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XVII. Los fundamentos de una ética universal
1. La necesidad de reconocer todos
los motivos pertinentes
Los fenómenos de la naturaleza inorgánica,
y más aún los de la vida, son tan complejos que
la mente humana difícilmente puede pensar en
ellos sin simplificarlos. Nos gusta asignarle a ca-
da evento una sola causa, olvidando convenien-
temente que prácticamente nada sucede si no es
por una multitud de circunstancias, y que nuestra
llamada "causa" es meramente el último, o el
más visible o el más inconstante, de los factores
que contribuyen a que suceda. Tenemos así, por
ejemplo, el hábito de decir que las mareas son
causadas por la luna, pasando por alto la gran in-
fluencia del sol sobre ellas.
Con respecto a los fenómenos vitales, espe-
cialmente, nuestro empedernido hábito de asig-
narle a cada evento una única causa nos lleva a
pensar vaga y descuidadamente. Frecuentemente
nos equivocaríamos si intentáramos poner en co-
rrelación el florecimiento de un árbol únicamen-
te con cambios en la temperatura, sin prestar
atención a influencias importantes como la llu-
via, la duración de la luz solar, la composición
del suelo y condiciones internas todavía más di-
fíciles de analizar. Los biólogos son cada vez
más escépticos de las explicaciones según un so-
lo factor. Sin embargo, durante varios siglos ha
habido en la filosofía occidental un persistente
intento de atribuir uno de los más elevados es-
fuerzos de uno de los organismos más complejos
a un único factor, estableciendo sistemas enteros
de ética sobre el instinto de autopreservación, la
búsqueda calculada de la felicidad personal, el
sentido del deber, o cualquier otra cosa. No es
extraño que ninguno de estos sistemas haya lo-
grado abarcar toda la amplitud y riqueza del es-
fuerzo moral y que ninguno haya satisfecho
nuestras necesidades éticas, y que el incremento
de sistemas sólo haya producido desconcierto y
dudas cada vez mayores.
El único remedio para esta situación infe-
liz parece ser renunciar resueltamente a la satis-
facción de alcanzar una elegancia monista gra-
cias al proceso progresivo de deducción que
parte de una premisa solitaria, como el de los
niños que al jugar con bloques de madera inten-
tan levantar una alta torre colocando un único
bloque como base. Nuestro método debe ser
más bien el contrario; debemos empezar exami-
nando la naturaleza humana en toda su comple-
jidad, señalando todos los componentes que
tengan importancia ética y que puedan servir de
base al esfuerzo moral. No importa que en el ni-
vel donde primero los encontremos no podamos
descubrir sus interconexiones ni rastrear su de-
sarrollo a partir de una única fuente, de modo
que nuestros impulsos autocentrados parezcan
no tener relación con nuestros impulsos altruis-
tas, y nuestro deseo de perfección parezca dis-
tinto de nuestro anhelo de felicidad. En cuanto
biólogos o psicólogos, quizá nunca lleguemos a
estar satisfechos hasta que no hayamos rastrea-
do todos los aspectos de la naturaleza humana
hasta una sola fuente; en cuanto moralistas,
nuestro oficio es aceptar, agradecidos, tal como
lo encontramos, cada impulso y cada apetito
que pueda contribuir al esfuerzo moral, y em-
plear nuestra habilidad no en disecciones que
Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, XXXVIII (95-96), 249-265, 2000
250 ALEXANDER F. SKUTCH
consuman todo nuestro tiempo, sino en guiar es-
tos impulsos hacia la fruición en una vida mo-
ralmente satisfactoria.
En capítulos anteriores traté de mostrar que
todos los rasgos psíquicos de importancia moral,
incluyendo la conciencia, el amor, la simpatía, el
sentido del deber y la apreciación estética, son
productos de esa actividad integradora presente
en el fundamento mismo de nuestro ser que tien-
de siempre a ordenar todas las cosas en agrega-
dos coherentes. Para nuestros propósitos actuales
no es enteramente necesario que el lector acepte
esta conclusión. Es suficiente si reconoce la pre-
sencia de estos modos de pensamiento y senti-
miento dentro de sí mismo, y concuerde en que,
en los términos más generales, todo el esfuerzo
de la moralidad está dirigido a incrementar la ar-
monía entre los componentes del mundo, crean-
do un patrón coherente no sólo tan amplio e in-
clusivo como sea posible, sino también así de
perfecto en todos sus detalles. En el presente ca-
pítulo debemos pasar lista a todos esos compo-
nentes de la naturaleza humana ~iscutidos en
capítulos anteriores- que puedan servir como
fundamento de una ética más amplia; mientras
que en el libro Ideales Morales deberemos ver
qué superestructura podemos levantar sin peligro
sobre ellos.
2. Virtudes derivadas de la
voluntad de vivir
Decir que la autopreservación es la primera
ley de la naturaleza es una observación trillada, y
es igualmente cierto que la preservación del pro-
pio ser es el primer principio de la ética. Una va-
riedad de moralistas, incluyendo a Spinoza y a
Hobbes, han basado todo su sistema sobre este
motivo. También los estoicos le dieron a este
principio una posición fundacional en su doctri-
na, y al parecer uno de sus más prolíficos autores,
Crisipo, dijo que "la cosa más preciada para todo
animal es su propia constitución y su consciencia
de ésta."! En tiempos más recientes, Spencer re-
conoció plenamente la importancia moral de este
impulso, el más profundo de nuestra naturaleza y
de toda naturaleza animada.
La importancia moral de preservar el propio
ser no está únicamente en que no podemos ser
buenos y virtuosos si no existimos, una verdad
demasiado obvia para detenemos en ella; está en
que la vida difícilmente es posible sin esa coordi-
nación armónica entre todas las partes y funcio-
nes del organismo que podemos tomar como el
prototipo de la bondad y como estándar para el
esfuerzo moral. Incluso si la mera prolongación
de la vida pudiera satisfacemos, no podríamos
conseguirla sin una cierta cantidad de esfuerzo
moral o algún equivalente innato de éste. La tem-
planza y la prudencia, tal como se señaló en el
Capítulo III, son virtudes naturales, que encon-
tramos ejemplificadas en todo animal que deja de
comer cuando su necesidad está satisfecha, o que
se niega a poner en peligro su vida por la gratifi-
cación inmediata del apetito. Si en ellos estas
reacciones son irreflexivas y automáticas, en
nuestro caso la templanza y la prudencia auto-
conscientes se consiguen principalmente opo-
niéndole al apetito que nos tienta a caer en indul-
gencias o gratificaciones, la imaginación de con-
secuencias desagradables. También la paciencia
y la fortaleza son esenciales para la preservación
de la vida en medio de las dificultades y peligros
que a menudo la acosan, y tienen sus raíces en lo
profundo de la naturaleza animal. Sin poner la
más mínima tensión sobre el principio de auto-
preservación, podemos basar sobre él aproxima-
damente la mitad de las virtudes morales; pero
debemos tener cuidado de que esta simple deduc-
ción no nos tiente a apilar las restantes virtudes
sobre el mismo fundamento vital.
Pocas personas se contentan simplemente
con existir, reproducirse,. y luego pasar hacia la
nada. Encuentran satisfacción en la realización
eficaz de actividades necesarias para el mante-
niemiento de la vida en cualesquiera circunstan-
cias en que se encuentren, y se sienten complaci-
das cuando esta habilidad es reconocida por sus
iguales. Aunque las habilidades y logros particu-
lares más altamente valorados varían mucho de
cultura en cultura, y de clase en clase dentro de la
misma sociedad, cada uno se enorgullece de ser
competente en lo suyo, y esto es un poderoso in-
centivo para cultivar la virtud. Además, ansiamos
llenar nuestras vidas con actividades agradables
LOS FUNDAMENTOS DE UNA ÉTICA UNIVERSAL
y experiencias significativas incluso cuando
éstas no sean esenciales para su preservación.
Este deseo de completar y colmar nuestras vi-
das puede tomar la forma de una sed insaciable
por el conocimiento o de una ardiente aspira-
ción de santidad, o puede estimulamos a dedi-
car todas nuestras energías a adquirir una habi-
lidad sobresaliente en alguna de las artes, o
puede llevamos a rodeamos de amigos agrada-
bles y objetos hermosos. Desarrollamos un
ideal de perfección personal, que ciertamente
le debe mucho a nuestro deseo de ganar un lu-
gar respetado dentro de la sociedad mediante la
exhibición de los logros y el ejercicio de las
virtudes que ella más aprecia, pero que en su
forma más elevada trasciende las demandas de
la sociedad y sustituye la aprobación de otras
personas por la inspiración de algún arquetipo
de perfección, o a veces meramente por la
aprobación de la conciencia. Aunque es difícil
concebir un ideal de perfección que no haya
madurado a partir de las experiencias de la vi-
da en comunidad, un ideal tal no está limitado
de ninguna manera por las necesidades o la
aprobación de la sociedad. Como tantas otras
manifestaciones de la vida cuya forma ha sido
principalmente determinada por la presión del
ambiente, nuestro ideal finalmente trasciende
en mucho sus demandas, impelido a mayores
alturas por una fuerza interior.
3. Virtudes derivadas de impulsos
parentales
Aunque la misma actividad inmanente
que nos hace crecer hasta formar organismos
complejos y empeñar toda nuestra fuerza para
preservar la vida también nos impele a coronar
la vida con una perfección ideal, la forma de es-
te ideal está profundamente influida por nuestra
relación con un todo mayor. Nos vemos condu-
cidos por los más poderosos impulsos no sólo a
completamos, sino a también damos a otros; y
mientras no incluyamos esta segunda demanda
en el tejido de nuestro ideal de perfección, difí-
cilmente estaremos satisfechos con él. Estos
dos motivos contradictorios surgen sin duda de
251
la misma fuente: la actividad creadora a la que
debemos nuestro ser; pero, al nivel en el que
entran en la consciencia casi no es posible ras-
trear la conexión entre ellos, pues el instinto de
autopreservación y las actitudes que suscita a
menudo parecen diametralmente opuestos a los
impulsos que van más allá de nosotros mismos
y que culminan en el altruismo. De hecho, en
muchos organismos la autopreservación y la re-
producción son incompatibles y mutuamente
excluyentes: la puesta de los huevos lleva pron-
tamente a la muerte del progenitor. Pero en los
humanos, como en la mayoría de vertebrados
de sangre caliente, se ha efectuado una mayor
integración, cuyo resultado es que los motivos
autocentrados y los heterocentrados existen uno
al lado del otro complementándose entre sí,
aunque a menudo no sin conflictos para alcan-
zar el equilibrio.
Algunos pensadores han intentado derivar
del primero este segundo aspecto de nuestra na-
turaleza, rastreando todo nuestro aparente al-
truismo hasta el autointerés previsor; pero para
probarlo tendrían que demostrar que de la mis-
ma forma se derivan no sólo nuestro celo hu-
mano por proteger y defender a nuestros niños,
sino el comportamiento correspondiente en to-
dos los animales no humanos. Dado que esto
implicaría hacer vastas suposiciones sobre la
habilidad de animales tales como las avispas y
los peces para desenmarañar intrincadas rela-
ciones, debemos rechazar esta posición en fa-
vor de una concepción más' simple, según la
cual los impulsos heterocentrados son un com-
ponente innato de nuestra naturaleza, y que en
el reino animal aparecen primero en la forma
de solicitud parental. Así como, sin realizar ha-
zañas de malabarismo verbal, derivamos virtu-
des tales como la prudencia, la templanza y la
fortaleza a partir del instinto de autopreserva-
ción, asimismo, de una manera igualmente di-
recta y sin esfuerzo, rastreamos el amor, la sim-
patía, la generosidad, la compasión y la caridad
de este segundo lado de nuestro naturaleza. Da-
do que estas afecciones y actitudes son partes
de nosotros, difícilmente podemos estar satisfe-
chos con un ideal de perfección personal que
las omita.
252 ALEXANDER F. SKUTCH
4. El amor a la belleza y el respeto a
la forma como motivos morales
Los dos motivos precedentes del esfuerzo
humano ---donde uno nos impele a preservamos
y perfeccionamos nosotros mismos mientras que
el otro nos lleva a considerar el bienestar de
otros- deben recibir posiciones coordenadas en
los fundamentos de cualquier sistema de conduc-
ta humana, pues el intento de apilar uno sobre el
otro sólo puede dar por resultado una estructura
falseada e inestable. Pero otros motivos, apenas
inferiores en importancia, le darán una mayor
amplitud y estabilidad a nuestro edificio moral, y
sin embargo no pueden derivarse fácilmente de
cualquiera de los motivos anteriores, de modo
que ellos, también, deben colocarse en la posi-
ción de fundamentos. Estos son nuestro amor a la
belleza y nuestro respeto por la forma y el orden,
los cuales están íntimamente aliados y son, sin
duda, diversas expresiones de una única cualidad
psíquica primitiva. Desde la antigüedad, los filó-
sofos han reconocido que lo bueno es también lo
bello; y Shaftesbury estableció su ética sobre es-
ta identificación-. Dado que espontáneamente
amamos la belleza, la apreciación de la belleza
de una vida armónicamente ordenada puede im-
pelemos enérgicamente a cultivarla, incluso en
ausencia de otros incentivos.
Si no tuviéramos ningún otro motivo para el
esfuerzo moral, la reverencia por la forma podría
hacemos morales. La vida impone la forma sobre
los crudos materiales del mundo y no puede exis-
tir en ausencia de tal organización. Cuando nos
vemos desde fuera, somos una forma definida.
Cada uno de los seres vivientes que nos rodea es
sobre todo una forma específica con un proceso
asociado a ella, y que sea algo más es principal-
mente una inferencia. Más aún, prácticamente to-
do lo que nos es útil, ya sea hecho por los seres
humanos o provisto por la naturaleza, es tal en
virtud de su forma. Por tanto, mientras crecemos
en comprensión y sensibilidad, la percatación de
lo que somos, no menos que la reverencia por la
fuente de nuestro ser, nos hace renuentes a des-
truir formas cuya creación está más allá de nues-
tro poder. Si no podemos probarle al escéptico
que le inflingimos dolor a otros seres vivientes
cuando los laceramos o mutilamos, el respeto ha-
cia sus formas maravillosamente intrincadas de-
biera hacemos evitar perjudicar incluso al más
pequeño de ellos, excepto cuando estemos en la
más severa necesidad. Más aún, toda situación
moral tiene, como relación recíproca, una forma
ideal que no podemos percibir si no la contem-
plamos con ese respeto y admiración que cada
forma equilibrada nos inspira, de modo que nos
afligimos por su distorsión o destrucción, incluso
cuando no sufrimos ninguna pérdida personal. La
justicia, en particular, es un aspecto de la forma,
usualmente simbolizada por la balanza; además
de todos sus otros atractivos, tiene un fuerte
atractivo estético.
Si alguien piensa que hemos admitido de-
masiados incentivos para las buenas acciones, y
que toda conducta genuinamente moral puede
ser reducida a la operación de un único motivo
primario que asume diversas apariencias al rami-
ficarse a través de su vida, déjenlo reseñar sus
actos del día o mes pasado y descubrir si todos
aquellos de valor moral pueden explicarse de esa
manera. Si vive no en una ciudad sobrepoblada
sino en contacto con el más amplio mundo de la
naturaleza, como en una granja, un examen de
ese tipo será más convincente. Ora se resiste de
comer demasiado de un plato tentador pero indi-
gerible, y esa prudente templanza está motivada
por un interés sobre sí mismo. Ora ayuda a un
vecino enfermo mucho más pobre que él, sin du-
da sin pensar que algún día él podría encontrar-
se en un apuro semejante y que requeriría la re-
tribución de su amabilidad; su conducta en este
caso parece estar inspirada por un altruismo de-
sinteresado. Ora deja en libertad una mariposa
que ha entrado en su habitación y no puede en-
contrar la salida, y esto es caridad o compasión.
Ora, en el curso de limpiar sus tierras, se afana
por preservar un arbusto o un árbol carente de
importancia económica, simplemente porque es
bello; dado que agrega algo al encanto del mun-
do, su esfuerzo por salvarlo es con certeza un ac-
to moral, inspirado por el amor hacia la belleza.
Dejemos que cualquier persona se tome el traba-
jo de dedicar un breve intervalo de su vida a un
análisis similar, y creo que estará de acuerdo con
Martineau en que "ningún objetivo constante,
LOS FUNDAMENTOS DE UNA ÉTICA UNIVERSAL 253
ninguna facultad real, ninguna preponderancia
de efectos felices contemplados, puede realmen-
te encontrarse en todas las buenas acciones.'?
5. La conciencia: cemento de la
estructura moral
La voluntad de vivir y de perfeccionamos,
un altruismo innato, el amor de la belleza, y el
respeto por la forma: estas son las piedras funda-
cionales sobre las que puede construirse una éti-
ca firme; y no podemos despojamos de una de
ellas sin debilitar y poner en peligro nuestra es-
tructura. Aunque ningún sistema de ética puede
prescindir de la conciencia, no le he dado una po-
sición entre los fundamentos porque en cuanto
principio integrador es la fuerza vinculante de
nuestra estructura en lugar de una de sus bases.
Podríamos llamar a la conciencia el cemento del
edificio moral. Tenemos como bases de nuestro
sistema cuatro motivos, separados cuando apare-
cen sobre el nivel del suelo, y a menudo aparen-
temente no relacionados o incluso antagónicos
entre sí, como cuando el autointerés nos impele
hacia un lado y el altruismo hacia otro. Sin la-
conciencia para mediar entre ellos y llevarlos a la
armonía, nunca podrían llegar a ser las bases de
una estructura coherente.
La conciencia es la expresión en la cons-
ciencia de la enarmonización que incesantemen-
te actúa para vincular en un todo coherente todos
los diversos componentes de nuestros cuerpos y
nuestras mentes. Nos percatamos de ella princi-
palmente en forma del desasosiego que sentimos
cada vez que cualquiera de los elementos perci-
bidos y reconocidos de nuestra vida activa, espe-
cialmente aquellos bajo control voluntario, como
nuestros actos y nuestros principios, nuestras pa-
labras y nuestras ideas, están desalineados; y no
nos permite estar contentos hasta que tales desar-
monías hayan sido rectificadas. Uno podría decir
que aliviarse de la angustia causada por una con-
ciencia afligida es un motivo para la acción, un
aspecto del motivo placer-dolor; de modo que la
conciencia debería recibir una posición fundacio-
nal en nuestro sistema. Esta angustia que experi-
mentamos siempre que detectamos desarmonía
entre los componentes de nuestra vida, especial-
mente en aquellos a los que asignamos un signi-
ficado moral --esta calma y esta paz que disfru-
tamos cuando no es evidente ninguna desarmo-
nía- es justamente la conciencia misma; de mo-
do que debe ser reconocida como una fuente de
acción. Pero incluso si elegimos considerarla co-
mo un motivo, no puede ser un motivo primario;
pues a no ser que de antemano tuviéramos impul-
sos morales que no pudiéramos observar, o que
lleváramos a cabo imperfectamente, o que entra-
ran en conflicto entre sí, nunca experimentaría-
mos punzadas ni remordimientos de conciencia.
Tampoco puede concederse una posición
fundacional al sentido del deber, el cual difícil-
mente puede distinguirse de la conciencia. Si -
como se afirmó en el Capítulo XIV- no senti-
mos la presión del deber hasta que la estructura
de nuestras vidas --en sentido individual o so-
cial- se pone en peligro ya sea por amenazas
externas o por el fracaso de la inclinación espon-
tánea al apoyar las exigencias de la situación, en-
tonces el deber presupone esta estructura, de mo-
do que no puede ser parte de sus fundamentos.
Asimismo, nos abstenemos de poner en ese nivel
a auxiliares tan poderosos de la vida moral como
la reverencia o el apego a la bondad en sí misma,
y el amor al conocimiento y la verdad. Antes de
poder reverenciar la bondad debemos formar el
ideal de bondad, y esto debe crecer a partir de
esos componentes más primitivos de nuestra na-
turaleza que hemos colocado en los fundamen-
tos. Los humanos valoramos en primer lugar el
conocimiento porque nos ayuda a satisfacer
nuestros deseos y a evitar peligros, y sólo gra-
dualmente llega a ser precioso en sí mismo. La
reverencia hacia la bondad y el amor al conoci-
miento son productos de esa preferencia por la
coherencia, el orden y la forma que es un compo-
nente original de nuestra naturaleza.
6. El elemento intuitivo de todas las
doctrinas éticas satisfactorias
Además de esos motivos primarios de acción
que son las fuentes principales de todo esfuerzo
moral y de la conciencia que exige coherencia en
254 ALEXANDER F. SKUTCH
nuestras vidas, ciertos otros puntos deben ser
considerados antes de intentar construir un am-
plio y satisfactorio edificio moral. El primero de
estos es si tenemos o no intuiciones morales y, de
tenerlas, cuál es su importancia. Prácticamente
ningún pensador serio, creo, mantiene todavía
que poseamos intuiciones morales en la forma de
reglas específicas de conducta, tales como "No
matarás" o "No robarás". Tampoco es demostra-
ble que poseamos principios morales innatos de
una forma más general, que, por ejemplo, pudie-
ran determinamos -antes de toda experiencia-
a hacer de la máxima felicidad de la humanidad,
o del culto de la perfección personal, el principio
guía de nuestras vidas.
Sin embargo, creo que en sus términos más
generales, la afirmación de la Escuela Intuitiva
contiene mucha verdad como para ser puesta de
lado o descuidada a la hora de construir una doc-
trina ética. Estamos constituidos de forma tal que
ciertos motivos y modos de conducta determi-
nantes nos llaman la atención como más eleva-
dos, más nobles o más dignos de nosotros que
ciertos otros motivos y modos de conducta, algu-
nos de los cuales parecen ser intrínsecamente
mezquinos, innobles o viles. Esta evaluación no
proviene de la experiencia de los efectos, sobre
uno mismo y sobre otros, de los motivos o de la
conducta en cuestión, sino que es una estimación
intuitiva de la decisión o del acto mismo, de
acuerdo con sus cualidades intrínsecas. Difícil-
mente es necesario señalar que no podemos ha-
cer juicio alguno sobre los aspectos de un acto
antes de haberlo experimentado; sin embargo, la
forma del juicio está determinada por algo den-
tro de nosotros que nada le debe a nuestra expe-
riencia individual.
Una intuición moral, entonces, no entra en
la consciencia como un principio general o como
máxima, ni mucho menos como un mandamien-
to a actuar de cierta manera, sino que es más va-
ga e indefinida. Da una dirección general a nues-
tro esfuerzo moral sin determinar sus detalles;
impone una condición que nuestros ideales y
nuestra conducta deben realizar para satisfacer-
nos. Mientras la máxima que profesemos esté en
pugna con nuestra intuición, nos sentimos intran-
quilos e incómodos; cuando corresponden, em-
pezamos a encontrar paz. En cuanto a qué es es-
ta intuición moral, sostengo que es básicamen-
te el reconocimiento de que la armonía corres-
ponde mejor a nuestra naturaleza que la discor-
dia, de donde se sigue que preferimos la más
amplia armonía a la más estrecha, y de entre
dos patrones de igual alcance, el más coherente
al menos coherente.
Sin embargo, los humanos a menudo se de-
leitan en la rivalidad y la discordia, como el gue-
rrero en la batalla y la persona pugnaz en los de-
bates ardorosos. Pero quizá la fuente principal
del deleite del guerrero en la refriega, en los días
en que una batalla no era la exhibición diabólica
del ingenio mecánico sino un conflicto mano a
mano entre adversarios que respetaban las proe-
zas marciales del otro, era su habilidad para ma-
nejar armas y para rechazar las embestidas de su
oponente, el despliegue exultante de su vigor y
su coraje. Su fuerza residía en la constitución ar-
mónica de su cuerpo, su habilidad en la íntima
cooperación entre ojo, nervio y miembro. Dado
que desde la niñez su entrenamiento probable-
mente incluía poco aparte de los ejercicios mar-
ciales, por fuerza tenía que encontrar en la bata-
lla lo satisfactorio de las actividades coordenadas
que el artista o el artesano deriva del ejercicio de
su habilidad especial. De manera similar, argu-
mentar convincentemente requiere una mente
bien organizada y el flujo coherente de ideas, lo
cual es en sí mismo una fuente de gratificación.
Nuestro disfrute de la armonía se afirma a sí mis-
mo incluso en gran parte de nuestra violenta riva-
lidad; la oposición externa pone en juego la inte-
gración interna; y todo otro motivo para entrar en
combates, como el deseo de herir o de postrar al
adversario, es una revelación no de nuestra natu-
raleza primaria sino de las modificaciones im-
puestas sobre nosotros por la lucha por sobrevi-
vir en un mundo competitivo.
La mayoría de escuelas de ética nos dicen
que debemos hacer esto o aquello porque el
mundo, incluyendo la sociedad humana, está
constituido de forma tal que tales y tales conse-
cuencias se seguirán de nuestro comportamiento.
En lugar de hacer que nuestra conducta esté en
conformidad con nuestra más íntima naturaleza,
nos mandan a regularla con la vista puesta en lo
LOS FUNDAMENTOS DE UNA ÉTICA UNIVERSAL 255
que puede suceder en el mundo externo. Es natu-
ral que un ser que mira hacia adelante como no-
sotros, guíe sus actividades por sus esperados
efectos, efectos para sí mismo o para aquellos en
quienes se interesa. Pero una ética basada total-
mente en los efectos previstos de cierto compor-
tamiento coloca demasiada confianza en nuestra
habilidad para predecir el futuro, y muy poca fe
en las potencialidades ocultas de los años venide-
ros. De modo distinto a las demás escuelas, los
moralistas intuicionistas insisten en que actua-
mos de ciertas maneras porque tal comporta-
miento está en conformidad con nuestra naturale-
za, es decir, que debemos regular nuestra con-
ducta según lo que somos y no pensando en lo
que podría Íld:>arnos. Si tuviéramos la fuerza y el
coraje para seguir nuestras más incitantes intui-
ciones con menos miedo de sus previstas conse-
cuencias para nosotros mismos, esas intuiciones
podrían llevamos a un futuro más satisfactorio
del que podemos imaginar.
7. El principio cosmológico y su corres-
pondencia con el principio intuitivo
Mientras reconocemos plenamente el lugar
del intuicionismo en ética, difícilmente podemos
permitimos descuidar lo que por brevedad pode-
mos llamar el principio cosmológico. No sólo es
de importancia para nosotros descubrir cuáles
clases de conducta están más estrechamente en
conformidad con nuestra naturaleza cuando so-
mos más verdaderamente nosotros mismos; tam-
bién parece importante aprender cuáles clases de
conducta, si las hay, están en mayor armonía con
la estructura, el propósito o la tendencia domi-
nante del universo en que nos encontramos. ¿Su-
giere el estudio del mundo y de su evolución que
ciertos objetivos o modos de comportamiento
nos incumben más que otros? Dudo si muchas
personas pondrían objeciones a la proposición de
que, si hay un Creador y podemos conocer con
certeza su voluntad, es nuestro deber obedecerla.
y si no hubiera un Creador trascendente, sino un
propósito inmanente o tendencia dominante en el
universo, que pudiéramos descubrir, sería para
nosotros de igual incumbencia actuar en armonía
con este proceso o actividad que nos hizo. De he-
cho, sería difícil no hacerlo.
Esto nos pone en un dilema. Hemos recono-
cido la validez de dos principios éticos aparente-
mente no relacionados: 1, la obligación moral de
ser fieles a nuestras más centrales intuiciones; y
2, la obligación similar de actuar en conformidad
con la voluntad de un Creador cósmico o al me-
nos con un propósito cósmico inmanente, si exis-
te cualquiera de ellos. Pero supongamos que des-
cubriéramos que estos dos principios guías son
radicalmente incompatibles, de modo que no pu-
diéramos actuar en conformidad con el estándar
externo sin violentar la conciencia, y que no pu-
diéramos actuar en conformidad con el impulso
central de nuestra naturaleza sin emprender un
curso de conducta directamente en oposición a la
voluntad de Dios o de la tendencia cósmica. En
tal situación, nuestra moralidad quedaría aver-
gonzada y aturdida, y la ética podría hacerse fan-
tástica.
Pero que nuestros principios innatos de
conducta estén en oposición con el proceso cós-
mico parece tan improbable que no podemos
contemplar seriamente tal contradicción. No sólo
somos productos de este proceso, sino que somos
parte de él. En cualquier sistema, el principio que
determina el todo determina también sus partes.
La actividad que impregna el universo y gobier-
na su evolución también es inmanente en noso-
tros y deja su impronta sobre nosotros. Creo que
toda la posibilidad de llevar una vida buena y
moral depende de esta congruencia entre nuestro
propio proceso constitutivo y el proceso que im-
pregna el universo, entre nuestra enarmonización
personal y la en armonización universal.
¿Qué puede ser más patético y fútil que
discutir sobre ética y desarrollar un ideal de con-
ducta en un mundo que se niegue a apoyar el es-
fuerzo moral? Frecuentemente, sin duda, senti-
mos que nuestro esfuerzo por llevar una vida ar-
mónica está inadecuadamente apoyado por
nuestro ambiente -¿quién no desea que fuera
más fácil ser bueno?- Pero el hecho de que al
menos parcialmente tenemos éxito en vivir de
acuerdo con nuestros ideales morales prueba que
ellos reciben cierta cantidad de apoyo externo, y
esto a su vez demuestra la existencia de una
256
Podría compararse la armonización con un
amplio arroyo cuya superficie estuviera perturba-
da por múltiples remolinos y contracorrientes
que para todos, menos para el más habilidoso pi-
loto, encubrieran la dirección de su más profun-
do flujo. Si confinamos nuestra atención a la pro-
blemática superficie del arroyo, la cual no es si-
no la evolución, seríamos incapaces de descubrir
una dirección prevaleciente. Mientras que ciertas
líneas evolutivas presentan una creciente perfec-
ción en su organización, otras muestran una re-
ducción que a menudo termina en parasitismo. Si
por una parte es evidente un incremento constan-
te en la belleza y amigabilidad de los organismos,
por otra se ha intensificado la hostilidad, y las ar-
mas agresivas se han hecho más eficaces.
Una ética evolucionista se enfrenta con el
embarazo de decidir cuál es la tendencia predo-
minante en la evolución, o al menos de descubrir
razones válidas por las cuales debiéramos prefe-
rir y luchar por promover una tendencia sobre
otra; y las bases de tal preferencia difícilmente
pueden encontrarse en el estudio de la evolución
misma. Pero una ética de la armonización no es
una ética evolucionista, y evita aquella perpleji-
dad dirigiéndose, por debajo de la evolución, al
proceso del cual la evolución orgánica sólo es
una expresión confusa e imperfecta. Dado que
este proceso es la fuente de nuestro esfuerzo y de
nuestras aspiraciones morales, no tenemos difi-
cultad alguna al decidir que nuestra ética debe es-
tar en conformidad con él. Uno de los grandes
objetivos de la moralidad es, entonces, hacer del
curso de la evolución, hasta donde podamos in-
fluir sobre él, una expresión más perfecta del
proceso que subyace a ella. La naturaleza moral
humana puede ser considerada como uno de los
instrumentos que la armonización ha desarrolla-
do para superar algunas de las dificultades en las
que se ha involucrado como resultado inevitable
del curso que se vio obligada a seguir.
ALEXANDER F. SKUTCH
cuantía de carácter moral en el más amplio uni-
verso. Por tanto, la ética se ocupa de una situa-
ción compleja que abarca el espíritu humano y el
mundo circundante. De hecho, la situación es tan
complicada que el más adecuado análisis nos
presenta sólo una, o a lo más unas pocas, seccio-
nes del todo; y muchas teorías éticas que parecen
ser verdaderas fallan por mucho en damos una
descripción adecuada de la vida moral.
Uno de los más graves peligros que acosan
al pensador que busca en el mundo alguna ten-
dencia que pueda servir como orientación moral,
es suponer que puede encontrarla en el estudio de
la evolución orgánica. Es hacia la armonización
y no hacia la evolución que debemos mirar para
encontrar una guía moral, y es por lo tanto nece-
sario distinguir claramente ambos procesos. La
armonización es la fuerza motriz en la evolución,
de modo que sin ella no habría evolución, y no es
por tanto equivalente a la evolución. En el creci-
miento de un organismo, la armonización cons-
truye, a partir de los crudos materiales del mun-
do, patrones de cada vez mayor amplitud, com-
plejidad y coherencia; si pudiera evitar todas las
complicaciones produciría una armonía cada vez
más perfecta, incontaminada por la discordia. Pe-
ro fue necesario para la armonización proceder
simultáneamente a través de extensas regiones
del universo, si no por su totalidad, imponiendo
algún tipo de orden sobre todos los materiales in-
cluidos en él. Por tanto, empezó a construir innu-
merables patrones, muchos de ellos tan cercanos
entre sí que, al continuar creciendo, inevitable-
mente tropezaron unos contra otros y entraron en
competencia por los materiales esenciales para su
posterior desarrollo. Esta rivalidad de una enti-
dad con otra entidad en un mundo sobrepoblado
ha tenido un efecto inmenso sobre el curso de la
evolución orgánica, y ha impuesto sobre los seres
que lentamente evolucionaron numerosas modi-
ficaciones contrarias a su naturaleza original. Por
lo tanto, lejos de ser una perfecta expresión de la
armonización, la evolución ha llegado a ser tan
compleja que tiende a ocultar el carácter esencial
de la armonización; y es necesaria mucha profun-
dización para discernir la dirección primaria del
movimiento subyacente a todos sus complicados
efectos secundarios.
8. La correspondencia entre bondad
y felicidad
El tratamiento del tema de la felicidad no
es la menor de las dificultades que confronta el
LOS FUNDAMENTOS DE UNA ÉTICA UNIVERSAL
arquitecto de una doctrina ética. Algunos autores
han mantenido que el único objetivo de la mora-
lidad es alcanzar la felicidad, para uno mismo,
para la humanidad, o para todos los seres sensi-
bles; mientras que otros pensadores han creído
que los actos realizados en función de la propia
felicidad carecen de valor moral. Sería extrema-
damente paradójico si nosotros y nuestro mundo
estuviéramos constituidos de forma tal que mien-
tras mayor fuera nuestro esfuerzo moral y más
fielmente nos aproximáramos a nuestro ideal éti-
co, más miserables fuéramos todos; y, por el con-
trario, que mientras más malvada o inmoral nos
pareciera nuestra conducta, llegáramos a ser más
felices. Esa situación nos forzaría a hacer una
pausa y preguntamos si no hemos fundado nues-
tra ética sobre premisas falsas, muy necesitadas
de revisión.
Incluso cuando reconocemos que nuestro
esfuerzo moral surge primariamente de una exi-
gencia de nuestra más íntima naturaleza en lugar
de algo externo a nosotros o de nuestra sed de fe-
licidad, debemos admitir además que se embro-
llaría si descubriéramos que sólo lleva hacia un
incremento del pesar, y que sería vergonzoso si
descubriéramos que trabaja en oposición a la ten-
dencia dominante del mundo circundante. Toda
la posibilidad de una ética satisfactoria y eficaz
parece descansar, así, sobre la congruencia de
nuestra naturaleza moral con el proceso del mun-
do, por un lado, y sobre la compatibilidad de la
bondad y la felicidad, por otro.
La situación se salva gracias a la íntima co-
nexión entre la bondad y la felicidad. La bondad,
tal como decidimos en el Capítulo XII, es un tér-
mino relativo, que denota la coexistencia o inte-
racción armónica de dos entidades. Se dice que
tales entidades son buenas sólo en relación entre
sí; y un ser absolutamente bueno habitaría en
concordia con todo y no tendría conflictos con
nada. En cuanto organismos, somos producto de
la armonización, un proceso que unifica los cru-
dos elementos del mundo en patrones armónicos,
y nuestra continua existencia depende de la pre-
servación de la armonía entre la miríada de com-
ponentes de nuestro ser total. Cuando esta armo-
nía se ve perturbada, sufrimos en cuerpo o en al-
ma, o en ambos; por un decaímiento adicional de
257
la armonía, morimos. La vida no sólo depende de
la integración armónica del cuerpo y la mente, si-
no que demanda un alto grado de concordia con
el ambiente, en todos sus aspectos. La vida surge
a partir de la armonía, y dura únicamente mien-
tras la armonía se mantenga; razón por la cual su
esfuerzo dominante es el establecimiento y la
preservación de la armonía.
La misma actividad penetrante que da for-
ma al cuerpo también se hace sentir en la mente
como una exigencia de armonía en el pensa-
miento y en la acción, en nuestras relaciones
con todo lo que nos rodea, y finalmente incluso
en las relaciones de estas cosas externas entre sí.
De modo que el imperativo moral es luchar in-
cesantemente por el bien, el cual es otro nombre
para la armonía. Pero el mismo proceso que nos
hizo seres morales también nos dio una sensibi-
lidad consciente; y nos ha formado de manera
tal que experimentamos felicidad en la medida
en que logremos obtener armonía entre todos
los componentes de nuestro ser total, mientras
que sentimos dolor y tristeza cuando algo impi-
de la realización de esta armonía. Dado que la
felicidad y la bondad están determinadas por el
mismo principio activo, hay necesariamente una
íntima conexión entre ellas. Uno casi podría de-
cir que nuestra voluntad de ser buenos y nuestro
deseo de ser felices se ajustan entre sí por una
armonía preestablecida en el sentido leibnizia-
no; pero en realidad su correspondencia se debe
al origen común.
En consecuencia, en condiciones ideales
parecería hacer muy poca diferencia práctica si
hacemos de la felicidad o de la bondad el fin ex-
preso de todo nuestro esfuerzo; pues no podría-
mos ser felices sin ser buenos, y no podríamos
ser buenos sin ser felices. Pero en nuestro mundo
real es muy difícil ser perfectamente buenos o to-
talmente felices; por lo tanto, sería de alguna im-
portancia decidir si debemos hacer de la felicidad
o de la bondad nuestro objetivo primario. Más
aún, a pesar de que la bondad y la felicidad están
íntimamente asociadas, una puede ser más fácil
de describir, de reconocer y de regular que la
otra. En cuanto estado subjetivo, conocemos in-
mediatamente la felicidad sólo en nosotros mis-
mos, y su presencia en cualquier otra parte del
258 ALEXANDER F. SKUTCH
mundo es en gran medida una inferencia; mien-
tras que, por otra parte, a menudo somos capaces
de observar directamente si las condiciones que
la determinan, en uno mismo o en otros, han si-
do alcanzadas o no. Además, dado que la armo-
nía y la felicidad tienen una relación de causa y
efecto, la persona racional se esforzará por esta-
blecer el fundamento causal, confiando en que
su efecto usual se seguirá de él. Esta prioridad
causal, tanto como la objetividad que nos hace
mucho más fácil reconocerla y aquilatarla, son
razones convincentes para elegir cultivar la bon-
dad o la armonía como el objetivo primario del
esfuerzo moral.
Aunque la meta inmediata de nuestro es-
fuerzo moral debería y necesita ser cultivar la
bondad, no podemos descuidar del todo la felici-
dad, incluso en cuanto meta próxima. La razón
para esto es que, aunque en general la condición
objetiva de la armonía es más fácilmente exami-
nada y regulada que el estado subjetivo de la fe-
licidad, un ser viviente, y sobre todo un animal
pensante, es excesivamente complejo, y contiene
tantos aspectos que no son accesibles ni a la ins-
pección ni a la introspección que cuando todas las
condiciones vitales reconocidas están armónica-
mente concertadas, todavía pueden subsistir de-
sarmonías no detectadas que se manifiestan como
infelicidad. En seres capaces de sentir, la felici-
dad es el indicador más sensible de la armonía; y
cuando es visiblemente deficiente, podemos estar
seguros de que discordias ocultas o desconformi-
dades escapan de nuestra atención. Así como
cuando hay un dolor o incomodidad persistente
estamos seguros de que hay algún desarreglo cor-
poral, a pesar de la incapacidad del médico para
descubrirlo mediante el más cuidadoso examen;
de modo que allí donde haya mucha infelicidad
podemos sospechar que existen acechadoras de-
sarmonías, incluso cuando todas las condiciones
evidentes de la armonía hayan sido satisfechas.
Aunque la omnisciencia puede poseer un criterio
más certero de la bondad que aquel provisto por
la felicidad, tan inconstante en uno mismo y tan
difícil de evaluar en otras criaturas, nosotros, cu-
ya perspicacia es imperfecta, debemos dirigir la
mirada incluso hacia este evasivo indicador para
corregir nuestros errores de juicio.
Aunque libremente admitimos la importan-
cia de considerar la felicidad al hacer juicios éti-
cos, no podemos adoptar como principio guía de
la moralidad el logro de la máxima felicidad, por
dos convincentes razones: 1, este criterio es muy
difícil de aplicar; y 2, limita mucho el alcance de
la ética. En cuanto al primer punto, es difícil
aprender en cuáles circunstancias nuestra felici-
dad personal es mayor. Cuando jóvenes, a menu-
do erramos tristemente al juzgar las condiciones
de nuestra propia felicidad, y sólo con el avance
de los años descubren los más sabios de nosotros
el modo de vida que mejor conduce a ella. Es ra-
zonable suponer que otra persona muy parecida a
uno sería feliz en las mismas circunstancias; pe-
ro mientras más difiera otro de uno mismo en
temperamento y educación, más difícil es para
nosotros conocer las condiciones en las que sería
más feliz. Un hombre contento que se esforzara
por llevar felicidad a sus hijos o a sus empleados,
urgiéndoles a vivir como él lo hace, podría tener
éxito sólo en hacerlos miserables. Y si es tan di-
fícil conocer cuáles son las condiciones de mayor
felicidad para otros individuos de nuestra propia
especie, ¡cuánto mayor es la dificultad de deter-
minar este punto para animales tan diferentes de
nosotros como los cuadrúpedos y las aves!
Aunque toda persona benevolente pueda
suscribir el piadoso propósito utilitarista, actuan-
do siempre para promover el máximo de felici-
dad entre todos los seres sensibles, en realidad
este objetivo es tan vago que cuando intentamos
extenderlo más allá de la humanidad, se disuelve
en el aire; y a pesar de todas sus nobles intencio-
nes, el utilitarismo ha hecho muy poco para regu-
lar, mediante principios morales, los tratos de los
seres humanos con el vasto mundo no humano.
Pero un sistema ético circunscrito a la humanidad
no llega a satisfacemos, y esta es nuestra segun-
da razón para rechazar el principio de máxima fe-
licidad como ideal regulador de la ética. Es me-
jor que la felicidad permanezca como una consi-
deración secundaria, de modo que sirva, donde
seamos capaces de evaluarla, como indicador de
nuestro éxito en alcanzar la armonía, y como avi-
so =-cuando sea deficiente- de que persisten
desarmonías que hemos pasado por alto. Pero
nuestros esfuerzos morales deben extenderse
LOS FUNDAMENTOS DE UNA ÉTICA UNIVERSAL 259
mucho más allá del estrecho ámbito de seres que
más se parecen a nosotros y que pueden infor-
mamos de sus sentimientos, y en estas regiones
más distantes debemos esforzamos por preservar
la armonía incluso cuando no podamos aprender
nada acerca de la felicidad de los seres que afec-
tamos. Sin embargo, la conocida dependencia
que la felicidad tiene de la armonía nos asegura
que cuando la armonía esté en su máximo, las
criaturas disfrutarán de cuanta felicidad sea ca-
paz su naturaleza.
9. La correspondencia entre motivos
altruistas y autocentrados
Además de la congruencia entre los princi-
pios intuitivo y cosmológico y entre nuestra aspi-
ración por la bondad y nuestra insaciable sed de
felicidad, todavía parece indispensable una terce-
ra correspondencia para asegurar la eficacia del
esfuerzo moral. Nos hemos percatado de que so-
mos conducidos por profundos impulsos vitales
no sólo a preservamos y realizamos sino también
a servir a otros; y ciertamente no es imposible
que estos dos conjuntos de motivos puedan con-
ducimos en direcciones contrarias de modo tal
que nunca podamos reconciliarlos. De hecho,
cuando analizamos sus fundamentos primordia-
les en los seres vivos, encontramos que la auto-
preservación y la reproducción, de donde se deri-
van respectivamente nuestros impulsos autocen-
trados y heterocentrados, están a menudo en opo-
sición. Vemos esto más claramente en muchas
plantas y animales, incluyendo todas las hierbas
anuales, muchos invertebrados, y algunos verte-
brados como el salmón y la anguila, que se exte-
núan tanto al producir semillas o huevos, y quizá
también al proteger los últimos durante cierto pe-
ríodo, que nunca se recuperan del esfuerzo y
mueren para abrir paso a la próxima generación.
Incluso en animales que producen camadas suce-
sivas, y que quizá sobreviven durante un período
considerable tras su último esfuerzo reproducti-
vo, el conflicto entre la autopreservación y la re-
producción es claramente evidente. Al formar y
quizá también al nutrir a su progenie con sustan-
cias de su propio cuerpo, y a menudo, también, al
hacer esfuerzos activos para alimentarlos y pro-
tegerlos, ellos frecuentemente pierden peso, de
modo que requieren un intervalo de descanso y
recuperación antes de que puedan con seguridad
emprender la tarea de criar vástagos adicionales.
Por consiguiente, cuando consideramos sus
orígenes en los seres vivientes, encontramos los
motivos autocentrados y heterocentrados fre-
cuentemente en conflicto directo entre sí. Si esta
oposición hubiera continuado sin merma a través
de su subsecuente historia, de modo que en noso-
tros encontráramos motivos egoístas siempre en
conflicto con motivos altruistas, estaríamos en un
vergonzoso aprieto. En la medida en que obede-
ciéramos nuestra persistente exigencia de mejo-
ramos, forzosamente descuidaríamos nuestro
apenas menos insistente instinto de dedicamos a
otros; y, en la medida en que dedicáramos nues-
tra energía a promover el bienestar de otros, nos
desatenderíamos nosotros mismos y quizá nos
deterioraríamos. ¿Cómo se superó entonces esta
contradicción?
En la medida en que el servicio a otros em-
pleaba cualidades psíquicas en lugar de procesos
fisiológicos, la oposición disminuyó e incluso se
revertió. En tanto la producción y crianza de la
progenie implica dedicarle parte de la sustancia
del cuerpo materno, la progenitora sufre una pér-
dida que frecuentemente es difícil -y a veces
imposible- de reemplazar; pero los progenito-
res pueden enriquecerse con el esfuerzo en tanto
ejerciten su mente o su espíritu en beneficio de
sus crías. Mientras que, dada nuestra ignorancia
respecto de la vida subjetiva de los animales no
humanos, no podemos estar seguros de que algu-
no de ellos se vea espiritualmente acrecentado
por sus actividades parentales, debemos recono-
cer que en las aves y los mamíferos, así como en
una variedad de vertebrados de sangre fría e in-
cluso en numerosos invertebrados, el escenario
está ya preparado para este realce. El ave que du-
rante semanas se sienta pacientemente a empo-
llar, calienta sus crías con su propio cuerpo, las
alimenta de su propia boca incluso a veces estan-
do ella misma hambrienta, las aísla del queman-
te sol y la batiente lluvia, quizá las defiende con-
tra depredadores más grandes y poderosos que
ella, y las educa mediante el ejemplo cuando no
260 ALEXANDER F. SKUTCH
por palabra, está ciertamente en la situación más
propicia para el desarrollo de cualidades morales
tales como la paciencia, la fortaleza, la esperan-
za, la simpatía y el amor desinteresado. Aunque
con certeza actúa como si estuviera bien dotada
con estas virtudes, no podemos estar seguros de
que tenga alguna vez los sentimientos que noso-
tros sentiríamos en circunstancias similares.
En los humanos, servir a los otros, sean los
propios hijos, otros humanos o seres de otros ti-
pos, no sólo ha dejado de ser antagónico con el
desarrollo personal, sino que, al contrario, se ha
hecho tan favorable para él que podemos dudar
de si sería posible para un ser humano alcanzar
una estatura espiritual completa sin dedicar algún
pensamiento y esfuerzo al beneficio de otros.
Aproximadamente a los veinte años nuestro cuer-
po ha alcanzado toda su medida de tamaño, fuer-
za y belleza, y poco después empieza un largo y
lento declive en vigor y gracia. De ahí en adelan-
te, para nosotros un crecimiento y un incremento
continuados en perfección sólo son posibles
mentalmente. Pero la mente se forma por su ex-
periencia, y mientras más amplia y rica sea esta
experiencia más realizará su propia naturaleza.
Puede incrementar su conocimiento representati-
vo del mundo circundante; y dado que conocer es
la naturaleza de la mente, mientras más compre-
hensivo y preciso sea este conocimiento, más
perfecta llega a ser la mente. Pero el conocimien-
to representativo siempre es externo al objeto co-
nocido, probablemente un símbolo en lugar de
una réplica de él; y nunca podemos descubrir el
grado de correspondencia entre una percepción y
su objeto en el mundo externo.
Sin embargo, una mente alerta lucha por su-
plementar el conocimiento representativo con un
entendimiento comprehensivo, mediante el cual
los objetos revelados superficialmente por la per-
cepción sensible se dotan de vida y sentimiento.
Esta segunda clase de conocimiento, tan necesa-
ria para suplementar la fría formalidad del cono-
cimiento del primer tipo, es en mucho perfeccio-
nada por el tipo de interés hacia los seres que nos
rodean que nos lleva a ayudarlas, como por
ejemplo promoviendo su crecimiento, aliviando
sus cargas, mitigando sus penas o resolviendo
sus conflictos. Mediante esos esfuerzos altruistas
crecemos en simpatía y entendimiento; y este
modo de crecimiento se nos abre en nuestros úl-
timos años, mucho después de que han cesado
otros modos.
Por lo tanto, en el ser humano ha sido en
gran parte superado el antagonismo primitivo
entre la autopreservación y la reproducción, en-
tre el servicio a sí mismo y el servicio a otros.
Por un lado, no podemos servir a otros eficaz-
mente hasta que no nos hayamos tomado el du-
ro trabajo de cultivar nuestras mentes y de ad-
quirir ciertas habilidades; apresuramos a em-
prender tareas altruistas antes de habernos pre-
parado adecuadamente para ellas sólo manifies-
ta un fervor mal encaminado. Por otro lado, de-
dicándonos al bienestar de otros seres nos iden-
tificamos idealmente con un todo mayor, cre-
ciendo, por tanto, en amplitud de visión y en la
profundidad de nuestra simpatía. Pero si la opo-
sición primitiva entre la autopreservación y el
servicio a otros ha sido tan ampliamente supera-
da, esto no quiere decir que haya desaparecido
del todo. Trabajar para otros generalmente impo-
ne ciertas exigencias sobre la propia fuerza, y la
salud sufre las consecuencias si este gasto de
energía es muy prolongado y severo. Dedicán-
dole a otros más fuerza de la que pueden dispo-
ner, las personas altruistas a veces dan menos de
lo que hubieran dado si hubieran procedido más
moderadamente.
10. ¿Nuestra primera consideración
deberá ser el número de individuos
o su calidad?
Otro problema que influye poderosamente
sobre la forma de una doctrina ética es si vela por
la perfección del individuo o por el tamaño, efi-
ciencia, y poder de una sociedad. Prácticamente
todos los que se han ocupado de este problema
reconocen que casi no es posible producir buenos
individuos si no es en una buena sociedad, y que
la calidad de una sociedad está a su vez determi-
nada por la de los individuos que la componen.
Por lo tanto, que le demos una importancia prio-
ritaria al individuo o al Estado es principalmente
un asunto de énfasis, pero la colocación de este
entendimiento; y este
)s abre en nuestros úl-
és de que han cesado
énfasis puede hacer una profunda diferencia en
el tipo de persona y en la clase de sociedad que
producimos.
Hacemos que sea nuestra meta crear un Es-
tado tan rico, industrialmente eficiente, y podero-
so en la guerra como podamos, y para esta meta
encontraremos ventajoso tener una población tan
cuantiosa como pueda soportar el territorio. Los
individuos que componen esta prolífica multitud
deben ser hacendosos, estar sujetos a la autoridad
y no ser adictos a pensar independientemente;
sus otras cualidades nos pueden ser indiferentes.
O podemos hacer que nuestra meta sea producir
personas del tipo más elevado que podamos con-
cebir, cada una tan perfecta y completa en sí mis-
ma como sea posible, y podemos considerar el
Estado como un ordenamiento dedicado a fo-
mentar la vida de tales personas. En el primer ca-
so, el Estado es considerado como un fin, y los
individuos como instrumentos a su servicio; en el
segundo caso, cada individuo es un fin en sí mis-
mo, y el Estado una comunidad de fines. Un Es-
tado tal no se esforzará por incrementar su pobla-
ción más allá de cierto punto; pues es bien cono-
cido que cuando los organismos de cualquier ti-
po se hacen tan numerosos que llegan a estar cró-
nicamente subalimentados, la calidad de los indi-
viduos se deteriora, aunque hasta cierto punto su
masa y poder totales pueden hacerse mayores.
Cada uno de estos dos conceptos de sociedad ten-
drá su ética apropiada; y las dos doctrinas, a pe-
sar de una gran semejanza debida al hecho de que
se aplican a un animal cuya naturaleza y necesi-
dades son en todas partes fundamentalmente las
mismas, contrastará agudamente en muchos ras-
gos importantes.
La humanidad no enfrenta ninguna decisión
más importante que ésta: cuál de estos dos con-
ceptos de sociedad adoptará y apoyará. Antes de
tomar la decisión, será bueno considerar cuál de
los dos fines, la creación de individuos excelen-
tes o la producción del mayor número posible de
individuos, incluso sacrificando la calidad, está
más de acuerdo con la tendencia de la vida toma-
da en conjunto, y con la de nuestra propia rama
del reino animal en particular. Si decidimos que
los números tienen precedencia sobre la calidad
en cuanto meta de la vida, entonces el ejemplo de
LOS FUNDAMENTOS DE UNA ÉTICA UNIVERSAL 261
:r humano ha sido en
atagonisrno primitivo
I la reproducción, en-
y el servicio a otros.
servir a otros eficaz-
yamos tomado el du-
tras mentes y de ad-
apresuramos a ern-
tes de habernos pre-
1 ellas sólo manifies-
lo.Por otro lado, de-
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m todo mayor, cre-
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a su vez determi-
[ue la componen.
importanciaprio-
:s principalmente
llocación de este
las hormigas, que pululan en multitudes increí-
bles en las regiones más calientes de la Tierra, no
deja lugar a dudas de que una sociedad en la cual
la completitud del individuo está estrictamente
subordinada a la eficiencia colectiva es, para un
animal multicelular, uno de los mejores medios
para construir una prolífica población.
Cuando contemplamos las huestes de afa-
nosas hormigas y termitas, las desconcertantes
multitudes de parásitos, muchos de ellos ciegos,
malformados y desagradables a nuestra vista, po-
demos sospechar que el único fin de la vida es
propagar su progenie a cualquier precio. Parece
dispuesta a sacrificar la independencia de movi-
miento, los órganos del sentido que ha durado in-
numerables generaciones en perfeccionar, la ma-
yor parte del sistema nervioso, la belleza en
cuanto forma y color, la posibilidad misma de
una experiencia rica y variada, y ni qué decir de
la integridad de los organismos que sirven como
anfitriones o presas, para incrementar el número
de seres vivientes, sin darle importancia a la ca-
lidad. Pero si contemplamos los árboles, las
plantas floridas, las mariposas y muchas otras
clases de insectos, la mayoría de aves y mamífe-
ros, y los humanos en su mejor expresión, difícil-
mente podemos dudar que también hay en el
mundo viviente una fuerte tendencia a perfeccio-
nar los individuos, aunque al precio de poder
sustentar una menor cantidad de ellos; es decir,
que la mera sobrevivencia no es la única meta de
la vida, y que el número de unidades no es la úni-
ca medida del éxito.
Entre los vertebrados de sangre caliente, el
parasitismo de cualquier tipo es raro y no se co-
nocen casos de parasitismo total. Cada individuo
tiende a ser completo en sí mismo; y sólo hay le-
ves rastros de esa especialización (distinta de la
sexual) estructural y funcional de los individuos
dentro de las especies que ha ido tan lejos entre
ciertas hormigas, termitas y otros insectos, según
la cual ningún individuo es completo en sí, ni ca-
paz de dar continuación por sí mismo, o como
miembro de una pareja, a la vida de los de su cla-
se. Más aún, el sistema de posesión de territorios
de crianza, común entre los animales vertebra-
dos, frecuentemente regula el ritmo reproductivo
y ayuda a asegurar que haya espacio y alimento
262
Estas dos necesidades espirituales pueden
satisfacerse simultáneamente sólo en una so-
ciedad en la que cada individuo lucha por rea-
lizarse sin obstaculizar el mismo esfuerzo en
quienes lo rodean, pero que además busca me-
jorar su propia naturaleza ayudando a otros a
realizar la suya. Las alternativas de tal comuni-
dad son el aislamiento monádico, una condi-
ción mejor realizada por el forajido solitario,
rebelde contra la sociedad y desafiante de Dios,
y, en el extremo opuesto, la absorción mística
en lo Uno o lo Absoluto. La primera de estas
condiciones refuerza el sentimiento de indivi-
dualidad sacrificando la unidad, la segunda ele-
va el sentimiento de unidad renunciando a la
individualidad. Sin embargo, la primera rara
vez alcanza un aislamiento total; la segunda co-
múnmente no llega al perfecto desprendimien-
to del propio ser; y ninguna satisface al ser hu-
mano promedio.
Aunque aparentemente ninguno de estos
anhelos está totalmente ausente en un espíritu
despierto, difieren en intensidad de un individuo
a otro, y en la misma persona en diferentes eta-
pas de su vida y según sus cambiantes estados
de ánimo. Su fuerza influye sobremanera en las
doctrinas éticas. Cuando es dominante el impul-
so por realizar las propias potencialidades, la
ética pondrá mayor importancia en alcanzar la
plenitud de la vida o la perfección en el indivi-
duo; cuando es más urgente la demanda de uni-
dad con algo superior al individuo, el énfasis re-
caerá con fuerza sobre la solidaridad o el progre-
so social. Parece posible clasificar los sistemas
éticos según estén dirigidos primordialmente a
la realización del individuo o a la perfección de
los ordenamientos sociales. Sin embargo, las
dos categorías difieren principalmente en énfa-
sis; pues ninguna persona sensata puede dejar de
reconocer cuán poderosamente el medio social
influye sobre la forma de ser de los individuos,
ni la necesidad de desarrollar individuos adecua-
dos si lo que se quiere es construir una buena so-
ciedad.
Incluso dentro de los límites de la misma
doctrina formal, el énfasis se desplaza ora a es-
te lado, ora al otro, junto con el pensador que la
expone. Así, entre los estoicos tardíos, Epicteto,
ALEXANDER F. SKUTCH
suficientes para el pleno desarrollo de cada indi-
viduo. En nuestra propia división del reino ani-
mal, detectamos una tendencia inconfundible ha-
cia la perfección del individuo, en lugar de la
multiplicación ilimitada de la especie que hace
caso omiso de las consecuencias sobre el indivi-
duo. Estaremos más seguros si seguimos el ejem-
plo de los animales más cercanos a nosotros y ha-
cemos del desarrollo más pleno de los individuos
nuestra meta. Para este fin, debemos tratar de evi-
tar esa sobrepoblación que, a pesar de los mejo-
res ordenamientos sociales, inevitablemente lleva
a una severa competencia entre individuos, exa-
cerbando con ello las pasiones egoístas. Dado
que la competencia en cuanto medio de sustentar
la vida es la causa primaria del mal moral, debe-
mos hacer muchos esfuerzos para evitar crear una
comunidad en la que tal competencia sea aguda.
11. Dos aspiraciones coordenadas
del espíritu humano
Aunque el estudio del reino animal, del cual
somos parte, puede proveer una valiosa orienta-
ción a nuestro pensamiento, las fuentes del es-
fuerzo moral están dentro de nosotros; somos
morales como respuesta a una demanda de nues-
tra propia naturaleza, y esto es lo que nuestra
doctrina ética debe satisfacer. Muy dentro de no-
sotros encontramos dos anhelos que a primera
vista parecen incompatibles. El primero es el de-
seo de ser una entidad completa y duradera, un
ser humano individual, distinto del resto de la
creación, que ve el mundo desde un centro defi-
nido y con una disposición particular, que disfru-
ta de los valores que surgen de ello y que es re-
conocido como una persona por aquellos que lo
rodean. Esta es la más profunda de las necesida-
des vitales, pues los organismos sólo pueden so-
brevivir manteniendo su distintividad y aislándo-
se eficazmente del ambiente mediante integu-
mentas selectivamente permeables. El segundo
es el anhelo de mezclarse con un todo mayor,
identificarse con él y servirlo. Éste, en su forma
menos apasionada, es el impulso social, mientras
que en su mayor intensidad se convierte en aspi-
ración religiosa.
LOS FUNDAMENTOS DE UNA ÉTICA UNIVERSAL
elesclavoliberado, se interesó más por la liber-
tadespiritual y la integridad del individuo; el
emperadorMarco Aurelio, que tenía vastas res-
ponsabilidadessociales, pensó más sobre las in-
teraccionesentre los individuos y la sociedad, y
entrela condición humana con el cosmos. En el
judaísmoantiguo, las reglas morales básicas
atribuidasa'Moisés estaban dirigidas, en su ma-
yorparte, a la estabilización de una comunidad
tribal;mientras que en el cristianismo se hicie-
ronparte de una disciplina para la purificación
moralde los individuos que aspiraban a preser-
varsu identidad personal a través de toda la
eternidad.E incluso dentro de la comunidad
cristianalas mismas reglas básicas han valido
tantopara el místico que anhelaba hacerse uno
conDios, como para el mortal ordinario que te-
níala esperanza de alcanzar la vida inmortal en
uncuerpo resurrecto.
Aún así, con estas limitaciones, podemos
dividirlas doctrinas éticas en aquellas que asig-
nanuna importancia mayor a la perfección de
losindividuos y aquellas que señalan primor-
dialmentehacia el mejoramiento de la sociedad.
Yocolocaría las enseñanzas éticas del Bhaga-
vad-gita, el budismo, el estoicismo, el cristia-
nismo,Spinoza, Kant, y T. H. Green entre las
queponen el énfasis en primer lugar sobre la
necesidadde cultivar la perfección espiritual en
elindividuo. A este énfasis sobre el cultivo de la
perfecciónespiritual del individuo 10 llamaría la
GranTradición en ética. Por otra parte, coloca-
ríaa Platón (en La República y aún más en Las
Leyes), Aristóteles, los utilitaristas, Spencer y a
muchosautores recientes del lado de los que se
inclinanmás fuertemente hacia el ideal de la in-
tegración social. En general, el pensamiento
moderno tiende a resaltar la importancia de los
ordenamientos sociales descuidando la comple-
titud individual. Aunque los estoicos enseñaron
que una persona podía preservar su virtud y su
felicidad incluso si el mundo colapsaba a su al-
rededor, Spencer declaró que un individuo per-
fectamente bueno sólo podía existir en una so-
ciedad ideal. Ambas doctrinas son verdaderas,
pero están basadas en diferentes conceptos de
perfección; el primero, el de una persona ence-
rrada en sí misma; el segundo, el de una perso-
263
na en equilibrio dinámico con sus alrededores.
Los confucionistas, con su usual moderación,
tomaron una posición intermedia. Aunque total-
mente conscientes de la importancia del orden
social, a cuya estabilización iban dirigidas sus
enseñanzas, creyeron que el bienestar de la so-
ciedad estaría asegurado si cada persona fuera
en primer lugar fiel a su propia naturaleza mo-
ral, y luego cultivara relaciones apropiadas con
su familia y con quienes la rodearan. Concibie-
ron el orden moral como algo que se expandía
desde centros personales hasta abarcar el mun-
do entero. Como Aristóteles, no trazaron una
frontera definida entre la ética y la política, pues
consideraban que sus fines eran idénticos: defi-
nir la buena vida y descubrir las condiciones de
su realización.
Si adoptamos esta concepción y concebi-
mos el orden moral como extendiéndose hacia
fuera desde centros personales hasta incluir una
esfera siempre en expansión, nos percatamos
de que el esfuerzo moral debe estar dirigido, en
primer lugar, al mejoramiento del individuo, y
luego al cultivo de relaciones armónicas entre
individuos sabiamente beneficiosos y los seres
que los rodean. Para emprender esta gran tarea
con alguna probabilidad de tener éxito, antes
que nada debemos tener claro en la mente cuál
es la meta que nos esforzamos por alcanzar: de-
bemos vivir bajo la inspiración de un ideal mo-
ral. Los capítulos anteriores se han dedicado en
su mayor parte a la investigación de los recur-
sos que tiene disponibles el filósofo moral que
intente formular tal ideal, los cuales son todos
esos rasgos innatos de la naturaleza humana
que determinan la dirección de nuestras aspira-
ciones morales y nos obligan a esforzamos por
alcanzar la bondad. Ni un profeta ni un filóso-
fo pueden crear tales inclinaciones en la mente
humana; debe tomarlas como dadas y emplear
toda su habilidad para conducirlas hacia la luz
plena de la consciencia, para luego expresarlas
adecuadamente en una doctrina elevada y en
una vida noble. Él es un jardinero al cuidado de
un retoño que él no sembró, usando su arte pa-
ra ayudar a esa planta que apenas brota, a cre-
cer y a desplegar sus capullos con la mayor
perfección.
264 ALEXANDER F. SKUTCH
12. Resumen
Resumamos brevemente las conclusiones
que hemos alcanzado: prácticamente no será po-
sible crear una doctrina ética satisfactoria sin
fundarla sobre todos los motivos capaces de pro-
mover el esfuerzo moral, aunque siguiendo este
curso renunciamos a la elegancia monista alcan-
zada por sistemas éticos deducidos de un único
primer principio. El primero de estos motivos es
la voluntad de existir y de perfeccionar el propio
ser, de donde derivamos virtudes tales como la
prudencia, la templanza, la paciencia y la fortale-
za. De una categoría coordenada, pero totalmen-
te distinta de la anterior al momento de entrar en
la consciencia, es el impulso social, el cual tiene
su raíz biológica en los instintos parentales y es
la fuente de virtudes altruistas como la simpatía,
la generosidad, la compasión y la caridad. A es-
tos dos debemos agregar, como pilares de nues-
tro sistema ético, el amor a la belleza y el respe-
to por la forma y el orden, los cuales, tal como
han sido desarrollados en las mentes más finas,
pueden casi por sí mismos sostener una elevada
vida moral; pero en muchas personas son muy
rudimentarios como para conseguirlo, y sirven
meramente como auxiliares de los impulsos
egoístas y altruistas primarios. Aunque estos mo-
tivos primarios de la conducta parecen a veces
oponerse entre sí, el hecho de que todos tengan
su origen muy dentro de nuestro ser provee una
base para creer que no son, en última instancia,
irreconciliables. La conciencia y el sentido del
deber no son, como los anteriores, fuentes prima-
rias de acción, sino fuerzas integradoras y con-
servadoras que nos impelen a vincular todos los
aspectos de nuestras vidas en un todo coherente
y a esforzamos por preservarlo.
La estructura ética que erigimos sobre estos
fundamentos innatos tendrá necesariamente una
base intuitiva, pues debe, sobre todo, satisfacer
una demanda de nuestra naturaleza, anterior a to-
da experiencia, que determina nuestras valoracio-
nes y da dirección al esfuerzo moral. Al mismo
tiempo, nuestro ideal debe estar de acuerdo con
la tendencia general del proceso del mundo, o al
menos no estar directamente en oposición con él;
pues nada sería más patético que un ideal de con-
ducta que el cosmos se negara a sustentar. La me-
ta de nuestro esfuerzo moral debe ser la bondado
la armonía y no la felicidad, pues de esta última
podemos conocer muy poco, excepto en personas
muy parecidas a nosotros; por lo tanto, indiferen-
temente de lo que profese, una ética que hagade
la felicidad su meta tendrá necesariamente unal-
cance tan limitado que no podrá satisfacemos.
Pero dado que la armonía es el fundamento dela
felicidad, al esforzamos por incrementarla estare-
mos preparando el camino a una mayor felicidad;
y la felicidad, dondequiera que tengamos los me-
dios para conocer su calidad o cantidad, sirveco-
mo un valioso indicador del éxito que estemoste-
niendo en promover la armonía.
La forma de nuestra doctrina ética estará
profundamente influida por cómo concibamos la
relación entre el individuo y la sociedad, ya sea
que mantengamos que los individuos son de po-
ca importancia excepto en cuanto sirven a unEs-
tado tenido como fin en sí mismo, o bien queto-
da la función del Estado es crear condiciones que
ayudarán a los individuos a realizarse. Aunqueen
algunas ramas del reino animal la completitud de
los individuos ha sido sacrificada en pos de las
necesidades de la integración social y de la crea-
ción de una especie de superorganismo, entrelos
vertebrados el curso de la evolución está dirigido
a la producción de individuos cuya completitud
raramente se ve disminuida por fines sociales;y
para nosotros, el curso más seguro es seguirel
ejemplo de nuestros más cercanos parientes ani-
males. Pero nuestro ideal ético debe, sobre todo,
satisfacer los anhelos del espíritu, pues obede-
ciéndolos no sólo nos esforzamos por llegar aser
individuos completos y perfectos, sino al mismo
tiempo a identificamos con un todo mayor. Porlo
tanto, nuestro problema es cómo perfeccionamos
sin obstaculizar el esfuerzo similar que realizan
todos los seres que nos rodean, y satisfaremosto-
davía más adecuadamente la doble demandade
nuestro ser más íntimo si podemos incrementar
nuestra perfección mientras ayudamos a otrosa
incrementar la suya.
San Isidro de El General
Costa Rica
1993
LOS FUNDAMENTOS DE UNA ÉTICA UNIVERSAL
Notas
1. Diógenes Laercio. Vidas de los filósofos ilus-
tres. Libro VII.
2. Anthony Ashley Cooper Shaftesbury. En Ha-
raid Hoffing, A History of Modem Philosophy. 2 Vols.
NewYork: Dover, 1955, pp. 392-96.
265
3. James Martineau. Types of Ethical Theory.
Parte 11, Libro I, Capítulo VI, # 15.

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Analisis de la LA CONSTITUCIÓN DE LA REPÚBLICA BOLIVARIANA DE VENEZUELA (CRBV
 

Xvii los fundamentos de una etica universal

  • 1. XVII. Los fundamentos de una ética universal 1. La necesidad de reconocer todos los motivos pertinentes Los fenómenos de la naturaleza inorgánica, y más aún los de la vida, son tan complejos que la mente humana difícilmente puede pensar en ellos sin simplificarlos. Nos gusta asignarle a ca- da evento una sola causa, olvidando convenien- temente que prácticamente nada sucede si no es por una multitud de circunstancias, y que nuestra llamada "causa" es meramente el último, o el más visible o el más inconstante, de los factores que contribuyen a que suceda. Tenemos así, por ejemplo, el hábito de decir que las mareas son causadas por la luna, pasando por alto la gran in- fluencia del sol sobre ellas. Con respecto a los fenómenos vitales, espe- cialmente, nuestro empedernido hábito de asig- narle a cada evento una única causa nos lleva a pensar vaga y descuidadamente. Frecuentemente nos equivocaríamos si intentáramos poner en co- rrelación el florecimiento de un árbol únicamen- te con cambios en la temperatura, sin prestar atención a influencias importantes como la llu- via, la duración de la luz solar, la composición del suelo y condiciones internas todavía más di- fíciles de analizar. Los biólogos son cada vez más escépticos de las explicaciones según un so- lo factor. Sin embargo, durante varios siglos ha habido en la filosofía occidental un persistente intento de atribuir uno de los más elevados es- fuerzos de uno de los organismos más complejos a un único factor, estableciendo sistemas enteros de ética sobre el instinto de autopreservación, la búsqueda calculada de la felicidad personal, el sentido del deber, o cualquier otra cosa. No es extraño que ninguno de estos sistemas haya lo- grado abarcar toda la amplitud y riqueza del es- fuerzo moral y que ninguno haya satisfecho nuestras necesidades éticas, y que el incremento de sistemas sólo haya producido desconcierto y dudas cada vez mayores. El único remedio para esta situación infe- liz parece ser renunciar resueltamente a la satis- facción de alcanzar una elegancia monista gra- cias al proceso progresivo de deducción que parte de una premisa solitaria, como el de los niños que al jugar con bloques de madera inten- tan levantar una alta torre colocando un único bloque como base. Nuestro método debe ser más bien el contrario; debemos empezar exami- nando la naturaleza humana en toda su comple- jidad, señalando todos los componentes que tengan importancia ética y que puedan servir de base al esfuerzo moral. No importa que en el ni- vel donde primero los encontremos no podamos descubrir sus interconexiones ni rastrear su de- sarrollo a partir de una única fuente, de modo que nuestros impulsos autocentrados parezcan no tener relación con nuestros impulsos altruis- tas, y nuestro deseo de perfección parezca dis- tinto de nuestro anhelo de felicidad. En cuanto biólogos o psicólogos, quizá nunca lleguemos a estar satisfechos hasta que no hayamos rastrea- do todos los aspectos de la naturaleza humana hasta una sola fuente; en cuanto moralistas, nuestro oficio es aceptar, agradecidos, tal como lo encontramos, cada impulso y cada apetito que pueda contribuir al esfuerzo moral, y em- plear nuestra habilidad no en disecciones que Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, XXXVIII (95-96), 249-265, 2000
  • 2. 250 ALEXANDER F. SKUTCH consuman todo nuestro tiempo, sino en guiar es- tos impulsos hacia la fruición en una vida mo- ralmente satisfactoria. En capítulos anteriores traté de mostrar que todos los rasgos psíquicos de importancia moral, incluyendo la conciencia, el amor, la simpatía, el sentido del deber y la apreciación estética, son productos de esa actividad integradora presente en el fundamento mismo de nuestro ser que tien- de siempre a ordenar todas las cosas en agrega- dos coherentes. Para nuestros propósitos actuales no es enteramente necesario que el lector acepte esta conclusión. Es suficiente si reconoce la pre- sencia de estos modos de pensamiento y senti- miento dentro de sí mismo, y concuerde en que, en los términos más generales, todo el esfuerzo de la moralidad está dirigido a incrementar la ar- monía entre los componentes del mundo, crean- do un patrón coherente no sólo tan amplio e in- clusivo como sea posible, sino también así de perfecto en todos sus detalles. En el presente ca- pítulo debemos pasar lista a todos esos compo- nentes de la naturaleza humana ~iscutidos en capítulos anteriores- que puedan servir como fundamento de una ética más amplia; mientras que en el libro Ideales Morales deberemos ver qué superestructura podemos levantar sin peligro sobre ellos. 2. Virtudes derivadas de la voluntad de vivir Decir que la autopreservación es la primera ley de la naturaleza es una observación trillada, y es igualmente cierto que la preservación del pro- pio ser es el primer principio de la ética. Una va- riedad de moralistas, incluyendo a Spinoza y a Hobbes, han basado todo su sistema sobre este motivo. También los estoicos le dieron a este principio una posición fundacional en su doctri- na, y al parecer uno de sus más prolíficos autores, Crisipo, dijo que "la cosa más preciada para todo animal es su propia constitución y su consciencia de ésta."! En tiempos más recientes, Spencer re- conoció plenamente la importancia moral de este impulso, el más profundo de nuestra naturaleza y de toda naturaleza animada. La importancia moral de preservar el propio ser no está únicamente en que no podemos ser buenos y virtuosos si no existimos, una verdad demasiado obvia para detenemos en ella; está en que la vida difícilmente es posible sin esa coordi- nación armónica entre todas las partes y funcio- nes del organismo que podemos tomar como el prototipo de la bondad y como estándar para el esfuerzo moral. Incluso si la mera prolongación de la vida pudiera satisfacemos, no podríamos conseguirla sin una cierta cantidad de esfuerzo moral o algún equivalente innato de éste. La tem- planza y la prudencia, tal como se señaló en el Capítulo III, son virtudes naturales, que encon- tramos ejemplificadas en todo animal que deja de comer cuando su necesidad está satisfecha, o que se niega a poner en peligro su vida por la gratifi- cación inmediata del apetito. Si en ellos estas reacciones son irreflexivas y automáticas, en nuestro caso la templanza y la prudencia auto- conscientes se consiguen principalmente opo- niéndole al apetito que nos tienta a caer en indul- gencias o gratificaciones, la imaginación de con- secuencias desagradables. También la paciencia y la fortaleza son esenciales para la preservación de la vida en medio de las dificultades y peligros que a menudo la acosan, y tienen sus raíces en lo profundo de la naturaleza animal. Sin poner la más mínima tensión sobre el principio de auto- preservación, podemos basar sobre él aproxima- damente la mitad de las virtudes morales; pero debemos tener cuidado de que esta simple deduc- ción no nos tiente a apilar las restantes virtudes sobre el mismo fundamento vital. Pocas personas se contentan simplemente con existir, reproducirse,. y luego pasar hacia la nada. Encuentran satisfacción en la realización eficaz de actividades necesarias para el mante- niemiento de la vida en cualesquiera circunstan- cias en que se encuentren, y se sienten complaci- das cuando esta habilidad es reconocida por sus iguales. Aunque las habilidades y logros particu- lares más altamente valorados varían mucho de cultura en cultura, y de clase en clase dentro de la misma sociedad, cada uno se enorgullece de ser competente en lo suyo, y esto es un poderoso in- centivo para cultivar la virtud. Además, ansiamos llenar nuestras vidas con actividades agradables
  • 3. LOS FUNDAMENTOS DE UNA ÉTICA UNIVERSAL y experiencias significativas incluso cuando éstas no sean esenciales para su preservación. Este deseo de completar y colmar nuestras vi- das puede tomar la forma de una sed insaciable por el conocimiento o de una ardiente aspira- ción de santidad, o puede estimulamos a dedi- car todas nuestras energías a adquirir una habi- lidad sobresaliente en alguna de las artes, o puede llevamos a rodeamos de amigos agrada- bles y objetos hermosos. Desarrollamos un ideal de perfección personal, que ciertamente le debe mucho a nuestro deseo de ganar un lu- gar respetado dentro de la sociedad mediante la exhibición de los logros y el ejercicio de las virtudes que ella más aprecia, pero que en su forma más elevada trasciende las demandas de la sociedad y sustituye la aprobación de otras personas por la inspiración de algún arquetipo de perfección, o a veces meramente por la aprobación de la conciencia. Aunque es difícil concebir un ideal de perfección que no haya madurado a partir de las experiencias de la vi- da en comunidad, un ideal tal no está limitado de ninguna manera por las necesidades o la aprobación de la sociedad. Como tantas otras manifestaciones de la vida cuya forma ha sido principalmente determinada por la presión del ambiente, nuestro ideal finalmente trasciende en mucho sus demandas, impelido a mayores alturas por una fuerza interior. 3. Virtudes derivadas de impulsos parentales Aunque la misma actividad inmanente que nos hace crecer hasta formar organismos complejos y empeñar toda nuestra fuerza para preservar la vida también nos impele a coronar la vida con una perfección ideal, la forma de es- te ideal está profundamente influida por nuestra relación con un todo mayor. Nos vemos condu- cidos por los más poderosos impulsos no sólo a completamos, sino a también damos a otros; y mientras no incluyamos esta segunda demanda en el tejido de nuestro ideal de perfección, difí- cilmente estaremos satisfechos con él. Estos dos motivos contradictorios surgen sin duda de 251 la misma fuente: la actividad creadora a la que debemos nuestro ser; pero, al nivel en el que entran en la consciencia casi no es posible ras- trear la conexión entre ellos, pues el instinto de autopreservación y las actitudes que suscita a menudo parecen diametralmente opuestos a los impulsos que van más allá de nosotros mismos y que culminan en el altruismo. De hecho, en muchos organismos la autopreservación y la re- producción son incompatibles y mutuamente excluyentes: la puesta de los huevos lleva pron- tamente a la muerte del progenitor. Pero en los humanos, como en la mayoría de vertebrados de sangre caliente, se ha efectuado una mayor integración, cuyo resultado es que los motivos autocentrados y los heterocentrados existen uno al lado del otro complementándose entre sí, aunque a menudo no sin conflictos para alcan- zar el equilibrio. Algunos pensadores han intentado derivar del primero este segundo aspecto de nuestra na- turaleza, rastreando todo nuestro aparente al- truismo hasta el autointerés previsor; pero para probarlo tendrían que demostrar que de la mis- ma forma se derivan no sólo nuestro celo hu- mano por proteger y defender a nuestros niños, sino el comportamiento correspondiente en to- dos los animales no humanos. Dado que esto implicaría hacer vastas suposiciones sobre la habilidad de animales tales como las avispas y los peces para desenmarañar intrincadas rela- ciones, debemos rechazar esta posición en fa- vor de una concepción más' simple, según la cual los impulsos heterocentrados son un com- ponente innato de nuestra naturaleza, y que en el reino animal aparecen primero en la forma de solicitud parental. Así como, sin realizar ha- zañas de malabarismo verbal, derivamos virtu- des tales como la prudencia, la templanza y la fortaleza a partir del instinto de autopreserva- ción, asimismo, de una manera igualmente di- recta y sin esfuerzo, rastreamos el amor, la sim- patía, la generosidad, la compasión y la caridad de este segundo lado de nuestro naturaleza. Da- do que estas afecciones y actitudes son partes de nosotros, difícilmente podemos estar satisfe- chos con un ideal de perfección personal que las omita.
  • 4. 252 ALEXANDER F. SKUTCH 4. El amor a la belleza y el respeto a la forma como motivos morales Los dos motivos precedentes del esfuerzo humano ---donde uno nos impele a preservamos y perfeccionamos nosotros mismos mientras que el otro nos lleva a considerar el bienestar de otros- deben recibir posiciones coordenadas en los fundamentos de cualquier sistema de conduc- ta humana, pues el intento de apilar uno sobre el otro sólo puede dar por resultado una estructura falseada e inestable. Pero otros motivos, apenas inferiores en importancia, le darán una mayor amplitud y estabilidad a nuestro edificio moral, y sin embargo no pueden derivarse fácilmente de cualquiera de los motivos anteriores, de modo que ellos, también, deben colocarse en la posi- ción de fundamentos. Estos son nuestro amor a la belleza y nuestro respeto por la forma y el orden, los cuales están íntimamente aliados y son, sin duda, diversas expresiones de una única cualidad psíquica primitiva. Desde la antigüedad, los filó- sofos han reconocido que lo bueno es también lo bello; y Shaftesbury estableció su ética sobre es- ta identificación-. Dado que espontáneamente amamos la belleza, la apreciación de la belleza de una vida armónicamente ordenada puede im- pelemos enérgicamente a cultivarla, incluso en ausencia de otros incentivos. Si no tuviéramos ningún otro motivo para el esfuerzo moral, la reverencia por la forma podría hacemos morales. La vida impone la forma sobre los crudos materiales del mundo y no puede exis- tir en ausencia de tal organización. Cuando nos vemos desde fuera, somos una forma definida. Cada uno de los seres vivientes que nos rodea es sobre todo una forma específica con un proceso asociado a ella, y que sea algo más es principal- mente una inferencia. Más aún, prácticamente to- do lo que nos es útil, ya sea hecho por los seres humanos o provisto por la naturaleza, es tal en virtud de su forma. Por tanto, mientras crecemos en comprensión y sensibilidad, la percatación de lo que somos, no menos que la reverencia por la fuente de nuestro ser, nos hace renuentes a des- truir formas cuya creación está más allá de nues- tro poder. Si no podemos probarle al escéptico que le inflingimos dolor a otros seres vivientes cuando los laceramos o mutilamos, el respeto ha- cia sus formas maravillosamente intrincadas de- biera hacemos evitar perjudicar incluso al más pequeño de ellos, excepto cuando estemos en la más severa necesidad. Más aún, toda situación moral tiene, como relación recíproca, una forma ideal que no podemos percibir si no la contem- plamos con ese respeto y admiración que cada forma equilibrada nos inspira, de modo que nos afligimos por su distorsión o destrucción, incluso cuando no sufrimos ninguna pérdida personal. La justicia, en particular, es un aspecto de la forma, usualmente simbolizada por la balanza; además de todos sus otros atractivos, tiene un fuerte atractivo estético. Si alguien piensa que hemos admitido de- masiados incentivos para las buenas acciones, y que toda conducta genuinamente moral puede ser reducida a la operación de un único motivo primario que asume diversas apariencias al rami- ficarse a través de su vida, déjenlo reseñar sus actos del día o mes pasado y descubrir si todos aquellos de valor moral pueden explicarse de esa manera. Si vive no en una ciudad sobrepoblada sino en contacto con el más amplio mundo de la naturaleza, como en una granja, un examen de ese tipo será más convincente. Ora se resiste de comer demasiado de un plato tentador pero indi- gerible, y esa prudente templanza está motivada por un interés sobre sí mismo. Ora ayuda a un vecino enfermo mucho más pobre que él, sin du- da sin pensar que algún día él podría encontrar- se en un apuro semejante y que requeriría la re- tribución de su amabilidad; su conducta en este caso parece estar inspirada por un altruismo de- sinteresado. Ora deja en libertad una mariposa que ha entrado en su habitación y no puede en- contrar la salida, y esto es caridad o compasión. Ora, en el curso de limpiar sus tierras, se afana por preservar un arbusto o un árbol carente de importancia económica, simplemente porque es bello; dado que agrega algo al encanto del mun- do, su esfuerzo por salvarlo es con certeza un ac- to moral, inspirado por el amor hacia la belleza. Dejemos que cualquier persona se tome el traba- jo de dedicar un breve intervalo de su vida a un análisis similar, y creo que estará de acuerdo con Martineau en que "ningún objetivo constante,
  • 5. LOS FUNDAMENTOS DE UNA ÉTICA UNIVERSAL 253 ninguna facultad real, ninguna preponderancia de efectos felices contemplados, puede realmen- te encontrarse en todas las buenas acciones.'? 5. La conciencia: cemento de la estructura moral La voluntad de vivir y de perfeccionamos, un altruismo innato, el amor de la belleza, y el respeto por la forma: estas son las piedras funda- cionales sobre las que puede construirse una éti- ca firme; y no podemos despojamos de una de ellas sin debilitar y poner en peligro nuestra es- tructura. Aunque ningún sistema de ética puede prescindir de la conciencia, no le he dado una po- sición entre los fundamentos porque en cuanto principio integrador es la fuerza vinculante de nuestra estructura en lugar de una de sus bases. Podríamos llamar a la conciencia el cemento del edificio moral. Tenemos como bases de nuestro sistema cuatro motivos, separados cuando apare- cen sobre el nivel del suelo, y a menudo aparen- temente no relacionados o incluso antagónicos entre sí, como cuando el autointerés nos impele hacia un lado y el altruismo hacia otro. Sin la- conciencia para mediar entre ellos y llevarlos a la armonía, nunca podrían llegar a ser las bases de una estructura coherente. La conciencia es la expresión en la cons- ciencia de la enarmonización que incesantemen- te actúa para vincular en un todo coherente todos los diversos componentes de nuestros cuerpos y nuestras mentes. Nos percatamos de ella princi- palmente en forma del desasosiego que sentimos cada vez que cualquiera de los elementos perci- bidos y reconocidos de nuestra vida activa, espe- cialmente aquellos bajo control voluntario, como nuestros actos y nuestros principios, nuestras pa- labras y nuestras ideas, están desalineados; y no nos permite estar contentos hasta que tales desar- monías hayan sido rectificadas. Uno podría decir que aliviarse de la angustia causada por una con- ciencia afligida es un motivo para la acción, un aspecto del motivo placer-dolor; de modo que la conciencia debería recibir una posición fundacio- nal en nuestro sistema. Esta angustia que experi- mentamos siempre que detectamos desarmonía entre los componentes de nuestra vida, especial- mente en aquellos a los que asignamos un signi- ficado moral --esta calma y esta paz que disfru- tamos cuando no es evidente ninguna desarmo- nía- es justamente la conciencia misma; de mo- do que debe ser reconocida como una fuente de acción. Pero incluso si elegimos considerarla co- mo un motivo, no puede ser un motivo primario; pues a no ser que de antemano tuviéramos impul- sos morales que no pudiéramos observar, o que lleváramos a cabo imperfectamente, o que entra- ran en conflicto entre sí, nunca experimentaría- mos punzadas ni remordimientos de conciencia. Tampoco puede concederse una posición fundacional al sentido del deber, el cual difícil- mente puede distinguirse de la conciencia. Si - como se afirmó en el Capítulo XIV- no senti- mos la presión del deber hasta que la estructura de nuestras vidas --en sentido individual o so- cial- se pone en peligro ya sea por amenazas externas o por el fracaso de la inclinación espon- tánea al apoyar las exigencias de la situación, en- tonces el deber presupone esta estructura, de mo- do que no puede ser parte de sus fundamentos. Asimismo, nos abstenemos de poner en ese nivel a auxiliares tan poderosos de la vida moral como la reverencia o el apego a la bondad en sí misma, y el amor al conocimiento y la verdad. Antes de poder reverenciar la bondad debemos formar el ideal de bondad, y esto debe crecer a partir de esos componentes más primitivos de nuestra na- turaleza que hemos colocado en los fundamen- tos. Los humanos valoramos en primer lugar el conocimiento porque nos ayuda a satisfacer nuestros deseos y a evitar peligros, y sólo gra- dualmente llega a ser precioso en sí mismo. La reverencia hacia la bondad y el amor al conoci- miento son productos de esa preferencia por la coherencia, el orden y la forma que es un compo- nente original de nuestra naturaleza. 6. El elemento intuitivo de todas las doctrinas éticas satisfactorias Además de esos motivos primarios de acción que son las fuentes principales de todo esfuerzo moral y de la conciencia que exige coherencia en
  • 6. 254 ALEXANDER F. SKUTCH nuestras vidas, ciertos otros puntos deben ser considerados antes de intentar construir un am- plio y satisfactorio edificio moral. El primero de estos es si tenemos o no intuiciones morales y, de tenerlas, cuál es su importancia. Prácticamente ningún pensador serio, creo, mantiene todavía que poseamos intuiciones morales en la forma de reglas específicas de conducta, tales como "No matarás" o "No robarás". Tampoco es demostra- ble que poseamos principios morales innatos de una forma más general, que, por ejemplo, pudie- ran determinamos -antes de toda experiencia- a hacer de la máxima felicidad de la humanidad, o del culto de la perfección personal, el principio guía de nuestras vidas. Sin embargo, creo que en sus términos más generales, la afirmación de la Escuela Intuitiva contiene mucha verdad como para ser puesta de lado o descuidada a la hora de construir una doc- trina ética. Estamos constituidos de forma tal que ciertos motivos y modos de conducta determi- nantes nos llaman la atención como más eleva- dos, más nobles o más dignos de nosotros que ciertos otros motivos y modos de conducta, algu- nos de los cuales parecen ser intrínsecamente mezquinos, innobles o viles. Esta evaluación no proviene de la experiencia de los efectos, sobre uno mismo y sobre otros, de los motivos o de la conducta en cuestión, sino que es una estimación intuitiva de la decisión o del acto mismo, de acuerdo con sus cualidades intrínsecas. Difícil- mente es necesario señalar que no podemos ha- cer juicio alguno sobre los aspectos de un acto antes de haberlo experimentado; sin embargo, la forma del juicio está determinada por algo den- tro de nosotros que nada le debe a nuestra expe- riencia individual. Una intuición moral, entonces, no entra en la consciencia como un principio general o como máxima, ni mucho menos como un mandamien- to a actuar de cierta manera, sino que es más va- ga e indefinida. Da una dirección general a nues- tro esfuerzo moral sin determinar sus detalles; impone una condición que nuestros ideales y nuestra conducta deben realizar para satisfacer- nos. Mientras la máxima que profesemos esté en pugna con nuestra intuición, nos sentimos intran- quilos e incómodos; cuando corresponden, em- pezamos a encontrar paz. En cuanto a qué es es- ta intuición moral, sostengo que es básicamen- te el reconocimiento de que la armonía corres- ponde mejor a nuestra naturaleza que la discor- dia, de donde se sigue que preferimos la más amplia armonía a la más estrecha, y de entre dos patrones de igual alcance, el más coherente al menos coherente. Sin embargo, los humanos a menudo se de- leitan en la rivalidad y la discordia, como el gue- rrero en la batalla y la persona pugnaz en los de- bates ardorosos. Pero quizá la fuente principal del deleite del guerrero en la refriega, en los días en que una batalla no era la exhibición diabólica del ingenio mecánico sino un conflicto mano a mano entre adversarios que respetaban las proe- zas marciales del otro, era su habilidad para ma- nejar armas y para rechazar las embestidas de su oponente, el despliegue exultante de su vigor y su coraje. Su fuerza residía en la constitución ar- mónica de su cuerpo, su habilidad en la íntima cooperación entre ojo, nervio y miembro. Dado que desde la niñez su entrenamiento probable- mente incluía poco aparte de los ejercicios mar- ciales, por fuerza tenía que encontrar en la bata- lla lo satisfactorio de las actividades coordenadas que el artista o el artesano deriva del ejercicio de su habilidad especial. De manera similar, argu- mentar convincentemente requiere una mente bien organizada y el flujo coherente de ideas, lo cual es en sí mismo una fuente de gratificación. Nuestro disfrute de la armonía se afirma a sí mis- mo incluso en gran parte de nuestra violenta riva- lidad; la oposición externa pone en juego la inte- gración interna; y todo otro motivo para entrar en combates, como el deseo de herir o de postrar al adversario, es una revelación no de nuestra natu- raleza primaria sino de las modificaciones im- puestas sobre nosotros por la lucha por sobrevi- vir en un mundo competitivo. La mayoría de escuelas de ética nos dicen que debemos hacer esto o aquello porque el mundo, incluyendo la sociedad humana, está constituido de forma tal que tales y tales conse- cuencias se seguirán de nuestro comportamiento. En lugar de hacer que nuestra conducta esté en conformidad con nuestra más íntima naturaleza, nos mandan a regularla con la vista puesta en lo
  • 7. LOS FUNDAMENTOS DE UNA ÉTICA UNIVERSAL 255 que puede suceder en el mundo externo. Es natu- ral que un ser que mira hacia adelante como no- sotros, guíe sus actividades por sus esperados efectos, efectos para sí mismo o para aquellos en quienes se interesa. Pero una ética basada total- mente en los efectos previstos de cierto compor- tamiento coloca demasiada confianza en nuestra habilidad para predecir el futuro, y muy poca fe en las potencialidades ocultas de los años venide- ros. De modo distinto a las demás escuelas, los moralistas intuicionistas insisten en que actua- mos de ciertas maneras porque tal comporta- miento está en conformidad con nuestra naturale- za, es decir, que debemos regular nuestra con- ducta según lo que somos y no pensando en lo que podría Íld:>arnos. Si tuviéramos la fuerza y el coraje para seguir nuestras más incitantes intui- ciones con menos miedo de sus previstas conse- cuencias para nosotros mismos, esas intuiciones podrían llevamos a un futuro más satisfactorio del que podemos imaginar. 7. El principio cosmológico y su corres- pondencia con el principio intuitivo Mientras reconocemos plenamente el lugar del intuicionismo en ética, difícilmente podemos permitimos descuidar lo que por brevedad pode- mos llamar el principio cosmológico. No sólo es de importancia para nosotros descubrir cuáles clases de conducta están más estrechamente en conformidad con nuestra naturaleza cuando so- mos más verdaderamente nosotros mismos; tam- bién parece importante aprender cuáles clases de conducta, si las hay, están en mayor armonía con la estructura, el propósito o la tendencia domi- nante del universo en que nos encontramos. ¿Su- giere el estudio del mundo y de su evolución que ciertos objetivos o modos de comportamiento nos incumben más que otros? Dudo si muchas personas pondrían objeciones a la proposición de que, si hay un Creador y podemos conocer con certeza su voluntad, es nuestro deber obedecerla. y si no hubiera un Creador trascendente, sino un propósito inmanente o tendencia dominante en el universo, que pudiéramos descubrir, sería para nosotros de igual incumbencia actuar en armonía con este proceso o actividad que nos hizo. De he- cho, sería difícil no hacerlo. Esto nos pone en un dilema. Hemos recono- cido la validez de dos principios éticos aparente- mente no relacionados: 1, la obligación moral de ser fieles a nuestras más centrales intuiciones; y 2, la obligación similar de actuar en conformidad con la voluntad de un Creador cósmico o al me- nos con un propósito cósmico inmanente, si exis- te cualquiera de ellos. Pero supongamos que des- cubriéramos que estos dos principios guías son radicalmente incompatibles, de modo que no pu- diéramos actuar en conformidad con el estándar externo sin violentar la conciencia, y que no pu- diéramos actuar en conformidad con el impulso central de nuestra naturaleza sin emprender un curso de conducta directamente en oposición a la voluntad de Dios o de la tendencia cósmica. En tal situación, nuestra moralidad quedaría aver- gonzada y aturdida, y la ética podría hacerse fan- tástica. Pero que nuestros principios innatos de conducta estén en oposición con el proceso cós- mico parece tan improbable que no podemos contemplar seriamente tal contradicción. No sólo somos productos de este proceso, sino que somos parte de él. En cualquier sistema, el principio que determina el todo determina también sus partes. La actividad que impregna el universo y gobier- na su evolución también es inmanente en noso- tros y deja su impronta sobre nosotros. Creo que toda la posibilidad de llevar una vida buena y moral depende de esta congruencia entre nuestro propio proceso constitutivo y el proceso que im- pregna el universo, entre nuestra enarmonización personal y la en armonización universal. ¿Qué puede ser más patético y fútil que discutir sobre ética y desarrollar un ideal de con- ducta en un mundo que se niegue a apoyar el es- fuerzo moral? Frecuentemente, sin duda, senti- mos que nuestro esfuerzo por llevar una vida ar- mónica está inadecuadamente apoyado por nuestro ambiente -¿quién no desea que fuera más fácil ser bueno?- Pero el hecho de que al menos parcialmente tenemos éxito en vivir de acuerdo con nuestros ideales morales prueba que ellos reciben cierta cantidad de apoyo externo, y esto a su vez demuestra la existencia de una
  • 8. 256 Podría compararse la armonización con un amplio arroyo cuya superficie estuviera perturba- da por múltiples remolinos y contracorrientes que para todos, menos para el más habilidoso pi- loto, encubrieran la dirección de su más profun- do flujo. Si confinamos nuestra atención a la pro- blemática superficie del arroyo, la cual no es si- no la evolución, seríamos incapaces de descubrir una dirección prevaleciente. Mientras que ciertas líneas evolutivas presentan una creciente perfec- ción en su organización, otras muestran una re- ducción que a menudo termina en parasitismo. Si por una parte es evidente un incremento constan- te en la belleza y amigabilidad de los organismos, por otra se ha intensificado la hostilidad, y las ar- mas agresivas se han hecho más eficaces. Una ética evolucionista se enfrenta con el embarazo de decidir cuál es la tendencia predo- minante en la evolución, o al menos de descubrir razones válidas por las cuales debiéramos prefe- rir y luchar por promover una tendencia sobre otra; y las bases de tal preferencia difícilmente pueden encontrarse en el estudio de la evolución misma. Pero una ética de la armonización no es una ética evolucionista, y evita aquella perpleji- dad dirigiéndose, por debajo de la evolución, al proceso del cual la evolución orgánica sólo es una expresión confusa e imperfecta. Dado que este proceso es la fuente de nuestro esfuerzo y de nuestras aspiraciones morales, no tenemos difi- cultad alguna al decidir que nuestra ética debe es- tar en conformidad con él. Uno de los grandes objetivos de la moralidad es, entonces, hacer del curso de la evolución, hasta donde podamos in- fluir sobre él, una expresión más perfecta del proceso que subyace a ella. La naturaleza moral humana puede ser considerada como uno de los instrumentos que la armonización ha desarrolla- do para superar algunas de las dificultades en las que se ha involucrado como resultado inevitable del curso que se vio obligada a seguir. ALEXANDER F. SKUTCH cuantía de carácter moral en el más amplio uni- verso. Por tanto, la ética se ocupa de una situa- ción compleja que abarca el espíritu humano y el mundo circundante. De hecho, la situación es tan complicada que el más adecuado análisis nos presenta sólo una, o a lo más unas pocas, seccio- nes del todo; y muchas teorías éticas que parecen ser verdaderas fallan por mucho en damos una descripción adecuada de la vida moral. Uno de los más graves peligros que acosan al pensador que busca en el mundo alguna ten- dencia que pueda servir como orientación moral, es suponer que puede encontrarla en el estudio de la evolución orgánica. Es hacia la armonización y no hacia la evolución que debemos mirar para encontrar una guía moral, y es por lo tanto nece- sario distinguir claramente ambos procesos. La armonización es la fuerza motriz en la evolución, de modo que sin ella no habría evolución, y no es por tanto equivalente a la evolución. En el creci- miento de un organismo, la armonización cons- truye, a partir de los crudos materiales del mun- do, patrones de cada vez mayor amplitud, com- plejidad y coherencia; si pudiera evitar todas las complicaciones produciría una armonía cada vez más perfecta, incontaminada por la discordia. Pe- ro fue necesario para la armonización proceder simultáneamente a través de extensas regiones del universo, si no por su totalidad, imponiendo algún tipo de orden sobre todos los materiales in- cluidos en él. Por tanto, empezó a construir innu- merables patrones, muchos de ellos tan cercanos entre sí que, al continuar creciendo, inevitable- mente tropezaron unos contra otros y entraron en competencia por los materiales esenciales para su posterior desarrollo. Esta rivalidad de una enti- dad con otra entidad en un mundo sobrepoblado ha tenido un efecto inmenso sobre el curso de la evolución orgánica, y ha impuesto sobre los seres que lentamente evolucionaron numerosas modi- ficaciones contrarias a su naturaleza original. Por lo tanto, lejos de ser una perfecta expresión de la armonización, la evolución ha llegado a ser tan compleja que tiende a ocultar el carácter esencial de la armonización; y es necesaria mucha profun- dización para discernir la dirección primaria del movimiento subyacente a todos sus complicados efectos secundarios. 8. La correspondencia entre bondad y felicidad El tratamiento del tema de la felicidad no es la menor de las dificultades que confronta el
  • 9. LOS FUNDAMENTOS DE UNA ÉTICA UNIVERSAL arquitecto de una doctrina ética. Algunos autores han mantenido que el único objetivo de la mora- lidad es alcanzar la felicidad, para uno mismo, para la humanidad, o para todos los seres sensi- bles; mientras que otros pensadores han creído que los actos realizados en función de la propia felicidad carecen de valor moral. Sería extrema- damente paradójico si nosotros y nuestro mundo estuviéramos constituidos de forma tal que mien- tras mayor fuera nuestro esfuerzo moral y más fielmente nos aproximáramos a nuestro ideal éti- co, más miserables fuéramos todos; y, por el con- trario, que mientras más malvada o inmoral nos pareciera nuestra conducta, llegáramos a ser más felices. Esa situación nos forzaría a hacer una pausa y preguntamos si no hemos fundado nues- tra ética sobre premisas falsas, muy necesitadas de revisión. Incluso cuando reconocemos que nuestro esfuerzo moral surge primariamente de una exi- gencia de nuestra más íntima naturaleza en lugar de algo externo a nosotros o de nuestra sed de fe- licidad, debemos admitir además que se embro- llaría si descubriéramos que sólo lleva hacia un incremento del pesar, y que sería vergonzoso si descubriéramos que trabaja en oposición a la ten- dencia dominante del mundo circundante. Toda la posibilidad de una ética satisfactoria y eficaz parece descansar, así, sobre la congruencia de nuestra naturaleza moral con el proceso del mun- do, por un lado, y sobre la compatibilidad de la bondad y la felicidad, por otro. La situación se salva gracias a la íntima co- nexión entre la bondad y la felicidad. La bondad, tal como decidimos en el Capítulo XII, es un tér- mino relativo, que denota la coexistencia o inte- racción armónica de dos entidades. Se dice que tales entidades son buenas sólo en relación entre sí; y un ser absolutamente bueno habitaría en concordia con todo y no tendría conflictos con nada. En cuanto organismos, somos producto de la armonización, un proceso que unifica los cru- dos elementos del mundo en patrones armónicos, y nuestra continua existencia depende de la pre- servación de la armonía entre la miríada de com- ponentes de nuestro ser total. Cuando esta armo- nía se ve perturbada, sufrimos en cuerpo o en al- ma, o en ambos; por un decaímiento adicional de 257 la armonía, morimos. La vida no sólo depende de la integración armónica del cuerpo y la mente, si- no que demanda un alto grado de concordia con el ambiente, en todos sus aspectos. La vida surge a partir de la armonía, y dura únicamente mien- tras la armonía se mantenga; razón por la cual su esfuerzo dominante es el establecimiento y la preservación de la armonía. La misma actividad penetrante que da for- ma al cuerpo también se hace sentir en la mente como una exigencia de armonía en el pensa- miento y en la acción, en nuestras relaciones con todo lo que nos rodea, y finalmente incluso en las relaciones de estas cosas externas entre sí. De modo que el imperativo moral es luchar in- cesantemente por el bien, el cual es otro nombre para la armonía. Pero el mismo proceso que nos hizo seres morales también nos dio una sensibi- lidad consciente; y nos ha formado de manera tal que experimentamos felicidad en la medida en que logremos obtener armonía entre todos los componentes de nuestro ser total, mientras que sentimos dolor y tristeza cuando algo impi- de la realización de esta armonía. Dado que la felicidad y la bondad están determinadas por el mismo principio activo, hay necesariamente una íntima conexión entre ellas. Uno casi podría de- cir que nuestra voluntad de ser buenos y nuestro deseo de ser felices se ajustan entre sí por una armonía preestablecida en el sentido leibnizia- no; pero en realidad su correspondencia se debe al origen común. En consecuencia, en condiciones ideales parecería hacer muy poca diferencia práctica si hacemos de la felicidad o de la bondad el fin ex- preso de todo nuestro esfuerzo; pues no podría- mos ser felices sin ser buenos, y no podríamos ser buenos sin ser felices. Pero en nuestro mundo real es muy difícil ser perfectamente buenos o to- talmente felices; por lo tanto, sería de alguna im- portancia decidir si debemos hacer de la felicidad o de la bondad nuestro objetivo primario. Más aún, a pesar de que la bondad y la felicidad están íntimamente asociadas, una puede ser más fácil de describir, de reconocer y de regular que la otra. En cuanto estado subjetivo, conocemos in- mediatamente la felicidad sólo en nosotros mis- mos, y su presencia en cualquier otra parte del
  • 10. 258 ALEXANDER F. SKUTCH mundo es en gran medida una inferencia; mien- tras que, por otra parte, a menudo somos capaces de observar directamente si las condiciones que la determinan, en uno mismo o en otros, han si- do alcanzadas o no. Además, dado que la armo- nía y la felicidad tienen una relación de causa y efecto, la persona racional se esforzará por esta- blecer el fundamento causal, confiando en que su efecto usual se seguirá de él. Esta prioridad causal, tanto como la objetividad que nos hace mucho más fácil reconocerla y aquilatarla, son razones convincentes para elegir cultivar la bon- dad o la armonía como el objetivo primario del esfuerzo moral. Aunque la meta inmediata de nuestro es- fuerzo moral debería y necesita ser cultivar la bondad, no podemos descuidar del todo la felici- dad, incluso en cuanto meta próxima. La razón para esto es que, aunque en general la condición objetiva de la armonía es más fácilmente exami- nada y regulada que el estado subjetivo de la fe- licidad, un ser viviente, y sobre todo un animal pensante, es excesivamente complejo, y contiene tantos aspectos que no son accesibles ni a la ins- pección ni a la introspección que cuando todas las condiciones vitales reconocidas están armónica- mente concertadas, todavía pueden subsistir de- sarmonías no detectadas que se manifiestan como infelicidad. En seres capaces de sentir, la felici- dad es el indicador más sensible de la armonía; y cuando es visiblemente deficiente, podemos estar seguros de que discordias ocultas o desconformi- dades escapan de nuestra atención. Así como cuando hay un dolor o incomodidad persistente estamos seguros de que hay algún desarreglo cor- poral, a pesar de la incapacidad del médico para descubrirlo mediante el más cuidadoso examen; de modo que allí donde haya mucha infelicidad podemos sospechar que existen acechadoras de- sarmonías, incluso cuando todas las condiciones evidentes de la armonía hayan sido satisfechas. Aunque la omnisciencia puede poseer un criterio más certero de la bondad que aquel provisto por la felicidad, tan inconstante en uno mismo y tan difícil de evaluar en otras criaturas, nosotros, cu- ya perspicacia es imperfecta, debemos dirigir la mirada incluso hacia este evasivo indicador para corregir nuestros errores de juicio. Aunque libremente admitimos la importan- cia de considerar la felicidad al hacer juicios éti- cos, no podemos adoptar como principio guía de la moralidad el logro de la máxima felicidad, por dos convincentes razones: 1, este criterio es muy difícil de aplicar; y 2, limita mucho el alcance de la ética. En cuanto al primer punto, es difícil aprender en cuáles circunstancias nuestra felici- dad personal es mayor. Cuando jóvenes, a menu- do erramos tristemente al juzgar las condiciones de nuestra propia felicidad, y sólo con el avance de los años descubren los más sabios de nosotros el modo de vida que mejor conduce a ella. Es ra- zonable suponer que otra persona muy parecida a uno sería feliz en las mismas circunstancias; pe- ro mientras más difiera otro de uno mismo en temperamento y educación, más difícil es para nosotros conocer las condiciones en las que sería más feliz. Un hombre contento que se esforzara por llevar felicidad a sus hijos o a sus empleados, urgiéndoles a vivir como él lo hace, podría tener éxito sólo en hacerlos miserables. Y si es tan di- fícil conocer cuáles son las condiciones de mayor felicidad para otros individuos de nuestra propia especie, ¡cuánto mayor es la dificultad de deter- minar este punto para animales tan diferentes de nosotros como los cuadrúpedos y las aves! Aunque toda persona benevolente pueda suscribir el piadoso propósito utilitarista, actuan- do siempre para promover el máximo de felici- dad entre todos los seres sensibles, en realidad este objetivo es tan vago que cuando intentamos extenderlo más allá de la humanidad, se disuelve en el aire; y a pesar de todas sus nobles intencio- nes, el utilitarismo ha hecho muy poco para regu- lar, mediante principios morales, los tratos de los seres humanos con el vasto mundo no humano. Pero un sistema ético circunscrito a la humanidad no llega a satisfacemos, y esta es nuestra segun- da razón para rechazar el principio de máxima fe- licidad como ideal regulador de la ética. Es me- jor que la felicidad permanezca como una consi- deración secundaria, de modo que sirva, donde seamos capaces de evaluarla, como indicador de nuestro éxito en alcanzar la armonía, y como avi- so =-cuando sea deficiente- de que persisten desarmonías que hemos pasado por alto. Pero nuestros esfuerzos morales deben extenderse
  • 11. LOS FUNDAMENTOS DE UNA ÉTICA UNIVERSAL 259 mucho más allá del estrecho ámbito de seres que más se parecen a nosotros y que pueden infor- mamos de sus sentimientos, y en estas regiones más distantes debemos esforzamos por preservar la armonía incluso cuando no podamos aprender nada acerca de la felicidad de los seres que afec- tamos. Sin embargo, la conocida dependencia que la felicidad tiene de la armonía nos asegura que cuando la armonía esté en su máximo, las criaturas disfrutarán de cuanta felicidad sea ca- paz su naturaleza. 9. La correspondencia entre motivos altruistas y autocentrados Además de la congruencia entre los princi- pios intuitivo y cosmológico y entre nuestra aspi- ración por la bondad y nuestra insaciable sed de felicidad, todavía parece indispensable una terce- ra correspondencia para asegurar la eficacia del esfuerzo moral. Nos hemos percatado de que so- mos conducidos por profundos impulsos vitales no sólo a preservamos y realizamos sino también a servir a otros; y ciertamente no es imposible que estos dos conjuntos de motivos puedan con- ducimos en direcciones contrarias de modo tal que nunca podamos reconciliarlos. De hecho, cuando analizamos sus fundamentos primordia- les en los seres vivos, encontramos que la auto- preservación y la reproducción, de donde se deri- van respectivamente nuestros impulsos autocen- trados y heterocentrados, están a menudo en opo- sición. Vemos esto más claramente en muchas plantas y animales, incluyendo todas las hierbas anuales, muchos invertebrados, y algunos verte- brados como el salmón y la anguila, que se exte- núan tanto al producir semillas o huevos, y quizá también al proteger los últimos durante cierto pe- ríodo, que nunca se recuperan del esfuerzo y mueren para abrir paso a la próxima generación. Incluso en animales que producen camadas suce- sivas, y que quizá sobreviven durante un período considerable tras su último esfuerzo reproducti- vo, el conflicto entre la autopreservación y la re- producción es claramente evidente. Al formar y quizá también al nutrir a su progenie con sustan- cias de su propio cuerpo, y a menudo, también, al hacer esfuerzos activos para alimentarlos y pro- tegerlos, ellos frecuentemente pierden peso, de modo que requieren un intervalo de descanso y recuperación antes de que puedan con seguridad emprender la tarea de criar vástagos adicionales. Por consiguiente, cuando consideramos sus orígenes en los seres vivientes, encontramos los motivos autocentrados y heterocentrados fre- cuentemente en conflicto directo entre sí. Si esta oposición hubiera continuado sin merma a través de su subsecuente historia, de modo que en noso- tros encontráramos motivos egoístas siempre en conflicto con motivos altruistas, estaríamos en un vergonzoso aprieto. En la medida en que obede- ciéramos nuestra persistente exigencia de mejo- ramos, forzosamente descuidaríamos nuestro apenas menos insistente instinto de dedicamos a otros; y, en la medida en que dedicáramos nues- tra energía a promover el bienestar de otros, nos desatenderíamos nosotros mismos y quizá nos deterioraríamos. ¿Cómo se superó entonces esta contradicción? En la medida en que el servicio a otros em- pleaba cualidades psíquicas en lugar de procesos fisiológicos, la oposición disminuyó e incluso se revertió. En tanto la producción y crianza de la progenie implica dedicarle parte de la sustancia del cuerpo materno, la progenitora sufre una pér- dida que frecuentemente es difícil -y a veces imposible- de reemplazar; pero los progenito- res pueden enriquecerse con el esfuerzo en tanto ejerciten su mente o su espíritu en beneficio de sus crías. Mientras que, dada nuestra ignorancia respecto de la vida subjetiva de los animales no humanos, no podemos estar seguros de que algu- no de ellos se vea espiritualmente acrecentado por sus actividades parentales, debemos recono- cer que en las aves y los mamíferos, así como en una variedad de vertebrados de sangre fría e in- cluso en numerosos invertebrados, el escenario está ya preparado para este realce. El ave que du- rante semanas se sienta pacientemente a empo- llar, calienta sus crías con su propio cuerpo, las alimenta de su propia boca incluso a veces estan- do ella misma hambrienta, las aísla del queman- te sol y la batiente lluvia, quizá las defiende con- tra depredadores más grandes y poderosos que ella, y las educa mediante el ejemplo cuando no
  • 12. 260 ALEXANDER F. SKUTCH por palabra, está ciertamente en la situación más propicia para el desarrollo de cualidades morales tales como la paciencia, la fortaleza, la esperan- za, la simpatía y el amor desinteresado. Aunque con certeza actúa como si estuviera bien dotada con estas virtudes, no podemos estar seguros de que tenga alguna vez los sentimientos que noso- tros sentiríamos en circunstancias similares. En los humanos, servir a los otros, sean los propios hijos, otros humanos o seres de otros ti- pos, no sólo ha dejado de ser antagónico con el desarrollo personal, sino que, al contrario, se ha hecho tan favorable para él que podemos dudar de si sería posible para un ser humano alcanzar una estatura espiritual completa sin dedicar algún pensamiento y esfuerzo al beneficio de otros. Aproximadamente a los veinte años nuestro cuer- po ha alcanzado toda su medida de tamaño, fuer- za y belleza, y poco después empieza un largo y lento declive en vigor y gracia. De ahí en adelan- te, para nosotros un crecimiento y un incremento continuados en perfección sólo son posibles mentalmente. Pero la mente se forma por su ex- periencia, y mientras más amplia y rica sea esta experiencia más realizará su propia naturaleza. Puede incrementar su conocimiento representati- vo del mundo circundante; y dado que conocer es la naturaleza de la mente, mientras más compre- hensivo y preciso sea este conocimiento, más perfecta llega a ser la mente. Pero el conocimien- to representativo siempre es externo al objeto co- nocido, probablemente un símbolo en lugar de una réplica de él; y nunca podemos descubrir el grado de correspondencia entre una percepción y su objeto en el mundo externo. Sin embargo, una mente alerta lucha por su- plementar el conocimiento representativo con un entendimiento comprehensivo, mediante el cual los objetos revelados superficialmente por la per- cepción sensible se dotan de vida y sentimiento. Esta segunda clase de conocimiento, tan necesa- ria para suplementar la fría formalidad del cono- cimiento del primer tipo, es en mucho perfeccio- nada por el tipo de interés hacia los seres que nos rodean que nos lleva a ayudarlas, como por ejemplo promoviendo su crecimiento, aliviando sus cargas, mitigando sus penas o resolviendo sus conflictos. Mediante esos esfuerzos altruistas crecemos en simpatía y entendimiento; y este modo de crecimiento se nos abre en nuestros úl- timos años, mucho después de que han cesado otros modos. Por lo tanto, en el ser humano ha sido en gran parte superado el antagonismo primitivo entre la autopreservación y la reproducción, en- tre el servicio a sí mismo y el servicio a otros. Por un lado, no podemos servir a otros eficaz- mente hasta que no nos hayamos tomado el du- ro trabajo de cultivar nuestras mentes y de ad- quirir ciertas habilidades; apresuramos a em- prender tareas altruistas antes de habernos pre- parado adecuadamente para ellas sólo manifies- ta un fervor mal encaminado. Por otro lado, de- dicándonos al bienestar de otros seres nos iden- tificamos idealmente con un todo mayor, cre- ciendo, por tanto, en amplitud de visión y en la profundidad de nuestra simpatía. Pero si la opo- sición primitiva entre la autopreservación y el servicio a otros ha sido tan ampliamente supera- da, esto no quiere decir que haya desaparecido del todo. Trabajar para otros generalmente impo- ne ciertas exigencias sobre la propia fuerza, y la salud sufre las consecuencias si este gasto de energía es muy prolongado y severo. Dedicán- dole a otros más fuerza de la que pueden dispo- ner, las personas altruistas a veces dan menos de lo que hubieran dado si hubieran procedido más moderadamente. 10. ¿Nuestra primera consideración deberá ser el número de individuos o su calidad? Otro problema que influye poderosamente sobre la forma de una doctrina ética es si vela por la perfección del individuo o por el tamaño, efi- ciencia, y poder de una sociedad. Prácticamente todos los que se han ocupado de este problema reconocen que casi no es posible producir buenos individuos si no es en una buena sociedad, y que la calidad de una sociedad está a su vez determi- nada por la de los individuos que la componen. Por lo tanto, que le demos una importancia prio- ritaria al individuo o al Estado es principalmente un asunto de énfasis, pero la colocación de este
  • 13. entendimiento; y este )s abre en nuestros úl- és de que han cesado énfasis puede hacer una profunda diferencia en el tipo de persona y en la clase de sociedad que producimos. Hacemos que sea nuestra meta crear un Es- tado tan rico, industrialmente eficiente, y podero- so en la guerra como podamos, y para esta meta encontraremos ventajoso tener una población tan cuantiosa como pueda soportar el territorio. Los individuos que componen esta prolífica multitud deben ser hacendosos, estar sujetos a la autoridad y no ser adictos a pensar independientemente; sus otras cualidades nos pueden ser indiferentes. O podemos hacer que nuestra meta sea producir personas del tipo más elevado que podamos con- cebir, cada una tan perfecta y completa en sí mis- ma como sea posible, y podemos considerar el Estado como un ordenamiento dedicado a fo- mentar la vida de tales personas. En el primer ca- so, el Estado es considerado como un fin, y los individuos como instrumentos a su servicio; en el segundo caso, cada individuo es un fin en sí mis- mo, y el Estado una comunidad de fines. Un Es- tado tal no se esforzará por incrementar su pobla- ción más allá de cierto punto; pues es bien cono- cido que cuando los organismos de cualquier ti- po se hacen tan numerosos que llegan a estar cró- nicamente subalimentados, la calidad de los indi- viduos se deteriora, aunque hasta cierto punto su masa y poder totales pueden hacerse mayores. Cada uno de estos dos conceptos de sociedad ten- drá su ética apropiada; y las dos doctrinas, a pe- sar de una gran semejanza debida al hecho de que se aplican a un animal cuya naturaleza y necesi- dades son en todas partes fundamentalmente las mismas, contrastará agudamente en muchos ras- gos importantes. La humanidad no enfrenta ninguna decisión más importante que ésta: cuál de estos dos con- ceptos de sociedad adoptará y apoyará. Antes de tomar la decisión, será bueno considerar cuál de los dos fines, la creación de individuos excelen- tes o la producción del mayor número posible de individuos, incluso sacrificando la calidad, está más de acuerdo con la tendencia de la vida toma- da en conjunto, y con la de nuestra propia rama del reino animal en particular. Si decidimos que los números tienen precedencia sobre la calidad en cuanto meta de la vida, entonces el ejemplo de LOS FUNDAMENTOS DE UNA ÉTICA UNIVERSAL 261 :r humano ha sido en atagonisrno primitivo I la reproducción, en- y el servicio a otros. servir a otros eficaz- yamos tomado el du- tras mentes y de ad- apresuramos a ern- tes de habernos pre- 1 ellas sólo manifies- lo.Por otro lado, de- otrosseres nos iden- m todo mayor, cre- ud de visión y en la latía. Pero si la opo- ltopreservación y el lmpliamente supera- : haya desaparecido generalmente irnpo- 1 propia fuerza, y la as si este gasto de y severo. Dedicán- que pueden dispo- /ecesdan menos de :ran procedido más :onsideración le individuos I? ye poderosamente éticaes si vela por lor el tamaño, efi- ad. Prácticamente de este problema eproducir buenos lasociedad, y que a su vez determi- [ue la componen. importanciaprio- :s principalmente llocación de este las hormigas, que pululan en multitudes increí- bles en las regiones más calientes de la Tierra, no deja lugar a dudas de que una sociedad en la cual la completitud del individuo está estrictamente subordinada a la eficiencia colectiva es, para un animal multicelular, uno de los mejores medios para construir una prolífica población. Cuando contemplamos las huestes de afa- nosas hormigas y termitas, las desconcertantes multitudes de parásitos, muchos de ellos ciegos, malformados y desagradables a nuestra vista, po- demos sospechar que el único fin de la vida es propagar su progenie a cualquier precio. Parece dispuesta a sacrificar la independencia de movi- miento, los órganos del sentido que ha durado in- numerables generaciones en perfeccionar, la ma- yor parte del sistema nervioso, la belleza en cuanto forma y color, la posibilidad misma de una experiencia rica y variada, y ni qué decir de la integridad de los organismos que sirven como anfitriones o presas, para incrementar el número de seres vivientes, sin darle importancia a la ca- lidad. Pero si contemplamos los árboles, las plantas floridas, las mariposas y muchas otras clases de insectos, la mayoría de aves y mamífe- ros, y los humanos en su mejor expresión, difícil- mente podemos dudar que también hay en el mundo viviente una fuerte tendencia a perfeccio- nar los individuos, aunque al precio de poder sustentar una menor cantidad de ellos; es decir, que la mera sobrevivencia no es la única meta de la vida, y que el número de unidades no es la úni- ca medida del éxito. Entre los vertebrados de sangre caliente, el parasitismo de cualquier tipo es raro y no se co- nocen casos de parasitismo total. Cada individuo tiende a ser completo en sí mismo; y sólo hay le- ves rastros de esa especialización (distinta de la sexual) estructural y funcional de los individuos dentro de las especies que ha ido tan lejos entre ciertas hormigas, termitas y otros insectos, según la cual ningún individuo es completo en sí, ni ca- paz de dar continuación por sí mismo, o como miembro de una pareja, a la vida de los de su cla- se. Más aún, el sistema de posesión de territorios de crianza, común entre los animales vertebra- dos, frecuentemente regula el ritmo reproductivo y ayuda a asegurar que haya espacio y alimento
  • 14. 262 Estas dos necesidades espirituales pueden satisfacerse simultáneamente sólo en una so- ciedad en la que cada individuo lucha por rea- lizarse sin obstaculizar el mismo esfuerzo en quienes lo rodean, pero que además busca me- jorar su propia naturaleza ayudando a otros a realizar la suya. Las alternativas de tal comuni- dad son el aislamiento monádico, una condi- ción mejor realizada por el forajido solitario, rebelde contra la sociedad y desafiante de Dios, y, en el extremo opuesto, la absorción mística en lo Uno o lo Absoluto. La primera de estas condiciones refuerza el sentimiento de indivi- dualidad sacrificando la unidad, la segunda ele- va el sentimiento de unidad renunciando a la individualidad. Sin embargo, la primera rara vez alcanza un aislamiento total; la segunda co- múnmente no llega al perfecto desprendimien- to del propio ser; y ninguna satisface al ser hu- mano promedio. Aunque aparentemente ninguno de estos anhelos está totalmente ausente en un espíritu despierto, difieren en intensidad de un individuo a otro, y en la misma persona en diferentes eta- pas de su vida y según sus cambiantes estados de ánimo. Su fuerza influye sobremanera en las doctrinas éticas. Cuando es dominante el impul- so por realizar las propias potencialidades, la ética pondrá mayor importancia en alcanzar la plenitud de la vida o la perfección en el indivi- duo; cuando es más urgente la demanda de uni- dad con algo superior al individuo, el énfasis re- caerá con fuerza sobre la solidaridad o el progre- so social. Parece posible clasificar los sistemas éticos según estén dirigidos primordialmente a la realización del individuo o a la perfección de los ordenamientos sociales. Sin embargo, las dos categorías difieren principalmente en énfa- sis; pues ninguna persona sensata puede dejar de reconocer cuán poderosamente el medio social influye sobre la forma de ser de los individuos, ni la necesidad de desarrollar individuos adecua- dos si lo que se quiere es construir una buena so- ciedad. Incluso dentro de los límites de la misma doctrina formal, el énfasis se desplaza ora a es- te lado, ora al otro, junto con el pensador que la expone. Así, entre los estoicos tardíos, Epicteto, ALEXANDER F. SKUTCH suficientes para el pleno desarrollo de cada indi- viduo. En nuestra propia división del reino ani- mal, detectamos una tendencia inconfundible ha- cia la perfección del individuo, en lugar de la multiplicación ilimitada de la especie que hace caso omiso de las consecuencias sobre el indivi- duo. Estaremos más seguros si seguimos el ejem- plo de los animales más cercanos a nosotros y ha- cemos del desarrollo más pleno de los individuos nuestra meta. Para este fin, debemos tratar de evi- tar esa sobrepoblación que, a pesar de los mejo- res ordenamientos sociales, inevitablemente lleva a una severa competencia entre individuos, exa- cerbando con ello las pasiones egoístas. Dado que la competencia en cuanto medio de sustentar la vida es la causa primaria del mal moral, debe- mos hacer muchos esfuerzos para evitar crear una comunidad en la que tal competencia sea aguda. 11. Dos aspiraciones coordenadas del espíritu humano Aunque el estudio del reino animal, del cual somos parte, puede proveer una valiosa orienta- ción a nuestro pensamiento, las fuentes del es- fuerzo moral están dentro de nosotros; somos morales como respuesta a una demanda de nues- tra propia naturaleza, y esto es lo que nuestra doctrina ética debe satisfacer. Muy dentro de no- sotros encontramos dos anhelos que a primera vista parecen incompatibles. El primero es el de- seo de ser una entidad completa y duradera, un ser humano individual, distinto del resto de la creación, que ve el mundo desde un centro defi- nido y con una disposición particular, que disfru- ta de los valores que surgen de ello y que es re- conocido como una persona por aquellos que lo rodean. Esta es la más profunda de las necesida- des vitales, pues los organismos sólo pueden so- brevivir manteniendo su distintividad y aislándo- se eficazmente del ambiente mediante integu- mentas selectivamente permeables. El segundo es el anhelo de mezclarse con un todo mayor, identificarse con él y servirlo. Éste, en su forma menos apasionada, es el impulso social, mientras que en su mayor intensidad se convierte en aspi- ración religiosa.
  • 15. LOS FUNDAMENTOS DE UNA ÉTICA UNIVERSAL elesclavoliberado, se interesó más por la liber- tadespiritual y la integridad del individuo; el emperadorMarco Aurelio, que tenía vastas res- ponsabilidadessociales, pensó más sobre las in- teraccionesentre los individuos y la sociedad, y entrela condición humana con el cosmos. En el judaísmoantiguo, las reglas morales básicas atribuidasa'Moisés estaban dirigidas, en su ma- yorparte, a la estabilización de una comunidad tribal;mientras que en el cristianismo se hicie- ronparte de una disciplina para la purificación moralde los individuos que aspiraban a preser- varsu identidad personal a través de toda la eternidad.E incluso dentro de la comunidad cristianalas mismas reglas básicas han valido tantopara el místico que anhelaba hacerse uno conDios, como para el mortal ordinario que te- níala esperanza de alcanzar la vida inmortal en uncuerpo resurrecto. Aún así, con estas limitaciones, podemos dividirlas doctrinas éticas en aquellas que asig- nanuna importancia mayor a la perfección de losindividuos y aquellas que señalan primor- dialmentehacia el mejoramiento de la sociedad. Yocolocaría las enseñanzas éticas del Bhaga- vad-gita, el budismo, el estoicismo, el cristia- nismo,Spinoza, Kant, y T. H. Green entre las queponen el énfasis en primer lugar sobre la necesidadde cultivar la perfección espiritual en elindividuo. A este énfasis sobre el cultivo de la perfecciónespiritual del individuo 10 llamaría la GranTradición en ética. Por otra parte, coloca- ríaa Platón (en La República y aún más en Las Leyes), Aristóteles, los utilitaristas, Spencer y a muchosautores recientes del lado de los que se inclinanmás fuertemente hacia el ideal de la in- tegración social. En general, el pensamiento moderno tiende a resaltar la importancia de los ordenamientos sociales descuidando la comple- titud individual. Aunque los estoicos enseñaron que una persona podía preservar su virtud y su felicidad incluso si el mundo colapsaba a su al- rededor, Spencer declaró que un individuo per- fectamente bueno sólo podía existir en una so- ciedad ideal. Ambas doctrinas son verdaderas, pero están basadas en diferentes conceptos de perfección; el primero, el de una persona ence- rrada en sí misma; el segundo, el de una perso- 263 na en equilibrio dinámico con sus alrededores. Los confucionistas, con su usual moderación, tomaron una posición intermedia. Aunque total- mente conscientes de la importancia del orden social, a cuya estabilización iban dirigidas sus enseñanzas, creyeron que el bienestar de la so- ciedad estaría asegurado si cada persona fuera en primer lugar fiel a su propia naturaleza mo- ral, y luego cultivara relaciones apropiadas con su familia y con quienes la rodearan. Concibie- ron el orden moral como algo que se expandía desde centros personales hasta abarcar el mun- do entero. Como Aristóteles, no trazaron una frontera definida entre la ética y la política, pues consideraban que sus fines eran idénticos: defi- nir la buena vida y descubrir las condiciones de su realización. Si adoptamos esta concepción y concebi- mos el orden moral como extendiéndose hacia fuera desde centros personales hasta incluir una esfera siempre en expansión, nos percatamos de que el esfuerzo moral debe estar dirigido, en primer lugar, al mejoramiento del individuo, y luego al cultivo de relaciones armónicas entre individuos sabiamente beneficiosos y los seres que los rodean. Para emprender esta gran tarea con alguna probabilidad de tener éxito, antes que nada debemos tener claro en la mente cuál es la meta que nos esforzamos por alcanzar: de- bemos vivir bajo la inspiración de un ideal mo- ral. Los capítulos anteriores se han dedicado en su mayor parte a la investigación de los recur- sos que tiene disponibles el filósofo moral que intente formular tal ideal, los cuales son todos esos rasgos innatos de la naturaleza humana que determinan la dirección de nuestras aspira- ciones morales y nos obligan a esforzamos por alcanzar la bondad. Ni un profeta ni un filóso- fo pueden crear tales inclinaciones en la mente humana; debe tomarlas como dadas y emplear toda su habilidad para conducirlas hacia la luz plena de la consciencia, para luego expresarlas adecuadamente en una doctrina elevada y en una vida noble. Él es un jardinero al cuidado de un retoño que él no sembró, usando su arte pa- ra ayudar a esa planta que apenas brota, a cre- cer y a desplegar sus capullos con la mayor perfección.
  • 16. 264 ALEXANDER F. SKUTCH 12. Resumen Resumamos brevemente las conclusiones que hemos alcanzado: prácticamente no será po- sible crear una doctrina ética satisfactoria sin fundarla sobre todos los motivos capaces de pro- mover el esfuerzo moral, aunque siguiendo este curso renunciamos a la elegancia monista alcan- zada por sistemas éticos deducidos de un único primer principio. El primero de estos motivos es la voluntad de existir y de perfeccionar el propio ser, de donde derivamos virtudes tales como la prudencia, la templanza, la paciencia y la fortale- za. De una categoría coordenada, pero totalmen- te distinta de la anterior al momento de entrar en la consciencia, es el impulso social, el cual tiene su raíz biológica en los instintos parentales y es la fuente de virtudes altruistas como la simpatía, la generosidad, la compasión y la caridad. A es- tos dos debemos agregar, como pilares de nues- tro sistema ético, el amor a la belleza y el respe- to por la forma y el orden, los cuales, tal como han sido desarrollados en las mentes más finas, pueden casi por sí mismos sostener una elevada vida moral; pero en muchas personas son muy rudimentarios como para conseguirlo, y sirven meramente como auxiliares de los impulsos egoístas y altruistas primarios. Aunque estos mo- tivos primarios de la conducta parecen a veces oponerse entre sí, el hecho de que todos tengan su origen muy dentro de nuestro ser provee una base para creer que no son, en última instancia, irreconciliables. La conciencia y el sentido del deber no son, como los anteriores, fuentes prima- rias de acción, sino fuerzas integradoras y con- servadoras que nos impelen a vincular todos los aspectos de nuestras vidas en un todo coherente y a esforzamos por preservarlo. La estructura ética que erigimos sobre estos fundamentos innatos tendrá necesariamente una base intuitiva, pues debe, sobre todo, satisfacer una demanda de nuestra naturaleza, anterior a to- da experiencia, que determina nuestras valoracio- nes y da dirección al esfuerzo moral. Al mismo tiempo, nuestro ideal debe estar de acuerdo con la tendencia general del proceso del mundo, o al menos no estar directamente en oposición con él; pues nada sería más patético que un ideal de con- ducta que el cosmos se negara a sustentar. La me- ta de nuestro esfuerzo moral debe ser la bondado la armonía y no la felicidad, pues de esta última podemos conocer muy poco, excepto en personas muy parecidas a nosotros; por lo tanto, indiferen- temente de lo que profese, una ética que hagade la felicidad su meta tendrá necesariamente unal- cance tan limitado que no podrá satisfacemos. Pero dado que la armonía es el fundamento dela felicidad, al esforzamos por incrementarla estare- mos preparando el camino a una mayor felicidad; y la felicidad, dondequiera que tengamos los me- dios para conocer su calidad o cantidad, sirveco- mo un valioso indicador del éxito que estemoste- niendo en promover la armonía. La forma de nuestra doctrina ética estará profundamente influida por cómo concibamos la relación entre el individuo y la sociedad, ya sea que mantengamos que los individuos son de po- ca importancia excepto en cuanto sirven a unEs- tado tenido como fin en sí mismo, o bien queto- da la función del Estado es crear condiciones que ayudarán a los individuos a realizarse. Aunqueen algunas ramas del reino animal la completitud de los individuos ha sido sacrificada en pos de las necesidades de la integración social y de la crea- ción de una especie de superorganismo, entrelos vertebrados el curso de la evolución está dirigido a la producción de individuos cuya completitud raramente se ve disminuida por fines sociales;y para nosotros, el curso más seguro es seguirel ejemplo de nuestros más cercanos parientes ani- males. Pero nuestro ideal ético debe, sobre todo, satisfacer los anhelos del espíritu, pues obede- ciéndolos no sólo nos esforzamos por llegar aser individuos completos y perfectos, sino al mismo tiempo a identificamos con un todo mayor. Porlo tanto, nuestro problema es cómo perfeccionamos sin obstaculizar el esfuerzo similar que realizan todos los seres que nos rodean, y satisfaremosto- davía más adecuadamente la doble demandade nuestro ser más íntimo si podemos incrementar nuestra perfección mientras ayudamos a otrosa incrementar la suya. San Isidro de El General Costa Rica 1993
  • 17. LOS FUNDAMENTOS DE UNA ÉTICA UNIVERSAL Notas 1. Diógenes Laercio. Vidas de los filósofos ilus- tres. Libro VII. 2. Anthony Ashley Cooper Shaftesbury. En Ha- raid Hoffing, A History of Modem Philosophy. 2 Vols. NewYork: Dover, 1955, pp. 392-96. 265 3. James Martineau. Types of Ethical Theory. Parte 11, Libro I, Capítulo VI, # 15.