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8
El Dios de Josías
D
e entre los reyes que gobernaron a Judá durante el ministerio de
Jeremías, y aun antes y después, Josías se destacó en buscar al Dios
del profeta que durante su gobierno fue el mensajero divino. El
registro bíblico nos informa que «no hubo otro rey antes de él que
se convirtiera a Jehová con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus
fuerzas, conforme a toda la ley de Moisés, ni después de él nació otro igual» (2 Rey.
23: 25). Haciendo uso del mismo poder que estuvo a disposición de sus ante­
cesores, y de sus sucesores, Josías decidió buscar a Dios, el Dios de Jeremías,
con todas sus fuerzas y desde lo profundo de su corazón. Al hacerlo, tomó un
camino totalmente diferente del que habían seguido su abuelo Manasés y su
padre Amón, sus antecesores inmediatos en el trono, cuyos reinados se aparta­
ron muchísimo de la voluntad y los deseos del Dios de Jeremías.
Los reinados de Manasés y de Amón
Manasés. Fue increíble la corrupción de Manasés, abuelo de Josías, quien tenía
apenas doce años cuando comenzó a reinar en Jemsalén y por cincuenta y cin­
co años1se mantuvo en el trono. Fue el reinado más largo de todos los reyes de
Judá. Aunque su padre había detenido exitosamente el avance de los asirios,
Manasés se alió con ellos sujetando a Judá como estado vasallo y les ayudó en
sus guerras contra los egipcios. Debido a lo largo de su reinado, Manasés estu­
vo en el trono durante el gobierno de dos de los reyes asirios más poderosos,
Esarhadón y Arsubanipal. Cuando este último conquistó Egipto, contaba con
el apoyo de veintidós reyes vasallos, uno de los cuales era Manasés.2
Su reinado se caracterizó por la idolatría, el derramamiento de sangre y
muchas otras prácticas abominables (véase 2 Rey. 21; 2 Crón. 33). Manasés en
su reinado:
90 • El Dios de Jeremías
• Reconstruyó los santuarios paganos que su padre Ezequías había derribado.
• Edificó altares en honor de los baales e hizo imágenes de la diosa Aserá.
• Se postró ante todos los astros del cielo y los adoró.
• Construyó altares y puso en el templo del Señor la imagen del ídolo que
había hecho.
• En ambos atrios del templo del Señor edificó altares en honor de los astros
del cielo.
• Sacrificó en el fuego a sus hijos en el valle de Ben Hinón.
• Fue agorero y practicó la magia, la hechicería y la adivinación.
• Consultó a espiritistas, encantadores, y nigromantes (quienes invocan a los
muertos) y los estableció en Jerusalén.
• Mató a profetas y sacerdotes. Derramó tanta sangre inocente que inundó a
Jerusalén de un extremo a otro (2 Rey. 21: 16).
Manasés profanó vilmente el lugar del cual Dios había dicho a David y a su
hijo Salomón: «En este templo en Jerusalén, la ciudad que he escogido de entre
todas las tribus de Israel, habitaré para siempre» (2 Crón. 33: 7), y «descarrió a
los habitantes de Judá y de Jerusalén, de modo que se condujeron peor que las
naciones que el Señor destruyó al paso de los israelitas» (vers. 9). Finalmente
fue derrotado y humillado debido a su apostasía. A pesar de su vasallaje a ellos,
los asirios atacaron a Jerusalén, sujetaron a Manasés con grillos y cadenas de
bronce y se lo llevaron cautivo a Babilonia que para entonces estaba bajo el
control de Asiría.
Cuando allá se encontraba, en angustia, Manasés oró a Jehová su Dios, se
humilló profundamente y se arrepintió de sus pecados. Y, entonces, he aquí la
increíble disposición de Dios a perdonar: Dios atendió su oración y lo perdo­
nó. ¡Ese es el Dios de Jeremías! Y no solamente lo perdonó sino que lo hizo
retomar a su reino en Jerusalén (2 Crón. 33: 12, 13). Leer sobre la actitud per-
donadora de Dios para con Manasés me impresiona con la grandeza de su
amor y su misericordiosa condescendencia más que cualquier otro pasaje de
las Sagradas Escrituras. Es el mismo Dios que a través de Isaías, el profeta evan­
gélico, nos dice: «Yo deshice como a una nube tus rebeliones y como a una
niebla tus pecados; vuélvete a mí, porque yo te redimí» (Isa. 44: 22).
No obstante, el arrepentimiento de Manasés fue demasiado tardío para re­
parar todo el daño que había hecho. La lección es clara, el pecado es de natu­
raleza tan maligna que, aunque haya arrepentimiento, y especialmente si es
8. El Dios de Josías *91
tardío, sus consecuencias permanecen. ¿Quién no ha visto, y sufrido, por las
consecuencias de pecados que han sido perdonados? Pero ese mismo hecho,
que nos muestra la seriedad del pecado y la realidad de la ley bíblica de la siem­
bra y la cosecha, pone de relieve la gran misericordia de Dios para con Manases
y para con todos sus hijos, incluidos nosotros. Todo esto debe enseñamos que
el Dios de Jeremías no solo quiere otorgamos el perdón por nuestros pecados
sino que también desea que obtengamos la victoria sobre ellos (Apoc. 3: 21).
El daño ocasionado por los pecados de Manases afectó a su hijo Amón, quien
a diferencia de su padre no se arrepintió de su maldad.
Amón. Se ha dicho, y con razón, que dentro de nosotros yacen dos potenciali­
dades: llegar a actuar con bondad asombrosa, como la madre Teresa, o con
increíble maldad, como Hitler. Avanzar en una o en otra dirección dependerá
de si decidimos aceptar o rechazar la voluntad de Dios para nuestras vidas. Jo­
sías llegaría lejos en el primer camino a diferencia de Amón, su padre, quien
llegó increíblemente lejos en el segundo.
Amón tenía veintidós años cuando ascendió al trono, y reinó en Jerusalén
por tan solo dos años. El nombre de su madre era Mesulemet, una mujer de
Galilea, en territorio que había sido del reino del norte, Israel, cuando se en­
contraba bajo la hegemonía de los asirios. Su padre Manasés había servido a
Asiria como rey vasallo y, aparentemente, Amón mantuvo la política de suje­
ción practicada por su padre.
Pero Amón hizo lo malo ante los ojos de Dios, como lo había hecho su
padre Manasés. Ofreció sacrificios a todos los ídolos que había hecho su padre,
y los adoró. Pero, a diferencia de Manasés, Amón no se humilló ante el Señor
sino que multiplicó sus pecados. Adoró a los dioses de los asirios, abandonó al
Dios de sus antepasados y se apartó de sus caminos.
Sus propios ministros conspiraron contra él y lo asesinaron en su palacio.
Su muerte, según parece, no estaba acorde con la voluntad del pueblo que es­
taba complacido con las prácticas idólatras, porque la gente mató a todos los
que habían conspirado contra él. En su lugar proclamaron rey a su hijo Josías.
Un nuevo rey en el trono de Judá
Josías no ascendió al trono sino que fue puesto en él. Esto ocurrió como
resultado de la fuerte reacción del pueblo que había rechazado el asesinato de
Amón, su padre (2 Crón. 33: 25). Fue entronizado en una época en la que en
Judá predominaban la insurrección, la iniquidad y la violencia, consecuencias
del apartamiento de Dios. El clamor que de los pocos fieles de la época ascen­
día al Dios de Jeremías está representado en las quejas del profeta Habacuc:
92 • El Dios de Jeremías
«¿Hasta cuándo, Señor, he de pedirte ayuda sin que tú me escuches? ¿Hasta
cuándo he de quejarme de la violencia sin que tú nos salves? ¿Por qué me haces
presenciar calamidades? ¿Por qué debo contemplar el sufrimiento? Veo ante
mis ojos destmcción y violencia; surgen riñas y abundan las contiendas. Por lo
tanto, se entorpece la ley y no se da curso a la justicia. El impío acosa al justo,
y las sentencias que se dictan son injustas» (Hab. 1: 2-4, NV1). Aunque espera­
ríamos que las situaciones descritas en estas quejas se dieran en las naciones
vecinas, no temerosas de Dios, tenemos que aceptar que sucedían en Judá y que
reflejan la grave condición espiritual del pueblo de Dios en días de Jeremías.
La respuesta de Dios fúe que él ejecutaría su juicio sobre el pueblo que re­
husó responder a sus insistentes llamados por medio de Jeremías. Esto lo haría
a través de los caldeos, pueblo despiadado, temible e impetuoso, que imponía
su propia justicia y grandeza y que recorría toda la tierra para apoderarse de
territorios ajenos. Sus jinetes en son de violencia, le dijo el Señor, vienen de muy
lejos avanzando a todo galope sobre caballos más veloces que leopardos y más
feroces que lobos nocturnos. Sus hordas avanzan como el viento del desierto y
caen como buitres sobre su presa haciendo tantos prisioneros como quien re­
coge arena. Ridiculizan a los reyes, se burlan de los gobernantes; se ríen de toda
ciudad amurallada, pues construyen terraplenes y la toman (vers. 5-15, NVI,
parafraseado).
Tal era el presagio inminente que cuando Josías fúe llevado al trono se cer­
nía amenazante sobre un pueblo profundamente amado por el Dios de Jere­
mías. Por lo tanto, buscar a Dios era la única esperanza para Josías. Y fue eso lo
que decidió hacer el joven rey. La provisión de un nuevo rey, por el Dios que
quita reyes y pone reyes (Dan. 2: 21), era en sí misma, una manifestación del
amor del Dios de Jeremías. Él estaba propiciando el fin de una era de injusticias
en el reino de Judá y facilitando el comienzo de una nueva era para su pueblo.
Josías en el trono del pueblo de Dios
Josías tenía ocho años cuando fúe puesto en el trono, «y reinó en Jerusalén
treinta y un años. Su madre era Jedidá hija de Adaías, oriunda de Boscat. Josías
hizo lo que agrada al Señor, pues en todo siguió el buen ejemplo de su antepa­
sado David; no se desvió de él en el más mínimo detalle» (2 Rey. 22:1, 2, NVI).
Percibiendo la gravedad de la situación de su reino, el joven Josías decide
buscar a Dios con vehemencia. Seguramente llegó a entender que la verdadera
causa del problema no era política sino espiritual y antes que dedicar sus ma­
yores esfuerzos a hacer reparaciones en la infraestructura física de la nación,
decidió reparar el templo, centro del culto a su Dios en Jerusalén y todo Judá.
8. El Dios de Josías • 93
Pasos dados por Josías en su búsqueda de Dios. Los siguientes pasos dados
por el joven rey en la búsqueda de su Dios son ejemplares para todo aquel que,
como él, decida buscar al Dios de Jeremías de todo corazón:
• Reparó la casa de Dios. Al hacerlo, volvió a colocar el culto a Dios en el lugar
que le correspondía y que había sido descuidado por los reyes anteriores.
• Escuchó, es decir, le prestó atención a las palabras del libro de la ley del Se­
ñor (2 Rey. 22: 6).
• Una evidencia de la sinceridad de su corazón fue su acto, según la costum­
bre de la época, de rasgar sus vestiduras en señal de su arrepentimiento y su
temor reverente ante las solemnes advertencias contenidas en el libro (vers. 11).
• Consultó la voluntad de Dios, primero para él mismo, pero también para todo
su pueblo a fin de que sus vidas se pusieran en armonía con ella (vers. 13).
• Se apartó del mal ejemplo recibido de sus padres y antecesores (vers. 13).
• Se apoyó en el don de profecía manifestado en la profetisa Huida, a quien el
sacerdote Hilcías y sus acompañantes fueron a consultar.
• Enterneció su corazón y se humilló ante su Dios. Una actitud apreciada por el
Dios de Jeremías, quien rechaza el orgullo y la dureza de corazón (vers. 19).
• Oró y lloró ante la presencia de Dios (quien lo escuchó) mostrando así cuán
genuina era su búsqueda del Señor (vers. 19).
• Convocó a los líderes espirituales procurando así involucrar a todo su pueblo
en la búsqueda de la bendición especial de Dios (23: 1).
• Subió a la casa de Jehová, mostrando así que entendía la importancia de la
adoración pública para la vida espiritual de su pueblo, respaldándola con el
poder de su propio ejemplo (vers. 2).
• Leyó las palabras del libro del pacto, una muestra del papel preponderante que
le concedía a la Palabra escrita de Dios en su esfuerzo por buscarlo a él
(vers. 2).
• Hizo pacto delante de Dios, comprometiéndose a seguirlo, mostrando que toda
verdadera búsqueda del Señor va más allá de las meras palabras; implica
compromiso y una voluntad firme de poner por obra «sus mandamientos,
sus testimonios y sus estatutos, con todo el corazón y con toda el alma»
(vers. 3).
94 • El Dios de Jeremías
La Biblia no nos dice hasta dónde estos ideales fueron alcanzados por el
pueblo de Josías y por lo tanto no lo sabemos. Lo que sí sabemos es que debido
a diversas circunstancias, a largo plazo el alcance de la reforma fue limitado.
El libro de la ley de Dios
En el año 621 a.C. el rey Josías inició una reforma nacional como resultado
del hallazgo, en el templo, del libro de la ley. En el texto original hebreo, la
palabra para libro (séfer) abarca mucho más que nuestra palabra «libro». Puede
significar desde «cualquier escrito», como un contrato de compra-venta (Jer.
32: 12), una acusación legal (Job 31: 35), una carta o certificado de divorcio
(Deut. 24:1, 3), una misiva común (2 Sam. 11: 14), hasta todo un rollo o vo­
lumen (Éxo. 17: 14; Deut. 28: 58).3En tiempos antiguos los libros eran produ­
cidos en varias formas y de varios materiales.
Entre los emditos bíblicos ha habido diferencias de opinión en cuanto al
significado exacto de la expresión «libro de la ley». I^as opiniones han variado
desde la interpretación de la expresión como una porción del libro de Deute-
ronomio hasta una referencia a todo el Pentateuco. La evidencia acumulada a
través de los años apunta al «libro de la ley» como sinónimo del libro de Deu-
teronomio (cuyo nombre significa «la segunda ley»). Todas las reformas inau­
guradas por Josías estaban basadas en leyes idénticas a las de Deuteronomio.
De ahí la afirmación que ni la crítica histórica ni la literaria han llegado a nin­
guna conclusión que con certidumbre absoluta contradiga la afirmación de
que el libro de la ley sacado a la luz en el año 621 a.C. no era otro que el quin­
to libro del Pentateuco.4
Cuando el sumo sacerdote Hilcías encontró el libro de la ley, se lo dio al
escriba Safán quien, como buen cronista, se dio a la tarea de leerlo, después de
lo cual se lo llevó al rey Josías. Inmediatamente después de rendirle cuentas al
rey sobre los trabajos de reconstmcción en el templo, agregó: «El sacerdote
Hilicías me ha dado un libro». Y Safán leyó porciones del libro delante del rey
quien, habiendo nombrado una delegación presidida por Hilicías, dio la si­
guiente orden:
«Vayan a consultar al Señor por mí, por el pueblo y por todo Judá con res­
pecto a lo que dice este libro que se ha encontrado. Sin duda que la gran ira del
Señor arde contra nosotros, porque nuestros antepasados no obedecieron lo
que dice este libro ni actuaron según lo que está prescrito para nosotros». Así que
Hilcías el sacerdote, Ahicán, Acbor, Safán y Asaías fueron a consultar a la profe­
tisa Huida, que vivía en el barrio nuevo de Jerusalén. Huida era la esposa de
Salún, el encargado del vestuario en el edificio del templo (2 Rey. 22: 12-14).
8. El Dios de Josías *9 5
El mensaje de Huida, en respuesta a la consulta de Josías, fue que Dios es­
taba a punto de enviar desgracia sobre Jerusalén, su templo, y su pueblo, tal
como estaba prescrito en el libro que acababan de leer, debido a su abandono
del Señor, su idolatría y su desobediencia generalizada a los mandamientos del
Altísimo. Este mensaje de Huida era similar al de Jeremías y lo confirmaba. El
profeta y la profetisa eran dos testigos proféticos de lo irreversible de los juicios
que ya estaban por sobrecoger a un pueblo que repetidamente había rechazado
los llamados de advertencia nacidos del corazón de amor del Dios de Jeremías.
El mismo Dios, el Dios de Jeremías, tiene a veces que permitimos cosechar
las lamentables consecuencias de nuestras equivocaciones porque, en su infini­
ta sabiduría, él sabe que de otra manera no cambiaríamos el curso de nuestras
vidas.
Sin embargo, Huida le envío a decir al rey Josías de parte de Jehová: «Como
te has conmovido y humillado ante el Señor al escuchar lo que he anunciado
contra este lugar y sus habitantes, que serían asolados y malditos; y como te has
rasgado las vestiduras y has llorado en mi presencia, yo te he escuchado. Yo, el
Señor, lo afirmo. Por lo tanto, te reuniré con tus antepasados, y serás sepultado
en paz. Tus ojos no verán la desgracia que enviaré sobre este lugar» (vers. 18-
20, NVI). Josías había decidido buscar a Dios de todo su corazón y el Dios de
Jeremías, conforme a su costumbre, escuchó su oración y ante la destrucción
inminente le aseguró que contaría con su protección.
El libro de la ley y el Dios de Jeremías. La misma existencia del libro de la ley
nos habla de un Dios que le da gran importancia a su relación con su pueblo.
¿Por qué? Porque, en su plan, se escribe lo que es importante y lo que se espera
que sea recordado y tomado con seriedad. El libro de la ley también nos habla
de un Dios que es eterno, permanente, no fluctuante, lo cual es ilustrado en lo
que Dios decide que quede registrado por escrito (véase Isa. 30: 8).
El libro de la ley también nos habla de un Dios que da libre acceso a la in­
formación. En él podía leerse de corrido. A él la gente podía «correr a informar­
se» (Hab. 2: 2). En Daniel 12: 4 la expresión «correrán de aquí para allá» se
refiere primariamente a lo mismo, antes que al aumento de la tecnología en el
transporte y a otías aplicaciones de la ciencia secular. Como resultado, la cien­
cia verdadera, la del conocimiento de su Palabra, aumentaría grandemente al
avanzar hacia el tiempo del fin. Así que el libro de la ley revela a un Dios que
no busca tomar a sus hijos por sorpresa sino que procura que estén listos en
todo tiempo para el encuentro con él.
Es importante notar que el libro es «de la ley», es decir, dedicado a la ley
(Deut. 28: 58), a la cual el Dios de Jeremías le da gran importancia. El conteni­
do del libro no eran los ritos y las ceremonias de permanencia temporal sino
su ley y las aplicaciones prácticas de la misma. Esta es la representación de su
96 • El Dios de Jeremías
carácter y como tal es eterna. El libro de la ley también refleja el atributo esen­
cial del Dios de Jeremías, el amor; la esencia de su ley es amarlo a él y a nues­
tros semejantes (Mat. 22: 37-40).
El libro de la ley refleja la justicia del Dios de Jeremías. Es un Dios que nos
presenta claramente las «reglas del juego» que determinan los resultados fina­
les. Mientras escribía este capítulo recibí un correo electrónico de un pastor
estudiante de doctorado (y presidente de un campo) preguntándome qué de­
bía hacer para lograr un cambio en la calificación final de una materia, que él
no consideraba justa. Los docentes estamos todo el tiempo expuestos a situa­
ciones como esta. Cuando a mí me toca enfrentarla, mi respuesta usual es refe­
rir al estudiante a los criterios de evaluación presentados en el prontuario de la
materia, el cual estudiamos juntos al comienzo del curso. Los «criterios de eva­
luación» del Dios de Jeremías estaban claramente expuestos en el libro de la ley
hallado y aplicado en las reformas de Josías. Él, el Juez justo de toda la tierra,
se rige siempre por lo que ha escrito y ha dado a conocer de antemano a sus
hijos.
Las reformas de Josías
El joven rey Josías percibió que el castigo de Dios para su pueblo era inevi­
table; sin embargo, conociendo el carácter bondadoso del Dios de Jeremías,
siguió adelante con lo que estaba en su poder hacer: motivar al pueblo a volver
a la obediencia. Impulsaría una reforma espiritual que tal vez lograría mover el
corazón de Dios a atenuar sus juicios con misericordia.5 Ese gran movimiento
consistió de muchas reformas encaminadas mayormente a la eliminación de la
idolatría y la restauración de la verdadera adoración al Dios del cielo.
Las reformas más notables fueron las siguientes (2 Rey. 23):
1. Purificó el templo de Jerusalén sacando de él todos los utensilios que ha­
bían sido usados para el culto a Baal, a «todo el ejército de los cielos», y la
imagen de la diosa Aserá, todos los cuales quemó en el Valle de Cedrón,
en la afueras de Jerusalén.
2. Destituyó a los sacerdotes idólatras que habían sido nombrados por los
reyes anteriores.
3. Destituyó a los sacerdotes clandestinos que quemaban incienso a los sig­
nos del zodiaco.
4. Derrumbó los cuartos dedicados a la prostitución idolátrica en los predios
del templo del Señor.
8. El Dios de Josías • 97
5. Con la ayuda de los sacerdotes de las demás ciudades de Judá, profanó los
lugares altos de Jerusalén y los otros sitios donde se acostumbraba quemar
incienso.
6. Derribó los altares paganos ubicados junto a la puerta de Josué el gober­
nador, a la izquierda de la entrada a la ciudad.
7. Eliminó el santuario llamado Tofet, que estaba en el valle de Ben Hinón,
para que nadie sacrificara en el fuego a su hijo o hija en honor a Moloc.
8. Se llevó los caballos que los reyes de Judá habían consagrado al sol y que
estaban a la entrada del templo del Señor, y quemó los carros consagrados
al culto del astro rey.
9. Derribó los altares que los reyes de Judá habían erigido en la azotea de la
sala de Acaz, y los que Manasés había erigido en los dos atrios del templo.
10. Eliminó los altares paganos que había al este de Jerusalén, los cuales el rey
Salomón había construido para las divinidades paganas Astarté, Quemos
y Moloc.
11. Derribó y quebró todas las estarnas de Aseráy llenó los lugares que ocupa­
ban con huesos humanos.
12. Derribó el altar de Betel y el santuario pagano construidos por Jeroboam,
rey de Israel.
13. Contaminó el altar de las afueras de Betel quemando sobre él huesos de
muertos, cumpliendo así la palabra anunciada de antemano por el Señor
(1 Rey. 13: 2).
14. Eliminó todos los santuarios paganos que los reyes de Israel habían cons­
truido en las ciudades de Samaría.
15. Mató sobre los altares a todos los sacerdotes de aquellos santuarios paga­
nos, y encima de ellos quemó huesos humanos.
16. Expulsó a los adivinos y a los hechiceros, y eliminó toda clase de ídolos y
el resto de las cosas detestables que se veían en Judá y en Jerusalén.
17. Restituyó la celebración de la Pascua: «Después el rey dio esta orden al
pueblo: "Celebren la Pascua del Señor su Dios, según está escrito en este
libro del parto"» (2 Rey. 23: 21, NVI).
La celebración de la Pascua, de una nueva manera, nacional, colectiva y no
meramente familiar, estaba destinada a marcar el comienzo de una nueva era,
la de un parto renovado con el Dios que no los había abandonado desde su
primera celebración, al liberarlos del cautiverio egipcio.
98 • El Dios de Jeremías
Notemos dos cosas importantes. La primera es que en su obra de reforma
Josías actuó como lo hizo para cumplir las instrucciones de la ley de Dios, es­
critas en el libro que el sacerdote Hilcías encontró en el templo (2 Rey. 23: 24).
La Palabra escrita es la base de toda verdadera reforma. Y la segunda es que el
rey no solo quitaba los ídolos, las imágenes y los símbolos de idolatría y los
colocaba a un lado, sino que después de eliminarlos de sus lugares los hacía
demoler completamente y disponía del polvo de maneras espiritualmente alec­
cionadoras. El mensaje era claro: él no quería un cambio temporal sino una
reforma permanente.
Vislumbres adicionales del Dios de Josías
El Dios de Jeremías fue el Dios de Josías. Su actitud y respuesta ante la bús­
queda del joven rey de Judá nos provee las siguientes vislumbres adicionales de
su carácter:
Primera: Es un Dios que cumple su palabra y hará lo que ha dicho en su reve­
lación escrita; si no nos sometemos a ella, el hecho de ser sus hijos no nos li­
brará de las consecuencias (2 Rey. 22: 16).
Segunda: Es un Dios que conoce nuestros corazones y ve su sinceridad. Por lo
tanto, podemos depositar en él toda nuestra confianza, pues él percibe nuestras
necesidades más íntimas (2 Rey. 22: 19).
Tercera: Es un Dios que se deleita en perdonar y está dispuesto a borrar nues­
tras rebeliones. Si como Josías lo buscamos de todo corazón su promesa es:
«Los purificaré de todas las iniquidades que cometieron contra mí; les perdo­
naré todos los pecados con que contra mí se rebelaron» (Jer. 33: 8).
Cuarta: Es un Dios que trata con misericordia a quienes lo buscan. Aunque el
mal sobre Judá ya era inevitable, a Josías, quien buscó a Dios de corazón, le
dijo que él descansaría en paz y no lo vería ocurrir en sus días (2 Rey. 22: 20).
Quinta: Es un Dios que ve nuestras lágrimas y nos oye cuando clamamos a él.
Cada vez que oímos o leemos las palabras de su libro, la Biblia, y nos humilla­
mos ante su presencia, son para nosotros las palabras que él le dirigió a Josías:
«Por cuanto oíste las palabras del libro y tu corazón se enterneció y te has hu­
millado delante de Jehová al escuchar lo que yo he dicho (...) y has llorado en
mi presencia, también yo te he oído, dice Jehová» (2 Rey. 22: 19).
8. El Dios de Josías • 99
Sexta: Es un Dios que, sin importar cuán grave sea nuestro pecado, se deja en­
contrar cuando lo buscamos con toda la sinceridad de nuestro corazón (Isa. 1:
18; 2 Crón. 33: 12, 13).
Referencias
1. O cuarenta y cinco años, según la interpretación que algunos eruditos hacen de los registros
históricos y de ciertas referencias bíblicas. Losch, p. 271.
2. ASB, p. 565.
3. Unger's Bible Dictionary, «Book», p. 151.
4. Emest Arthur Edghill, Hasting's Dictionary ofthe Bible (1996), s.v. «Law (in the OT)».
5. Elena G. de White, Profetas y reyes, cap. 33, p. 268.

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Libro complementario | Capítulo 8 | El Dios de Josías | Escuela Sabática

  • 1. 8 El Dios de Josías D e entre los reyes que gobernaron a Judá durante el ministerio de Jeremías, y aun antes y después, Josías se destacó en buscar al Dios del profeta que durante su gobierno fue el mensajero divino. El registro bíblico nos informa que «no hubo otro rey antes de él que se convirtiera a Jehová con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas, conforme a toda la ley de Moisés, ni después de él nació otro igual» (2 Rey. 23: 25). Haciendo uso del mismo poder que estuvo a disposición de sus ante­ cesores, y de sus sucesores, Josías decidió buscar a Dios, el Dios de Jeremías, con todas sus fuerzas y desde lo profundo de su corazón. Al hacerlo, tomó un camino totalmente diferente del que habían seguido su abuelo Manasés y su padre Amón, sus antecesores inmediatos en el trono, cuyos reinados se aparta­ ron muchísimo de la voluntad y los deseos del Dios de Jeremías. Los reinados de Manasés y de Amón Manasés. Fue increíble la corrupción de Manasés, abuelo de Josías, quien tenía apenas doce años cuando comenzó a reinar en Jemsalén y por cincuenta y cin­ co años1se mantuvo en el trono. Fue el reinado más largo de todos los reyes de Judá. Aunque su padre había detenido exitosamente el avance de los asirios, Manasés se alió con ellos sujetando a Judá como estado vasallo y les ayudó en sus guerras contra los egipcios. Debido a lo largo de su reinado, Manasés estu­ vo en el trono durante el gobierno de dos de los reyes asirios más poderosos, Esarhadón y Arsubanipal. Cuando este último conquistó Egipto, contaba con el apoyo de veintidós reyes vasallos, uno de los cuales era Manasés.2 Su reinado se caracterizó por la idolatría, el derramamiento de sangre y muchas otras prácticas abominables (véase 2 Rey. 21; 2 Crón. 33). Manasés en su reinado:
  • 2. 90 • El Dios de Jeremías • Reconstruyó los santuarios paganos que su padre Ezequías había derribado. • Edificó altares en honor de los baales e hizo imágenes de la diosa Aserá. • Se postró ante todos los astros del cielo y los adoró. • Construyó altares y puso en el templo del Señor la imagen del ídolo que había hecho. • En ambos atrios del templo del Señor edificó altares en honor de los astros del cielo. • Sacrificó en el fuego a sus hijos en el valle de Ben Hinón. • Fue agorero y practicó la magia, la hechicería y la adivinación. • Consultó a espiritistas, encantadores, y nigromantes (quienes invocan a los muertos) y los estableció en Jerusalén. • Mató a profetas y sacerdotes. Derramó tanta sangre inocente que inundó a Jerusalén de un extremo a otro (2 Rey. 21: 16). Manasés profanó vilmente el lugar del cual Dios había dicho a David y a su hijo Salomón: «En este templo en Jerusalén, la ciudad que he escogido de entre todas las tribus de Israel, habitaré para siempre» (2 Crón. 33: 7), y «descarrió a los habitantes de Judá y de Jerusalén, de modo que se condujeron peor que las naciones que el Señor destruyó al paso de los israelitas» (vers. 9). Finalmente fue derrotado y humillado debido a su apostasía. A pesar de su vasallaje a ellos, los asirios atacaron a Jerusalén, sujetaron a Manasés con grillos y cadenas de bronce y se lo llevaron cautivo a Babilonia que para entonces estaba bajo el control de Asiría. Cuando allá se encontraba, en angustia, Manasés oró a Jehová su Dios, se humilló profundamente y se arrepintió de sus pecados. Y, entonces, he aquí la increíble disposición de Dios a perdonar: Dios atendió su oración y lo perdo­ nó. ¡Ese es el Dios de Jeremías! Y no solamente lo perdonó sino que lo hizo retomar a su reino en Jerusalén (2 Crón. 33: 12, 13). Leer sobre la actitud per- donadora de Dios para con Manasés me impresiona con la grandeza de su amor y su misericordiosa condescendencia más que cualquier otro pasaje de las Sagradas Escrituras. Es el mismo Dios que a través de Isaías, el profeta evan­ gélico, nos dice: «Yo deshice como a una nube tus rebeliones y como a una niebla tus pecados; vuélvete a mí, porque yo te redimí» (Isa. 44: 22). No obstante, el arrepentimiento de Manasés fue demasiado tardío para re­ parar todo el daño que había hecho. La lección es clara, el pecado es de natu­ raleza tan maligna que, aunque haya arrepentimiento, y especialmente si es
  • 3. 8. El Dios de Josías *91 tardío, sus consecuencias permanecen. ¿Quién no ha visto, y sufrido, por las consecuencias de pecados que han sido perdonados? Pero ese mismo hecho, que nos muestra la seriedad del pecado y la realidad de la ley bíblica de la siem­ bra y la cosecha, pone de relieve la gran misericordia de Dios para con Manases y para con todos sus hijos, incluidos nosotros. Todo esto debe enseñamos que el Dios de Jeremías no solo quiere otorgamos el perdón por nuestros pecados sino que también desea que obtengamos la victoria sobre ellos (Apoc. 3: 21). El daño ocasionado por los pecados de Manases afectó a su hijo Amón, quien a diferencia de su padre no se arrepintió de su maldad. Amón. Se ha dicho, y con razón, que dentro de nosotros yacen dos potenciali­ dades: llegar a actuar con bondad asombrosa, como la madre Teresa, o con increíble maldad, como Hitler. Avanzar en una o en otra dirección dependerá de si decidimos aceptar o rechazar la voluntad de Dios para nuestras vidas. Jo­ sías llegaría lejos en el primer camino a diferencia de Amón, su padre, quien llegó increíblemente lejos en el segundo. Amón tenía veintidós años cuando ascendió al trono, y reinó en Jerusalén por tan solo dos años. El nombre de su madre era Mesulemet, una mujer de Galilea, en territorio que había sido del reino del norte, Israel, cuando se en­ contraba bajo la hegemonía de los asirios. Su padre Manasés había servido a Asiria como rey vasallo y, aparentemente, Amón mantuvo la política de suje­ ción practicada por su padre. Pero Amón hizo lo malo ante los ojos de Dios, como lo había hecho su padre Manasés. Ofreció sacrificios a todos los ídolos que había hecho su padre, y los adoró. Pero, a diferencia de Manasés, Amón no se humilló ante el Señor sino que multiplicó sus pecados. Adoró a los dioses de los asirios, abandonó al Dios de sus antepasados y se apartó de sus caminos. Sus propios ministros conspiraron contra él y lo asesinaron en su palacio. Su muerte, según parece, no estaba acorde con la voluntad del pueblo que es­ taba complacido con las prácticas idólatras, porque la gente mató a todos los que habían conspirado contra él. En su lugar proclamaron rey a su hijo Josías. Un nuevo rey en el trono de Judá Josías no ascendió al trono sino que fue puesto en él. Esto ocurrió como resultado de la fuerte reacción del pueblo que había rechazado el asesinato de Amón, su padre (2 Crón. 33: 25). Fue entronizado en una época en la que en Judá predominaban la insurrección, la iniquidad y la violencia, consecuencias del apartamiento de Dios. El clamor que de los pocos fieles de la época ascen­ día al Dios de Jeremías está representado en las quejas del profeta Habacuc:
  • 4. 92 • El Dios de Jeremías «¿Hasta cuándo, Señor, he de pedirte ayuda sin que tú me escuches? ¿Hasta cuándo he de quejarme de la violencia sin que tú nos salves? ¿Por qué me haces presenciar calamidades? ¿Por qué debo contemplar el sufrimiento? Veo ante mis ojos destmcción y violencia; surgen riñas y abundan las contiendas. Por lo tanto, se entorpece la ley y no se da curso a la justicia. El impío acosa al justo, y las sentencias que se dictan son injustas» (Hab. 1: 2-4, NV1). Aunque espera­ ríamos que las situaciones descritas en estas quejas se dieran en las naciones vecinas, no temerosas de Dios, tenemos que aceptar que sucedían en Judá y que reflejan la grave condición espiritual del pueblo de Dios en días de Jeremías. La respuesta de Dios fúe que él ejecutaría su juicio sobre el pueblo que re­ husó responder a sus insistentes llamados por medio de Jeremías. Esto lo haría a través de los caldeos, pueblo despiadado, temible e impetuoso, que imponía su propia justicia y grandeza y que recorría toda la tierra para apoderarse de territorios ajenos. Sus jinetes en son de violencia, le dijo el Señor, vienen de muy lejos avanzando a todo galope sobre caballos más veloces que leopardos y más feroces que lobos nocturnos. Sus hordas avanzan como el viento del desierto y caen como buitres sobre su presa haciendo tantos prisioneros como quien re­ coge arena. Ridiculizan a los reyes, se burlan de los gobernantes; se ríen de toda ciudad amurallada, pues construyen terraplenes y la toman (vers. 5-15, NVI, parafraseado). Tal era el presagio inminente que cuando Josías fúe llevado al trono se cer­ nía amenazante sobre un pueblo profundamente amado por el Dios de Jere­ mías. Por lo tanto, buscar a Dios era la única esperanza para Josías. Y fue eso lo que decidió hacer el joven rey. La provisión de un nuevo rey, por el Dios que quita reyes y pone reyes (Dan. 2: 21), era en sí misma, una manifestación del amor del Dios de Jeremías. Él estaba propiciando el fin de una era de injusticias en el reino de Judá y facilitando el comienzo de una nueva era para su pueblo. Josías en el trono del pueblo de Dios Josías tenía ocho años cuando fúe puesto en el trono, «y reinó en Jerusalén treinta y un años. Su madre era Jedidá hija de Adaías, oriunda de Boscat. Josías hizo lo que agrada al Señor, pues en todo siguió el buen ejemplo de su antepa­ sado David; no se desvió de él en el más mínimo detalle» (2 Rey. 22:1, 2, NVI). Percibiendo la gravedad de la situación de su reino, el joven Josías decide buscar a Dios con vehemencia. Seguramente llegó a entender que la verdadera causa del problema no era política sino espiritual y antes que dedicar sus ma­ yores esfuerzos a hacer reparaciones en la infraestructura física de la nación, decidió reparar el templo, centro del culto a su Dios en Jerusalén y todo Judá.
  • 5. 8. El Dios de Josías • 93 Pasos dados por Josías en su búsqueda de Dios. Los siguientes pasos dados por el joven rey en la búsqueda de su Dios son ejemplares para todo aquel que, como él, decida buscar al Dios de Jeremías de todo corazón: • Reparó la casa de Dios. Al hacerlo, volvió a colocar el culto a Dios en el lugar que le correspondía y que había sido descuidado por los reyes anteriores. • Escuchó, es decir, le prestó atención a las palabras del libro de la ley del Se­ ñor (2 Rey. 22: 6). • Una evidencia de la sinceridad de su corazón fue su acto, según la costum­ bre de la época, de rasgar sus vestiduras en señal de su arrepentimiento y su temor reverente ante las solemnes advertencias contenidas en el libro (vers. 11). • Consultó la voluntad de Dios, primero para él mismo, pero también para todo su pueblo a fin de que sus vidas se pusieran en armonía con ella (vers. 13). • Se apartó del mal ejemplo recibido de sus padres y antecesores (vers. 13). • Se apoyó en el don de profecía manifestado en la profetisa Huida, a quien el sacerdote Hilcías y sus acompañantes fueron a consultar. • Enterneció su corazón y se humilló ante su Dios. Una actitud apreciada por el Dios de Jeremías, quien rechaza el orgullo y la dureza de corazón (vers. 19). • Oró y lloró ante la presencia de Dios (quien lo escuchó) mostrando así cuán genuina era su búsqueda del Señor (vers. 19). • Convocó a los líderes espirituales procurando así involucrar a todo su pueblo en la búsqueda de la bendición especial de Dios (23: 1). • Subió a la casa de Jehová, mostrando así que entendía la importancia de la adoración pública para la vida espiritual de su pueblo, respaldándola con el poder de su propio ejemplo (vers. 2). • Leyó las palabras del libro del pacto, una muestra del papel preponderante que le concedía a la Palabra escrita de Dios en su esfuerzo por buscarlo a él (vers. 2). • Hizo pacto delante de Dios, comprometiéndose a seguirlo, mostrando que toda verdadera búsqueda del Señor va más allá de las meras palabras; implica compromiso y una voluntad firme de poner por obra «sus mandamientos, sus testimonios y sus estatutos, con todo el corazón y con toda el alma» (vers. 3).
  • 6. 94 • El Dios de Jeremías La Biblia no nos dice hasta dónde estos ideales fueron alcanzados por el pueblo de Josías y por lo tanto no lo sabemos. Lo que sí sabemos es que debido a diversas circunstancias, a largo plazo el alcance de la reforma fue limitado. El libro de la ley de Dios En el año 621 a.C. el rey Josías inició una reforma nacional como resultado del hallazgo, en el templo, del libro de la ley. En el texto original hebreo, la palabra para libro (séfer) abarca mucho más que nuestra palabra «libro». Puede significar desde «cualquier escrito», como un contrato de compra-venta (Jer. 32: 12), una acusación legal (Job 31: 35), una carta o certificado de divorcio (Deut. 24:1, 3), una misiva común (2 Sam. 11: 14), hasta todo un rollo o vo­ lumen (Éxo. 17: 14; Deut. 28: 58).3En tiempos antiguos los libros eran produ­ cidos en varias formas y de varios materiales. Entre los emditos bíblicos ha habido diferencias de opinión en cuanto al significado exacto de la expresión «libro de la ley». I^as opiniones han variado desde la interpretación de la expresión como una porción del libro de Deute- ronomio hasta una referencia a todo el Pentateuco. La evidencia acumulada a través de los años apunta al «libro de la ley» como sinónimo del libro de Deu- teronomio (cuyo nombre significa «la segunda ley»). Todas las reformas inau­ guradas por Josías estaban basadas en leyes idénticas a las de Deuteronomio. De ahí la afirmación que ni la crítica histórica ni la literaria han llegado a nin­ guna conclusión que con certidumbre absoluta contradiga la afirmación de que el libro de la ley sacado a la luz en el año 621 a.C. no era otro que el quin­ to libro del Pentateuco.4 Cuando el sumo sacerdote Hilcías encontró el libro de la ley, se lo dio al escriba Safán quien, como buen cronista, se dio a la tarea de leerlo, después de lo cual se lo llevó al rey Josías. Inmediatamente después de rendirle cuentas al rey sobre los trabajos de reconstmcción en el templo, agregó: «El sacerdote Hilicías me ha dado un libro». Y Safán leyó porciones del libro delante del rey quien, habiendo nombrado una delegación presidida por Hilicías, dio la si­ guiente orden: «Vayan a consultar al Señor por mí, por el pueblo y por todo Judá con res­ pecto a lo que dice este libro que se ha encontrado. Sin duda que la gran ira del Señor arde contra nosotros, porque nuestros antepasados no obedecieron lo que dice este libro ni actuaron según lo que está prescrito para nosotros». Así que Hilcías el sacerdote, Ahicán, Acbor, Safán y Asaías fueron a consultar a la profe­ tisa Huida, que vivía en el barrio nuevo de Jerusalén. Huida era la esposa de Salún, el encargado del vestuario en el edificio del templo (2 Rey. 22: 12-14).
  • 7. 8. El Dios de Josías *9 5 El mensaje de Huida, en respuesta a la consulta de Josías, fue que Dios es­ taba a punto de enviar desgracia sobre Jerusalén, su templo, y su pueblo, tal como estaba prescrito en el libro que acababan de leer, debido a su abandono del Señor, su idolatría y su desobediencia generalizada a los mandamientos del Altísimo. Este mensaje de Huida era similar al de Jeremías y lo confirmaba. El profeta y la profetisa eran dos testigos proféticos de lo irreversible de los juicios que ya estaban por sobrecoger a un pueblo que repetidamente había rechazado los llamados de advertencia nacidos del corazón de amor del Dios de Jeremías. El mismo Dios, el Dios de Jeremías, tiene a veces que permitimos cosechar las lamentables consecuencias de nuestras equivocaciones porque, en su infini­ ta sabiduría, él sabe que de otra manera no cambiaríamos el curso de nuestras vidas. Sin embargo, Huida le envío a decir al rey Josías de parte de Jehová: «Como te has conmovido y humillado ante el Señor al escuchar lo que he anunciado contra este lugar y sus habitantes, que serían asolados y malditos; y como te has rasgado las vestiduras y has llorado en mi presencia, yo te he escuchado. Yo, el Señor, lo afirmo. Por lo tanto, te reuniré con tus antepasados, y serás sepultado en paz. Tus ojos no verán la desgracia que enviaré sobre este lugar» (vers. 18- 20, NVI). Josías había decidido buscar a Dios de todo su corazón y el Dios de Jeremías, conforme a su costumbre, escuchó su oración y ante la destrucción inminente le aseguró que contaría con su protección. El libro de la ley y el Dios de Jeremías. La misma existencia del libro de la ley nos habla de un Dios que le da gran importancia a su relación con su pueblo. ¿Por qué? Porque, en su plan, se escribe lo que es importante y lo que se espera que sea recordado y tomado con seriedad. El libro de la ley también nos habla de un Dios que es eterno, permanente, no fluctuante, lo cual es ilustrado en lo que Dios decide que quede registrado por escrito (véase Isa. 30: 8). El libro de la ley también nos habla de un Dios que da libre acceso a la in­ formación. En él podía leerse de corrido. A él la gente podía «correr a informar­ se» (Hab. 2: 2). En Daniel 12: 4 la expresión «correrán de aquí para allá» se refiere primariamente a lo mismo, antes que al aumento de la tecnología en el transporte y a otías aplicaciones de la ciencia secular. Como resultado, la cien­ cia verdadera, la del conocimiento de su Palabra, aumentaría grandemente al avanzar hacia el tiempo del fin. Así que el libro de la ley revela a un Dios que no busca tomar a sus hijos por sorpresa sino que procura que estén listos en todo tiempo para el encuentro con él. Es importante notar que el libro es «de la ley», es decir, dedicado a la ley (Deut. 28: 58), a la cual el Dios de Jeremías le da gran importancia. El conteni­ do del libro no eran los ritos y las ceremonias de permanencia temporal sino su ley y las aplicaciones prácticas de la misma. Esta es la representación de su
  • 8. 96 • El Dios de Jeremías carácter y como tal es eterna. El libro de la ley también refleja el atributo esen­ cial del Dios de Jeremías, el amor; la esencia de su ley es amarlo a él y a nues­ tros semejantes (Mat. 22: 37-40). El libro de la ley refleja la justicia del Dios de Jeremías. Es un Dios que nos presenta claramente las «reglas del juego» que determinan los resultados fina­ les. Mientras escribía este capítulo recibí un correo electrónico de un pastor estudiante de doctorado (y presidente de un campo) preguntándome qué de­ bía hacer para lograr un cambio en la calificación final de una materia, que él no consideraba justa. Los docentes estamos todo el tiempo expuestos a situa­ ciones como esta. Cuando a mí me toca enfrentarla, mi respuesta usual es refe­ rir al estudiante a los criterios de evaluación presentados en el prontuario de la materia, el cual estudiamos juntos al comienzo del curso. Los «criterios de eva­ luación» del Dios de Jeremías estaban claramente expuestos en el libro de la ley hallado y aplicado en las reformas de Josías. Él, el Juez justo de toda la tierra, se rige siempre por lo que ha escrito y ha dado a conocer de antemano a sus hijos. Las reformas de Josías El joven rey Josías percibió que el castigo de Dios para su pueblo era inevi­ table; sin embargo, conociendo el carácter bondadoso del Dios de Jeremías, siguió adelante con lo que estaba en su poder hacer: motivar al pueblo a volver a la obediencia. Impulsaría una reforma espiritual que tal vez lograría mover el corazón de Dios a atenuar sus juicios con misericordia.5 Ese gran movimiento consistió de muchas reformas encaminadas mayormente a la eliminación de la idolatría y la restauración de la verdadera adoración al Dios del cielo. Las reformas más notables fueron las siguientes (2 Rey. 23): 1. Purificó el templo de Jerusalén sacando de él todos los utensilios que ha­ bían sido usados para el culto a Baal, a «todo el ejército de los cielos», y la imagen de la diosa Aserá, todos los cuales quemó en el Valle de Cedrón, en la afueras de Jerusalén. 2. Destituyó a los sacerdotes idólatras que habían sido nombrados por los reyes anteriores. 3. Destituyó a los sacerdotes clandestinos que quemaban incienso a los sig­ nos del zodiaco. 4. Derrumbó los cuartos dedicados a la prostitución idolátrica en los predios del templo del Señor.
  • 9. 8. El Dios de Josías • 97 5. Con la ayuda de los sacerdotes de las demás ciudades de Judá, profanó los lugares altos de Jerusalén y los otros sitios donde se acostumbraba quemar incienso. 6. Derribó los altares paganos ubicados junto a la puerta de Josué el gober­ nador, a la izquierda de la entrada a la ciudad. 7. Eliminó el santuario llamado Tofet, que estaba en el valle de Ben Hinón, para que nadie sacrificara en el fuego a su hijo o hija en honor a Moloc. 8. Se llevó los caballos que los reyes de Judá habían consagrado al sol y que estaban a la entrada del templo del Señor, y quemó los carros consagrados al culto del astro rey. 9. Derribó los altares que los reyes de Judá habían erigido en la azotea de la sala de Acaz, y los que Manasés había erigido en los dos atrios del templo. 10. Eliminó los altares paganos que había al este de Jerusalén, los cuales el rey Salomón había construido para las divinidades paganas Astarté, Quemos y Moloc. 11. Derribó y quebró todas las estarnas de Aseráy llenó los lugares que ocupa­ ban con huesos humanos. 12. Derribó el altar de Betel y el santuario pagano construidos por Jeroboam, rey de Israel. 13. Contaminó el altar de las afueras de Betel quemando sobre él huesos de muertos, cumpliendo así la palabra anunciada de antemano por el Señor (1 Rey. 13: 2). 14. Eliminó todos los santuarios paganos que los reyes de Israel habían cons­ truido en las ciudades de Samaría. 15. Mató sobre los altares a todos los sacerdotes de aquellos santuarios paga­ nos, y encima de ellos quemó huesos humanos. 16. Expulsó a los adivinos y a los hechiceros, y eliminó toda clase de ídolos y el resto de las cosas detestables que se veían en Judá y en Jerusalén. 17. Restituyó la celebración de la Pascua: «Después el rey dio esta orden al pueblo: "Celebren la Pascua del Señor su Dios, según está escrito en este libro del parto"» (2 Rey. 23: 21, NVI). La celebración de la Pascua, de una nueva manera, nacional, colectiva y no meramente familiar, estaba destinada a marcar el comienzo de una nueva era, la de un parto renovado con el Dios que no los había abandonado desde su primera celebración, al liberarlos del cautiverio egipcio.
  • 10. 98 • El Dios de Jeremías Notemos dos cosas importantes. La primera es que en su obra de reforma Josías actuó como lo hizo para cumplir las instrucciones de la ley de Dios, es­ critas en el libro que el sacerdote Hilcías encontró en el templo (2 Rey. 23: 24). La Palabra escrita es la base de toda verdadera reforma. Y la segunda es que el rey no solo quitaba los ídolos, las imágenes y los símbolos de idolatría y los colocaba a un lado, sino que después de eliminarlos de sus lugares los hacía demoler completamente y disponía del polvo de maneras espiritualmente alec­ cionadoras. El mensaje era claro: él no quería un cambio temporal sino una reforma permanente. Vislumbres adicionales del Dios de Josías El Dios de Jeremías fue el Dios de Josías. Su actitud y respuesta ante la bús­ queda del joven rey de Judá nos provee las siguientes vislumbres adicionales de su carácter: Primera: Es un Dios que cumple su palabra y hará lo que ha dicho en su reve­ lación escrita; si no nos sometemos a ella, el hecho de ser sus hijos no nos li­ brará de las consecuencias (2 Rey. 22: 16). Segunda: Es un Dios que conoce nuestros corazones y ve su sinceridad. Por lo tanto, podemos depositar en él toda nuestra confianza, pues él percibe nuestras necesidades más íntimas (2 Rey. 22: 19). Tercera: Es un Dios que se deleita en perdonar y está dispuesto a borrar nues­ tras rebeliones. Si como Josías lo buscamos de todo corazón su promesa es: «Los purificaré de todas las iniquidades que cometieron contra mí; les perdo­ naré todos los pecados con que contra mí se rebelaron» (Jer. 33: 8). Cuarta: Es un Dios que trata con misericordia a quienes lo buscan. Aunque el mal sobre Judá ya era inevitable, a Josías, quien buscó a Dios de corazón, le dijo que él descansaría en paz y no lo vería ocurrir en sus días (2 Rey. 22: 20). Quinta: Es un Dios que ve nuestras lágrimas y nos oye cuando clamamos a él. Cada vez que oímos o leemos las palabras de su libro, la Biblia, y nos humilla­ mos ante su presencia, son para nosotros las palabras que él le dirigió a Josías: «Por cuanto oíste las palabras del libro y tu corazón se enterneció y te has hu­ millado delante de Jehová al escuchar lo que yo he dicho (...) y has llorado en mi presencia, también yo te he oído, dice Jehová» (2 Rey. 22: 19).
  • 11. 8. El Dios de Josías • 99 Sexta: Es un Dios que, sin importar cuán grave sea nuestro pecado, se deja en­ contrar cuando lo buscamos con toda la sinceridad de nuestro corazón (Isa. 1: 18; 2 Crón. 33: 12, 13). Referencias 1. O cuarenta y cinco años, según la interpretación que algunos eruditos hacen de los registros históricos y de ciertas referencias bíblicas. Losch, p. 271. 2. ASB, p. 565. 3. Unger's Bible Dictionary, «Book», p. 151. 4. Emest Arthur Edghill, Hasting's Dictionary ofthe Bible (1996), s.v. «Law (in the OT)». 5. Elena G. de White, Profetas y reyes, cap. 33, p. 268.