1. EL DOLOR DE UNA PALABRA
La lluvia que caía era torrencial y sin piedad sobre su cuerpo
malherido. Ahí estaba, tratando de ponerse en pie, todo su cuerpo
reclamaba a gritos por el dolor, cada movimiento era agónico,
pero, dentro de él, había un dolor mayor, un dolor por encima de
cualquier lluvia o hérida que hubiera tenido jamás, un dolor
que le desgarraba el alma y todos los órganos asociados a
ella. Poniéndose lastimeramente en pie, tambaleose hasta el
marco de la primer puerta que su nublada vista pudo concebir
fuera del mundo de agonía que lo aterrorizaba, se recostó
y pensó. Pensó en todo lo que había pasado hacia unas
cuantas horas, cómo por un error su vida había cambiado
para siempre, y como siempre, para mal. Pensó hasta que sus
heridas y el cansancio le vencieran haciéndolo caer en los
brazos del ingrato Morfeo.
La consiencia de las realidades regresó en el momento
aquel en que se abría la puerta donde dormía, se irguió
no sin quejas de todo su sistema, dio media vuelta y se
alejo sin mirar atrás. Mientras recorría las calles la
pena le regresó como una puñalada, el si provenía de
sus entrañas magulladas o de su memoria era difícil
de saber. Los dolores corporales después de que el
cuchillo mental se hundiera nuevamente comenzaron
a retirarse, sólo quedaba arreglar ese pequeño detalle.
Lo más sencillo era dejarlo atrás, nunca regresar y
seguir con su vida, cruzó por su cabeza el hacerlo,
tuvo un momento, mientras se quedo quieto a mitad
de la calle, en que creyó con toda su alma que esa
era la solución mas viable. Pero una imagen le
martilleo dejando su sabor de metal en la lengua,
la imagen del origen de su pena. Así, sin más, siguió
su camino torturado aún por el error que había
cometido.
Pasadas las horas llego a su verdadero lugar
de descanso, al lugar donde se sentía seguro,
el lugar que llamaba hogar. Se recostó en su
mullida cama habiéndose puesto antes una
composta para sanar más rápidamente sus
heridas, su vista, fijada en el techo, parecía
atravesarlo, ver más allá de los firmamentos
de estuco. Eso parecía, pero en realidad su
vista yacía perdida puesto que la mente se
encontraba lejos de la mirada, en aquel
funesto momento con ella.
POR EDER JIMÉNEZ
2. Una lágrima escapó de semejantes penas rodando por su mejilla, no podía creer
que un error tan pequeño pudiera causar tanto dolor, aunque, muy en el
fondo sabía que lo peligroso no era el error como tal, si no
las consecuencias que éste podía traer. Cayó
de nueva cuenta en un profundo dormitar,
pasando esas horas oscuras dentro , en
torbellinos de fugaces imágenes de lo que
fue, pudo haber sido y lo que nunca será.
El estruendo fuera de sus paredes lo obligó
a remitirse a las quejas de su cuerpo, de la
calle provenían gritos y un olor a humo
invadía el ambiente, a regañadientes
logró el casí milagroso acto de ponerse
en pie y asomo su depeinada cara por la
ventana. La ciudad estaba siendo atacada,
las huestes invasoras venían del este, todo
ese lado de la ciudad en llamas, haciendo
notar el terrible pasó de las hordas
invasoras. Entrando a la alerta de la
situación levantó su roido lápiz y papel
para escribirle una nota a ella, nota
que contenía la verdad de su corazón y
mente. Notó que estaba sudando, pero no
por la batalla que se libraba justo fuera
de su puerta, era por ir con la mujer, esa
era su mayor preocupación, ya que no
era la primera vez que se encontraba
en una situación donde su vida
peligrará. Calzo sus botas, vistió
su peto, tomó escudo en siniestra y
desenvaino la espada que le había
regalado su padre en su cumpleaños
número diesciseis, sopesandola
a la luz de los fuegos y gritos
de inocentes, el momento había
llegado.
Las
calles en caós, gente y
soldados corriendo por
doquier, expulsando gritos
y empujandose entre ellos a
direcciones contrarias, su
primer impulso fue dirigirse
al centro mismo de la
batalla a reclamar sus
pérdidas frente a los
extranjeros, pero un
destello le hizo cambiar
de parecer y
3. de dirección para enfilarse hacía donde ella estaba. Recorría las calles
empedradas con velocidad de amor y odio, sus músculos tensos por los rojos de
atrora habitaciones de conocidos y vecinos, al doblar a la derecha en la última
calle de la calzada se topó de frente con un pequeño grupo de invasores. Sabía
que podía correr y dejarlos atrás fácilmente, pero justo era el camino para con
ella y si los soldados no se retiraban frente a su mirada, era probable que su
dama se encontrará en potencial peligro.
Sus habilidades con el escudo y la espada no eran de los mejores pero sabía
defenderse, además la sola idea de no poder decirle lo que necesitaba hacía que
fácilmente se olvidara de las limitantes luchísticas que poseía. Se armó de valor
recordando las palabras de su maestro: “Analiza el entorno, ve que puedes sacar
de él y úsalo a tu favor”. La calle era muy angosta, eso le daba la ventaja de que
no podrían rodearlo, dio un último vistazo tras de sí y se lanzó sobre de ellos.
Dos soldados se abalanzaron en respuesta, buscando corazón y muerte con sus
hojas, se cubrió del primer embate con el escudo y dibujando una curva con su
espada, cortó el brazo de uno de sus atacantes, con la misma fuerza e impulso,
regresó la espada hacía la el lado contrario cortando de un tajo la cara del
segundo rival. Ambos cayeron al suelo, pero inmediatamente otros dos soldados
tomaron su lugar, le llovían los espadazos, con problemas podía esquivar y
defenderse. El caballero se lanzo con su escudo sobre uno de sus adversarios
mandando a ambos al suelo, seindole esto oportunidad de encontrar vaina
en el vientre del enemigo caído, pero un ardor en la espalda lo hizo girar con
brusquedad, justo a tiempo para detener un segundo ataque que seguramente
le hubiera arrancado la vida. Estando en el suelo, el caballero golpeo una de
las piernas de su adversario mandándolo de bruces, antes de que se pudiera
recuperar su cabeza fue cercenada de preciso golpe. Se daba media vuelta para
encarar a los enemigos restantes al momento que un brillo plateado le golpeó
el hombro derecho, haciéndolo trastabillar. Otro de aquellos mostruos de
oriente quiso aprovechar el momento atacando el cuello, pero éste respondió
lanzándole, junto a los cadáveres de sus compañeros, su escudo a la cara, golpe
seco y contundente, convirtiendo al atacante ya sin vida en una preocupación
menos.
De uno de los caídos, tomó otra espada para su mano con escudo, encarando
así a los últimos tres que formaban barrera en la callejuela. El primero de ellos
se despidio del mundo de la carne abatido de dos certeros cortes en el pecho,
el segundo, sin embargo, logro acertar una estocada en el muslo izquierdo,
la reacción inmediata de éste fue dibujar un arco y así lastimar cartílagos del
brazo de su contrario, con mismo impulso levanto la estocada rasgando el
rostro del ahora manco adversario. El último de los atacantes venía en carga
hacía él, como respuesta desesperada a la velocidad lanzó el arma robada
con la que había ultimado al otro enemigo. Amante suerte le sonrió ya que
en reacción su último enemigo no fue lo suficientemente rápido, atravesando
hueso y músculo del hombro el danzante filo lo enterraba en el suelo. Lo
último que aquel desgraciado vio fue el fulgor del otro mundo sobre sus ojos.
4. Había salido victorioso, mas no ileso, cojeante, siguió con su camino hacía
ella. Sólo unas cuantas casas de distancia, los sonidos de guerra resonaban
tras él, la muerte era palpable en esa ciudad. De sus heridas la sangre manaba
a borbotones, cada paso se convertía más difícil que el anterior y la sangre
abandonaba su cuerpo a mayor celeridad, su visión se nublaba, su cuerpo
tambaleaba lastimosamente con los recuerdos de los dolores anteriores. Algo
detuvo su marcha, ya no se podía mover en absoluto, no entendía lo que pasaba
con su cuerpo y su voluntad ejercida sobre los languidecientes brazos, la espada
restante beso el suelo al huir de su mano, sus piernas cedieron ante el peso y la
falta de vitalidad, antes de tocar el suelo, la oscuridad se había apoderado de
él.
La mañana llegó, la luz dejaba ver las grandes héridas de una ciudad que
soporto y repelió la invasión de un ejército que se pensaba mayor que ella. Con
estas primeras luces, la gente salía de la seguridad de sus hogares solamente
para presenciar la masacre de sus amados la noche anterior. En la zona norte
los huesos y rostros de las construcciones yacían impolutos a excepción de un
portón donde el cuerpo de un hombre se postraba sin vida, junto a él, una mujer
joven, sosteniendo en su mano derecha un trozo de papel ensangrentado. El
soldado, para muchos anónimo, era abrazado fuertemente en lágrimas por
aquella mujer, como si con ello regresaría a la vida su amado. Al parecer, lo
quería demasiado ya que no le importaba lastimar su seno con la flecha que
salía del cuello del en anterior momentos guerrero.
Entre los sollozos, dice la gente, se le escucho decir muy solemnemente “No te
preocupes, nunca hubo nada que perdonar”.