Este documento presenta una introducción a la vida de Fifí Bigotesgrises, una gata siamesa francesa que escribió un libro sobre su vida. Fifí tuvo una infancia difícil después de que su madre fuera asesinada por su canto. Vivió sola y enferma hasta que fue cuidada por la mujer de la limpieza. Ahora vive con un lama tibetano que la ayudó a escribir su historia.
2. Introducción
Este libro, escrito por mi colega la señora Fifí Bigotes-grises, es un
trabajo muy original. El jefe lo pasó a máquina porque los dedos de la
pobre Feef eran demasiado cortos. Dios sabe que lo intentó, y por poco
se carga la máquina. Así es que el viejo le daba al teclado por ella. ¡Las
partes hechas por mí son muy buenas!
Todo el mundo me conoce, claro. Mi fotografía ha dado la vuelta al
mundo en la Prensa. Así es que no hablemos de mí; dejen que les
cuente algo de Feef, el jefe y el ilustrador.
La señora Fifí Bigotesgrises es una vieja (dicho sea claro) gata
siamesa francesa de una raza pura con un pedigree tan largo como el
cuello de una jirafa. Se vino a vivir con nosotros después de una dura,
durísima vida. ¡Jo!, era un viejo pelacho cuando la vi por primera vez.
Su pelo erizado como los mechones de una vieja escoba, pero la hemos
pulido y puesto en forma; ahora la vieja Biddy es inferior tan sólo a mí.
Éste es su libro, su obra y si no creen que un gato siamés pueda
escribir un libro, corran (no tienen tiempo de andar) al psiquiatra más
próximo y díganle que tienen un agujero en la cabeza por el que se les
escapa el cerebro.
El jefe es un genuino lama del Tibet. Ahora es viejo, gordo, calvo y
barbudo, pero no es necesario anunciarle
con trompeta. Lean El tercer ojo, El médico de Lhasa e
Historia de Rampa. Son libros verídicos. Si no creen en
ellos llamen al enterrador más próximo, pues deberán de
estar muertos, hombre, muertos. Bueno el pobre tipo (el
jefe, no el de la funeraria) escribió este libro bajo
el dictado de la vieja gata. ¡Por poco le mata también!
Buttercup hizo la cubierta y las ilustraciones. Butter-
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3. cup e s e n re al idad She ela gh M . Rouse , un a a lt a y cim-
breante rubia que habla con acento inglés, que no deja de
asombrar de la noche a la mañana a los canadienses y
americanos de por aquí. Ha hecho unas ilustraciones muy
buenas , pero claro yo le di consejos. Si no entiende el
lenguaje gatuno peor para ella. A pesar de todo, trabajó
mucho y la señora Bigotesgrises está satisfecha con los
d i b u j o s . D e to d o s m o d o s e s c i e g a y no p u e d e v e r l o s ,
¡Deberían ustedes dejar que Buttercup ilustrara su pró-
ximo libro!
Ma, c laro e stá, es mi Ma. Nos ama , y sin Ma todos
no s o t ro s es ta r í a m o s ya en la p e rre ra . E s te lib ro e s tá
dedicado a ella. Sus antepasados eran escoceses, pero
n u n c a l o d i r í a c o n l o g e n e r o s a m e n t e q u e r e p a r t e l a
com ida. L a v ie ja ga ta come como un cabal lo . Yo c omo
poquito. Ma nos alimenta a las dos.
Bueno, amigos, así es. Ahora a leerlo ustedes solos.
¡ Ta ! ¡ T a !
LADY KU'EI
4. Prólogo
« Te h a s v u e l t o l o c a , F e e f — d i j o e l l a m a — . ¿ Q u i é n
v a a c r e e r q u e t ú e s c ri b i s te u n l i b r o ? » Me s o nr i ó c o n
condescendencia y me acarició debajo de la barbilla del
modo que más me gustaba, antes de salir de la habitación
para algún recado.
Y o m e s e n t é a d e l i b e ra r. « ¿ P o r q u é n o i b a a p o d e r
yo escribir un libro?», pensé. Es verdad que soy un gato,
pero no un vulga r ga to, ¡oh no!, soy una gata siamesa
que ha v iaj ado y vis to muc ho. «¿ Vis to?» B ue no , cl aro ,
ahora estoy completamente ciega y tengo que confiar en
el lama y lady Ku'ei para que me expliquen el presente
escenario, pero tengo mis memorias.
Claro está que soy vieja, muy vieja desde luego, y no
poco e nfe rma, pe ro ¿no es é s ta u na buena ra zón p ara
dejar escritos los hechos de mi vida, mie ntras pueda?
A q u í e s t á , p u e s , m i v e r s i ó n s o b re l a v i d a c o n e l l a m a
y los días más felices de mi vida, días de sol después de
una vida de sombras.
FIFÍ BIGOTESGRISES
5.
6. Capítulo primero
La futura madre gritaba a punto de estallar. «¡Quiero
u n g a t o ! — c h i l l a b a — . ¡ U n b o n i t o y f u e r t e g a t o ! » E l
ruido, dijo la gente, era terrible. Pe ro, claro, a madre
se l a co nocía po r su altísima voz. Ante su persistente
demanda, las mejores gaterías de París fueron repasadas
en busca de un buen gato siamés con el necesario pe-
digree. Cuanto más aguda se volvía la voz de la futura
madre, más se desesperaban las personas mientras se-
guían la búsqueda incansablemente.
Finalmente se encontró un candidato muy presentable
y él y la futura madre fueron presentados formalmente. De
este encuentro, a su debido tiempo, aparecí yo, y sólo a mí
se me permitió vivir; mis hermanos y hermanas fueron
ahogados.
Madre y yo vivíamos con una vieja familia francesa que
tenían una espaciosa finca en las afueras de París. El
hombre era un diplomático de alto rango que iba a la
ciudad casi todos los días. A menudo no volvía por la
noche y se quedaba con su amante. La mujer, q u e v i v í a
c o n n o s o t r a s , m a d a m e D i p l o m a r e r a u n a m u j e r muy
dura, superficial e insatisfecha. Nosotros los gatos no
éramos «pe rsonas» pa ra el la (c omo e n cambio s í lo
s o m o s p a r a e l l a m a ) s i n o m e ro s o b j e to s p a ra s e r m o s -
trados en los tés.
Madre tenía un glorioso tipo, con el más negro de los
rostros y una recta cola. Había ganado muchos premios.
Un d ía , an te s de que yo dejar a de mamar, es taba can-
tando una canción más alto que de costumbre. A mada-
m e D i p l o m a r l e d i o u n a t a q u e y l l a m ó a l j a r d i n e r o .
« P i e r r e — g r i t ó - - , l l é v a l a a l l a g o i n m e d i a t a m e n t e , n o
puedo soportar más el ruido.»
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7. Pierre, un francés de corta estatura y rostro chupado, que nos
odiaba porque a veces nosotras ayudábamos en el jardín
inspeccionando las raíces de las plantas para ver si crecían, recogió a
mi preciosa madre, la metió dentro de un viejo saco de patatas y se
alejó en la distancia. Esa noche, sola y atemorizada, lloré hasta caer
dormida en un frío cobertizo donde no podía estorbar a madame
Diplomat con mis lamentos.
Iba dando vueltas nerviosamente, enfebrecida en mi fría cama
hecha con viejos periódicos de París echados sobre el suelo de
cemento. Retortijones de hambre estremecían mi pequeño cuerpo y me
preguntaba cómo iba a arreglármelas.
Cuando los pequeños rayos del alba se colaron con desgana a
través de las ventanas cubiertas de telarañas del cobertizo, me
sobresalté al oír el ruido de pesados pasos que subían por el camino.
Dudaron ante la puerta y entonces la empujaron y abrieron. «¡Ah! —
pensé con alivio—, es sólo madame Albertine, la mujer de limpieza.»
Crujiendo y con la respiración entrecortada, bajó su masiva forma
hasta el suelo, metió un gigantesco dedo en un bol de leche caliente y
poco a poco me persuadió para que bebiera.
Durante días me moví en el valle del dolor, penandc por mi madre
asesinada, asesinada únicamente por su gloriosa voz. Durante días no
sentí el calor del sol, ni me emocioné ante el sonido de una voz bien
amada. Pasé hambre y sed y dependía absolutamente de los buenos
oficios de madame Albertine. Sin ella me habría muerto de hambre ya
que era demasiado joven para comer sin ayuda.
L o s d í a s f u e r o n c o n v i r t i é n d o s e e n s e m a n a s . F u i
a p r e n d i e n d o a c u i d a r d e m í m i s m a , p e r o l a s d u r e z a s
d e m i s p r i m e r o s t i e m p o s m e d e j a r o n c o n u n a
c o n s t i t u c i ó n b a s t a n t e d é b i l .
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8. La fi nca e ra enorme y a me nudo paseaba por ella ,
alejándome de la gente y de sus patosos y mal dirigidos
pie s . Los á rbole s e ra n m is f a vor itos , m e sub ía a e llos
y me estiraba a lo largo de una amistosa rama, tomando
el sol. Los árboles susurraban anunciá ndome los días
más felices que me llegarían en el ocaso de mi vida. En-
t o n c e s n o l o s e n t e n d í p e r o c o n f i é e n e l l o s y s i e m p r e
re tuve las palabras de los á rboles ante mí, incluso en
los momentos más oscuros de mi vida.
Una mañana me desperté con extraños deseos, difí-
ciles de definir. Solté un quejido interrogante que des-
g r a c i a d a m e n t e m a d a m e D i p l o m a t o y ó . « ¡ P i e r r e ! — g r i -
t ó — . B u s c a u n g a t o c u a l q u i e r a , p a r a e m p e z a r y a s e r -
virá.» Más tarde durante el día, me cogieron y me metie-
ron bruscamente en un cajón de madera. Antes de que
p u d i e r a d a r m e c u e n ta d e l a p re s e n c i a d e a l g u i e n , u n
viejo gato de mal aspecto se subió a mi espalda. Madre
no había tenido mucho tiempo de explicarme «los hechos
de la vida», así es que no estaba preparada para lo que
s i g u i ó . E l v i e j o y a p a l e a d o g a to s e d e s l i z ó s o b re m í y
se ntí un espa ntoso golpe . Por un mome nto pe nsé que
una de las personas me había dado una patada. Sentí un
ce ga nte dolo r y como si algo se rompie ra . D i u n g rit o
de agonía y terror y me volví fieramente contra el viejo
gato. Salió sangre de una de sus orejas y sus gritos se
s u m a r o n a l o s m í o s . C o m o e l r a y o , l a t a p a d e r a d e l a
caja fue retirada y unos ojos asombrados espiaron. Me
des li zé fue ra , a l es capa r vi a l vie jo ga to e scupie ndo y
revolcándose, saltar derecho a Pierre que cayó hacia atrás a
los pies de madame Diplomat.
C orrí a t rav és de l c ésped y me di rig í al re fug io de
un amistoso manzano. Me encaramé sobre el amable tron-
co, llegué a uno de sus miembros y me e ché a lo la rgo
con la respiración entre cortada. Las hojas susurraban
en la brisa y me acariciaban dulcemente. Las ramas se
15
9. m e c í a n y c ru j í a n y d e s p a c i o m e l l e v a r o n a l s u e ñ o d e l
agotamiento.
D u r a n t e e l r e s t o d e l d í a y t o d a l a n o c h e e s t u v e
echada en la rama, hambrienta, aterrada y enferma, pre-
guntándome por qué los humanos son tan crueles, tan
salvajes, tan poco cuidadosos por los sentimientos de los
pequeños animales que dependen absolutamente de ellos.
La noche era fría y caía una ligera llovizna proveniente
de París. Es taba empapada y temblando, sin emba rgo
me aterrorizaba bajar y buscar refugio.
La fría luz del amanecer dio paso poco a poco al gris
de un día cubierto. Nubes de plomo se deslizaban pre-
cipitadamente a través del bajo cielo. De vez en cuando
ca ía n una s go tas de l luvia . H a c ia medi a ma ña na una
fi gu r a fa m i l i a r a p a re c i ó a l a v i s ta ; v e ní a d e l a c a s a .
Madame Albertine, tambaleándose pesadamente y emi-
tiendo sonidos amistosos, se acercó al árbol y miró hacia
arriba con su mirada de corta de vista. La llamé débil-
me n te y al a rg ó su m a no h ac i a mí . « Mi p o b re p eq ue ñ a
Fifí, ven a mí corriendo, que tengo tu comida.» Me des-
l i z é d e e s p a l d a s p o r e l t r o n c o . S e a r r o d i l l ó s o b r e l a
hierba junto a mí, acariciándome mientras yo bebía la
leche y comía la carne que había traído. Al terminar mi
comida, me restregué contra ella con gratitud, sabiendo
q u e n o h a b l a b a m i l e n g u a y y o n o h a b l a b a f r a n c é s
(aunque lo comprendía perfectamente). Subiendo a su
ancho hombro me llevó a la casa y a su habitación. Miré a
mi alrededor con los ojos abiertos de sorpresa e interés.
Ésta era una habitación nueva para mí y pensé lo
a p r o p i a d a q u e s e r í a p a r a e s t i r a r l a s p a t a s . C o n m i g o
toda vía sobre su hombro, madame Albertine se dirigió
p e s a d a m e n t e h a c i a u n a n c h o a s i e n t o e n l a v e n t a n a y
m iró hac ia fue ra . «¡Ah! —exc lamó suspi ra ndo pesada -
mente—. ¡Qué lástima! Entre tanta belleza, tanta cruel-
d a d . » M e s u b i ó a s u a n c h í s i m o r e g a z o y m e m i r ó a l a
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10. c a r a a l d e c i r: « M i p o b r e p r e c i o s a y p e q u e ñ a F i f í , m a -
dame Diplomat es una mujer dura y cruel. Una aspirante,
si la hubo nunca, a subir en la escala social. Para ella
no eres más que un juguete para ser mostrado; para mí
tú eres una de las pobres criaturas de Dios, pero claro
no entenderás lo que te estoy diciendo, gatita». Yo ron-
rone é pa ra demos t ra r qu e s í la e n te ndí a y le la mí las
m a n o s . M e d i o u n a s p a l m a d i t a s y d i j o : « O h , t a n t o
amor y afecto desperdiciados. Serás una buena madre,
pequeña Fifí».
Mie n tras me e n roscaba cómodame n te en su rega zo
miré por la ventana. La vista era tan interesante que tuve
que l ev an ta rme y pe g a r la n a r iz co n tra e l cris tal pa ra
tener mejor vista. Madame Albertine me sonrió amistosa-
m e n t e a l t i e m p o q u e j u g u e t e a b a c o n m i c o l a , p e r o l a
vista ocupaba toda mi atención. Volviéndose se levantó
de golpe y, con las mejillas juntas, observamos. Debajo
de nosotros los bien cuidados céspedes parecían una lisa al-
fombra verde bordeada de dignos cipreses. Girando sua-
vemente hacia la izquierda, el suave gris de la avenida
se prolongaba hacia la distante ca rre tera de donde lle-
gaba el sordo ruido de l tráfico rodado procedente y en
d i r e c c i ó n h a c i a l a m e t r ó p o l i s . M i v i e j o a m i g o e l m a n -
z a n o e s ta b a s o l i t a ri o y e r gu i d o j u n t o a l p e q u e ñ o l a g o
a r ti fic ia l , cuy a supe rfic ie re flej aba e l pesa do g ri s del
cielo y brillaba como el plomo. Al borde del agua, crecía
una cinta de cañas que me recordaba la franja de pelo
d e l v i e j o c u r a q u e v e n í a a v e r a l « d u q u e » , e l m a r i d o
de madame Diplomat. Volví a mirar el estanque y pensé
e n m i p o b r e m a d r e q u e l a h a b í a n m a t a d o a l l í . « ¿ Y a
cuántos otros?», me pregunté.
Madame A lberti ne me miró re pentina me n te y d ijo:
« P e r o m i p e qu e ñ a F i f í , s i c r e o q u e e s t á s l l o ra nd o . S í ,
has vertido una lágrima. Es un mundo muy cruel peque-
5a c ruel para todos noso tros». En la dis ta nc ia se
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11. vieron de repente pequeños puntos negros que yo sabía
que eran coches, los cuales entraron en la avenida y se
acercaron a gran velocidad hacia la casa frenando entre
una nube de polvo y un gran rechinar de neumáticos. La
campana sonó furiosamente haciendo que se me erizase
el pelo y que mi cola s e esponjara. Madame cogió una
cosa que yo sabía que se llamaba teléfono y oí la aguda
v o z d e m a d a m e D i p l o m a r , a g i t a d a : « A l b e r t i n e , A l b e r -
tine, ¿por qué no atiendes a tus deberes?». La voz paró
de go lpe y madame A lberti ne suspi ró frus trada: «¡Ah!
Q u e l a g u e rra m e h a y a l l e v a d o a e s to . A h o ra t ra b a j o
die c is é is ho ras a l d ía por pura p it anza . Tú des cansa ,
pequeña Fifí; aquí tienes un cajón de tierra», Suspirando
o tra ve z vo lvió a da rme u nas pa lm a di tas y s al ió de la
h a b i t a c i ó n . O í c r u j i r l a e s c a l e r a b a j o s u p e s o , l u e g o
silencio.
La te rraza de piedra bajo mi ventana estaba llena
de ge nt e. Madame Diplomat iba y ve nía i nclinando la
cabeza sumisamente, así que supuse que eran personas
importantes. Aparecieron, como por arte de magia, mesi-
tas cubie rtas de finos manteles b la ncos (yo us aba pe-
riódi co s —e l Pa ris Soi r— como ma n tel ), y c ria da s que
iba n sirv iendo comida y bebid a s en p rofusió n. Me volví
para enroscarme cuando un pensamiento repentino me
hizo enderezar la cola con alarma. Había olvidado la más
elemental de las precauciones; había olvidado la primera
cosa que mi madre me había enseñado. «Siempre inves-
t i g a u n a h a b i t a c i ó n e x t r a ñ a F i f í — h a b í a d i c h o — . R e -
c ó r r e l o t o d o m i n u c i o s a m e n t e . A s e g ú ra t e d e t o d o s lo s
caminos. Desconfía de lo poco corriente, lo inesperado.
Nunca descanses hasta conocer la habitación.»
Sintiéndome llena de culpa me puse sobre mis pies,
husmeé el aire y decidí cómo proceder. Tomaría la pared
izquierda primero y daría la vuelta. Salté al suelo, miré
bajo el asiento de la ventana husmeando por si había algo
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12. especial, empezando a reconocer la situación, los peligros
y las ventajas. El papel de la pared e ra floreado y gas-
tado. Grandes flores amarillas sobre un fondo púrpura.
Altas s illas escrupulosamente limpias pero con el rojo
terciopelo del asiento gastado. Los bajos de las sillas y
mesas estaban Impíos y no tenían telarañas. Los gatos
ven los bajos de las cosas , no solamente lo de encima y
los humanos no reconocerían las cosas desde nuestro
punto de vista.
Un alto armario se erigía contra una de las paredes y
yo me moví hacia el centro de la habitación para estu-
diar cómo subirme a lo más alto. Un rápido cálculo me
m o s t r ó q u e p o d í a s a l t a r d e u n a s i l l a a l a m e s a — ¡ o h
cómo resbalaba!— y llegar a lo alto del armario. Durante
un rato estuve allí lamiéndome la cara y las orejas mien-
tras iba pensando. Casualmente miré detrás mío y por
poco caí alarmada; una gata siamesa me miraba, eviden-
teme nte la habí a es torbado mie n tras se l avaba . « Raro
—pensé—, no esperaba encontrar aquí una gata. Madame
Albertine debía de tenerla secretamente. Le diré "hola-.»
Me volví hacia ella, y ella al parecer tuvo la misma idea y
se volv ió haci a m í. N os mi ra mos co n una espe cie de
ventana entre nosotras. «¡Extraordinario! —murmuré—,
¿ c ó m o p u e d e s e r ? » C a u te l o s a m e n te , a nt i c i p a n d o u na
trampa, observé alrededor de la parte trasera de la ven-
tana. No había nadie allí. Curiosamente cada movimiento
que yo hacía ella lo copiaba. Al final caí en la cuenta.
Esto era un espejo, un raro artefacto del que mi madre me
había hablado. Ciertamente éste era el primero que yo
veía, ya que ésta era mi primera visita dentro de la casa.
Madame Diplomat era muy particular y a los gatos no se
les permitía estar dentro de la casa a menos de que
quis iera mostrarlos. Yo hasta el momento me había es-
capado de esta indignidad.
«De todos modos —me di je a mí misma— debo con-
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13. tinuar con mi inves tigación.» El espejo puede esperar
Al otro lado de la habitación vi una gran estructura de
metal con tiradores de bronce en cada esquina y todo el
espacio entre los tiradores, cubiertos con un mantel. Rápi-
damente me deslizé del armario a la mesa, patinando un
poco sobre el encerado y salté directa sobre la estructura
de metal cubierta por un mantel. Aterrizé en el medio y
ante mi horror la cosa me lanzó al aire. Al volve r a
aterrizar eché a correr mientras decidía qué hacer.
Por unos instantes me senté en el centro de la alfom.
bra roja y azul de un dibujo como de «remolinos» que
aunque escrupulosamente limpia, había visto mejores días
en otros lugares. Parecía ser perfecta para estirar las
patas, así es que le di unos suaves estirones y parecía
ayudarme a pensar más clara mente . ¡Cla ro! Esa gran
estructura era una cama. Mi cama cra de viejos perió-
dicos echados sobre el suelo de cemento de un cobertizo
Madame Albertine tenía como un viejo mantel echado
sobre una especie de estructura de hierro. Ronroneando de
placer por haber resuelto el problema, me dirigí hacia és ta
y ex ami né l a pa rte i n fe rio r c on g ran in te rés . I nmensos
muelles cubiertos por lo que obviamente era una especie de
tremendo saco rasgado, soportaban la carga amontonada
sobre éstos. Podía ver claramente donde el pesado cuerpo
de madame Albertine había destrozado algunos de los
muelles que colgaban.
Con espíritu de investigación científica tiré de una
t el a a r ayas que co lga ba d e u na e squin a a l o tro la d o
ce rc a de la pared . A nte mi incre íble ho rro r, sa lie ron
plumas volando. «¡Por todos los gatos! —exclamé yo—.
Guarda pájaros muertos aquí. No me extraña que sea
tan enorme, debe comérselos durante la noche.» Unos
cuantos rápidos husmeas alrededor y había ya agotado
todas las posibilidades de la cama.
Mi e n t ra s o b s e r v a b a a m i a l re d e d o r y m e p re g u n .
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14. taba dónde mirar luego, vi una puerta abierta. Di media
docena de pasos y sigilosamente me agaché junto a un
poste de la puerta, inclinándome un poco hacia delante
para que un ojo pudiera echar un primer vistazo. A pri-
mera vista el cuadro era tan extraño que no podía com-
prender lo que estaba viendo. Algo brillante en el suelo
con un dibujo blanco y negro. Contra una de las paredes
una especie de abrevadero (sabía lo que era porque los
había cerc a de los establos), mie ntras que contra otra
pared sobre una plataforma de madera, había la taza de
porcelana más grande que jamás habría podido imaginar.
Estaba sobre la plataforma de madera y tenía una tapa-
dera de madera blanca. Mis ojos se iban agrandando y
tuve que sentarme y rascarme la oreja derecha mientras
deliberaba. Quién bebería en algo de semejante tamaño,
me preguntaba.
En aquel momento oí el ruido de madame Albertine
subiendo las crujientes escaleras. Apenas parándome a
ve r s i mis mos tac hos e s ta ba n en o rde n, co rr í ha cia l a
puerta para saludarla. Ante mis gritos de júbilo, llena de
contento, dijo: «¡Ah!, mi pequeña Fifí, he robado lo me-
jo r de la mesa para ti. Esos ce rdos se e stán harta ndo,
¡u f! ¡Me dan g ana s de vo mi ta r!» . Se a gac hó y me pus o
los platos, ¡verdaderos platos!, delante mío, pero no tenía
tiempo para la comida todavía, tenía que decirle lo mu-
cho que la quería. Ronroneé mientras ella me acogía en
su ancho pecho.
Esa noc he dormí a los pies de la cama de madame
Albertine. Echa un ovillo en la inmensa colcha, estuve
más cómoda que nunca desde que me habían separado
de mí madre. Mi educación fue en aumento; descubrí la
ra zó n de lo que en mi ignorancia había creído que era
una taza de porcelana gigante. Me hizo enrojecer rostro
y cuello al pensar en mi ignorancia.
A la ma ña na s igui en te mada me Albe r tin e s e vis tió
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15. y bajó la escalera. Se oían los ruidos de mucha conmo-
ción, muchas voces altas. Desde la ventana vi a Gaston,
e l c h ó f e r , l i m p i a n d o e l g r a n R e n a u l t . A l p o c o r a t o
desapareció para volver después con su mejor uniforme.
Llevó el coche a la entrada de la casa y los criados llena-
ron el portaequipaje de maletas y paquetes. Me agaché
m á s , m o n s i e u r e l d u q u e y m a d a m e D i p l o m a t s e d i r i -
gieron al coche y fueron conducidos por Gaston avenida
abajo.
El ruido debajo mío creció, pero esta vez era como
de gente celebrando algo. Madame Albertine subió ruido-
samente las escaleras con el rostro rebosante de felicidad y
r o j o p o r e l v i n o . « S e h a n i d o , p e q u e ñ a F i f í — g r i t ó ,
a p a r e n t e m e n t e c r e y e n d o q u e y o e r a s o r d a — . S e h a n
ido, dura nte toda una semana estaremos libres de su
tiranía. Ahora nos divertiremos.» Estrujándome contra
ella me llevó abajo donde se celebraba una fiesta. Todos
los criados parecían más contentos ahora, y yo me sentía
orgullosa de que madame Albertine me llevara en brazos a
pesa r de que te mía que m i peso d e cua tro l ib ras l a
cansara.
Por una semana todos ronroneamos juntos. Al final
de esa se ma na lo a rre glamos todo y asumimos la más
miserable de nuestras expresiones preparándonos para
la vuelta de madame Diplomat y su marido. Él no nos
preocupaba, solía pasearse por ahí tocándose su Legión
de Honor en el botón de la solapa. Sea como fuere estaba
s i e m p r e p e n s a n d o e n e l « s e r v i c i o » , n o e n l o s c r i a d o s
ni gatos . E l p roblema e ra madame D iplom at. Era una
mujer regañona , desde luego, y fue como e l perdón de
l a g u i l l o ti n a c u a n d o o í m os e l s á b a do q u e v o l v e rí a n a
irse una semana o dos, ya que tenían que verse con lo
«mejorcito».
El tiempo pasaba rápida me nte. Po r la mañana ayu-
daba a los jardineros levantando una planta o dos para
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16. ver si las raíces crecían satisfactoriamente. Por las tardes
me retiraba a una cómoda rama del viejo manzano soñan-
do en climas más cálidos y antiguos templos donde los
sacerdotes vestidos con túnicas amarillas daban vueltas
silenciosamente siguiendo sus oficios religiosos. Repen-
tinamente me despertaba el sonido de aviones de las Fuer-
z as Aé rea s fra nces a s rug ie ndo loca mente a travé s de l
cielo.
Es t a b a e m p e z a n d o a p o n er m e p e s a d a a h o r a y m i s
gatitos empezaban a moverse dentro de mí. No me era
fácil moverme ahora, tenía que medir mis pasos. Durante
los últimos días cogí el hábito de ir a la lechería a mirar
cómo ponían la leche de las vacas dentro de una cosa
que daba vueltas y producía dos chorros, uno de leche y
otro de crema. Me sentaba sobre un estante bajo para
no molestar. La lechera me hablaba y yo le contestaba.
Un atardecer estaba sentada sobre el estante a unos
seis pies de un cubo lleno de leche. La lechera me estaba
hablando de su último novio y yo le ro nroneaba asegu-
rándole que todo iría bien entre ellos. De repente se oyó
un chillido que atravesaba el tímpano como cuando a un
gato macho se le pisa la cola. Madame Diplo ma t entró
e n l a l e c h e r í a c o r r i e n d o y g r i t a n d o : « T e d i j e q u e n o
tuvieras gatos aquí, nos envenenarás». Cogió lo primero
que encontró a mano, una medida de cobre y me la tiró
c o n t o d a s u f u e r z a . M e d i o e n e l c o s t a d o c o n m u c h a
violencia y me hizo caer en el cubo de la leche. El dolor
fue terrible. Apenas podía chapotear para mantenerme a
flote. Sentí salírseme las entrañas. El suelo se tambaleó
bajo pesados pasos y madame Albertine apareció. Rápi-
d a m e n t e i n c l i n ó e l c u b o y t i r ó l a l e c h e m a n c h a d a d e
sa ng re . P as ó suav e men te sus manos sob re m í . «L lama
al señor veterinario», ordenó. Yo me desmayé .
A l d e s p e r t a r e s t a b a e n l a h a b i t a c i ó n d e m a d a m e
A l b e r t i n e e n u n c a j ó n f o r r a d o y c a l i e n t e . T e n í a t r e s
23
17. costillas rotas y había perdido mis gatitos. Durante algún
tiempo estuve muy enferma. El señor veterinario venía a
v e r m e a m e n u d o y m e d i j e r o n q u e l e h a b í a d i c h o
palabras duras a madame Diplomar. «Crueldad. Crueldad
i n ne c e s a ri a » , h a b í a d i c h o . « A l a g e n t e n o l e g u s ta r á .
Dirán que es us ted una muje r mala .» «Los c riados me
h a n d i c h o — d i j o é l — q u e l a f u t u r a m a d r e g a t i t a e r a
muy limpia y muy honrada. No, madame Diplomat, fue
muy malvado de su parte.»
Madame Albertine me mojaba los labios con agua, ya
que tan sólo pensar en leche me hacía palidecer. Día tras
día intentaba convencerme para que comiera. El señor
vete rinario dijo: «Ahora no hay esperanza, morirá, no
puede vivir otro día sin comer». Pasé a un estado coma-
toso. Desde algún lugar me parecía oír el susurro de los
árboles, el crujir de las ramas. «Gatita —decía el man-
z ano— , g at i ta , es to no es e l f in .» Ex tra ños ru ido s me
zumbaban en la cabeza. Vi una brillante luz amarilla, vi
maravillosos parajes y olí placeres celestiales. «Gatita
— s u s u rr a b a n l o s á rb o l e s — , e s to no e s e l fi n , c o m e y
vive. No es el fin. Tienes una razón para vivir, gatita.
Tendrás días felices en el ocaso de tu vida. No ahora.
E s t o n o e s e l f i n . »
Abrí los ojos pesadamente y levanté algo la cabeza.
Madame Albertíne con grandes lágrimas corriéndole por
las mejillas, se arrodilló junto a mí aguantando algunos
finos pedazos de pollo. El señor veterinario es taba de
pie junto a la mesa llenando una jeringa con algo de una
botella. Débilmente tomé uno de los pedazos de pollo, lo
re tu v e u n i n s ta n t e e n l a b o c a y l o t ra g u é . « ¡ M i l a g r o !
¡Milagro!», dijo madame Albertine. El señor veterinario
se volvió con la boca abierta y poco a poco fue dejando
l a j e r i n g a y v i n o h a c i a m í . « E s c o m o u s t e d d i c e , u n
m i l a g ro — r e m a r c ó - - . E s t a b a l l e n a n d o l a j e r i n g a p a r a
adminis trarle el golpe de gra cia y evitar así más sufri-
24
18. miento.» Les sonreí y emití tres ronroneos, todo lo que
pude . Mie ntras vo lv ía a ado rmece rme les o í dec i r: «Se
recuperará».
Durante una semana continué en un pobre estado;
n o p o d í a r e s p i r a r h o n d a m e n t e , n i p o d í a d a r m á s q u e
unos pocos pasos. Madame Albertine me había traído mi
cajón de tierra muy cerca, ya que madre me había ense-
ñado a ser muy cuidadosa con mis necesidades. Una se-
mana más tarde madame Albertine me llevó abajo. Ma-
dame D iplomat es taba d e pie ante u na habitac ión con
un a mi rada bu rlo na y de des aprobac ión. «Ha y que lle-
varla a un cobertizo, Albertine», dijo madame Diplomat.
« C o n p e rd ó n , s e ñ o ra — d i j o m a d a m e A l b e r ti n e —, t o d a -
vía no está lo suficientemente bien, y si se la maltrata, yo
y o tros criados nos iremos.» Con un altivo resoplido y
m i r a d a , m a d a m e D i p l o m a t v o l v i ó a e n t r a r e n l a h a b i -
tación. Abajo en las cocinas algunas de las viejas mujeres
vinieron a hablarme y dijeron que se alegraban de que
estuviera mejor. Madame Albertine me dejó en el suelo
suavemente para que pudiera moverme y leer todas las
noticias de cosas y de la gente. Pronto me cansé, ya que
aún no me encontraba bien, y me dirigí a madame Alber-
t i n e , l e v a n t é l a m i r a d a h a c i a s u r o s t r o y l e d i j e q u e
q u e r í a i r a l a c a m a . M e c o g i ó y v o l v i ó a l o m á s a l t o
de la casa. Estaba tan cansada que me dormí profunda-
mente antes de que me metiera en la cama.
19. Capítulo II
Es fácil ser sensato después de los acontecimientos.
Escribir un libro trae recuerdos. A través de la dureza
de los años, pensé a menudo en las palabras del viejo
manzano: «Gatita, esto no es el fin. Tienes un propósito
e n l a v i d a » . En t o n c e s p e n s é q u e n o e r a m á s q u e u n a
a m a b i l i d a d p a r a a n i m a rm e . A h o r a l o s é . A h o ra e n e l
ocaso de mi vida tengo mucha felicidad; si estoy ausente,
au nq ue no sea más que uno s m inu tos , oi go: «¿D ónde
está Fifí? ¿No le ha pasado nada?». Y sé que soy amada
por mí misma no sólo por mi apariencia. En mi juventud
era distinto, no era más que una pieza de escaparate o
como diría la gente moderna una «pieza de conversación».
Los americanos dirían un «juguete ingenioso».
Madame D iplomar te nía sus obsesiones . Te nía la
obsesión de ascender más y más en la escala social de
Francia, y mostrarme en público era un seguro amuleto
para el éxito. Me odiaba, ya que odiaba a los gatos (ex-
cepto en público) y no se me permitía entrar en la casa a
me nos de que hubie ra invitados. El re cue rdo de mi
primera «presentación» lo tengo vívido en mi mente.
Estaba en el jardín un día caluroso y soleado. Du-
rante un rato había estado mirando a las abejas llevando
polen sobre sus patas. Entonces me moví para examinar
el pie de un ciprés. El perro de un vecino había reciente-
me nte es tado all í y dejado un me ns aje que yo que ría
leer. Echando frecuentes miradas sobre mi hombro para
ver si estaba a salvo, dediqué mi atención al mensaje.
P o c o a p o c o m e f u i i n t e r e s a n d o m á s y m á s y f u i p e r -
diendo la conciencia de cuanto me rodeaba. Inesperada-
mente unas ásperas manos me agarraron y me despertaron
de mi contemplación del mensaje del perro. Pzzt, silbé
26
20. mientras me liberaba dando un fuerte golpe hacia atrás al
hacerlo. Subí al árbol y miré hacia abajo. Siempre corre
primero y mira luego —había dicho madre—. Es me jor
correr sin necesidad que parar y no poder volver a correr.»
Miré hacia abajo. Estaba Pierre, el jardinero, agarrán-
dose la punta de la nariz, un reguerillo de sangre le iba
corriendo por entre sus dedos. Mirándome con odio, se
agachó, cogió una piedra y la tiró con toda su fuerza.
Di la vuelta al tronco del árbol, pero así y todo la vibra-
c i ó n d e l a p i e d r a c o n t r a e l t r o n c o c a s i m e h i z o c a e r .
Volv ió a a ga charse para coge r otra piedra en el mismo
momento que madame Albertine andando silenciosamente
sobre el musgoso terreno adelantó un paso. Recogiendo la
escena en una mirada, adelantó ágilmente la pierna y
P ie r re c ayó a l sue lo ca ra a b a jo . Le co gió p o r e l c u ello
y lo levantó sacudiéndolo. Lo agitó con violencia, no era
m á s q u e u n h o m b r e p e q u e ñ i t o , y l e h i z o t a m b a l e a r .
« D a ñ a s a l a g a t a y t e m a t o , ¿ m e o y e s ? M a d a m e D i p l o -
mat te envió a buscarla, hijo de perra, no para que la
d a ñ a r a s . » « L a g a t a s e m e e s c a p ó d e l a s m a n o s y m e
c a í c o n t r a e l á r b o l y m e s a n g r a l a n a r i z — b a l b u c i ó
Pierre—, perdí los estribos a causa del dolor.» Madame
Albe rti ne s e e nc og ió de homb ros y se vol vió ha cia m í.
« Fi fí , Fi fí , v en co n m amá» , l lamó . «Ya voy » , gr ité mien -
tras ponía mis brazos al rededo r de l tronco y me desli-
zaba de espaldas. «Ahora tienes que comportarte lo me-
jor que puedas, pequeña Fifí —dijo madame Albertine—.
La señora 1 quiere mostrarte a sus visitas.» La palabra
señora siempre me divertía. El señor duque tenía una se-
ñ o r a e n P a r í s a s í q u e , ¿ c ó m o e r a m a d a m e D i p l o m a t
la s eñora? De todos modos, pensé, sí quiere n que tam-
bién se la llame «señora», por mí no hay problema. Esta
era gente muy rara e irracional.
1. En inglés mistress significa señora y amante.
27
21. Andamos juntas a través del césped, madame Alber-
tine me llevaba para que mis pies estuvieran limpios para
las visitas. Subimos los anchos peldaños de piedra donde
v i u n r a t ó n e s c u r r i é n d o s e e n u n a g u j e r o j u n t o a u n
a r b u s t o y a tr a v e s a m o s l a g a l e r í a . A l o t ro l a d o d e l a s
pue rtas abiertas del salón vi a una multitud de gente
sentada y charlando como un grupo de gorriones . «He
tra í d o a F i fí , s e ño ra » , d i j o m a d a m e A lb e rt i ne . L a « s e -
ñora» se levantó de un salto y me tomó con cuidado de
lo s b ra zos de m i ami ga . «¡O h, mi que rida du lce y c hi-
quitina Fifí! », exclamó mientras daba la vuelta tan aprisa
que me mareé. Las mujeres se levantaron y se agruparon
cerca de mí profiriendo exclamaciones de admiración. Los
gatos siameses en Francia eran una rareza en aquellos
tiempos. Incluso los hombres allí presentes se movieron
para mirar. Mi negro rostro y blanco cuerpo terminando en
una cola negra, parecía intrigarles. «Excepcional entre lo
excepcional —dijo la señora—. Un magnífico pedigree;
costó una fortuna. Es tan cariñosa, a veces duerme con-
migo por la noche.» Yo grité protestando ante tales men-
ti ra s y t o d o e l m u n d o re t ro c e d i ó a l a r m a d o . « E s tá h a -
b l a n d o » , d i j o m a d a m e A l be rt i ne , a q u i e n s e l e ha b í a
o r d e n a d o q u e s e q u e d a r a e n e l s a l ó n « p o r s i a c a s o » .
Como el mío, e l rostro de madame Albertine refle jaba
sorpresa de que la señora dijera tantas falsedades. «Ah,
Renée —dijo una de las invitadas—, deberías llevarla a
América cuando vayas. Las mujeres americanas pueden
se r una g ra n ayuda e n la ca rre ra de tu ma rido si les
gu s tas y la ga ti ta c ie rtame nte ll ama la a ten ción .» La
señora apretó sus delgados labios de modo que su boca
d e s a p a r e c i ó p o r c o m p l e t o . « ¿ L l e v a r l a ? — p r e g u n t ó — .
¿Cómo lo haría? Armaría jaleo y tendríamos dificultades
c u a nd o v o l v i é r a m o s . » « To n te r í a s , Re n é e , m e s o r p re n -
des —replicó su amiga—. Conozco a un veterinario que
te dará una droga co n la que dorm irá du rante todo el
28
22. vuelo. Puede s arre glártelas para que vaya en una caja
acolchada como equipaje diplomático.» La señora asintió
con la c abeza: «Sí, Antoinette , tomaré esta dire cción».
D u r a n t e u n r a t o t u v e q u e q u e d a r m e e n e l s a l ó n .
Hacían comentarios sobre mi tipo, se admiraban de lo
largo de mis piernas y la negrura de mi cola. «Yo creía
q u e t o d o s l o s m e j o r e s t i p o s d e g a t o s i a m é s t e n í a n l a
c o l a e n r o s c a d a » , d i j o u n a . « O h n o — c o n t e s t ó l a s e ñ o -
ra—, gatos siameses con colas enroscadas no están de
m o d a a ho ra , c u a nd o m á s re c t a l a c o l a m e j o r e l g a t o .
Pronto enviaremos a ésta a juntarse y entonces tendremos
gat i to s p a ra d a r.» Fi na lm e nt e m a d a m e A l b e rt in e d e j ó
e l s a l ó n . « ¡ P u f f ! — e x c l a m ó — . D a m e g a t o s d e c u a t r o
patas en cualquier momento antes que esta variedad de
dos patas.» Rápidamente di una ojeada a mi alrededor;
no había visto nunca gatos con dos patas antes y no com-
p rend ía cómo podía n a rreglársela s. No había na da de-
trás mío excepto la puerta cerrada, así es que meneé la
cabeza con un gesto de extrañeza y seguí andando junto a
madame Albertine.
Estaba oscureciendo y una ligera llovizna golpeaba las
ventanas cuando el teléfono en la habitación de madame
Albertine sonó irritablemente. Se leva ntó pa ra contes-
tarlo y la aguda voz de la señora rompió la paz. «Alber-
tine, ¿t ienes a la gata en l a h abitac ión?» «S í, señora ,
todavía no está bien», replicó madame Albertine. La voz
d e l a s e ñ o r a s u b i ó u n o c t a v o d e t o n o : « T e h e d i c h o ,
Albertine , que no la quiero en la casa a me nos de que
haya visitas. Llévala a l cobertizo inmediatame nte. ¡Me
asombro de mi bondad dejándote quedar; eres tan inútil!».
Muy a pesar suyo madame Albertine se puso un grueso
abrigo de punto, se me tió de ntro de un impermeable y
se enroscó un pañuelo en la cabeza. Cogiéndome en bra-
zos me arropó con un chal y me bajó por la escalera tra-
sera. Se paró en la sala de los criados para coger una lin-
29
23. terna y fue hacia la puerta. Un viento tempestuoso me
dio en la cara; unas nubes bajas corrían a través del cielo
no c tu rno; d e sde u n a l to c ip rés un bú ho u luló desma-
yadamente, ya que nuestra presencia había espantado al
ra tó n q u e h a b í a e s t a d o c a z a n d o . R a m a s c a rg a d a s d e
lluvia nos rozaban y echaban su carga de agua sobre
nosotras. El camino era resbaladizo y traidor en la oscu-
ridad. Madame Albertine se arrastraba cautelosamente
escogiendo sus pasos a la tenue luz de la linterna mur-
murando imprecaciones contra madame Diplomat y todo
lo que ésta representaba.
Ante nosotras apareció el cobertizo, como una marca
más negra en la oscuridad de los sombríos árboles. Em-
pujó la puerta y entró. Hubo un golpe tremendo al des-
lizarse al suelo una maceta que había quedado cogida a
sus voluminosas faldas. Muy a mi pesar se me erizó la
cola de miedo y se me formó un agudo trazado a lo largo
de mi espina zo . I luminando con su l inte rna u n semi -
círculo de lante de ella , madame Albertine se adentró
en el cobertizo y fue hacia el montón de viejos periódi-
c o s q u e e ra n m i c a m a . « M e g u s t a rí a v e r a e s a m u j e r
encerrada en un lugar como éste —murmuró para sus
adentros—. Ya le bajarían un poco los humos.» Me dejó
con cuidado en el suelo, se aseguró de que tenía agua,
nunca bebía leche ahora, sólo agua, y puso unos cuantos
pedacitos de pata de rana a mi lado. Después de darme
unas palmaditas en la cabeza, fue retrocediendo poco a
poco y cerró la puerta tras ella. El difuso sonido de sus
pasos fue ahogándose bajo el mordaz viento y el chapoteo
de la lluvia sobre el galvanizado tejado de hierro. Odiaba
es te cobe rti zo . A me nudo a la gente se le o lv idaba mi
existencia por completo y yo no podía salir has ta que
abrían la puerta. Con demasiada frecuencia me había que-
dado allí sin comida ni bebida durante dos o incluso tres
días. Los gritos no servían de nada, ya que estaba dema-
30
24. siado le jos de la casa, escondida e n un bosquecillo de
árboles, lejos, detrás de todos los restantes edificios. Me
estiraba hambrienta poniéndome más y más arrugada es-
perando a que alguien de la casa se acordara de que no
se me había visto por ahí por algún tiempo y viniera, a
investigar.
¡ A ho ra e s ta n d i s ti n t o ! A q u í m e t ra t a n c o m o a u n
ser humano. En vez de casi morir de hambre tengo siem-
pre comida y bebida y duermo en un dormitorio con mi
propia cama de verdad. Mirando hacia atrás a través de
lo s años , p arec e como s i el pas ado fue ra u n v ia j e c ru-
zando una larga noc he y como si ahora hubiera sa lido
a la luz del sol y al calor del amor. En el pasado tenía
que estar alerta a los pasos patosos, ahora todo el mundo
v ig ila po r si yo es toy a hí . Los mueb les no se cambia n
nunca de lugar a menos de que se me enseñe su nuevo
sitio porque soy ciega y vieja y ya no puedo cuida r de
m í m i s m a ; c o m o d i c e e l l a m a s o y u n a q u e r i d a v i e j a
abuela que goza de paz y felicidad. Mientras dicto esto
estoy sentada en una cómoda silla donde los calientes
rayos del sol se posan sobre mí.
Pe ro todo a su debido tiempo , lo s d ías de las som-
bras estaban todavía conmigo y todavía el sol tenía que
aparecer después de la tormenta.
S en tí a ex traño s mov im i en tos d e n tro d e m í . E n v o z
baja, ya que me sentía insegura, canté una canción. Deam-
bulaba por el terreno en busca de algo. Mis deseos eran
vagos y sin embargo apremiantes. Sentada junto a una
ve ntan a abie rt a , s in a trev er me a en tra r, oí a madame
Diplomat usando el teléfono. «Sí, está llamando. La en-
viaré inmediatamente y la recogeré mañana. Sí, quiero
ve nde r los gat i tos tan pronto c omo se a pos ible .» Poc o
d e s p u é s G a s t o n v i n o a m í y m e p u s o e n u n a c a j a d e
m a d e r a d o n d e n o s e p o d í a r e s p i r a r c o n l a t a p a b i e n
cerrada. El olor de la caja, aparte del ambiente irrespi-
31
25. rable, era de lo más interesante. Había servido para llevar
comida, patas de rana, caracoles, carnes crudas y ver-
duras. Estaba tan interesada que apenas noté cuando
Gaston cogió la caja y me llevó al garaje. Durante un
ra to dejó la caja sobre el suelo de cemento. El olor a
a c e i t e y g a s o l i na m e d a b a g a n a s d e v o m i t a r. P o r f i n
Gaston volvió a entrar en el garaje, abrió las grandes
puertas de entrada y dio el contacto a nuestro segundo
coche, un viejo Citroen. Tras echar mi caja con bastante
rudeza en el portaequipajes entró delante y salimos. Fue
un viaje terrible, tomábamos las curvas tan aprisa que
m i c aja rodaba con v io len ci a y pa raba c on un go lpe. A
la próxima curva volvería a repetirse el proceso. La
oscuridad era intensa y los humos del tubo de escape
me aho ga ban y me hac ían t ose r. C re í que el v iaj e no
terminaría nunca. De repente el cocha se desvió, se oyó
un espantoso chirrido de los neumáticos al patinar, y
cuando el coche volvió a ponerse recto y siguió corriendo, mi
caja dio la vuelta y se quedó boca abajo. Me di contra una
aguda astilla y mi nariz empezó a sangrar. El Citroén se
tambaleó al parar y pronto oí voces. Abrieron el porta-
equipajes y por un momento hubo silencio y entonces
«Mira, hay sangre!», dijo una voz extraña. Levantaron
mi caja, la sentí balancearse mientras alguien la llevaba.
Subieron unos peldaños, se veían sombras a través de
las rendijas de la caja y adiviné que estaba dentro de
una casa o cobertizo. Se cerró una puerta, me levantaron
más alto y me colocaron sobre una mesa. Desmañadas
manos arañaban la superficie externa y abrieron la caja.
Yo guiñé los ojos ante la repentina luz. «Pobre gatita»,
d i j o u n a v o z d e m u j e r. A l a rg a n d o l o s b ra z o s p u s o l a
mano debajo mío y me cogió. Yo me sentía enferma, con
ganas de vomitar y mareada por los humos del tubo de
escape, medio ida por la violencia del viaje y sangrando
bastante por la nariz. Gaston, allí, de pie, estaba blanco
32
26. y asustado. «Debo telefonear a madame Diplomat», dijo
un homb re . «N o me ha ga pe rde r m i t raba jo —di jo Gas -
t o n — , c o n d u j e c o n m u c ho c u i d a d o . » E l h o m b r e c o g i ó
el teléfono mientras la mujer me secaba la sangre de la
nariz. «Madame Diplomat —dijo el hombre —, su gatita
está enferma, está desnutrida y ha sido espantosamente
agitada por este viaje. Perderá su gata, madame, a menos
de que se la cuide mejor.» «Por Dios —oí que replicaba
la voz de madame Diplomat—, tanto jaleo por un gato.
Ya l a c u i d a mo s . N o la te ne m o s c o ns e n ti d a y m i m a da ,
quiero que tenga gatitos.» «Tiene usted una gata siamesa
muy valiosa, del mejor tipo en toda Francia. Descuidar a
e s t a g a ta e s u n m a l n e g o c i o , c o m o us a r s o rt i j a s d e
d i a m a n t e s p a r a c o r t a r c r i s t a l . » « Y a l a c o n o z c o — c o n -
testó madame Diplomat—. ¿Está el chófer aquí?, quiero
hablar con él.» El hombre pasó el teléfono a Gaston en
silencio. Por algunos instantes el torrente de palabras de
la señora fue tan grande, tan vitriólico que no podía per-
seguir su fin, simplemente atontaba los sentidos. Final-
mente, después de mucho estirar llegaron a un acuerdo.
Y o te n í a q u e q u e d a rm e ¿ d ó n d e e s ta b a y o ? , ha s ta q u e
estuviera mejor.
G a s to n s e fu e te m b la nd o to d a v í a al p e n s a r e n m a -
dame Diplomat. Yo seguí echada sobre la mesa mientras
e l ho m b re y l a m u j e r m e a te n d í a n . Tu v e l a s e n s a c i ó n
de un ligerísimo pinc hazo y casi antes de que pudiera
darme cuenta me quedé dormida. Fue una sensación de
lo más peculia r. Soñé que es taba en el cie lo y que mu-
chos gatos me hablaban, preguntándome de dónde venía y
quiénes eran mis padres. Hablaban en el mejor francés
gatuno siamés además. Levanté la cabeza pesadamente y
abrí los ojos. La sorpresa ante el lugar donde estaba
causó el e r izam ien to de mi cola y u n e sc alo fr ío e n m i
esp ina zo. A pocos cen t íme tros de m i ros tro había una
puerta de red de hierro. Yo estaba echada sobre paja lim-
33
27. p i a . D e tr á s d e l a p u e rt a d e a l a m b re ha b í a u n a g ra n
habitac ión que conte nía todo tipo de gatos y algunos
perritos. Mis vecinos a cada lado eran gatos siameses.
«Ah, la desgraciada está moviéndose», dijo uno. «¡Uf!
¡Cómo te colgaba la cola cuando te trajeron!», dijo el
o t r o . « ¿ D e d ó n d e v i e n e s ? » , c h i l l ó u n p e r s a d e s d e e l
otro lado de la habitación. « E s t o s g a t o s m e p o n e n
e n f e r m o » , g r u ñ ó u n p e q u e ñ o p o o d l e d e s d e u n a c a j a
e n e l s u e l o . « Y e h — m u r m u r ó u n p e r r i t o j u s t o f u e r a
d e l a ó r b i t a d e m i v i s t a — , a e s t a s d a m a s l e s d a r í a n
u n a b u e n a p a l i z a e n m i E s t a d o . » « O í d a e s t e p e r r o
y a n q u i d á n d o s e a i r e s — d i j o a l g u i e n c e r c a — , n o
l l e v a a q u í e l t i e m p o s u f i c i e n t e c o m o p a r a t e n e r
d e r e c h o a h a b l a r . N o e s t á m á s q u e a p e n s i ó n , e s o
e s ! »
« Y o s o y C h a w a — d i j o l a g a t a d e m i d e r e c h a — . M e
h a n s a c a d o l o s o v a r i o s . » « Y o s o y S a n g Tu — d i j o l a
g a t a d e m i i z q u i e r d a — . Y o l u c h é c o n u n p e r r o ,
p e q u e ñ a , d e b e r í a s v e r a e s e p e r r o , d e s d e l u e g o p o c o
q u e d a de él.» «Yo soy F i fí —respond í tí midame nte—.
N o sabía que había más gatos siameses aparte de mí y
de mi desaparecida madre.» Por algún tiempo se hizo el
silencio en la gran habitación y entonces surgió un
gran rugido a l entrar el hombre que traía la comida.
Todo el mundo hablaba a la vez. Los perros pedían que
se les alimentan primero, los gatos llamaban a los perros
cerdos egoístas. Se oía el entrechocar ruidoso de los
platos de comida y el gorjeo de agua al llenar los botes
para beber y luego el glup glup de los perros al comenzar a
comer.
El hombre se acercó a mí y me miró. La mujer e n t r ó y
atravesó viniendo hacia mí. «Está despierta», dijo el
hombre. «Preciosa gatita —dijo la mujer—. Tendremos
que fortalecerla, no puede tener gatitos en su presente
estado.» Me trajeron una abundante porción de comida
y siguieron con los otros. Yo no me encontraba denla.
siado bien, pero pensé que sería de mala educación no
34
28. c o m e r, a s í e s q u e m e l o p ro p u s e y p ro n to l o hu b e te r-
m i n a d o t o d o . « ¡ O h ! — d i j o e l h o m b r e c u a n d o v o l v i ó — ,
estaba hambrienta.» «Vamos a ponerla en el anexo —dijo
l a m u j e r — , t e n d r á m á s l u z s o l a r a l l í , c r e o q u e t o d o s
estos animales la molestan.»
El hombre abrió mi jaula y me acunó en sus brazos
mientras me llevaba a través de la habitación y a través
de una puerta que no había podido ve r antes. «Adiós »,
c h i l l ó C h a w a . « E n c a n t a d a d e c o n o c e r t e — g r i t ó S a n g
Tu—. Dales recuerdos míos a los gatos machos cuando
les veas.» Cruzamos el umbral de la puerta y entramos
en una habitación iluminada por el sol, donde había una
gran jaula en el centro. «¿Va a meterla en la jaula de los
m o n o s , j e f e ? » , p r e g u n t ó u n h o m b r e a q u i e n n o h a b í a
v i s to a nt e s . « S í — re p l i c ó e l ho m b r e q u e m e l l e v a b a — ,
necesita cuidados, ya que no llevaría en su presente es-
tado .» ¿Llevaría ? ¿Llevaría? ¿Qué es lo que suponían
q u e i b a a l l e v a r ? ¿ C r e í a n q u e i b a a t r a b a j a r y o a q u í
l l e v a n d o p l a t o s o a l g o p a r e c i d o ? E l h o m b r e a b r i ó l a
p u e r ta d e l a j a u l a g ra nd e y m e m e ti ó . S e e s t a b a b i e n
aparte de l o lor a desinfec tante . Había tres ramas y es-
tantes y una agradable caja de paja forrada de tela para
dormir. Me paseé alrededor con cautela, ya que madre
me había enseñado a que investigara completamente cual-
qu ier lug a r ex traño a n tes de ins ta la rme. U na ra ma de
árbol me invitaba, así es que saqué mis pezuñas para de-
mostrar que ya me sentía instalada. Al encaramarme por
la rama vi que podía mirar sobre un pequeño cercado y
ver más allá.
H a b í a u n g r a n e s p a c i o c e r r a d o c o n a l a m b r e t o d o
a l re d e d o r y p o r e nc i m a . P e q u e ñ o s á rb o l e s y a rb u s t o s
llenaban el terreno. Mientras observaba, un gato siamés
de lo más magnífico sa lió a la vis ta. Tenía un tipo fan-
tá stico, largo y delgado con pesados hombro s y la más
negra de las colas negras. Mientras atravesaba despacio
35
29. el terreno iba cantando la última canción de amor. Yo
escuché extasiada, pero por el momento tenía demasiada
vergüenza para contestar cantando. Mi corazón latía y
tuve una sensación de las más extrañas. Se me escapó
un gran suspiro mientras él desaparecía.
Durante un rato me quedé sentada en lo más alto
de esa rama, llena de sorpresa. Mi cola se movía espas.
módicamente y mis piernas temblaban tanto de la emo-
ción que apenas podían soportarme. ¡Qué gato!, ¡qué
tipo más formidable! Podía imaginármelo llenando de
gracia un templo en el lejano Siam, con sacerdotes de
amarillas túnicas saludándole mientras dormitaba al sol.
¿Y me equivocaba? Sentía que había mirado en mi direc-
ción, que lo sabía todo de mí. Mi cabeza era un torbe-
llino con pensamientos sobre el futuro. Despacio, tem-
blando, descendí de la rama, entré en la caja de dormir y
me eché para seguir pensando.
Esa noche dormí inquieta; al día siguiente el hombre
dijo que yo tenía fiebre a causa del mal viaje en coche y
los humos del tubo de escape. ¡Yo sabía por qué tenía
fiebre! Su bello rostro negro y su larga cola arrastran-
dose se habían apode rado de mis sue ños. El hombre
dijo que me encontraba débil y que tenía que descansar,
Durante cuatro días v iví en esa jaula descansando y
comiendo. A la mañana siguiente me condujeron a una
casita dentro del cercado con redes. Al instalarme miré a
mi alrededor y vi que había un muro de red entre mi
compartimiento y el del guapo gato. Su habitación estaba
cuidada y arreglada, su paja estaba limpia y vi que su
bol de agua no tenía polvo flotando sobre la superficie.
No estaba dentro en aquel momento, adiviné que esta-
ría en el cercado jardín dando un vistazo a las plantas.
Llena de sueño, cerré los ojos y di unas cabezadas.
Una poderosa voz me hizo saltar despertándome y miré
tím idame nte a l muro de red . « ¡Bue no! —di jo el ga to
36
30. siamés—, encantado de conocerte, desde luego.» Su gran
r o s t r o n e g r o e s t a b a c o n t r a l a r e d , y s u s v í v i d o s o j o s
azules disparaban sus pensamientos hacia mí. «Nos va-
mos a casar esta tarde —dijo él—. Me gustará, ¿y a ti?»
Enrojeciendo toda yo escondí mi cara entre la paja. «Oh,
no te preocupes tanto —exclamó él—. Estamos haciendo
un noble trabajo; no hay los suficientes de nosotros en
Francia. Te gustará, ya verás», rió mientras se sentaba a
descansar después de su paseo matinal.
A la hora de comer, vino el hombre y rió al vernos
sentados cerca el uno del otro con sólo la red entre nos-
otros y cantando un dúo. El gato se alzó sobre sus patas y
le rugió al hombre: «¡Saca esa... puerta de en medio!»,
usando algunas palabras que me hicieron enrojecer toda
o tra ve z . El ho mbre s acó despac io la c l avi ja , volv ió a
colgarla fuera de peligro, dio la vuelta y nos dejó.
¡Oh! Ese gato, el ardor de sus abrazos, las cosas que
me dijo. Después nos quedamos echados uno junto al otro
en un dulce calor y entonces tuve el escalofriante pensa-
m ie n to : yo no e ra l a p rime ra . Me le vant é y v olví a m i
habitación. El hombre entró y volvió a cerrar la puerte-
c i l l a e n t r e n o s o t r o s . P o r l a n o c h e v i n o y m e v o l v i ó a
llevar a la jaula grande. Dormí profundamente.
Por la mañana, vino la mujer y me llevó a la habita-
ción en la que había estado al ingresar en este edificio.
Me c o l o c ó s o b re u n a m e s a y m e a g u a n t ó fu e r t e m e n te
m ie n tras el homb re m e ex am inab a a fondo cuidadosa -
m e n t e . « Te n d r é q u e v e r a l d u e ñ o d e e st a g a t a p o r q u e
la pobrecita ha sido muy maltratada. ¿Ves? —dijo indi-
cando mis costillas izquierdas y tocando donde todavía
me dolía—. Algo espantoso le ha pasado y es un animal
d e m a s i a d o v al i o s o p a ra q u e s e l e d e s c ui d e .» « ¿ D a m o s
un paseo en coche y nos acercamos a hablar con la due-
ñ a ? » L a m u j e r p a r e c í a e s ta r r e a l m e n t e i n t e r e s a d a e n
mí. El hombre contestó diciendo: «Sí, la recogeremos, y
37
31. de paso quizá podremos cobrar nuestros honorarios tam-
bién. La llamaré y le diré que devolveremos la gata y
recogeremos el dinero». Descolgó el teléfono y habló con
madame Diplomat. La sola preocupación de ésta parecía
ser que «el parto de la gata» pudiera costarle unos pocos
francos de más. Convencida de que no sería así, estuvo
de acuerdo en pagar la cuenta tan pronto como me devol-
vieran. Y eso fue lo que decidieron: me quedaría hasta
l a t arde s igui e nte y luego me de vo lve ría n a madame
Diplomat.
«Eh, Georges —gritó el hombre—, devuélv ela a la
jaula de monos, se queda hasta mañana.» Georges, un
viejo encorvado a quien no había visto antes, vino hacia
mí tambaleándose y me cogió con sorprendente cuidado.
Me puso sobre su hombro y empezó a andar. Me llevó a
la gran habitación sin parar para poder hablar con los
otros. La habitación donde es taba la jaula de monos y
cerró la puerta tras nuestro. Durante unos segundos
arrastró un pedazo de cuerda delante de mí. «Pobrecita
—murmuró para sí—, ¡está claro que nadie ha jugado
contigo en tu corta vida!»
Sola otra vez, subí a la empinada rama y miré más
allá del c ercado me tálico. Ninguna emoción se movía
dentro mío ahora, sabía que el gato tenía cantidades de
Reinas y yo no era más que una de tantas. La gente que
conoce a los gatos, llama siempre a los gatos machos
« Toms » y a las hemb ras « Re inas » . N o tien e n ada que
v e r c o n e l pedigree, n o e s m á s q u e u n n o m b r e g e -
nérico.
Una rama solitaria se mecía curvándose bajo un peso
considerable. Mientras estaba mirando, el gran Tom saltó
del árbol y se plantó en el suelo. Se encaramó a toda
ve locidad por el á rbol y vol vió a ha c er lo mis mo u na
y otra vez. Yo miraba fascinada y entonces se me ocurrió
que estaría haciendo sus ejercicios matinales. Perezosa.
38
32. m e n t e , p o r q u e n o t e n í a n a d a m e j o r q u e h a c e r , s e g u í
ec hada e n mi cama y a fi lando mis pezuñas ha sta que
b rilla ro n como las perlas a lrededor d e l a garga nta de
m a d a m e D i p l o m a t . L u e g o a b u rri d a , m e d o rm í b a j o e l
reconfortante sol del mediodía.
A l g ú n t i e m p o d e s p u é s c u an d o e l s o l y a n o e s ta b a
justo encima mío sino que se había ido a calentar algún
otro lugar de Francia, me despertó una dulce, maternal
voz. Observé con cierta dificultad por una ventana casi
fuera de mi alcance y vi una vieja reina que había visto
muchos veranos. Es taba decididamente llenita y mien-
tras estaba allí en la repisa de la ventana lavándose las
orejas, pensé lo agradable que sería charlar un rato.
« ¡Ah ! —d ijo e l la— . Ya e s tás d espie rta . E spe ro que
sea de tu agrado la estancia aquí; nos enorgullece pensar
q u e o f r e c e m o s e l m e j o r s e r v i c i o d e F r a n c i a . ¿ C o m e s
b ie n ?» « S í , g ra c ia s —c o n te s té — . Me cuida n m u y b ien .
¿Es usted la señora propietaria?»
«No —contestó—, a pesar de que mucha gente cree
que lo soy. Tengo la responsable tarea de enseñarles a
los nuevos Toms sementales sus debe res; yo les sirvo
de prueba antes de que sean puestos en circulación ge-
neral. Es un trabajo muy importante, muy preciso.» Nos
quedamos un rato absortas en nuestros propios pensa-
m i e n to s . « ¿ C ó m o s e l l a m a ? » , p re g u n t é . « B u t t e rb a l l » , '
repl ic ó e lla . « Yo e s taba muy l len i ta y m i pelo b ril la ba
como la m a n te qu il la , p e ro e s to e ra c ua nd o e ra m u cho
más joven», añadió. «Ahora hago varios trabajos aparte
de ese de que te hablé, ¿sabes? También hago de policía
en los almacenes de la comida para que no nos molesten
los ratones.» Se relajó pensando en sus deberes y luego
dijo: «¿Has probado ya nuestra carne cruda de caballo?
¡Oh! tienes que probarla antes de que te vayas. Es real-
1. Bola de mantequilla.
39
33. mente deliciosa, la mejor carne de caballo que se puede
comprar en lugar alguno. Creo que a lo mejor la tendre.
mos para cenar, vi a Georges, el ayudante, cortándola
hace poco». Después de una pausa dijo con voz satis.
fecha: «Sí, estoy segura de que hay carne de caballo para
cenar». Nos quedamos sentadas pensando y nos lavamos
un poco y entonces madame Butterball dijo: «Bueno,
te ngo que irme , ya m iraré de que te de n una buen a
ración; creo que puedo oler a Georges que trae la cena
ahora». Saltó de la ventana. En la gran habitación detrás
mío, podía oír gritos y c hillidos . «C arne de caba llo»,
«dame a mí primero», «¡estoy 'hambriento, aprisa Geor-
ges!», pero Georges no se inmutaba; al contrario, atra-
vesó la gran habitación y vino directo a mí, sirviéndome a
mí primero. «Tú primero, gatita —dijo él—, los otros
pueden esperar. Tú eres la más callada de todos, o sea
que tú primero.» Ronroneé para demostrarle que apre
ciaba completamente el honor. Me puso delante una gran
cantidad de carne. Tenía un perfume maravilloso. Me
froté contra sus piernas y emití uno de mis más altos
ron ron eos. « Tú no e re s más que u na gati ta pequeñ a
—dijo él—, te la cortaré.» Muy educadamente cortó toda
la pieza en pequeños trocitos y entonces con un «que
comas bien, gata», se fue a atender a los otros.
La carne era sencillamente maravillosa, dulce al pala-
dar y tierna a los dientes. Finalmente me senté hacia
atrás y me lavé la cara. Un ruido como de arañazos me
hizo mirar hacia arriba justo cuando un negro rostro
con ojos relampagueantes apareció en la ventana. «Buena,
¿ v e r d a d ? » , d i j o m a d a m e B u t t e r b a l l . « ¿ Q u é t e d i j e ?
Servimos la mejor carne de caballo que aquí pueda en-
contrarse. Pero espera. Pescado para desayunar. Algo
delicioso, acabo de probarlo yo. Bueno, que tengas una
buena noche.» Al decir esto se dio la vuelta y se marchó
¿ P e s c a d o ? Y o n o p o d í a p e n s a r e n c o m i d a a h o r a ,
40
34. estaba llena. Esto era un cambio tan grande en compa-
ración a la comida de casa; allí me daban trozos que los
humanos dejaban, porquerías con salsa s tontas que a
menudo me quemaban la lengua. Aquí los gatos v ivían
con un verdadero estilo francés.
L a l u z i b a d e s a p a r e c i e n d o a l p o n e r s e e l s o l e n e l
cielo occidental. Los pájaros volvían a casa aleteando, vie-
jos cuervos llamaban a sus compañeros y discutían los
sucesos del día. Pronto la oscuridad se hizo más profunda y
llegaron los murciélagos batiendo sus afelpadas alas
mientras iban y venían persiguiendo a los insectos de la
no c h e . E n c i m a d e l o s a l to s c i p re s e s a p a r e c í a l a l u n a
na ra n j a , t í m i d a m e n te , c o m o d u d o s a d e m e te rs e e n l a
oscuridad de la noche. Suspirando de satisfacción, me subí
perezosamente a mi cajón y caí dormida.
Soñé y todas mis esperanzas salieron a la superficie.
Soñé que alguien me quería simplemente por mí misma,
s implem en te como c ompa ñí a. Mi co razón es taba l leno
de amor, amor que tenía que ser reprimido porque nadie
en mi casa sabía nada de las esperanzas y deseos de una
joven gatita. Aho ra, gata vieja, estoy rodeada de amor
y doy e l mío tambi é n. Ahor a cono ce mos mome nto s du-
ros, pero para mí esto es la vida perfecta donde familia y
yo somos uno, y soy amada como una persona real.
La noche pasó. Estaba nerviosa e incómoda porque
me iba a casa. ¿Volvería a sufrir penalidades otra vez?
¿Tendría una cama de paja en vez de viejos y húmedos
periódicos?, me preguntaba. Antes de que pudiera darme
cuenta, era de día. Un perro ladraba penosamente en la
habitación grande. «Quiero salir, quiero salir», decía una y
otra vez. «Quiero salir.» Por ahí cerca un pájaro estaba
regañando a su compañera por haber retrasado el desayu-
no. Gradualmente iban apareciendo los sonidos normales
del día. La campana de una iglesia tañía con su áspera
voz llamando a los humanos a algún servicio. «Después
41
35. de la misa voy al pueblo a comprarme una blusa nueva,
¿Me acompañarás?», preguntaba una voz femenina. Si -
guieron su camino y no pude oír la respuesta del hombre.
El entrechocar de cubos me recordaba que pronto sería
la hora de desayunar. Desde el cercado de red el guapo
To m al zó la voz c o n u na ca nc ió n de s aludo a l nuevo
día.
La mujer vino con mi desayuno. «Hola, gata —dijo—,
come bien, ya que te vas a casa esta tarde.» Yo emití un
ronroneo y me froté contra ella para demostrar que la
entendía. Llevaba ropas nuevas y con volantes y parecía
estar muy animada. A menudo me sonrío para mis aden-
nos cuando pienso en cómo nosotros, los gatos, vernos
las cosas. Solemos saber el humor de una persona por
su ropa interior. Nuestro punto de v ista es distinto,
¿entiendes?
El pescado era muy bueno pero estaba cubierto de
una comida, algo como de trigo, que tuve que saca r.
«Bueno, ¿verdad?», dijo una voz desde la ventana.
«Buenos días, madame Butterball», repliqué. «Sí, esto
es muy bueno pero ¿qué es esta especie de cubierta de
trigo que hay?» Madame Butterball rió con benevolencia.
«¡Oh! —e xclamó—, de bes de se r u na gata de campo.
Aquí siempre, pero siempre, tomamos cereales por la
mañana para tener vitaminas.» «¿Pero por qué no me
las dieron antes?», persistí. «Porque estabas bajo trata-
miento y te las daban en forma líquida.» Madame But-
terball suspiró: «Tengo que irme ahora, hay tanto que
hacer y tan poco tiempo. Intentaré verte antes de que te
vayas». Antes de que pudiera contestarle había saltado
de la ventana y pude oír su crujir por entre los arbustos.
Se oía un confuso murmullo procedente de la habi-
tación grande. «Sí —dijo el perro americano—, así q u e
le digo a él, no quiero que metas las narices en mi lam-
parilla, ¿ves? Siempre está vagando por ahí para ver lo
42
36. que puede husmear.» Tong Fa, un gato siamés que había
llegado la tarde anterior, estaba hablando con Chawa.
«Dígame, señora, ¿no nos permiten investigar el terreno
por aquí?» Yo me enrosqué y eché un sueñecillo; toda
esta charla me estaba dando dolor de cabeza.
« ¿ L a m e t e m o s e n u n c e s t o ? » M e d e s p e r t é c o n u n
sobresalto. El hombre y la mujer habían entrado en mi
habitación por una puerta lateral. «¿Cesta? —preguntó
la mujer—, no necesita que se la ponga en una cesta,
la lleva ré sobre mi regazo.» Se dirigie ron a la ve ntana y
s e q u e d a r o n h a b l a n d o . « E s e To n g F a — m u r m u r ó l a
m u j e r — , e s u n a l á s t i m a a c a b a r c o n é l . ¿ N o p o d e m o s
hacer nada para evitarlo?» El hombre se movió incómodo y
se acarició la barbilla. «¿Qué podemos hacer? El gato e s
v i e j o y c a s i c i e g o . S u d u e ñ o n o q u i e r e p e r d e r e l
t i e m p o c o n é l . ¿ Q u é p o d e m o s h a c e r ? » H u b o u n l a r g o
silencio. «No me gusta —dijo la mujer—, es un crimen.»
El ho m b re s i g u i ó s i l e nc i o s o . Y o m e h i c e ta n p e q u e ñ a
como me fue posible en una esquina de la jaula. ¿Viejo y
ciego? ¿Eran éstas razones para una sentencia de muerte ?
Ni ngú n recue rdo de los año s de amo r y de voció n ;
matar a los viejos cuando no se pueden cuidar ellos mis-
mos. Juntos, el hombre y la mujer entraron en la habi-
tación grande y cogieron al viejo Tong Fa de su caja.
La mañana fue pasando lentamente. Yo tenía pensa-
mientos sombríos. ¿Qué me pasaría a mí cuando fuese
vieja? El manzano me había dicho que sería feliz, pero
cuando uno es joven e inexperto, esperar parece algo sin
f i n . E l v i e j o G e o r g e s e n t r ó . « A q u í t i e n e s u n p o c o d e
carne de caballo, gatita. Cómela que te vas a casa pron-
t o . » Y o r o n r o n e é y m e f r o t é c o n t r a é l , y é l s e a g a c h ó
para acariciarme la cabeza. Apenas hube terminado de
c o m e r y h a c e r m i toilette c u a n d o l a m u j e r v i n o p o r
mí. «Bueno, vamos, Fifí —exclamó, a casa con madame
Diplomat (la vieja perra).» Me cogió y me llevó a través
43
37. de la puerta lateral. Madame Butterball estaba esperando,
«Adiós, Feef —gritó---, ven a vernos pronto.» «Adiós,
madame Butterball —repliqué yo—, muchas gracias por
su hospitalidad.»
La mujer fue hacia donde estaba el hombre espe.
rando junto a un enorme y viejo coche. Ella entró y se
aseguró de que las ventanas estuvieran casi cerradas; en-
tonces entró el hombre y conectó el motor. Arrancamos
tomamos la carretera que conducía a mi casa.
38. Capítulo III
E l c o c h e i b a z u m b a n d o p o r l a c a r r e t e r a . A l t o s c i -
preses se erguían orgullosos al lado de la carretera con
frecuentes huecos en sus filas como testimonio de los
desastres de una gran guerra, una guerra que yo conocía
sólo po r haber oído hab la r de el la a los humanos . Se-
guimos corriendo, parecía no tener fin. Me preguntaba
cómo funcionaban estas máquinas, cómo corrían tanto
y d u r a n t e t a n t o r a t o ; p e r o n o e r a m á s q u e u n p e n s a -
miento intermitente, toda mi atención estaba puesta en
las vistas del campo que iba pasando.
D u r a n t e l a p r i m e r a m i l l a o a s í h a b í a i d o s e n t a d a
sob re el regazo de la muje r . La curios ida d me ga nó y
c o n p a s o s i n s e g u r o s m e d i r i g í a l a p a r t e t r a s e r a d e l
coche y me senté sobre un estante al mismo nivel de la
ventana trasera donde había una guía Michelín, mapas y
otras cos as . Podía ve r la carretera de trás nues tro. La
mujer se movió más cerca del hombre y se murmuraban
d u l z u r a s . Me p re g u n ta b a s i e l l a ta m b i é n i r í a a t e n e r
gatitos.
Al sol le faltaba una hora a través del cielo cuando
e l h o m b re d i j o : « D e b e rí a m o s e s t a r c a s i a l l í » . « S í — r e -
plicó la mujer—, creo que es la casa grande a una milla y
media de la iglesia. Pronto la encontraremos.» Seguimos
conduciendo más despacio ahora, disminuyendo la
velocidad hasta parar al girar hacia el camino y encon-
trar el portal cerrado. Un discreto bocinazo y un hombre
salió corriendo de la portería y se acercó al coche. Viendo y
reconociéndome, se volvió y abrió el portal. Sentí una
gran emoció n a l darme cuenta de que yo había sido el
motivo de que se abrieran las puertas sin que tuvieran
que dar ninguna explicación.
45
39. Cruzamos el portal y el portero me saludó grave.
mente al pasar. Mi vida había sido muy extraña, decidí,
ya que ni sabía la existencia de la portería o el portal
Madame Diplomat estaba al lado de uno de los céspedes
hablando a uno de los ayudantes de Pierre. Se volvió al
acercarnos y anduvo despacio hacia nosotros. El hombre
paró el coche, salió e inclinó la cabeza educadamente.
«He mos t raído su g at i ta , mada me —d ijo él— , y aquí
tiene una copia certificada del p e d i g r e e del gato semen-
tal.» Los ojos de madame Diplomat se abrieron asombra.
d o s c u a n d o m e v i o s e n t a d a e n e l c o c h e . « ¿ N o l a e n -
cerra ron en una ca ja?», preguntó. «No, madame —re-
plicó el hombre—, es una gatita muy buena y ha estado
quieta y comportándose todo el tiempo que ha estado
con nosotros. Consideramos que es una gata que se com-
porta excepcionalmente bien.» Me sentí enrojecer ante
tamaños cumplidos y fui lo suficiente maleducada para ronronear
dando a entender que estaba de acuerdo. Madame Diplomat se
volvió imperiosamente al jardinero ayudante y dijo:
«Corre a la casa y dile a madame Albertine que la quiero
ver inmediatamente». «¡Pub! —gritó el gato del porte ro
de sde detrás de un árbol—, ya sé dónde has estado.
Nosotros los gatos de clase baja no somos suficiente
para-ti, tienes que tener niños bonitos!» «Dios mío —dijo
la mujer en el coche—, hay un gato. Fifí no debe tener
contacto con Toms.» Madame Diplomat se giró en
redondo y tiró un palo que arrancó de l a tierra. Pasó a
un pie de distancia del gato del portero «Ja, ja —rió
mientras corría—, no podrías dar con la aguja de una
iglesia, con un cepillo de la ropa a seis pulgadas de
distancia... vieja !», volví a enrojece r. El lenguaje era
terrible y sentí un gran descanso al ver a madame
Albertine andando patosamente a toda prisa por el camino
con su rostro radiante en señal de bienvenida. Le grité y
salté derecha a sus brazos, diciéndole lo mucho
46
40. que la quería, cómo la había encontrado a faltar y todo
lo que me había pasado. Por unos momentos nos olvida-
mos de todo excepto de nosotras, entonces la rasposa voz
d e m a d a m e D i p l o m a t n o s h i z o v o l v e r a l p r e s e n t e . « A l -
b e rt i ne — c h i l l ó á s p e ra m e n te — , ¿ s e d a c u e nt a d e q u e
me estoy dirigiendo a usted? Haga el favor de atender.»
« M a d a m e — d i j o e l h o m b r e q u e m e h a b í a t r a í d o — ,
esta gata ha sido maltratada. No ha comido lo suficiente.
Las sobras no son lo suficientemente buenas para gatos sia-
meses con pedigree y debería tener una cama caliente y
c ó m o d a . » « E s t e g a t o e s valioso —s i g u i ó d i ci e nd o — , y
sería una gata de concurso si se la tratara mejor.»
Madame Diplomat fijó su mirada altanera. «Esto no
e s m á s q u e u n a n i m a l , ho m b r e , l e p a g a r é s u c u e n t a ,
p e r o n o i n t e n t e e n s e ñ a r m e l o q u e t e n g o q u e h a c e r . »
«Pero, madame, estoy intentando salvar su valiosa pro-
p i e d a d » , d i j o e l h o m b r e , p e r o l o r e d u j o a l s i l e n c i o
mientras leía la cuenta, cloqueando con desaprobación
d e t o d o l o q u e v e í a . L u e g o , a b r i e n d o s u m o n e d e r o ,
sacó su talonario de cheques y escribió algo en un trozo
de papel antes de dárs elo. Madame D iplomat se volvió
con rudeza y se fue con paso airado. «Tenemos que vivir
esto cada día», le susurró madame Albertine a la mujer.
A s i n ti e ro n c o n s i m p a t í a y s e fu e ro n c o n d u c i e n d o d e s -
pacio.
Había es tado fue ra cas i una se mana . Mucho d ebía
de haber pasado durante mi ausencia. Pasé el resto del día
yendo de un lado a otro renovando asociaciones pasadas
y leyendo todas las noticias. Durante un rato descansé
segura y recogida sobre una rama de mi viejo amigo el
manzano. La cena fueron las acostumbradas sobras, de
b u e n a c a l i d a d , p e ro a s í y t o d o s o b ra s . P e n s é l o m a r a -
villoso que sería tener algo comprado especialmente para
m í e n v e z d e s i e m p r e t e n e r « r e s t o s » . A l l l e g a r e l c r e -
pús culo G aston vino a busca rme, y al encontrarme me
47
41. arrancó del suelo y corrió al cobertizo conmigo. Empujó
la puerta hasta abrirla y me echó en el oscuro interior,
dio un portazo tras él y se fue. Siendo francesa yo misma,
me duele mucho tener que admitir que los humanos han-
ceses son, desde luego, muy duros con los animales.
Pasaron días y semanas. Gradualmente mi tipo se
convirtió en el de una matrona y mis movimientos fueron
más lentos. Una noche cuando estaba casi al final, Pierre
me tiró con rudeza al cobertizo. Al aterrizar en el duro
suelo de cemento, sentí un dolor terrible, como si me
estuvieran rompiendo. Dolorosamente, en la oscuridad de
ese cobertizo, nacieron mis cinco bebés. Cuando me hube
recuperado un poco, rompí un poco de papel y les hice
un n ido cal ien te y los lle vé al lí u no a uno . A l dí a si -
guiente nadie vino a verme. El día fue pasando lenta-
mente pero tenía trabajo alimentando a mis bebés. La
noche me encontró mareada de hambre y completamente
seca, ya que no había ni comida ni bebida en el cober.
tizo. El nuevo día no trajo alivio, no vino nadie y las
horas se alargaron más y más. Mi sed era casi insopor-
table y me preguntaba por qué tenía que sufrir tanto.
Al caer la noche los búhos ululaban y se precipitaban
sobre los ratones que habían cogido. Yo y mis gatitos
estábamos echados juntos y yo me preguntaba cómo iba a
seguir viviendo el próximo día.
El día siguiente había ya avanzado cuando oí pasos.
Se abrió la puerta y allí, de pie, estaba madame Alber-
tine, pálida y enferma. Se había levantado especialmente
d e s u c a m a p o rq u e ha b í a t e ni d o « v i s i o ne s » d e m í e n
apuros. Como lo sintió, traía comida y agua. Uno de mis
bebés había muerto durante la noche y madame Alber-
tine estaba demasiado furiosa para poder hablar. Su furia
e ra ta l a l ve r la m ane ra c omo me ha bía n tra ta do que
fue y tra jo a mada me D ip loma t y al se ño r duque . Ma-
dame Diplomat sintió haber perdido un gatito y el dinero
48
42. que eso representaba. El señor duque sonrió desampara-
damente y dijo: «Quizá te ndríamos que hac er algo. Al-
guien tendría que hablar a Pierre».
P o c o a p o c o m i s g a t i t o s f u e r o n c o g i e n d o f u e r z a s ,
gradualmente iban abriendo sus ojos. Vino gente a ver-
lo s, e l dine ro camb ió de mano s y a nte s de que de jara
de amamantarlos me los sacaron. Yo divagaba por la finca
desconsoladamente. Mis lamentos estorbaban a madam e
D i p l o m a t y o r d e n ó q u e m e e n c e r r a r a n h a s t a q u e
callara.
Ahora ya me había acostumbrado a ser exhibida en
las reuniones sociales y no daba ninguna importancia que
me sacaran de mi trabajo por el jardín para pasearme p o r
e l s a l ó n . U n d í a f u e d i s t i n t o . M e l l e v a r o n a u n a
habitación pequeña donde madame Diplomat estaba sen-
tada ante un escritorio y un hombre extraño estaba sen-
tado en frente. «¡Ah! —exclamó él, cuando me entraron
en la habitación—, así que ésta es la gata.» Me examinó
en silencio, torció el semblante y se restregó una de sus
orejas. «Está algo descuidada. Drogarla para que se la
pueda llevar como equipaje en un avión puede dañar su
co ns ti tuc ió n.» Ma da me D iploma t f runc ió el ceño e nfa -
dada: «No le pido u n se rmón, seño r vete rinario —dijo
ella—, si no hace lo que le pido muchos otros lo harán».
Postuló furiosam ente : «¡Cuá nta to nt ería po r un mero
gato !». El señor ve terina rio s e encogió de hombros im-
p o te n te . « M u y b i e n , m a d a m e — re p l i c ó —, h a r é l o q u e
usted quiera, ya que tengo que ganarme la vida. Llame
una hora o así antes de coger el avión.» Se levantó, buscó a
tientas su cartera y salió tropezando de la habitación.
Madame Diplomat abrió el balcón y me envió al jardín.
Ha bía un ai re d e re prim ida an imac ió n e n la c as a.
Sacaban el polvo y limpiaban las maletas y pintaban en
ellas el nuevo rango del señor duque. Llamaron a un car-
pintero y le dijeron que hiciera una caja de viaje de ma-
49
43. dera que cupiera en una maleta y capaz de contener un
gato. Madame Albertine corría de un lado para otro y
tenía el aspecto de esperar que madame Diplomat cayera
muerta.
Una mañana, como una semana más tarde, Gaston
vino al cobertizo por mí y me llevó al garaje sin darme
d e s a y u n o . L e d i j e q u e t e n í a h a m b r e , p e r o c o m o d e
costumbre no me entendió. La doncella de madame Di-
p l o m a t , Y v e t t e , e s p e r a b a e n e l C i t r o é n . G a s t o n m e
metió en una cesta de caña con una tapadera con correas
y me colocaron en el asiento de atrás. Arrancamos a gran
velocidad. «No sé por qué quieren que droguen al gato
—dijo Yvette—, las reglas dicen que se puede llevar un
g ato a USA s in n in gu na d i fi cul tad .» «¡ Uh! —di jo Ga s-
ton—. Es a mujer es tá loca , ya he dej ado de intentar
adivinar lo que le hace gracia.» Se quedaron callados y
se concentraron en conducir más y más aprisa. Los saltos
eran terribles. Mi poco peso no era suficiente para apre-
tar los muelles del asiento y me iba poniendo más y más
morada dándome con los lados y la parte de arriba del
cesto. Me concentré en estirar las patas y hundí las pezu-
ñas en la cesta. Fue realmente una triste batalla para
prevenir la pérdida del conocimiento a causa de los gol-
pes. Perdí toda noción del tiempo. Finalmente paramos
patinando y rechinando. Gaston agarró mi cesta, subió
unas escaleras y entró en una casa. Dejó caer la cesta
sobre una mesa y sacó la tapadera. Unas manos me co-
gieron y me sentaron sobre la mesa. Inmediatamente caí,
mis piernas ya no me soportaban, había estado agarrotada
demasiado rato. El señor veterinario me miró horrori-
zado y lleno de compasión. «Podría haber matado a esta
gata —exclamó enfadado a Gaston—, no puedo darle una
inyección hoy.» El rostro de Gaston se hinchó de furia.
«D rogue a l.. . g ato , el avió n s ale ho y . L e h a n pa gado,
¿ n o ? » E l s e ñ o r v e t e r i n a r i o d e s c o l g ó e l t e l é f o n o . « N o
50
44. puede telefonea r —dijo Gaston—, la familia está en el
a e ro p u e rt o d e L e B o u r g e t y te n g o p ri s a .» S u s p i r a n d o
el señor veterinario cogió una gran jeringa y se volvió
hacia mí. Sentí un agudo y doloroso pinchazo en lo más
profundo de mis músculos y todo a mi alrededor se vol-
vió rojo, luego negro. Oí una lejana voz decir: «Ya está,
esto la mantendrá callada durante...». Entonces el com-
pleto y absoluto olvido descendió sobre mí.
Se oyó un horroroso rugido, tenía frío y respirar era
un esfuerzo espantoso. Ni una pizca de luz en ningún
sitio; nunca había conocido una oscuridad semejante.
Durante un rato temí haberme vuelto ciega. Mi cabeza
parecía que se estuviera partiendo en pedazos; nunca me
ha b í a s e n t i d o t a n e n fe rm a , ta n m a l t ra t a d a , ta n m i s e -
rable.
El horroroso rugido continuaba hora tras hora; creí
q u e m e i b a a e s t a l l a r l a c a b e z a . S e n tí a e x t r a ñ a s p re -
siones en mis oídos y las cosas de dentro hacían click y
pop. El rugido cambió haciéndose más fiero, luego una
s a c u d i d a , u n f u e r te ru i d o m e tá l i c o y f u i e n v i a d a c o n
violencia contra la tapadera de mi caja. Otra y otra sacu-
dida y el rugido disminuyó. Ahora un extraño retumbar
como las ruedas de un coche rápido sobre una pista de
cemento. Más extraños movimientos y retumbos y enton-
ce s el rug ido mu rió . O tros ruidos apa rec ie ron s in em-
bargo, el rascar de metal, voces ahogadas y un chug chug
j u s t o d e b a j o m í o . C o n u n g o l p e p e r tu r b a d o r s e a b r i ó
una gran puerta de metal a mi lado y extraños hombres
entraron con gran estruendo en el compartimiento donde
yo estaba. Rudas manos agarraban maletas y las tiraban a
un c inturón moviente que se las lle vaba fuera de la
v i s t a . E n t o n c e s m e l l e g ó e l t u r n o . V o l é p o r e l a i r e y
a t e r r i c é c o n u n g o l p e c o m o p a r a r o m p e r l o s h u e s o s .
Debajo mío algo daba tumbos y siseaba. Otro golpe y mi
viaje terminó. Me eché de espaldas y vi el cielo del ama-
51
45. necer a través de algunos agujeros para el aire. «Eh, ahí
hay un gato», dijo una extraña voz. «Okay, Bud, no nos
incumbe», replicó el otro hombre. Sin ceremonia alguna
agarraron mi c aja y la echaron sobre una especie de
vehículo; apilaron otras maletas encima y alrededor y
ese algo con motor arrancó con un ruido rum, rum, rum,
Perdí el conocimiento, debido al dolor y al susto.
Abrí mis ojos y mirando a través de la tela metálica
vislumbré una desnuda bombilla eléctrica. Me moví con
dificultad y débilmente me tambaleé hasta un plato de
agua que había cerca de allí. Era casi demasiado esfuerzo
beber, casi demasiado problema seguir viviendo pero
después de beber me encontré mejor. «Bien, bien, se-
ñora, ¿estás despierta?» Miré y vi a un viejo y pequeño
hombre negro que estaba abriendo una lata de comida,
« Sí , se ño ra , tú y yo, los dos , te nemos ca ra s ne gras ,
espero cuidarte bien, ¿eh?» Me metió la comida dentro y
yo intenté un ronroneo para demostrarle que apre-
ciaba su amabilidad. Me acarició la cabeza. «Eh, ¿a que
esto es algo? —murmuró para sí mismo—. Espera que
l e cue nte a Saddi e , ¡homb re , homb re !»
Poder volver a comer era maravilloso. No podía co-
mer mucho porque me sentía muy mal, pero lo intenté
para que el hombre negro no se sintiera insultado. Más
tarde di otro mordisquito y bebí un poco y luego me
entró sueño. Había un trozo de manta en la e squina
así es que me enrosqué en ella y me dormí.
Más tarde me di cuenta de que estaba en un hotel.
E l p e r s o na l i b a b a j a n d o a l s ó ta n o p a ra v e r m e . « O h,
¿verdad que es lista?», decían las sirvientas. «¡Caray!
Mi r a , h o m b r e , e s o s o j o s , s o n b e l l í s i m o s » , d e c í a n l o s
hombres. Una de las visitas fue muy bienvenida, un chef
francés. Uno de mis admiradores llamó por un teléfono:
«Eh, FranÇois, baja aquí, tenemos un gato siamés fran-
cés». Unos minutos después un hombre gordo venía taro-
5 2
46. bale ándose por el corredor. «Tú e res el c h a t f r ar k aí s ,
¿no?», dijo mi ra ndo a los ho mbre s que es taba n de pie
a l r e d e d o r . Y o r o n r o n e é m á s y m á s a l t o , e r a c o m o u n
la zo con Francia el v erle. Se ace rcó y miró con ojos de
miope y echó a hablar en un torrente de francés parisino.
Yo ronrone é y le chillé que le entendía pe rfec tamente.
«Ja —dijo una voz oculta—, ¿sabéis?, el viejo FranÇois y
el gato se tocan en todos los cilindros.»
El negro abrió mi jaula y yo salté directamente a los
brazos de Francois , me besó y yo le di algunos de mis
mejores le ngüetazos y cuando me volv ieron a meter en
l a j a u l a t e n í a l á g r i m a s e n l o s o j o s . « S e ñ o r a — d i j o e l
negro que se cuidaba de mí—, no dudes de que has hecho
un ligue. Supongo que vas a comer bien ahora.» Me gus-
taba mi asiste nte, como yo, te nía el rostro negro; pero
las cosas agradables no duraron para mí. Dos días más
tarde nos trasladamos a otra ciudad de los Estados Unidos y
me dejaron en una habitación subterránea casi todo el
tiempo. Durante los años siguientes la vida era la misma,
d í a tra s d í a , m e s t ra s m e s . Me u s a b a n p a ra p ro d u c i r
g a t i to s q u e m e s a c a b a n a n te s c a s i d e q u e d e j a ra n d e
mamar.
Finalmente el duque fue reclamado a Francia. Otra
v e z m e d r o g a ro n y n o s u p e n a d a m á s h a s t a d e s p e r t a r
m a r e a d a y e n f e r m a e n L e B o u r g e t . L a l l e g a d a a c a s a
q u e y o h a b í a c o n te m p l a d o c o n p l a c e r f u e , e n c a m b i o ,
un tr is te s uceso . Mada me Albe rtine ya no es taba a ll í ,
ha b í a m u e r t o p o c o s m e s e s a n te s d e q u e v o l v i é r a m o s .
H a b í a n c o r t a d o e l v i e j o m a n z a n o y h a b í a n h e c h o m u -
chos cambios en la casa.
Durante algunos meses vagué desconsoladamente por
ahí tra ye ndo algunas familias al mundo y viendo cómo
me las sacaban antes de que yo estuviera preparada. Mi
s a l u d e m p e z ó a e m p e o r a r y m á s y m á s g a t i to s n a c í a n
m u e rt o s . M í v i s ta fu e v o l v i é n d o s e i n s e g u ra y a p r e n d í
53
47. a « s e n t i r » m i c a m i n o . ¡ N u n c a o l v i d é q u e a To n g F a lo
habían matado porque era viejo y ciego!
Casi dos años después de haber vuelto de América,
madame Diplomat quiso ir a Irlanda para ver si era un
lugar apropiado para vivir ella. Tenía la idea fija de que
yo le había traído suerte (aunque no por eso me trataba
mejor) y yo tuve que ir a Irlanda también. Otra vez me
llevaron a un sitio donde me drogaron y por un tiempo la
vida dejó de existir para mí. Mucho más tarde des.
perté en una caja forrada de tela en una casa extraña,
Se oía un constante zumbido de aviones en el cielo. El
olor de carbón quemado me cosquilleaba los orificios
nasales y me hacía estornudar. «Está despierta», dijo una
abierta voz irlandesa. ¿Qué había pasado? ¿Dónde es.
taba yo? Sentí pánico pero estaba demasiado débil pata
m o v e r m e . S ó l o m á s t a r d e o y e n d o v o c e s h u m a n a s y
explicándomelo un gato de l aeropuerto compre ndí l a
historia.
El avión había aterrizado en el aeropuerto irlandés
Los hombres habían sacado las maletas del departamento
d e e q u i p a j e s . « E h , P a d d y , h a y u n v i e j o g a t o m u e r t o
a q u í ! » , dijo uno de los hombres. Paddy, el capataz, se
acercó a mirar. «Busca al inspector», dijo. Un hombre
habló por el micro y pronto apareció un inspector d e l
Departamento de Animales en escena. Abrieron mi c a j a y
me cogieron cuidadosamente. «Buscad al dueño», dijo el
inspector. Mientras esperaba me examinó. Madame
D ip lo ma t se a c e rc ó fu rio s a a l p eq ue ño g ru po q ue m e
rodeaba. Empezando a bramar y a contar lo importante
que ella era, fue cortada muy pronto por el inspector.
«La gata está muerta —dijo el inspector—, por viciosa
crueldad y falta de cuidado. Está embarazada y usted
la ha drogado para evadir la cuarentena. Esto es una
se ria o fe nsa .» Madame D iploma t empe zó a l lorar di-
c iendo que afe c ta rí a la ca rre ra de s u e sposo s i la
l lev aba n
54
48. a los tribunales por una ofensa tal. El inspector tiró de
su labio inferior y entonces con una decisión repentina
di jo: «E l anima l e s tá muerto . F i rme una re nunc ia con -
fo rm e p o d e m o s d i s p o n e r d e l c u e r p o y p o r e s t a v e z no
diremos nada. Pero le aconsejo no volver a tener gatos».
M a d a m e D i p l o m a t f i r m ó e l d i c h o p a p e l y s a l i ó m e d i o
llorando. «Bien, Brian —dijo el inspector —deshazte del
c u e r p o . » S e f u e y u n o d e l o s h o m b r e s m e m e t i ó o t r a
vez en la caja y se me llevó. Muy vagamente oí el sonido
de tierra revuelta, el ruido de metal sobre piedra y qui-
zás una pala rascando contra una obstrucción. Entonces
m e c o g i e r o n y o í d é b i l m e n t e : « ¡ G l o r i o s o s e a ! ¡ E s t á
v i v a ! » . A n te e s to v o l v í a p e rd e r l a c o nc i e n c i a . E l h o m -
bre, así me lo contaron, miró desconfiadamente alrededor y
entonces seguro de que no le observaban, llenó el foso
que había cavado para mí y se me llevó corriendo a una
c a s a p r ó x i m a . N o v o l v í a s a b e r n a d a h a s t a « E s t á d e s -
pierta», dijo una abierta voz irlandesa. Manos dulces me
acariciaron, alguien me mojó los labios con agua. «Sean
— d i j o l a v o z i r l a n d e s a — e s t a g a t a e s t á c i e g a . L e h e
b a l a n c e a d o l a l u z d e l a n t e d e s u s o j o s y n o l a v e . » Y o
estaba aterrorizada pensando que me mata rían por mi
e d a d y c e g u e ra . « ¿ C i e g a ? — d i j o Se a n — . R e a l m e n te e s
u n a b o n i t a c ri a t u ra . I ré a v e r a l v i g i l a n t e p a r a v e r s i
puedo quedarme sin trabajar el resto del día. Bueno, y
después la llevaré a mi madre, la cuidará. No podemos
tenerla aquí.» Se oyó el ruido de una puerta abriéndose
y cerrándose. Unas suaves manos me aguantaban y me
ponían la comida justo debajo de mi boca, y hambrienta
c o m í . E l d o l o r d e n t r o d e m í e r a t e r r i b l e y p e n s é q u e
p r o n t o m o r i r í a . M i v i s t a h a b í a d e s a p a r e c i d o p o r c o m -
pleto. Más tarde, cuando vivía con el lama, gastó mucho
dinero para ver si se podía hacer algo pero descubrieron
que m is ne rvios óp ti cos se había n roto con los go lpes
que había tenido.
55
49. La puerta se abrió y se cerró. «¿Bien?», preguntó la
mujer—. «Le dije al vigilante que me sentía mal después
de ver cómo trataban a una criatura de Dios. Dijo: "CIa.
ro, Sean, tú siempre fuiste único para sentir tales cosas,
bueno, puedes marcharte". Así que aquí estoy. ¿Cómo
sigue?»
« M m , a s í a s í — c o n te s t ó s u m u j e r — . L e m o j é l o s
labios y comió un pedazo de pescado. Se pondrá bien
pero ha pasado un mal trago.» El hombre deambulaba
por ahí: «Dame algo de comer, Mary, y llevaremos el
g ato a mad re. Vo y a sa li r a hora y mi raré lo s neu má-
ticos». Yo suspiré. Más viajes, pensé. El dolor dentro
de mí era un repetido dolor espasmódico. Por ahí se oía
el entrechocar de platos y el sonido de un fuego que
atizaban. Pronto la mujer fue hacia la puerta y llamó:
«El té, Sean, el agua está hirviendo:>. Sean entró y oí
cómo se lavaba las manos antes de sentarse para comer.
«Te nemos que ca llarnos —dijo Sea n—, s i no nos per-
seguiría el guarda. Si podemos ponerla bien, sus gatitos
nos darán dinero. Estas criaturas son valiosísimas, ¿sa-
bes?» Su mujer llenó otra taza de té antes de contestar.
«Tu madre lo sabe todo sobre los gatos, ella hará que
se reponga, ella es capaz si es que hay alguien que lo sea.
Márchate antes de que los otros terminen de trabajar.»
«Y tanto» —dijo Sean mientras retiraba su silla ruido-
samente y se levantaba. Se acercaron a mí y sentí que
cogían mí caja. «Puedes poner la caja en la bolsa, Sean
—dijo la mujer—, llévala bajo tu brazo, voy a hacer un
cabestrillo para que puedas llevar el peso en tus hom-
bros, aunque no es que pese mucho, ¡pobrecilla!» Sean,
con un tirante en sus hombros y alrededor de mi caja,
se volvió y salió de la casa. El frío aire irlandés se colaba
deliciosamente en mi caja, trayendo consigo su vigoroso
a lie n to de l ma r. Me hi zo s e n ti r mucho me jo r, ¡ si tan
sólo el espantoso dolor se fuera! Un viaje en bicicleta
56
50. era una experiencia completamente nueva para mí. Una
dulce brisa me llegaba a través de los orificios para el
aire y el ligero mecimiento que no era desagradable me
recordaba estar echada sobre las altas ramas de un árbol
q u e s e m e c í a a l v i e n t o . U n r u i d o c o m o u n c r u j i d o m e
llenó de curiosidad durante un rato. Primero pensé que
mi caja se estaba rompiendo, luego concentrándome mu-
cho decidí que la cosa del asiento donde se sentaba Sean
ne c e s i t a b a a c e i t e . P ro n to l l e g a m o s a u n t e r r e n o e m p i -
n a d o . L a r e s p i r a c i ó n d e S e a n e m p e z ó a r a s p a r e n s u
g a r g a n t a , l o s p e d a l e s s e m o v í a n m á s y m á s d e s p a c i o
h a s t a p a r a r p o r c o m p l e t o . « ¡ U f ! — e x c l a m ó — , e s u n a
pesada caja la que tienes», puso mi caja sobre el asiento,
sí, ¡rechinaba!, siguió a pie pesadamente empujando su
bicic leta despa cio. Luego se detuvo, abrió e l picaporte
de un portillo y empujó la bicicleta dentro; se oía el ras-
pado de la madera con el metal y el portillo se cerró de
golpe detrás nuestro. ¿Dónde me meto ahora?, pensaba
y o . M e l l e g ó a l a n a r i z e l a g r a d a b l e o l o r a f l o r e s . L o
i n h a l é a p r e c i a t i v a m e n t e . « ¿ Y q u é m e h a s t r a í d o , h i j o
m í o ? » , p r e g u n t ó u n a v o z d e v i e j a . « T e l a h e t r a í d o
para ti, madre», replicó Sean orgullosamente. Apoyando
la máquina contra la pared, cogió mi caja, se limpió los
pies con cuidado y entró en el edificio. Se sentó con un
susp iro de a li vio y le con tó toda la h is tor ia que s abí a
d e m í a s u ma d re . D e s p u é s d e m a no s e ar l a t a p a l a l e -
v a n tó . H u b o u n s i l e n c i o d u ra n te u n m o m e n to . L u e g o ,
«¡Ah! ¡Qué preciosidad de criatura debió de ser en sus
tiempos! Mírala ahora con su pelo burdo por la falta de
cuidado. Mira cómo se le ven las costillas. ¡Qué crueldad
tratar así a estas criaturas!».
Finalmente me cogieron y me pusieron sobre el suelo.
Es d e s c o n c e rt a n te p e rd e r l a v i s t a re p e nt i n a m e n t e . A l
p ri n c i p i o m i e n t ra s m e m o v í a c o n p a s o s v a c i l a nt e s m e
d a b a c o n t r a l a s c o s a s . S e a n m u r m u r ó : « M a d r e , c r e e s
57
51. que .. . ¿sabe s? » . «N o , hi jo m ío, és tos son ga tos mu
inteligentes, desde luego, gatos muy inteligentes. Re.
cuerda que te dije que los había visto en Inglaterra. No,
no, dale tiempo y verás cómo se las arregla.» Sean se
volvió hacia su madre: «Madre, voy a llevarme la caja y
dársela al vigilante por la mañana, sabes.»
La vieja corría de un lado a otro trayendo comida v
agua y muy oportunamente me llevó a un cajón de tierra.
Finalmente Sean se fue prometiendo volver dentro de
unos días. La vieja cerró la puerta con cuidado y echó
o tro p e d a z o d e c a rb ó n e n e l f u e g o h a b l a n d o p a ra s í
misma todo el rato en lo que pensé sería irlandés. Para
los gatos, claro está, la lengua no tiene mucha impon
tancia, ya que conversan y escuchan por telepatía. Los
humanos piensan en su propio idioma y es a veces un
poco confuso para un gato siamés francés aclarar pensa. mientos-
imágenes enmarcados en alguna otra lengua desconocida.
Pronto nos echamos para dormir, yo en una caja
junto al fuego y la vieja en un camastro al otro lado de
la habitación. Yo estaba absolutamente agotada, sin em-
bargo, el dolor mordiéndome dentro, no me dejaba don
mir. Finalmente el cansancio ganó al dolor y me dormí.
Mis sueños fueron terroríficos. ¿Adónde había ido? Me
preguntaba en mis sueños. ¿Por qué tenía que sufrir
tanto? Temía por mis ga titos que te nían que llegar.
Temía que murieran al nacer, temía que no muriesen,
y a q u e ¿ q u é f u t u r o t e n í a n ? ¿ P o d r í a y o e n m i d é b i l
estado alimentarlos?
Por la mañana, la vieja empezó a moverse. Los mue-
lles del camastro crujieron al levantarse y se acercó a
atizar el fuego. Arrodillándose junto a mí, me acarició
la cabeza y dijo: «Yo voy a ir a misa y luego comeremos
algo». Se levantó y pronto se fue. Oí sus pasos desva.
necerse por el camino. Se oyó el clic de la verja del jat.
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52. d i n y l u e g o s i l e n c i o . Y o m e d i l a v u e l t a y v o l v í a d o r -
mirme.
Al final de l día había recupe rado a lgunas fue rzas .
Pude move rme despacio. Primero me daba contra cas i
to d o , p e ro p ro n to a p re nd í q u e n o c a m b iab a n lo s m u e-
bles muy a menudo. Con el tiempo aprendí a encontrar
m i cam ino s in d arme demas ia dos go lpes . N ue s tros vi-
b r i s s ae ( b i g o t e s d e g a t o ) a c t ú a n c o m o u n r a d a r y p o -
d e m o s e n c o n t r a r e l c a m i n o e n l a m á s n e g r a d e l a s
n o c h e s c u a n d o n o h a y n i u n d e s t e l l o d e l u z q u e v e r .
Ahora mis antenas tenían que trabajar todo el tiempo.
Uno s dí as más ta rde la v iej a le d ijo a su hijo , q ue
había ido a verla: «Sean, limpia el cobertizo de la leña
q u e v o y a p o n e r l a a l l í . C o n e s o d e q u e e s c i e g a y y o
que tampoco veo bien, tengo miedo de darle una patada y
dañar a los gatitos y significa mucho dinero para nos-
otros. Sean salió y pronto oí una gran conmoción proce-
dente del cobe rtizo de la le ña al move r cosas y hace r
m o n to n e s d e c a rb ó n . En tr ó y d i j o : « Y a e s t á to d o a rr e -
glado, madre,, he puesto montones de periódicos en el
suelo y he cerrado la ventana».
A s í q u e o t ra v e z m i c a m a e ra d e p e r i ó d i c o s . I rl a n -
deses esta vez. «Bueno —pensé—, el manzano dijo hace
años que la suerte me llegaría en uno de los momentos
más negros. Ya casi era hora.» El cobertizo era de plan-
chas de madera embreadas con una desvencijada puerta y
el suelo era de tierra pisada y en la pared se guardaba
una increíble colección de cosas de la casa, trozos de
carbón y cajas vacías. Por alguna extraña razón la vieja
tenía un enorme candado para cerrar la puerta. Cuando
venía a verme se quedaba ahí murmurando y rebuscaba
sin cesar e ntre las llaves hasta e ncontrar la correcta.
Finalmente con la puerta abierta entraba a trompicones,
tanteando el camino, en el triste interior. Sean quería
reparar las ventanas para que entrara algo de luz; ningún
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