado mi arcoíris en las nubes, el cual servirá como señal de mi pacto con la tierra« (Gén. 9: 13, NVI). Le dijo que esa era la señal de un pacto establecido para siempre (vers. 12), es decir, que sería perpe­ tuo, eterno, como su amor por la humanidad. Se lo reafirmó a Jeremías, y por medio de él a cada uno de nosotros: «Con amor eterno te he amado; por eso, te prolongué mi misericordia» (Jer. 31: 3). ¿Qué nos dice el arcoíris acerca del Dios de Jeremías? Muchas cosas. Primeramente nos habla acerca de su amor. Nos dice que su propósito es sal­ var, no destmir; que cuando tiene que hacerlo, debido al predominio del peca­ do en el mundo, no se deleita en esa obra que no le es natural sino extraña (Isa. 28: 21). El Dios de Jeremías nos ama, y se deleita en dar vida, no en quitarla. Nos habla de su misericordia. Conociendo en su presciencia que después del diluvio la humanidad volvería a pecar gravemente contra él (Mat. 24: 37-39), sin embargo, colocó su arcoíris en las nubes, muestra visible de su corazón misericordioso.
  • 3. 11. El Dios del pacto • 125 Nos habla de su fidelidad. Cada vez que contemplamos el arcoíris, y repasa­ mos la historia, confirmamos el hecho de que Dios ha sido fiel a su promesa y ha guardado el pacto que hizo con Noé y toda la humanidad. Nos habla de su inmutabilidad. La aparición del mismo arcoíris a lo largo de los siglos, el mismo en todas las naciones, da testimonio elocuente de que Dios no cambia; su carácter no se altera por las circunstancias, pues es el mismo ayer, hoy, y por los siglos. Nos habla, en la belleza de sus colores y su simetría perfecta, del exquisito gusto estético de su Creador, y de su amor por lo bello. Nos habla, al aparecer en medio de la lluvia y para ponerle fin a la tormen­ ta, de un Dios pacificador en quien podemos hallar refugio y sosiego en medio de las dificultades de la vida. El pacto de Dios con Abraham En su providencia soberana, Dios le hizo varias promesas a Abraham y lo invitó a entrar en una relación de pacto con él (Gén. 12:1-3; 15: 1-5; 17: 1-14). En las instrucciones que Dios le dio a Abram en Génesis 15: 9-21, el Señor procedió de acuerdo con prácticas que eran comunes en la época. Un breve resumen histórico nos ayudará a visualizar mejor la naturaleza de este pacto. En el antiguo Oriente Próximo eran comunes los pactos entre reyes, y eran de dos tipos principales: 1) entre iguales y 2) entre un rey superior y otro inferior. Si la relación era familiar o amigable, los dos participantes eran llamados «pa­ dre» e «hijo»; y si no lo eran, se los llamaba «señor» y «siervo», o «rey»y «vasallo». El rey mayor era el suzerain y el menor era un príncipe o un señor al servicio del rey mayor. El señor menor era un representante de toda la gente común que es­ taba bajo la protección del rey mayor,1y era su deber hacerles cumplir con las estipulaciones del pacto declaradas después de un preámbulo introductorio. Al final, generalmente se presentaban las bendiciones, o maldiciones, que le segui­ rían a la fidelidad o a la violación del pacto, respectivamente. Varios ritos o ceremonias eran usados para ratificar estos tipos de partos, de­ pendiendo de la época y la cultura, pero la más ampliamente difundida era sa­ crificar animales, dividirlos por la mitad y colocar las partes lado a lado, en dos hileras equidistantes y con espacio intermedio suficiente como para que las dos personas que hacían el pacto pudieran pasar caminando lado a lado entre la mismas. Al caminar entre los animales divididos, cada uno de los participantes
  • 4. 126 • El D ios de Jeremías le estaba diciendo al otro: «Así me suceda a mí (como a estos animales), si yo quebranto el pacto que estoy haciendo contigo».2Respecto a esto véase Génesis 15: 10, 17, 18. El propósito de Dios con sus promesas no era favorecer solamente a Abra- ham y su familia sino, a través de su descendiente, Cristo, bendecir a toda la humanidad (Gén. 12: 3; 15: 5; Gál. 3: 8; 16, 29). Abraham fue especialmente bendecido por su fe, pues «creyó a Jehová y le fue contado por justicia» (Gén. 15: 6). Asimismo es nuestra fe, no nuestras obras, lo que nos da acceso a la salvación que se nos ofrece en Cristo, Simiente de Abraham, y a todas las ben­ diciones que Dios tiene en reserva para nosotros. «Sabed, por tanto, que los que tienen fe, estos son hijos de Abraham. Y la Escritura, previendo que Dios había de justificar por la fe a los gentiles, dio de antemano la buena nueva a Abraham, diciendo: "En ti serán benditas todas las naciones". De modo que los que tienen fe son bendecidos con el creyente Abraham» (Gál. 3: 7-9). El pacto en el Sinaí El parto firmado entre Dios y su pueblo en el monte Sinaí (Éxo. 19) es tam­ bién llamado «el primer parto» (Heb. 8: 7) y equivale al denominado antiguo pacto. Su base eran los Diez Mandamientos de la ley de Dios (Deut. 4:13). Entre otras bendiciones, el parto encerraba las promesas de parte de Dios, de que si los israelitas daban oído a su voz y guardaban su parto, serían su especial teso­ ro sobre todos los pueblos y le serían un reino de sacerdotes y gente santa (Éxo. 19: 5, 6). Algunas características importantes del parto sinaítico fueron: 1. Necesitó la intervención de un mediador, Moisés (Éxo. 19: 9, 25). 2. Quedó registrado en un libro y en tablas de piedra (Éxo. 24: 7; Deut. 9:10). 3. Fue ratificado con sangre (Éxo. 24: 8). Todos los israelitas prometieron, reiteradamente, obedecer a Dios. «Todo el pueblo respondió a una diciendo: "Haremos todo lo que Jehová ha dicho". Moisés refirió a Jehová las palabras del pueblo» (Éxo. 19: 8; 24: 3, 7). Sin em­ bargo, a pesar de sus promesas, no cumplieron con sus obligaciones y le desobe­ decieron cayendo en la idolatría casi inmediatamente, pues al ver «que Moisés tardaba en descender del monte, se acercaron a Aarón y le dijeron: "Levántate, haznos dioses que vayan delante de nosotros, porque a Moisés, ese hombre que nos sacó de la tierra de Egipto, no sabemos qué le haya acontecido”» (Éxo. 32:1). La razón de su fracaso estuvo en que el pueblo, confió en sí mismo no discernien­ do la dureza de su corazón.
  • 5. 11. El Dios del pacto • 127 Al confiar en sus propias fuerzas antes que en Dios, el pueblo de Israel puso su fe en el lugar equivocado. Mientras que la fe de Abraham le trajo como re­ compensa las bendiciones del pacto con su Dios, la falta de fe de los israelitas los condujo a la violación de su pacto en el Sinaí, y en consecuencia los condu­ ciría al fracaso nacional. Prácticamente toda esa generación falló en entrar en el reposo de la tierra prometida. ¿Qué podemos aprender nosotros? Pablo con­ testa: «Temamos, pues, no sea que permaneciendo aún la promesa de entrar en su reposo, alguno de vosotros parezca no haberlo alcanzado. También a noso­ tros se nos ha anunciado la buena nueva como a ellos; a ellos de nada les sirvió haber oído la palabra, por no ir acompañada de fe en los que la oyeron» (Heb. 4: 1, 2). También nosotros hemos prometido ser fieles a nuestro pacto con Dios; y ante nuestros fracasos, nuestra única esperanza es la gracia que el Dios del pacto, quien sí permanece fiel, conünúa ofreciéndonos. El pueblo al cual Jeremías fue enviado rechazó repetidamente la oferta de la gracia de Dios. El Señor les hizo promesas similares a las que le había hecho a sus antepasados en el desierto. Les había dicho: «Vosotros seréis llamados sa­ cerdotes de Jehová, ministros de nuestro Dios seréis llamados. Comeréis las riquezas de las naciones y con su gloria seréis enaltecidos» (Isa. 61: 6). Y Jere­ mías les anunció: «En aquel tiempo, dice Jehová, yo seré el Dios de todas las familias de Israel y ellas serán mi pueblo» (Jer. 31: 1; véase 30: 22). Sin embargo, tal como sus padres, fueron infieles a tal punto que el Dios de Jeremías se lamentó así: «Conspiración se ha hallado entre los hombres de Judá y entre los habitantes de Jerusalén. Se han vuelto a las maldades de sus prime­ ros padres, los cuales no quisieron escuchar mis palabras y se fueron tras dioses ajenos para servirlos. La casa de Israel y la casa de Judá quebrantaron mi pacto, el cual había yo concertado con sus padres» (Jer. 11: 9, 10). En acciones que revelaban su desconocimiento de Dios, los israelitas pretendían ocultarse en las tinieblas para pecar (Eze. 8: 12). Pero el Dios de Jeremías, que no está sola­ mente en el cielo sino también por toda la tierra, les preguntó: «¿Se ocultará alguno, dice Jehová, en escondrijos donde yo no lo vea? ¿No lleno yo, dice Je­ hová, el cielo y la tierra?» (Jer. 23: 24). Las tinieblas no pueden ocultamos del Dios de Jeremías. A pesar de todo lo anterior, y aunque su pueblo rechazó hasta el último llamado de su misericordia, el Dios de Jeremías no se dio por vencido. El amor no se rinde, «nunca deja de ser» (1 Cor. 13:8). Recordarlo es nuestra única mane­ ra de entender sus palabras: «Porque así ha dicho Jehová: Como traje sobre este pueblo todo este mal tan grande, así traeré sobre ellos todo el bien que acerca de ellos hablo» (Jer. 32: 42). Después del cautiverio babilónico les daría una nue­ va oportunidad mediante la renovación del antiguo pacto.
  • 6. 128 • El D ios de Jeremías El nuevo pacto Es también denominado «el segundo» pacto, en el Nuevo Testamento (Heb. 8: 7). La primera mención del nuevo pacto en la Biblia, ocurre en el libro de Jeremías: «Vienen días, dice Jehová, en los cuales haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. No como el pacto que hice con sus padres el día en que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos invalidaron mi pacto, aunque fui yo un marido para ellos, dice Jehová. Pero este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Pondré mi ley en su mente y la escribiré en su corazón; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Y no enseñará más ninguno a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: "Conoce a Jehová", porque todos me conocerán, desde el más pe­ queño de ellos hasta el más grande, dice Jehová. Porque perdonaré la maldad de ellos y no me acordaré más de su pecado» (Jer. 31: 31-34). Estas palabras fueron pronunciadas en el contexto histórico de la gran ame­ naza contra el reino sobreviviente, el de Judá, representada en la invasión ba­ bilónica, y la promesa divina de que aunque caerían, este no sería su fin sino que, al regresar del exilio, volverían a prosperar ante su presencia gracias a las bendiciones que su Dios estaba dispuesto a otorgarles. Esto nos habla del Dios de Jeremías como un Dios de gracia, de esperanza y de nuevas oportunidades, aun en medio de la calamidad ocasionada por la desobediencia de sus hijos. En aquel nuevo día el pueblo exclamaría: «"¡Vive Jehová, que hizo subir y trajo la descendencia de la casa de Israel de tierra del norte y de todas las tierras adonde yo los había echado!", Y habitarán en su tierra» (Jer. 23: 8). Era el plan de Dios que esa restauración fuera no solo física, o política, sino también espiritual. Su deseo era: «Les daré un corazón y un camino, de tal ma­ nera que me teman por siempre, para bien de ellos y de sus hijos después de ellos» (32: 39). La restauración espiritual sería la esencia del nuevo pacto y la clave para que este fuera permanente. Dijo Dios: «Haré con ellos un pacto eter­ no: que no desistiré de hacerles bien, y pondré mi temor en el corazón de ellos, para que no se aparten de mí. Yo me alegraré con ellos haciéndoles bien, y los plantaré en esta tierra en verdad, con todo mi corazón y con toda mi alma» (vers. 40, 41). El fracaso de Israel. Apesar de todos los mensajes enviados por Dios al pueblo de Judá, a pesar de todas las oportunidades que les dio y los múltiples llama­ mientos que les hizo, sus buenas intenciones de renovar perpetuamente el pac­ to quebrantado por ellos y concederles las bendiciones allí estipuladas no pu­ dieron cumplirse. Aunque el Dios de Jeremías quería que su restauración fuera definitiva, el pueblo no cooperó plenamente. Su dedicación a Dios fue intermi­
  • 7. 11. El Dios del pacto • 129 tente. Vez tras vez reincidieron en rechazar a sus mensajeros, los profetas, y al hacerlo, el ideal divino para ellos fue progresivamente reemplazado por sus propias ideas y conceptos. La restauración espiritual, esencia del nuevo pacto, solo sería posible si acep­ taban al Mesías enviado por Dios. Pero encerrados en su exclusividad nacional, crearon falsas expectativas del Salvador venidero, y en su orgullo, finalmente lo rechazaron. Error fatal, porque las promesas a Abraham habrían de cumplirse a través de su Simiente, a saber, Cristo. El nuevo pacto a la luz del Nuevo Testamento Ante el fracaso espiritual de Israel, el nuevo pacto es concertado entre Dios y sus hijos del Nuevo Testamento, expresión que, precisamente, significa «la nueva alianza». Frente al incumplimiento repetitivo de las estipulaciones de su pacto por parte de Israel, Dios, reprendiéndolos, dijo: «Vienen días —dice el Señor— en que estableceré con la casa de Israel y la casa de fudá un nuevo pacto. No como el pacto que hice con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto. Como ellos no permanecieron en mi pacto, yo me desentendí de ellos, dice el Señor» (Heb. 8: 8, 9). Una cuidadosa comparación entre el antiguo y el nuevo parto nos permite observar que sus características son esencialmente las mismas. Así como el an­ tiguo fue pactado en un monte, el Sinaí, el nuevo parto es también firmado en un monte, el Calvario, donde Cristo derramó su sangre por nosotros (Luc. 22: 20). Al igual que el antiguo, el nuevo pacto encierra promesas de parte de Dios (Heb. 9: 15), y así como el antiguo parto, el nuevo también necesita de un mediador, Cristo (Heb. 12: 24). Las diferencias se deben al cambio de dispen­ sación, de la antigua a la nueva; a la transición del Israel literal al Israel espiri­ tual (la iglesia). Moisés, como mediador, es reemplazado por Cristo, y su san­ gre toma el lugar de la de los sacrificios animales. De ahí que el monte Calvario reemplace al Sinaí. Hay una característica que no cambia; es exactamente la misma para las dos dispensaciones: la necesidad de obediencia a las leyes de Dios (Heb. 8: 10). Su ley está fundamentada en el amor. Esto es cierto no solamente en el Nuevo Testamento. En el Antiguo Testamento Dios amó a Israel así como él manda que los esposos amen a sus esposas en el Nuevo Testamento (véase Jer. 31:32). La gran diferencia a la base del nuevo parto está en que en lugar de tablas de piedra, Dios escribe ahora su ley en las tablas de carne del corazón de sus hijos (Heb. 8: 10). Por eso Elena G. de White escribe:
  • 8. 130 • El D ios de Jeremías «La misma ley que fue grabada sobre tablas de piedra es escrita por el Espí­ ritu Santo en las tablas del corazón. En lugar de nuestra propia justicia, acepta­ mos la de Cristo. Su sangre expía nuestros pecados y su obediencia es aceptada en lugar de la nuestra; entonces el Espíritu Santo produce los frutos del Espíri­ tu, revelados en la obediencia a la ley de Dios».3 Así que el nuevo pacto es, en la realidad, lo que el antiguo era en sombras. Pero ahora la justicia de Cristo reemplaza toda justicia humana, de modo que el Espíritu Santo puede capacitar al creyente para vivir en obediencia a Dios. El nuevo parto es un parto de gracia, no por la ausencia o cambio de la ley sino por la efectividad de la promesa de Dios: «Os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros. Quitaré de vosotros el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Eze. 36: 26). Pero debe observarse que la razón por la cual Dios opera tal cambio en el corazón de su pueblo es hacer que puedan guardar sus mandamientos: «Pondré dentro de vosotros mi espíritu, y haré que andéis en mis estatutos y que guardéis mis preceptos y los pongáis por obra» (vers. 27). La esencia del nuevo parto está en la capacitación del hombre para volver a la armonía con la voluntad de Dios, por la gracia habilitadora y transformadora de Cristo. Un parto tal es eterno (Heb. 13: 20, 21). Los símbolos del nuevo parto, el pan sin levadura y el vino sin fermentar (1 Cor. 11: 24, 25), en representación del cuerpo y de la sangre de Jesús, señalan al pa­ sado y van más atrás que la vida terrenal de Cristo; de hecho, apuntan al origen mismo del plan para nuestra salvación, trazado desde antes de la fundación del mundo. El Dios del parto ha sido siempre el mismo. Son el pueblo y sus cir­ cunstancias los que han cambiado. Es su pueblo el que ha incumplido. El nue­ vo parto se proyecta hacia el futuro, hacia la venida del Señor (vers. 26) y hacia la restauración final de todas las cosas en el reino de Dios (Mat. 26: 29). Vislumbres del Dios de Jeremías El estudio del parto, particularmente en Jeremías, nos permite vislumbrar a su Dios como: Un Dios de invariable fidelidad. Él entró en parto con el pueblo de Israel y con el de Judá cuando los dos conformaban un solo reino. Aunque se compro­ metieron a ser fieles, ambos violaron su parto con él, Israel primero y luego Judá. «La casa de Israel y la casa de Judá quebrantaron mi parto, el cual había yo concertado con sus padres» (Jer. 11: 10), dijo el Señor. Y, sin embargo, el Dios de Jeremías se mantuvo fiel a su parte del parto, mostrando así su fidelidad a toda prueba; porque «si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo» (2 Tim. 2:13).
  • 9. 11. El Dios del pacto * 1 3 1 Un Dios de esperanza. A pesar de las infidelidades de su pueblo, el Dios de Jeremías no perdió la esperanza en ellos: «Vienen días, dice Jehová, en los cua­ les haré un nuevo parto con la casa de Israel y con la casa de Judá» (Jer. 31: 31), se decía con la esperanza de lograr una relación más estrecha y más profunda con ellos, una relación completamente renovada. Un Dios amante. La esencia del carácter del Dios de Jeremías es el amor: ese amor que es sufrido, que es benigno, que no es jactancioso, que no busca lo suyo, que no guarda rencor, que todo lo sufre y todo lo espera (1 Cor. 13: 4-7) y que le permite afimar: «Ellos invalidaron mi parto, aunque fui yo un marido para ellos, dice Jehová» (Jer. 31: 32). Un Dios conocedor de la naturaleza humana. Él conoce nuestra mente y su funcionamiento como nadie más puede hacerlo. Es el mejor psicólogo. Es el Dios que «conoce los corazones» (Hech. 15: 8) y, haciendo uso de ese conoci­ miento para el bien de sus hijos, se propone escribir su ley en nuestra mente y en nuestros corazones (Jer. 31: 33) a fin de que podamos hacer lo que de otra manera nos sería imposible: amarlo a él por sobre todas las cosas y servirle con obediencia sincera, nacida del corazón. Un Dios que desea que seamos su pueblo. No le satisface una relación unila­ teral en la que sencillamente lo adoremos porque él es Dios, y punto. No. El deseo del Dios de Jeremías es que, tan ciertamente como él es Dios, nosotros, en una relación muy cercana con él, seamos pueblo suyo. «Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo», nos dice. Un Dios que se da a conocer ampliamente. Compartir conocimiento es una de las mayores evidencias de desprendimiento y altruismo. Como seres huma­ nos, y particularmente como entes intelectuales, ¿quién no ha sentido alguna vez la tentación de negarse a compartir alguna información por simple egoís­ mo? El Dios de Jeremías nos ofrece libre acceso al más elevado de todo cono­ cimiento, uno que nos conducirá a la vida eterna (Juan 17: 3): el conocimiento de él (véase Jer. 9: 24; Isa. 11: 9). Y en el futuro, sin mediación de intermediarios: «No enseñará más ninguno a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: "Conoce a Jehová", porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande, dice Jehová» (Jer. 31: 34). Eso es amor en su máxima expresión. Un Dios amplio en perdonar y dispuesto a olvidar nuestros pecados. El Dios de Jeremías promete ser propicio a nuestras injusticias, perdonarlas, y no volverse a acordar de nuestras maldades: «Porque perdonaré la maldad de ellos y no me acordaré más de su pecado» (vers. 34). «¿Qué Dios hay como tú, que
  • 10. 132 • El D ios de Jeremías perdona la maldad y olvida el pecado del remanente de su heredad? No retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en la misericordia. Él volverá a tener misericordia de nosotros; sepultará nuestras iniquidades y echará a lo profun­ do del mar todos nuestros pecados» (Miq. 7: 18, 19). Un Dios constante, en quien podemos confiar y de quien podemos depen­ der. Un Dios que no quebranta su pacto con sus hijos; que nunca lo invalida. Si lo hemos aceptado como el Señor de nuestras vidas él no nos desechará nunca. Será tan fiel al parto que hemos hecho con él como lo fue con Israel, para quienes el Dios de Jeremías aún continúa siendo fiel; al tal punto que cada israelita no cristiano puede tomar ahora mismo la decisión personal de volver a él aceptando a Jesús como su Salvador y será inmediatamente aceptado (véa­ se Rom. 11: 1,2, 28,29). Científicos de diversas disciplinas han descubierto, y están estudiando, principios y leyes cósmicas tan exactas que hacen posible la vida en la tierra, dando evidencia de que el universo, y particularmente nuestro mundo, han sido diseñados por una Mente maestra, la del Dios de Jeremías, nuestro Crea­ dor (Jer. 51:19). Y lo que más inspira confianza y seguridad es que dichas leyes son constantes, permanentes, invariables. De ahí que sean denominadas «cons­ tantes universales». Observemos lo que el Dios de Jeremías dice al respecto: «Así ha dicho Jeho- vá, que da el sol para luz del día, las leyes de la luna y de las estrellas para luz de la noche, que agita el mar y braman sus olas; Jehová de los ejércitos es su nombre: Si llegaran a faltar estas leyes delante de mí, dice Jehová, también faltaría la descendencia de Israel, y dejaría de ser para siempre una nación de­ lante de mí. Así ha dicho Jehová: Si se pudieran medir los cielos arriba y explo­ rar abajo los fundamentos de la tierra, también yo desecharía a toda la descen­ dencia de Israel por todo lo que hicieron, dice Jehová» (Jer. 31: 35-37). Que nuestro corazón tome aliento, porque el Dios de Jeremías continúa siendo el mismo. Es el Dios del pacto. Sus partos son invariables, permanentes: «Así ha dicho Jehová: Si pudiera invalidarse mi parto con el día y mi parto con la noche, de tal manera que no hubiera día ni noche a su debido tiempo, podría también invalidarse mi parto con mi siervo David» (33: 20, 21), o con mi siervo Marco, o con mi siervo (a) Pon aauí tu nombre Un Dios que nunca renuncia a querer tenemos a su lado. Esta es su promesa: «Haré con ellos un parto eterno: que no desistiré de hacerles bien, y pondré mi temor en el corazón de ellos, para que no se aparten de mí» (32: 40). ¿Notaste para qué quiere que estemos siempre a su lado? Para hacemos bien. El Dios de
  • 11. 11. El Dios del pacto * 133 Jeremías es un Dios benigno. Su anhelo era que llegara el día cuando sus hijos descarriados se volvieran a él deseando no volver a apartarse jamás de su pre­ sencia, y diciéndose unos a otros: «¡Venid y unámonos a Jehová con un pacto eterno que jamás se eche en el olvido!» (50: 5). Referencias 1. http://www.fivesolas.com/suzerain.htrn, consultado en enero de 2015. 2. Ibíd. 3. Elena G. de White, Patriaras y profetas, cap. 32, p. 342.