Notas de Elena | Lección 9 | Jesús, el gran Maestro | Escuela Sabática
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II Trimestre de 2015
El libro de Lucas
Notas de Elena G. de White
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Lección 9
30 de mayo 2015
Jesús, el gran Maestro:
Sábado 23 de mayo
“Y se admiraban de su doctrina, porque su palabra era con autoridad”.
Nunca antes habló otro que tuviera tal poder para despertar el pensamiento,
encender la aspiración y suscitar cada aptitud del cuerpo, la mente y el alma.
La enseñanza de Cristo, lo mismo que su simpatía, abarcaba el mundo.
Nunca podrá haber una circunstancia de la vida, una crisis de la experiencia
humana que no haya sido prevista en su enseñanza, y para la cual no tengan
una lección sus principios.
Las palabras del Príncipe de los maestros serán una guía para sus colabo-
radores, hasta el fin.
Para él eran uno el presente y el futuro, lo cercano y lo lejano. Tenía en
vista las necesidades de toda la humanidad. Ante su mente estaban desplega-
das todas las escenas de esfuerzo y progreso humanos, de tentación y conflic-
to, de perplejidad y peligro. Conocía todos los corazones, todos los hogares,
todos los placeres, los gozos y las aspiraciones...
De sus labios la Palabra de Dios llegaba a los corazones de los hombres
con poder y significado nuevos. Su enseñanza proyectó nueva luz sobre las
cosas de la creación. En la faz de la naturaleza se vieron una vez más los
resplandores que el pecado había eclipsado. En todos los hechos e incidentes
de la vida, se revelaba una lección divina y la posibilidad de gozar de la
compañía de Dios. El Señor volvió a morar en la tierra; los corazones huma-
nos percibieron su presencia; el mundo fue rodeado por su amor. El cielo
descendió a los hombres. En Cristo, sus corazones reconocieron a Aquel que
les había dado acceso a la ciencia de la eternidad (La educación, pp. 81, 82).
La misión de Jesús fue puesta de manifiesto por milagros convincentes.
Su doctrina asombró a la gente... Era un sistema de verdad que satisfacía la
necesidad del corazón. Su enseñanza era clara, sencilla y abarcante. Las ver-
dades prácticas que enunció tenían poder de convicción y llamaban la aten-
ción de la gente. Las multitudes permanecían junto a él, maravillándose por
su sabiduría. Sus modales estaban en armonía con las grandes verdades que
proclamaba. No pedía disculpas, no vacilaba, ni había la menor sombra de
duda o incertidumbre de que fueran diferentes de lo que declaraba. Hablaba
de lo terrenal y de lo celestial, de lo humano y lo divino, con autoridad abso-
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luta; y la gente se admiraba “de su doctrina, porque su palabra era con auto-
ridad” (Lucas 4:32) (Reflejemos a Jesús, p. 93).
Domingo 24 de mayo: La autoridad de Jesús
El pensamiento de que Dios puede tomar a un pobre ser humano, pecami-
noso y cuitado, para transformarlo por su gracia de modo que llegue a ser
heredero de Dios y coheredero de Jesús, es demasiado grande para nuestra
humana comprensión... Cristo toma sobre sí los pecados del transgresor y le
imputa su justicia, y por su gracia transformadora lo capacita para relacionar-
se con los ángeles y comulgar con Dios (La maravillosa gracia de Dios, p.
250).
Mientras estaba Jesús en la sinagoga, hablando del reino que había venido
a establecer y de su misión de libertar a los cautivos de Satanás, fue inte-
rrumpido por un grito de terror. Un loco se lanzó hacia adelante de entre la
gente, clamando: “Déjanos, ¿qué tenemos contigo, Jesús Nazareno? ¿Has
venido a destruirnos? Yo te conozco quién eres, el Santo de Dios”.
Todo quedó entonces en confusión y alarma. La atención se desvió de
Cristo, y la gente ya no oyó sus palabras. Tal era el propósito de Satanás al
conducir a su víctima a la sinagoga. Pero Jesús reprendió al demonio dicien-
do: “Enmudece, y sal de él. Entonces el demonio, derribándole en medio,
salió de él, y no le hizo daño alguno”.
La mente de este pobre doliente había sido obscurecida por Satanás, pero
en presencia del Salvador un rayo de luz había atravesado las tinieblas. Se
sintió incitado a desear estar libre del dominio de Satanás; pero el demonio
resistió al poder de Cristo. Cuando el hombre trató de pedir auxilio a Jesús, el
mal espíritu puso en su boca las palabras, y el endemoniado clamó con la
agonía del temor. Comprendía parcialmente que se hallaba en presencia de
Uno que podía librarle; pero cuando trató de ponerse al alcance de esa mano
poderosa, otra voluntad le retuvo; las palabras de otro fueron pronunciadas
por su medio. Era terrible el conflicto entre el poder de Satanás y su propio
deseo de libertad.
Aquel que había vencido a Satanás en el desierto de la tentación, se volvía
a encontrar frente a frente con su enemigo. El diablo ejercía todo su poder
para conservar el dominio sobre su víctima. Perder terreno, sería dar una
victoria a Jesús. Parecía que el torturado iba a fallecer en la lucha con el
enemigo que había arruinado su virilidad. Pero el Salvador habló con autori-
dad, y libertó al cautivo. El hombre que había sido poseído permanecía de-
lante de la gente admirada, feliz en la libertad de su dominio propio. Aun el
demonio había testificado del poder divino del Salvador...
La gente estaba muda de asombro. Tan pronto como recuperaron el habla,
se dijeron unos a otros: “¿Qué palabra es ésta, que con autoridad y potencia
manda a los espíritus inmundos, y salen?” (El Deseado de todas las gentes,
pp. 220, 221).
Se necesitaba nada menos que un poder creador para devolver la salud a
ese cuerpo decaído. La misma voz que infundió vida al hombre creado del
polvo de la tierra, la infundió al paralítico moribundo. Y el mismo poder que
dio vida al cuerpo, renovó el corazón. Aquel que en la creación “dijo, y fue
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hecho”; que “mandó, y existió” (Salmo 33:9), infundió vida al alma muerta
en transgresiones y pecados. La curación del cuerpo era prueba evidente del
poder que había renovado el corazón. Cristo mandó al paralítico que se le-
vantara y anduviera, “para que sepáis –dijo– que el Hijo del hombre tiene
potestad en la tierra de perdonar pecados”.
El paralítico encontró en Cristo curación para su alma y para su cuerpo.
Necesitaba la salud del alma antes de poder apreciar la salud del cuerpo. An-
tes de poder sanar la enfermedad física, Cristo tenía que infundir alivio al
espíritu y limpiar el alma de pecado
El efecto producido en el pueblo por la curación del paralítico fue como si
el cielo se hubiera abierto para revelar las glorias de un mundo mejor. Al
salir el que había sido curado por entre la muchedumbre, bendiciendo a Dios
a cada paso y llevando su carga como si no pesara más que una pluma, el
pueblo se apartaba para dejarle pasar, mirándolo con extrañeza y susurrando:
“Hemos visto maravillas hoy” (Lucas 5:26) (El ministerio de curación, pp.
51, 52).
Lunes 25 de mayo: El gran sermón de Cristo
Por las pruebas y persecuciones se revela la gloria o carácter de Dios en
sus elegidos. La iglesia de Dios, perseguida y aborrecida por el mundo, se
educa y se disciplina en la escuela de Cristo. En la tierra, sus miembros tran-
sitan por sendas estrechas y se purifican en el horno de la aflicción. Siguen a
Cristo a través de conflictos penosos; se niegan a sí mismos y sufren ásperas
desilusiones; pero los dolores que experimentan les enseñan la culpabilidad y
la desgracia del pecado, al que miran con aborrecimiento.
Siendo participantes de los padecimientos de Cristo, están destinados a
compartir también su gloria. En santa visión, el profeta vio el triunfo del
pueblo de Dios. Dice: “Vi también como un mar de vidrio mezclado con
fuego; y a los que habían alcanzado la victoria sobre la bestia... en pie sobre
el mar de vidrio y con las arpas de Dios. Y cantan el cántico de Moisés sier-
vo de Dios, y el cántico del Cordero, diciendo: Grandes y maravillosas son
tus obras. Señor Dios Todopoderoso; justos y verdaderos son tus caminos,
Rey de los santos”. “Estos son los que han salido de la gran tribulación, y
han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero. Por
esto están delante del trono de Dios, y le sirven día y noche en su templo; y
el que está sentado sobre el trono extenderá su tabernáculo sobre ellos” (El
discurso maestro de Jesucristo, p. 30).
No podemos esperar hasta el juicio para estar dispuestos a negarnos al yo
y levantar la cruz. No podremos entonces formar caracteres para el cielo. Es
aquí, en esta vida, donde debemos colocarnos al mando del humilde y abne-
gado Redentor. Es aquí donde debemos vencer la envidia, la contienda, el
egoísmo, el amor al dinero, el amor al mundo. Es aquí donde debemos entrar
en la escuela de Cristo y aprender del Maestro las preciosas lecciones de
mansedumbre y humildad. Y es aquí donde debemos hacer los mayores es-
fuerzos para ser leales y fieles al Dios del cielo (Alza tus ojos, p. 190).
La regla de oro es el principio de la cortesía verdadera, cuya ilustración
más exacta se ve en la vida y el carácter de Jesús. ¡Oh! ¡Qué rayos de amabi-
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lidad y belleza se desprendían de la vida diaria de nuestro Salvador! ¡Qué
dulzura emanaba de su misma presencia! El mismo espíritu se revelará en sus
hijos. Aquellos con quienes mora Cristo serán rodeados de una atmósfera
divina. Sus blancas vestiduras de pureza difundirán la fragancia del jardín del
Señor. Sus rostros reflejarán la luz de su semblante, que iluminará la senda
para los pies cansados e inseguros.
Nadie que tenga el ideal verdadero de lo que constituye un carácter per-
fecto dejará de manifestar la simpatía y la ternura de Cristo. La influencia de
la gracia debe ablandar el corazón, re finar y purificar los sentimientos, im-
partir delicadeza celestial y un sentido de lo correcto.
Todavía hay un significado mucho más profundo en la regla de oro. Todo
aquel que haya sido hecho mayordomo de la gracia múltiple de Dios está en
la obligación de impartirla a las almas sumidas en la ignorancia y la oscuri-
dad, así como, si él estuviera en su lugar, desearía que se la impartiesen. Dijo
el apóstol Pablo: “A griegos y a no griegos, a sabios y a no sabios soy deu-
dor”. Por todo lo que hemos conocido del amor de Dios y recibido de los
ricos dones de su gracia por encima del alma más entenebrecida y degradada
del mundo, estamos en deuda con ella para comunicarle esos dones. Así su-
cede también con las dádivas y las bendiciones de esta vida: cuanto más po-
seáis que vuestros prójimos, tanto más sois deudores para con los menos
favorecidos. Si tenemos riquezas, o aun las comodidades de la vida, entonces
estamos bajo la obligación más solemne de cuidar de los enfermos que su-
fren, de la viuda y los huérfanos, así como desearíamos que ellos nos cuida-
ran si nuestra condición y la suya se invirtieran (El discurso maestro de Jesu-
cristo, pp. 114, 115).
Martes 26 de mayo: Una nueva familia
La vida de Cristo, que da vida al mundo, está en su Palabra. Por su pala-
bra Jesús sanó enfermedades y echó demonios; por su palabra calmó el mar y
resucitó a los muertos; y la gente daba testimonio de que su palabra era con
poder. Él hablaba la palabra de Dios como fue hablada por todos los profetas
y maestros del Antiguo Testamento. La Biblia entera es una manifestación de
Cristo. Es nuestra fuente de poder (En lugares celestiales, p. 134).
Cristo miró al joven, y anheló que le entregara su alma. Anheló enviarlo
como un mensajero de bendición a los hombres. En lugar de aquello que lo
invitó a entregarle, Cristo le ofreció el privilegio de su compañía. “Sígueme”,
dijo. Este privilegio había sido considerado como un gozo por Pedro, Santia-
go y Juan. El joven mismo miraba a Cristo con admiración. Su corazón era
atraído hacia el Salvador. Pero no estaba listo a aceptar el principio del sacri-
ficio propio expresado por el Salvador. Elegía sus riquezas antes que a Jesús.
Anhelaba la vida eterna, pero no quería recibir en el alma ese amor abnega-
do, el único que es vida, y con un corazón pesaroso se apartó de Cristo
Al alejarse el joven, Jesús dijo a sus discípulos: “¡Cuán dificultosamente
entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!” (Palabras de vida del
gran Maestro, pp. 324, 325).
El Salvador era huésped en la fiesta de un fariseo. Él aceptaba las invita-
ciones tanto de los ricos como de los pobres, y, según su costumbre, vincula-
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ba la escena que tenía delante con lecciones de verdad. Entre los judíos las
fiestas sagradas se relacionaban con todas sus épocas de regocijo nacional y
religioso. Eran para ellos un tipo de las bendiciones de la vida eterna. La gran
fiesta en la cual habían de sentarse junto con Abrahán, Isaac y Jacob, mien-
tras los gentiles estuviesen fuera mirando con ojos anhelantes, era un tema en
el cual les gustaba espaciarse. La lección de amonestación e instrucción que
Cristo quería dar, la ilustró en esta ocasión mediante la parábola de la gran
cena. Los judíos pensaban reservarse exclusivamente para sí las bendiciones
de Dios, tanto las que se referían a la vida presente como las que se relacio-
naban con la futura. Negaban la misericordia de Dios a los gentiles. Por la
parábola, Cristo les demostró que ellos estaban al mismo tiempo rechazando
la invitación misericordiosa, el llamamiento al reino de Dios. Les mostró que
la invitación que habían desatendido debía ser enviada a aquellos a quienes
habían despreciado, aquellos de los cuales habían apartado sus vestiduras,
como si se tratara de leprosos que debían ser rehuidos.
Al escoger los huéspedes para su fiesta, el fariseo había consultado sus
propios intereses egoístas. Cristo le dijo: “Cuando haces comida o cena, no
llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos;
porque también ellos no te vuelvan a convidar, y te sea hecha compensación.
Mas cuando haces banquete, llama a los pobres, los mancos, los cojos, los
ciegos; y serás bienaventurado; porque no te pueden retribuir; mas te será
recompensado en la resurrección de los justos”...
Estas fiestas tenían una lección más amplia. Las bendiciones espirituales
dadas a Israel no eran solamente para los israelitas. Dios les había concedido
el pan de vida para que lo repartieran al mundo (Palabras de vida del gran
Maestro, pp. 173, 174).
Miércoles 27 de mayo: Definición de amor: Parábola del buen samari-
tano - 1a parte
El Antiguo Testamento era el libro de texto de Israel. Cuando el intérprete
de la ley vino a Cristo con la pregunta: “Maestro, ¿haciendo qué cosa hereda-
ré la vida eterna?”... el Salvador dijo: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo
lees? El respondiendo, dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y
con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo
como a ti mismo” (Lucas 10: 25-28)...
Si no hubiera otro pasaje en la Biblia, éste tiene suficiente luz, conoci-
miento y seguridad para cada alma. El intérprete de la ley había contestado
su propia pregunta, pero deseando justificarse dijo a Jesús: “¿Quién es mi
prójimo?” (versículo 29). Entonces, por medio de la parábola del buen sama-
ritano, Cristo mostró quién es nuestro prójimo, y nos dio un ejemplo del
amor que deberíamos manifestar hacia los que sufren y están necesitados. El
sacerdote y el levita, cuyo deber era ministrar en favor de las necesidades del
extranjero, pasaron de largo.
Al final de la narración, Cristo pregunta al intérprete de la ley: “¿Quién,
pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los
ladrones? Él dijo: El que usó de misericordia con él. Entonces Jesús le dijo:
Ve, y haz tú lo mismo” (versículos 36, 37).
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En la Palabra de Dios... hay lecciones prácticas. Esa Palabra enseña prin-
cipios vivos, santos, que impulsaron a los hombres a hacer a otros lo que
ellos querían que los otros hicieran con ellos; principios que han de introdu-
cir en su vida diaria aquí y que han de llevar con ellos a la escuela superior
(Alza tus ojos, p. 213).
La ley divina requiere que amemos a Dios en forma suprema, y a nuestro
prójimo como a nosotros mismos. Sin el ejercicio de este amor, la más ele-
vada profesión de fe es mera hipocresía. El adorador de Dios descubrirá que
no puede atesorar ni una fibra de la raíz del egoísmo. No puede cumplir sus
deberes hacia Dios y oprimir a sus semejantes. El segundo principio es seme-
jante al primero: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. “Haz esto, y vivi-
rás”. Estas son las palabras de Jesucristo de las cuales no puede apartarse
ningún hombre, mujer o joven que sea verdadero cristiano. Es la obediencia a
los principios de los mandamientos de Dios lo que modela el carácter de
acuerdo con la similitud divina.
Dejar a un vecino sufriente sin atender a sus necesidades, equivale a abrir
una brecha en la ley de Dios... El que ama a Dios no solamente amará a sus
semejantes, sino que considerará con tierna compasión las criaturas que Dios
ha hecho. Cuando el Espíritu de Dios está en el hombre, induce a prestar
alivio en lugar de producir sufrimiento... Debemos cuidar cada caso de su-
frimiento, y considerarnos instrumentos de Dios para aliviar al necesitado
hasta donde nos lo permita nuestra habilidad. Debemos ser colaboradores de
Dios... Interroguémonos con corazón fervoroso: “¿Quién es mi prójimo?”
Nuestro prójimo no es meramente nuestro vecino o nuestro amigo particular;
no son sencillamente los que pertenecen a nuestra iglesia y piensan como
nosotros. Nuestro prójimo es toda la familia humana (Hijos e hijas de Dios,
p. 54).
Jueves 28 de mayo: Definición de amor: Parábola del buen samaritano -
2a parte
Mediante esa parábola se estableció para siempre el deber del hombre pa-
ra con su vecino. Debemos atender todo caso de sufrimiento y considerarnos
como los agentes de Dios para aliviar a los necesitados hasta el máximo de
nuestras posibilidades. Hemos de ser obreros junto con Dios. Hay quienes
manifiestan gran afecto a sus familiares, a sus amigos y favoritos, pero no
son considerados y bondadosos con los que necesitan tierna simpatía, los que
necesitan bondad y amor.
Con corazones sinceros preguntémonos: ¿Quién es mi prójimo? Nuestros
prójimos no son solo nuestros asociados y amigos especiales, no son senci-
llamente los que pertenecen a nuestra iglesia, o los que piensan como noso-
tros. Nuestro prójimo es toda la familia humana. Hemos de hacer bien a to-
dos los hombres, especialmente a los que son “de la familia de la fe”. Hemos
de demostrar al mundo qué significa cumplir la ley de Dios.
Acércate a tus vecinos, uno por uno, hasta que sus corazones sean entibia-
dos por tu interés y amor abnegados. Simpatiza con ellos, ora por ellos, busca
oportunidades para hacerles bien, y en cuanto puedas, reúne a algunos para
abrir la Palabra de Dios ante sus mentes entenebrecidas. Vela como quien ha