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trasladara hasta el embarcadero de la Escuela
Madre de la Divina Providencia. De pronto, la
niña vio ciertos destellos que se desplazaban en
medio de la bruma, como pequeños peces fuera del
agua, amenazando con regresar de un salto a su
mundo submarino.
Desde el muelle, ambos miraban en silencio
aquel paisaje de ensueño. Diego montaba su
espléndida bicicleta, pedaleando de un lado a otro,
como si la pasarela de madera no existiera. En
medio de la bruma, mecida por las olas, apareció
una imponente figura, cuando la neblina
comenzaba a dejarle un espacio de cielo al océano.
La niña se estremeció de la cabeza a los pies, como
si una brisa gélida la dominara, porque creyó haber
visto a su hermano.
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Tiara se volvió para mirar a Diego a los ojos,
porque en ellos se reflejaba mejor el color gris del
mar y del cielo. El rostro del muchacho hizo una
mueca de asombro y saltó como un resorte,
perturbado por la repentina reacción de su
compañera.
—¿Qué pasa? —balbuceó.
—No, nada —titubeó ella.
—¿Nos vienen a buscar? —preguntó
Diego.
Tiara permaneció expectante unos segundos ante
la sorprendente aparición que emergió de la nada:
mecida por las olas, flotaba la imponente piragua.
La nave se acercó. Ocho hombres la tripulaban.
Entre ellos se encontraba el abuelo de la niña y
Kiko, el hermano mayor de Tiara.
Ataviados con finas plumas multicolores, los
tripulantes de aquella embarcación maravillosa
detuvieron el acompasado movimiento de los
remos a escasos metros de la costa. Tiara buscó
refugio junto a Diego; temblaba de miedo.
—¡Eres una Miru! —saludaron—. Miembro de
nuestra estirpe real.
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—¿Quiénes son ustedes? —preguntó la niña,
volviéndose a ellos.
—Son los príncipes Ariki Paka y vienen por ti
—respondió el anciano.
—¡Qué bueno! —replicó Tiara, sin mayor
alegría—. Para que nos lleven a la escuela.
—Navegamos contra el tiempo —respondieron
apremiados los príncipes—. Es largo el viaje hasta
las costas del Poike.
—¿Y mi papito? —insistió la niña.
—El competirá en una prueba muy dura
—respondió el abuelo.
—¡Quiero ir a verlo!
—Tiara —se apresuró Kiko—, aborda tu pora y
rema hasta nuestra embarcación.
—¿Tengo que subirme a la balsa? —exclamó la
niña, al tiempo que miraba a su abuelo y a Diego,
mudo de asombro.
—Eres navegante, igual que nosotros
—respondieron los príncipes.
Mientras la niña intentaba separarse de su amigo
para obedecer las instrucciones que recibía,
impulsada por la misteriosa voluntad que la
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dominaba, se preguntó si Diego estaría dispuesto a
ir con ella.
—¿Vienes, Diego? —insistió.
El muchacho dudó. El abuelo y Kiko exigieron a
la niña que se apurara, que no había tiempo que
perder.
—No iré sin él —respondió Tiara.
—Que aborde la nave —ordenaron los príncipes.
—Vamos, Diego —dijo Tiara—. Monta de una
vez en tu bici y ven conmigo.
Al escuchar que Tiara mencionaba la bicicleta,
Diego, víctima de una fuerza misteriosa y con
sorprendente habilidad, comenzó a desplazarse
lentamente por el embarcadero, zigzagueando de
un lado a otro, a punto de perder el equilibrio,
avanzando hasta el agua. Eran saltos pequeños, con
una rueda primero y luego con la otra, logrados al
apretar y soltar los frenos. Parecía un caballo
desahogando su dicha; una extraña figura de goma
que rebotaba sobre el entablado resbaladizo. La
niña no hacía más que celebrar la habilidad de su
compañero.
Tiara contemplaba maravillada la destreza de
Diego. Ella corrió a los botes, junto a los cuales
9. 9
flotaba su Amiga Yara, la balsa de espuma plástica.
Acomodó su mochila, desató la amarra y de un
salto abordó decididamente la débil embarcación.
Arrodillada en la
—¿Y mi papito? —preguntó, mientras se
abrigaba con su chaleco de lana.
—Se embarcó temprano. Aquí no hay hombre
flojo, chica.
—¿Y el Kiko?
—Salió de pesca con su padre, hija.
Tiara fue a mirar por la ventana. Para su sorpresa,
la bruma se mantenía suspendida sobre el mar tal
como la viera en su sueño. En el embarcadero le
pareció distinguir a Diego, inmóvil frente al mar,
sosteniendo su bicicleta con ambas manos, como si
estuviera dispuesto a lanzarse al agua con ella.
Entonces, la niña recordó el sueño que había
tenido y regresó entusiasmada a la cocina. Vertió
leche caliente en un jarro enlozado y la endulzó
con azúcar. Se sentó a cubrir de margarina una
media rebanada de pan amasado recién sacado del
horno y apuró el desayuno. Mientras bebía el resto
de leche humeante, fue asaltada por una idea que
la hizo temblar de pies a cabeza: tal vez su madre
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deseaba que esa mañana se quedara en la casa, pues
era muy arriesgado navegar con tanta niebla. De
todos modos, la niña prefería no faltar a clases. En
la escuela, al menos, podía deambular por los
pasillos, aun cuando nadie la acompañara. Y frente
al profesor, siempre existía la posibilidad de alzar
la mano y ser tomada en cuenta.
Por fortuna, su madre estaba demasiado ocupada
en sus quehaceres como para preocuparse de la hija
del medio, la que al parecer a nadie importaba.
Pero si al menos regresara su padre o su hermano
de la pesca... ¿Se sentiría reconfortada?
—Mamá, tengo que ir a la escuela
—rogó.
—Hija —respondió después de un rato la madre,
afanada como estaba en el cuidado de sus hijos
pequeños—, no faltará quien la balsee.
Tiara se levantó de un salto de la mesa y volvió al
cuarto de baño. Cepilló con descuido sus dientes,
se enjuagó la boca con un potente sorbo de agua y
terminó de limpiarse los labios con un paño de
algodón, bordado con delicadas flores rojas y
amarillas.
—¡Chao, mamá! —gritó desde la
11. 11
puerta.
—Váyase como pueda, hija —respondió la
madre.
Con su uniforme azul, salió a la bruma de la
mañana. Saltando como una gaviota, siguió el
camino que señalaba la estrecha pasarela. Hasta
que descendió por la escalinata de madera que
conducía al muelle.
Tiara se aproximó a su compañero de escuela y le
ofreció la mejilla para aceptar un beso desganado y
tibio. De uno de sus bolsillos sacó la delgada cuerda
para el juego del kai-kai su entretención
predilecta, mientras esperaba el bote que los
balsearía hasta la caleta de la escuela.
—Anoche soñé contigo —dijo, sonriendo.
—¿Qué cosa, Huevito? —preguntó Diego, muy
serio.
Pero Tiara no respondió. Tensó el cordel entre
sus dedos entumecidos y con los pulgares y los
índices formó diversas figuras a medida que
cantaba:
Kia—kia; kia—kia;
tari rau kumara,
i te ehu—ehu;
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i te Papua—púa.
—¡Ya está la Pascuala con sus cosas extrañas!
—comentó Diego, en tono de burla.
—¡Pascuala! —remedó Tiara.
—¿No le dicen Pascual a tu padre? —insistió
Diego.
—¿Por qué no le dicen Huevito también?
—replicó la niña.
—Porque él no come huevos como tú lo hacías
cuando eras chica —prosiguió Diego—. En
cambio, él viene de Isla de Pascua como toda tu
familia.
—¡Picado!
—¿Por qué? —replicó Diego.
—Porque no entiendes mi canto.
—¿A quién le importa?
Golondrina de mar, golondrina;
traes ramitas de camote,
en la penumbra y en la suave neblina.
—¡Qué bonito! —se burló Diego.
—Como tu bicicleta —replicó Tiara, muy
molesta.
—¿Qué tiene mi bici?
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-—Es como el horno eléctrico que le trajeron a tu
mamá de Puerto Cisnes.
—¡Picada!
—¿De qué sirve?
—Bueno, pero ya lo usará cuando pongan el
nuevo generador de electricidad. —¿Y tú?
-¿Qué?
—¡Que quieres ser maestra cuando
grande!
—Si tu sueño es andar en bici —respondió
Tiara—, por estas pasarelas donde apenas cabe una
persona, yo sueño con ser directora, igual que la tía
Emilia.
—¡Directora! ¿Puedo reírme un rato?
—Puedes, pero no me gusta que se rían de mí.
En ese preciso momento se acercó a ellos la
mamá de Diego.
Por un instante guardaron silencio; a
regañadientes hicieron una tregua. En el fondo de
sus corazones abrigaban sentimientos de mutua
aprobación. Diego reconocía en Tiara cierta
delicadeza y sensibilidad, que la predisponía a
descubrir la magia de las cosas. Y ella admiraba la
14. 14
tenacidad del más cercano de sus compañeros, que
soñaba con ir a la escuela en bicicleta.
Pero, ¿cómo lo haría? En Puerto Gala, en la Isla
Toto, en el archipiélago de Los Chonos, no hay
calles para vehículos ni veredas para los peatones.
Los únicos medios de transporte motorizado que se
conocen son las lanchas y las pangas.
Las casas del poblado se apretaban unas con otras,
por la falta de espacio. Más rocas que tierra. Las
precarias construcciones se hicieron quitando
espacio a la piedra, a punta de pasarelas,
plataformas y palafitos. Los moradores debían
circular por estrechas veredas de madera que
permitían el acceso a cada vivienda. Más terreno
no había en aquellas rocas.
A falta de un sitio amplio, con instalaciones para
hacer ejercicios, el hermano de Tiara había tenido
la ocurrencia de utilizar las mismas embarcaciones
como plaza de juegos, inventando el modo de
trepar a los botes y transformar en columpio las
cuerdas tensadas que sujetaban las naves.
—Me la llevo —sugirió la mujer, mientras se
apoderaba de la bicicleta, haciendo que su hijo se
bajara de ella.
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—¡No, mamá! —rogó Diego—. Todavía no ha
venido nadie a buscarnos.
—¡Pero se hace tarde! —protestó la madre,
observando atentamente el muro de humedad
suspendida sobre el agua y que impedía ver el
horizonte más cercano.
Varias embarcaciones menores flotaban junto a
las rocas, sin remos ni chumaceras; sin esos
implementos era imposible bogar.
Y si esos niños hubiesen contado con ellos, sus
padres jamás les perdonarían maniobrar un bote
sin su consentimiento. También estaban las balsas
de espuma plástica que ellos utilizaban para jugar.
Era el envase que usaban los tripulantes del barco
que solía llegar de Puerto Montt a recoger la
merluza que pescaban los hombres de la caleta.
Esas cajas de plumavit eran llenadas de pescado
fresco, conservado con hielo en la bodega del
barco.
Tiara recordaba cuánto había costado cortar el
enorme trozo de espuma plástica, con el cuchillo
conseguido por su hermano Kiko en la cocina de la
casa. Los dos habían estado una tarde entera junto
a las rocas dándole forma de balsa al pedazo de
16. 16
espuma plástica. Luego, con el mismo cuchillo lo
ahuecaron, para lograr el mismo espacio interior
de un bote. En este caso se trataba de una balsa
para divertirse junto a la costa.
Después consiguieron una vara de madera de un
metro y medio de largo y le clavaron dos palmetas
en los extremos. Kiko hizo una demostración para
que Tiara aprendiera a utilizar el remo y luego se
dedicó a instruirla con gran paciencia. Había sido
el trabajo de varios días seguidos, en primavera,
cuando el tiempo se presenta mucho más propicio
para navegar.
Pero no sólo la usaron como entretención. Cierta
vez, cuando Kiko era todavía muy pequeño para
acompañar a su padre en la pesca, ataron la balsa
con una cuerda bastante larga, la echaron al agua y
la alejaron de la costa con el remo. Habían
instalado en ella el volantín manu—hakerere del
abuelo, con un buen anzuelo y una carnada que la
propia Tiara había conseguido para la ocasión.
Siguiendo la costumbre, Kiko ató el volantín a la
popa de la falsa embarcación y de la cola colgó una
lienza con un anzuelo en su extremo, que por su
peso se hundió en el mar, manteniéndose alejado
17. 17
del bote y a merced de los vaivenes del viento. Ese
día, como el padre de Tiara no había regresado y
en casa no había qué hacer de comida, los niños
Miru consiguieron una pesca maravillosa: tres
merluzas españolas, robustas y sabrosas.
Por aquellos días, la balsa de Tiara no tenía
nombre y la niña decidió bautizarla con el nombre
de alguien que le encantaría que regresara a la
caleta: Amiga Yara. A partir de entonces siempre
mantuvo viva la esperanza de un reencuentro.
—Aquí hay botes de sobra —comentó la madre
de Diego y miró intensamente a Tiara, como si de
la niña dependiera el traslado de su hijo—, lo que
falta es que alguien se haga responsable.
—Mi papá puede llegar en cualquier momento
—respondió la niña.
—¿Lo cree, niña? —replicó la mujer—. Pero, la
verdad sea dicha, nunca he visto a su padre cruzar
a la escuela.
—Mi hermano también nos balsearía. Pero desde
que se hizo persona se va todos los días con mi
papito.
18. 18
—Claro —insistió la madre de Diego—. Su
hermano tampoco se muere por llevarla a la
escuela.
Ninguna lancha surcaba las aguas a esa hora de la
mañana. Los catorce alumnos que venían de otras
caletas y que diariamente cruzaban con algún
apoderado a la escuela, al parecer, ya lo habían
hecho. Por lo tanto, no había ninguna posibilidad
de que una embarcación pasara a recoger a los
rezagados de Caleta Chica.
La niña observó atentamente el accidentado
montículo de rocas que se extendía a lo largo de la
costa y que la niebla se lo tragaba como si nada más
existiera en el mundo.
—¡Por ahí podríamos ir a la escuela! —exclamó.
—¿Nunca le han dicho que no debe aventurarse
por esas rocas?
Tiara enmudeció y Diego tragó saliva. Ambos
cruzaron miradas temiendo ser sorprendidos en un
secreto que no debía ser develado por ningún
motivo. En varias ocasiones se habían aventurado
por esas rocas, jugando a enfrentar riesgos y pasar
la prueba, sin consecuencias. Felizmente para
ambos, nunca tuvieron nada que lamentar.
19. 19
Incluso, cuando Tiara era muy niña, había seguido
los pasos aventureros de su hermano, precisamente
en esas rocas tan peligrosas.
—Mi mamá siempre lo hace —reconoció la niña,
suspirando y roja como un tomate—. También en
la escuela nos dicen. Pero en verdad no es tan
peligroso, porque cuando Kiko era pequeñito
caminaba por ahí y a veces me dejaba ir a la siga.
Un grupo de toninas cruzó saltando frente a los
ojos de Tiara. Buscaban afanosas una embarcación
para nadar delante de la proa, formando una trenza
de espuma, alegrando la travesía de marineros y
pescadores.
—¿Qué hacer? —se preguntó—. De algún modo
hemos de llegar a la escuela.
El suave oleaje golpeaba porfiadamente en los
pies de Tiara, como si no tuviera ninguna urgencia.
—¡Oh, dulces olas! —suspiró.
Pero las olas tal vez son sordas y sólo nos hablan
con esa monotonía tan propia porque abandonaron
la escuela antes de aprender lo que debían.
—Lo que hace falta es una buena pasarela
—comentó la mujer—. Estos hombres, tan poco
prácticos para todo. Se preocuparon de hacer
20. 20
instalaciones de radio y olvidaron lo más
necesario.
Tiara observó los techos de las casas, levantadas
sobre las rocas, entre el espeso bosque y el mar. Las
antenas eran variadas y curiosas. Los hombres las
habían construido de alambre, estirando de los
ganchos para colgar chaquetas y pantalones; había
antenas con tapas de olla, con fondos de latón
recortado de aquellos tambores que alguna vez
fueron recipientes de aceite o de petróleo. Los
cables eléctricos que las conectaban parecían
mantenerlas atadas a las techumbres, evitando que
la ventisca las arrastrara cual cometas de los
confines.
La niña se sentó a esperar en la única roca sin
humedad, muy cerca del agua. Diego fue a sentarse
junto a ella.
—¿De verdad soñaste conmigo, Hue-
vito?
—La pura verdad —respondió ella.
—¿Y qué sueño fue ése?
—Mi abuelo y mi hermano vinieron a buscarnos,
para irnos en la nave de los príncipes, pero no
hubo forma de que te bajaras de tu bici —habló
21. 21
bien bajito, para que la madre de Diego no los
escuchara.
—¿Tu abuelo? —preguntó Diego, muy
sorprendido—. Ya está otra vez la Pascuala
diciendo tonteras.
—Podías flotar como una canoa —respondió ella.
—¿Estás loca?
—Hasta le puso nombre: vaka—ama.
—¡Qué suerte, hijo! —interrumpió la madre de
Diego—. Una lancha se acerca.
—¡Debe ser la vaka-poe—poe de mi papito!
—exclamó Tiara y se levantó llena de entusiasmo.
Se acercó a la orilla del pequeño embarcadero para
escuchar mejor la monotonía del motor fuera de
borda.
—Pero no es el lanchón de su padre, niña
—comentó satisfecha la madre de Diego—. Es el
de mi marido.
—¿Eso fue lo que soñaste, Huevito? —insistió
Diego, acercándose a la niña y tironeando una de
las mangas de su gruesa parka de invierno.
—Eso —musitó ella, triste y pensativa.
22. 22
El dilema
—¿Cómo estuvo la pesca, Anselmo?
—Escasa —respondió el padre de Diego, al
tiempo que su compañero de faenas comenzaba a
desembarcar unas cuantas cajas de espuma plástica
repletas de merluzas.
—¡Qué bueno que llegas a tiempo, viejo!
—comentó ella.
—¿Podemos subir, papá? —preguntó
el niño.
—Terminamos de descargar y nos vamos
—respondió el hombre.
Tiara y Diego abordaron la embarcación. El
lanchero aceleró el motor fuera de borda y el bote
se sacudió como en una tormenta. Tiara se aferró al
borde de la lancha y vio como sus zapatones se
hundían en el agua en el piso de madera. Tiara
buscó con la mirada el tarro para achicar el agua
del bote.
23. 23
La madre de Diego, después de mantener alzado
el brazo en señal de despedida,
24. 24
regresó al caserío. Tiara se quedó un largo rato
observando la bicicleta que la mujer se esforzaba
en mantener aferrada a su cintura, compartiendo
el caminar pausado y sin prisa. Las ruedas giraban
como medusas de plata, lanzando fríos destellos
con sus incontables rayos.
El agua salpicaba el borde de la embarcación y la
niña debió abrigar sus manos entumecidas.
Contempló entusiasmada la estela de espuma que
dejaba la trayectoria del bote y recordó la bicicleta
que en sueños había inventado su abuelo.
Tiara y Diego fueron los últimos en llegar a
clases. Sus compañeros ya estaban formados en el
patio, esperando el toque de la campana para
ingresar a la sala. Frente a ellos, observando cada
detalle, el pequeño grupo de docentes y auxiliares
se parapetaba bajo el alero del corredor techado de
la construcción de madera.
La directora consultó su reloj y asintió con la
cabeza. El profesor, que la observaba de muy cerca,
se dirigió a la campana y tiró de la cuerda. Tres
sones retumbaron en las paredes del edificio y en
la corteza de los árboles cercanos, que
apretadamente cubrían laderas y cerros. Los 23
25. 25
alumnos ingresaron a la sala de clases, seguidos por
su profesor, mientras la directora se dirigía a su
oficina y las tías Lidia y Elvira iniciaban sus labores
en el comedor y en la cocina.
—Nos corresponde matemáticas —señaló el
profesor, apenas los alumnos estuvieron sentados.
—¿Podríamos estudiar el dilema de
Diego?
—¿Dilema? —replicó el profesor, mirando a
Tiara y luego a Diego, que repentinamente se
quedó más tieso que una estaca. Y preguntó sin
entusiasmo, porque no deseaba que la niña le
aportillara una vez más la clase programada—.
¿Qué dilema? ¿Sabes lo que es eso?
—Sería bueno que lo resolviera —insistió Tiara.
—¿Qué le pasa? —protestó Diego.
—¡Dilema! —meditó el profesor—. Voz griega
que viene de dis, es decir dos, y lambanein, que
quiere decir tomar. Entonces, ¿qué tenemos? Un
argumento que presenta dos posiciones que
provocan confusión en quien las enfrenta. En
términos generales, es alguien encerrado en un
dilema. ¿Por qué, Diego? ¿Cuál es el tuyo?
26. 26
—No sabe qué hacer con ella —prosiguió Tiara,
adelantándose a que su compañero
28. 28
respondiera—. Quiere usarla, pero en la caleta no
se puede andar en bici.
—¡Tío Tato! —reaccionó por fin el muchacho—.
No sé de qué habla. Ya está de nuevo la Pascuala
diciendo leseras.
—¿Qué falta de respeto es ésa? —sentenció el
profesor.
—La Huevito ha estado toda la mañana en eso
—protestó Diego.
—Yo sólo quiero ayudarlo —se disculpó Tiara.
—¿De qué se trata? —insistió el profesor.
—Mi abuelo tuvo la genial idea...
—Su abuelo está muerto —interrumpió Diego
abruptamente.
—A ver, Tiara —tragó saliva el profesor—. ¿Qué
idea es ésa?
La niña, con gran desplante y sin un asomo de
duda, expuso lo que imaginaba y, a medida que lo
expresaba, le parecía más claro. El profesor
escuchó atentamente, en medio de un fastidioso
rumor, suma de murmullos, risas veladas y pullas
carentes de ingenio. Entonces optó por lo más
temido de la clase, aquello que acoquinaba hasta al
más audaz. Siempre los dejaba temblando con eso.
29. 29
—¡Al pizarrón! —señaló—. ¿Serías tan amable de
hacernos un bosquejo?
Tiara se levantó con cierta resistencia, pues no
contaba con una demostración frente a las burlas
del curso. Haciendo caso omiso del rubor que con
seguridad se había apoderado de sus mejillas,
enfrentó el desafío que ella misma se había
impuesto. Temblorosa, sosteniendo a duras penas
el trozo de tiza entre sus dedos, dibujó un biciclo
desproporcionado, con una rueda más grande que
la otra, con una tercera a medio camino, como un
velocípedo.
—¿Es la chancha del Diego? —comentó alguien.
—¡Un catre! —respondieron.
—¡Pascuala! —reaccionó Diego, indignado—.
¡Esa no es mi bici!
—Claro que no lo es —intervino el profesor.—
Nadie con dos dedos de frente diría que eso es una
bicicleta. Es cosa de abrir bien los ojos. Veamos lo
que Tiara se propone. En todo caso, tendré que
bajarte la nota en artes plásticas.
La niña prosiguió como si nada, alentada por el
entusiasmo que cada trazo provocaba en ella,
comprobando así la satisfacción de ver realizado el
30. 30
primer acercamiento a la materialización de una
idea.
—Bueno —comentó el profesor—, este
problema no tiene mucho que ver con aritmética,
pero sí con física y mecánica. Aunque a Diego no
le corresponde como materia, daremos el
problema a los alumnos de los cursos superiores.
Las risas y comentarios de los más grandes
terminaron como por encanto. Se produjo un
silencio tan profundo, que la tiza, rasguñando la
pizarra, destemplando los oídos por unos instantes,
fue la única voz que habló en el aula.
—¿Y ese óvalo? —preguntó el profesor.
—¡Es el huevo que desayuna todos los días!
—¡Silencio! —advirtió el maestro—. ¡Más
respeto! ¿Qué es lo que más recalcamos en esta
escuela? ¡Respeto, respeto y más respeto!
—Es una vaka—ama —explicó la
niña.
—¿Una qué...?
—Pero si lo dijo clarito la chica —comentó un
gracioso.
—¡Silencio! —volvió a sentenciar el profesor.
31. 31
—Es una vaca enamorada hasta las patas
—insistió el chistoso.
—Esa vaca que dice —replicó la niña con enorme
desplante—, se escribe con c. Esa consonante no
existe en la escritura rapa—nui. Por eso, tonto, la
vaka de la que hablo se escribe con k y significa
algo muy distinto.
—¡Ya, basta! —advirtió el profesor—. Un
comentario más y se irán amonestados a la
dirección.
—Es una balsa con un balancín, tío Tato
—continuó la niña con exagerada calma—. Mi
abuelo dice que el balancín evita que se vuelque.
Entonces, si la bici fuese montada sobre la balsa, al
pedalear, la cadena haría girar un remolino que
salpica el agua.
—Tarea para los de séptimo y octavo —señaló el
profesor—. La rueda. Analizar el principio
mecánico que le permite girar. Investigar el
principio físico del molino y su aplicación para
utilizar el viento o el agua como energía
impulsora, tal como las aspas que movían los
motores a vapor en el siglo XIX. El tema también
32. 32
será parte de la materia de historia para los de
quinto y sexto.
—Pero, ¿cómo le pone oídos a la tonta de la
Huevito? —comentó alguien.
—A ver, a ver —advirtió el profesor.
—Digo —explicó el alumno sorprendido— que
cómo resolvemos este casito.
—Aquí, joven. En la misma escuela están las
respuestas. Una vez concluida la primera parte de
la tarea, se abocarán al estudio de la idea del abuelo
de Tiara. Y no importa que esté muerto. No quiero
excusas. Dibujarán el proyecto como corresponde,
con las dimensiones a escala. Tendrán nota por
eso. Y luego calcularán el volumen de la rueda, el
tamaño de las aspas, el material de que están
hechas para que la fuerza empleada provoque el
movimiento deseado.
No tuvo más palabras. Invitó a Tiara a sentarse,
en medio de las miradas de los varones más
grandes, que la habrían pulverizado con los ojos si
hubieran tenido el poder de hacerlo.
Un golpe tremendo, seguido de un silencio
inquietante, dejó paralizados a todos los alumnos
del curso. El profesor miró atentamente a cada uno
33. 33
de esos niños y ellos lo miraron pidiendo auxilio a
gritos.
—¿Ratones? —musitó el maestro, celebrando su
propia ocurrencia.
—¡Elefantes! —comentó uno de los muchachos,
muy serio.
A nadie le causó gracia el comentario y coincidió
con el griterío en el piso de arriba. Pero, ¿quiénes
podían hacer tanto alboroto? Más de alguien había
comentado que en el dormitorio abandonado del
segundo piso habitaban fantasmas. Se oyeron risas
de niños, tímidas al comienzo, luego más atrevidas.
Un nuevo estruendo se sumó al anterior, con el
efecto del eco, porque fue más de uno el que se
sintió, provocando la hilaridad desenfrenada de
aquellos espectros, si es que en verdad lo eran. El
profesor y los alumnos se observaron mutuamente
en silencio.
Pies descalzos corrían por el segundo piso. El
profesor enmudecía.
La campana, más sonora que nunca, hizo trizas el
miedo que se había apoderado de las almas de
aquellos muchachos y, al instante, salieron como
cuetes que alimenta el viento hacia la tranquilidad
34. 34
momentánea del comedor. Les esperaba la leche
caliente y el pan amasado de la tía Elvira.
Tiara, sin embargo, permaneció inmóvil en su
asiento.
—¿No sales a recreo? —preguntó el profesor con
la voz temblorosa y sin levantar la cabeza de su
libro de clases, disimulando la inquietud que le
había causado el reciente suceso.
La niña se levantó dificultosamente y se dirigió al
comedor junto a la cocina, donde el bullicio de los
muchachos llenaba el recinto. Desde un comienzo
la evitaron. Diego se hizo el desentendido,
manifestando su rechazo; deseaba demostrar a sus
compañeros que nada lo unía a la trastornada que
tenía tales ocurrencias y que lo único que le
gustaba era llamar la atención.
Tiara sacó la pitilla que siempre llevaba en su
bolsillo y se puso a jugar al kai—kai, tal como lo
hacía con su amiga Yara en los recreos. La recordó
con nostalgia y lamentó haberla dejado partir antes
de tiempo. La niña sintió como nunca la profunda
nostalgia que le provocaba la ausencia de la única
compañía que siempre tuvo en la escuela. Durante
años se sintió privilegiada de contar con su gran
35. 35
amiga. ¡Cómo la extrañaba! Por primera vez sentía
tan hondo la orfandad que le producía la falta de
una amistad que se extinguió de pronto, como una
vela encendida que irremediablemente se
consume al paso de las horas. Ella había sido una
luz en medio de las tinieblas. ¡Qué distinto sería si
Yara no se hubiera marchado para siempre de la
noche a la mañana! Había partido abruptamente,
sin despedida, de madrugada, coincidiendo con el
arribo de aquel barco gigantesco, atiborrado de
turistas. Había sido como una aparición
fantasmagórica, semejante a una ballena invernal.
Lo cierto fue que luego de aquella aparición
repentina, al levantar anclas el barco con sus
incontables pasajeros y tripulantes, también partió
su gran amiga y dijeron más tarde en el poblado
que Yara y sus padres abordaron sin
remordimientos la nave, porque allí lo que más
había era trabajo bien remunerado.
Ahora, como un madero a la deriva, pensó que
convivir con aquellos fantasmas del segundo piso
era mejor que hacerlo con sus compañeros de
escuela, que la abandonaban, desechándola como
un resto de basura, ignorándola por completo. Si
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pudiera, si en ella estuviera el poder de remediarlo,
quería ir al piso de arriba y mirar cara a cara a los
espectros.
Y fue lo que hizo.
El piso de arriba
IVlientras tanto, Diego no dejaba de observarla,
convencido de que Tiara jamás intentaría cruzar
esa puerta clausurada. Había sido cerrada hace
algún tiempo y desde entonces nadie subía al
segundo piso.
—¡Esta Pascuala! —comentó, Diego, con
sorpresa.
Asombrado comprobó que Tiara era más tozuda
de lo que pensaba. Ella se dirigió a la puerta de
mañío y la empujó, haciendo ceder los tornillos
oxidados que sostenían una aldaba corroída por el
tiempo y la humedad.
37. 37
Diego quedó perplejo de asombro. ¿Cómo pudo
abrir ese candado? ¿Es que había conseguido la
llave en alguna parte?
Con extremada lentitud, Tiara se aferró al rústico
pasamano de la escala y subió peldaño tras
peldaño, sin dejar de pensar que su audacia iba tal
vez demasiado lejos. El
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corazón brincaba en el pecho de la niña, con-
teniendo la respiración, como si el aire allí fuese
un bien escaso.
Cientos de pulgas comenzaron a saltar del polvo a
las piernas de Tiara. Picaban desaforadas, como si
hubiesen esperado por años la visita de alguien a
quien darle la bienvenida.
Al llegar al piso superior se halló en un lugar
estrecho y asfixiante. Un velo de polvo suspendido
o de bruma colada a través de alguna ventana sin
vidrios daba la impresión exacta de lo que había
imaginado: un refugio de fantasmas.
Los ojos de la niña se habituaron a la oscuridad
reinante y paulatinamente aparecieron los objetos
que albergaba el antiguo dormitorio: una hilera de
catres de hierro, mal pintados de blanco, veladores
de madera con el esmalte descolorido, un enorme
ropero, también descascarado, arrimado a un muro
de sombras. ¡Qué lindo sería si en cada catre
aguardase un niño con los ojos atentos, en
disposición de recibirla como amiga!
Tiara se sentó en una cama. Las tablas desnudas,
atravesadas a lo ancho del catre, aguardaban un
colchón que las cubriera. Entonces, imaginó qué
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sería de ella si tuviera que compartir ese lugar con
otras internas y evitarse el fatigoso traslado diario
de la casa a la escuela. La quietud del lugar invitaba
a dejarse llevar por el envolvente rumor que
provenía del exterior; la brisa incansable, el
constante ir y venir de las olas cercanas la fueron
acunando en un cálido recogimiento. La niña se
tumbó de lado sobre aquellas tablas desnudas y
mantuvo la mirada perdida. Cerró los ojos por fin y
escuchó claramente las risitas que se ocultaban en
los rincones del recinto.
No tuvo voluntad para abrir los ojos, escapar de
allí y regresar de inmediato a la seguridad de su
aula. Se sintió dominada por la sensación de estar
atrapada y tuvo la convicción de que no saldría tan
fácilmente de ahí. Varios niños se acercaron, sin
hacer el menor ruido, como si no tuvieran pies
para desplazarse o bien no tocaran el suelo
mientras caminaban. En un dos por tres la
rodearon, observándola con una curiosidad
inquietante.
Tiara se levantó, tal vez sintió que lo hacía con
exagerada lentitud.
41. 41
—¡Hola! —dijo por fin la única niña que
integraba aquel grupo extraño—. Me dicen la Ese y
soy de la caleta. ¿Y tú?
Parecía una luminaria, con su blanca dentadura
contenida en una boca expresiva, que reía de
buena gana ante el asombro de sus compañeros,
quienes permanecían más apartados. Observaban a
Tiara desde el borde de sus camas, evitando
moverse, como si la niña que los visitaba fuese un
fantasma aparecido a plena luz del día.
—Hola —respondió—. Me dicen la Huevito,
perdón, la Pascuala, Tiara, y vivo en Caleta Chica.
—¿Huevito?
—Cuando chica me lo pasaba comiendo huevos
—respondió.
—¿Y cómo te gusta que te llamen, Pascuala?
—Tiara.
—¡Qué bonito! Pero aquí serás la Te.—¿Y a
ti?
-¿Qué?
—¿Cómo te gusta que te llamen?
—¡Ese —repitió—. Así me gusta. Dime Ese, no
más.
—¿Y en qué caleta vives?
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—Bueno, ahora —dudó un instante—... en
ninguna. Vivo en la escuela.
Como aquí están los hombres, por el momento
duermo en la pieza de la señorita Emilia. Dicen
que cuando lleguen más niñas habrá un dormitorio
para nosotras y voy a dejar tranquila a la directora.
¿Viniste a quedarte? Sería regüeno, porque así el
padre nos manda a hacer al tiro otra pieza.
—Es que yo no vivo lejos —respondió Tiara—.
Sólo tengo que balsearme. —¿Balsearte?
—Cruzar en bote, en lancha. No tengo que
dormir en la escuela. —¿Vivís con tus papás?
—Sí, en mi casa. —¿Cómo se llama tu mamá?
—Verónica Hito. —¿Y tu papá? —Juan
Alberto Miru. —¿Y te quieren?
—Sí, mucho. Tanto como yo los
quiero.
—¡Qué pena! —se lamentó de veras la niña—.
Habríamos sido yuntas.
—Igual podemos ser amigas —respondió Tiara.,
—Es que no es nunca lo mismo. —Pero no
me dijiste el nombre de tu
caleta.
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—Caleta, no más, sin nombre. Estaba junto al río,
debajo de un puente. Era nuestro hogar, ¿entendís?
¡Soi medio dura de mollera, ah! Caleta, caleta, ahí
vivíamos todos nosotros, caleta de cabros. Mira, te
los voy a presentar. Tenemos visita, chiquillos.
Cacharon, ¿verdad? ¿Están presentables? Es lo
correcto —comentó la Ese, mientras les pasaba
revista con la mirada. Había cariño en ese gesto—.
A ver, familia, acérquense pa' que la Te los
conozca.
Ellos no reaccionaron, limitándose a bajar la
cabeza en señal de asentimiento. Los muchachos,
un tanto perezosos, al tratar de incorporarse
hicieron que se deslizara una de las tablas y ellas se
corrieron, arrastrando el resto del entablado, con
un chiquillo y todo. El desplome del muchacho
provocó la risa de sus compañeros.
—El caído del catre es Luis —dijo la muchacha, y
la risotada fue general. El niño, muy delgado y de
baja estatura, envuelto en una nube de. polvo,
trataba de mantener fresca la sonrisa que ocultaba
el bochorno que lo mantenía pegado al piso, sin
poder levantarse.
44. 44
Pero no fue la única caída, porque de inmediato
el entablado de otra cama también se fue al suelo,
levantando una polvareda que amenazaba con
oscurecer el recinto.
—Y el otro caído del catre —siguió presentando
la muchacha— es el Simón.
Dos muchachos yacían tendidos sobre las pesadas
tablas que se habían desplomado sobre el piso,
dejando un reguero de tablas a su alrededor.
—Esos son el Douglas y el Leuquipán —agregó la
muchacha, en medio de una risotada—. No somos
muchos, pero aquí nos tratamos como hermanos,
como que igual nos tenemos terrible de respeto.
El regocijo provocado por el desplome sucesivo
de catres los mostró como chicos de carne y hueso.
La muchacha, alegre y entusiasta, abrazó a sus
compañeros, y entre carreras, manotazos y
pisotones perdieron toda compostura y la algarabía
fue total.
En medio del desorden se sintieron las pisadas
apresuradas de quienes subían al segundo piso,
atraídos por el alboroto. Un sacerdote se presentó
repentinamente en el lugar. Vestía una larga
sotana, cubierta a medias por un abrigo acolchado.
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A pesar de su aparente enojo, el gesto amable del
hombre bonachón, con sus dientes separados y una
ancha sonrisa iluminando su rostro mal rasurado,
colmaron de paz el recinto.
—¡Qué cagnara es ésta, per la Madonnail
—exclamó el religioso.
Le seguía un hombre joven, medio dormido, que
más parecía un niño por su semblante de sorpresa
y algo de picara complicidad en la mirada. Una
señorita, en camisón de franela y con una
mañanita sobre los hombros, apareció de la nada.
Ante la repentina presencia de quienes
irrumpían en el recinto, los chiquillos se volvieron
a ellos con la actitud de quien espera una
reprimenda. Sus rostros de alegría se tornaron de
sorpresa, atónitos, con ojos desmesurados, como
los que a veces exhiben quienes han estado
recluidos por un largo tiempo, sin ver la luz del
día.
—¡Orden! —advirtió en voz alta la joven—. ¡A
ver, chicos! ¿Qué desastre es éste?
Todos, sin que ninguno se restara, colaboraron
en poner las cosas en su lugar. Recuperaron las
tablas desprendidas de las camas y sólo de vez en
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cuando dejaron escapar una risa, al evocar la
situación que tanto regocijo les había causado.
—¡Eso es! —dijo la joven, alentando la buena
disposición de esos muchachos—. ¡Así es como
debe ser!
Aquel rostro, ese timbre de voz, autoritario y
calmado, aquella figura menuda pero saludable, le
parecieron a Tiara los atributos de una persona
conocida.
—Eco, ragazzo —comentó alegremente el
religioso. Acto seguido se dirigió a la joven—:
Emilia, ¿podemos ocuparnos de esos maderos?
—Sí, padre —respondió ella, cerrándose todavía
más la mañanita a la altura del pecho—. Algo hay
que hacer para cambiar esas tablas.
¿Emilia?, repitió Tiara en su mente. ¿Sería la
misma tía Emilia en la que pensaba? De pronto,
recordó la fotografía que había visto en el muro de
la oficina de la directora. Estaba vestida con
excesiva formalidad y en sus manos sostenía un
enorme diploma. La expresión de su rostro era el
retrato de la felicidad. En el retrato aparecía diez
años más joven y era exactamente la edad que
exhibía esta señorita que acompañaba al sacerdote.
47. 47
—Bueno —exclamó a su vez el profesor—, me
encargaré de esas tablas.
—¡Qué bien! —replicó la joven—. Haga meño,
Renato.
El joven se dio media vuelta para marcharse por
la misma escalera que lo había llevado al segundo
piso.
¿Renato?, también sonó conocido el nombre en
la cabeza de la niña.
¿Sería el mismo tío Tato, su profesor de todos los
días?
—Todos nos ocuparemos del problema —repitió
el sacerdote y salió tras los pasos del hombre joven.
La tía Emilia, la directora de la escuela en
persona, ya más tranquila, por la buena disposición
de los muchachos, abandonó el dormitorio por una
puerta contigua.
Tiara sintió que su corazón daba más de un
brinco. La campana puso fin al recreo. Su reacción
impulsiva fue salir corriendo, sin darse tiempo para
explicaciones, ni menos para despedidas
embarazosas. Sin embargo, una mano pesada la
remecía del hombro.
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Tendida sobre un costado, tal como se había
dormido, abrió los ojos y despertó frente a la
preocupada mirada de Diego.
—¡Tiara, despierta! —le dijo su compañero, al
tiempo que no dejaba de rascarse las piernas, por
encima del pantalón largo—. Hace rato que sonó la
campana y como no llegabas nunca a la sala...
Bajo la pasarela
JJiego se mantuvo en silencio durante la jornada
de clases, arrepentido tal vez de haber entrado en
ese recinto prohibido, evitando toda posibilidad de
comunicación con Tiara. La comezón de las
picadas de pulga no lo dejaba en paz y cada vez que
se rascaba debía simular frente a sus compañeros,
para no provocar preguntas indeseadas y las burlas
inevitables, con el bochorno que provocaba la
crueldad de sus compañeros. Llegó a pensar que la
inconfortable situación a la que estaba sometido
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era el merecido castigo por transgredir una norma
impuesta por la dirección de la escuela.
Tiara soportaba el silencio de su compañero
como un golpe despiadado, directo al corazón.
Estaba dolida, pero no albergaba rencor alguno.
Sabía que aquella ofuscación de Diego era pasajera
y una voz interior le aseguraba que sólo era
cuestión de tiempo y que la amistad entre ambos
volvería a la normalidad.
Las clases llegaron a su fin y los alumnos se
dispersaron en varias direcciones. Una parte de
ellos permaneció junto al embarcadero en espera
de los botes que debían pasar a recogerlos. La
lancha del papá de Diego arribó casi al mismo
tiempo con otra embarcación que luego enfilaría
un rumbo distinto, transportando niños. Los
muchachos abordaron ordenadamente los botes.
Diego se acomodó en el de su padre, olvidándose
de Tiara.
—Hazle un huequito a la Pascuala —advirtió el
lanchero.
Por un instante el muchacho se negó a
reaccionar. Tiara estaba a punto de protestar de
50. 50
impotencia. No lograba entender tanta
indiferencia.
—¡Diego! —insistió el hombre—. ¿Está sordo,
hijo?
El muchacho, deseando hundirse en el asiento de
madera, soportando las miradas de los niños, se
apretujó cuanto pudo dentro del bote y Tiara
ocupó el lugar estrecho que su compañero le
dejaba. Ambos sentían la respiración agitada.
Durante el trayecto estuvieron atentos a las
reacciones mutuas, observando de lado el perfil de
cada rostro, dispuestos, quién sabe, a evitarse.
Diego hizo esfuerzos tremendos para no dirigirle la
mirada, ni la palabra. Y como la travesía era
demasiado corta, al acercarse el bote al
embarcadero, él se preparó para bajar cuanto antes.
Pero no pudo levantarse de su asiento, porque la
lancha no se arrimaba del todo a los maderos del
pequeño muelle y el patrón de la embarcación, su
propio padre, le habría llamado severamente la
atención por su imprudencia.
—¡Lo que siempre te digo! —sentenció el papá de
Diego—. Las niñas primero. Y como habló en
general, el muchacho tuvo que contener sus ansias
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de salir huyendo. Ella también manifestó apuro
por descender del bote, por lo que ambos se
levantaron casi al mismo tiempo.
—Papá —preguntó Diego—, ¿puedo
acompañarte?
—Usted sabe, hijo, cómo se preocupa su madre
cuando no llega a tiempo de la escuela —respondió
el hombre.
—Me habría gustado ir contigo —rezongó el
muchacho.
—Dejo a estos chicos y regreso. Ayude a la
Pascuala, Diego.
Tiara se apoyó abiertamente en el hombro de su
compañero, obligándolo a sentarse de nuevo. La
niña dio un pequeño salto y alcanzó el muelle. Allí
esperó a Diego para tenderle una mano. Pero él no
la aceptó.
—Ahora las mujeres son las galantes —bromeó el
pescador.
—Dame la mano —insistió la niña.
Diego apretó su mochila contra el pecho y
esquivó a su compañera, pasándola a llevar con
torpeza y casi la derriba sobre los maderos del piso.
Tiara se afirmó en Diego, cogiéndose de uno de los
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tirantes de la mochila, y en ese tira y afloja
estuvieron un par de segundos, ruborizados hasta
los cabellos. Entonces, como si repentinamente se
acordara de las picadas de pulga, Diego volvió a
rascarse las piernas.
—Estos dos se las traen —comentó el lanchero,
celebrando a carcajadas la ocurrencia—. Cuide
bien a la Huevito, Diego.
El motor fuera de borda ahogó las risas de los
chiquillos que seguían viaje y la embarcación se
alejó dando pequeños tumbos sobre el agua, como
si también celebrara el ingenio de su dueño.
—Mentolathum —dijo la niña.
—¿Qué? —replicó Diego, muy molesto.
—Es bueno para las picaduras. -¿Qué?
—El Mentolathum —porfió ella. —Todo
por tu culpa —protestó
Diego.
—¿Te acuerdas de los ruidos que escuchamos?
—¿Qué ruidos?
—Esos que venían del piso de arriba.
—¿Qué pasa?
—Los tengo atravesados en la garganta
—comentó Tiara.
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—Que yo sepa, los huevos no tienen espinas —se
burló él con alevosía.
—¡Ya, Diego! Si es en serio —protestó ella—. Es
que no puedo guardar el secreto. —¡Y a mí qué me
importa! —¿Te digo lo que hay en el piso de
arriba?
—No me interesa. —Es que no sabes lo que
descubrí. —¡Estas loca! ¿No sabías que está
prohibido?
—Tú también subiste. —¡Por qué no te habré
dejado allí para que te comieran viva las pulgas!
—¿Te gustaría saberlo?
—No pienso subir allí nunca más en mi vida.
Diego perdió el control de su mochila, que se
deslizó hasta el suelo, quedando completamente
desarmado.
—Pobre de ti que sea otra de tus tonteras
—amenazó con dureza.
—Después que hagamos las tareas nos
encontramos aquí mismo. ¿De acuerdo?
—Será después del té —afirmó Diego.
—Y trae tu bicicleta —agregó Tiara.
—¿Y por qué mejor no traigo el horno eléctrico
de mi mamá? —replicó con ironía.
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—Lo que dije en la mañana fue sin querer
—respondió ella.
Allí se separaron, porque el camino a sus casas se
hacía por pasarelas que se apartaban, bifurcándose
hacia el bosque impenetrable y que sólo
convergían frente al embarcadero.
Tiara no pudo esperar hasta la hora del té para ir
al encuentro con Diego. Recogió un viejo balde de
plástico en desuso, uno de aquellos trastos que
alguna vez fue tiesto de pintura, y lo arrastró fuera
de la casa, evitando ser sorprendida. Llegó antes a
la cita. Aguardó unos minutos, pero no había
señales de su amigo. Ocultó el balde entre los botes
y regresó a la casa por más objetos inútiles.
Encontró un viejo tarro de lata, una cuchara de
madera, una tabla de alerce y un azadón comido
por el óxido. Nuevamente, antes de salir del patio
de su casa, tomó las precauciones para no ser
descubierta. Se dirigió con todos aquellos
cachivaches al sitio donde se encontraría con
Diego. Mientras esperaba trepó a uno de los botes
más altos y, haciendo equilibrio en el borde de la
embarcación, observó pacientemente la pasarela
55. 55
que conducía a la casa de Diego, rogando que nadie
se presentara en su lugar.
Al cabo de un rato apareció Diego caminando
junto su bicicleta. Ai no poder montar en ella y
pedalear a gusto, como era su sueño, se contentaba
con llevarla de paseo, como si fuera una mascota.
—¡Mentolathum! —y le ofreció una cajita de
lata, cuando su amigo estuvo junto a ella.
—¿De nuevo con lo mismo, Pascuala? —replicó
Diego.
—Ponte ahora mismo esta pomada —dijo Tiara.
—¿Qué? —exclamó Diego—. ¿Estás
loca?
—¿Por qué? —replicó ella con absoluta
inocencia—. Es muy buena para las picaduras.
—¡Tengo las piernas llenas de pintas
rojas!
—Ponte la pomada y listo.
—¡Tengo que hacerlo en la casa, entonces!
—¡Ven! Busquemos una caleta.
—Estamos en la caleta.
—Este lugar no sirve —explicó ella—. Yo hablo
de algo más oculto. Tiene que ser una caleta donde
nadie nos encuentre.
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—Igual no hay nadie —protestó Diego, al tiempo
que miraba en todas las direcciones.
—Nunca faltan los curiosos —replicó ella.
—No pienso moverme de aquí —protestó él.
—¿Ni siquiera brincando con tu bici,
aprovechando tus picadas de pulgas? —sugirió ella
con un dejo de picardía.
—¿Brincando?
—De eso también tengo que hablarte.
—¿De qué?
—Fue lo que hiciste cuando saltaste al agua, con
bici y todo.
—¿De qué estás hablando, Pascuala?
—De ahora en adelante tienes que usarla como
sea.
—¿Cómo lo sabes si todavía no te lo
cuento?
-¿Qué?
—Que mi papá quiere desarmar mi
bici.
—¿Para que no la uses?
—Para construir esa canoa que se le ocurrió a tu
abuelo.
—Pero, ¿cómo lo supo?
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—Yo le conté.
—¿Y para qué le dijiste?
—Para reírme de ti.
—¿Lo ves, tonto? Te castigó la boca, como se
dice.
—Es que nunca pensé que me escucharía. Ahora
no hace más que transmitir con el asunto, insiste
que las balsas de pluma- vit son peligrosas y que
una bicicleta para el agua, como él la llama, sería
más segura.
—Ahora con mayor razón tienes que
demostrarle que puedes usar tu bici, a tu manera,
en tu estilo.
Tiara recogió los cachivaches y se alejó saltando
de bote en bote, haciendo equilibrio con la carga
que llevaba. Diego caminó por la pasarela, en la
misma dirección de Tiara, arrastrando la bicicleta.
La niña se dirigió hacia una cavidad que se
producía entre la roca y la parte inferior del
pasadizo de madera. Desde ahí llamó a su
compañero, asomando apenas la cabeza.
—¡Ven, sigúeme!
—¡No voy a bajar! —protestó Diego desde la
baranda.
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—¡Aquí es increíble!
—No puedo dejar mi bici —porfió.
—¡Salta con ella! —respondió Tiara con el ánimo
encendido.
Tiara se echó a reír de felicidad, como nunca lo
había hecho. Diego esperó que la niña cambiara de
idea y regresara donde él aguardaba. El tiempo se
estiró como la melcocha y Diego perdió la
paciencia. Comenzó a descender por la superficie
rocosa, aferrado a la bicicleta, sujetándola con
ambas manos. Las extravagantes ocurrencias de
Tiara se apoderaron de su mente y pensó montar
en la bicicleta; por un instante, como un chispazo
de luminosidad, se vio haciendo equilibrio, con los
pies bien puestos en los pedales, apretando los
frenos, dando brinco tras brinco, hasta acercarse a
la entrada del escondite que había descubierto su
compañera. Sin
darse cuenta siquiera, había descendido un par
de pasos en dirección al refugio, pero en ese
instante resbaló una de las ruedas y Diego se
echó sobre la roca, como una lagartija que salva
su pellejo bajo la luz del sol. Entonces fue Tiara
en su ayuda. Ella sujetó con las dos manos la
59. 59
bicicleta y ambos la arrastraron hasta el
escondite. Pero el muchacho aceptó a
regañadientes la invitación a entrar en aquella
caverna, suspendida sobre el mar.
—Casi, casi —comentó ella, estirando la
comisura de los labios hacia las mejillas, como
diciendo casi, casi lamentamos una tragedia.
Diego no disimulaba su molestia y se habría
marchado de allí enseguida, si la partida fuera
menos complicada que la llegada.'" Aceptó
sentarse, incómodo e inseguro.
—Esta será nuestra caleta —prosiguió ella,
como si nada.
—¿Qué caleta? —protestó él, por fin.
—Ahora, ponte cómodo. Pero lo primero es lo
primero.
—¿Qué cosa?
—Arremángate los pantalones.
-¿Qué?
—Vamos a calmar esa picazón.
Mientras Diego se subía las piernas de su
pantalón, Tiara se dedicó a cubrir con pomada cada
picada de pulga. Estaba asoro- chado, a punto de
60. 60
morirse de vergüenza. Ella, en cambio, como si
nada.
—Tendremos que traer más cosas de
la casa.
—¿Para qué quieres estas porquerías?
—Este balde es para lavar nuestras cosas
—explicó Tiara. -¿Qué?
—Diego —se apresuró ella—. Entiende que aquí
vamos a convivir.
—¡Yo no pienso estar un minuto más
aquí!
—Escucha —rogó la niña—. Una caleta es como
un hogar verdadero. Aquí seremos como una
familia. Nos cuidaremos el uno al otro,
compartiremos la comida, la ropa de abrigo, las
revistas; podemos traer una radio y escuchar la
música que nos gusta, sin que nadie... ¡Ah,
momento! Eso no, porque ahí sí que nos pillan.
Pero aquí estaríamos como rico Pancho Gómez.
—¿Qué dices?
—¡Aquí la vida puede ser muy emocionante!
Podemos cerrar los ojos y escuchar el ir y venir de
las suaves olas, que sería como
62. 62
el torrente de un río. Entonces, podemos ver la
ciudad maravillosa que está sobre nosotros. Allí los
chicos se refugian en caletas como ésta y el río es
como un padre para ellos. El les lleva todo lo que
necesitan, arrastra sillas, colchones viejos y hasta
podría darnos una mesa para las horas de comida.
Los alimentos sí que no podemos obtenerlos del
río, porque a él sólo llegan desperdicios. Lo que
queramos comer tendremos que salir a buscarlo.
Pero no estés pensando en tu casa o en la mía.
Podemos dividir en dos la ciudad. Tú irás hacia un
lado y yo hacia el otro, buscando lo que sea
necesario, incluso dinero.
—¡Quiero irme!
—Aquí seremos alguien. ¿Entiendes? Yo seré la
Te y tú serás el Deivid.
—¿Y por qué el Deivid, si me llamo
Diego?
—Es que no sé cómo se dice Diego en inglés. Si
quieres te puedo llamar Jonathan o Braian. Deivid
es muy importante porque es el nombre del
navegante inglés que vio de lejos la isla donde
nacieron mis padres y mis abuelos. Todo el mundo
63. 63
conocía a la Isla de Pascua como La Tierra del
Deivid.
—¡Tengo que irme!
—No puedes irte, lo siento —respondió ella con
una seguridad que daba miedo. —¿Por qué no?
—Porque aún no te cuento el secreto. —No
me interesa.
—Lo escuché ayer en el piso de arriba.
-¿Qué?
—Todo de lo que te hablé. Así son los chicos que
viven en las grandes ciudades. Esos que no son
tomados en cuenta, esos chicos que nadie infla y
deciden vivir en una caleta como ésta. ¿Me sigues?
—¡No pienso escucharte! Estás diciendo puras
leseras.
—Oye, ¿te acuerdas del estruendo de
ayer?
—Sí, sí me acuerdo. —Bueno, yo subí al piso de
arriba, como ya sabes. Entonces, de repente, me
encuentro con ellos.
—¿Con quiénes?
—Con los que me contaron todo lo que te acabo
de decir.
—¡Pero si no me has contado nada!
64. 64
—¿Cómo que nada?
—¡Nada!
—¡Pero si no hago más que hablarte
de eso!
—¿De qué?
—Del río que atraviesa la ciudad, desde la
cordillera al mar, y que en sus aguas arrastra todo
lo que se necesita para vivir en una caleta. Bueno,
no todo. Te decía que tendremos que dividirnos; tú
irás en un sentido y yo en el otro, para que no nos
topemos, porque sería pérdida de tiempo. ¡Ah!
¡Esto sí que es bueno! ¡Puedes ir en tu bici!
—¿Cómo lo sabes?
—En la ciudad es distinto, Deivid —se apresuró a
explicar ella, evitando nuevas interrupciones—.
Junto al río que atraviesa la ciudad de punta a cabo
y llega al mar, se extiende un parque maravilloso.
Un bosque en medio de las enormes avenidas.
Porque en la ciudad la gente no camina por
pasadizos estrechos como estas pasarelas. No,
Deivid. Las calles son anchas y tan largas que se
pierden de vista a la distancia. Tienes que andar
mucho para ir de un punto a otro. Y ese parque es
el paraíso de los biciclistas, que escuchan música
65. 65
mientras pedalean. La llevan en el bolsillo y con
unos botoncitos ensartados en sus orejas escuchan
directamente lo que más les gusta, mientras pasan
aviones sobre sus cabezas.
—¿Paraíso de los biciclistas? —se mostró Diego
un poco más interesado.
—Sí, porque ellos pueden desplazarse de un
punto a otro por caminos muy planos donde la
bicicleta es dueña y señora. Por esos caminos sólo
pasan bicicletas. Ellos no son arrollados por
personas que ocupan todo y no dejan pasar a nadie
como ocurre aquí, donde los pasadizos son
estrechos, puestos en desorden con diferencias de
nivel. Además, los que vivimos aquí no dejamos
espacio para tu bici. En la ciudad es distinto,
Deivid. Es fabuloso. Los biciclistas pueden subir y
bajar escaleras con sus bicis, hay enormes
plataformas elevadas para dar saltos y volteretas en
el aire. ¡Es fantástico! Los biciclistas compiten en
estadios repletos de gente y en los parques, algunos
trepan por los troncos de los árboles.
Diego la escuchaba con la boca abierta, sin
atreverse a contradecirla. Estaba fascinado con el
relato de Tiara.
66. 66
—Para los vehículos —siguió ella— hay grandes
avenidas, largas, interminables, por donde pasan
miles de autos, buses y camiones. En cada esquina,
cuando dos caminos parece que terminan y se
encuentran, formando un cruce, hay luces de tres
colores: roja, amarilla y verde. En ese orden hacia
abajo. Cuando llegas al cruce y está encendida la
roja, tienes que detenerte. Y tienes que hacerlo,
porque así evitas que puedas arrollar un automóvil,
un microbús o un vehículo de los carabineros.
Porque ahí sí que estás frito: te llevan detenido
enseguida. Pero cuando la luz roja cambia a verde,
puedes seguir pedaleando como si nada, feliz de la
vida.
—¿Y la luz amarilla?
—Esa es un aviso, es para decirte que no podrás
cruzar al otro lado de la calle, porque la próxima
luz que viene es la roja. La ciudad es enorme y
tiene de todo lo que puedas imaginar. Almacenes
con ventanas para observar la mercadería que hay
en su interior. Algunos tienen varios pisos, un
almacén distinto encima del otro; uno con ropa de
niños, otro con ropa de mujer, otro para los hom-
bres y otro para los jóvenes. En un almacén se
67. 67
pueden comprar aparatos eléctricos, como el
horno de tu mamá; en otro se compran cosas para
la casa, muebles y alfombras. En el corazón de la
ciudad hay una pantalla gigante. Allí van todos
cuando Chile juega fútbol con otro país. Se
encuentran las personas, pero nadie se saluda
porque no se conocen.
Pero cuando Chile gana todos gritan al mismo
tiempo, se abrazan a coro y empiezan a saludarse
entre ellos. ¿Lo ves, tonto? ¿Es que no te das
cuenta? Desde esta caleta podemos sentir lo cerca
que está la ciudad, enorme, fabulosa, y podemos ir
por sus calles para mirar a la gente que pasa y
machetear.
—¿Machetear?
—Pedirles una moneda, Deivid, para comprar lo
que queramos.
—¿Pedir plata? ¿Como los mendigos?
—Pero debemos cuidarnos de los carabineros.
Porque ellos saben en lo que andamos, entonces
van a seguirnos y tendremos que salir corriendo. Y
a lo mejor vamos a tener que saltar desde la calle al
río para librarnos de los pacos y vamos a quedar
adoloridos del cuerpo, como le pasó a la Ese.
68. 68
—¿A quién?
—A la Ese, una chiquilla que duerme en el piso
de arriba.
—¿Quién es ella?
—Déjame seguir —lo interrumpió Tiara—. En
todo caso, pase lo que pase, tú y yo nunca nos
vamos a separar, porque seremos como hermanos.
-¿Qué?
—El uno es del otro y el otro es de uno.
Imagínate al Leuquipán. Tenía seis años cuando
falleció su abuelita y quedó en la calle, porque no
tenía a nadie más en la vida. Se fue a vivir con
otros niños en una caleta, debajo de un puente. Se
lo ha recorrido todo, conoce todos los cantos del
río, sabe cuándo está contento, cuándo
desdichado.
—¡Estás delirando!
—Mira, cuando entré al dormitorio estaba lleno
de camas, como de hospital. En cada cama había
un niño. Entonces, ellos al verme se levantaron
para saludarme, para darme la bienvenida,
¿entiendes? Una de las camas se cayó y se produjo
el descalabro. Nos reímos, porque junto con la
cama se cayó el chiquillo que estaba en ella. Y
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como todos se mataban de la risa, se fueron al suelo
y se desató la batahola. Eso fue lo que escuchamos
en la sala: eran los cabros de arriba que se caían del
catre como sacos de papas.
—¡Estás inventando!
—¡Es la pura y santa verdad!
—¡Me voy!
—Primero tengo que terminar con esas picadas
de pulga.
—¡Termina de una vez!
Diego, todavía con el pantalón arremangado, se
incorporó tan de repente que se golpeó la cabeza
con las tablas de la pasarela. A duras penas logró
sacar la bicicleta fuera del escondite y a
regañadientes aceptó que Tiara le ayudara. Entre
los dos la arrastraron y luego la levantaron hacia la
pasarela, resbalando a ratos, porque la humedad
proveniente del mar comenzaba a cubrir las rocas,
como una llovizna. Diego mostraba su molestia
dando fuertes tirones del manubrio, como si
quisiera evitar que Tiara pusiera sus manos sobre el
asiento o la rueda trasera.
—Deivid, mira! —advirtió ella—. Justo encima
de nosotros se alza una pantalla gigante,
70. 70
perfectamente iluminada, para que la distingan
hasta los helicópteros que giran sobre nuestras
cabezas. Si te fijas bien en la preciosa imagen que
nos mira, te darás cuenta de que una mujer muy
bella nos dice: sonrían, sonrían.
Pero Diego no respondió y se volvió a mirar una
vez más a su compañera. Si en ese momento
hubiese expresado lo que pensaba, habría dicho:
¡estás más loca que una cabra!
No hicieron más que terminar de trepar hasta la
pasarela cuando descubrieron que eran observados.
El alcalde de mar se acercó con la inquietud
pintada en su cara curtida por el agua salada.
Solitaria en casa
—Hola —saludó—. ¿Está tu papá?
—No —respondió la niña—, salió temprano y
todavía no ha vuelto.
Diego aprovechó la distracción de Tiara y se
alejó, arrastrando su bicicleta; a ratos corría, como
si quisiera montar en ella; luego, subía los
71. 71
escalones con la bici al hombro, hasta que se
perdió de vista.
—Bueno, al menos podré hablar con tu mamá
—dijo el hombre.
—Sí, ella sí que está —respondió la
niña.
Mientras se dirigían a la casa, Tiara se preguntaba
si el alcalde de mar había descubierto el escondite
debajo de la pasarela. De ser así, se vería obligada a
no regresar nunca más a su propia caleta, que con
tanta ilusión deseaba compartir con Diego. Se
molestó con su amigo por salir huyendo de esa
manera, como si fuesen cómplices de algo malo.
No era posible que se alejara del modo que lo había
hecho.
El alcalde de mar caminaba cabizbajo y en
silencio. La noche se anunciaba con todas sus
señales; los pájaros desaparecieron de pronto y
hasta se detuvo la suave brisa que se deja sentir
durante el día. Era la hora de la conciencia. La hora
en que la naturaleza habla con su quietud.
El recogimiento se apoderó de la niña. Las
lágrimas de su pena no corrieron por sus mejillas.
La noche la cubría con su manto de soledad.
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Caminaba cabizbaja por un túnel de hielo y quien
la acompañaba no era más que otro de los tantos
fantasmas que encontraba cada día.
—¡Mamá! —llamó desde la puerta—. Buscan a
mi papito.
—Adelante —respondió la madre y salió a recibir
al alcalde de mar, que entró en la cocina de la
modesta casa y aceptó tomar asiento—. ¿Le sirvo
un té?
—No lo voy a rechazar —respondió el hombre y
se quitó el gorro de lana que cubría su cabeza.
—El salió bien temprano —explicó la mujer,
mientras vertía el agua caliente de una tetera
ennegrecida por el fuego—. Con el hijo mayor se
fue.
74. 74
—Ese es el problema —comentó el hombre.
—¿Qué problema?
—Que no escucha razones.
—¿De qué se trata esta vez?
—Que no puede ir de pesca con el hijo mayor.
—¡Ah! —exclamó ella.
—Sí, pues —reiteró—. Si se lo he dicho tantas
veces. Pero no entiende.
—A lo mejor anda en eso.
—Es que ahora tiene que ir a Puerto
Cisnes.
—Pero cómo ha de ir tan lejos —protestó ella.
—La Capitanía de Puerto le puso una multa. ¿No
ve que su hijo no puede salir a pescar sin el
permiso respectivo?
—¡Por Dios, qué duros de cabeza estos hombres!
—Así no más.
—¿Y usted no pudo ayudarlo?
—Pero si lo hice —se excusó el visitante—. Se lo
advertí hasta el cansancio. Ni caso que hicieron.
Ahora tienen que presentarse. En caso contrario
vienen los marinos y se los llevan por rebeldía.
—Ay, pero no me asuste, oiga.
75. 75
—La pura verdad no más digo. Me llamó
especialmente el almirante de la Segunda Zona,
para hacerme presente que tiene infracciones
acumuladas contra el Pascual.
Tiara observó la preocupación de su madre.
Cabizbaja, parecía a punto de llorar. La niña se
acercó a su madre y le alcanzó el pañuelo blanco
bien doblado que siempre llevaba consigo. Era un
detalle que también le había dejado su amiga Yara.
«Así siempre estarás preparada para un
imprevisto», le había dicho. Nunca entendió a qué
tipo de sorpresa se refería, pero siempre lo
consideró un recurso indispensable en medio del
mar, para secar la humedad salobre, capaz de cegar
la vista y provocar comezón en los ojos. Desde
entonces, siempre lo llevaba consigo. Sin embargo,
la mujer se concentró en las mamaderas de sus
hijos y el pañuelo de la niña permaneció intacto
sobre el mantel de plástico anaranjado que cubría
la mesa.
—Usted sabe —dijo la mujer— que andan
preocupados de los pescadores.
76. 76
—Todos lo saben —respondió el visitante—,
pero las reglas deben cumplirse. En eso no hay
maña.
—;Maña? —exclamó ella.
—Es un modo de decir, doña, no lo tome usted
tan mal.
—Tanto le dije que no aceptara ser presidente de
la caleta.
—Pero eso no lo libera de cumplimientos que a
todos corresponden —comentó finalmente el
hombre.
El menor de los hermanos soltó el llanto y la niña
corrió a consolarlo.
Pero la madre, más eficiente, fue a la cuna con la
leche que el pequeño reclamaba. Tiara se limitó a
observar como su hermanito satisfacía su hambre y
deseó con toda la fuerza de su corazón que el
pequeño fuera su hijo para tener el derecho de
alimentarlo, sin que nada ni nadie se interpusiera
entre ambos.
El alcalde de mar se volvió a mirar a la niña,
interrogándola con la mirada.
—Este muchacho... —rompió su silencio el
alcalde de mar.
77. 77
—¿Diego? —respondió Tiara. Y enrojeció de
inquietud.
—Sí —asintió el hombre—. ¿No estará pensando
hacer algo indebido?
—¿Indebido? —preguntó la niña con un hilo de
voz.
—¿Qué intentaba hacer con esa bicicleta?
—Andar en ella —respondió la niña con absoluta
inocencia.
—¿Cómo? —replicó el hombre, bastante
asombrado—. ¿Ahí, en las rocas?
—Lo que pasa, don... —pero la explicación que
rondaba su mente no se convirtió en palabras.
—¿Pensaban poner esa bicicleta sobre tu balsa de
plumavit? —exclamó el hombre.
—No, señor alcalde —respondió la niña,
suspirando como si le hubieran quitado un peso de
encima—. La balsa no la usamos cuando hay
neblina.
—¡Ah, qué bien! Eso me tranquiliza.
Tiara descubrió el gesto de complicidad que le
hacía el alcalde de mar y guardó silencio. Luego, se
levantó de la mesa y salió a la puerta de la
vivienda. Allí se sentó a contemplar la noche.
78. 78
—No se preocupe, señor alcalde —escuchó decir
a su madre—. Apenas lleguen les daré su recado.
—Es urgente, doña.
La puerta crujió al abrirse. Tiara se levantó y se
hizo a un lado, dejando libre el paso al alcalde de
mar. En el umbral apareció recortada la figura
sombría del hombre. Un reflejo de luz amarillenta
lo rodeaba, dándole la apariencia de un espectro
frente a la oscuridad.
—¿Me acompañas al muelle, Huevito?
Tiara caminó en silencio junto al hombre, que se
dirigió al embarcadero.
—Se me hizo de noche —comentó—. ¿Me pasé
de la raya?
—¿Cómo?
—¿Hablé más de la cuenta?
—¡Ah! —replicó ella—. No, para nada.
—¿Cómo que nada? Tengan cuidado con ese
juguete. Puede ser muy peligroso.
El alcalde de mar dejó de regañar a la niña ante la
presencia de su asistente, que lo esperaba en el
bote. Abordó la pequeña embarcación, se sentó en
la popa y se subió el cuello de la chaqueta de paño.
—Cariños a la tía Lidia —dijo ella.
79. 79
El alcalde de mar no respondió. Hubiese querido
volverse, pero el asistente ya había girado el bote y
remaba con energía, alejándose rápidamente del
embarcadero. Tiara quedó tan intrigada como al
principio de la visita del alcalde. ¿Qué era lo que
en verdad sabía el hombre?
80. 80
Los príncipes
A la mañana siguiente despertó asustada, con la
sensación de haber dormido más de la cuenta. Se
apresuró para ir a la escuela. El sueño la había
engañado; una voz interior le decía que lo vivido
esa noche era lo más impresionante de todo lo
conocido hasta entonces, pero que no podía
recordarlo. Fue a la ventana para mirar hacia la
costa. Al ver que Diego no estaba, corrió a la cama
de su hermano. Tal como lo temiera, Kiko y su
padre no habían regresado de la pesca durante la
noche. Se lavó y vistió a la carrera. Ni siquiera
probó la leche del desayuno. Sin despedirse de su
madre, fue a la puerta y salió a la mañana con un
sobresalto en el pecho.
La madre de Diego, cargando con dificultad la
bicicleta, subía los últimos peldaños, al final de la
pasarela que se internaba en medio de un racimo
82. 82
Al parecer, su compañero ya había cruzado a la
escuela en el bote de don Anselmo. Y no pensó en
ella. ¿Cómo no se tomó la molestia de comprobar si
había salido de la casa? Tampoco se preocupó de
avisarle. Una señal habría bastado, un grito, un
silbido, y ella habría corrido a ocupar su lugar en la
lancha. ¿Es que todavía estaba enojado? Con
alegría recordó las peripecias del día anterior:
recordaba cómo se había esmerado para
entusiasmar a Diego y hacer que cumpliera un
sueño.
Abandonada a su suerte observó el panorama
brumoso. La quietud sobrecogía y nada se podía
esperar de aquella neblina envolvente y
misteriosa. Tiara perdió la esperanza de que
alguien pasara y la llevara a la escuela. Tampoco lo
haría su padre, que pescaba muy lejos de allí.
Observó un instante el océano. Imposible ver en la
inmensidad que cubría la neblina. ¿Qué tan lejos,
mar adentro, habían navegado su padre y su
hermano? La vaka poe—poe era una nave de gran
tamaño, con la proa y la popa muy elevadas. En
todo el archipiélago no había otra embarcación
que la igualara. La había construido el abuelo y
83. 83
Tiara recordó claramente cuando la repararon,
después de muchos años de uso. Los hombres
ensamblaron hábilmente la madera para rehacer
aquellas partes que se habían deteriorado con el
tiempo. De alguna manera, su hermano Kiko la
había hecho participar en la restauración del bote.
Tres días antes de botarla al mar, estuvieron pes-
cando para alimentar al nuevo lanchón. Kiko la
llevó a la costa y la hizo recolectar caracoles,
pulpos pequeños, algas y jaibas, cuya carne servía
de carnada. Como una forma de nuevo bautizo, le
ofrecieron pescados como alimento, haciéndolos
pasar una y otra vez por la borda de la flamante
embarcación.
Tiara suspiró con satisfacción al evocar aquellos
días, cuando su condición de niña no era un
obstáculo para seguir en todo a su hermano.
Siempre dispuesta a imitarlo, no le perdía pisada y
soñaba con ser tan atrevida como él.
Esperó que la densa bruma se alejara para ver el
volantín, manu—hakerere, que su padre echaba a
volar cuando pescaba.
Como única respuesta escuchó en su mente el
cantar lejano que le recordaba su origen:
84. 84
«E hakerere te manu é, nae Tu—Here—veri é, e
Uka—ui—é, ka kau te umu ena. E Tu—Here—veri
é ka haro—haro mau, e Uka—ui é, ka
neku—neku mai.» «Mientras eleva su volantín, el
viejo Here—veri, su mujer, la
vieja Uka—ui, revuelve el curanto. Y
mientras Here—veri lo encumbra,
Uka—ui lo molesta tironeándolo a él.»
»
Y Tiara traducía mentalmente cada
frase.
La bruma avanzó repentinamente hacia la costa,
rodeando a la niña como si quisiera devorarla. Ella
cerró los ojos y aguardó temerosa; un ruido de
motor debía salvarla, un grito de advertencia, un
silbido haciendo que se levantara y se pusiera a
salvo. Nada de eso aconteció. Sin embargo, quiso
distraer su mente con la cuerda para el juego
Kai-kai, pero sus dedos estaban demasiado
entumecidos como para intentarlo. Sentada en el
85. 85
muelle, sintió que el frío, disfrazado de sueño, la
dominaba.
El volantín manu—hakerere fue al encuentro de
la niña, azotando el viento, espantando la bruma,
abriendo un camino en medio de la espesura
blanquecina. Después apareció la imponente
embarcación de los príncipes. En la piragua
navegaban Kiko y el abuelo, que parecía un digno
jefe de su pueblo. En su rostro moreno de sol
mostraba dos líneas de color que cruzaban la piel
desde las orejas al nacimiento de la nariz, por
debajo de los ojos. Una hermosa pluma crecía en su
cabeza, donde un moño mantenía recogido sus
cabellos grises.
—Abuelo —se lamentó la niña al verlo en pleno
sueño—, mi papito no viene para llevarme a la
escuela.
—Y no vendrá, querida nieta —respondió el
anciano.
—Se prepara para una dura competencia
—repitió Kiko.
—Abuelo, ¿por qué aquí sólo importan los
hombres y los niños pequeños?
—También las niñas.
86. 86
—No, abuelo. No es así. —¿No?
—Somos las locas de piernas desmembradas1. No
servimos para la pesca, no servimos para la batalla
de cada día.
—¿Quién lo dice?
—Mi papá.
—Pero usted, mi nieta —replicó el anciano—,
¿no alegra el hogar, acaso?
—Se alegraron cuando nació mi hermano.
—Sí, lo recuerdo perfectamente —comentó el
abuelo—. ¡He tamaroa te pokil, gritamos.
—¿Y eso qué significa?
—¡Es hombre el niño!
—¿Lo ve, abuelo?
—¡Qué injusto! Por muy muerto que yo esté, uno
de estos días tendré que ir a la casa de mi nuera y
decirle un par de cosas que le pongan los pelos de
punta.
—¡Hágalo, abuelo! —imploró la niña.
—Pero antes iremos a casa —propuso el
anciano—. Ha de ver como allí las jovencitas
lindas tienen otro destino. ¿Le gustaría conocer a
otras niñas?
1 Locas de piernas desmembradas, en Rapa Nui, según la tradición, era un modo despectivo de tratar a las mujeres.
87. 87
«Me encantaría», pensó Tiara y recordó a Yara, su
amiga inolvidable.
—¡Tiara! —gritó Kiko—. Aborda tu pora y rema
hasta la piragua.
—La navegación es larga —agregó el
abuelo.
—Debemos llegar antes de la ceremonia
—advirtieron los príncipes.
—Pero, Kiko —protestó la niña—. Tengo que ir
a la escuela.
—No hay tiempo que perder —dijeron los
príncipes.
Entonces ocurrió lo inesperado. Siempre es así en
los sueños, porque desde el otro extremo de la
caleta apareció Diego pedaleando en su bicicleta.
—Podemos ir, Huevito —gritó Diego desde el
mar—. La señorita Emilia nos ha dado permiso.
Pero tenemos que regresar antes de la colación.
Y le pareció un sueño soñado, pero no le prestó
mayor atención a tanta reiteración, porque hasta
en la vida misma ocurrían situaciones así de
repetidas, tanto que siempre los adultos se
quejaban de lo monótono y aburrido que solía ser a
ratos el diario vivir de cada día.
88. 88
Corrió a su Amiga Yara y desató las amarras. De
un salto se embarcó en la balsa de espuma plástica
y remó hasta la piragua de los príncipes. En un
santiamén Tiara estuvo junto a la embarcación y su
hermano la levantó en vilo, mientras el abuelo
amarraba la balsa a la nave de los príncipes. De
Diego nunca más se supo. Se perdió con su
bicicleta en medio de la niebla y Tiara se quedó
muy tranquila, porque sabía que así cumplía su
sueño. Unos segundos más tarde, sólo se escuchaba
el golpe acompasado de los remos.
90. 90
Navegaron hasta que salieron del canal estrecho
y se alejaron de Puerto Gala y de la isla Toto. La
piragua echó al viento su velamen y los audaces
príncipes pusieron rumbo hacia el canal Moraleda
y a Tiara le pareció que ya estaban en el océano.
—Falta mucho para eso —respondió su
hermano—. Ahora dirigimos la nave hacia el
norte. Ese es Puerto Ballena, vamos hacia Islotes
Locos y pasaremos frente a Melinka.
—Pronto tendremos que asegurarnos para cruzar
el golfo Corcovado —advirtió el abuelo—. El
océano se interna hacia el archipiélago y la
corriente que se forma es como una tormenta.
¿Tienes miedo?
—No, abuelo —respondió Tiara.
El anciano ató una cuerda de un metro de largo a
la cintura de la niña y aseguró el otro cabo a un
madero, en el interior de la nave. La embarcación
enfiló hacia la corriente, evitando ser alcanzada de
costado por el fuerte oleaje. La proa se hundía en
las aguas, desapareciendo casi por completo en
aquel manto de mar encrespado y turbulento; la
popa se elevaba hacia el cielo y las olas entraban a
raudales, arrastrando todo lo que hallaban a su
91. 91
paso. Pero los príncipes habían tomado las
precauciones necesarias y el oleaje no causaba
mayor daño. El velamen de la piragua se hinchaba
con la fuerza del viento y los remeros no decaían
en su empeño. El agua los empapaba de pies a
cabeza, pero a ellos parecía no importarles la dura
prueba que enfrentaban. A Tiara le daba gusto ver
como su hermano remaba con el mismo brío de los
príncipes. El abuelo y la niña colaboraron con dos
cuencos de madera, achicando el agua acumulada
en el piso de la nave. Pese a lo difícil de la
situación, poniendo en riesgo incluso sus vidas, la
niña se sentía segura con la compañía de su abuelo
y de su hermano, en medio de los príncipes.
—Nos acercamos a Quellón —gritó el abuelo,
sacudido por los vaivenes—. Pronto la navegación
será más tranquila.
Y así fue, en efecto. La piragua dejó atrás el golfo
Corcovado y entró en aguas más serenas.
Navegaron frente a Chaitén, por el oriente, y
frente a Queilén, por el poniente.
—Esas son las islas Desertores —comentó el
hermano de Tiara, al tiempo que indicaba un
grupo de islas que estaban a la vista.
92. 92
—Pronto avistaremos las islas Chau- ques
—agregó el abuelo.
Los esperaba el golfo de Ancud. La navegación
continuó entre las islas Butachau- ques y la
península de Huelqui. La mañana se despejó de
pronto y a los ojos de Tiara se hicieron visibles las
empinadas cumbres de los volcanes.
—Ese de allá es el Michinmahuida —dijo el
hermano de la niña.
—Y ese es el Huelqui —agregó el
abuelo.
Acercándose a Calbuco la navegación se tornó
incontrolable, pero los avezados príncipes no
desmayaron en mantener siempre la embarcación
bajo control. No entraron a Puerto Montt y
prosiguieron rumbo al océano Pacífico por el canal
de Chacao. Al acercarse a la punta Palos Negros, la
nave recuperó su travesía sin mayores inconve-
nientes. El abuelo desató la cuerda de la cintura de
su nieta y la niña pudo moverse libremente en la
magnífica piragua que la llevaba a la isla de su
antepasados. En la placida travesía avistaron uno o
dos barcos de pasajeros, como el que un día, por
curiosidad o error, entró en la estrecha bahía de la
93. 93
isla Toto y se detuvo frente a Caleta Chica para
llevarse a Yara. El recuerdo volvió a ocupar un
lugar candente en el corazón de Tiara.
Navegaron por fin frente a Carel- mapu y los
príncipes se alistaron para enfrentar exitosamente
la barra que formaba el oleaje que separaba el
océano de la salida del canal. El abuelo amarró de
nuevo la cuerda a la cintura de su nieta, mientras
Kiko y los príncipes remaron con toda la energía
de sus músculos. Los navegantes evitaron que la
nave sufriera más de un deterioro, en las
constantes sacudidas sobre las olas tempestuosas.
Entraron, finalmente, en aguas oceánicas, dejando
atrás el archipiélago de Chiloé y poniendo rumbo
al norte, alejándose cada vez más de la costa, donde
la navegación sería más calma.
—¿Alguna vez te hemos contado nuestra
historia? —dijeron los príncipes.
—¿Qué historia? —replicó la niña—. ¿Abuelo?
—Te la contaba cuando eras muy pequeña
—respondió el anciano.
—Huimos del continente Hiva—prosiguieron los
príncipes.
—¿Y por qué?
94. 94
—El gigante Uoke, con su fuerza descomunal, lo
estaba hundiendo. La tierra se inundaba y nuestra
gente habría muerto, si no la poníamos a salvo.
—¿Por qué hacía tanto daño?
—¿Quién puede entender los actos de un
gigante? —respondieron.
—¿Qué hicieron, entonces?
—Nuestro sabio Hau Maka tuvo un sueño. En él
vio una tierra nueva y nos envió a explorar la isla
soñada. Eramos siete exploradores y al regresar en
busca de nuestra gente dejamos la tierra nueva al
cuidado del séptimo príncipe.
—¿Lo abandonaron? —preguntó la
niña.
—Fue atacado por una tortuga.
—¿Una tortuga puede herir a un hombre?
—Quisimos comerla —explicaron—. La tortuga
se defendió y con una de sus aletas golpeó a nuestro
compañero. Lo llevamos a una caverna, para
alejarlo de los peligros.
—¿Estaría más seguro?
—Sí, porque lo dejamos en compañía de seis
montoncitos de piedra, que nos representaban.
—¿Las piedras pueden ser buena compañía?
95. 95
—Tenían la facultad de hablar.
—; Hablaban?
—Cuando él preguntaba desde el interior de la
caverna: «Príncipes, ¿dónde están?» Los seis
montones de piedra respondían: «Aquí estamos.»
Así tuvo sosiego.
—Nuestro rey hizo preparar dos piraguas, llegó a
la tierra nueva y desembarcó en Anakena. La
nombró: Te Pito o Te Henúa, que significa
Ombligo del Mundo, pues había navegado en
círculos para llegar a ella y no había otra tierra en
las cercanías.
—Allí nacieron el abuelo y el padre.
—¡Rapa Nui, sí!
—Lleva nuestra sangre en las venas
—respondieron.
—¿Eso quiere decir que soy como ustedes?
—Lo es —replicaron.
—¿Quieren decir que les importo?
—Más de lo que imagina.
—¿Por qué nunca me lo dijeron?
¿Kiko?
—Ahora lo hacemos.
96. 96
Después de interminables horas de navegación y
cuando Tiara pensaba que jamás llegaría de regreso
a la escuela para la colación, ante los ojos
maravillados de la niña apareció un acantilado
imponente.
Un grupo numeroso de mujeres, ataviadas
finamente de blanco, esperaban junto al mar. Los
príncipes acercaron la piragua a la pared rocosa y
cuando el vaivén de las olas se aquietó por
completo, abordaron la balsa de espuma plástica.
Tiara pensó que la frágil embarcación se hundiría
con el peso de tantas personas, pero Amiga Yara se
mantuvo a flote. Lentamente remaron hasta la
pared rocosa y fueron recibidos por aquel grupo de
mujeres.
—Oh, Neru de miembros bellos —dijeron los
príncipes con gran ceremonia.
—Es la última de las elegidas —comentó la mujer
que la recibía, y tomando a Tiara de la mano inició
el camino hacia la cima.
Pero la niña se resistió a seguirlas. Se volvió
angustiada a su hermano, pero Kiko había
desaparecido. El abuelo lo había seguido y los
príncipes se alejaban en dirección a una colina
97. 97
muy cercana donde, al parecer, comenzarían los
festejos.
Tiara temblaba de miedo. Sorpresivamente se vio
vestida de blanco y temió lo peor si llegaba con ese
vestido a la escuela. Las mujeres la arrastraban,
mientras ella se negaba a dar ni siquiera un solo
paso en la dirección que señalaban. Hasta que su
amiga Yara, curiosamente vestida de azul, apareció
en medio de las mujeres y miró de lejos a la niña.
Entonces, Tiara sintió que le volvía el alma al
cuerpo y corrió al encuentro de su gran amiga.
Pero Yara se volvió para comenzar a subir la
escarpada pendiente del acantilado, confundida en
medio del grupo de jóvenes, como si fuera una más
de ellas.
Sin medir los riesgos a que se exponía, con el
deseo vehemente de abrazar a su amiga, Tiara
caminó ágilmente sobre las rocas, con aquellas
mozas silenciosas, que seguían cuidadosamente el
trazado del sendero, al borde del abismo. En la
larga fila que ascendía hacia la cumbre, escuchó el
entonado canto de las novatas:
¡Oh! Neru de miembros bellos
y delgados, colgantes...
98. 98
Lleváis el manto antiguo de Rapa Nui,
de aquella tierra de Hiva.
Eres tú, ¡oh! hermosa Miru...
Escondidas están las Neru...
Escondidas allá atrás...
Penden en las cuevas las calabazas del
color.
Cuelgan hacia abajo... Es la hora en
que se levanta la caña de azúcar...
—¿Dónde estamos? —preguntó a media voz la
niña.
—Frente a la Caverna de las Vírgenes
—respondió una de ellas.
—¿Caverna de las Vírgenes?
—Entremos —ordenó la mujer que encabezaba
la comitiva.
Tiara fue llevada al interior de la gruta. Cuando
la niña se habituó a la oscuridad, pudo ver un túnel
muy largo, que se extendía varios metros hacia el
interior de la roca. Era una bóveda perfecta.
Adentro había pequeñas lagunas con agua fresca.
Allí se aclaraba el piso de roca, como si aquellos
ojos de agua fuesen tenues luminarias. De las
paredes fluía el agua cristalina en pequeñas
filtraciones, formando espejos. En ellos se
99. 99
contemplaron un instante las niñas, pero ninguno
de esos rostros encontró el de Yara. Sin embargo,
quedó deslumbrada por la belleza de quienes la
acompañaban.
—Aquí son recluidas las jovencitas hasta el día de
sus bodas. Y Tiara debía venir porque será una de
ellas.
—¡Todavía soy una niña! —protestó
ella.
—Dejará de serlo antes de lo que imagina.
Cuando eso ocurra será recluida en esta caverna,
hasta que su piel se vuelva blanca como la espuma.
Así será más hermosa y aumentará la pureza que se
le exige a una novia. Y a nosotras se nos ha
encomendado cuidar a las iniciadas, alimentarlas y
ver que nada les falte durante su aislamiento.
—Esto no le gustará a mi padre. —¿Por qué? —El
dice que soy fea. —Aquel que no tenga ojos para
ver la belleza de su hija no merece ser el padre que
la guía. Y ahora tiene que marcharse, linda niña,
iniciando el regreso hacia la salida.
La comitiva entonó un nuevo canto, a medida
que se alejaban de la caverna.
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«¡Estás encerrada en una caverna, oh
reclusa!
¡Contra la roca está suspendida la calabaza
con tu comida.' ¡Cuánto tiempo has estado
encerrada, oh reclusa!
¡Te amo, porque has estado prisionera!
¡Cuán blanca te has tornado en tu retiro, oh
reclusa!»
Con el mismo cuidado empleado en el ascenso
bajaron por el estrecho sendero, bordeando el
abismo. Junto al acantilado aguardaban el abuelo,
Kiko y los príncipes. En la balsa de plumavit
remaron hasta la piragua.
Abordaron la nave y ésta se alejó del acantilado,
penetrando en la densa bruma que cubría por
completo el océano. Puso rumbo al archipiélago de
Los Chonos, a velocidad de crucero, que en sueños
es mucho más rápida. La navegación de regreso
tendría las mismas emociones. Pero al acercarse al
canal de Chacao, el abuelo amarró la cintura de su
nieta mientras ésta dormía, cansada por la
extenuante travesía. Tiara despertó cuando la
piragua aminoraba la marcha. Estaban en las
proximidades de Puerto Gala. Finalmente,
cruzaron frente a la caleta donde vivía la niña y se
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detuvieron a metros de la Escuela Madre de la
Divina Providencia.
El abuelo desató la amarra de la balsa y la niña se
despidió de los príncipes, de su hermano y de su
abuelo. Tiara se encontró sorpresivamente frente a
la escuela. Se restregó con fuerza los ojos, con la
intención de rechazar una realidad tan inesperada
como repentina.
Los momentos recién vividos resultaron
maravillosos. La embarcación de los príncipes
había desaparecido, como si nunca hubiese
cruzado aquellos mares. Y a ella, Tiara, su hermano
y su abuelo también la abandonaban, cuando no
estaba preparada para enfrentar el resto del día,
después de haber tenido un sueño que insistía en
mantenerla adormecida. Con la bruma también se
había marchado gran parte de la magia de aquel
sueño, y el despertar se presentaba tan abrupto
como un inmenso peñasco arrojado a las aguas.
Entonces vio que a su encuentro venían las tías,
el profesor y hasta la mismísima directora.
—¿Y esto qué contiene? —exclamó ella, una vez
que estuvo a un metro de la imprudente—. ¿Y esto
qué es, chica, un juego? —reiteró la señorita
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Emilia, haciendo sentir todo el peso de su
autoridad.— tiara —intervino el profesor —.
Debes venir acompañada por un adulto. ¿Cuántas
veces se te ha dicho lo mismo?
—Eso fue lo que hice, tío Tato —respondió la
niña.
—¿Qué? —exclamó Lidia, del Centro de Padres.
—¡A mi oficina! —ordenó la directora—. ¡Esto
no puede quedar así!
—¡Pobre inocente! —suspiró Elvira, de la Junta
de Vecinos y que, además, atendía el comedor de la
escuela.
—Tiene la cabeza llena de pajaritos —agregó
Lidia—. Es igualita a su padre. Supiera lo que me
ha contado mi marido. Irán a detenerlo uno de
estos días.
Tiara se tomó todo el tiempo necesario para dejar
bien amarrada la balsa al embarcadero y asegurar
el remo. Jamás se perdonaría que algo le ocurriera
a su Amiga Yara. Luego se dirigió a la escuela,
seguida por la comitiva que la había recibido sin
ninguna manifestación de bienvenida.
—Apúrese, chica —dijo Lidia.
—¿Cómo capeará el temporal? —comentó Elvira.
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—Yo estaría mucho más molesta con los
hombres de su casa —agregó Lidia—, que son
incapaces de traerla.
—Sí —dijo Elvira—, ¿cómo permiten que la niña
se arriesgue de este modo?
—Deberíamos esconderle esa balsa, para que
nunca más se embarque en ella.
—¡Es su juguete!
—Por lo mismo. No puede venir a la escuela con
eso. ¿En su casa no ven riesgos, no miden
consecuencias?
—Pero al menos a los otros niños los traen sus
padres. A ninguno se les ocurre venir en una balsa
de mentira.
—Ai papá de Tiara nunca lo hemos visto. No sé,
¿vino alguna vez a la escuela? Ni cuando los niños
hacen invitaciones para las festividades.
—La mamá viene de vez en cuando.
—No estuvo para la premiación de la
hija.
—Yo recibí el encargo de ir a su casa a decirle a
su mamá que viniera, pero el Pascual no le quiso
dar permiso.
—¡Desconsolada quedó la pobre niña!
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—Ese día me dio mucha pena, porque sea como
sea, un chico se siente dichoso de recibir un
estímulo, un reconocimiento de la escuela, en
presencia de sus padres.
—Se le llenaron los ojos de lágrimas a la
pobrecita.
—Como ella supo que yo había ido
especialmente a su casa, me dijo: «Tía Lidia, ¿va a
venir mi mamá?»
Cuando la niña entró en la oficina de la directora,
la señorita Emilia se había sentado detrás de su
escritorio y esperaba con una paciencia fingida. La
directora guardó silencio al tiempo que observaba
severamente a la niña.
—Tiara Miru —sentenció finalmente, mientras
se disponía a escribir sobre una hoja de papel en
blanco—, quiero que esta misma tarde entregues
esta notificación en tu casa. Ya ni sé quién es tu
apoderado. ¿Por qué nadie viene a dejarte? Tu
familia es dueña de una o dos lanchas y no te traen
a la escuela.
—Nunca pueden.
—¿Por qué?
—Salen muy temprano.
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—Entiendo que sus labores de pesca comienzan
de madrugada —aceptó la directora—. Pero
alguien tiene que acompañarte.
—¡Yo no crucé sola, tía Emilia! —replicó la niña.
—¿Y se puede saber con quién venías?
—Es que no me creería si le dijera.
—Comprenderás que ninguna de mis niñas debe
arriesgar la vida como lo has hecho. Es demasiado.
Nunca había ocurrido algo semejante. ¿Te
imaginas que pase una desgracia? ¡Ni Dios lo
permita! Nuestra responsabilidad es muy grande.
¿Qué dirían de nosotros? Y tus parientes serían los
primeros en condenarnos. Además, tu
imprudencia puede contagiar a los alumnos que
llegan por agua y no me extrañaría que mañana
vengan a la escuela a bordo de balsas como la tuya.
Tu hazaña es un pésimo ejemplo, considerando
que no es ninguna gracia lo que has hecho. Espero
que lo entiendas.
—Sí, tía —respondió la niña.
—Puedes volver a la sala —ordenó la directora y
le extendió la comunicación que acababa de
firmar.
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Tiara recibió el papel doblado en cuatro y lo
guardó en el interior de la mochila.
—Hasta luego, tía Emilia —dijo, como si se
disculpara.
La directora se reclinó en la butaca de su
escritorio y recordó aquellos tiempos de niñez,
cuando ella y sus hermanas debían abordar un bote
para cruzar el canal. Estuviera el tiempo como
estuviera, bueno o malo, en invierno o en
primavera —la lluvia en Chiloé no hace la
diferencia—, ellas tenían que cruzar con sus baúles
cargados de ropa limpia, que usarían en sus largas
semanas de internado. Entonces, las balseaba un
bote a remos. A ninguna de ellas se les habría
pasado por la mente hacerlo solas, enfrentando
riesgos que podrían haber terminado en tragedia.
Su corazón de maestra se colmó de ternura.
Hubiera querido detener a la niña y levantarse de
su escritorio para abrazarla con dulzura. Pero la
lección debía surtir el efecto deseado y la autoridad
no podía dar señales de debilidad.
Los alumnos dejaron de escribir cuando Tiara
entró en la sala. No volaba una mosca en el interior
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del recinto. La niña ocupó su puesto y abrió la
mochila para sacar sus cuadernos.
—Lenguaje y Comunicación —anunció el
profesor—. Busquen la unidad que apunté en el
pizarrón. Lectura en silencio y comprensión del
texto.
Todas las miradas se dirigían a Tiara. Algunos
sonreían; otros la observaban como si la vieran por
primera vez en la vida. Cuando el profesor se
volvió al pizarrón para anotar las actividades de la
unidad, varios mensajes escritos llegaron
silenciosamente a las manos de la niña. Ella los
apiló uno por uno sobre su falda y los alisó
cuidadosamente, pues era la primera vez que
provocaba tanto interés entre sus compañeros. A
continuación los leyó con gran entusiasmo.
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Un fuerte golpe, proveniente del piso superior,
interrumpió bruscamente la lectura de Tiara.
Ella apartó la vista de los papeles que ocultaba
debajo del pupitre y observó las manchas de
humedad en el cielo de la sala. Los compañeros de
Tiara dejaron de espiarla a hurtadillas y dirigieron
las miradas al techo; el profesor suspendió las
anotaciones en la pizarra y enfrentó a sus alumnos.
Un segundo golpe se produjo en el piso de arriba.
Diego miró a Tiara y descubrió que sonreía. Un
tercer estruendo, seguido de carreras a pie
descalzo, hizo que el curso completo se paralizara
de espanto al escuchar claramente las risas que
venían del segundo piso.
La niña comenzó a reír sin ocultar la gracia que
aquello le producía. Diego recordó lo que su
compañera le había contado la tarde del día
anterior cuando ambos se reunieron debajo de la
pasarela. Hasta entonces pensaba que Tiara estaba
más loca de lo que se creía, pero estos golpes eran
reales y las risas tampoco eran producto de la
fantasía de nadie.
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Diego comenzó a sonreír con ella y el profesor
sacudió sus manos y sopló el resto de tiza de sus
dedos, preparado para iniciar un interrogatorio
sobre el comportamiento de sus alumnos. Pero no
consiguió que lo escucharan, porque todo el curso
comenzó a tironear a Diego de la manga de su
chaleco, al tiempo que preguntaban a media voz
por qué reían de esa manera. Lo único que desea-
ban era salir corriendo.
Mientras Tiara evocaba lo vivido en el piso de
arriba, Diego comenzó a contar a sus compañeros
lo que sabía sobre el hecho y la situación fue de
conocimiento público en cosa de segundos.
—¿Qué ocurre? —dijo al fin el profesor. Y como
sus alumnos seguían comentando en voz baja y las
risas iban en aumento, tuvo que hacer uso de su
autoridad para poner un poco de orden en el
alboroto que amenazaba con desbordarse. Con la
palma de la mano golpeó dos o tres veces sobre el
escritorio, con la intención de aquietar los ánimos
alterados—. ¡Silencio! ¿Qué les pasa, chicos?
—¿Será verdad lo que dice la Hue-
vito?
—¿Qué dice la Huevito?
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—Que los internos son caídos del
catre.
Las risas de todo el curso se reavivaron y por un
momento parecieron incontrolables.
—¿Qué cosa? —insistió el profesor, cada vez más
inquieto—. Tiara, ¿es verdad lo que dicen tus
compañeros?
—Así es, tío Tato —replicó ella—. Los mismos
niños, al levantarse, corren las tablas de las camas y
se caen.
—¡Ya basta! —alzó la voz el maestro.
—Eso mismo fue lo que me contó la Huevito
—se disculpó Diego.
—La Huevito tiene nombre —censuró el
profesor.
Y se quedó mordiendo sus palabras, con el Credo
en la boca, porque en ese preciso instante se
produjo un nuevo golpe, desatando aún más las
risas que tanto les costaba controlar a esos niños.
Sonó la campana y los alumnos se aquietaron por
un instante, aguardando las instrucciones del
profesor, sin dejar de reír.
—Está bien —dijo al fin—, salgan a recreo. Pero
ni se imaginen que hemos terminado con el
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asunto. Especialmente tú, Tiara, tendrás que
explicar el hecho. Te has convertido en una
alborotadora de tomo y lomo. Primero tienes la
audacia de venir a la escuela en tu balsa y ahora
eres responsable de este desorden.
El profesor esperó pacientemente que la niña
saliera para sonreír de buena gana, porque conocía
de sobra la situación comentada por sus alumnos.
Sin embargo, no se explicaba cómo había llegado al
conocimiento de Tiara y cómo era posible que
ocurriese de nuevo, cuando el segundo piso estaba
deshabitado.
Los chiquillos corrieron al patio más
atolondrados que nunca. Algunos se acercaron a
Tiara y le dieron suaves palmadas en la espalda.
Alguien le acarició la cabeza. Pero finalmente se
alejaron de ella, echando a rodar una pelota de
fútbol. Esta vez Diego permaneció unos instantes
junto a su compañera.
—Parece que fue verdad lo que dijiste
—comentó.
—¿Quieres venir?
—¿Adonde?
—Al dormitorio de los internos.
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—¿Estás loca? ¿Para que las pulgas me piquen de
nuevo?
—Tengo que contarte lo que me pasó en la
mañana, antes de venir a la escuela.
—¿Así, como esto?
—Más bello.
Diego la miró profundamente unos segundos, sin
saber si tomar en serio las palabras de Tiara. Sus
compañeros lo llamaron y se alejó corriendo.
La niña esperó que nadie la observara. El tío Tato
seguía ocupado en la sala, al parecer no tenía
ninguna intención de correr con la novedad a la
oficina de la directora.
Convencida de que nadie se preocupaba de ella,
se alegró de no ser tomada en cuenta; una vez más
se atrevió a empujar la puerta, que cedió
fácilmente, porque la aldaba ya no estaba en su
lugar. Subió muy animada, sin mirar atrás, sin
medir consecuencias.
Las pulgas, como era ya costumbre, la recibieron
con entusiasmo.
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Cálida bienvenida
ti segundo piso estaba tan desierto y abandonado
como el día anterior. La niña se sentó en uno de los
catres y mientras se rascaba intensamente las
piernas, cerró los ojos y se mantuvo muy quieta,
deseando que el sueño la dominara. Su deseo se
cumplió, porque antes de lo esperado regresaron
las apariciones de la primera visita.
Los internos de aquel dormitorio corrieron al
encuentro de Tiara. Le tendieron los brazos y la
rodearon hasta formar un apretado enjambre de
niños que deseaban manifestar un sentimiento de
amistad incontenible. Ella se mostró sorprendida,
se sonrojó emocionada y no supo de qué modo
debía corresponder a tales manifestaciones de
afecto.
Al cabo de un rato de entusiasmo, de ajetreos de
unos y pasividad de otros, llegaron al dormitorio la
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señorita Emilia, la Ese, el joven Renato y el padre
Ronchi.
—De una vez por todas —comentó la señorita
Emilia— hay que resolver este asunto.
—Ya hablé con un pescador, que en invierno
hace trabajos de carpintería —confirmó Renato.
—lo creo que los chicos echarán de menos el
alboroto matutino —comentó el sacerdote, muerto
de risa.
—¡Oye, Te —dijo la Ese—. Ven a compartir con
nosotros.
Tiara fue a sentarse con aquellos niños, que le
hicieron un lugar, acomodándose en una de las
camas.
—¡Tengan cuidado! Que estos catres son como
huevos.
—¿Qué importa si nos caemos?
Se sentaron con sumo cuidado, hasta formar un
círculo de conversación muy animada. Tiara quedó
instalada en medio de todos, como la invitada
principal.
—Oye, Te —preguntó la Ese—, ¿cómo llegaste
aquí?
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—Mi abuelo vino con mi papá —respondió
Tiara.
—Sí, sí —afirmó el sacerdote—, el Pascual ya
estaba aquí cuando visité la caleta.