La construcción social de las mujeres como segundo sexo; ¿También ciudadanas de segunda clase?
1. Rosalba Robles Ortega
LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL DE LAS MUJERES COMO
SEGUNDO SEXO; ¿TAMBIÉN CIUDADANAS DE SEGUNDA CLASE?
Elaborado por: Rosalba Robles Ortega*
Pudo esperarse que la Revolución
cambiase la suerte de la mujer. Nada de
eso. Esa Revolución burguesa respetó
las instituciones y valores burgueses,
y
fue
hecha
casi
para
los
hombres.
(S. De Beauvoir, 1998;
147)
INTRODUCCION
Tomar la decisión sobre el tema que se va a desarrollar para trabajar una
ponencia o un artículo, es algo complicado aún teniendo un marco referencial
previo, como lo es en el caso de las democracias en América Latina y la
ciudadanía femenina. Lo anterior se debe, a que la dificultad no estriba
únicamente en la elección que se hace del tema, o en escribir apropiadamente
sobre el mismo, si no en lograr hacer el abordaje y la conformación de un tejido
teórico-metodológico adecuado.
En este caso, espero lograr una reflexión adecuada y de interés pues mi
decisión y elección de trabajo tiene que ver con lo que me es familiar y a la vez
teóricamente novedoso “la ciudadanía femenina”, la cual abordaré desde dos
cuestiones que me resultan significantes, y que espero que así resulte para los/las
lectores/as, y estas son:
1.- La ciudadanía como excluyente y desigual para las mujeres, y
2.- La relacionalidad entre ser mujer y ser ciudadana
* Profesora Investigadora de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, en el Instituto de
Ciencias Sociales y Administrativas, Departamento de Humanidades. rrobles@uacj.mx
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Democracias y estructuras patriarcales
En la zona poniente de Ciudad Juárez, la marginación en cuanto a infraestructura
urbana1 se hace evidente por sus calles sin pavimentar, los cables eléctricos que
cuelgan de los postes, la falta de alumbrado público, la deficiencia en el transporte
público, entre otros.
Sin embargo, la exclusión de que son víctimas sus
habitantes, sobre todo las mujeres que habitan en esta zona, tiene varios velos
que hay que descorrer para alcanzar a visibilizar la precaria o nula ciudadanía que
ejercen las mujeres. Por ello, me parece relevante iniciar el desarrollo del primer
punto mencionado, retomando el análisis que hace Atilio Borón (1993) sobre las
dos distintas conceptualizaciones sobre democracia2 planteadas por José Nun, en
donde la primera se identifica y ha sido un hecho en la mayoría de las sociedades
en América Latina, mientras que la segunda en cambio, aparece como la meta a
lograr por las sociedades consideradas liberales:
Sucede que una cosa es concebir a la democracia como un método para la
formulación y toma de decisiones en el ámbito estatal, y otra bien distinta
imaginarla como una forma de vida, como un modo cotidiano de relación entre
hombres y mujeres que orienta y que regula al conjunto de las actividades de una
comunidad. Estoy aludiendo al contraste entre una democracia gobernada y
una democracia gobernante es decir, genuina. (Borón, 1993; 118)
1
Alfonso Cortazar, presenta en Avance (2002), un análisis del porcentaje de deficiencia que existe en
infraestructura urbana dentro de la zona poniente.
2
Aunque en este trabajo no pretendo profundizar en una discusión sobre los procesos y/o transiciones
que la democracia implica o ha implicado en las distintas sociedades de América Latina, considero pertinente
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Ambas definiciones sobre dicha categoría son opuestas debido a que la
primera de estas concepciones sobre democracia, ha sido y es utilizada como
baluarte político para uso exclusivo en y del ámbito público, espacio de lo político,
dejando de lado el ámbito privado por considerarse lo doméstico/lo familiar.
La segunda, es una propuesta inclusiva que trasciende ambos ámbitos
(público/privado), vinculando el concepto de “método para la formulación y toma
de decisiones”, con lo concreto y lo más importante de una sociedad cualquiera,
sus actores y las acciones que de sus relaciones se derivan.
De esta manera encontramos que también O’Donnell y Schmitter (1988),
hacen notar que aunque la democracia tiene y adopta formas específicas según el
contexto y las circunstancias de cada país, y a pesar de que existan algunos
“modelos predominantes”3, los actores siguen siendo los elementos necesarios y
más importantes de toda democracia política, puesto que son estos quienes
constituyen la ciudadanía.
Es por esta razón es que estos mismos autores -O’Donnell y Schmitter-,
afirman que “El principio rector de la democracia, es el de ciudadanía”.
Argumentan así, que dicha categoría de ciudadanía, encierra el derecho de ser
tratado/a como igual con relación a las propuestas de opciones colectivas y que
representan el bien común dentro de una sociedad. De la misma forma, se tiene la
obligación por parte de quienes instrumentan y operativizan dichas opciones, a
“ser accesibles y responder por igual frente a todos los miembros del sistema
este acercamiento general para poder ir abordando la categoría que nos interesa, la ciudadanía en general y la
femenina en específico.
3
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político” (1988; 21). Lo que se puede interpretar como: la posibilidad real que
tienen los gobernantes de legitimar la representación que fue otorgada por medio
del voto ciudadano.
En los términos mencionados, México tiene una experiencia de exclusión
sobre la toma de decisiones, hacia los grupos considerados minorías 4 como son
ancianos, etnias y mujeres, entre otros. Esto debido a que existimos como grupos,
pero no somos incluidos/as en dichas decisiones colectivas, por lo que sólo somos
insertados/as en esta toma de decisiones, representando sólo anexos, algo que de
entrada en sí genera inequidad.
La exclusión y la promoción de la inequidad dentro de la sociedades, se ha
manifestado en el hecho de que los grupos llamados minoritarios, hemos sido
ignorados, por tanto hemos permanecido invisibilizados política, económica y
socialmente, tanto los grupos como sus necesidades, lo que ha implicado una
“desigualdad” estructural e ideológica. Una desigualdad, que no es sinónimo de
diferencia, puesto que la primera representa un trato bajo, menoscabado y de
subordinación, un trato “no igual”, que fomenta así lo implícito en la categoría
utilizada de “grupo minoritario”.
Estas son algunas cuestiones que nos remiten al análisis y replanteamiento
que hacen O’Donnell y Schmitter, sobre la conceptualización de democratización
ciudadana bajo tres grandes procesos, y en los cuales la ciudadanía se reconoce,
3
Esta es una referencia a que en la mayoría de los países de América Latina se están dando procesos
democráticos abiertos en los cuales la categoría de ciudadanía continuamente está siendo reconceptualizada
en relación a los nuevos análisis que sobre esta categoría se dan.
4
El concepto de minorías, en países como México han sido utilizadas para invisibilizar a grupos
considerados subordinados, asignándoles un papel de menor o nula participación política, aún sin ser
minorías, como es el caso de las mujeres.
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pero hasta hoy no han sido llevados a cabo los procesos de reconocimiento,
visibilidad y aceptación, de forma congruente y conjunta por el Estado:
(…) los procesos en donde las normas y procedimientos de la ciudadanía son;
o bien aplicados a las instituciones políticas antes regidas por otros principios (...),
o bien ampliadas de modo de incluir a individuos que antes no gozaban de tales
derechos y obligaciones (...), o para abarcar problemas e instituciones que antes
no participaban en la vida ciudadana (...) (O’Donnell y Schmitter, 1988; 22-23).
Esta definición enmarca una ciudadanía como categoría ampliada, la cual
es retomada bajo los gobiernos “populistas o corporativistas”, en un afán por
emprender una democratización que contemplará los nuevos movimientos
sociales, surgidos a partir de la reestructuración económica que dio pie a los
Estados fuertes o Estados benefactores en su momento (Ianni 1997; 30).
Pero tanto a las definiciones, como a los conceptos que se han planteado,
les antecede lo que Marshall (1950), afirma como los tres elementos esenciales
que una ciudadanía plena tendría que contemplar dentro de una democracia:
“Primero, los derechos civiles (igualdad ante la ley); segundo, los derechos
políticos (soberanía electoral); y tercero, la oferta de medios suficientes para
que todas las personas pudieran lograr una participación social plena (Bethell,
Leslie, 1997; 70).
Así, tenemos que la diversidad de conceptos actualizados que sobre
ciudadanía han surgido y existen, retoman el análisis planteado por Marshall
(1950), aunque la base de todas las disertaciones en torno a dicha categoría
siguen siendo los tres principios universales de “igualdad, fraternidad y libertad”
(Molyneux, 1997; 16).
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Estos mismos principios han servido de cimiento a la mayoría de las
democracias, brindándoles la posibilidad de ungirse en las sociedades como sus
abanderadas bajo la firme promesa de hacer realidad dichos principios. Pero es
aquí, en donde el problema sobre la idea acerca de “quien puede ejercer los
derechos de una persona”, que nos lleva al (re)planteamiento del concepto de
ciudadanía. Esto nos remite a otra exclusión si consideramos que existen
ciudadanas/os y no ciudadanas/os.
Por tanto, aun considerando que dichos principios universales –igualdad,
fraternidad y libertad-, sobre todo el de “igualdad”, se encuentran intrínsecamente
relacionados con los derechos humanos, por lo que ha sido bajo estos mismos
principios que se han promovido movimientos emancipatorios y demandas por el
cambio social (Maxine Molyneux, 1997; 15), aunque la inequidad sigua
prevaleciendo.
Principio de igualdad vs discriminación de género
Si hacemos un poco de historia, y desde una mirada de género, las ciudadanas –
mujeres- no existíamos políticamente. Fue hasta avanzado el siglo XX (1954 en
México), que las mujeres accedimos al sufragio y pudimos hacer uso del derecho
de gestión al igual que los varones, quienes eran considerados los únicos con
poder y deber para ejercer sus derechos ciudadanos. Esto debido a la estructura
social, política y cultural en la que el poder ha sido prerrogativa masculina, puesto
que eran sólo los hombres quienes podían acceder a la esfera de lo público, en
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tanto que las mujeres se encontraban restringidas al ámbito de lo privado; -el
hogar y la familia- (Yuval-Davis, 1997; 36).
Por lo que hoy, la pregunta que surge es, si el acudir a las urnas y votar
¿nos ha puesto en igualdad de condiciones frente a los hombres?. Marcela
Lagarde, califica a la acción del sufragio en las mujeres como una “ciudadanía
maltrecha”, debido a que cuando votamos, esos procesos nos resultan “ajenos y
distantes” (1996; 195). Mientras que Maxine Molyneux dice a este respecto, que la
votación femenina es sólo una práctica limitada que nos muestra una “visión
empobrecida de la pertenencia social”5 (1997; 19), sobre todo la que tenemos las
mujeres sobre lo político.
Esto tiene dos razones importantes, primero, que toda la información y
propuestas electorales son dirigidas hacia los hombres quienes social y
culturalmente han sido y son considerados los poseedores y dominadores de los
espacios públicos, por lo tanto políticos. La segunda, es la falta de conciencia por
parte de las mujeres para ejercer nuestros derechos como tales, y no como ciertos
privilegios que nos han sido concedidos por los hombres.
Aquí es importante (re)pensar si verdaderamente la premisa de “igualdad”
observa su real sentido dentro de sociedades consideradas democráticas, o si en
verdad sólo es la nube que nos impide una visión mas clara del horizonte en el
que probablemente se dibuja, lo que Maxine Molyneux declara como “una justicia
de género”, y en la que ésta observa principios tales como, “localismo, pluralismo
5
La pertenencia social en cuanto a ciudadanía, tiene una relación directa con el estatus económico de
los individuos(as), y no sólo se ve enmarcado en un estatus socio-político. Por lo que entonces la
consideración se hace en cuanto a que somos las mujeres, el grupo mas pobre a nivel mundial.
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y diferencia”. Pero ¿no sería entonces necesaria una justicia para cada una de las
minorías?
Ante el planteamiento de esta duda, es que la ciudadanía multicultural
adquiere sentido, pues es “la idea de que existen derechos diferenciados de
acuerdo a un grupo”, lo que argumenta el análisis que hace W. Kimlicka (1996), ya
que según esta autora, esto es lo que nos ha llevado a construir sociedades no
sólo con identidades diversas, sino con exclusiones continuas, en las que los
grupos sociales se conforman de acuerdo a género, raza, clase social, generación,
entre otros.
Por tanto, se puede decir, que es así como se origina una ciudadanía plural
y por demás variada, en donde la exclusión y la desigualdad sufrida debido a la
aplicación de derechos diferenciados, pone de manifiesto la necesidad de pensar
en que “la particularidad de la diversidad requiere la universalidad del género”
(Lagarde, 1996; 199), algo que nos permitirá avanzar en cuanto a “igualdad”.
Surgen entonces otras interrogantes tales como: ¿no ha sido la premisa de
“igualdad”, convertida en su contrario, la que más ha contribuido a la construcción
social de la diferencia entre hombres y mujeres?, y esta “desigualdad” ¿no ha
sido lo suficientemente excluyente para convertir a las mujeres no sólo en un sexo
diferente y subalterno, sino también en ciudadanas de segunda clase?
A este respecto, Marcela Lagarde hace alusión a una democracia genérica
basada en el principio de igualdad entre hombres y mujeres,
“a partir del
reconocimiento no inferiorizante de sus diferencias y semejanzas” (1996; 190191). Algo necesario de tomar en cuenta para orientar a conformar nuevas formas
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de vida más equitativa desde todos los campos de la vida cotidiana, socio-cultural,
económica y política.
En este mismo tenor, podemos observar la declaración que hace Maxine
Molyneux con referencia a que no existe un ejercicio pleno de la ciudadanía
femenina, si no se promueve la “justicia e igualdad dentro del hogar” (1997; 17).
Lugar-espacio por demás primario que da origen a identidad de los/as sujetos
sociales.
Ambas propuestas -de Lagarde y Molyneux, 1996-1997- de hecho, reflejan
de forma concreta una ciudadanía de justicia e igualdad para las mujeres, la cual
no ha sido otorgada, sino concedida, razón por la que asumirla por parte de las
mujeres tendrá que ser desde lo mas cercano, conocido y cotidianamente vivido,
como lo son las relaciones e interacciones familiares/domésticas, las relaciones
cortas, pero las de mayor duración y profundidad para los seres humanos/as.
Me surge así, la reflexión en torno a que en tanto esta justicia e igualdad no
exista dentro de los hogares, para las mujeres, difícilmente podremos hablar de
ciudadanas plenas de derecho. Mas bien, tendremos que seguir hablando de
violencias, de lo violento que resulta realizar el trabajo doméstico y que este no
sea reconocido, mucho menos remunerado; o el tener dobles y triples jornadas
laborales (hogar, hijos, trabajo), sin regulación ni programas alternativos; de ser
violentadas sexualmente y no poder decidir sobre el producto de esa violación
(cuando lo hay); de padecer la violencia intrafamiliar y no lograr que cuando se
demanda, estas demandas prosperen en contra de los individuos acusados; estos
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sólo por mencionar algunos de los casos de una ciudadanía y de algunos
derechos no reconocidos hacia las mujeres.
Marcela Lagarde, también afirma que en la democracia genérica, la política
es una dimensión privilegiada, en la que la importancia no radica principalmente
en la “política pública y profesional de la representatividad sustantiva de las/os
sujetos” (1996; 191). Si no que, mejor sería concebir la política como el “espacio
participativo, de legitimación de derechos, pactos y poderes públicos y privados,
institucionales, estatales, civiles y comunitarios” (Lagarde, 1996; 196). Todo esto,
siempre y cuando tengamos en cuenta que el espacio de la democracia es el
espacio de los derechos de todas y todos quienes la componen.
Derechos que no sigan confiriendo el liderazgo a los varones (como jefes
de familia, mandatarios estatales, ejecutivos, científicos, políticos, ideólogos);
como la única y “verdadera” élite conocedora y autorizada para ejercer sus
derechos, considerando la calle como el espacio privilegiado de los hombres por
significar este, parte de lo público. En tanto que el espacio de las mujeres, se
sigue circunscribiendo simbólica e ideológicamente al hogar -lo privado-, aún y
cuando en la práctica, estamos insertas en el mercado de la producción; derechos
que se utilizan para evadir y justificar (social-cultural, económica y jurídicamente)
la continua agresión de que somos víctimas las mujeres.
En esta lógica de cosas, mientras lo arriba mencionado se siga ocurriendo y
se siga legitimando, el espacio como el lugar y el trato diferenciado que a hombres
y a mujeres socialmente nos han asignado, la categoría de “ciudadanas de
segunda”, no sólo seguirá (re)presentando los derechos de las mujeres no
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otorgados. Si no que se encubrirá y justificará el ejercicio de esta y otras violencias
y violaciones que en contra de las mujeres se ejercen.
De esta manera podemos decir que mientras la política sea separada de la
vida cotidiana, seguirá siendo un espacio inaccesible para las mujeres, quienes no
pueden dedicarse a ella de tiempo completo y de forma profesional, como lo
hacen los hombres dentro de una política tradicional en la que los consensos y
acuerdos se establecen fuera del horario de labores y en otros espacios fuera del
lugar de trabajo. En esta medida “los deberes domésticos y familiares y el control
que ejercen sobre ellas sus familiares y cónyuges, hace que la política esté fuera
de su esfera de vida” (Lagarde 1996; 197), y en la medida en que leyes y
programas se siguen diseñando por hombres, para las mujeres, hay una
expropiación, un despojo, de la política en la vida de las mujeres, convirtiéndonos
en ciudadanas de segunda clase, algo que hacemos –la política- cuando el tiempo
sobra. Y esto no suele suceder.
De ahí que, la participación política de las mujeres, cuando llega a ocurrir,
implica grandes costos personales y profesionales los cuales se pagan de dos
formas, a) nos quedamos solas y usualmente transitamos por y en espacios
totalmente hostiles; y b) la inseguridad, la violencia, la precariedad, entre otras, se
convierten en las compañeras asiduas dentro de este ámbito para las mujeres. En
ambos casos, la participación política se comienza a pagar mucho antes de
ingresar a procesos políticos específicos, o definir el grado o nivel de participación
en organizaciones o comunidades.
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En el caso de las mujeres que habitan el Poniente de esta localidad, la
violencia, la inseguridad, la precariedad, las han llevado a una participación
comunitaria que se ha vuelto política, y la cual han (re)tomado como una
estrategia de sobrevivencia ante todos esos factores que cada vez las colocan en
situaciones de mayor vulnerabilidad.
Sólo nos queda agregar que, aún y cuando el concepto de ciudadanía
continuamente sea reconceptualizado, puesto que en “sí misma”, esta categoría
no logra aglutinar adecuadamente todas las dimensiones de control y
negociaciones que tienen lugar en las distintas áreas de la vida social”, según Nira
Yuval-Davis (1997; 38), “la ciudadanía es una promesa que debe ser renegociada
reiteradamente” (Bethell, Lesile, 1997; 72). Sobre todo en las relaciones sociales
que entre hombres y mujeres se establecen dentro y fuera del hogar.
CIERRE DE LA REFLEXIÓN
Me parece importante pues, cerrar este texto aludiendo a Simone De Beauvoir
cuando dice que: “Siempre han sido ellos quienes han tenido entre sus manos la
suerte de la mujer, y no han decidido de ella en función de su interés, sino
considerando sus propios proyectos, sus temores y necesidades” (1998; 172).
Por lo que resumiendo lo ya expuesto, apuntalo mi reflexión en hacer un
serio cuestionamiento al establecimiento de un liberalismo poco adecuado y
excesivamente excluyente en estas democracias que han tenido su más grande
deficiencia, en no haber logrado establecer ese principio básico de la “igualdad”.
Una igualdad que bien se pudiera traducir en una justa aplicación de los derechos
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individuales –respetando las diferencias-, pero convirtiéndonos a todas y todos, y
a cada uno de nosotros y nosotras sin importar sexo, raza, clase o generación, en
un/a ciudadano-ciudadana acreedor/a a reales derechos y deberes, en donde las
mujeres y demás grupos considerados “minorías”, dejemos de ser “tercer mundo”
en todas partes, por una ausencia de la justicia de género.
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BIBLIOGRAFÍA
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1989. Alianza Editorial Siglo Veinte. México, 1998 (9ª. Reimpresión), p.147.
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(Coordinador). El estado en América Latina. Teoría y Práctica. Siglo XXI,
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Lagarde, Marcela. “Género y Feminismo. Desarrollo Humano y Democracia”, en
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México, Editorial Paidós. 1988, pp. 15-30.
Yuval-Davis, Nira. “Mujeres, Ciudadanía y Diferencia”, en Ediciones de las Mujeres
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