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ELOGIO DE LA MORCILLA SAYAGUESA Amador Pérez Viñuela
Hace unos días leí en un periódico la noticia de que unos profesores, de esos que tienen metidos muchos libros en la cabeza, habían encontrado una mándibula humana en Atapuerca y andaban mirando a ver si los dientes de aquel tipo, que vivió hace miles años, los utilizaba sólo para comer frutas o también los había empleado para comerse el solomillo a la brasa de los individuos de otras tribus. Las relaciones entre los vecinos de aquella época lejana no eran muy amistosas y se prolongaron durante miles años, se sitúan en la base de nuestra alienación con respecto a los antiguos, pero a veces, nos hemos acercado a ellos sólo a través de los hechos negativos de forma intuitiva e imaginativa sin tener en cuenta las expresiones de la vida espiritual que nos han dejado.  Las creaciones más elevadas de la mente humana se le han dedicado siempre a los dioses. Por lo que respecta a Sayago, parece que los primeros pobladores  eran descendientes de las antiguas migraciones de indoarios y no tienen nada que ver con el hombre de Atapuerca. Lo que sabemos de ellos es que estaban emparentados con los galos Asterix y Obelix, un poco más brutos, fácilmente irascibles, y a los que yo por cortesia y necesidades del relato les atribuyo la invención de los embutidos de ibérico, la morcilla sayaguesa y la  de noquear a los cerdos antes del sacrificio.
La historia es bien sencilla, un día, entrado el otoño, el archidruida que era el jefe de los druidas de todas las tribus (los druidas eran los sacerdotes de la religión celta) salió de caza y cuando regresó a la cabaña de la familia llegó cargado con una pareja de crías de jabalí,  uno debajo de cada brazo, que soltó en medio del salón. Como todo el mundo sabe las casas de entonces se componían de una sola habitación en la que se realizaban todas las actividades. La esposa del druida, al principio, no estuvo muy de acuerdo con aquellos colegas tan gruñones, pero terminó por admitirlos. Después de todo, parecían menos iracundos que el macho cabrío de la familia que últimamente se había obstinado en acabar con toda la vajilla, pero cuando la veía con la la escoba en la mano de un salto se subía en el techo de la cabaña y amenazaba con comerse todo el ramaje y dejarlos a la intemperie. En cuanto a los efluvios aromáticos no se apreciaban grandes diferencias en el entorno donde merodeaban las cabras como "Pedro por su casa".  Los antiguos sayagueses, que los que saben de estas cosas han bautizado con el nombre genérico de vacceos, eran muy aficionados a comer carne de macho cabrío.
El druida se empeñó en amansar a los dos jabatos lo cual consiguió a base de bellotas, en poco tiempo le dieron una buena camada y esta segunda generación ya le parecieron como de la familia. El problema, para la pareja de los viejos jabalíes, empezó cuando el verraco pesaba unas cuantas arrobas. El druida se dio cuenta de las anchuras de los  lomos que había desarrollado  y pensó que bien merecía la pena darse una semana de fiesta, cosa a la cual eran muy aficionados. -¡Las costillas! ¡Ah, las costillas! intuyo que a la parrilla debe ser placer para los dioses. Empezó a tramar una estrategia para acabar con él verraco antes de que le diera la tentación de volver a sus antiguos dominios en medio del monte. Preparó una falcata bien afilada (la falcata era una espada corta que los sayagueses de aquella época manejaban con destreza, sobre todo, a la hora de cortar cabezas de romanos) por otra parte le había cogido un poco de cariño por lo que tenía un gran interés en causarle el menor daño posible para sacrificarlo. Cuando el bicho estaba durmiendo la siesta se dirigió resueltamente a él y le atizó un gancho de derecha duplicado directamente a la cabeza seguido de otros dos de izquierda que lo dejaron inconsciente, momento que aprovechó para clavarle la falcata entre las patas delanteras, fue directamente a la yugular. El chorro de sangre salpicó todas las paredes y el piso de la casa. Lo puso todo perdido. Entre la
jarana de la fiesta y el cumplimiento de sus obligaciones sacerdotales se olvidó de registrar la patente de cómo adormecer a un animal y ahora, unos cuantos miles de años después, los que mandan se creen que han hecho un invento histórico.  Cuando la esposa del druida, que debía ser de armas tomar,  dejó de hacer calceta y entró en la casa y vio aquel abuso machista, se puso hecha un basilisco y en un tono que no admitía duda de sus intenciones, le dijo al marido: -La próxima vez que me hagas una cosa sejante te arrapizo de un tajo todo lo que te cuelga y ni tus dioses ni tus pócimas te van a librar de ello-. Éste sabía que su mujer tenía agallas para cumplir lo que acababa de prometerle así es que empezó a "bailarle el agua", confiaba en que con las comilonas y la jarana de la fiesta se le pasara el cabreo. Consiguió de ella permiso para tocar el cuerno con el sonido de convite, pronto llegaron de todas partes sus vecinos que se entregaron con fruición a los placeres de la buena mesa. Los misterios de la religión druídica estaban relacionados con la inmortalidad del alma humana, por la cantidad de sacrificios que el hombre hace al dios, por la cantidad de enemigos que mataban en el combate y por los honores que conquistaba en los juegos religiosos anuales como conductor de carros de guerra. Los sacerdotes eran buenos luchadores, juglares, poetas y excelentes arpistas. Para alcanzar el último grado en el sacerdocio debían pasar veinte años de duros estudios en un colegio druídico, hasta alcanzar los treinta y dos grados
necesarios, y no todos lo conseguían. Los doce primeros años  los dedicaban a memorizar enormes sagas de poesía mitológica y en el estudio de las leyes, la música y la astronomía. Los seis siguientes: tres al estudio de medicina y otros tres a estudios de augurios y prácticas mágicas. Antes de ser graduados debían pasar pruebas diversas, una de ellas consistía en permanecer delante de toda la congregación de druidas, quienes le hacían preguntas en verso, en forma de enigmas, que debía contestar, también en verso y proponiendo otros enigmas. Una de las últimas consistía en pasar la noche más larga del año sentado en una piedra movediza que se mantenía en un difícil equilibrio al borde de un abismo. Los espíritus malignos le hablaban durante toda la noche para obligarlo a distraerse, no debía responder a una sola palabra, sino en dirigir sus oraciones e himnos de alabanza a los dioses. En el aspecto mundano destacaban por sus banquetes interminables que regaban con sus mejores aguardientes. Pero la matanza del que consideraron el padre del cerdo ibérico bien merecía la pena disfrutarla, la fiesta que organizaron se prolongó durante varios días y cuando ya tocaban a su fin el anfitrión escanció una de sus pócimas para los dioses, con tan buen acierto, que mucho tiempo más tarde todavía se comentaba lo bien que había conseguido la destilación del nuevo aguardiente.
Pero la druida seguía "en sus trece" con lo del reguero de sangre, así, pues, obligado por las circunstancias, el bueno, del marido tuvo que pensar un nuevo plan para no desperdiciar ni una sola gota de sangre en los próximos sacrificios.  El siguiente lo hizo con el mismo ritual pero recogiendo, desde la primera a la última gota de sangre, en un recipiente de barro. Los que entienden de estas cosas dicen que los cacharros de lujo los fabricaban con "terra sigillata". Cuando terminó de trocear al animal se fue al huerto y con unas cebolletas tiernas se hizo un pisto excelente. La receta nos ha llegado hasta nosotros.  Por suerte, el druida utilizaba la cabeza, además de para ponerse la capucha del sagum, para pensar y como esta parrafada un día dedicaré otra a la receta de la morcilla sayaguesa inventada por nuestro antepasado druída. Para que luego digan que no hemos inventado nada. De momento dos cosas, el sacrificio de los cerdos sin dolor y el jamón ibérico a la brasa.

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Morcilla Sayaguesa

  • 1. ELOGIO DE LA MORCILLA SAYAGUESA Amador Pérez Viñuela
  • 2. Hace unos días leí en un periódico la noticia de que unos profesores, de esos que tienen metidos muchos libros en la cabeza, habían encontrado una mándibula humana en Atapuerca y andaban mirando a ver si los dientes de aquel tipo, que vivió hace miles años, los utilizaba sólo para comer frutas o también los había empleado para comerse el solomillo a la brasa de los individuos de otras tribus. Las relaciones entre los vecinos de aquella época lejana no eran muy amistosas y se prolongaron durante miles años, se sitúan en la base de nuestra alienación con respecto a los antiguos, pero a veces, nos hemos acercado a ellos sólo a través de los hechos negativos de forma intuitiva e imaginativa sin tener en cuenta las expresiones de la vida espiritual que nos han dejado. Las creaciones más elevadas de la mente humana se le han dedicado siempre a los dioses. Por lo que respecta a Sayago, parece que los primeros pobladores eran descendientes de las antiguas migraciones de indoarios y no tienen nada que ver con el hombre de Atapuerca. Lo que sabemos de ellos es que estaban emparentados con los galos Asterix y Obelix, un poco más brutos, fácilmente irascibles, y a los que yo por cortesia y necesidades del relato les atribuyo la invención de los embutidos de ibérico, la morcilla sayaguesa y la de noquear a los cerdos antes del sacrificio.
  • 3. La historia es bien sencilla, un día, entrado el otoño, el archidruida que era el jefe de los druidas de todas las tribus (los druidas eran los sacerdotes de la religión celta) salió de caza y cuando regresó a la cabaña de la familia llegó cargado con una pareja de crías de jabalí, uno debajo de cada brazo, que soltó en medio del salón. Como todo el mundo sabe las casas de entonces se componían de una sola habitación en la que se realizaban todas las actividades. La esposa del druida, al principio, no estuvo muy de acuerdo con aquellos colegas tan gruñones, pero terminó por admitirlos. Después de todo, parecían menos iracundos que el macho cabrío de la familia que últimamente se había obstinado en acabar con toda la vajilla, pero cuando la veía con la la escoba en la mano de un salto se subía en el techo de la cabaña y amenazaba con comerse todo el ramaje y dejarlos a la intemperie. En cuanto a los efluvios aromáticos no se apreciaban grandes diferencias en el entorno donde merodeaban las cabras como "Pedro por su casa". Los antiguos sayagueses, que los que saben de estas cosas han bautizado con el nombre genérico de vacceos, eran muy aficionados a comer carne de macho cabrío.
  • 4. El druida se empeñó en amansar a los dos jabatos lo cual consiguió a base de bellotas, en poco tiempo le dieron una buena camada y esta segunda generación ya le parecieron como de la familia. El problema, para la pareja de los viejos jabalíes, empezó cuando el verraco pesaba unas cuantas arrobas. El druida se dio cuenta de las anchuras de los lomos que había desarrollado y pensó que bien merecía la pena darse una semana de fiesta, cosa a la cual eran muy aficionados. -¡Las costillas! ¡Ah, las costillas! intuyo que a la parrilla debe ser placer para los dioses. Empezó a tramar una estrategia para acabar con él verraco antes de que le diera la tentación de volver a sus antiguos dominios en medio del monte. Preparó una falcata bien afilada (la falcata era una espada corta que los sayagueses de aquella época manejaban con destreza, sobre todo, a la hora de cortar cabezas de romanos) por otra parte le había cogido un poco de cariño por lo que tenía un gran interés en causarle el menor daño posible para sacrificarlo. Cuando el bicho estaba durmiendo la siesta se dirigió resueltamente a él y le atizó un gancho de derecha duplicado directamente a la cabeza seguido de otros dos de izquierda que lo dejaron inconsciente, momento que aprovechó para clavarle la falcata entre las patas delanteras, fue directamente a la yugular. El chorro de sangre salpicó todas las paredes y el piso de la casa. Lo puso todo perdido. Entre la
  • 5. jarana de la fiesta y el cumplimiento de sus obligaciones sacerdotales se olvidó de registrar la patente de cómo adormecer a un animal y ahora, unos cuantos miles de años después, los que mandan se creen que han hecho un invento histórico. Cuando la esposa del druida, que debía ser de armas tomar, dejó de hacer calceta y entró en la casa y vio aquel abuso machista, se puso hecha un basilisco y en un tono que no admitía duda de sus intenciones, le dijo al marido: -La próxima vez que me hagas una cosa sejante te arrapizo de un tajo todo lo que te cuelga y ni tus dioses ni tus pócimas te van a librar de ello-. Éste sabía que su mujer tenía agallas para cumplir lo que acababa de prometerle así es que empezó a "bailarle el agua", confiaba en que con las comilonas y la jarana de la fiesta se le pasara el cabreo. Consiguió de ella permiso para tocar el cuerno con el sonido de convite, pronto llegaron de todas partes sus vecinos que se entregaron con fruición a los placeres de la buena mesa. Los misterios de la religión druídica estaban relacionados con la inmortalidad del alma humana, por la cantidad de sacrificios que el hombre hace al dios, por la cantidad de enemigos que mataban en el combate y por los honores que conquistaba en los juegos religiosos anuales como conductor de carros de guerra. Los sacerdotes eran buenos luchadores, juglares, poetas y excelentes arpistas. Para alcanzar el último grado en el sacerdocio debían pasar veinte años de duros estudios en un colegio druídico, hasta alcanzar los treinta y dos grados
  • 6. necesarios, y no todos lo conseguían. Los doce primeros años los dedicaban a memorizar enormes sagas de poesía mitológica y en el estudio de las leyes, la música y la astronomía. Los seis siguientes: tres al estudio de medicina y otros tres a estudios de augurios y prácticas mágicas. Antes de ser graduados debían pasar pruebas diversas, una de ellas consistía en permanecer delante de toda la congregación de druidas, quienes le hacían preguntas en verso, en forma de enigmas, que debía contestar, también en verso y proponiendo otros enigmas. Una de las últimas consistía en pasar la noche más larga del año sentado en una piedra movediza que se mantenía en un difícil equilibrio al borde de un abismo. Los espíritus malignos le hablaban durante toda la noche para obligarlo a distraerse, no debía responder a una sola palabra, sino en dirigir sus oraciones e himnos de alabanza a los dioses. En el aspecto mundano destacaban por sus banquetes interminables que regaban con sus mejores aguardientes. Pero la matanza del que consideraron el padre del cerdo ibérico bien merecía la pena disfrutarla, la fiesta que organizaron se prolongó durante varios días y cuando ya tocaban a su fin el anfitrión escanció una de sus pócimas para los dioses, con tan buen acierto, que mucho tiempo más tarde todavía se comentaba lo bien que había conseguido la destilación del nuevo aguardiente.
  • 7. Pero la druida seguía "en sus trece" con lo del reguero de sangre, así, pues, obligado por las circunstancias, el bueno, del marido tuvo que pensar un nuevo plan para no desperdiciar ni una sola gota de sangre en los próximos sacrificios. El siguiente lo hizo con el mismo ritual pero recogiendo, desde la primera a la última gota de sangre, en un recipiente de barro. Los que entienden de estas cosas dicen que los cacharros de lujo los fabricaban con "terra sigillata". Cuando terminó de trocear al animal se fue al huerto y con unas cebolletas tiernas se hizo un pisto excelente. La receta nos ha llegado hasta nosotros. Por suerte, el druida utilizaba la cabeza, además de para ponerse la capucha del sagum, para pensar y como esta parrafada un día dedicaré otra a la receta de la morcilla sayaguesa inventada por nuestro antepasado druída. Para que luego digan que no hemos inventado nada. De momento dos cosas, el sacrificio de los cerdos sin dolor y el jamón ibérico a la brasa.