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EL CAYO JUAN CLARO




                        Remembranzas
Quiero dedicar estas líneas, extraídas desde lo más recóndito de mi
memoria a mis padres, Ricardo De La Rosa Rosende y Eulalia
Machado Montes de Oca.

El siguiente relato no tiene pretensiones historias ni literarias,
siendo su única intención describir vivencias de mi infancia.

Aunque perduran indelebles recuerdos, que espero exponer
fidedignamente, siempre existe la posibilidad de que algunos datos
pudieran contener erratas.

Algunas veces el tiempo es cruel e inexorable.

Miami, Mayo del 2008.

                            Richard



                                 1
EL VIAJE




                      Vista de almacenes de El Cayo desde el mar


Navegaba la lanchita lenta, pero persistentemente, rumbo a su destino, el
Cayo Juan Claro.

El rítmico sonido del motor de sesenta caballos de fuerza lanzaba quejidos
lastimeros, como queriendo expresar lo tedioso de su trabajo, el esfuerzo
inmenso de mover aquel barquichuelo sobrecargado de personas sobre un
mar, cuyas olas, aunque no peligrosamente altas, sí algo inquietas.

Había quienes se habían instalado no solamente en la popa, sino también
sobre el techo y ambas bordas.

Sentado en una de ellas, con su espalda muy cerca del agua, iba un señor
llamado Segundo Betancourt, muy famoso por sus chistosas ocurrencias,
quién poniéndose de pie súbitamente al ser salpicado por una ola exclamó: -
¡Se me ha mojado el As de Oro!”.

Yo me había acomodado en la proa, debido al panorama privilegiado que me
ofrecía ese lugar.

En aquella época de mi vida, la vista era larga, por ser la edad corta, y más
que simples siluetas, podía distinguir en la lejanía diáfanos detalles de lo que
me brindaba el horizonte.

Por mucho que indagué, nadie supo informarme en honor a que personaje le
otorgaron el apelativo Juan Claro. En lo adelante, lo nombraré simplemente
“El Cayo”.
Cuando atracamos a un pequeño muellecito, sus límpidas aguas permitían
observar con nitidez el fondo del mar.



                                          2
Se distinguían pececitos de múltiples colores, siendo tal la transparencia, que
entusiasmado por su aparente cercanía traté de capturarlos, logrando
solamente empapar las mangas de mi camisa.

Para mi asombro, descubrí que había más de dos brazas de calado,
encontrándose totalmente fuera de mi alcance.

Esa fue la inicial de innumerables sorpresas, así como la primera lección de
las muchas que allí recibí.

Para mí, aquel paradisíaco lugar se convirtió súbitamente en un amor a
primera vista.




                                      3
EL CAYO




                 El Pedraplén que conecta El Cayo con la tierra firme


Mi padre había sido nombrado a una posición gubernamental: Jefe de
Inspectores de la Aduana, en mi pueblo natal, Puerto Padre, e íbamos a
residir a El Cayo.

Tenía el progenitor de mis días la responsabilidad de aprobar los
manifiestos, despachos y mercancías de los navíos que arribaban a puerto,
para descargar productos o cargar azúcar y miel de purga, destinados a
distintos puntos del planeta.

Aunque le llamaban Cayo, el ingenio fecundo del hombre, sin tener en
cuenta la poco avanzada tecnología de la época, logró convertir un islote en
una península.

El General Mambí Mario García Menocal, quien habí sido Presidente de la
Republica, elegido democráticamente por nuestros ciudadanos por dos
períodos consecutivos, y líder del partido político Conservador, era
asimismo un ingeniero covil muy talentoso, graduado en la Universidad
norteamericana de Cornell, quien recientemente había consumado la
construcción en nuestro municipio del Central azucarero “Delicias”, el
mayor del mundo en esa época.

Dicho central, unido al ya existente “Chaparra” constituían dos colosos
azucareros, con una enorme capacidad de producción.

Ambos eran propiedad de la empresa Cuban Ameriacan Sugar Mills, la que
subsecuentemente nombraré “La Compañía”.
Ante la necesidad de encontrar un lugar conveniente para embarcar sus
productos, que estuviera ubicado en la cercanía de ambos centrales y

                                          4
asimismo tuviera el suficiente calado para albergar todo tipo de buques, fue
elegido El Cayo, lugar que reunía todas esas condiciones, menos una, que
fue habilidosamente solucionada, cuando Menocal planeó y edificó una obra
portentosa.

Rellenando partes bajas de la bahía conectaron aquella islita con la tierra
firme, montando sobre el construido pedraplén una vía férrea, así como
tendidos eléctricos y telefónicos.

También fueron creadas en el lugar elegido todas las condiciones
adicionales, imprescindibles para su buen funcionamiento, incluyendo
viviendas, facilidades ferrocarrileras, almacenes y enormes tanques para la
“miel de purga”.

Los almacenes destinados a guardar el azúcar eran enormes.        El mayor de
ellos, por su gran tamaño era llamado “El Capitolio”.

Los tanques de miel eran también descomunales, siendo sus facilidades de
bombeo hacia los buques cisternas las mayores y más modernas del mundo.

Cerca de los muelles se encontraba el Departamento Comercial, una tienda
mixta, propiedad de La Compañía, donde podían adquirirse gran diversidad
de artículos, víveres, y enseres.

Frente a ese comercio se encontraba una “fonda”, cuyo propietario brindaba
excelente comida a precios razonables.

Por no ser demasiado extenso el territorio, solo contaba con un número muy
reducido de calles, así como angostos callejones al fondo de las residencias.

No rodaban por sus calles ningún tipo de automóviles o camiones, que por
aquella época de los años treinta ya se hacían notar en muchas ciudades y
pueblos.

Los medios de transportación eran solamente tres carretones tirados por
mulas, que se utilizaban con el propósito de acopiar la basura, repartir el
hielo y acarrear agua para la limpieza y el aseo personal.

Todo otro movimiento urbano era efectuado a pie o en bicicleta.


                                     5
Era de gran provecho para la administración de los ingenios que mi padre
residiera en El Cayo y no en Puerto Padre, porque al no tener que aguardar
por el viaje del inspector jefe cada vez que arribaba una nave de bandera
foránea, los trámites se efectuarían al momento de su llegada, ahorrándose
La Compañía el pago de cargos extra, que cobraban las empresas navieras
por cualquier tiempo adicional que sus buques estuvieran ociosos en puerto.

Debido a esa conveniencia y la importancia del empleo de mi padre nos
brindaron gratuitamente una de las mejores residencias del lugar, con otros
beneficios adicionales sin cargo alguno, como teléfono, luz e hielo.




                                    6
LA CASA DE V IVIENDA




                                   “Chalet”


Todas las casas de vivienda en El Cayo habían sido construidas por La
Compañía para albergar las familias de sus empleados.

A las mejores, reservadas para los ejecutivos, las llamaban “Chalets”.

El que nos adjudicaron era muy espacioso, situado cerca del extremo norte,
en la mejor parte de la calle principal, convenientemente alejado de los
embarcaderos y almacenes.

Era de recia construcción, edificado en forma de “U”, montado sobre pilotes
de aproximadamente cuarenta pulgadas de altura, con la finalidad de
prevenir inundaciones.

El techo, corredores y los pisos habían sido construidos utilizando maderas
de excelente calidad.

Al frente tenía un portal que cubría toda la fachada, detrás del cual se
encontraban, en el centro una enorme sala, donde debido a su amplitud mi
madre pudo instalar cómodamente su piano, y todas las piezas que componía
un juego de muebles. La seguía un pasillo techado que conectaba dos
hileras de aposentos, formando una “U”.

En su ala izquierda estaba la extensa habitación de mis padres, seguida por
tres más, no tan grandes, destinadas a invitados y el servicio doméstico.

En la fila derecha quedaba mi dormitorio, que aun cuando era algo reducido
me satisfizo, porque tenía una ventana con vista a la calle, proseguido por un
vasto comedor, y detrás de éste, la cocina, al fondo de la cual, separados por

                                      7
un pequeño pasillo, se ubicaban dos cuarticos que eran utilizados, uno para
almacenar el carbón vegetal que alimentaba el fogón de la cocina, y el otro
que al no existir tuberías para duchas, era empleado para bañarse por medio
de un “balde” y una lata, sobre el piso de madera, que había sido
convenientemente barrenado para que el agua cayera bajo la casa.

Tenía un patio grande, rodeado por una cerca, donde con cierta separación
de la vivienda, había una casita preparada para evacuar las necesidades
fisiológicas, por no haber en todo el lugar agua corriente ni alcantarillado
para inodoros.

Junto a la empalizada derecha, que colindaba con un pequeño callejón,
estaban situados dos bidones de madera que se empleaban para almacenar el
agua destinada a la limpieza y el aseo personal.




                                     8
EL PRIMER RECORRIDO




                           Cargando “miel de purga”

Debido a la previsora iniciativa de mis padres, desembarcamos con
solamente un ligero equipaje de mano.

Al arribar a nuestro nuevo domicilio, los muebles, la mayoría de la ropa,
utensilios y artículos personales, así como una factura de víveres habían
llegado anticipadamente.

Todo había sido conveniente y anteladamente colocado en sus sitios
correspondientes, cuando mis padres realizaron un viaje previo.

Llegando a la casa, Cuca, la cocinera, que ya estaba instalada desde el día
anterior, comenzó a confeccionarnos un exquisito almuerzo, pidiéndonos
que le concediéramos algún tiempo para terminarlo.

Mientras esperábamos, para aprovechar el intervalo, decidimos pasar revista
los alrededores.

Como el lugar no era muy extenso, mis padres pudieron mostrarme varios
sitios en los contados minutos que teníamos disponibles.

Pudimos ver de cerca los almacenes de azúcar, muelles, tanques, e
instalaciones de bombeo.

Inspeccionamos el Departamento Comercial, donde tuvimos la oportunidad
de conversar con su administrador, el señor Ríos, quien muy amablemente


                                      9
nos mostró las distintas secciones de que contaba, así como algunas
mercancías.

Nuestra última visita fue a la fonda, donde después de haber tomado un
refrigerio, su propietario nos dio la bienvenida obsequiándonos con uno de
los deliciosos postres que allí se confeccionaban.

Cuando regresamos a nuestro recién estrenado hogar, ya nada me era
completamente desconocido, faltándome solamente volver a recorrer
minuciosamente los lugares que brevemente había visitado, algunos de los
cuales habían incentivado mi interés o curiosidad.

Sabía que mi estancia en El Cayo iba a ser extensa y me quedaba suficiente
tiempo para efectuarlo.




                                   10
EL CLUB NÁUTICO




                                  El Club Náutico


A un lado del muellecito donde atracaban las lanchitas que iban y venían
desde y hacia Puerto Padre y la playa de la Boca, se encontraba el Club
Náutico.

Consistía de una amplia casa club, toda de madera, edificada encima del mar
sobre enormes pilotes.

Era administrado y subvencionado por La Compañía, a cuyo lugar asistían,
sin costo alguno de membresía, sus empleados de cierto rango, invitados
especiales, y por supuesto nosotros.

Su función primordial era proporcionarles a las familias de sus ejecutivos un
lugar de esparcimiento donde recrearse y socializar.

Había un sitio destinado a la natación, cercado por grandes horcones, para
guarecer a los concurrentes del peligro de los tiburones, que pululaban por la
bahía.

En su orilla existía una playita artificial, pero nunca era utilizada debido a la
gran cantidad de erizos que cubría su fondo, por lo cual era conveniente
nadar únicamente en la parte honda, obviando de ese modo los dolorosos
pinchazos de aquellos animalejos.

A mí me encantaba escapar del fuerte calor dándome un chapuzón en sus
frescas y límpidas aguas.


                                        11
Aunque no se efectuaban muchas fiestas en El Club, se celebraban actos los
días festivos, patrióticos o tradicionales, cubanos o norteamericanos.

En ese sitio pude aprender lo que significa Haloween, Thanksgiving, y quien
era Santa Claus.

Aunque las grandes fiestas no eran muy frecuentes, la más importante y de
mayor asistencia y elegancia (porque el atuendo era de largo para las damas
y formal para los caballeros), era la que efectuaban las noches del treinta y
uno de Diciembre, amenizadas por conocidas orquestas, donde el arribo del
nuevo año era celebrado con un brindis de champagne.

Para las familias era una bendición El Club, y a no ser por él, la vida en
aquel apartado lugar hubiera sido no solamente aburrida y monótona, sino
insoportable.

Un caluroso domingo fuimos a pasarlo al Náutico, como era nuestra
costumbre.

Aunque mi padre me había convertido en un excelente nadador, mi madre,
que era precavida al extremo, no me permitía deambular por el lugar sin
llevar un molesto salvavidas, cuyo requisito no me quedaba otra alternativa
que acatar, porque en mi época se hacía lo que los padres ordenaran, sin
derecho a disentir.

Acudía a nuestro lugar de recreo un adolescente llamado Raúl, quien era
inquieto e intrépido, siendo su actividad favorita brincar sobre un trampolín
situado en la parte más profunda, efectuando audaces piruetas y tiradas.

Yo correteaba por los alrededores, sobre el pulido y encerado piso de
madera, cuando escuché a mi padre gritarle al temerario mocetón: -“Raúl,
no te tires al agua y sal inmediatamente de ese trampolín, porque hay un
tiburón dentro de la poceta”.

Obedeciendo, Raúl salvó su vida ese día.

Cuando nos acercamos pudimos divisar una enorme figura, que daba vueltas
dentro del lugar cercado.



                                     12
Era una “cornuda”, o “pez cabeza de martillo” que había penetrado a través
de un poste defectuoso, probablemente carcomido por los efectos del mar y
el transcurso del tiempo.

Hubo que llamar a un pescador experto, de apellido Gisbert, para que
arponeara y se deshiciera de aquel temible escualo.

Al día siguiente remplazaron el madero dañado e inspeccionaron los demás,
sustituyendo todos los que lucían desgastados o defectuosos,

Aún con todas las precauciones y reparaciones, en lo sucesivo, antes de
lanzarnos al agua escudriñábamos el fondo minuciosamente, hasta estar
completamente seguros que no había peligro.




                                    13
LAS SUBVENCIONES




                                Teléfono de El Cayo

La Compañía proveía los elementos imprescindibles para la subsistencia y el
buen funcionamiento del lugar, comenzando con el fluido eléctrico, que era
de doscientos veinte voltios en lugar del convencional de ciento diez.

La electricidad provenía de dos potentes plantas eléctricas que habían sido
construidas en los Centrales Delicias y Chaparra, las cuales, concatenadas
suministraban ese servicio, no solamente a los ingenios, sus “bateyes” y El
Cayo, sino también al resto del municipio de Puerto Padre, y los de Holguín
y Gibara.

Como en aquella época temían poco tiempo de inventados los refrigeradores
y eran muy costosos, nos valíamos de neveras, que funcionaban con bloques
de hielo suministrados por La Compañía.

También brindaban un conveniente servicio telefónico que operaba desde
centrales regionales, utilizando conexiones manuales y unidades de pared
con “maniguetas”, instaladas en las oficinas de La Compañia y los hogares
de sus ejecutivos.

Como todos los teléfonos estaban en línea, para diferenciar a quien iba
dirigida cualquier llamada, empleaban un código de timbrazos distintivos,
siendo el de mi casa dos cortos y uno largo.



                                    14
Ese servicio no ofrecía ninguna privacidad, porque todos los que estaban en
la misma línea podían escuchar las conversaciones de los demás, pero todo
era tolerable, debido a ser gratuito.

La gran ventaja era que teníamos la capacidad de comunicarnos con todo el
municipio, pues la red se extendía hasta el más recóndito rincón, no
solamente en los poblados, sino también en las colonias cañeras, algunas
bien adentradas el lo profundo de la campiña.

Siendo un islote en medio de una gran bahía, era de esperar que el subsuelo
no ofreciera agua idónea para el consumo humano.

Al no existir acueducto, o pozos artesanales con molinos de viento, como en
Puerto Padre, y debido a que el agua que se encontraba a pocos pies de
profundidad era muy salobre, suministraban dos tipos, una muy pura para
ingerir y cocinar y otra destinada a las demás necesidades, arribando ambas
por ferrocarril en grandes tanques de acero.

La de uso común era distribuida por medio de un carretón tirado por una
mula, que transitaba por los angostos callejones que separaban los
domicilios.

Cada vivienda contaba con dos grandes barriles de madera, ubicados al lado
de las cercas que las rodeaban, y para conveniencia de sus moradores,
situados lo más cercanamente posible a ellas, para facilitar su posterior
acarreo.

El encargado del carretón del agua, como le llamábamos, colocaba una
gruesa manguera de goma dentro del tanque que llevaba su carreta, e
introduciendo en su boca la otra punta absorbía fuertemente hasta que el
líquido brotaba por el tubo y era transferida a los bidones.

Era la responsabilidad de cada uno de los habitantes del lugar el acarreo de
la potable, y se obtenía directamente de los carros tanques, que estacionaban
en una línea convenientemente alejada del resto del transito ferrocarrilero.

Mi padre, quien durante toda su vida me inculcó la importancia de cumplir
con los deberes y obligaciones que debe mantener todo hombre de bien
desde una temprana edad, ordenó la construcción de una carretilla que
acomodara dos grandes garrafones de cristal, siéndome, como parte inicial
                                     15
de mi formación, encomendada la tarea de utilizarla para traer a la casa el
precioso líquido, cada vez que fuera necesario.

El viaje de ida con los recipientes vacíos me era fácil completarlo
rápidamente y lo consideraba casi un juego.

El regreso, debido a mis cortos años, estatura y peso, era una labor fuerte,
viéndome en la necesidad de descansar múltiples veces antes de completar
cada faena.

Por supuesto, mi padre se encargaba de cargar los receptáculos al interior de
la casa, pues yo físicamente no podía.

Ese fue mi primer deber y obligación, y aunque no era remunerado
monetariamente, cada vez que completaba una de aquellas misiones,
olvidándome del cansancio me sentía extremadamente orgulloso y satisfecho
de haber podido contribuir con mi esfuerzo al bienestar colectivo de nuestro
hogar.




                                     16
LOS JAMAIQUINOS




                        “Jamaiquino” Pescando desde un muelle


Habitaba El Cayo una amalgama étnica de empleados laborales, originarios
de distintas islas cercanas a Cuba.

Procedían de Barbados, Antigua, las islas Caimán, Turcos, Caicos, las
Bahamas e Islas Vírgenes, pero la mayoría eran oriundos de Jamaica.

Los había, aunque en números menores de otras procedencias.

Para simplificar las cosas, todos los que hablaban el idioma Ingles eran
llamados Jamaiquinos, sin importar cual fuera su lugar de origen.

Constituían un núcleo monolíticamente unido, quizás debido a que en casi su
totalidad no dominaban el idioma español.

Aunque muy reservados eran educados, respetuosos y corteses.

Recuerdo con gran afecto a Ernest King, que había sido sargento del ejército
Ingles durante la primera guerra mundial, quien por heridas recibidas en
batalla cojeaba al caminar, llevando siempre prendidas en su camisa varias
condecoraciones otorgadas por el gobierno Inglés por su valentía en
combate.

El señor King era un hombre altísimo, pero delgado. Por el contrario, su
homónimo e inseparable Ernest Young era de estatura baja, a la vez que
fornido.

                                       17
Ambos fueron grandes amigos, no solamente entre ellos, sino también de mi
padre y míos.

Los dos hablaban un español pasable, acentuado con el melodioso deje de
los habitantes de las indias occidentales.

Por mediación de los dos Ernests, que se convirtieron en mis guías y
mentores dentro de aquel mundo cerrado para ajenos, conocí a los demás y
aunque siempre existió cierta dificultad con el idioma, pudimos entendernos
y hasta lograron enseñarme lo primordial del Ingles del Rey, como ellos lo
llamaban.

Aunque imperaba cierta dificultad cuando hablaban apresuradamente entre
sí, yo me las ingeniaba para intercambiar ideas y aprender su gran habilidad
para la pesca, que se sentían complacidos en transmitir a aquel chiquillo
blanco que no les temía como la mayoría de los otros niños del lugar,
mostrándoles agradecimiento por sus enseñanzas.

La pesca en los entornos era abundante y ellos, en sus ratos de ocio, la
efectuaban desde los muelles.

Mientras esperaban pacientemente para capturar sus presas, ingerían una
mezcla de lo que algunas personas consideran venenosa, ron antillano y
“guineos” (más conocidos en la Habana como platanitos Johnson), pero
nunca tuve conocimiento que ninguno se hubiera intoxicado o enfermado
con aquella inusual combinación.

Una de sus técnicas de pesca era extremadamente peculiar, porque en lugar
de los tradicionales avíos, confeccionaban, tallando huesos de animales, un
artefacto al cual le proporcionaban la configuración mas parecida que podían
a un pececito, labrando su extremo en forma de un anzuelo convencional,
que les permitían no tener que utilizar carnada. Los mencionados e
inusuales señuelos eran atados primeramente a un trozo corto de alambre, al
que le agregaban lastre, y luego a un cordel de pita, amarrado a una varita de
bambú.

Al entronizar aquel insólito atuendo en el agua, comenzaban a moverlo con
un ritmo constante de izquierda a derecha y viceversa, pero siempre con la
vista fija en el lugar donde quedaba sumergido.
                                     18
Cuando un pez picaba lo que le había parecido una apetitosa presa, con un
súbito movimiento conseguían engancharlo, subiéndolo con presteza e
introduciéndolo en un balde que precavidamente tenían lleno de agua de
mar, para que no muriera pronto y poder llevarlo lo mas fresco posible a sus
moradas.

Esos hábiles pescadores suplementaban así las dietas de sus familias, pues
era tal su habilidad que no pasaba un día sin que atraparan lo suficiente para
su sustento.

Mis amigos me instruyeron también en la táctica de confeccionar angoa para
atraer los peces, cuando en el tiempo muerto estaban los muelles vacíos, sin
buques que arrojaran desperdicios de comida sobre sus bordas.

Otra de las habilidades que pude observar en ellos, era su forma
característica de capturar cangrejos.

Para hacerlos salir de sus cuevas vertían en ellas chorritos de agua dulce,
poniendo sobre las mismas, con el fondo hacia arriba, latas vacías de
mediano tamaño, sobre las cuales hacían con sus dedos un sonido que
simulaba truenos.

Los crustáceos, creyendo que estaba lloviendo, salían de sus guaridas, en
cuyo instante eran atrapados y echados en un saco.

Las muelas de cangrejo moro son un delicioso manjar.

Una de sus especialidades culinarias era confeccionar empanadas de maiz, a
las que llamaban “patties”, las cuales horneaban saludablemente, en lugar de
freírlas.

Algo deliciosamente inolvidable, que para mi deleite me brindaban cada vez
que las elaboraban, eran las apetitosas sopas de cobo.

Su distintivo gusto nunca podrá borrarse de mi paladar, y aún las añoro,
ordenándolas cada vez que aparecen en el menú de cualquier restaurante que
visito.



                                     19
Hasta ahora, aunque parecidas, no he encontrado ningún lugar, ni nadie en
particular, que sepa prepararlas con el mismo delicioso sabor que ellos le
proporcionaban.




                                   20
LOS MUELLES Y LA GUASA




                                 La Guasa


A los muelles atracaban todo tipo de barcos, movidos por vapor de agua o
motores de petróleo, desde pequeños dedicados al cabotaje, entre los cuales
recuerdo el Polar y el Tropical, medianos para travesías a puertos cercanos
de los Estados Unidos y Méjico, combinados de carga y pasajeros como el
Habana, así como los de gran calado, que viajaban los siete mares
transportando los productos de los centrales azucareros.

Los mayores eran enormes navíos que cargaban azúcar envasada en sacos de
yute de doscientas veinte libras de peso, y los buques cisternas, a los que
bombeaban dentro de sus inmensos vientres la “miel de purga”.

Allí se encontraba la mayor, a la vez que la más sofisticada y moderna de
todas las instalaciones de bombeo de ese tipo.

Dichos atracaderos estaban capacitados para albergar cualquier
embarcación, pues aquella parte de la bahía tenía la profundidad suficiente
para acomodarlas sin importar cual fuera su calado.

A un lado de los muelles había un sitio muy profundo, en forma de “veril”,
cerrado por una muralla natural rocosa.       Se decía que ese lugar se


                                    21
encontraba habitado por una enorme Guasa, con una descomunal boca, la
cual se suponía había quedado atrapada al crecer en ese cercado recinto.

En honor a la verdad nunca tuve la oportunidad de verla, porque mi madre
me había prohibido terminantemente acercarme donde supuestamente vivía
el monstruo.

Según una leyenda local, que nunca escuche refutar, el infeliz que tuviera la
mala suerte de caer donde ella moraba terminaría su existencia dentro de su
buche, pues se rumoraba que en una ocasión se había tragado una persona de
un solo bocado.

Igual que todo el resto de los habitantes, yo le tenía un gran respeto a ese
lugar.




                                     22
LAS LANCHITAS




                              Lanchita de pasajeros


Existían en Puerto Padre, dos pequeñas empresas de transporte marítimo,
que prestaban servicios hacia y desde El Cayo y la Playa de La Boca, la más
hermosa del mundo.

Los propietarios de las mismas eran dos señores nombrados Juan Mora y
Enrique Roque.

Constaban ambas con lanchitas que movían pasajeros entre esos puntos,
cubriendo una necesidad imprescindible a un precio módico.

Aunque sus asientos no eran muy confortables por ser de madera, sin ningún
acolchonamiento, tenían suficiente capacidad para transportar múltiples
pasajeros.

Partían en Puerto Padre desde dos lugares distintos.

Las de Juan Mora desde un muellecito que llevaba su nombre, situado entre
el Boquerón y el manantial de agua dulce que brota dentro del mar.

Las de Enrique Roque desde el muelle principal del pueblo, que tenía
adjunto un pequeño atracadero para botes menores, con un adyacente pontón
flotante que se ajustaba a la altura de la marea para mayor facilidad de
embarque.

Las dos contaban con respectivas facilidades en sus puntos de destino.

Debido a que nuestras familias vivían en Puerto Padre, y nosotros en El
Cayo, nos transportábamos en esos barquitos asiduamente, así como
                                       23
movíamos en ellos las facturas mensuales que adquiríamos en una tienda de
víveres propiedad de Carlos Jesús Llerena, en Puerto Padre.

Fueron en su época modelo de eficiencia y seguridad, no recordando que
hubiera ocurrido ningún accidente.

Los viajes en que nos servimos de ellas fueron más que travesías necesarias,
aventuras placenteras.




                                    24
PIRULÍ




                                    Pirulí


Para Rafael De la Rosa, un tío paterno, yo era, o por lo menos me
consideraba, su sobrino predilecto.

Era familiar, afable, alegre, parrandero y mujeriego, además de ser muy
elocuente y con mucha imaginación.

Tenía una habilidad única para otorgarles nombres peculiares a sus animales,
ejemplo de ello era que tuvo un caballo al que llamó Parranda y en cierta
ocasión me regalo un “pineo” al que por sus cortas piernas había nombrado
Pata de Palo.

Mi tío era muy aficionado a los gallos de lidia, los cuales criaba, compraba,
mejoraba, vendía, entrenaba, y al apostar a ellos percibía ganancias
adicionales. Su favorito, por haber sido extremadamente fiero y hábil, le
había proporcionado fuertes sumas de dinero.

Un domingo de peleas, Pirulí, que así lo había nombrado con su habitual
gracejo, aunque mató su contrincante, quedó tuerto.

Tío Rafael no volvió a pelearlo para evitar que lo mataran en desventaja.
Me lo ofreció como regalo, probablemente con la intención de aficionarme a
su deporte favorito.

Al entregármelo, me encomendó que lo cuidara hasta su muerte natural, pero
manteniéndolo en forma, advirtiéndome tener sumo cuidado, porque era tan


                                     25
fiero y hábil, que aunque tuerto, estaba seguro que mandaría al otro mundo a
cualquier contendiente que se le enfrentara.

Papa por su parte me construyó en el patio una pequeña vallita, así como una
jaula techada para Pirulí.

Me enseño como tuzarlo, alimentarlo y hasta como colocarles las espuelas
de pelea.

Para mi Pirulí era lo que un perro faldero para otros niños.

Amarrándole “una cabuya” a una pata y la otra punta a uno de mis tobillos,
lo hacía correr conmigo por todo el patio, manteniéndolo en forma, a la vez
que forzándolo a estar a mi lado el mayor tiempo posible.

El hijo del dueño de la fonda era uno de mis amigos y compañero de juegos.

Su padre había adquirido un pollo de pelea, por el cual había pagado una
respetable suma de dinero, pues venia de la gallería de Pepe Villegas, una de
las mas afamadas de Cuba, y por lo tanto era de muy buena casta.

Un día mi amiguito se apareció en mi casa para mostrarme el gallo que era el
orgullo de su padre.

Como la mayoría de los niños, cada uno de nosotros ensalzó la habilidad y
fiereza de nuestros respectivos animales, y para probar nuestras
aseveraciones decidimos “toparlos”.

Debido a mi poca experiencia, Pirulí quedo de su lado tuerto y no pudiendo
ver de donde procedía el picotazo recibió una herida en la cabeza.

Inmediatamente mi compañerito me dijo:           -“Como acabas de ver, ha
quedado probado que el pollo de mi padre es mejor que tu gallo, y si los
echamos a pelear, el tuerto va a perder miserablemente”.

Esa fue una costosa equivocación del hijo del fondero, pues, para salvar
tanto el honor de Pirulí como el mío, lo reté a someterlos a una prueba en
combate.



                                      26
Les pusimos los correspondientes espolones y los topamos de nuevo,
soltándolos finalmente en la pequeña vallita.

La lidia duro solamente unos segundos, pues al primer revuelo Pirulí dejo
muerto a su contrincante.

Estupefactos por lo corto y fulminante de la pelea, cuando miré a mi
compañerito de juegos, por primera vez contemplé un enorme pánico
reflejado en el rostro de otro ser humano.

Gritos angustiosos emanaron de su garganta, cuando, pávido de terror
exclamó: ¡Ay, mi madre!, ¿Qué hago ahora?. Mi padre, si no me fríe en
aceite, por lo menos me introduce en una cazuela de agua hirviendo hasta
que suelte la piel, y después me da una paliza hasta gastar su grueso cinto de
cuero.

Tienes que ayudarme. Yo no puedo regresar a mi casa y contar lo sucedido
porque no quiero morir tan joven.

Decidimos que para salvar la situación tenía que desaparecer el cuerpo del
delito, introduciendo el plumífero muerto en un saco, junto a un pesado
hierro.

Nos dirigimos al mar por la parte menos transitada de la barriada, echándolo
al agua en el lugar mas profundo que conocíamos.

Por suerte nadie nos vio y allí mismo juramos que negaríamos hasta la
muerte lo sucedido, sin importar la presión a que pudieran someternos
nuestros padres.

Mi amiguito negaría que hubiese llevado el pollón a mi casa y yo por mi
parte juraría que eso era cierto y que nos habíamos pasado la tarde jugando a
la pelota.

Cuando al caer la noche el fondero fue a revisar el lugar donde guardaba su
plumifero y no lo encontró, enormemente contrariado comenzó a indagar
entre los vecinos si sabían que había sucedido, o quien podía habérselo
llevado.



                                     27
Cuestionó a su hijo, quien por supuesto se aferró a la patraña que habíamos
elucubrado, negando estar vinculado o tener conocimiento de la
desaparición, poniéndome a mí como testigo.

Yo, por mi parte corroboré su historia, librándolo de toda sospecha.

El fondero llamó a la Guardia Jurada de La Compañía, encargada de la
seguridad del lugar, y a todos sus conocidos para conducir una búsqueda
tendiente a encontrar su costoso animal.

Se mencionaron nombres de sospechosos del supuesto robo, pero como
ninguno de ellos había cometido el delito, todos los acusados pudieron
comprobar su inocencia.

Hasta hoy, que escribo estas líneas no se ha disipado el enigmático misterio
de la desaparición, y cuento ahora esta historia con la tranquilidad de que
después de tanto tiempo, ni mi cómplice de aquella inocente fechoría, ni yo,
vamos a ser castigados.




                                     28
EL ANCIANO Y EL MAR




                    El tiburón que capturaron el anciano y su nieto


Un conocido libro titulado El Viejo y el Mar es una de las obras maestras del
laureado escritor Ernest Hemingway.

En la vida real pude presenciar un acontecimiento, que aunque su trama
tiene cierta similitud con el nombre de dicha novela, no contiene
exactamente sus componentes.

Para marcar la diferencia entre ambas, he titulado este capítulo con un
nombre, que aunque tiene cierto parecido, es distinto al de la famosa novela.

Una tarde del tiempo muerto, la época cuando estaban ociosos los dos
colosos azucareros, y por cuyo motivo no se efectuaban embarques, me
encontraba pescando desde uno de los muelles.

El mar estaba apacible y una suave, pero persistente brisa hacia soportable el
intenso calor.

Flotaban en la bahía varios barquichuelos de pescadores, entre ellos el de un
señor de avanzada edad, quien acostumbraba buscarse el diario sustento
acompañado de su nieto.



                                          29
De pronto hubo una enorme conmoción, y los pescadores se agrupaban en la
punta del muelle, llamando a los que se encontraban lejos.

Cuando miré hacia la bahía observé que el botecito del anciano navegaba a
una velocidad vertiginosa, como si fuera una lancha de carreras.

El veterano lobo de mar iba en la proa, vigilando atentamente lo que tratara
de hacer el enorme tiburón que había quedado enganchado en uno de sus
avíos.

Con una hachuela en una mano no quitaba los ojos del agua, para que si el
pez intentaba bajar a las profundidades cortar el cordel, evitando que
arrastrara consigo su bote y sus ocupantes.

El barquichuelo dio infinidad de vueltas por la bahía, pero por suerte para
ellos el escualo no se sumergió

Algún tiempo después, que pareció más largo de lo que en realidad fue, el
tiburón finalmente se cansó y el experimentado pescador lo arrimó a la
borda, matándolo a palos.

Cuando lo llevaron a tierra lo ataron por la cola, izándolo cabeza abajo en un
alto poste del alumbrado público.

Era tal su tamaño que su extremo posterior tocaba la parte alta del empinado
madero, mientras su nariz rozaba la tierra.




                                     30
EL CAMPEÓN




                           Los Guantes del Campeón

Nació en El Cayo un hijo de Juan Herrera, un estibador cubano de color,
casado con una Jamaiquina, quien le puso el nombre de John.

Años más tarde fue conocido en el mundo de los deportes como Johnny
Herrera.

Desde muy pequeño se aficionó al pugilismo, llegando a ser campeón
nacional en una de sus divisiones.

Mi abuelo paterno, Don Nicolás De La Rosa, nacido en Santoña, España,
poeta y ex capitán del ejército ibérico, se trasladó a Cuba con la idea de
ejercer el periodismo, lo cual consumó años mas tarde, pero el primer
empleo que pudo conseguir fue el de telegrafista en la ciudad de Bayamo,
ciudad declarada Monumento Nacional después de la Independencia cubana.

Siendo un masón del supremo grado filosófico 33, y miembro de la
congregación de Los Iluninados, era íntimo amigo de los Céspedes, sus
hermanos de logia y cofradía, a los cuales se unió cuando lanzaron el grito
de Independencia. La historia de mi abuelo es digna de contar, y aunque
se merece un escrito aparte, es pertinente ofrecer un pequeño resumen.

       El españolito, como cariñosamente le llamaban sus amigos y
       hermanos de logia, llegó a ganarse los grados de Coronel en el
       Ejército Libertador de Cuba, y tenía el derecho de ser elegido
       Presidente de la República, aún siendo extranjero de nacimiento,
       privilegio otorgado por la primera Constitución de la República a
       todos los que habían participado en las tres guerras de emancipación.
                                     31
Debido a complicaciones causadas por heridas recibidas en combate, murió
corto tiempo después de ganada la independencia, dejando a Papá huérfano a
la temprana edad de siete años, encargándose de su formación su hermana
Rosa, la mayor de los ocho hijos que sobrevivieron las distintas plagas de
aquellos tiempos.     Rosa nunca se casó, porque dedicó su vida a sacar
adelante todos sus hermanos menores.

Como mi tía era extremadamente austera y celosa del bienestar de la prole a
su cuidado, el progenitor de mis días, que era el menor, para poder boxear
semi-profesionalmente sin que su hermana se enterara y lo impidiera, lo
hacía bajo el pseudónimo de “Kid Richard”.

De ahí viene el nombre por el cual he sido conocido desde mi nacimiento,
porque no gustándole el diminutivo de Ricardito, siempre me llamó Richard.

No se como, pero cuando Johnny se enteró de esa historia, le pidió ayuda al
“Kid”, para poder desarrollar sus habilidades en el ring.

El aspirante a boxeador fue acogido con beneplácito bajo la tutela del ex-
pugilista, quien le enseñó lo fundamental del deporte, y le transmitió todas
sus experiencias, adquiridas durante sus incursiones en el arte de fistiana.

Parte de su entrenamiento de fortalecimiento era remar alrededor de El
Cayo, en un pequeño botecito, el cual tenía que cargar sobre el pedraplén
para poder completar la circunvalación.

Como en El Cayo no tenía ningún porvenir pugilístico, mi padre decidió
trasladarlo a La Habana, donde le serían factibles mejores oportunidades
bajo la dirección de experimentados entrenadores y managers profesionales.

Pasaron años de dura preparación y acondicionamiento, pero bajo los
auspicios de sus nuevos manejadores, añadidos a su fortaleza, dedicación,
persistencia y habilidad natural, fue escalando consistentemente los peldaños
de ese deporte.

Ganó casi todos sus encuentros profesionales en las tres divisiones en que
peleó según fue aumentando de peso, llegando a coronarse campeón
semipesado de Cuba, título que mantuvo por varios años.


                                     32
Siendo aún campeón, realizó un viaje a Jamaica, porque sentía necesidad de
conocer sus abuelos maternos.

En Kingston no tuvo problemas para comunicarse, pues su madre no solo le
había enseñado el idioma inglés, sino también la jerga popular que allí se
habla.

Decidió instgalarse en ese lugar, cuando conoció una bella jamaiquina, de la
cual se enamoró perdidamente, contrayendo nupcias y retirándose
definitivamente del boxeo.

Johnny ganó en lo adelante su diario sustento, ejerciendo en Jamaica la
profesión de maestro de educación física, a la vez que entrenó y transmitió
sus amplios conocimientos y experiencias en el cuadrilátero a muchos
pugilistas Jamaiquinos.




                                    33
EL DEPORTE NACIONAL




                                Aspirante a Pelotero

En aquel lugar, ni en ninguno de los pueblos cercanos existían comercios
dedicados a la venta de artículos deportivos, por lo cual eran difíciles de
obtener.

Estarían asimismo esos costosos renglones fuera del alcance económico de
la mayoría de los moradores de El Cayo.

El cubano siempre agudizó su inventiva para suplir sus carencias, utilizando
lo que tenía a mano.

Las pelotas eran confeccionadas enrollando pita de pescar, hilos o cordeles y
cubrirlos con “tape“ o “esparadrapo”, según los materiales que pudieran
conseguir.

Utilizando pedazos de los toldos que protegían los sacos de azúcar y eran
desechados cuando estaban rotos, construían guantes en forma de
mascotines, que servían para cubrir cualquiera posición; no solamente la
primera base.

Yo era el feliz propietario de uno de ellos.

Existía un terreno habilitado para jugar béisbol, pero los adultos lo tenían
acaparado y no nos permitían utilizarlo.

                                        34
Ante la frustración que eso nos causaba, con la ayuda de la maestra del
colegio público, le escribimos una carta en inglés al administrador general
de La Compañía, que era prácticamente dueña de todo, exponiéndole el
deseo que teníamos de practicar el deporte, así como la razón por la cual no
podíamos hacerlo.

Sin excepción, todos los niños aficionados al juego de pelota la firmamos.

El mencionado ejecutivo, en una decisión salomónica, decreto otorgarnos a
los pequeños el derecho de practicar un día a la semana (los miércoles
después de terminadas las clases) y jugar los sábados por la mañana de ocho
a once antes meridiano, dejándole a los mayores a su entera disposición todo
el resto del tiempo.

Nos dividimos en dos equipos; involucramos a nuestros padres y conocidos,
convenciéndolos para que fungieran como entrenadores y árbitros.
Efectuamos prácticas y encuentros, y fue tan grande nuestro entusiasmo y
auto-estima, que llegamos a creernos consumados jugadores.

Siempre que los elementos no lo impidieran, no dejamos de hacerlo durante
los días y horas que nos habían asignado.

El primer juego lo disfrutamos a plenitud, porque ese día marcó nuestra
iniciación como peloteros pertenecientes a equipos organizados.




                                     35
EL CINE




                                Proyector portátil

Como antes mencioné, las diversiones en El Cayo eran escasas, sobre todo
para los que no tuvieran la dicha de poder frecuentar el Club Náutico.

Una de las privaciones era, que no existiendo cine ni teatro, para asistir a una
función había que trasladarse a Puerto Padre, lo cual resultaba además de
incómodo, demasiado costoso para la economía de la mayoría.

No sé de quien, ni como surgió la idea, probablemente de un ejecutivo de La
Compañía, que nunca escatimaba esfuerzos para proveer a los habitantes de
nuestra islita todas las amenidades que hicieran nuestras vidas lo más
placenteras posible.

Un buen día llegó la agradable noticia de que iban a presentar una función
cinematográfica gratuita al aire libre, en la explanada del campo de béisbol.

Instalaron una elevada pantalla, proyector y altoparlantes portátiles.

Notificaron que cada persona sería responsable de traer una silla o banquito
donde sentarse.

La función comenzó como era natural ya entrada la noche, con un noticiero,
muñequitos para los menores y un film norteamericano, cuya trama eran las
fantásticas aventuras de un niño muy travieso y audaz.

La cinta estaba protagonizada por un personaje infantil, muy popular en
aquel tiempo llamado Slokum.
                                       36
La película, hablada en Ingles, tenía títulos en español en el borde inferior de
la pantalla.

Como utilizaban un solo proyector, teníamos un tiempo de espera al
terminar cada uno de los múltiples rollos, mientras instalaban el siguiente.

Los asistentes aprovecharon esos lapsos para tornar la ocasión en un evento
socio-amistoso, con los consabidos intercambios de opiniones, discusiones
de política y deportes, y por supuesto los inevitables chismes pueblerinos

No todas las semanas teníamos la suerte que ofrecieran programas de esa
índole, pero durante el tiempo que residí en El Cayo, ese evento tuvo lugar
en múltiples ocasiones.




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LOS BARRACONES




                                   Barracón


Los empleados laborales vivían gratuitamente en grandes barracones de
madera.

Aunque habían algunos solteros, eran habitados por muchas familias, la
mayoría con hijos, por lo cual, para la privacidad de las mismas les habían
adicionado paredes divisorias.

Dentro de cada cubículo existía una conexión eléctrica, por la cual pagaban
solamente un peso mensual, sin límite de consumo.

Constaba dicha instalación de un cable único que colgaba del techo, con un
bombillo incandescente en su final.

Hubo dificultades, pues los usuarios tenían otras necesidades, como planchas
y radios, por lo cual hubo algunos que manufacturaron líneas ilícitas
adicionales, susceptibles a generar corto circuitos y por ende incendios.

La Compañía les ofrecía proveerles cables auxiliares, instalados por
electricistas expertos, seguros contra fuegos, pero cargándoles
mensualmente un peso extra por cada uno, lo cual constituía un gravamen
para sus magras economías.

Si detectaban algo ilegal, los infractores perdían el derecho a esa prestación
y eran desconectados radicalmente.

Siguiendo los consejos de Papá, pudieron solucionar ese problema en la
forma siguiente: Utilizando exclusivamente el cable legal, les adicionaron a
la rosca donde se encontraba el bombillo, un utensilio adquirido a bajo costo
en el Departamento Comercial, el cual contaba con cuatro tomas en sus

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lados, que les permitían conectar sus deseados utensilios. Tenía además en
su extremo inferior, otra conexión, con su correspondiente interruptor, apta
para reinstalar la bujía.

Las familias que habitaban los barracones, muchas con prole, vivían
hacinadas en aquellos cubículos, que aunque moderadamente amplios
carecían de la privacidad adecuada.

Para tener cierta intimidad a la hora de dormir, se veían en la necesidad de
colgar sábanas a modo de divisiones.

Nunca observé dentro del grupo de los jamaiquinos a los llamados
Rastafarians, con sus pelos alborotados y gorras descomunales.

Tenían mis amigos un modo ejemplar de vida y comportamiento, no
recordando haber presenciado problemas o peleas.




                                    39
EL QUESO Y LA RASPADURA




             “El Queso”                        “La Raspadura”


Mi hermano menor, Rafael era seis años y medio menor que yo, muy albo de
tez y con cabellos de un rubio tan claro que lucían casi blancos.

Habitaba en uno de los barracones. Jane, una adolescente de origen
jamaiquino.

Era de piel extremadamente obscura, al igual que la mayoría de los
miembros de su etnia.

Cada día, terminadas las clases camino a su casa, la jamaiquinita visitaba la
nuestra, tomándole un gran apego a mi hermanito.

Constantemente le pedía permiso a mi madre para sacarlo a pasear,
llevándolo enhorquetado en una de sus caderas por todo el vecindario.

Mis padres comenzaron a preocuparse cuando mi hermano, que ya tenía
edad suficiente para pronunciar muchas palabras, se expresaba por medio de
lo que para nosotros semejaba un enigmático y extraño lenguaje, imposible
de descifrar.

En una ocasión los observé notoriamente desconcertados, debido a la gran
tribulación que les causaba no poder discernir lo que constante e
insistentemente les estaba solicitando.

                                     40
Acercándome a mi hermanito puse gran atención a lo que decía, y después
de escucharlo repetidas veces, caí en cuenta que lo que continuamente
repetía era la palabra inglesa “water”.

Temía sed y quería agua, pero la estaba pidiendo en Ingles.

Entonces comprendimos que trataba de expresarse no en español, ni
tampoco balbuceaba en jerigonza, sino que por la constante compañía de
Jane había comenzado a pronunciar palabras en el léxico de los jamaiquinos,
inclusive con su melodioso deje.

La constante compañía de la adolescente y Rafaelito, les proporcionó un
peculiar sobrenombre por el que eran conocidos en El Cayo.

Como eran inseparables y se hacía exageradamente notorio el gran contraste
de sus pieles, les llamaban “El Queso y La Raspadura”




                                     41
EL MONTE DE CLAVO Y CANELA




                               El Pirata “Diente de Perro”


Lo nombraron el monte “de clavo y canela”, debido al tipo de vegetación
silvestre que mayoritariamente crecía en él.

No era verdaderamente un monte, mejor podrían haberlo llamado “la
explanada”, debido a que aparte de la flora que le daba su nombre, estaba
compuesto por esporádicos grupos de tupidos matojos y unas pocas plantas
de menor tamaño.

Se encontraba situado al fondo de los chalets y casas, que estaban ubicadas
en el oeste de la calle principal.

El Monte era el sitio favorito de toda la muchachada para correr, retozar y
jugar.

Todas las tardes, después de bañarnos, pasábamos el tiempo en ese lugar,
hasta que nuestras madres nos conminaban a regresar a nuestros hogares
para la cena.

El juego favorito era el de los piratas, para el cual nos dividiéndonos en dos
bandos.

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La regla primordial consistía en que siempre tenían que ganar “los buenos”,
que hacían prisioneros a los corsarios que quedaban con vida después de
fieras batallas, cuyos combates eran librados utilizando espadas de madera
confeccionadas con deshechos de palos de escobas.

Por supuesto, nadie quería pertenecer al bando de los filibusteros, de tal
modo que teníamos que echarlo a la suerte, siendo éste el único método para
lograr que algunos lo acataran.

Los “malos” eran siempre, por la aversión a serlo, un número reducido y
sabían de antemano que no existía para ellos la más ligera posibilidad de
triunfo.

Una tarde hicimos prisionero al bucanero más temido de todos, al que sin
importar quien hubiera tenido la desdicha de desempeñar su papel,
llamábamos Diente de Perro.

En esa aciaga ocasión le tocó a Jorgito, uno de los más jóvenes, la mala
suerte de representarlo, y cuando cayó prisionero ya se acercaba la hora de la
cena.

Lo habíamos atado y amordazado a un pequeño arbusto dentro de un espeso
matojo, buen oculto y fuera de la vista, para evitar que sus secuaces pudieran
localizarlo y trataran de rescatarlo.

Mientras decidíamos como íbamos a ajusticiarlo, fuimos conminados a
regresar a nuestras respectivas casas porque ya era la hora de la comida.

La mayoría de las madres llamaban a sus hijos a gritos, pero la mía no
consideraba educado vociferar, por lo cual mi padre era el encargado de
hacerlo, y lo efectuaba por medio de un silbido peculiar, que si fuera posible
escribir su onomatopeya sonaría como: “Fuiiii….. Fiuuuu...... “Fuiiiii......
Fiuuuuu...........”

Cuando yo escuchaba ese sonido, regresaba a mi hogar sin dilación, como lo
hacían los demás niños al escuchar los gritos de sus madres.

En el apresuramiento a regresar, se nos olvido liberar a Diente de Perro, que
quedó oculto, atado y amordazado.
                                     43
Cuando Jorgito no regresó a su casa, después de muchos gritos, cada vez
más angustiosos, la progenitora de sus días acudió a sus vecinos, solicitando
ayuda.

Eso desató una reacción inmediata y general, decidiéndose que había que
efectuar una intensa búsqueda sin mas dilación.

En ese instante comenzaron las especulaciones, habiendo infinidad de
teorías acerca de lo que pudiera haber acaecido.

Alguien dijo que quizás se había montado en un botecito y la fuerte corriente
lo habría llevado a la deriva.

Un señor de avanzada edad sugirió que a lo mejor se había caído al mar
desde algún muelle y se había ahogado.

La maestra sospechaba de la enorme y temible Guasa.

Otra persona supuso que tal vez un brujo haitiano lo había secuestrado para
arrancarle el corazón o hacerlo un Zombi.

Después de algún tiempo de infructuosa pesquisa, se inició una búsqueda
organizada y tenaz, porque un gran pavor ya se había extendido por todo el
vecindario.

Como medida de precaución, para prevenir mas desapariciones, a los niños
nos habían encerrado en nuestras casas, obligados a acostarnos, sin importar
que aún era muy temprano, ni darnos explicaciones o responder nuestras
preguntas de por que razón lo hacían.

A nadie se le ocurrió tratar de averiguar si alguno de nosotros sabía la suerte
de Jorgito, lo cual hubiera evitado no solamente el prolongado sufrimiento
de la madre, el terror en el bario y las angustias del muchacho, sino también
la gran búsqueda que se efectuó.

Cuando al fin lo encontraron, casi al filo de la media noche, el pobre
chiquillo estaba embolsado, tembloroso, hambriento, anegado en lágrimas y
casi muerto de miedo.


                                      44
Ignoro si Jorgito habrá podido recuperarse mentalmente de ese incidente, o
quedó traumatizado el resto de su vida.

Lo que más nos dolió, fue que después de ese episodio, nos impusieron
como castigo no permitirnos volver a jugar a los Piratas.

Muy a nuestro pesar, Diente de Perro y todos los bucaneros, corsarios,
filibusteros y demás aventureros desaparecieron para siempre de nuestras
vidas.




                                   45
EL DESVASTADOR CICLÓN DEL AÑO 1932




                              El Desvastador Huracán


Uno de los huracanes más mortíferos que azotó Cuba irrumpió por la ciudad
de Santa Cruz del Sur, provincia de Camagüey, en Noviembre 9 del año
1932.

El fenómeno atmosférico atravesó perpendicularmente nuestra nación,
egresando por la zona de Puerto Padre.

En aquella época un sabio cura Jesuita, el Padre Mariano Gutiérrez Lanza
fungía como director del observatorio del Colegio de Belén, en La Habana.

Contando solamente con los escasos recursos de la meteorología de
entonces, no solamente vaticinó la inminencia del ciclón y su rumbo exacto,
sino también predijo que iría acompañado por un ras de mar.

Casi nadie le prestó la debida atención a sus eruditos consejos, por lo cual, la
desafortunada población del mencionado pueblo pereció casi por completo,
salvándose contadas personas.

Según datos de la época, el maremoto, que alcanzó seis metros de altura
causó 3,303 muertes, obliterando dicha ciudad, que tuvo que ser
reconstruida algún tiempo después a dos kilómetros de su lugar original.

Al salir de Cuba, por nuestra zona, nos impactó con gran intensidad.

Fuimos afortunados, por que el vendaval, llevando una trayectoria de sur a
norte, y entrando por ende desde tierra, no causó que el mar nos devastara.

                                       46
Teníamos la certeza de que una vez que los fuertes vientos comenzaran, no
sería factible evacuar por ferrocarril, porque el pedraplén quedaría a merced
de los elementos.

Conocíamos asimismo que una retirada por mar constituiría prácticamente
un suicidio, pues bien es conocido cuan peligroso es navegar en una bahía
tan grande como la nuestra durante un huracán.

Mi padre, que en su juventud vivió algún tiempo en Pinar del Rió, provincia
donde era mas frecuente el azote de los ciclones, adquirió allí grandes
conocimientos acerca de los mismos.

Como sus deberes al frente de la Aduana no le permitían abandonar su sitio
de trabajo, le sugirió a mi madre que ella y yo (mi hermano aún no había
nacido) nos trasladáramos a Puerto Padre mientras la calma que precede a
esos fenómenos atmosféricos lo permitiera, y tomáramos refugio en la
residencia de mi abuela materna, doña Anita Montes de Oca viuda de
Machado, pero mamá hizo valer su criterio de que la familia, en tiempos
buenos o malos, tenía que mantenerse unida, y por ninguna razón se
marcharía.

Papá sabía que nuestra casa era fuerte y resistiría, dándose a la tarea de
prepararla, para juntos afrontar el embate de los terribles vientos que se
avecinaban.

Cuando se cercioró que primero seríamos azotados por el frente, aseguro
puertas y ventanas, clavando maderas por fuera, dejando abiertas algunas de
la parte posterior, para que si el vendaval rompiera y penetrara por la
fachada, saliera por el fondo, evitando así que al no encontrar otra ruta,
arrancara el techo.

Los animales de corral que teníamos en el patio fueron resguardados bajo la
casa, donde usualmente pernoctaban, protegidos por un cercado de alambre
cuadriculado, que fue reforzado con tablas.

Una vez terminada la preparación preventiva, encendió su radio Philco de
onda corta, larga y ultra-corta, para que antes que faltara el fluido eléctrico,
escuchar la mayor cantidad posible de informaciones y noticias sobre lo que
sucedía en el resto del país.


                                      47
La mayoría de los habitantes, temerosos del huracán, abandonaros sus casas
y barracones, buscando refugio en los grandes almacenes de azúcar, que
consideraron mas seguros debido a su recia construcción.

Los vecinos que vivían al frente de nuestra casa, la maestra y su esposo,
llamado Enriquito Julve, de oficio hojalatero, (quien evidentemente perdió
parte de su rala cabellera en su travesía desde su Puerto Padre natal, donde le
apodaban “cinco pelos” y al llegar a El Cayo fue rebautizado “cuatro
pelos”), decidieron guarecerse en nuestro hogar, debido a la seguridad que
les brindaban la experiencia y conocimientos de mi padre.

La tormenta irrumpió con gran poder, derribando a su paso tendidos
eléctricos y telefónicos, lo cual nos dejó incomunicados y sin fluido
eléctrico, así como dañando parte del pedraplén; pero por suerte, causando
muy pocas averías a las edificaciones.

Tal fue la intensidad de los vientos, que al sacar mi mano por una de las
ventanas que fueron dejadas abiertas en el fondo de la casa, descubrí que al
probar el agua que la había mojado, ésta no era solamente de lluvia, sino que
se había mezclado con la salada del mar.

Al cabo de algún tiempo, arribó una calma absoluta.

Cuatro pelos, al notarlo, le dijo a mi padre con incontrolable júbilo, que ya
era hora de regresar a su hogar, porque el peligro había terminado, a lo cual
Papá le replicó que estaba rotundamente equivocado, que esa tranquilidad
era simplemente el ojo del ciclón y teníamos que prepararnos nuevamente,
pues dentro de corto tiempo comenzaría a azotarnos por el lado opuesto.

Desclavó las maderas con que había afianzado el frente, dejando abierta
algunas ventanas y aseguró el fondo como lo había hecho anteriormente con
la fachada.

Buscó dos grandes aves de donde previamente las había guarecido, dándole
instrucciones a nuestra cocinera, que hiciera con ellas sopa y arroz con pollo,
adicionándoles tostones y ensalada.

Cuando la fuerza de los elementos comenzó a hostigarnos de nuevo, nos
sentamos a la mesa a ingerir nuestros alimentos, bajo la luz de lámparas de
petróleo.
                                      48
Pasado algún tiempo, que pareció más largo de lo que realmente fue, los
fuertes vientos concluyeron su fuerza destructiva y al fin vino la calma
definitiva.

Al saber que el peligro había terminado, alumbrado por un farol que yo
sostenía, Papá desclavó la parte posterior y se sintió aliviado al comprobar
que no había ningún daño de consideración en nuestra vivienda.

Los Julve se marcharon a su casa y los vecinos, que pasaron el huracán en
los almacenes de azúcar regresaron a sus hogares, cansados y hambrientos,
porque en sus refugios no tuvieron víveres, ni las facilidades necesarias para
cocinar o descansar cómodamente.

Puedo asegurar que a quienes les fue mejor durante ese terrible episodio,
fuimos nosotros




                                     49
LA BOLA DE FUEGO




                                 El Meteorito


Una tranquila noche nos encontrábamos acomodados en holgados sillones
en el portal de nuestra casa, escuchando a través del radio un programa
musical.

Disfrutábamos de la placidez de una velada en familia, aliviados del calor y
protegidos de la molestia de los mosquitos por un potente ventilador de pié,
que se había instalado con ese propósito.

Mi madre, profesora y escritora, era también graduada de piano y música,
alumna predilecta de la insigne maestra Umbelina Ochoa, natural de
Holguín.

No perdiendo nunca la oportunidad de proveerme educación adicional, me
hablaba de la conveniencia de adquirir una cultura completa, incluidas todas
las artes, pero teniendo sumo cuidado de no menospreciar la musical, que
según ella, algunas personas ilustradas marginaban inadvertidamente.

Me hacía relatos y comentarios sobre las obras de los grandes compositores
de todos los tiempos, los clásicos Bethoven, Bach, Mozart, Tchaikowsky,
Chopín, etc., y varios de los semi-clásicos, concluyendo con los de música
popular, que según ella, muchos de sus autores estaban dotados de gran
talento, cuyos méritos no se debían menoscabar por el solo hecho de no ser
música selecta.



                                     50
Entre sus favoritos se encontraban Miguel Matamoros, Sindo Garay y
Rosendo Ruiz, pero el de su predilección era Manuel Corona, quien ella
admiraba, porque las letras de sus canciones eran portadoras de hermosos
poemas, siendo sus composiciones favoritas Longina y Santa Cecilia.

Durante reuniones de familiares y amigos, o funciones benéficas, muy
acostumbradas y populares en aquellos tiempos, ella interpretaba al piano
números de los mencionados autores, acompañando a Papá, que los cantaba
con una bella voz, magnífica entonación y armoniosa melodía.

La apacibilidad de aquella placentera noche fue interrumpida abruptamente,
cuando un bólido de un resplandeciente color escarlata cruzó a muy baja
altura, en forma perpendicular sobre nuestros hogares.

Cuando segundos más tarde hizo contacto con la bahía, además de causar un
gran estruendo, elevó un enorme surtidor de vapor.

Debido a mis cortos años me asuste, corriendo a refugiarme en los brazos de
mis padres, temiendo que sin duda alguna mi vida iba a concluir
abruptamente.

Algunos vecinos, aterrorizados por aquel inusual y para ellos desconocido
fenómeno comenzaron a elevar plegarias, pidiéndole a Dios y cuanto Santo
conocían por la salvación de sus almas, pensando que había llegado el fin
del mundo y era hora de rendirle cuentas al Sumo Creador.

En realidad, se trataba sencillamente de un pequeño meteorito, que al
penetrar la atmósfera a enorme velocidad, el roce contra la misma lo había
tornado en una bola de fuego.




                                    51
EL MACHADATO




                      Gerardo Machado rodeado por sus “Guatacas”
                              (Caricatura de la época)


Gerardo Machado y Morales, fue un excelente presidente de la Republica
desde el 20 de Mayo de 1925, durante sus primeros tres años de gobierno,
realizando grandiosas obras públicas, incluyendo la carretera central y el
Capitolio, mejorando no solamente la economía, sino también la producción
industrial, minera y agrícola, cuando promulgó una ley imponiendo fuertes
impuestos a los productos de importación.

Su nombre pudo haber quedado grabado en los anales de la historia como el
mejor Presidente de todos los tiempos, echando por la borda esa
oportunidad, cuando en 1928, mediante amenazas y sobornos se convirtió en
el único candidato legal de todos los tres partidos, Conservador, Liberal y
Popular, después de haber enmendado la Constitución, con lo que se conoció
como “la prórroga de poderes”, que le permitió reelegirse por un nuevo
término de seis años.

Como era natural, la mayoría del pueblo se opuso rotundamente a esa
maniobra, especialmente los estudiantes universitarios, quienes se revelaron
contra lo que llamaron tendencias dictatoriales.

En represalia, Machado ordenó al Consejo de la Universidad expeler los
líderes del Directorio Estudiantil, que se habían convertido en sus más fieros

                                       52
opositores, a quienes se les habían unido no solamente los líderes del Partido
Conservador, sino también dos encumbrados miembros de su propio partido,
Miguel Mariano Gómez y Carlos Mendieta.

Fueron tiempos extremadamente turbulentos, porque la recién formada
dictadura, no tardó en convertirse en sanguinaria.

Un grupo de idealistas ciudadanos fundó una sociedad elitista y secreta, que
estaba organizada en células para que sus miembros no fueran detectados
fácilmente.

Para evitar posibles delaciones bajo tortura, solo se conocían entre sí las diez
personas que constituían cada núcleo. y el jefe de cada uno de ellos podía
identificar solamente al miembro principal del grupo inferior. y así
sucesivamente.

 A esa organización se le llamó el ABC, a la cual se unió mi padre, en su
afán de combatir la tiranía. Por haber sido su primer miembro en Puerto
Padre, le fue otorgada la clasificación de A-1, la posición más alta en
nuestro municipio.

A principios del año 1933, la confrontación entre las fuerzas de Machado y
la oposición, liderada por los estudiantes y el ABC creció en violencia y
frecuencia, convirtiéndose en una guerra sin cuartel.

Para derrocar la satrapía, entre muchas otras tácticas, algunos combatientes
utilizaron el procedimiento terrorista de detonar bombas, que causaban
pérdidas a propiedades o muerte a inocentes, a cuyo método Papá se oponía
abierta y radicalmente.

No me consta, pero se rumoraba en aquel tiempo, que un puertopadrense
llamado “Yayo” Gálvez, hizo explotar en Santiago de Cuba un petardo, que
era un espécimen de pequeña bomba cilíndrica, que hacía mas ruido que el
daño que causaba.

No pudiendo descubrir quien había sido el verdadero autor de aquel hecho,
culparon a un joven estudiante santiaguero amigo de Gálvez, nombrado
Angulo Terry, quien para poder salvarse, tuvo que abandonar su ciudad natal
urgentemente.


                                      53
Para burlar a sus perseguidores, por medio de conexiones del mismo Gálvez
fue trasladado subrepticiamente a Puerto Padre.

Como era otro combatiente, mi padre lo reubicó en El Cayo, ocultándolo con
nombres ficticios en distintos buques de carga, donde a sus capitanes se les
hacía creer que era un Inspector aduanero de menor rango.

Angulo Terry, que era inquieto, audaz y valiente, no escuchando los
consejos de Papá de ocultarse por más tiempo, contra toda prudencia,
decidió regresar a su natal Santiago, a continuar la lucha.

Fue apresado, juzgado sumariamente condenado a muerte sin pruebas, y
fusilado por un crimen que evidentemente no había cometido.

Gallardo hasta el último momento, no intentó salvar su vida delatando al
verdadero autor del hecho, cuya identidad él conocía sin lugar a dudas.

Los miembros del ABC, unidos a todas las otras organizaciones opositoras
no cejaron en su empeño, hasta obligar al tirano a abandonar la presidencia
de Cuba y huir al extranjero.




                                    54
EL ESBIRRO




                                   El Cabo Vázquez


Durante la lucha contra la satrapía de Machado hubo muchas acciones
valerosas por miembros de las organizaciones opositoras, lo cual desató una
feroz represalia hacia los que combatían valientemente el oprobioso
régimen.

Hubo grandes desmanes y asesinatos, por lo que se conoció como La Porra,
la Policía, y el Ejercito Nacional, que no cejaban en su cruento empeño de
apoyar la dictadura, pensando equivocadamente que cumplían con su deber
de proteger la Republica, cuando en realidad lo que estaban haciendo era
ayudar a un tirano a aferrarse al poder.

Muchos de los desafueros de algunos defensores del régimen en nuestra
zona fueron cometidos por un miembro del ejército, conocido como el Cabo
Vázquez, un individuo cruel y sanguinario, que no vacilaba en matar
inocentes sin ningún remordimiento.

Antes de cometer cualquier crimen o desmán, solía envalentonarse
ingiriendo ron.

Si no bebía, no tenía agallas para asesinar.

En una ocasión fue a El Cayo a buscar a mi padre con aviesas intenciones,
pero al ser informado que Papá conocía de su presencia y los fines que traía,

                                       55
ante el terror que le causó tener que enfrentarse a un hombre valiente,
armado y dispuesto a defenderse, el cobarde asesino regresó rápidamente a
Puerto Padre, sin atreverse siquiera a acercarse a su presunta víctima.

A la caída de Machado el pueblo se volcó a las calles y persiguió a quienes
de una forma u otra habían formado parte de la tiranía, para que sirviera de
ejemplo en el futuro, lo cual debían tomar en cuenta los esbirros que ahora
sirven a la tiranía Castrista.

Algunos escaparon, pero el cabo Vázquez fue capturado por una turba
vengativa.

Lo ataron a un automóvil, recibiendo una muerte horrible al ser arrastrado
vivo por las calles.

Ya muerto, rociaron su cadáver con gasolina y le prendieron fuego.

No sé si es verídico, pero se rumoró que después de muerto, alguien a quien
le había asesinado un hermano, en un momento de locura temporal le
arrancó y se comió una de sus orejas.




                                    56
ADIOS A EL CAYO




                     Puerto Padre, Estatua de la Libertad y Liceo


En el año 1933, con el propósito de derribar el criminal gobierno de
Machado, una de las muchas tácticas de la oposición fue efectuar una huelga
general en toda la nación, de la cual uno de los principales organizadores en
nuestra zona fue mi padre, siendo ese el colofón que culminó con el
derrocamiento del déspota.

El día 12 de Agosto de 1933 huyó hacia el extranjero el tirano, en lo que se
conoce como “La caída de Machado”.

El pueblo jubiloso se volcó a las calles, pero en medio de la gran alegría, el
populacho, entre ellos algunos aprovechados, saquearon y quemaron varias
moradas y comercios en Puerto Padre, pertenecientes a quienes apoyaron la
dictadura, o eran simplemente miembros del partido político gobernante.

Fue tal la inverosímil falta de cordura, que lanzaron al mar desde la punta
del muelle el automóvil de un honorable ciudadano de apellido Pisonero,
solo porque estaba afiliado al partido Liberal.


                                         57
A solo dos casas de donde vivía mi abuela, trataron quemar, después de
saquearla, una residencia de dos plantas perteneciente al Doctor Víctor Vega
Cevallos, un connotado machadista, que había logrado escapar a Camagüey,
donde fijó posteriormente su residencia definitiva.

El incendio fue impedido debido a la oportuna intervención de mis tíos
Claudio y “Lito” Machado, muy respetados en el pueblo, y conocidos
opositores al derrocado régimen, porque, debido a la cercanía con el
domicilio de su anciana madre, querían evitar que el fuego pudiera
extenderse a éste.

Como los que combatieron frontalmente y derrocaron a Machado, no
albergaban bajas pasiones, ni sed de venganza, escondieron en sus hogares,
o ayudaron a escapar a muchos vecinos, amigos y conocidos que no habían
cometido crímenes ni desmanes, salvándoles de las turbas furibundas, cuyos
integrantes en su gran mayoría no habían combatido al derrocado régimen.

En la casa de mi abuela, mis familiares ocultaron a Guillermo Bernaza y su
familia, un perfecto caballero cuyo único delito había sido ocupar el puesto
de Administrador de la Aduana, y haber pertenecido toda su vida al mismo
partido político que Gerardo Machado.

Mi tio Lito ayudó a escapar hacia La Haba a su hermano de la logia
masónica Los Perseverantes, Manuel Gonzáles Vázquez, el afamado
“Manengue”, un connotado político del partido Liberal,

Cuando la situación se normalizó y los ánimos se calmaron, las fuerzas
vivas, para celebrar el triunfo, organizaron un gran acto cívico y
manifestación frente al Parque de Puerto Padre, al cual yo asistí luciendo
orgullosamente en mi solapa un gallardete del ABC.

Al retorno de la tranquilidad proseguimos nuestra vida cotidiana en El
Cayo, donde mi padre continuó en el ejercicio de su posición aduanera.

Como dice el dicho que la alegría dura poco en la casa del pobre, las cosas
fueron de mal en peor en nuestra patria.

Ante la evidente realidad de que un nuevo grupo se había adueñado del
destino del país, entre ellos el “hombre fuerte” Fulgencio Batista, un ex


                                    58
sargento del ejército, y desde el 4 de Septiembre de 1933 coronel, el pueblo
volvió a revelarse.

En Marzo de 1935 se organizó una nueva huelga general, con el objeto de
derrocar la ilegítima clase gobernante, a la cual, como era de esperar se unió
y fue uno de sus principales organizadores mi padre.

Para desdicha de nuestra patria, esa táctica no fructificó esta vez.

Todos los empleados gubernamentales que participaron en ella fueron,
primeramente suspendidos de empleo y sueldo, y luego cesanteados de sus
cargos.

El autor de mis días, no teniendo ningún motivo para continuar viviendo en
El Cayo, decidió regresar inmediatamente a Puerto Padre para dedicarse al
comercio, y continuar desde allí su lucha contra Batista.

Yo me había acostumbrado a la vida en El Cayo, siendo un duro, terrible e
inesperado golpe tener que abandonarlo tan abruptamente, y aunque no nací
allí, viví en él una parte de mi infancia, perdurando imperecederamente en
mi memoria, a pesar de los años transcurridos, gratos e indelebles recuerdos
de ese maravilloso lugar.



Fin




                                       59
Richard F. De la Rosa se adjudica y reserva todos los derechos de
autor.




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El viaje al Cayo Juan Claro y las primeras impresiones de un niño

  • 1. EL CAYO JUAN CLARO Remembranzas Quiero dedicar estas líneas, extraídas desde lo más recóndito de mi memoria a mis padres, Ricardo De La Rosa Rosende y Eulalia Machado Montes de Oca. El siguiente relato no tiene pretensiones historias ni literarias, siendo su única intención describir vivencias de mi infancia. Aunque perduran indelebles recuerdos, que espero exponer fidedignamente, siempre existe la posibilidad de que algunos datos pudieran contener erratas. Algunas veces el tiempo es cruel e inexorable. Miami, Mayo del 2008. Richard 1
  • 2. EL VIAJE Vista de almacenes de El Cayo desde el mar Navegaba la lanchita lenta, pero persistentemente, rumbo a su destino, el Cayo Juan Claro. El rítmico sonido del motor de sesenta caballos de fuerza lanzaba quejidos lastimeros, como queriendo expresar lo tedioso de su trabajo, el esfuerzo inmenso de mover aquel barquichuelo sobrecargado de personas sobre un mar, cuyas olas, aunque no peligrosamente altas, sí algo inquietas. Había quienes se habían instalado no solamente en la popa, sino también sobre el techo y ambas bordas. Sentado en una de ellas, con su espalda muy cerca del agua, iba un señor llamado Segundo Betancourt, muy famoso por sus chistosas ocurrencias, quién poniéndose de pie súbitamente al ser salpicado por una ola exclamó: - ¡Se me ha mojado el As de Oro!”. Yo me había acomodado en la proa, debido al panorama privilegiado que me ofrecía ese lugar. En aquella época de mi vida, la vista era larga, por ser la edad corta, y más que simples siluetas, podía distinguir en la lejanía diáfanos detalles de lo que me brindaba el horizonte. Por mucho que indagué, nadie supo informarme en honor a que personaje le otorgaron el apelativo Juan Claro. En lo adelante, lo nombraré simplemente “El Cayo”. Cuando atracamos a un pequeño muellecito, sus límpidas aguas permitían observar con nitidez el fondo del mar. 2
  • 3. Se distinguían pececitos de múltiples colores, siendo tal la transparencia, que entusiasmado por su aparente cercanía traté de capturarlos, logrando solamente empapar las mangas de mi camisa. Para mi asombro, descubrí que había más de dos brazas de calado, encontrándose totalmente fuera de mi alcance. Esa fue la inicial de innumerables sorpresas, así como la primera lección de las muchas que allí recibí. Para mí, aquel paradisíaco lugar se convirtió súbitamente en un amor a primera vista. 3
  • 4. EL CAYO El Pedraplén que conecta El Cayo con la tierra firme Mi padre había sido nombrado a una posición gubernamental: Jefe de Inspectores de la Aduana, en mi pueblo natal, Puerto Padre, e íbamos a residir a El Cayo. Tenía el progenitor de mis días la responsabilidad de aprobar los manifiestos, despachos y mercancías de los navíos que arribaban a puerto, para descargar productos o cargar azúcar y miel de purga, destinados a distintos puntos del planeta. Aunque le llamaban Cayo, el ingenio fecundo del hombre, sin tener en cuenta la poco avanzada tecnología de la época, logró convertir un islote en una península. El General Mambí Mario García Menocal, quien habí sido Presidente de la Republica, elegido democráticamente por nuestros ciudadanos por dos períodos consecutivos, y líder del partido político Conservador, era asimismo un ingeniero covil muy talentoso, graduado en la Universidad norteamericana de Cornell, quien recientemente había consumado la construcción en nuestro municipio del Central azucarero “Delicias”, el mayor del mundo en esa época. Dicho central, unido al ya existente “Chaparra” constituían dos colosos azucareros, con una enorme capacidad de producción. Ambos eran propiedad de la empresa Cuban Ameriacan Sugar Mills, la que subsecuentemente nombraré “La Compañía”. Ante la necesidad de encontrar un lugar conveniente para embarcar sus productos, que estuviera ubicado en la cercanía de ambos centrales y 4
  • 5. asimismo tuviera el suficiente calado para albergar todo tipo de buques, fue elegido El Cayo, lugar que reunía todas esas condiciones, menos una, que fue habilidosamente solucionada, cuando Menocal planeó y edificó una obra portentosa. Rellenando partes bajas de la bahía conectaron aquella islita con la tierra firme, montando sobre el construido pedraplén una vía férrea, así como tendidos eléctricos y telefónicos. También fueron creadas en el lugar elegido todas las condiciones adicionales, imprescindibles para su buen funcionamiento, incluyendo viviendas, facilidades ferrocarrileras, almacenes y enormes tanques para la “miel de purga”. Los almacenes destinados a guardar el azúcar eran enormes. El mayor de ellos, por su gran tamaño era llamado “El Capitolio”. Los tanques de miel eran también descomunales, siendo sus facilidades de bombeo hacia los buques cisternas las mayores y más modernas del mundo. Cerca de los muelles se encontraba el Departamento Comercial, una tienda mixta, propiedad de La Compañía, donde podían adquirirse gran diversidad de artículos, víveres, y enseres. Frente a ese comercio se encontraba una “fonda”, cuyo propietario brindaba excelente comida a precios razonables. Por no ser demasiado extenso el territorio, solo contaba con un número muy reducido de calles, así como angostos callejones al fondo de las residencias. No rodaban por sus calles ningún tipo de automóviles o camiones, que por aquella época de los años treinta ya se hacían notar en muchas ciudades y pueblos. Los medios de transportación eran solamente tres carretones tirados por mulas, que se utilizaban con el propósito de acopiar la basura, repartir el hielo y acarrear agua para la limpieza y el aseo personal. Todo otro movimiento urbano era efectuado a pie o en bicicleta. 5
  • 6. Era de gran provecho para la administración de los ingenios que mi padre residiera en El Cayo y no en Puerto Padre, porque al no tener que aguardar por el viaje del inspector jefe cada vez que arribaba una nave de bandera foránea, los trámites se efectuarían al momento de su llegada, ahorrándose La Compañía el pago de cargos extra, que cobraban las empresas navieras por cualquier tiempo adicional que sus buques estuvieran ociosos en puerto. Debido a esa conveniencia y la importancia del empleo de mi padre nos brindaron gratuitamente una de las mejores residencias del lugar, con otros beneficios adicionales sin cargo alguno, como teléfono, luz e hielo. 6
  • 7. LA CASA DE V IVIENDA “Chalet” Todas las casas de vivienda en El Cayo habían sido construidas por La Compañía para albergar las familias de sus empleados. A las mejores, reservadas para los ejecutivos, las llamaban “Chalets”. El que nos adjudicaron era muy espacioso, situado cerca del extremo norte, en la mejor parte de la calle principal, convenientemente alejado de los embarcaderos y almacenes. Era de recia construcción, edificado en forma de “U”, montado sobre pilotes de aproximadamente cuarenta pulgadas de altura, con la finalidad de prevenir inundaciones. El techo, corredores y los pisos habían sido construidos utilizando maderas de excelente calidad. Al frente tenía un portal que cubría toda la fachada, detrás del cual se encontraban, en el centro una enorme sala, donde debido a su amplitud mi madre pudo instalar cómodamente su piano, y todas las piezas que componía un juego de muebles. La seguía un pasillo techado que conectaba dos hileras de aposentos, formando una “U”. En su ala izquierda estaba la extensa habitación de mis padres, seguida por tres más, no tan grandes, destinadas a invitados y el servicio doméstico. En la fila derecha quedaba mi dormitorio, que aun cuando era algo reducido me satisfizo, porque tenía una ventana con vista a la calle, proseguido por un vasto comedor, y detrás de éste, la cocina, al fondo de la cual, separados por 7
  • 8. un pequeño pasillo, se ubicaban dos cuarticos que eran utilizados, uno para almacenar el carbón vegetal que alimentaba el fogón de la cocina, y el otro que al no existir tuberías para duchas, era empleado para bañarse por medio de un “balde” y una lata, sobre el piso de madera, que había sido convenientemente barrenado para que el agua cayera bajo la casa. Tenía un patio grande, rodeado por una cerca, donde con cierta separación de la vivienda, había una casita preparada para evacuar las necesidades fisiológicas, por no haber en todo el lugar agua corriente ni alcantarillado para inodoros. Junto a la empalizada derecha, que colindaba con un pequeño callejón, estaban situados dos bidones de madera que se empleaban para almacenar el agua destinada a la limpieza y el aseo personal. 8
  • 9. EL PRIMER RECORRIDO Cargando “miel de purga” Debido a la previsora iniciativa de mis padres, desembarcamos con solamente un ligero equipaje de mano. Al arribar a nuestro nuevo domicilio, los muebles, la mayoría de la ropa, utensilios y artículos personales, así como una factura de víveres habían llegado anticipadamente. Todo había sido conveniente y anteladamente colocado en sus sitios correspondientes, cuando mis padres realizaron un viaje previo. Llegando a la casa, Cuca, la cocinera, que ya estaba instalada desde el día anterior, comenzó a confeccionarnos un exquisito almuerzo, pidiéndonos que le concediéramos algún tiempo para terminarlo. Mientras esperábamos, para aprovechar el intervalo, decidimos pasar revista los alrededores. Como el lugar no era muy extenso, mis padres pudieron mostrarme varios sitios en los contados minutos que teníamos disponibles. Pudimos ver de cerca los almacenes de azúcar, muelles, tanques, e instalaciones de bombeo. Inspeccionamos el Departamento Comercial, donde tuvimos la oportunidad de conversar con su administrador, el señor Ríos, quien muy amablemente 9
  • 10. nos mostró las distintas secciones de que contaba, así como algunas mercancías. Nuestra última visita fue a la fonda, donde después de haber tomado un refrigerio, su propietario nos dio la bienvenida obsequiándonos con uno de los deliciosos postres que allí se confeccionaban. Cuando regresamos a nuestro recién estrenado hogar, ya nada me era completamente desconocido, faltándome solamente volver a recorrer minuciosamente los lugares que brevemente había visitado, algunos de los cuales habían incentivado mi interés o curiosidad. Sabía que mi estancia en El Cayo iba a ser extensa y me quedaba suficiente tiempo para efectuarlo. 10
  • 11. EL CLUB NÁUTICO El Club Náutico A un lado del muellecito donde atracaban las lanchitas que iban y venían desde y hacia Puerto Padre y la playa de la Boca, se encontraba el Club Náutico. Consistía de una amplia casa club, toda de madera, edificada encima del mar sobre enormes pilotes. Era administrado y subvencionado por La Compañía, a cuyo lugar asistían, sin costo alguno de membresía, sus empleados de cierto rango, invitados especiales, y por supuesto nosotros. Su función primordial era proporcionarles a las familias de sus ejecutivos un lugar de esparcimiento donde recrearse y socializar. Había un sitio destinado a la natación, cercado por grandes horcones, para guarecer a los concurrentes del peligro de los tiburones, que pululaban por la bahía. En su orilla existía una playita artificial, pero nunca era utilizada debido a la gran cantidad de erizos que cubría su fondo, por lo cual era conveniente nadar únicamente en la parte honda, obviando de ese modo los dolorosos pinchazos de aquellos animalejos. A mí me encantaba escapar del fuerte calor dándome un chapuzón en sus frescas y límpidas aguas. 11
  • 12. Aunque no se efectuaban muchas fiestas en El Club, se celebraban actos los días festivos, patrióticos o tradicionales, cubanos o norteamericanos. En ese sitio pude aprender lo que significa Haloween, Thanksgiving, y quien era Santa Claus. Aunque las grandes fiestas no eran muy frecuentes, la más importante y de mayor asistencia y elegancia (porque el atuendo era de largo para las damas y formal para los caballeros), era la que efectuaban las noches del treinta y uno de Diciembre, amenizadas por conocidas orquestas, donde el arribo del nuevo año era celebrado con un brindis de champagne. Para las familias era una bendición El Club, y a no ser por él, la vida en aquel apartado lugar hubiera sido no solamente aburrida y monótona, sino insoportable. Un caluroso domingo fuimos a pasarlo al Náutico, como era nuestra costumbre. Aunque mi padre me había convertido en un excelente nadador, mi madre, que era precavida al extremo, no me permitía deambular por el lugar sin llevar un molesto salvavidas, cuyo requisito no me quedaba otra alternativa que acatar, porque en mi época se hacía lo que los padres ordenaran, sin derecho a disentir. Acudía a nuestro lugar de recreo un adolescente llamado Raúl, quien era inquieto e intrépido, siendo su actividad favorita brincar sobre un trampolín situado en la parte más profunda, efectuando audaces piruetas y tiradas. Yo correteaba por los alrededores, sobre el pulido y encerado piso de madera, cuando escuché a mi padre gritarle al temerario mocetón: -“Raúl, no te tires al agua y sal inmediatamente de ese trampolín, porque hay un tiburón dentro de la poceta”. Obedeciendo, Raúl salvó su vida ese día. Cuando nos acercamos pudimos divisar una enorme figura, que daba vueltas dentro del lugar cercado. 12
  • 13. Era una “cornuda”, o “pez cabeza de martillo” que había penetrado a través de un poste defectuoso, probablemente carcomido por los efectos del mar y el transcurso del tiempo. Hubo que llamar a un pescador experto, de apellido Gisbert, para que arponeara y se deshiciera de aquel temible escualo. Al día siguiente remplazaron el madero dañado e inspeccionaron los demás, sustituyendo todos los que lucían desgastados o defectuosos, Aún con todas las precauciones y reparaciones, en lo sucesivo, antes de lanzarnos al agua escudriñábamos el fondo minuciosamente, hasta estar completamente seguros que no había peligro. 13
  • 14. LAS SUBVENCIONES Teléfono de El Cayo La Compañía proveía los elementos imprescindibles para la subsistencia y el buen funcionamiento del lugar, comenzando con el fluido eléctrico, que era de doscientos veinte voltios en lugar del convencional de ciento diez. La electricidad provenía de dos potentes plantas eléctricas que habían sido construidas en los Centrales Delicias y Chaparra, las cuales, concatenadas suministraban ese servicio, no solamente a los ingenios, sus “bateyes” y El Cayo, sino también al resto del municipio de Puerto Padre, y los de Holguín y Gibara. Como en aquella época temían poco tiempo de inventados los refrigeradores y eran muy costosos, nos valíamos de neveras, que funcionaban con bloques de hielo suministrados por La Compañía. También brindaban un conveniente servicio telefónico que operaba desde centrales regionales, utilizando conexiones manuales y unidades de pared con “maniguetas”, instaladas en las oficinas de La Compañia y los hogares de sus ejecutivos. Como todos los teléfonos estaban en línea, para diferenciar a quien iba dirigida cualquier llamada, empleaban un código de timbrazos distintivos, siendo el de mi casa dos cortos y uno largo. 14
  • 15. Ese servicio no ofrecía ninguna privacidad, porque todos los que estaban en la misma línea podían escuchar las conversaciones de los demás, pero todo era tolerable, debido a ser gratuito. La gran ventaja era que teníamos la capacidad de comunicarnos con todo el municipio, pues la red se extendía hasta el más recóndito rincón, no solamente en los poblados, sino también en las colonias cañeras, algunas bien adentradas el lo profundo de la campiña. Siendo un islote en medio de una gran bahía, era de esperar que el subsuelo no ofreciera agua idónea para el consumo humano. Al no existir acueducto, o pozos artesanales con molinos de viento, como en Puerto Padre, y debido a que el agua que se encontraba a pocos pies de profundidad era muy salobre, suministraban dos tipos, una muy pura para ingerir y cocinar y otra destinada a las demás necesidades, arribando ambas por ferrocarril en grandes tanques de acero. La de uso común era distribuida por medio de un carretón tirado por una mula, que transitaba por los angostos callejones que separaban los domicilios. Cada vivienda contaba con dos grandes barriles de madera, ubicados al lado de las cercas que las rodeaban, y para conveniencia de sus moradores, situados lo más cercanamente posible a ellas, para facilitar su posterior acarreo. El encargado del carretón del agua, como le llamábamos, colocaba una gruesa manguera de goma dentro del tanque que llevaba su carreta, e introduciendo en su boca la otra punta absorbía fuertemente hasta que el líquido brotaba por el tubo y era transferida a los bidones. Era la responsabilidad de cada uno de los habitantes del lugar el acarreo de la potable, y se obtenía directamente de los carros tanques, que estacionaban en una línea convenientemente alejada del resto del transito ferrocarrilero. Mi padre, quien durante toda su vida me inculcó la importancia de cumplir con los deberes y obligaciones que debe mantener todo hombre de bien desde una temprana edad, ordenó la construcción de una carretilla que acomodara dos grandes garrafones de cristal, siéndome, como parte inicial 15
  • 16. de mi formación, encomendada la tarea de utilizarla para traer a la casa el precioso líquido, cada vez que fuera necesario. El viaje de ida con los recipientes vacíos me era fácil completarlo rápidamente y lo consideraba casi un juego. El regreso, debido a mis cortos años, estatura y peso, era una labor fuerte, viéndome en la necesidad de descansar múltiples veces antes de completar cada faena. Por supuesto, mi padre se encargaba de cargar los receptáculos al interior de la casa, pues yo físicamente no podía. Ese fue mi primer deber y obligación, y aunque no era remunerado monetariamente, cada vez que completaba una de aquellas misiones, olvidándome del cansancio me sentía extremadamente orgulloso y satisfecho de haber podido contribuir con mi esfuerzo al bienestar colectivo de nuestro hogar. 16
  • 17. LOS JAMAIQUINOS “Jamaiquino” Pescando desde un muelle Habitaba El Cayo una amalgama étnica de empleados laborales, originarios de distintas islas cercanas a Cuba. Procedían de Barbados, Antigua, las islas Caimán, Turcos, Caicos, las Bahamas e Islas Vírgenes, pero la mayoría eran oriundos de Jamaica. Los había, aunque en números menores de otras procedencias. Para simplificar las cosas, todos los que hablaban el idioma Ingles eran llamados Jamaiquinos, sin importar cual fuera su lugar de origen. Constituían un núcleo monolíticamente unido, quizás debido a que en casi su totalidad no dominaban el idioma español. Aunque muy reservados eran educados, respetuosos y corteses. Recuerdo con gran afecto a Ernest King, que había sido sargento del ejército Ingles durante la primera guerra mundial, quien por heridas recibidas en batalla cojeaba al caminar, llevando siempre prendidas en su camisa varias condecoraciones otorgadas por el gobierno Inglés por su valentía en combate. El señor King era un hombre altísimo, pero delgado. Por el contrario, su homónimo e inseparable Ernest Young era de estatura baja, a la vez que fornido. 17
  • 18. Ambos fueron grandes amigos, no solamente entre ellos, sino también de mi padre y míos. Los dos hablaban un español pasable, acentuado con el melodioso deje de los habitantes de las indias occidentales. Por mediación de los dos Ernests, que se convirtieron en mis guías y mentores dentro de aquel mundo cerrado para ajenos, conocí a los demás y aunque siempre existió cierta dificultad con el idioma, pudimos entendernos y hasta lograron enseñarme lo primordial del Ingles del Rey, como ellos lo llamaban. Aunque imperaba cierta dificultad cuando hablaban apresuradamente entre sí, yo me las ingeniaba para intercambiar ideas y aprender su gran habilidad para la pesca, que se sentían complacidos en transmitir a aquel chiquillo blanco que no les temía como la mayoría de los otros niños del lugar, mostrándoles agradecimiento por sus enseñanzas. La pesca en los entornos era abundante y ellos, en sus ratos de ocio, la efectuaban desde los muelles. Mientras esperaban pacientemente para capturar sus presas, ingerían una mezcla de lo que algunas personas consideran venenosa, ron antillano y “guineos” (más conocidos en la Habana como platanitos Johnson), pero nunca tuve conocimiento que ninguno se hubiera intoxicado o enfermado con aquella inusual combinación. Una de sus técnicas de pesca era extremadamente peculiar, porque en lugar de los tradicionales avíos, confeccionaban, tallando huesos de animales, un artefacto al cual le proporcionaban la configuración mas parecida que podían a un pececito, labrando su extremo en forma de un anzuelo convencional, que les permitían no tener que utilizar carnada. Los mencionados e inusuales señuelos eran atados primeramente a un trozo corto de alambre, al que le agregaban lastre, y luego a un cordel de pita, amarrado a una varita de bambú. Al entronizar aquel insólito atuendo en el agua, comenzaban a moverlo con un ritmo constante de izquierda a derecha y viceversa, pero siempre con la vista fija en el lugar donde quedaba sumergido. 18
  • 19. Cuando un pez picaba lo que le había parecido una apetitosa presa, con un súbito movimiento conseguían engancharlo, subiéndolo con presteza e introduciéndolo en un balde que precavidamente tenían lleno de agua de mar, para que no muriera pronto y poder llevarlo lo mas fresco posible a sus moradas. Esos hábiles pescadores suplementaban así las dietas de sus familias, pues era tal su habilidad que no pasaba un día sin que atraparan lo suficiente para su sustento. Mis amigos me instruyeron también en la táctica de confeccionar angoa para atraer los peces, cuando en el tiempo muerto estaban los muelles vacíos, sin buques que arrojaran desperdicios de comida sobre sus bordas. Otra de las habilidades que pude observar en ellos, era su forma característica de capturar cangrejos. Para hacerlos salir de sus cuevas vertían en ellas chorritos de agua dulce, poniendo sobre las mismas, con el fondo hacia arriba, latas vacías de mediano tamaño, sobre las cuales hacían con sus dedos un sonido que simulaba truenos. Los crustáceos, creyendo que estaba lloviendo, salían de sus guaridas, en cuyo instante eran atrapados y echados en un saco. Las muelas de cangrejo moro son un delicioso manjar. Una de sus especialidades culinarias era confeccionar empanadas de maiz, a las que llamaban “patties”, las cuales horneaban saludablemente, en lugar de freírlas. Algo deliciosamente inolvidable, que para mi deleite me brindaban cada vez que las elaboraban, eran las apetitosas sopas de cobo. Su distintivo gusto nunca podrá borrarse de mi paladar, y aún las añoro, ordenándolas cada vez que aparecen en el menú de cualquier restaurante que visito. 19
  • 20. Hasta ahora, aunque parecidas, no he encontrado ningún lugar, ni nadie en particular, que sepa prepararlas con el mismo delicioso sabor que ellos le proporcionaban. 20
  • 21. LOS MUELLES Y LA GUASA La Guasa A los muelles atracaban todo tipo de barcos, movidos por vapor de agua o motores de petróleo, desde pequeños dedicados al cabotaje, entre los cuales recuerdo el Polar y el Tropical, medianos para travesías a puertos cercanos de los Estados Unidos y Méjico, combinados de carga y pasajeros como el Habana, así como los de gran calado, que viajaban los siete mares transportando los productos de los centrales azucareros. Los mayores eran enormes navíos que cargaban azúcar envasada en sacos de yute de doscientas veinte libras de peso, y los buques cisternas, a los que bombeaban dentro de sus inmensos vientres la “miel de purga”. Allí se encontraba la mayor, a la vez que la más sofisticada y moderna de todas las instalaciones de bombeo de ese tipo. Dichos atracaderos estaban capacitados para albergar cualquier embarcación, pues aquella parte de la bahía tenía la profundidad suficiente para acomodarlas sin importar cual fuera su calado. A un lado de los muelles había un sitio muy profundo, en forma de “veril”, cerrado por una muralla natural rocosa. Se decía que ese lugar se 21
  • 22. encontraba habitado por una enorme Guasa, con una descomunal boca, la cual se suponía había quedado atrapada al crecer en ese cercado recinto. En honor a la verdad nunca tuve la oportunidad de verla, porque mi madre me había prohibido terminantemente acercarme donde supuestamente vivía el monstruo. Según una leyenda local, que nunca escuche refutar, el infeliz que tuviera la mala suerte de caer donde ella moraba terminaría su existencia dentro de su buche, pues se rumoraba que en una ocasión se había tragado una persona de un solo bocado. Igual que todo el resto de los habitantes, yo le tenía un gran respeto a ese lugar. 22
  • 23. LAS LANCHITAS Lanchita de pasajeros Existían en Puerto Padre, dos pequeñas empresas de transporte marítimo, que prestaban servicios hacia y desde El Cayo y la Playa de La Boca, la más hermosa del mundo. Los propietarios de las mismas eran dos señores nombrados Juan Mora y Enrique Roque. Constaban ambas con lanchitas que movían pasajeros entre esos puntos, cubriendo una necesidad imprescindible a un precio módico. Aunque sus asientos no eran muy confortables por ser de madera, sin ningún acolchonamiento, tenían suficiente capacidad para transportar múltiples pasajeros. Partían en Puerto Padre desde dos lugares distintos. Las de Juan Mora desde un muellecito que llevaba su nombre, situado entre el Boquerón y el manantial de agua dulce que brota dentro del mar. Las de Enrique Roque desde el muelle principal del pueblo, que tenía adjunto un pequeño atracadero para botes menores, con un adyacente pontón flotante que se ajustaba a la altura de la marea para mayor facilidad de embarque. Las dos contaban con respectivas facilidades en sus puntos de destino. Debido a que nuestras familias vivían en Puerto Padre, y nosotros en El Cayo, nos transportábamos en esos barquitos asiduamente, así como 23
  • 24. movíamos en ellos las facturas mensuales que adquiríamos en una tienda de víveres propiedad de Carlos Jesús Llerena, en Puerto Padre. Fueron en su época modelo de eficiencia y seguridad, no recordando que hubiera ocurrido ningún accidente. Los viajes en que nos servimos de ellas fueron más que travesías necesarias, aventuras placenteras. 24
  • 25. PIRULÍ Pirulí Para Rafael De la Rosa, un tío paterno, yo era, o por lo menos me consideraba, su sobrino predilecto. Era familiar, afable, alegre, parrandero y mujeriego, además de ser muy elocuente y con mucha imaginación. Tenía una habilidad única para otorgarles nombres peculiares a sus animales, ejemplo de ello era que tuvo un caballo al que llamó Parranda y en cierta ocasión me regalo un “pineo” al que por sus cortas piernas había nombrado Pata de Palo. Mi tío era muy aficionado a los gallos de lidia, los cuales criaba, compraba, mejoraba, vendía, entrenaba, y al apostar a ellos percibía ganancias adicionales. Su favorito, por haber sido extremadamente fiero y hábil, le había proporcionado fuertes sumas de dinero. Un domingo de peleas, Pirulí, que así lo había nombrado con su habitual gracejo, aunque mató su contrincante, quedó tuerto. Tío Rafael no volvió a pelearlo para evitar que lo mataran en desventaja. Me lo ofreció como regalo, probablemente con la intención de aficionarme a su deporte favorito. Al entregármelo, me encomendó que lo cuidara hasta su muerte natural, pero manteniéndolo en forma, advirtiéndome tener sumo cuidado, porque era tan 25
  • 26. fiero y hábil, que aunque tuerto, estaba seguro que mandaría al otro mundo a cualquier contendiente que se le enfrentara. Papa por su parte me construyó en el patio una pequeña vallita, así como una jaula techada para Pirulí. Me enseño como tuzarlo, alimentarlo y hasta como colocarles las espuelas de pelea. Para mi Pirulí era lo que un perro faldero para otros niños. Amarrándole “una cabuya” a una pata y la otra punta a uno de mis tobillos, lo hacía correr conmigo por todo el patio, manteniéndolo en forma, a la vez que forzándolo a estar a mi lado el mayor tiempo posible. El hijo del dueño de la fonda era uno de mis amigos y compañero de juegos. Su padre había adquirido un pollo de pelea, por el cual había pagado una respetable suma de dinero, pues venia de la gallería de Pepe Villegas, una de las mas afamadas de Cuba, y por lo tanto era de muy buena casta. Un día mi amiguito se apareció en mi casa para mostrarme el gallo que era el orgullo de su padre. Como la mayoría de los niños, cada uno de nosotros ensalzó la habilidad y fiereza de nuestros respectivos animales, y para probar nuestras aseveraciones decidimos “toparlos”. Debido a mi poca experiencia, Pirulí quedo de su lado tuerto y no pudiendo ver de donde procedía el picotazo recibió una herida en la cabeza. Inmediatamente mi compañerito me dijo: -“Como acabas de ver, ha quedado probado que el pollo de mi padre es mejor que tu gallo, y si los echamos a pelear, el tuerto va a perder miserablemente”. Esa fue una costosa equivocación del hijo del fondero, pues, para salvar tanto el honor de Pirulí como el mío, lo reté a someterlos a una prueba en combate. 26
  • 27. Les pusimos los correspondientes espolones y los topamos de nuevo, soltándolos finalmente en la pequeña vallita. La lidia duro solamente unos segundos, pues al primer revuelo Pirulí dejo muerto a su contrincante. Estupefactos por lo corto y fulminante de la pelea, cuando miré a mi compañerito de juegos, por primera vez contemplé un enorme pánico reflejado en el rostro de otro ser humano. Gritos angustiosos emanaron de su garganta, cuando, pávido de terror exclamó: ¡Ay, mi madre!, ¿Qué hago ahora?. Mi padre, si no me fríe en aceite, por lo menos me introduce en una cazuela de agua hirviendo hasta que suelte la piel, y después me da una paliza hasta gastar su grueso cinto de cuero. Tienes que ayudarme. Yo no puedo regresar a mi casa y contar lo sucedido porque no quiero morir tan joven. Decidimos que para salvar la situación tenía que desaparecer el cuerpo del delito, introduciendo el plumífero muerto en un saco, junto a un pesado hierro. Nos dirigimos al mar por la parte menos transitada de la barriada, echándolo al agua en el lugar mas profundo que conocíamos. Por suerte nadie nos vio y allí mismo juramos que negaríamos hasta la muerte lo sucedido, sin importar la presión a que pudieran someternos nuestros padres. Mi amiguito negaría que hubiese llevado el pollón a mi casa y yo por mi parte juraría que eso era cierto y que nos habíamos pasado la tarde jugando a la pelota. Cuando al caer la noche el fondero fue a revisar el lugar donde guardaba su plumifero y no lo encontró, enormemente contrariado comenzó a indagar entre los vecinos si sabían que había sucedido, o quien podía habérselo llevado. 27
  • 28. Cuestionó a su hijo, quien por supuesto se aferró a la patraña que habíamos elucubrado, negando estar vinculado o tener conocimiento de la desaparición, poniéndome a mí como testigo. Yo, por mi parte corroboré su historia, librándolo de toda sospecha. El fondero llamó a la Guardia Jurada de La Compañía, encargada de la seguridad del lugar, y a todos sus conocidos para conducir una búsqueda tendiente a encontrar su costoso animal. Se mencionaron nombres de sospechosos del supuesto robo, pero como ninguno de ellos había cometido el delito, todos los acusados pudieron comprobar su inocencia. Hasta hoy, que escribo estas líneas no se ha disipado el enigmático misterio de la desaparición, y cuento ahora esta historia con la tranquilidad de que después de tanto tiempo, ni mi cómplice de aquella inocente fechoría, ni yo, vamos a ser castigados. 28
  • 29. EL ANCIANO Y EL MAR El tiburón que capturaron el anciano y su nieto Un conocido libro titulado El Viejo y el Mar es una de las obras maestras del laureado escritor Ernest Hemingway. En la vida real pude presenciar un acontecimiento, que aunque su trama tiene cierta similitud con el nombre de dicha novela, no contiene exactamente sus componentes. Para marcar la diferencia entre ambas, he titulado este capítulo con un nombre, que aunque tiene cierto parecido, es distinto al de la famosa novela. Una tarde del tiempo muerto, la época cuando estaban ociosos los dos colosos azucareros, y por cuyo motivo no se efectuaban embarques, me encontraba pescando desde uno de los muelles. El mar estaba apacible y una suave, pero persistente brisa hacia soportable el intenso calor. Flotaban en la bahía varios barquichuelos de pescadores, entre ellos el de un señor de avanzada edad, quien acostumbraba buscarse el diario sustento acompañado de su nieto. 29
  • 30. De pronto hubo una enorme conmoción, y los pescadores se agrupaban en la punta del muelle, llamando a los que se encontraban lejos. Cuando miré hacia la bahía observé que el botecito del anciano navegaba a una velocidad vertiginosa, como si fuera una lancha de carreras. El veterano lobo de mar iba en la proa, vigilando atentamente lo que tratara de hacer el enorme tiburón que había quedado enganchado en uno de sus avíos. Con una hachuela en una mano no quitaba los ojos del agua, para que si el pez intentaba bajar a las profundidades cortar el cordel, evitando que arrastrara consigo su bote y sus ocupantes. El barquichuelo dio infinidad de vueltas por la bahía, pero por suerte para ellos el escualo no se sumergió Algún tiempo después, que pareció más largo de lo que en realidad fue, el tiburón finalmente se cansó y el experimentado pescador lo arrimó a la borda, matándolo a palos. Cuando lo llevaron a tierra lo ataron por la cola, izándolo cabeza abajo en un alto poste del alumbrado público. Era tal su tamaño que su extremo posterior tocaba la parte alta del empinado madero, mientras su nariz rozaba la tierra. 30
  • 31. EL CAMPEÓN Los Guantes del Campeón Nació en El Cayo un hijo de Juan Herrera, un estibador cubano de color, casado con una Jamaiquina, quien le puso el nombre de John. Años más tarde fue conocido en el mundo de los deportes como Johnny Herrera. Desde muy pequeño se aficionó al pugilismo, llegando a ser campeón nacional en una de sus divisiones. Mi abuelo paterno, Don Nicolás De La Rosa, nacido en Santoña, España, poeta y ex capitán del ejército ibérico, se trasladó a Cuba con la idea de ejercer el periodismo, lo cual consumó años mas tarde, pero el primer empleo que pudo conseguir fue el de telegrafista en la ciudad de Bayamo, ciudad declarada Monumento Nacional después de la Independencia cubana. Siendo un masón del supremo grado filosófico 33, y miembro de la congregación de Los Iluninados, era íntimo amigo de los Céspedes, sus hermanos de logia y cofradía, a los cuales se unió cuando lanzaron el grito de Independencia. La historia de mi abuelo es digna de contar, y aunque se merece un escrito aparte, es pertinente ofrecer un pequeño resumen. El españolito, como cariñosamente le llamaban sus amigos y hermanos de logia, llegó a ganarse los grados de Coronel en el Ejército Libertador de Cuba, y tenía el derecho de ser elegido Presidente de la República, aún siendo extranjero de nacimiento, privilegio otorgado por la primera Constitución de la República a todos los que habían participado en las tres guerras de emancipación. 31
  • 32. Debido a complicaciones causadas por heridas recibidas en combate, murió corto tiempo después de ganada la independencia, dejando a Papá huérfano a la temprana edad de siete años, encargándose de su formación su hermana Rosa, la mayor de los ocho hijos que sobrevivieron las distintas plagas de aquellos tiempos. Rosa nunca se casó, porque dedicó su vida a sacar adelante todos sus hermanos menores. Como mi tía era extremadamente austera y celosa del bienestar de la prole a su cuidado, el progenitor de mis días, que era el menor, para poder boxear semi-profesionalmente sin que su hermana se enterara y lo impidiera, lo hacía bajo el pseudónimo de “Kid Richard”. De ahí viene el nombre por el cual he sido conocido desde mi nacimiento, porque no gustándole el diminutivo de Ricardito, siempre me llamó Richard. No se como, pero cuando Johnny se enteró de esa historia, le pidió ayuda al “Kid”, para poder desarrollar sus habilidades en el ring. El aspirante a boxeador fue acogido con beneplácito bajo la tutela del ex- pugilista, quien le enseñó lo fundamental del deporte, y le transmitió todas sus experiencias, adquiridas durante sus incursiones en el arte de fistiana. Parte de su entrenamiento de fortalecimiento era remar alrededor de El Cayo, en un pequeño botecito, el cual tenía que cargar sobre el pedraplén para poder completar la circunvalación. Como en El Cayo no tenía ningún porvenir pugilístico, mi padre decidió trasladarlo a La Habana, donde le serían factibles mejores oportunidades bajo la dirección de experimentados entrenadores y managers profesionales. Pasaron años de dura preparación y acondicionamiento, pero bajo los auspicios de sus nuevos manejadores, añadidos a su fortaleza, dedicación, persistencia y habilidad natural, fue escalando consistentemente los peldaños de ese deporte. Ganó casi todos sus encuentros profesionales en las tres divisiones en que peleó según fue aumentando de peso, llegando a coronarse campeón semipesado de Cuba, título que mantuvo por varios años. 32
  • 33. Siendo aún campeón, realizó un viaje a Jamaica, porque sentía necesidad de conocer sus abuelos maternos. En Kingston no tuvo problemas para comunicarse, pues su madre no solo le había enseñado el idioma inglés, sino también la jerga popular que allí se habla. Decidió instgalarse en ese lugar, cuando conoció una bella jamaiquina, de la cual se enamoró perdidamente, contrayendo nupcias y retirándose definitivamente del boxeo. Johnny ganó en lo adelante su diario sustento, ejerciendo en Jamaica la profesión de maestro de educación física, a la vez que entrenó y transmitió sus amplios conocimientos y experiencias en el cuadrilátero a muchos pugilistas Jamaiquinos. 33
  • 34. EL DEPORTE NACIONAL Aspirante a Pelotero En aquel lugar, ni en ninguno de los pueblos cercanos existían comercios dedicados a la venta de artículos deportivos, por lo cual eran difíciles de obtener. Estarían asimismo esos costosos renglones fuera del alcance económico de la mayoría de los moradores de El Cayo. El cubano siempre agudizó su inventiva para suplir sus carencias, utilizando lo que tenía a mano. Las pelotas eran confeccionadas enrollando pita de pescar, hilos o cordeles y cubrirlos con “tape“ o “esparadrapo”, según los materiales que pudieran conseguir. Utilizando pedazos de los toldos que protegían los sacos de azúcar y eran desechados cuando estaban rotos, construían guantes en forma de mascotines, que servían para cubrir cualquiera posición; no solamente la primera base. Yo era el feliz propietario de uno de ellos. Existía un terreno habilitado para jugar béisbol, pero los adultos lo tenían acaparado y no nos permitían utilizarlo. 34
  • 35. Ante la frustración que eso nos causaba, con la ayuda de la maestra del colegio público, le escribimos una carta en inglés al administrador general de La Compañía, que era prácticamente dueña de todo, exponiéndole el deseo que teníamos de practicar el deporte, así como la razón por la cual no podíamos hacerlo. Sin excepción, todos los niños aficionados al juego de pelota la firmamos. El mencionado ejecutivo, en una decisión salomónica, decreto otorgarnos a los pequeños el derecho de practicar un día a la semana (los miércoles después de terminadas las clases) y jugar los sábados por la mañana de ocho a once antes meridiano, dejándole a los mayores a su entera disposición todo el resto del tiempo. Nos dividimos en dos equipos; involucramos a nuestros padres y conocidos, convenciéndolos para que fungieran como entrenadores y árbitros. Efectuamos prácticas y encuentros, y fue tan grande nuestro entusiasmo y auto-estima, que llegamos a creernos consumados jugadores. Siempre que los elementos no lo impidieran, no dejamos de hacerlo durante los días y horas que nos habían asignado. El primer juego lo disfrutamos a plenitud, porque ese día marcó nuestra iniciación como peloteros pertenecientes a equipos organizados. 35
  • 36. EL CINE Proyector portátil Como antes mencioné, las diversiones en El Cayo eran escasas, sobre todo para los que no tuvieran la dicha de poder frecuentar el Club Náutico. Una de las privaciones era, que no existiendo cine ni teatro, para asistir a una función había que trasladarse a Puerto Padre, lo cual resultaba además de incómodo, demasiado costoso para la economía de la mayoría. No sé de quien, ni como surgió la idea, probablemente de un ejecutivo de La Compañía, que nunca escatimaba esfuerzos para proveer a los habitantes de nuestra islita todas las amenidades que hicieran nuestras vidas lo más placenteras posible. Un buen día llegó la agradable noticia de que iban a presentar una función cinematográfica gratuita al aire libre, en la explanada del campo de béisbol. Instalaron una elevada pantalla, proyector y altoparlantes portátiles. Notificaron que cada persona sería responsable de traer una silla o banquito donde sentarse. La función comenzó como era natural ya entrada la noche, con un noticiero, muñequitos para los menores y un film norteamericano, cuya trama eran las fantásticas aventuras de un niño muy travieso y audaz. La cinta estaba protagonizada por un personaje infantil, muy popular en aquel tiempo llamado Slokum. 36
  • 37. La película, hablada en Ingles, tenía títulos en español en el borde inferior de la pantalla. Como utilizaban un solo proyector, teníamos un tiempo de espera al terminar cada uno de los múltiples rollos, mientras instalaban el siguiente. Los asistentes aprovecharon esos lapsos para tornar la ocasión en un evento socio-amistoso, con los consabidos intercambios de opiniones, discusiones de política y deportes, y por supuesto los inevitables chismes pueblerinos No todas las semanas teníamos la suerte que ofrecieran programas de esa índole, pero durante el tiempo que residí en El Cayo, ese evento tuvo lugar en múltiples ocasiones. 37
  • 38. LOS BARRACONES Barracón Los empleados laborales vivían gratuitamente en grandes barracones de madera. Aunque habían algunos solteros, eran habitados por muchas familias, la mayoría con hijos, por lo cual, para la privacidad de las mismas les habían adicionado paredes divisorias. Dentro de cada cubículo existía una conexión eléctrica, por la cual pagaban solamente un peso mensual, sin límite de consumo. Constaba dicha instalación de un cable único que colgaba del techo, con un bombillo incandescente en su final. Hubo dificultades, pues los usuarios tenían otras necesidades, como planchas y radios, por lo cual hubo algunos que manufacturaron líneas ilícitas adicionales, susceptibles a generar corto circuitos y por ende incendios. La Compañía les ofrecía proveerles cables auxiliares, instalados por electricistas expertos, seguros contra fuegos, pero cargándoles mensualmente un peso extra por cada uno, lo cual constituía un gravamen para sus magras economías. Si detectaban algo ilegal, los infractores perdían el derecho a esa prestación y eran desconectados radicalmente. Siguiendo los consejos de Papá, pudieron solucionar ese problema en la forma siguiente: Utilizando exclusivamente el cable legal, les adicionaron a la rosca donde se encontraba el bombillo, un utensilio adquirido a bajo costo en el Departamento Comercial, el cual contaba con cuatro tomas en sus 38
  • 39. lados, que les permitían conectar sus deseados utensilios. Tenía además en su extremo inferior, otra conexión, con su correspondiente interruptor, apta para reinstalar la bujía. Las familias que habitaban los barracones, muchas con prole, vivían hacinadas en aquellos cubículos, que aunque moderadamente amplios carecían de la privacidad adecuada. Para tener cierta intimidad a la hora de dormir, se veían en la necesidad de colgar sábanas a modo de divisiones. Nunca observé dentro del grupo de los jamaiquinos a los llamados Rastafarians, con sus pelos alborotados y gorras descomunales. Tenían mis amigos un modo ejemplar de vida y comportamiento, no recordando haber presenciado problemas o peleas. 39
  • 40. EL QUESO Y LA RASPADURA “El Queso” “La Raspadura” Mi hermano menor, Rafael era seis años y medio menor que yo, muy albo de tez y con cabellos de un rubio tan claro que lucían casi blancos. Habitaba en uno de los barracones. Jane, una adolescente de origen jamaiquino. Era de piel extremadamente obscura, al igual que la mayoría de los miembros de su etnia. Cada día, terminadas las clases camino a su casa, la jamaiquinita visitaba la nuestra, tomándole un gran apego a mi hermanito. Constantemente le pedía permiso a mi madre para sacarlo a pasear, llevándolo enhorquetado en una de sus caderas por todo el vecindario. Mis padres comenzaron a preocuparse cuando mi hermano, que ya tenía edad suficiente para pronunciar muchas palabras, se expresaba por medio de lo que para nosotros semejaba un enigmático y extraño lenguaje, imposible de descifrar. En una ocasión los observé notoriamente desconcertados, debido a la gran tribulación que les causaba no poder discernir lo que constante e insistentemente les estaba solicitando. 40
  • 41. Acercándome a mi hermanito puse gran atención a lo que decía, y después de escucharlo repetidas veces, caí en cuenta que lo que continuamente repetía era la palabra inglesa “water”. Temía sed y quería agua, pero la estaba pidiendo en Ingles. Entonces comprendimos que trataba de expresarse no en español, ni tampoco balbuceaba en jerigonza, sino que por la constante compañía de Jane había comenzado a pronunciar palabras en el léxico de los jamaiquinos, inclusive con su melodioso deje. La constante compañía de la adolescente y Rafaelito, les proporcionó un peculiar sobrenombre por el que eran conocidos en El Cayo. Como eran inseparables y se hacía exageradamente notorio el gran contraste de sus pieles, les llamaban “El Queso y La Raspadura” 41
  • 42. EL MONTE DE CLAVO Y CANELA El Pirata “Diente de Perro” Lo nombraron el monte “de clavo y canela”, debido al tipo de vegetación silvestre que mayoritariamente crecía en él. No era verdaderamente un monte, mejor podrían haberlo llamado “la explanada”, debido a que aparte de la flora que le daba su nombre, estaba compuesto por esporádicos grupos de tupidos matojos y unas pocas plantas de menor tamaño. Se encontraba situado al fondo de los chalets y casas, que estaban ubicadas en el oeste de la calle principal. El Monte era el sitio favorito de toda la muchachada para correr, retozar y jugar. Todas las tardes, después de bañarnos, pasábamos el tiempo en ese lugar, hasta que nuestras madres nos conminaban a regresar a nuestros hogares para la cena. El juego favorito era el de los piratas, para el cual nos dividiéndonos en dos bandos. 42
  • 43. La regla primordial consistía en que siempre tenían que ganar “los buenos”, que hacían prisioneros a los corsarios que quedaban con vida después de fieras batallas, cuyos combates eran librados utilizando espadas de madera confeccionadas con deshechos de palos de escobas. Por supuesto, nadie quería pertenecer al bando de los filibusteros, de tal modo que teníamos que echarlo a la suerte, siendo éste el único método para lograr que algunos lo acataran. Los “malos” eran siempre, por la aversión a serlo, un número reducido y sabían de antemano que no existía para ellos la más ligera posibilidad de triunfo. Una tarde hicimos prisionero al bucanero más temido de todos, al que sin importar quien hubiera tenido la desdicha de desempeñar su papel, llamábamos Diente de Perro. En esa aciaga ocasión le tocó a Jorgito, uno de los más jóvenes, la mala suerte de representarlo, y cuando cayó prisionero ya se acercaba la hora de la cena. Lo habíamos atado y amordazado a un pequeño arbusto dentro de un espeso matojo, buen oculto y fuera de la vista, para evitar que sus secuaces pudieran localizarlo y trataran de rescatarlo. Mientras decidíamos como íbamos a ajusticiarlo, fuimos conminados a regresar a nuestras respectivas casas porque ya era la hora de la comida. La mayoría de las madres llamaban a sus hijos a gritos, pero la mía no consideraba educado vociferar, por lo cual mi padre era el encargado de hacerlo, y lo efectuaba por medio de un silbido peculiar, que si fuera posible escribir su onomatopeya sonaría como: “Fuiiii….. Fiuuuu...... “Fuiiiii...... Fiuuuuu...........” Cuando yo escuchaba ese sonido, regresaba a mi hogar sin dilación, como lo hacían los demás niños al escuchar los gritos de sus madres. En el apresuramiento a regresar, se nos olvido liberar a Diente de Perro, que quedó oculto, atado y amordazado. 43
  • 44. Cuando Jorgito no regresó a su casa, después de muchos gritos, cada vez más angustiosos, la progenitora de sus días acudió a sus vecinos, solicitando ayuda. Eso desató una reacción inmediata y general, decidiéndose que había que efectuar una intensa búsqueda sin mas dilación. En ese instante comenzaron las especulaciones, habiendo infinidad de teorías acerca de lo que pudiera haber acaecido. Alguien dijo que quizás se había montado en un botecito y la fuerte corriente lo habría llevado a la deriva. Un señor de avanzada edad sugirió que a lo mejor se había caído al mar desde algún muelle y se había ahogado. La maestra sospechaba de la enorme y temible Guasa. Otra persona supuso que tal vez un brujo haitiano lo había secuestrado para arrancarle el corazón o hacerlo un Zombi. Después de algún tiempo de infructuosa pesquisa, se inició una búsqueda organizada y tenaz, porque un gran pavor ya se había extendido por todo el vecindario. Como medida de precaución, para prevenir mas desapariciones, a los niños nos habían encerrado en nuestras casas, obligados a acostarnos, sin importar que aún era muy temprano, ni darnos explicaciones o responder nuestras preguntas de por que razón lo hacían. A nadie se le ocurrió tratar de averiguar si alguno de nosotros sabía la suerte de Jorgito, lo cual hubiera evitado no solamente el prolongado sufrimiento de la madre, el terror en el bario y las angustias del muchacho, sino también la gran búsqueda que se efectuó. Cuando al fin lo encontraron, casi al filo de la media noche, el pobre chiquillo estaba embolsado, tembloroso, hambriento, anegado en lágrimas y casi muerto de miedo. 44
  • 45. Ignoro si Jorgito habrá podido recuperarse mentalmente de ese incidente, o quedó traumatizado el resto de su vida. Lo que más nos dolió, fue que después de ese episodio, nos impusieron como castigo no permitirnos volver a jugar a los Piratas. Muy a nuestro pesar, Diente de Perro y todos los bucaneros, corsarios, filibusteros y demás aventureros desaparecieron para siempre de nuestras vidas. 45
  • 46. EL DESVASTADOR CICLÓN DEL AÑO 1932 El Desvastador Huracán Uno de los huracanes más mortíferos que azotó Cuba irrumpió por la ciudad de Santa Cruz del Sur, provincia de Camagüey, en Noviembre 9 del año 1932. El fenómeno atmosférico atravesó perpendicularmente nuestra nación, egresando por la zona de Puerto Padre. En aquella época un sabio cura Jesuita, el Padre Mariano Gutiérrez Lanza fungía como director del observatorio del Colegio de Belén, en La Habana. Contando solamente con los escasos recursos de la meteorología de entonces, no solamente vaticinó la inminencia del ciclón y su rumbo exacto, sino también predijo que iría acompañado por un ras de mar. Casi nadie le prestó la debida atención a sus eruditos consejos, por lo cual, la desafortunada población del mencionado pueblo pereció casi por completo, salvándose contadas personas. Según datos de la época, el maremoto, que alcanzó seis metros de altura causó 3,303 muertes, obliterando dicha ciudad, que tuvo que ser reconstruida algún tiempo después a dos kilómetros de su lugar original. Al salir de Cuba, por nuestra zona, nos impactó con gran intensidad. Fuimos afortunados, por que el vendaval, llevando una trayectoria de sur a norte, y entrando por ende desde tierra, no causó que el mar nos devastara. 46
  • 47. Teníamos la certeza de que una vez que los fuertes vientos comenzaran, no sería factible evacuar por ferrocarril, porque el pedraplén quedaría a merced de los elementos. Conocíamos asimismo que una retirada por mar constituiría prácticamente un suicidio, pues bien es conocido cuan peligroso es navegar en una bahía tan grande como la nuestra durante un huracán. Mi padre, que en su juventud vivió algún tiempo en Pinar del Rió, provincia donde era mas frecuente el azote de los ciclones, adquirió allí grandes conocimientos acerca de los mismos. Como sus deberes al frente de la Aduana no le permitían abandonar su sitio de trabajo, le sugirió a mi madre que ella y yo (mi hermano aún no había nacido) nos trasladáramos a Puerto Padre mientras la calma que precede a esos fenómenos atmosféricos lo permitiera, y tomáramos refugio en la residencia de mi abuela materna, doña Anita Montes de Oca viuda de Machado, pero mamá hizo valer su criterio de que la familia, en tiempos buenos o malos, tenía que mantenerse unida, y por ninguna razón se marcharía. Papá sabía que nuestra casa era fuerte y resistiría, dándose a la tarea de prepararla, para juntos afrontar el embate de los terribles vientos que se avecinaban. Cuando se cercioró que primero seríamos azotados por el frente, aseguro puertas y ventanas, clavando maderas por fuera, dejando abiertas algunas de la parte posterior, para que si el vendaval rompiera y penetrara por la fachada, saliera por el fondo, evitando así que al no encontrar otra ruta, arrancara el techo. Los animales de corral que teníamos en el patio fueron resguardados bajo la casa, donde usualmente pernoctaban, protegidos por un cercado de alambre cuadriculado, que fue reforzado con tablas. Una vez terminada la preparación preventiva, encendió su radio Philco de onda corta, larga y ultra-corta, para que antes que faltara el fluido eléctrico, escuchar la mayor cantidad posible de informaciones y noticias sobre lo que sucedía en el resto del país. 47
  • 48. La mayoría de los habitantes, temerosos del huracán, abandonaros sus casas y barracones, buscando refugio en los grandes almacenes de azúcar, que consideraron mas seguros debido a su recia construcción. Los vecinos que vivían al frente de nuestra casa, la maestra y su esposo, llamado Enriquito Julve, de oficio hojalatero, (quien evidentemente perdió parte de su rala cabellera en su travesía desde su Puerto Padre natal, donde le apodaban “cinco pelos” y al llegar a El Cayo fue rebautizado “cuatro pelos”), decidieron guarecerse en nuestro hogar, debido a la seguridad que les brindaban la experiencia y conocimientos de mi padre. La tormenta irrumpió con gran poder, derribando a su paso tendidos eléctricos y telefónicos, lo cual nos dejó incomunicados y sin fluido eléctrico, así como dañando parte del pedraplén; pero por suerte, causando muy pocas averías a las edificaciones. Tal fue la intensidad de los vientos, que al sacar mi mano por una de las ventanas que fueron dejadas abiertas en el fondo de la casa, descubrí que al probar el agua que la había mojado, ésta no era solamente de lluvia, sino que se había mezclado con la salada del mar. Al cabo de algún tiempo, arribó una calma absoluta. Cuatro pelos, al notarlo, le dijo a mi padre con incontrolable júbilo, que ya era hora de regresar a su hogar, porque el peligro había terminado, a lo cual Papá le replicó que estaba rotundamente equivocado, que esa tranquilidad era simplemente el ojo del ciclón y teníamos que prepararnos nuevamente, pues dentro de corto tiempo comenzaría a azotarnos por el lado opuesto. Desclavó las maderas con que había afianzado el frente, dejando abierta algunas ventanas y aseguró el fondo como lo había hecho anteriormente con la fachada. Buscó dos grandes aves de donde previamente las había guarecido, dándole instrucciones a nuestra cocinera, que hiciera con ellas sopa y arroz con pollo, adicionándoles tostones y ensalada. Cuando la fuerza de los elementos comenzó a hostigarnos de nuevo, nos sentamos a la mesa a ingerir nuestros alimentos, bajo la luz de lámparas de petróleo. 48
  • 49. Pasado algún tiempo, que pareció más largo de lo que realmente fue, los fuertes vientos concluyeron su fuerza destructiva y al fin vino la calma definitiva. Al saber que el peligro había terminado, alumbrado por un farol que yo sostenía, Papá desclavó la parte posterior y se sintió aliviado al comprobar que no había ningún daño de consideración en nuestra vivienda. Los Julve se marcharon a su casa y los vecinos, que pasaron el huracán en los almacenes de azúcar regresaron a sus hogares, cansados y hambrientos, porque en sus refugios no tuvieron víveres, ni las facilidades necesarias para cocinar o descansar cómodamente. Puedo asegurar que a quienes les fue mejor durante ese terrible episodio, fuimos nosotros 49
  • 50. LA BOLA DE FUEGO El Meteorito Una tranquila noche nos encontrábamos acomodados en holgados sillones en el portal de nuestra casa, escuchando a través del radio un programa musical. Disfrutábamos de la placidez de una velada en familia, aliviados del calor y protegidos de la molestia de los mosquitos por un potente ventilador de pié, que se había instalado con ese propósito. Mi madre, profesora y escritora, era también graduada de piano y música, alumna predilecta de la insigne maestra Umbelina Ochoa, natural de Holguín. No perdiendo nunca la oportunidad de proveerme educación adicional, me hablaba de la conveniencia de adquirir una cultura completa, incluidas todas las artes, pero teniendo sumo cuidado de no menospreciar la musical, que según ella, algunas personas ilustradas marginaban inadvertidamente. Me hacía relatos y comentarios sobre las obras de los grandes compositores de todos los tiempos, los clásicos Bethoven, Bach, Mozart, Tchaikowsky, Chopín, etc., y varios de los semi-clásicos, concluyendo con los de música popular, que según ella, muchos de sus autores estaban dotados de gran talento, cuyos méritos no se debían menoscabar por el solo hecho de no ser música selecta. 50
  • 51. Entre sus favoritos se encontraban Miguel Matamoros, Sindo Garay y Rosendo Ruiz, pero el de su predilección era Manuel Corona, quien ella admiraba, porque las letras de sus canciones eran portadoras de hermosos poemas, siendo sus composiciones favoritas Longina y Santa Cecilia. Durante reuniones de familiares y amigos, o funciones benéficas, muy acostumbradas y populares en aquellos tiempos, ella interpretaba al piano números de los mencionados autores, acompañando a Papá, que los cantaba con una bella voz, magnífica entonación y armoniosa melodía. La apacibilidad de aquella placentera noche fue interrumpida abruptamente, cuando un bólido de un resplandeciente color escarlata cruzó a muy baja altura, en forma perpendicular sobre nuestros hogares. Cuando segundos más tarde hizo contacto con la bahía, además de causar un gran estruendo, elevó un enorme surtidor de vapor. Debido a mis cortos años me asuste, corriendo a refugiarme en los brazos de mis padres, temiendo que sin duda alguna mi vida iba a concluir abruptamente. Algunos vecinos, aterrorizados por aquel inusual y para ellos desconocido fenómeno comenzaron a elevar plegarias, pidiéndole a Dios y cuanto Santo conocían por la salvación de sus almas, pensando que había llegado el fin del mundo y era hora de rendirle cuentas al Sumo Creador. En realidad, se trataba sencillamente de un pequeño meteorito, que al penetrar la atmósfera a enorme velocidad, el roce contra la misma lo había tornado en una bola de fuego. 51
  • 52. EL MACHADATO Gerardo Machado rodeado por sus “Guatacas” (Caricatura de la época) Gerardo Machado y Morales, fue un excelente presidente de la Republica desde el 20 de Mayo de 1925, durante sus primeros tres años de gobierno, realizando grandiosas obras públicas, incluyendo la carretera central y el Capitolio, mejorando no solamente la economía, sino también la producción industrial, minera y agrícola, cuando promulgó una ley imponiendo fuertes impuestos a los productos de importación. Su nombre pudo haber quedado grabado en los anales de la historia como el mejor Presidente de todos los tiempos, echando por la borda esa oportunidad, cuando en 1928, mediante amenazas y sobornos se convirtió en el único candidato legal de todos los tres partidos, Conservador, Liberal y Popular, después de haber enmendado la Constitución, con lo que se conoció como “la prórroga de poderes”, que le permitió reelegirse por un nuevo término de seis años. Como era natural, la mayoría del pueblo se opuso rotundamente a esa maniobra, especialmente los estudiantes universitarios, quienes se revelaron contra lo que llamaron tendencias dictatoriales. En represalia, Machado ordenó al Consejo de la Universidad expeler los líderes del Directorio Estudiantil, que se habían convertido en sus más fieros 52
  • 53. opositores, a quienes se les habían unido no solamente los líderes del Partido Conservador, sino también dos encumbrados miembros de su propio partido, Miguel Mariano Gómez y Carlos Mendieta. Fueron tiempos extremadamente turbulentos, porque la recién formada dictadura, no tardó en convertirse en sanguinaria. Un grupo de idealistas ciudadanos fundó una sociedad elitista y secreta, que estaba organizada en células para que sus miembros no fueran detectados fácilmente. Para evitar posibles delaciones bajo tortura, solo se conocían entre sí las diez personas que constituían cada núcleo. y el jefe de cada uno de ellos podía identificar solamente al miembro principal del grupo inferior. y así sucesivamente. A esa organización se le llamó el ABC, a la cual se unió mi padre, en su afán de combatir la tiranía. Por haber sido su primer miembro en Puerto Padre, le fue otorgada la clasificación de A-1, la posición más alta en nuestro municipio. A principios del año 1933, la confrontación entre las fuerzas de Machado y la oposición, liderada por los estudiantes y el ABC creció en violencia y frecuencia, convirtiéndose en una guerra sin cuartel. Para derrocar la satrapía, entre muchas otras tácticas, algunos combatientes utilizaron el procedimiento terrorista de detonar bombas, que causaban pérdidas a propiedades o muerte a inocentes, a cuyo método Papá se oponía abierta y radicalmente. No me consta, pero se rumoraba en aquel tiempo, que un puertopadrense llamado “Yayo” Gálvez, hizo explotar en Santiago de Cuba un petardo, que era un espécimen de pequeña bomba cilíndrica, que hacía mas ruido que el daño que causaba. No pudiendo descubrir quien había sido el verdadero autor de aquel hecho, culparon a un joven estudiante santiaguero amigo de Gálvez, nombrado Angulo Terry, quien para poder salvarse, tuvo que abandonar su ciudad natal urgentemente. 53
  • 54. Para burlar a sus perseguidores, por medio de conexiones del mismo Gálvez fue trasladado subrepticiamente a Puerto Padre. Como era otro combatiente, mi padre lo reubicó en El Cayo, ocultándolo con nombres ficticios en distintos buques de carga, donde a sus capitanes se les hacía creer que era un Inspector aduanero de menor rango. Angulo Terry, que era inquieto, audaz y valiente, no escuchando los consejos de Papá de ocultarse por más tiempo, contra toda prudencia, decidió regresar a su natal Santiago, a continuar la lucha. Fue apresado, juzgado sumariamente condenado a muerte sin pruebas, y fusilado por un crimen que evidentemente no había cometido. Gallardo hasta el último momento, no intentó salvar su vida delatando al verdadero autor del hecho, cuya identidad él conocía sin lugar a dudas. Los miembros del ABC, unidos a todas las otras organizaciones opositoras no cejaron en su empeño, hasta obligar al tirano a abandonar la presidencia de Cuba y huir al extranjero. 54
  • 55. EL ESBIRRO El Cabo Vázquez Durante la lucha contra la satrapía de Machado hubo muchas acciones valerosas por miembros de las organizaciones opositoras, lo cual desató una feroz represalia hacia los que combatían valientemente el oprobioso régimen. Hubo grandes desmanes y asesinatos, por lo que se conoció como La Porra, la Policía, y el Ejercito Nacional, que no cejaban en su cruento empeño de apoyar la dictadura, pensando equivocadamente que cumplían con su deber de proteger la Republica, cuando en realidad lo que estaban haciendo era ayudar a un tirano a aferrarse al poder. Muchos de los desafueros de algunos defensores del régimen en nuestra zona fueron cometidos por un miembro del ejército, conocido como el Cabo Vázquez, un individuo cruel y sanguinario, que no vacilaba en matar inocentes sin ningún remordimiento. Antes de cometer cualquier crimen o desmán, solía envalentonarse ingiriendo ron. Si no bebía, no tenía agallas para asesinar. En una ocasión fue a El Cayo a buscar a mi padre con aviesas intenciones, pero al ser informado que Papá conocía de su presencia y los fines que traía, 55
  • 56. ante el terror que le causó tener que enfrentarse a un hombre valiente, armado y dispuesto a defenderse, el cobarde asesino regresó rápidamente a Puerto Padre, sin atreverse siquiera a acercarse a su presunta víctima. A la caída de Machado el pueblo se volcó a las calles y persiguió a quienes de una forma u otra habían formado parte de la tiranía, para que sirviera de ejemplo en el futuro, lo cual debían tomar en cuenta los esbirros que ahora sirven a la tiranía Castrista. Algunos escaparon, pero el cabo Vázquez fue capturado por una turba vengativa. Lo ataron a un automóvil, recibiendo una muerte horrible al ser arrastrado vivo por las calles. Ya muerto, rociaron su cadáver con gasolina y le prendieron fuego. No sé si es verídico, pero se rumoró que después de muerto, alguien a quien le había asesinado un hermano, en un momento de locura temporal le arrancó y se comió una de sus orejas. 56
  • 57. ADIOS A EL CAYO Puerto Padre, Estatua de la Libertad y Liceo En el año 1933, con el propósito de derribar el criminal gobierno de Machado, una de las muchas tácticas de la oposición fue efectuar una huelga general en toda la nación, de la cual uno de los principales organizadores en nuestra zona fue mi padre, siendo ese el colofón que culminó con el derrocamiento del déspota. El día 12 de Agosto de 1933 huyó hacia el extranjero el tirano, en lo que se conoce como “La caída de Machado”. El pueblo jubiloso se volcó a las calles, pero en medio de la gran alegría, el populacho, entre ellos algunos aprovechados, saquearon y quemaron varias moradas y comercios en Puerto Padre, pertenecientes a quienes apoyaron la dictadura, o eran simplemente miembros del partido político gobernante. Fue tal la inverosímil falta de cordura, que lanzaron al mar desde la punta del muelle el automóvil de un honorable ciudadano de apellido Pisonero, solo porque estaba afiliado al partido Liberal. 57
  • 58. A solo dos casas de donde vivía mi abuela, trataron quemar, después de saquearla, una residencia de dos plantas perteneciente al Doctor Víctor Vega Cevallos, un connotado machadista, que había logrado escapar a Camagüey, donde fijó posteriormente su residencia definitiva. El incendio fue impedido debido a la oportuna intervención de mis tíos Claudio y “Lito” Machado, muy respetados en el pueblo, y conocidos opositores al derrocado régimen, porque, debido a la cercanía con el domicilio de su anciana madre, querían evitar que el fuego pudiera extenderse a éste. Como los que combatieron frontalmente y derrocaron a Machado, no albergaban bajas pasiones, ni sed de venganza, escondieron en sus hogares, o ayudaron a escapar a muchos vecinos, amigos y conocidos que no habían cometido crímenes ni desmanes, salvándoles de las turbas furibundas, cuyos integrantes en su gran mayoría no habían combatido al derrocado régimen. En la casa de mi abuela, mis familiares ocultaron a Guillermo Bernaza y su familia, un perfecto caballero cuyo único delito había sido ocupar el puesto de Administrador de la Aduana, y haber pertenecido toda su vida al mismo partido político que Gerardo Machado. Mi tio Lito ayudó a escapar hacia La Haba a su hermano de la logia masónica Los Perseverantes, Manuel Gonzáles Vázquez, el afamado “Manengue”, un connotado político del partido Liberal, Cuando la situación se normalizó y los ánimos se calmaron, las fuerzas vivas, para celebrar el triunfo, organizaron un gran acto cívico y manifestación frente al Parque de Puerto Padre, al cual yo asistí luciendo orgullosamente en mi solapa un gallardete del ABC. Al retorno de la tranquilidad proseguimos nuestra vida cotidiana en El Cayo, donde mi padre continuó en el ejercicio de su posición aduanera. Como dice el dicho que la alegría dura poco en la casa del pobre, las cosas fueron de mal en peor en nuestra patria. Ante la evidente realidad de que un nuevo grupo se había adueñado del destino del país, entre ellos el “hombre fuerte” Fulgencio Batista, un ex 58
  • 59. sargento del ejército, y desde el 4 de Septiembre de 1933 coronel, el pueblo volvió a revelarse. En Marzo de 1935 se organizó una nueva huelga general, con el objeto de derrocar la ilegítima clase gobernante, a la cual, como era de esperar se unió y fue uno de sus principales organizadores mi padre. Para desdicha de nuestra patria, esa táctica no fructificó esta vez. Todos los empleados gubernamentales que participaron en ella fueron, primeramente suspendidos de empleo y sueldo, y luego cesanteados de sus cargos. El autor de mis días, no teniendo ningún motivo para continuar viviendo en El Cayo, decidió regresar inmediatamente a Puerto Padre para dedicarse al comercio, y continuar desde allí su lucha contra Batista. Yo me había acostumbrado a la vida en El Cayo, siendo un duro, terrible e inesperado golpe tener que abandonarlo tan abruptamente, y aunque no nací allí, viví en él una parte de mi infancia, perdurando imperecederamente en mi memoria, a pesar de los años transcurridos, gratos e indelebles recuerdos de ese maravilloso lugar. Fin 59
  • 60. Richard F. De la Rosa se adjudica y reserva todos los derechos de autor. 60