3. Aquel señor que puso una tienda de ocasos
M . Mihura
Aquel señor, que parecía tan tonto, se había fijado en que el sol siempre se
pone por el mismo sitio del campo, y entonces se le ocurrió comprar aquel pedazo para
poner allí una tienda y explotar las puestas de sol, que son tan bonitas y que tanto les
gusta ver a las vacas y a esos matrimonios solteros que están siempre subidos en una
de las vacas.
Y fue y le compró el campo a la dueña, y ya dueño del campo, le puso un
escenario y un telón con anuncios, que se subía y se bajaba tirando de una cuerda. Y
el sol, al ponerse, quedaba encerrado en la ratonera de la embocadura, que lo
enmarcaba como una acuarela.
Puso después en aquel escenario natural los borreguitos blancos y el río, y un
barco de vela, y un periódico, y una lata de sardinas vacía, y todo lo que debe haber en
una puesta de sol para que resulte bonita.
4. Pero entonces el dueño del sol, con el que no se había
contado para nada, se cansó de que explotasen a su sol de
esa manera, y un día no le dio cuerda y lo dejó parado para
siempre en el centro del cielo
5. El negro. Rosa Montero
Estamos en el comedor estudiantil de una universidad alemana. Una alumna rubia e
inequívocamente germana adquiere su bandeja con el menú en el mostrador del autoservicio y
luego se sienta en una mesa. Entonces advierte que ha olvidado los cubiertos y vuelve a
levantarse para cogerlos.
Al regresar, descubre con estupor que un chico negro, probablemente subsahariano por su
aspecto, se ha sentado en su lugar y está comiendo de su bandeja.
De entrada, la muchacha se siente desconcertada y agredida; pero enseguida corrige su
pensamiento y supone que el africano no está acostumbrado al sentido de la propiedad privada y
de la intimidad del europeo, o incluso que quizá no disponga de dinero suficiente para pagarse la
comida, aun siendo ésta barata para el elevado estándar de vida de nuestros ricos países.
De modo que la chica decide sentarse frente al tipo y sonreírle amistosamente. A lo cual el
africano contesta con otra blanca sonrisa.
6. A continuación la alemana comienza a comer de la bandeja
intentando aparentar la mayor normalidad y compartiéndola con
exquisita generosidad y cortesía con el chico negro. Y así, él se
toma la ensalada, ella apura la sopa, ambos pinchan paritariamente
del mismo plato de estofado hasta acabarlo y uno da cuenta del
yogur y la otra de la pieza de fruta. Todo ello trufado de múltiples
sonrisas educadas, tímidas por parte del muchacho, suavemente
alentadoras y comprensivas por parte de ella. Acabado el almuerzo,
la alemana se levanta en busca de un café.
Y entonces descubre, en la mesa vecina detrás de ella,
su propio abrigo colocado sobre el respaldo de una silla y una
bandeja de comida intacta.
7. Por casualidad ella entra en la cafetería Riofrío y ve a su amante en una mesa
del fondo, charlando con unos amigos. Lo conoce desde hace dos meses y está
muy ilusionada, pues intuye que por fin ha encontrado al hombre de su vida,
alguien que la entiende y la respeta, que colma sus anhelos más íntimos, dentro y
fuera del lecho. Pide un cortado en la barra. Saca del bolso el teléfono móvil y, con
la piel sublevada, viéndolo sin que él la vea, lo llama para darle una sorpresa y, por
qué no, proponer una cita rápida en el cercano hotel NH.
En la cafetería empieza a sonar una insulsa melodía electrónica. Él mira la
pantalla del teléfono, pero en vez de contestar se la muestra a sus amigos y, con un
gesto burlón, corta la llamada. Ella, desconcertada, llama de nuevo. Vuelve a llenar
el aire el soniquete machacón y sin matices. Él corta otra vez la llamada. A
continuación teclea un mensaje y, antes de enviarlo, lo hace circular por la mesa
para que todos lo lean. Ella lo recibe unos segundos más tarde: “Estoy reunido,
amor. Luego te llamo”. En la mesa no paran de reírse. Llega el cortado. Presa de
un temblor repentino, ella deja unas monedas sobre la barra y se va sin probarlo.
Revelación
8. Inercia – Oscar Javier Salomón
Por costumbre puse dos platos en la mesa
pero esa noche éramos tres, había un
invitado.
Nos sentamos. La comida ya estaba
servida. Tres personas sentadas y
solamente dos platos en la mesa.
Para ir a buscar otro plato debía levantarme, caminar cinco pasos, abrir la
puerta del mueble, retirar uno, volver a caminar los cinco pasos y colocarlo en la
mesa. Para traer el revólver mi esposa simplemente debía estirarse y sacarlo del
cajón que estaba abierto. De mutuo acuerdo nos decidimos por la segunda
posibilidad, era más fácil.
Se apoyó el arma en la mesa, se la hizo girar. El cañón señaló a mi esposa.
Corrimos el plato para que no se salpicara de sangre. Se disparó.
Entonces fuimos dos personas sentadas con dos platos en la mesa, ahora el
número estaba bien.
La cabeza del cadáver de mi esposa cayó sobre mi pie izquierdo. Sentía
su peso oprimiéndome los dedos. Me estaba manchando el zapato izquierdo.
Comenzamos a comer. Pasamos una velada alegre. Conversamos sobre asuntos
intrascendentes.
9. Manolo – Lucy Chau
Pronto llegará Manolo e iremos a comer. Será divertido. Seguramente querrá
cambiarse de ropa y lavarse la cara antes de salir. Tal vez deba esperarlo vestida
para que no se arrepienta. Me he maquillado para que no se sienta mal por verme el
moretón en el ojo, puede pensar que lo hago a propósito para culparlo. Me ha
pedido disculpas como la otra vez, pero ahora lo sentí sincero.
Ha llegado Manolo. Está iracundo, quién sabe por qué. Se me ha quedado
viendo con rabia, dice que qué hago vestida como una puta, que si no veo lo ridícula
que estoy, que parezco un arlequín.
Yo le recuerdo que íbamos a salir. Ahí viene su mano.
Se ha marchado Manolo. Se lo llevó la ambulancia
esta mañana. Vomitó toda la cama y el piso del
cuarto. Me pidió ayuda, pero yo primero tenía que
limpiar para que luego no se fuera disgustar con
el desastre. Cuando se calmó le di más sopa, pero
no pudo. Ya era suficiente raticida.
10. SoledadPedro de Miguel
Le fui a quitar el hilo rojo que tenía sobre el hombro, como una culebrita.
Sonrió y puso la mano para recogerlo de la mía. Muchas gracias, me dijo, muy
amable, de dónde es usted. Y comenzamos una conversación entretenida,
llena de vericuetos y anécdotas exóticas, porque los dos habíamos viajado y
sufrido mucho. Me despedí al rato, prometiendo saludarle la próxima vez que le
viera, y si se terciaba tomarnos un café mientras continuábamos charlando.
No sé qué me movió a volver la cabeza, tan sólo unos pasos más allá. Se
estaba colocando de nuevo, cuidadosamente, el hilo rojo sobre el hombro, sin
duda para intentar capturar otra víctima que llenara durante unos minutos el
amplio pozo de su soledad.
11. Ana Sofía De Gregorio Moro
Nos revolvía el pelo con cara de contento cada vez que revisaba nuestros
deberes. Todos los domingos se repetía el mismo ritual, Manuel y yo hacíamos
los ejercicios con papá y luego un dibujo para mamá. Aquella tarde decidimos que
el tema sería "profesiones para papá". Mi hermano decidió que fuera pirata, así
que lo dibujó con un garfio, melena y esa mirada que tenía algunas veces… Yo
decidí que fuera astronauta y lo pinté en un cohete viajando hacia el espacio.
Mamá miró los dibujos y nos besó. Papá desapareció aquella noche, mamá dice
que se marchó al cielo. A mí me hubiera gustado verlo despegar...
12. Estefanía Morán
Se lanzará desde el trapecio, correrá a través de la raíz cuadrada
sintiendo cómo el aliento de la malvada hipotenusa se le acerca hasta casi
atraparlo para siempre; en un intento vano por despistarla llega al abismo de la
derivada, se siente acorralado pero… ¡no!, encuentra una salida en la división y
vuelve a escapar deslizándose por ésta: el número pi se salva y llega hasta el
infinito, pero…
—Andrés, ¿me escuchas?
—Sí, maestra.
—Muy bien, continuemos. Si un tren sale de Madrid a las ocho de la
mañana y otro de Barcelona a las diez…
La malvada hipotenusa capturó a pi.
13. La muerte en Samarra
Gabriel García Márquez
(de Las mil y una noches)
El criado llega aterrorizado a
casa de su amo.
-Señor -dice- he visto a la
Muerte en el mercado y me ha
hecho una señal de amenaza.
El amo le da un caballo y
dinero, y le dice:
-Huye a Samarra.
El criado huye. Esa tarde,
temprano, el señor se encuentra la
Muerte en el mercado.
-Esta mañana le hiciste a mi
criado una señal de amenaza -dice.
-No era de amenaza
-responde la Muerte- sino de
sorpresa. Porque lo veía ahí, tan
lejos de Samarra, y esta misma
tarde tengo que recogerlo allá.
14. Memorias de una bola
Era la primera vez que estaba colgada; las luces a mi lado
parpadeando, rojas, azules, amarillas, la sensación de ingravidez… y
luego la alegría en la cara de los niños, esas caras de narices
grandotas cuando se acercaban a mirarme…
Lo mejor de todo fue la mañana en que, con ojos de sueño,
abrieron los regalos primorosamente envueltos, todo lazos, colores,
risas, sorpresas.
Pero todo toca a su fin; con mucho cuidado me bajaron del árbol
junto con mis hermanas y ahora espero la próxima Navidad desde la
oscuridad de una caja de cartón.
15. La llamada
No nos habíamos vuelto a hablar desde que me casé con Cristina.
Nunca me lo perdonó. Sin embargo, me avisaron cuando murió: soy su
pariente más próximo. Por esta razón, tuve que tomar decisiones
respecto a sus bienes. Uno de ellos era su teléfono móvil. Al
encenderlo por pura curiosidad, el aparato me pidió su pin. Como no
podría servirme de él, decidí dejárselo en el ataúd, en su mano
derecha. “Llámame si necesitas algo”, le susurré con una sonrisa
malvada.
Una semana después de los funerales, sonó el teléfono. La
pantalla de mi móvil decía: “Llamando Fernando”.
16. El príncipe era flaco, desgarbado, con una palidez
cadavérica, acentuada por sus negras ojeras. Era,
además, bastante torpe. Sin embargo, estaba allí,
frente a la Bella Durmiente, sin atreverse a besarla.
Cuando finalmente lo hizo y ella entreabrió sus
ojos, él estaba distraído siguiendo una mariposa
con la vista. Esto le permitió a la Bella Durmiente
echarle una ojeada y fingir que continuaba
dormida. Había decidido aguardar una segunda
oportunidad.
Una segunda oportunidad
17. Se levantó del suelo del patio y estiró las patas, despacio.
Seis, todavía me quedan seis, se dijo. Maulló y volvió a
trepar por la cañería.
Paula Coll.
18. El globo Miguel Saiz Álvarez
Mientras subía y subía, el globo
lloraba al ver que se le escapaba el niño
19. Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en
hidromurias, en savajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que el
ralamaba las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y se
envulsionaba de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco, las arnillas se
espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el
trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia.
Y, sin embargo, era apenas el principio, porque en un momento dado, ella se
tordulaba los hurgalios, consintiendo que él aproximara suavemente sus orfelunios.
Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los
extrayuxtaba y paramovía. De pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las
mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del meropasmo
en una sobrehumílica agopausa. ¡Evohé, Evohé! Volpsados en la cresta del murelio,
se sentían balparanar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, sevencían las
marioplumas, y todo ello se resolviraba en un profundo pínice, en nilamas de
argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de
las gunfias.
Julio Cortázar (Rayuela)