Más contenido relacionado Más de ELIANATECSECHAVEZ (7) Destino ya_marcado__2. Cada vez que pensaba en su situación, una profunda desazón le invadía por
todo el cuerpo. Estaba a punto de terminar el periodo que le permitía disfrutar
del subsidio de paro, y a partir de ese momento, no tendría ningún ingreso
económico, y por tanto, no sabía de que iban a vivir él y su familia.
Aún recordaba, el instante en que le habían notificado su despido. Había
sido un momento terrible. No se lo esperaba. De hecho, todavía se
preguntaba como podía haber ocurrido. Él siempre había sido un buen
empleado, cumplidor y formal. Nunca había estado de baja, a pesar de
encontrarse enfermo en variadas ocasiones. Su sentido de la responsabilidad
le había obligado a acudir a trabajar.
Recordaba, aún con cierta angustia, cuando le habían llamado al despacho
del Director y éste le había explicado con frías palabras y sin mirarle a los
ojos, que debido a inevitables ajustes económicos, la empresa tenía que
prescindir de sus servicios. Al oír esto se había quedado de piedra y
balbuciendo pudo preguntar el porqué. La respuesta que le dio resultó tan
surrealista que se le había olvidado. La conclusión que él sacó fue que querían
poner en su lugar al hijo de un directivo muy importante.
Le dieron inmejorables referencias y le explicaron que con sus
conocimientos y experiencia, no tardaría en encontrar empleo. Fue un
momento traumático. Nada hacía pensar que fuera a ocurrir. La empresa iba
bien y nadie se había quejado de su trabajo. Pero el caso es que le despidieron
y cayó en el terrible agujero del paro, del que era tan dificultoso salir.
Su empresa aún funcionaba y parecía que bien, según las informaciones
que tenía. El empleo que había tenido, durante quince años, era un puesto
3. mediano de responsabilidad, con posibilidades, y parecía que además fundadas
y previstas, de llegar a formar parte de la Dirección. Poseía una titulación
universitaria que en su momento,
era una de las que tenía más futuro. Le gustaba y por eso la había elegido. Se
le había
dado muy bien y la había acabado muy pronto. Luego había entrado en esa
empresa porque era una multinacional implantada en un montón de países y
su futuro era prometedor, pero, desgraciadamente no funcionó.
Al principio, tras superar el impacto inicial, creía que podía hallar otra
colocación rápidamente, pero fueron pasando los días, las semanas los meses,
y todo seguía igual.
En todas las entrevistas a las que había acudido, siempre ocurría lo mismo.
Buenas palabras iniciales, promesas vanas que alentaban ilusiones , para al
final, ver como transcurrían las jornadas sin obtener ningún resultado.
Hasta ahora, la situación económica de su casa había discurrido, con cierta
normalidad. En el momento que le despidieron tenía ahorrado un poco de
dinero que había permitido, junto con la prestación del paro, poder mantener la
familia sin excesivos contratiempos.
Estaba casado y tenía dos hijos, aún menores de edad que estaban
estudiando. Su mujer, una auténtica belleza y muy inteligente, a la que había
conocido en la universidad, había dejado su trabajo para cuidar a sus hijos
cuando eran pequeños, con la intención de volver a la empresa, cuando
pudieran bastarse por si solos para ir al colegio. Pero, a pesar de que le
prometieron respetarle el puesto de trabajo, porque la tenían en muy buena
consideración, aquello no pudo ser. La crisis económica afectó de pleno a esa
4. empresa que entró en quiebra y tuvo que cerrar.
Posteriormente, su mujer enfermó de gravedad. Un cáncer que felizmente
había superado, aunque aún se le notaba en el aspecto débil, quebradizo, y en
el color de la piel blanco y demacrado, las secuelas de la enfermedad. Su
carácter, a pesar de todo, no se había visto alterado. La alegría y el ánimo
formaban parte de su persona, algo que se agradecía profundamente por
aquellos que la rodeaban. Eso había influido positivamente en él. Le había
evitado que cayera en depresión, porque al contrario que ella, el carácter de él
era mas sombrío y taciturno.
Su mujer no dejaba de animarle y asegurarle que encontraría empleo
finalmente, que saldrían de aquella situación. Pero lo cierto es que se
avecinaba el plazo final del subsidio de desempleo y seguía igual, sin
conseguir un nuevo puesto de trabajo.
No se le ocurría nada. En su momento había pensado crear una empresa
con un amigo que también estaba desempleado, pero tras estudiar el mercado
dedujeron que sería inviable. La recesión económica estaba en todo su apogeo
y no serviría de nada.
También había probado en el extranjero. Había enviado el currículo a
varias empresas foráneas. Pero la enfermedad de su mujer provocó que lo
descartara, cuando había tenido posibilidad en alguna.
No sabía que hacer. La manera de enfocar la situación le parecía
prácticamente imposible. La familia de él y la de ella, tampoco podían hacer
mucho por ellos. En ambas partes había afectados como ellos, sin empleo.
Ninguno de los dos provenía de familias adineradas, sino de clase media. Les
compadecían, pero tampoco podían, ni a él se le ocurriría pedirlo, ayudarles.
5. Nunca había creído en los juegos de azar y aunque había participado,
cuando trabajaba, en alguna peña, tampoco lo veía como una opción
razonable.
Lo real era que estaba a punto de entrar en el último mes en el que le
ingresarían la subvención económica y que a partir de ese momento tendrían
que ir tirando de los escasos ahorros económicos que aún tenían.
Tenía, aún, la posibilidad de pedir una prestación extraordinaria, cuya
cantidad era mucho menor y había pensado en pedir una nueva hipoteca sobre
la vivienda, que todavía no estaba pagada del todo, pero tras tantearlo en
varios bancos, la respuesta había sido negativa. Lo evidente, por tanto, era
que el tiempo expiraba, que seguía como al principio, sin trabajo y que así no
podría alimentar a sus hijos ni a su mujer.
Al día siguiente, su amigo, con el que había intentado crear una empresa, y
que estaba en la misma situación que él, sin trabajo y próximo a finalizar el
subsidio, le llamó para salir a dar un paseo. Quería hablar con él y proponerle
un negocio. No quería darle datos por teléfono, porque prefería hacerlo en
persona, con papeles, fechas y cifras, le dijo en un tono enigmático. Le
preguntó si podía avanzarle algo, pero no consiguió sonsacarle nada en
concreto.
Llegó al lugar en el que habían quedado citados. Un parque público
próximo a sus domicilios. Hacía un tiempo soleado y cálido. La luz del Sol
brillaba con alegría entre los árboles y las plantas. No había mucha gente a
esa hora. Los niños aún permanecían en los colegios. Vio a su amigo a lo
lejos, sentado en un banco, de cara hacia él. Le hizo un gesto de saludo con
la mano. En otro banco cercano un viejo leía el periódico acercándoselo tanto
6. que casi rozaba el papel con su nariz. El amigo se levantó del banco y caminó
hacia él. Pensaba que le iba a esperar sentado en el banco, pero finalmente se
cruzaron avanzando uno hacia el otro.
Se saludaron con un apretón de manos, efusivamente. El amigo le indicó
que sería mejor que continuaran caminando hacia un banco que estaba más
alejado y solitario. Juan asintió, aunque no entendía el motivo de sentarse
tan lejos, pero como estaba impaciente por conocer la oferta de su amigo
Arturo, no expuso ninguna objeción.
Se sentaron en el banco. Cerca de ellos una paloma se posó en la tierra,
quizás esperando que echaran migas de pan. Estaba claro que estaban
acostumbradas a ser alimentadas por los paseantes. Como no ocurría nada,
tras mover nerviosamente el cuello, durante unos instantes, remontó el vuelo y
se alejó de allí.
Arturo le preguntó, de forma educada y cortés, por la salud de su mujer.
Juan le respondió que afortunadamente parecía que estaba superado el
problema, aunque aún la notaba muy débil. Confiaba en que con el transcurso
del tiempo evolucionara favorablemente hasta su total restablecimiento.
Por fin, Arturo entró en materia. Le dijo a Juan que tenía un negocio en
mente que podía generarles pingües beneficios, pero que no podía darle
detalles concretos, hasta que no aceptara participar en él, y que una vez dentro,
ya no se podía salir. Ese era un requisito imprescindible. Le indicó que
podían ganar varios miles de euros, sin concretar ninguna cifra.
Juan quiso saber algo más, pero Arturo no cedía. Le dijo que tenía que
fiarse de él. No había ningún riesgo en la operación. Había estudiado
detalladamente todo y estaba seguro que saldría bien. Juan objetaba que
7. quería saber algo más. No podía arriesgarse a entrar en un negocio sin saber
de que se trataba.
Arturo le contestó que no tenía que arriesgar nada, una miserable cantidad
de dinero, como mucho. Es lo único que podía decirle y que tenía que
confirmar o no su entrada. En caso negativo se lo diría a otro amigo. Juan
insistió en tratar de conseguir más datos, pero la única respuesta que obtuvo de
Arturo fue que le daba veinticuatro horas para responder. Le indicó que al día
siguiente, a la misma hora, le esperaba allí mismo, que lo consultara con la
almohada. No dijo más.
Juan regresó a su casa desconcertado. No entendía el porqué su amigo
Arturo no le había explicado los pormenores del negocio. No se lo explicaba.
Eran amigos desde hacia muchos años, desde que fueron niños. Luego
decidieron estudiar la misma carrera y fueron compañeros de universidad. Se
tenían gran confianza. Habían pasado juntos infinidad de momentos
divertidos. Arturo vivía sólo desde que murieron sus padres. Había tenido
varias novias, pero nunca le atrajo lo de casarse, ni las relaciones
sentimentales le duraban demasiado, no porque fuera antipático o arisco, al
contrario, era una persona con muchísimo sentido del humor, a pesar de que
ahora la crisis económica también había hecho mella en su persona. Llevaba
tres meses más que Juan desempleado y no había encontrado nada. Le había
confesado que estaba ya teniendo que vivir de la herencia de sus padres.
Había vendido, por debajo de su precio, las tierras del pueblo de sus
antepasados, casi le dieron la mitad del valor que le habría correspondido, si
hubiera realizado la venta en otra época. Estaba claro, habían comentado los
dos amigos, que había personas a las que los vaivenes económicos les venía de
8. perlas.
Cuando llegó a su casa, su mujer, Carmen, le notó extraño y le preguntó si
había algo que le preocupara. Él comentó que era lo de siempre, la falta de
trabajo. Le comentó su encuentro con Arturo y le contó lo que había ocurrido.
Ella tampoco entendía muy bien la reacción del amigo, pero como le tenía
cariño y confianza, desde siempre, era incluso el padrino de uno de sus hijos,
le dijo a Juan que aceptara, no tenía nada que perder por probar. Estaba claro
que se acababa el plazo del subsidio y que la situación laboral continuaba tan
mal como al principio. Él no insistió. Cenaron y después apenas hablaron,
ella con rostro fatigado y el meditabundo estuvieron contemplando la
televisión, hasta que finalmente se acostaron.
Juan estuvo toda la noche dando vueltas al asunto. Aquello le parecía tan
extraño que empezó a pensar que tal vez el negocio que le proponía Arturo era
ilegal. Pero no podía ser, Arturo siempre había sido una persona honrada y
honesta. Nunca haría nada que fuera ilegal, No, no podía ser eso. Pero,
entonces, ¿cual era el motivo?. ¿Por qué no se lo explicaba con detalle?. Tal
vez era tan revolucionario que necesitaba que estuviera implicado en el asunto
antes de revelarle como funcionaba.
Lo que tenía que decidir era si aceptaba o no. Su mujer le había dicho que
lo hiciera, así que al menos ya tenía un punto a favor de ello.
Estuvo inquieto y dudando toda la noche. Durmió mal, aunque a última
hora cayó rendido. Al día siguiente, después de pensarlo una y mil veces,
decidió aceptar la propuesta de su amigo, aunque no conocía los pormenores.
Llegó al parque temprano, antes de la hora citada. Estaba nervioso por
conocer la proposición, sus detalles. Siempre había tenido un buen concepto
9. de su amigo y si realmente pensaba que el negocio podía ser rentable, así
debía ser.
Arturo fue muy puntual y le vio desde lejos, le sonrió y le hizo un gesto de
saludo con el brazo.
Entrechocaron las manos efusivamente. Arturo antes de entrar en materia
le recordó que si aceptaba su idea era con todas sus consecuencias, y que una
vez hecho ya no podría volverse atrás.
Juan respondió que estaba de acuerdo, que lo aceptaba y que le contara de
una vez en que consistía el negocio.
Por fin, Arturo le informó del asunto. Juan, atónito y sorprendido escuchó
de la voz de Arturo que lo que le proponía era lisa y llanamente un atraco. Un
atraco a una joyería situada en otra ciudad, en Barcelona. Ellos vivían en
Madrid. Lo vital era evitar que nadie pudiera relacionarlos. Le indicó que
tenía un contacto allí, un amigo de un amigo, que le había propuesto el asunto
y que además sería rápido, porque una vez robadas las joyas indicadas, el
contacto les daría el dinero en efectivo y podrían regresar a Madrid con el
efectivo. Tenía pendiente conocer que joyas debían robar, y que el atraco sería
sencillo, por supuesto sin violencia. Tampoco la joyería sufriría quebranto
económico, porque tenía aseguradas todas sus pertenencias. No debía decir
nada a nadie del asunto, ni siquiera a Carmen, su mujer. Aquello debía
mantenerse en el más absoluto secreto. Había estudiado al detalle el asunto y
no había ninguna complicación posible.
La joyería estaba situada en un barrio céntrico, próxima a las Ramblas, con
infinidad de calles a su alrededor que facilitarían su huida. Tendrían que
permanecer en Barcelona dos o tres días, con el fin de estudiar la zona y dar
10. tiempo al intercambio de las joyas por el dinero.
Juan se quedó mudo de asombro. No esperaba eso. No creía que su amigo
le fuera a proponer algo ilegal. Se arriesgaba a perder su libertad e ir a la
cárcel. Pero y si no lo hacía a lo que se aventuraba era a no poder alimentar a
su mujer y a sus hijos, y a eso si que no estaba dispuesto. Además si le decía a
Arturo que no lo haría, tal vez sufriría represalias él o su familia. Arturo, de
hecho, de alguna manera se lo insinuó. El asunto se iba a realizar con él o sin
él, pero ahora que lo conocía no podía dar un paso atrás.
Arturo le preguntó por la fecha en la que tenía pensado hacerlo. Arturo le
contestó que pronto, en menos de dos semanas, que estaba pendiente de una
llamada de su contacto. Al parecer, la joyería recibiría en fecha próxima, sin
determinar con exactitud, una cantidad de diamantes importantes, destinada a
una venta para un jeque árabe que visitaría Barcelona próximamente. Eran de
una gran pureza y de un tamaño considerable, que permitirían poder
fraccionarlos en piezas de menor medida y evitar ser buscados y hallados.
Juan le preguntó si el contacto era alguien que trabajaba en la joyería,
porque eso daría lugar a que la policía, cuando buscase pistas, pudiera llegar a
él y como consecuencia deducir que ellos eran los ladrones.
Arturo contestó que no. Su contacto conocía a un amigo que a su vez
conocía a una empleada de la joyería, que le informaba, pero sin ser cómplice
del futuro atraco. Simplemente mantenían una relación sentimental de la que
el contacto se estaba aprovechando con el fin de obtener el botín. Sabía que
esa joyería siempre había dispuesto de muy buen material y conocedor de ese
mundo estaba dispuesto a realizar el asunto, procurando no tener relación
directa con nadie que estuviera implicado directamente en el acto. Todo lo
11. realizaba a través de terceras personas. De hecho Arturo no le conocía
personalmente, ni le iba a conocer.
Arturo le comentó que su otro amigo le había elegido por su situación
económica, por su carácter enérgico y decidido y porque pensaba que lo podía
realizar sin contratiempos.
Le recordó que no dijera nada a nadie, ni siquiera a su mujer, salvo que tendría
que desplazarse a Barcelona dos o tres días, con cualquier excusa relacionada
con la búsqueda laboral, que le avisaría en cuanto tuviera concreción de fechas
y que estuviera dispuesto para el viaje.
Juan regresó a su casa, por un lado inquieto y por otro lado tranquilo. Al
fin sabía en que consistía la propuesta de su amigo. Íntimamente se sentía con
un sosiego que le extrañaba, la confianza, quizás irresponsable, de creer que
aquello saldría bien, Su situación personal tampoco le daba espacio ni
posibilidad de poder optar a otra cosa. Además, si no lo hacía podía ocurrirle
algo a su familia, y eso no podía permitirlo y si el atraco salía mal lo pagaría él
personalmente y punto. La opción de poder ganar dinero le daba cierta
esperanza y además confiaba en el ojo crítico de Arturo. Siempre había tenido
buen criterio para elegir en situaciones límite. Si ahora estaba sin trabajo,
tampoco era por culpa suya. Era un buen tipo, formal, cumplidor y
minucioso. No le gustaba dejar nada sin hacer. Era del tipo de personas que
cuando empezaban a realizar algo lo llevaban hasta el final, sin dejar ningún
cabo suelto. Quizás por eso le había elegido la otra persona. Su carácter
tranquilo, no se alteraba por nada, también podía haber influido. En una
situación límite, como podía ocurrir en un atraco, sabría mantener los nervios.
Al menos habría que confiar en eso, porque Juan dudaba de sí mismo.
12. Confiaba que al lado de Arturo, dejándose llevar por él, podrían llevar a cabo
aquello. Se tomaría un tranquilizante, no quería que aquello se estropease por
su culpa.
Juan no quiso contarle la verdad a su mujer. No quería que se preocupara
sin necesidad. Bastante tenía ya. Le habló de que tenía que ir a Barcelona a
realizar unas pruebas de selección que durarían dos o tres días. Le contó una
fantasía basada en que su amigo Arturo, por medio de un conocido, les había
recomendado para realizar la criba en el proceso para el puesto de trabajo.
Buscaban varias personas, con cierta experiencia, en una empresa con sede en
Barcelona que pretendía expandirse por el resto de España. En Madrid, donde
vivían, también abrirían sucursal. Era una buena oportunidad y con un poco
de suerte, podrían elegirle a él o a su amigo Arturo. Si alguno entraba en la
firma, podría quizás recomendar al otro.
Mientras urdía toda esta mentira, Juan se sintió culpable de engañar a su
mujer, pero no se le ocurría otra manera de evitar que sufriera. Había tomado
una decisión y lo único que podía hacer era asumir y afrontar el objetivo que
se le presentaba. Confiaba en que todo saliera bien. Quería pensar que
aunque hiciera algo deshonesto, nadie saldría perjudicado. La joyería recibiría
la indemnización del seguro, con lo que no sufriría un percance económico.
Nadie saldría herido, se lo había asegurado Arturo y confiaba en él. Además
le conocía, nunca había sido violento, por el contrario era una persona muy
amable, aunque no quería profundizar mucho en el subconsciente. La velada
amenaza a él y su familia si no seguía adelante, una vez conocido el asunto,
era un punto negativo. Quizás sólo era una aviso sin fundamento. Tratar de
intimidarle para que siguiera adelante y no se echara atrás.
13. No iba a pensar más en ello. Esperaría la llamada de Arturo, irían a
Barcelona y estudiarían la forma de llevar a cabo aquello. No podía salir mal,
no. Arturo tenía una mente analítica y científica, sabría lo que habría que
hacer en cada momento. Juan deseaba, quería y ansiaba que así fuera. Sólo
necesitarían un poco de suerte. Se lo merecerían ambos., después de todo lo
que habían pasado.
Juan que tenía un fondo creyente y religioso quería obviar el sentimiento de
culpa. Pensó acudir a la Iglesia, a la que iba en ocasiones, sólo, sin nadie que
le acompañara, simplemente a rezar aislado en una capilla pequeña y mirando
a la Virgen, solicitar su perdón y su ayuda. Ya lo había hecho en otros
momentos. Cuando perdió el trabajo y sobre todo cuando su mujer enfermó
gravemente. Allí, sentado en un banco de la pequeña capilla, donde
generalmente no había nadie, miraba al rostro de la Virgen, una hermosa efigie
renacentista en mármol blanco de rasgos finos y delicados y hablaba consigo
mismo en una extraña y personal oración en la que pedía su ayuda y su
intersección.
Y así lo hizo. Al día siguiente, con la excusa de ir a comprar algo, se
dirigió a la Iglesia. Hacía un tiempo magnífico. El Sol brillaba luminoso
infundiendo de alegría el ambiente. Era un buen síntoma, pensó. Se sentía
animado. Entró en la Iglesia y fue hacia la capilla. Como casi siempre, no
había nadie. Se sentó en un banco y miró a la Virgen. Estaba igual que
siempre, a excepción de un ramo de rosas rojas frescas y llamativas que
alguien había colocado en su base. Se aisló en sus pensamientos. Intentaba,
quizás, buscar un signo que confirmara que todo saldría bien. Le pidió ayuda
mirando a la cara de la Virgen. Un rostro divinizado. Tan sólo mostraba una
14. sutil sonrisa, mientras inclinaba su cabeza mirando al Niño en sus brazos. Era
una escultura muy hermosa. No era una talla de madera, típica de la escultura
española. Realizada en mármol blanco y radiante, mostraba una clara
influencia italiana, si no lo era. Juan desconocía quien era su autor, a veces se
lo había preguntado, había querido averiguarlo, pero con tantas
preocupaciones encima, no lo consideraba prioritario.
Estuvo un buen rato en la capilla. Cuando salió se sentía reconfortado y
algo más tranquilo. No había visto ese signo que buscaba, pero interiormente
creía que ahora recibiría ayuda del cielo, o al menos eso quería creer.
Hizo la compra y volvió a su casa. Estaba deseando que el atraco se
realizara ya. La angustia de la espera le producía un nerviosismo y una
desasosiego que le intranquilizaba a cada minuto que pasaba.
Esa noche le llamó Arturo. Volvieron a quedar citados en el parque. Una
vez allí Arturo le explicó que la operación se realizaría la semana siguiente.
Saldrían de viaje dentro de dos días. Tendrían que estar en Barcelona tres o
cuatro jornadas. Debía tener preparada una pequeña bolsa de viaje con una
muda y poco más. El hotel ya lo había reservado Arturo. Era un hotel amplio
de una cadena mundial, donde pasarían desapercibidos. Estaba situado cerca
de la joyería, y del metro, lo que permitiría poder observar con calma el sitio y
poder tener una buena comunicación.
Juan le preguntó como iban a amenazar a los dependientes de la joyería y
Arturo le explicó que no se preocupara. Su contacto les facilitaría unas armas.
Habría que conseguir una buena máscara que disimulara los rasgos del rostro y
que pudiera ser puesta y quitada rápidamente. Ya lo concretarían todo en
Barcelona, en el hotel. Juan insistió en que había que evitar cualquier gesto
15. de violencia y Arturo le repitió que no se preocupara, los dependientes de la
joyería eran empleados y no iban a arriesgar su vida por nada, sabiendo
además que la mercancía estaba asegurada y que ellos recibían un sueldo
escaso.
Se despidieron y quedaron citados para dentro de dos días en la estación de
tren, a primera hora de la mañana. Arturo ya había sacado los billetes por
internet. Llegarían a la hora de comer aproximadamente. Había que
aprovechar bien el tiempo. No podían perderlo.
Juan regresó a su casa y le explicó a su mujer que saldría de viaje en dos
días y que estaría en Barcelona alrededor de cuatro con el fin de pasar la
selección de personal. Tenía que preparar un ligero equipaje para su estancia.
Carmen se mostró feliz. Tal vez, por fin, los problemas se solucionarían y
podrían volver a tener unos ingresos económicos normales, sin tener que
controlar cada céntimo, como hasta ahora. Tal vez había llegado el final de su
mala suerte. Quería a su marido. Era un hombre bueno. Había sido un buen
estudiante. El chico más majo de la Universidad. Le recordaba tan tímido,
cuando le propuso salir con ella. A ella le había gustado desde que le vio la
primera vez. Alto, sonriente y sobre todo irradiando ese fondo de ternura y de
bondad que sabía que si se hacían amigos, se enamoraría perdidamente. En su
fuero interno, sabía que era su tipo de hombre y que querría compartir su vida
con él.
La primera vez que salieron solos, la fluidez entre los dos manaba
fácilmente. Tenían afinidad, estaba claro. Había lo que ahora llamaban “
feeling ”. Lo que ella tenía claro era que a su lado estaba a gusto, tranquila y
16. plena de confianza y seguridad. La primera que se besaron tuvo que ser ella la
que mostrara la iniciativa. Él se mostró torpe y confuso, pero estaba claro que
ella le gustaba y que a ella le gustaba él. Su noviazgo apenas duró dos años.
Tenían claro que se querían. Terminaron la carrera y se casaron. Él encontró
trabajo rápidamente. Había sido un buen estudiante, y era inteligente y
aplicado. Ella encontró también trabajo. Eran felices. Se quedó embarazada,
lo habían buscado. Dejó de trabajar para atender a su hijo. La idea era que
sería sólo un par de años, pero casi de forma enlazada con el anterior
embarazo vino su hija y finalmente optaron porque ella abandonara su empleo
y cuidara a sus hijos. No se arrepentía de esa decisión, ni mucho menos, creía
que había hecho lo correcto y lo volvería a hacer.
Luego vino la maldita enfermedad, la que había trastocado su vida. La que
pensó, en un momento, que acabaría con ella. Su marido se había portado de
forma ejemplar. La había infundido ánimos, esperanza e ilusión por vivir.
Pero aún se sentía muy débil y algo desmoralizada. Un golpe de la vida que
casi trunca toda su felicidad. Después fue ella la que tuvo que sacar fuerzas de
flaqueza y tratar de transmitir la alegría que realmente no sentía. Su marido
perdió el trabajo, de forma injusta. Él que era tan cumplidor, él que nunca se
había puesto enfermo y que jamás había faltado a su deber.
Vio como Juan, aunque quisiera disimularlo, se deprimía día a día. La
expresión casi permanente en su rostro había cambiado. Aquella continua
sonrisa con la que le había conocido se había trastocado en un rictus de
amargura y fracaso. Fracaso personal por no haber sabido enfocar bien su
vida. Sabía que la quería. Eso lo notaba, en sus miradas, en sus caricias, en la
manera como había afrontado su enfermedad, pero ahora, sin haber sido él
17. personalmente el causante, se encontraba en un bloqueo del que no sabía como
salir.
Por eso, ahora, Carmen confiaba en que salieran de la situación. Juan se
merecía un buen empleo, era un magnífico profesional. Y sus hijos, aquello
que más quería en el mundo, no merecían pasar por lo que estaban pasando.
Los dos eran buenas personas, inteligentes y estudiosos, un lujo. No quería
que por falta de oportunidades o de preparación, sus hijos no pudieran
disponer de una buena base para desarrollar su vida.
El hijo mayor, a pesar de tener sólo doce años, le había propuesto, en una
ocasión, trabajar de chico de los recados en una tienda que tenían los padres
de un amigo, para ayudar en la casa. Carmen se emocionó cuando se lo dijo,
pero se negó rotundamente. Le dijo que no se preocupara, que todo iba a salir
bien y que él se dedicara a sus estudios y a jugar, porque además el chico era
un magnífico deportista. Jugaba en el colegio en el equipo de tenis, y era con
mucha diferencia el mejor. Tan era así que el profesor de tenis y el director del
colegio habían llamado a los padres, con el fin de comunicarles que su hijo,
con una buena preparación y una mejor dedicación, podía destacar en ese
mundo. Tendría que ir a realizar unas pruebas a un centro de alto rendimiento
y si le seleccionaban le proporcionarían una beca de ayuda que le permitiría
seguir estudiando y seguir practicando tenis bajo una buena supervisión.
Su hija también era una buena estudiante. Más tímida que su hijo. Había
heredado el carácter del padre. Reservada en sus pensamientos, pero con un
carácter dulce y encantador que desarmaba a cualquiera. Su sonrisa iluminaba
el rostro e infundía de alegría contagiosa a quien la observara.
Lo cierto es que Carmen, por fin, sentía alegría. Por fin se haría justicia,
18. confiaba en que Juan sería elegido, porque sabía bien lo que valía su marido.
Aunque hubieran pasado casi dos años, desde que dejó de trabajar, él había
procurado estar al día de todo lo relacionado con su especialización.
Estaba tan feliz Carmen que quiso alegrar el espíritu de Juan. A los dos les
encantaba la música, la moderna, el rock, la instrumental y la clásica. Lo
importante, lo habían hablado muchas veces, era que llegara, que les penetrara
en el interior y les transportara con el pensamiento por espacios y mundos
diferentes. Sentirla y disfrutarla. Habían acudido, antes, cuando disponían de
dinero suficiente, a conciertos de rock en estadios y al Auditorio Nacional.
Habían disfrutado de Mark Knopfler, de Bruce Springsteen, de Leonard Cohen
y se habían sentido emocionados con la música de Bach, Mozart, Haendel y
Vivaldi.
Carmen encendió el aparato reproductor de música y dejó que los sultanes
del swing alegraran el ambiente. A pesar de los años transcurridos desde que
la escuchó la primera vez, la canción no había perdido fuerza ni entusiasmo.
Le encantaba el rasgueo de la guitarra de Mark Knopfler y el ritmo magnífico
de Dire Straits. Se sintió que la alegría la llegaba al corazón y fue al
dormitorio donde su marido estaba haciendo el pequeño equipaje. Se acercó a
él y sin decir nada le dio un beso en la mejilla y le abrazó. Él se giró y la
correspondió con otro beso. Se miraron a los ojos. A ella le pareció advertir
un brillo extraño, pero pensó que eran los nervios de la selección a la que se
tenía que enfrentar en un par de días.
Pasaron los dos días. Habían quedado citados media hora antes de la
salida del tren en un bar de la estación de Atocha. Iban a viajar en el Ave, con
lo cual llegarían rápidamente a Barcelona. Los billetes los tenía Arturo, los
19. había reservado y pagado por internet. Los avances tecnológicos permitían
acelerar todos estos procesos, sin necesidad de perder el tiempo en agencias de
viajes o sufriendo filas de gente delante de las ventanillas.
Se despidió de Carmen. Ésta le seguía notando raro, pero seguía pensando
que sería por los nervios. Le deseó toda la suerte del mundo y le dio un beso
dulce y lleno de cariño. Juan esbozó una ligera sonrisa y salió hacia la
estación, confiando en que todo saliera bien. No podía evitar el nerviosismo
que le invadía.
Al llegar a la estación se dirigió directamente al bar. A lo lejos vio a su
amigo. Arturo no aparentaba ninguna intranquilidad, por el contrario, parecía
como si hubiera sido un atracador toda su vida. Juan le observó sentado
tranquilamente leyendo un periódico, mientras tomaba una cerveza y un
bocadillo de jamón. Se saludaron y Arturo le preguntó si quería tomar algo.
Sólo un café con leche, dijo Juan. Arturo como le notaba nervioso, le dijo que
se estuviera tranquilo. Había hablado con su contacto y todo se desarrollaba
según lo previsto. No había de que preocuparse. Todo saldría bien.
Cuando terminaron la consumición fueron hacia el andén previsto. El tren
salía a su hora. Subieron y se sentaron en los asientos asignados. Arturo le
ofreció su periódico a Juan. Tenía sueño y quería echar una cabezada. El día
anterior se había acostado tarde porque había tardado en establecer contacto
con su amigo de Barcelona. Estaba algo cansado. Se puso unos auriculares
para escuchar música, según le dijo a Juan, esto le ayudaba a conciliar el
sueño. Cerró los ojos y aparentemente se durmió.
Juan estaba atónito. Le parecía mentira que Arturo mantuviera esa calma.
A él no le cabía la camisa en el cuerpo, de lo nervioso que estaba. Por otro
20. lado la actitud de Arturo le daba confianza y tranquilidad. Si estaba tan sereno
es porque sabía que todo iba a salir perfectamente.
Un poco antes de llegar a Zaragoza, Arturo se despertó. Le dijo que se
encontraba mucho mejor, que el descanso le había venido de perlas. Le
ofreció tomar algo en el vagón restaurante. Todavía faltaba hasta llegar a
Barcelona. Se les haría más corto. Fueron hacia el bar del tren y de paso
estirar las piernas. El viaje no era nada pesado, al contrario. Juan había leído
el diario ensimismado y cuando se había querido dar cuenta estaban en
Zaragoza. Mientras tomaban su bebida miraron al paisaje. Habían dejado
atrás las zonas áridas del camino y se veían infinidad de letreros escritos en
catalán. Estaba claro donde estaban. Juan le preguntó por los planes. Arturo
le hizo un gesto para que no hablara del tema. Sólo le indicó que al llegar
irían directamente al hotel y allí hablarían. Distrajo la conversación hablando
de fútbol, al que era algo aficionado. Le dijo a Juan que estaba seguro que el
Real Madrid, su equipo ganaría la Liga, a pesar de como había empezado el
torneo. Juan, que sentía por el fútbol una afición muy escasa y que además era
seguidor, sin excesos de apasionamiento, del Atlético de Madrid le dio la
razón con ciertas reservas. Confiaba en que su equipo podría ganar al final.
Aunque no seguía mucho el torneo sabía que el Atleti estaba realizando una
magnífica segunda vuelta y era un candidato muy serio a ganar el título. Sólo
quedaba una jornada para finalizar el torneo y todo se decidiría en el último
partido.
Era una conversación totalmente banal. Ninguno de los dos sentía furor
por el fútbol. De hecho lo que les gustaba a los dos, y habían practicado
cuando eran jóvenes era el balonmano y el tenis. Los dos eran altos y
21. fornidos. En la Universidad habían formado parte de un equipo de aficionado
al balonmano. Incluso habían ganado algún trofeo. Luego con los años, se
entretuvieron, de vez en cuando, jugando al tenis o al paddle.
Ahora, llevaban tiempo sin practicar nada. La situación económica no les
permitía hacer dispendios fuera de lo normal y tampoco les apetecía. No se
habían sentido animados.
Por fin llegaron a Barcelona. Fueron al hotel en un taxi. Hasta el
momento todo lo había pagado Arturo. Juan le dijo que habría que calcular
cuanto le tendría que aportar. La respuesta de Arturo fue que se dejara de
miserias y penurias. Con lo que iban a obtener del asunto, tendría para pagar
cientos de hoteles y de taxis.
El hotel era un cuatro estrellas, grande, de una cadena internacional. Se
presentaron en recepción. Arturo informó de su reserva y se registraron. A
Juan ni siquiera le pidieron el carnet de identidad. Sólo lo mostró Arturo y
sólo tomaron sus datos. Había un grupo de japoneses y otro de americanos
esperando para también hacer la entrada en el hotel, y como en ese momento
sólo había un recepcionista, los trámites fueron muy rápidos. El caso es que,
pensó Juan, no había constancia en ningún sitio de que él estaba en Barcelona.
Subieron a la habitación. Era cómoda. Dos camas bastante amplias y
suficiente espacio para moverse. El baño muy limpio y también muy ancho.
Deshicieron su escaso equipaje. Arturo le indicó que irían a comer y a echar
un ojo a la joyería. Estaba situada a sólo dos manzanas del hotel. Luego
tendría que hablar con su contacto para concretar más datos.
Cuando terminaron de colgar su pertenencias en el armario, se refrescaron
un poco en el lavabo del baño y salieron a la calle. Hacía un día magnífico.
22. El Sol brillaba en todo lo alto, pero la temperatura no era excesivamente
calurosa, por el contrario, si soplaba un poco el aire casi resultaba fresco.
Se acercaron a un pequeño bar que ofrecía un menú del día no
excesivamente caro, con ensalada, dos platos, postre o café y una bebida.
Arturo lo eligió porque estaba situado justo enfrente de la joyería. No era muy
grande y sus mesas estaban repartidas a lo largo de una gran cristalera que
permitía ver la calle y el sitio al que iban a atracar.
La joyería era un local pequeño, por lo menos por fuera. Apenas un
pequeño escaparate acristalado del que en ese momento, no se vislumbraba
nada, porque estaba cerrado con una cancela que lo protegía. Sólo la
identificaba el hecho de que estaba escrito el apellido del dueño, ni siquiera
hacía referencia a que era una joyería.
Hicieron el pedido al camarero para comer. No había mucha gente a esa
hora. Tan sólo una pareja de mujeres en otra mesa, situadas lejos de ellos, con
lo que no escucharían sus comentarios. Era algo tarde para comer, de hecho
uno de los platos del menú que eligieron ya se había terminado. Sin ser una
comida de alta cocina, los platos estaban confeccionados con pulcritud y se
podían degustar. Tenían buen sabor. A Juan le llamó la atención el tamaño de
la joyería. No pensaba que iba a ser tan pequeña. Se lo comentó a Arturo.
Éste le dijo que engañaba, porque aunque tenía poca fachada, le había dicho su
contacto que por dentro era amplia, sin ser enorme, que tenía bastante
prestigio y que sus productos eran de una calidad incuestionable.
Comieron tranquilamente. Su intención era observar la zona y esperar a
que abrieran la joyería. Arturo le comentó a Juan que quería verla por dentro,
comprobar sus dimensiones reales, sus medios y el espacio para moverse.
23. Como no tenían prisa y la joyería aún no había abierto, hicieron una
sobremesa larga con otro café y una copa. La calle donde estaba el bar y la
joyería era estrecha , con sólo un sentido para los vehículos. Tampoco parecía
que hubiera mucho tráfico, al menos a esa hora. Muy cerca, en la siguiente
manzana de calles se accedía a las Ramblas, por lo que la huida podría ser
rápida para perderse entre la multitud.
Juan quería saber más detalles, pero Arturo no se explayaba. Lo único que
le comentó es que esa noche iría, sólo, a ver al contacto para ultimar más
detalles. Cuanto menos conociera, menos problemas tendrás Juan, le dijo.
Eran ya las cinco de la tarde. Se estaban alargando demasiado en la
sobremesa y la joyería no abría. El camarero se les acercó preguntando si
querían algo más, señal inequívoca de que llevaban más tiempo de lo debido
en la mesa. Arturo iba a pedir otra copa de coñac, cuando vio que la cancela
de la joyería se elevaba poco a poco, movida eléctricamente desde el interior.
Arturo dio las gracias y pidió la cuenta. Juan se rebuscó en los bolsillos con el
fin de pagar él o aportar su parte de la factura, pero Arturo levantó su mano en
un gesto claro de que lo pagaría él.
La joyería ya estaba abierta. Desde donde estaban no veían claramente el
interior. Sólo una sombra que se movía de un lado a otro. Pagaron y salieron
a la calle.
Arturo sacó un cigarrillo y lo encendió. Ofreció otro a Juan, éste aunque
había dejado de fumar, estaba tan nervioso que se lo aceptó. Cruzaron la calle
y observaron el escaparate de la joyería, sin acercarse. Era pequeño, Sólo se
veían algunos relojes y pulseras, expuestos con muy buen gusto. Todos eran
de marcas de prestigio. El interior de la joyería no se veía bien. El escaparate
24. tenía una cortina trasera que impedía observarlo. Se podía distinguir la misma
sombra de antes.
Se alejaron de allí hacia la esquina. Arturo le dijo a Juan que entrarían
ahora. Uno a uno, con el fin de observar bien el interior. Cualquier excusa
serviría, primero entraría Juan y pediría ver pulseras de mujer de oro y de
diamantes. Debía comprobar cuantas personas había dentro, la capacidad de
la joyería, ver si en la trastienda había algo raro. Si había cámaras de
vigilancia, donde estaba el teléfono fijo. Si había a la vista algún botón de
alarma, en fin todo lo que le llamara la atención. Después entraría él, cuando
hubiera salido Juan y preguntaría por alianzas y sortijas de pedida de mano.
Era mejor que no les vieran juntos. Luego compararían sus observaciones.
Los dos tenían una gran capacidad de análisis derivada de su preparación
matemática y científica.
Arturo se alejó. Esperaría diez minutos para entrar en la joyería desde que
hubiera salido Juan. Éste debería irse al hotel y aguardarle allí.
Juan tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó con el zapato. Aunque seguía
nervioso, trató de recomponerse. Total tampoco iba a hacer nada
extraordinario en ese momento, sólo entrar en un establecimiento y preguntar,
algo que había hecho infinidad de ocasiones.
Se acercó a la puerta del local y trató de abrir, pero no pudo. Estaba
cerrada. Vio un pulsador en el marco y llamó. Iba bien vestido, con chaqueta
negra, pantalón vaquero y camisa blanca. No tardaron en abrirle. Accedió al
interior. Una chica joven de menos de treinta años, atractiva y sonriente le
saludó alegremente. Efectivamente el local engañaba, por dentro era bastante
amplio. Un mostrador alargado y acristalado ocupada todo el lateral
25. izquierdo. Enfrente, pequeñas vitrinas exponían diferentes piezas, pulseras,
anillos y relojes. Por detrás del mostrador había una pequeña cortina que
oscilaba ligeramente. Era la trastienda indudablemente. No se veían
aparentemente cámaras de vigilancia en el interior, en lo que era trastienda.
Juan saludó correctamente y preguntó a la dependienta por pulseras. Quería
hacer un regalo de aniversario de bodas a su mujer, dijo, y había pensado en
algo importante, que no resultara ostentoso ni llamativo, pero que a la vez
fuera una inversión y tuviera un valor implícito.
La mujer le habló de diamantes. Tenía varias piezas. Juan asintió. Le
parecía bien. Volvió a resaltar que no quería que fuera pomposo. Quería algo
fino. A su mujer no le gustaba llamar la atención. La mujer sonriendo, no
dejaba de hacerlo, le dijo que no se preocupara. Creía saber que piezas le
gustarían. Llamó por el nombre a otra persona y salió de la trastienda un
hombre que aparentaba unos cuarenta años. Saludó muy cortésmente a Juan.
Debía ser el encargado. La chica le habló sobre unas pulseras a las que citó
por una referencia. El hombre lo confirmó con la cabeza, pidió excusas y
volvió al interior. Juan pensó que seguramente dentro estaba la caja fuerte.
Mientras el hombre traía las joyas, la chica le preguntó a Juan por el tiempo
que llevaban casados. Éste mintió diciendo más años de los que llevaba junto
a Carmen, pensó que cuanto menos se pareciera a si mismo menos le
relacionarían.
El hombre volvió a salir, apenas tardó dos minutos, con dos cajas grandes.
Las situó sobre el mostrador y volvió adentro. La mujer las abrió con
precisión y sin dudar. Dentro Juan vio unas pulseras preciosas. No entendía
nada de joyas, pero aquellas piezas tenían un fulgor y un brillo multicolor que
26. atraía la vista. Efectivamente no eran nada ostentosas. Por el contrario, eran
de una elegancia y finura extraordinaria.
Observó que en una esquina del techo había una cámara de vigilancia que
enfocaba directamente hacia él. Miró disimuladamente y justo en la esquina
contraria había otra. No apreció más, al menos a simple vista. Oyó hablar en
la trastienda al hombre que había salido con las pulseras, y por la manera de
hacerlo, estaba claro que era con alguien que había dentro, no lo hacía por
teléfono. Escuchó un murmullo, no podía descifrar si era hombre o mujer,
pero al menos había una tercera persona en el interior.
Después de preguntar por varias piezas, con el fin de disimular y hacer
tiempo para poder ver bien la joyería. Juan le comentó a la dependienta si
podía hacer unas fotos con el móvil de las piezas que le había enseñado,
porque no sabía cual elegir y se lo iba a consultar a su cuñada. Fue la primera
excusa que le vino a la mente, y aparentemente pareció creíble, porque la
chica, siempre sonriendo, le dijo que por supuesto, que era una buena manera
de decidirse. Apuntó los precios de las que Juan le indicó y dejó que hiciera
unas fotos. Juan agradeció efusivamente a la muchacha su atención y le dijo
que ya volvería. La muchacha, con paciencia infinita, se despidió y se puso a
recoger todo, mientras Juan salía a la calle.
Fue hacia el hotel. Al poco tiempo vio a Arturo encaminarse hacia la
joyería. Se miraron sin hacer ningún gesto. A los pocos minutos, Juan llegó al
hotel y se dirigió directamente a la habitación. Tenía en su poder la tarjeta
magnética que permitía acceder al interior, sin necesidad de pedirlo en
recepción.
Encendió la televisión y se tumbó en una cama. Entre el sopor de la
27. comida y el cansancio mental de repasar lo que había sucedido en la joyería,
se quedó dormido.
Cuando despertó se encontró que Arturo ya estaba en la habitación,
Hablaba por el móvil con alguien al que le decía que no lo veía complicado en
principio y con el que se citaba para el día siguiente por la mañana.
Cuando terminó de hablar y vio que Juan se incorporaba de la cama, se
acercó y le preguntó por lo que le había parecido. Juan le dijo que creía que
sólo había dos cámaras de vigilancia, al menos en lo que era tienda. Quizás en
el interior habría otra, le pareció que había al menos tres personas, de las
cuales sólo había visto a dos. La superficie de la tienda no era muy grande,
pero si todo lo valioso estaba dentro, en la caja fuerte, tardarían más tiempo en
realizar el atraco.
Arturo confirmó los mismos datos. Él si había visto a la tercera persona,
había salido un momento a lo que era tienda a buscar un cuaderno de notas
que luego se llevó al interior. Era un hombre mayor, con aspecto débil y
enfermizo. Estaba casi seguro que por los datos que le había dado su contacto
debía ser el dueño de la joyería.
Le comentó a Juan que creía que podrían llevar a cabo el golpe de forma
fácil. Lo importante era la rapidez al ejecutarlo. Tener todos los pasos claros
desde el inicio. Pensaba que con los datos que le tenía que confirmar el
contacto, se podría realizar sin problemas. El contacto les iba a facilitar
armas. Juan se quedó con cara de susto, pero Arturo le tranquilizó,
explicándole que no habría que usarlas, sólo servirían para amedrentar a los
dependientes y al dueño si estaba. Según la información del contacto, sólo iba
por las tardes.
28. Salieron al rato del hotel a dar un paseo y tomar algo en un bar. A la
mañana siguiente, tras desayunar, Arturo se fue a ver al contacto. Mientras,
Juan llamó a su mujer y le contó que estaba bien y que aparentemente eran
muchos candidatos al puesto de trabajo. Que no sabría si podría obtenerlo. Lo
veía complicado, pero lo iba a intentar. Carmen le intentó tranquilizar y le dio
ánimos, después se despidieron.
Arturo tardó poco. Juan le había esperado en la habitación. Llegó
tranquilo y sonriendo, en su mano derecha llevaba un pequeño maletín que
depositó en su cama. Lo abrió y extrajo de un lateral dos bolsas de tela negra
que envolvían dos pistolas. Las colocó a un lado y viendo la cara que
mostraba otra vez Juan le volvió a recordar que sólo eran para asustar. Debía
familiarizarse con ellas. Le insistió en que no habría que usarlas. Juan cogió
una. Arturo le dijo que no estaban cargadas, las balas estaban en el otro lateral
del maletín. Notó el metal frío y como se adaptaba la empuñadura fácilmente
a su mano. Son anatómicas dijo Arturo. Le enseño a retirar el cargador y a
montarla. Era muy sencillo.
Juan recordaba de cuando había realizado el servicio militar su uso. No se
le había dado mal el tirar, e incluso había tenido muy buena puntería. Pero
aunque no le disgustaba tirar a un blanco, el hecho de tener que empuñar un
arma y apuntar a alguien le producía angustia y le revolvía el estómago.
Arturo le explicó que su contacto le había dicho que las joyas, los
diamantes, ya estaban en la joyería. La visita del jeque estaba prevista para
dentro de cuatro o cinco días. Habían llegado con el tiempo necesario para
poder, en la joyería, evaluarlos y comprobar su pureza. Era una casa de
prestigio y no querían defraudar a sus clientes. Antes de vender algo,
29. certificaban su valor para que el comprador no se fuera engañado.
El atraco lo harían al día siguiente, le dijo Arturo. Le tranquilizó
confirmándole que el contacto no le conocía ni sabía quien era, que era mejor
así, para evitarle problemas. Lo harían a primera hora de la mañana, al poco
de abrir. Así les pillarían desprevenidos y quizás también algo dormidos.
Irían disfrazados con unas gafas que aparentaban ser graduadas sin serlo,
bigote, barba, peluca, sombrero y bien trajeados. Juan simularía ser un viejo
portando un bastón y encorvando un poco la espalda. Todo el material que
necesitaban lo iría a recoger Arturo esa tarde. Iría él sólo, no quería que les
relacionaran en ningún sitio. Primero llamaría a la puerta Juan, para que sólo
le vieran a él, y en cuanto la puerta se desbloqueara tenía que sujetarla un
momento para permitirle pasar a Arturo. Mientras Arturo apuntaba con la
pistola a los dependientes, Juan inutilizaría las cámaras de seguridad con
fuerte golpe del bastón. Después, Arturo accedería a la trastienda a robar los
diamantes, que seguro estaban en la caja fuerte.
El resto del día transcurrió con normalidad. Comieron juntos en un
restaurante situado en la zona de la joyería, para ver la ruta de la huida tras el
atraco. Después Arturo fue a comprar todos los elementos que necesitaban.
Mientras, Juan entró en la cafetería que permitía ver la joyería desde el otro
lado. No se veía entrar gente, una vez abierta. Juan estuvo más de una hora y
media, aparentando leer un periódico mientras tomaba un par de cervezas, y
no entró nadie, salvo los empleados. Debía de ser un comercio especializado
en la venta por encargo y quizás online.
Aburrido de mirar, Juan volvió al hotel. Arturo ya estaba en la habitación
con todo lo que necesitaban. Se había puesto la peluca, la barba y las gafas. A
30. Juan le resultó irreconocible. Era un disfraz perfecto, parecía otra persona
completamente distinta. Cogió el suyo y se lo probó. Su aspecto cambió por
completo. Su peluca, el bigote y la barba de pelo canoso y las gafas que
aparentaban ser graduadas, le cambiaron por completo de apariencia.
Realmente parecía un viejo. Cogió el bastón y se encorvó un poco, mirándose
al espejo. El efecto era extraordinario. Cualquiera que le viera pensaría que
era un anciano. Arturo sonrió y le dijo que quedaba perfecto. Nadie sabría
quien era. Se disfrazarían en los servicios de la cafetería de un hotel enorme
que había no muy lejos de la joyería. Nadie se daría cuenta. Era un local
donde entraban y salían a diario muchísimas personas. La barra solía estar
muy concurrida. Podrían pasar directamente a los servicios, cambiarse de
ropa y salir, sin que nadie lo notara. Después, ya en la calle, se encaminarían
hacia la joyería.
Pasaron el resto del día dando un paseo y después de cenar algo ligero,
regresaron al hotel. Para su sorpresa, Juan se sentía tranquilo. Ver a Arturo
confiado y seguro. Saber que nadie, salvo Arturo, sabía que se encontraba allí
le infundía de determinación para llevar adelante el asunto.
En la habitación, repasaron el atraco. Primero llamaría Juan, permitiendo,
una vez liberado el cierre de la puerta, que pudiera hacerlo Arturo y pusiera el
cartel de cerrado. Éste amenazaría con la pistola a los empleados y Juan
bloquearía las cámaras. Después sería Juan amarraría a la empleada, mientras
Arturo pasaba al interior, a la trastienda, para robar los diamantes amenazando
al dueño, si estaba u obligando a uno de los empleados. Amarrarían a los
trabajadores con cinta adhesiva de embalar que llevaba en un maletín Arturo y
saldrían de la joyería. No podían estar dentro más de quince minutos. Arturo
31. confiaba en evitar que hiciesen saltar alarmas, pero por si acaso. Una vez en
la calle, se separarían. Arturo iría a la cafetería del hotel a quitarse el disfraz y
Juan lo haría en otro sitio, un portal u otra cafetería muy concurrida que ya
tenían vista. Tras quitarse el disfraz volverían a su hotel. Arturo llamaría a su
contacto, quedarían para cambiar joyas por dinero y regresarían a Madrid .
El día había llegado. Amaneció soleado. Un día radiante que animaba el
espíritu. Juan se despertó tranquilo. Le parecía mentira, pero todos los
nervios habían desaparecido. Estaba convencido interiormente que estaba vez
la suerte le iba a sonreír. Que por fin su racha de mala suerte había terminado.
Que su familia podría salir adelante.
Se levantaron y se ducharon. Después volvieron a repasar el plan y a
revisar una vez más el material y el disfraz que iban a usar. Arturo aparentaba
la misma confianza de siempre. Dejaron las bolsas en el armario y bajaron a
desayunar. No era muy pronto, habían calculado que al terminar, tendrían el
tiempo necesario para ir directamente hacia la cafetería del hotel elegido para
disfrazarse y empezar la operación.
Desayunaron tranquilamente. Juan estaba confiado. La actitud de Arturo
le tranquilizaba. Estaba deseando empezar el asunto, acabarlo y volver a su
casa con su mujer y sus hijos.
Subieron a la habitación y se vistieron con los trajes. Sólo tendrían que
ponerse las pelucas, los bigotes,las barbas y las gafas en el lugar establecido.
Bajaron a recepción y salieron a la calle. El día era magnífico. Un Sol
reluciente brillaba en el cielo llenando de alegría los alrededores. Había ya en
las calles puestas infinidad de terrazas para que la gente desayunara o tomara
algo al aire libre. Se veía ya mucho movimiento de coches y de personas.
32. Las tiendas empezaban a abrir y la ciudad retomaba su actividad a pleno
pulmón.
Llegaron a la cafetería elegida. Estaba casi llena a esa hora. Se oía un
ruido de fondo de platos, tazas y cucharillas que se golpeaban al colocarse en
la barra que estaba prácticamente llena. En las mesas de alrededor apenas
había una o dos libres a lo sumo, y en las de el exterior, aprovechando el buen
tiempo, no quedaba ninguna disponible. Se veían barritas de pan tostado con
tomate y sin tomate, tostadas con mantequilla y mermelada, churros y porras,
bollería fina y de una apariencia exquisita. La cafetería, muy amplia, tenía
muy buena fama en toda la ciudad. La clientela acudía conocedora de la
calidad de su café y sus productos. Los camareros, sonreían de forma amable
a todos los clientes, y demostraban una profesionalidad y eficacia en todas sus
acciones. Iban impecablemente vestidos con su chaquetilla de un impoluto
blanco. Sus movimientos eran rápidos, pero sin que parecieran nerviosos. La
competencia, la aptitud y la efectividad se contemplaba en todos los
profesionales que allí trabajaban.
Entraron los dos en la cafetería, uno detrás de otro, no parecía que iban
juntos. Nadie advirtió su presencia, había tanta gente que se pasaba
desapercibido. Fueron directamente hacia los servicios. Éstos eran muy
amplios y muy limpios, una fragancia a perfume de pulcritud fresco se
expandía por toda la dependencia. Cada uno se dirigió a una cabina para
colocarse las pelucas y las barbas. Se adaptaban perfectamente. Primero salió
Arturo, para comprobar que nadie estuviera en ese momento. Avisó a Juan y
ambos, mirándose en los espejos, terminaron de ajustarse bien las barbas y las
pelucas. El efecto era asombroso. No parecían ellos. Se pusieron una
33. corbata, discreta, poco llamativa. Lo importante era pasar inadvertido, que
nada llamara la atención. Salió primero Arturo y a los treinta segundos Juan.
De nuevo en la calle se dirigieron hacia el objetivo. Estaban a poca
distancia, Arturo se quedó un poco atrás para no ser visto desde el interior de
la joyería. Juan se acercó a la puerta, ya se había puesto las gafas, desplegado
el bastón y encorvado su espalda lo que distorsionaba aún más su
personalidad. La joyería ya estaba abierta y dentro se veía a la misma mujer
joven que le había atendido la primera vez. Juan tocó el pulsador. Su aspecto
no era extraño. Cualquiera que le viera, sin saber quien era, pensaría que
estaba ante un hombre muy mayor con aspecto débil y enfermizo.
La mujer desbloqueó la puerta y entonces empezó todo. Juan la sujetó el
tiempo suficiente para que llegara Arturo, pudiera entrar, voltear el cartel de
cerrado y bajar la cortinilla de la puerta, para que nadie viera nada desde el
exterior. Juan sacó la pistola y amenazó a la mujer, que se que quedó
petrificada y ante la sorpresa de Juan levantó las manos, mientras su rostro
expresaba un pánico terrible. Arturo gritó que se tirara al con las manos a la
espalda. Mientras, Juan se dirigió hacia las cámaras de seguridad y de un
golpe seco y fuerte, con el bastón, dejándolas fijadas, e inutilizadas enfocando
a la pared. Todo se producía rápidamente, Arturo pasó tras el mostrador, abrió
la trastienda y amenazó con la pistola al otro empleado. Estaba sólo
comprobando unos papeles sobre una mesa. Con celeridad Arturo le indicó
que abriera la caja fuerte y no les pasaría nada.
En el otro lado Juan amarraba de pies y manos a la empleada con la cinta
adhesiva, poniendo otro trozo de cinta en la boca y vendando los ojos con un
pañuelo negro. Después Juan la arrastró hacia la trastienda y la dejó apoyada
34. con espalda en la pared.
El otro empleado, con cara de miedo, ya había abierto la caja fuerte. No le
merecía correr ningún riesgo, teniendo en cuenta el sueldo que recibía.
Llevaba diez años en el negocio y apreciaba al dueño, pero su salario no era
bueno. Sabía que el dueño hacía lo que podía, y trataba de gratificarles a los
dos empleados, sin embargo la crisis económica había afectado mucho a su
sector. De hecho, estaba buscando otro empleo y acababa de realizar una
entrevista donde le habían dicho que tenía muchas posibilidades de ser
elegido, con mucha mejor retribución que la que estaba recibiendo en la
joyería.
Con la caja fuerte abierta y mientras Arturo sacaba estuches y joyas del
interior, Juan amarró también al empleado con la cinta adhesiva. Habían
procurado hablar muy poco y lo poco que lo habían hecho había sido
disimulando la voz.
Los dos empleados estaban ya incapacitados. Juan miraba a su amigo que
con rapidez seleccionaba los estuches y los metía en una pequeña mochila que
llevaba. Le hizo un gesto a Juan y salieron de la joyería con rapidez,
procurando no llamar la atención. En la calle, sin decir nada, cada uno se fue
por su lado. El atraco lo habían realizado en menos de quince minutos.
Juan estaba feliz. Todo había salido a la perfección, incluso mejor de lo
que había pensado. Fue a la cafetería elegida a quitarse el disfraz y una vez
hecho esto, regresó a su hotel a esperar a Arturo.
Arturo no llegaba, y Juan se empezó a poner nervioso. Estuvo por
llamarle al móvil, pero prefirió esperar. Por fin, apareció Arturo, sonriendo.
Dejó la pequeña mochila en una de las camas y le dijo a Juan que ya había
35. llamado al contacto, por eso había tardado algo más. Había quedado citado
dentro de veinte minutos para hacer el intercambio de joyas por dinero.
Juan ni siquiera había visto los diamantes robados, pero tampoco tenía
interés por hacerlo, lo que quería era irse ya y regresar a Madrid. Arturo sacó
de la nevera de la habitación dos botellitas de cava con dos copas, las abrió y
vertió el líquido sobre las copas y ofreció una a Juan. Brindaron por el éxito
del asunto, y Arturo le dijo:
- Mi contacto no sabe quien eres, así que no te preocupes por nada. Tú,
no existes, mejor así.
- Voy por el dinero. Pagamos la cuenta y nos vamos a Madrid.
Arturo se fue y dejó a Juan en la habitación. A los cuarenta minutos,
Arturo volvió sonriendo, y agitando las manos le dijo:
- Ya está todo. He pagado la habitación. Nos podemos ir en cuanto quieras,
Juan. Tengo el dinero aquí en este maletín. Mira.
Al abrir el maletín aparecieron perfectamente ordenados una cantidad
tremenda de billetes de quinientos euros.
- Hay dos millones de euros, y no te preocupes, son válidos todos. Lo he
comprobado. Vámonos para Madrid. Juan le dijo que ya tenía preparada su
maleta.
- Pues toma el maletín con el dinero y baja a esperarme a recepción. Ahora
bajo, creo que tengo todo preparado, pero quiero revisar bien antes de irnos y
que no dejemos ninguna huella en la habitación, que pueda relacionarnos con
el atraco.
Juan bajó a recepción y se sentó en uno de los sillones de cara al mostrador.
Había mucha gente pululando. El hotel era muy grande y el ir y venir era casi
36. continuo. Cogió un periódico para disimular mientras esperaba a Arturo. Vio
a dos hombres de apariencia muy musculosa acercarse al ascensor con más
gente. Uno de ellos se quedó, el otro entró en el ascensor y desapareció de su
vista. A Juan, por alguna razón, no le daba buena espina aquello. El que se
había quedado miraba a un lado y hacia otro. Juan había metido el maletín
dentro de su maleta, cuando se lo había dado Arturo. Además de resultarle
más cómodo de llevar, evitaba que alguien pudiera reconocerlo.
Pasó media hora y Arturo no bajaba. Juan estaba muy inquieto. Tampoco
veía que bajara el otro tipo del ascensor, y el que le esperaba seguía,
aparentemente, vigilando la recepción. Miró a Juan, pero no pareció fijarse en
él. Juan tenía en sus manos un periódico extranjero y su aspecto podía pasar
perfectamente por francés, inglés o alemán.
Ya había pasado una hora y Arturo no aparecía. Juan estaba alterado. Vio
entonces salir del ascensor al compañero del individuo que esperaba. Parecía
algo excitado, se dijeron algo y salieron del hotel, mientras uno hablaba por el
móvil.
Más que nervioso, Juan decidió subir a la habitación. Cogió su maleta y
tomó el ascensor. Al llegar a la habitación vio que no estaba cerrada, parecía
que si, pero al empujar la puerta pudo acceder al interior. Sobre la cama,
tumbado, con los ojos cerrados, sangrando por brazos, piernas y cuello, se
encontró medio desnudo a Arturo. Estaba agonizando, le habían torturado, y
estaba seguro que había sido el hombre que había visto coger el ascensor en el
vestíbulo.
Juan se acercó, aguantó como pudo la impresión de ver a Arturo en esas
condiciones. No sabía si aún vivía. Al acercarse, Arturo abrió los ojos y con
37. un hilo de voz le dijo que debía huir. Le había dicho su descripción, creía que
no su nombre, aunque había perdido el conocimiento una vez. Estaba seguro
que no había conseguido que confesara donde vivía ni su dirección, pero era
gente con mucho poder y podrían encontrar la relación. Las últimas palabras
no las entendió Juan, porque además Arturo expulsó sangre en un golpe de tos
y se quedó convulsionando y finalmente muerto.
Sobreponiéndose a la impresión, Juan pensó rápidamente que hacer. A él
no le conocía el contacto de Arturo. Tampoco había dejado su documentación
en el hotel, por lo que nadie sabía que estaba allí alojado. Dedujo que le
habían matado para recuperar el dinero y no dejar ningún testigo que les
pudiera relacionar con ellos.
Juan decidió salir de allí. Lamentaba profundamente la muerte de su
amigo, pero no quería que le ocurriera a él lo mismo. Antes de salir, con un
pañuelo, borró como pudo sus huellas de vasos, copas, tiradores de cajones,
grifos, y el pomo de la puerta. Después, cerró bien la puerta y bajó a
recepción para salir a la calle.
Estaba abatido. Temía por su familia. No sabía si aquella gente tendría
capacidad para enterarse de quien había acompañado a Arturo.
Se encontraba en la calle. Entró en un portal y sacó el maletín de la
pequeña maleta. Extrajo dos billetes de quinientos, por si necesitaba usarlos.
Volvió a cerrar el maletín y con él y la maleta podía ser fácilmente arrastrada
por las ruedas, volvió a salir a la calle.
El tren salía en una hora y medía. Quizás supieran ya quien era y le
esperaban en la estación. No sabía que hacer. De pronto, se decidió. El pobre
Arturo no tenía familia. Había sido hijo único y sus padres ya estaban
38. fallecidos. Había tenido muchos amigos, Juan conocía a algunos, aunque creía
que le había considerado el mejor.
Buscó una oficina de correos. Preguntó a una viandante que le indicó
como llegar a una cercana. Entró en ella. Había algo de gente, pero tampoco
excesiva. Juan preguntó a un empleado lo que tenía que hacer para enviar un
paquete certificado y urgente a Madrid. Le indicaron la forma y le vendieron
una caja que estaba desplegada y que era fácil de armar. Juan introdujo en ella
el maletín, y escribió una breve nota a su mujer en la que se disculpaba y le
decía lo que creía debía hacer si a él le ocurriera algo, luego también la
incluyó en la caja. Rellenó unos impresos y se dirigió hacia el mostrador.
Realizó las gestiones y la dejó allí preparada para ser enviada. Según le
dijeron estaría en el domicilio de su mujer al día siguiente, como muy tarde.
Salió de la oficina y fue hacia la estación. El tiempo se había empeorado y
amenazaba con llover.
Llegó a la estación y al entrar vio al hombre del hotel. Éste le miró. Hizo
un gesto con la cabeza hacia atrás de Juan y otros dos hombres le sujetaron por
los brazos y le dijeron que fuera con ellos sin oponer resistencia. Le llevaron
hacia un coche que estaba estacionado en la calle. Cuando le iban a introducir
en el coche, de repente, Juan dio un empujón muy fuerte y salió corriendo.
Quiso cruzar la calle, pero al hacerlo un coche se abalanzó sobre él y le
atropelló.
Tumbado sobre el asfalto, escuchaba un griterío, que cada vez se oía más
lejano. No se podía mover. Notaba como la lluvia le mojaba el rostro. Sabía
que se estaba muriendo. Se acordó de su mujer, y de sus hijos. Quiso
pronunciar una oración, pero sólo pudo comenzar las primeras frases. Su