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Destino	Ya	Marcado
	
Por
Pablo	Alonso	Rodríguez
Cada	vez	que	pensaba	en	su	situación,	una	profunda	desazón	le	invadía	por	
todo	el	cuerpo.		Estaba	a	punto	de	terminar	el	periodo	que	le	permitía	disfrutar	
del	subsidio	de	paro,	y	a	partir	de	ese	momento,	no	tendría	ningún	ingreso	
económico,	y	por	tanto,	no	sabía	de	que	iban	a	vivir	él	y	su	familia.
						Aún	recordaba,	el	instante	en	que	le	habían	notificado	su	despido.		Había	
sido	un	momento	terrible.		No	se	lo	esperaba.		De	hecho,	todavía	se	
preguntaba	como	podía	haber	ocurrido.		Él	siempre	había	sido	un	buen	
empleado,	cumplidor	y	formal.		Nunca	había	estado	de	baja,	a	pesar	de	
encontrarse	enfermo	en	variadas	ocasiones.		Su	sentido	de	la	responsabilidad	
le	había	obligado	a	acudir	a	trabajar.		
					Recordaba,	aún	con	cierta	angustia,		cuando	le	habían	llamado	al	despacho	
del	Director	y	éste	le	había	explicado	con	frías	palabras	y	sin	mirarle	a	los	
ojos,	que	debido	a	inevitables	ajustes	económicos,	la	empresa	tenía	que	
prescindir	de	sus	servicios.		Al	oír	esto	se	había	quedado	de	piedra	y	
balbuciendo	pudo	preguntar	el	porqué.		La	respuesta	que	le	dio	resultó	tan	
surrealista	que	se	le	había	olvidado.		La	conclusión	que	él	sacó	fue	que	querían	
poner	en	su	lugar	al	hijo	de	un	directivo	muy	importante.
					Le	dieron	inmejorables	referencias	y	le	explicaron	que	con	sus	
conocimientos	y	experiencia,	no	tardaría	en	encontrar	empleo.		Fue	un	
momento	traumático.		Nada	hacía	pensar	que	fuera	a	ocurrir.		La	empresa	iba	
bien	y	nadie	se	había	quejado	de	su	trabajo.		Pero	el	caso	es	que	le	despidieron	
y	cayó	en	el	terrible	agujero	del	paro,	del	que	era	tan	dificultoso	salir.
					Su	empresa	aún	funcionaba	y	parecía	que	bien,	según	las	informaciones	
que	tenía.		El	empleo	que	había	tenido,	durante	quince	años,	era	un	puesto
mediano	de	responsabilidad,	con	posibilidades,	y	parecía	que	además	fundadas	
y	previstas,	de	llegar	a	formar	parte	de	la	Dirección.		Poseía	una	titulación	
universitaria	que	en	su	momento,	
era	una	de	las	que	tenía	más	futuro.		Le	gustaba	y	por	eso	la	había	elegido.		Se	
le	había	
dado	muy	bien	y	la	había	acabado	muy	pronto.		Luego	había	entrado	en	esa	
empresa	porque	era	una	multinacional	implantada	en	un	montón	de	países		y	
su	futuro	era	prometedor,	pero,		desgraciadamente	no	funcionó.
					Al	principio,	tras	superar	el	impacto	inicial,	creía	que	podía	hallar	otra	
colocación	rápidamente,	pero	fueron	pasando	los	días,	las	semanas		los	meses,	
y	todo	seguía	igual.	
En	todas	las	entrevistas	a	las	que	había	acudido,	siempre	ocurría	lo	mismo.		
Buenas	palabras	iniciales,	promesas	vanas	que	alentaban	ilusiones	,	para	al	
final,		ver	como	transcurrían	las	jornadas	sin	obtener	ningún	resultado.
					Hasta	ahora,	la	situación	económica	de	su	casa	había	discurrido,	con	cierta	
normalidad.		En	el	momento	que	le	despidieron	tenía	ahorrado	un	poco	de	
dinero	que	había	permitido,	junto	con	la	prestación	del	paro,	poder	mantener	la	
familia	sin	excesivos	contratiempos.		
					Estaba	casado	y	tenía	dos	hijos,	aún	menores	de	edad	que	estaban	
estudiando.		Su	mujer,	una	auténtica	belleza	y	muy	inteligente,	a	la	que	había	
conocido	en	la	universidad,	había	dejado	su	trabajo	para	cuidar	a	sus	hijos	
cuando	eran	pequeños,	con	la	intención	de	volver	a	la	empresa,	cuando	
pudieran	bastarse	por	si	solos	para	ir	al	colegio.		Pero,	a	pesar	de	que	le	
prometieron	respetarle	el	puesto	de	trabajo,	porque	la	tenían	en	muy	buena	
consideración,	aquello	no	pudo	ser.		La	crisis	económica	afectó	de	pleno	a	esa
empresa	que	entró	en	quiebra	y	tuvo	que	cerrar.		
					Posteriormente,	su	mujer	enfermó	de	gravedad.		Un	cáncer	que	felizmente	
había	superado,	aunque	aún	se	le	notaba	en	el	aspecto	débil,	quebradizo,	y	en	
el	color	de	la	piel	blanco	y	demacrado,	las	secuelas	de	la	enfermedad.		Su	
carácter,	a	pesar	de	todo,	no	se	había	visto	alterado.		La	alegría	y	el	ánimo	
formaban	parte	de	su	persona,	algo	que	se	agradecía	profundamente	por	
aquellos	que	la	rodeaban.		Eso	había	influido	positivamente	 en	él.		Le	había	
evitado	que	cayera	en	depresión,	porque	al	contrario	que	ella,	el	carácter	de	él	
era	mas	sombrío	y	taciturno.		
					Su	mujer	no	dejaba	de	animarle	y	asegurarle	que	encontraría	empleo	
finalmente,	que	saldrían	de	aquella	situación.		Pero	lo	cierto	es	que	se	
avecinaba	el	plazo	final	del	subsidio	de	desempleo	y	seguía	igual,	sin	
conseguir	un	nuevo	puesto	de	trabajo.
					No	se	le	ocurría	nada.		En	su	momento	había	pensado	crear	una	empresa	
con	un	amigo	que	también	estaba	desempleado,	pero	tras	estudiar	el	mercado	
dedujeron	que	sería	inviable.		La	recesión	económica	estaba	en	todo	su	apogeo	
y	no	serviría	de	nada.						
					También	había	probado	en	el	extranjero.		Había	enviado	el	currículo	a	
varias	empresas	foráneas.		Pero	la	enfermedad	de	su	mujer	provocó	que	lo	
descartara,	cuando	había	tenido	posibilidad	en	alguna.
					No	sabía	que	hacer.		La	manera	de	enfocar	la	situación	le	parecía	
prácticamente	imposible.		La	familia	de	él	y	la	de	ella,	tampoco	podían	hacer	
mucho	por	ellos.		En	ambas	partes	había	afectados	como	ellos,	sin	empleo.		
Ninguno	de	los	dos	provenía	de	familias	adineradas,	sino	de	clase	media.		Les	
compadecían,	pero	tampoco	podían,	ni	a	él	se	le	ocurriría	pedirlo,	ayudarles.
Nunca	había	creído	en	los	juegos	de	azar	y	aunque	había	participado,	
cuando	trabajaba,	en	alguna	peña,	tampoco	lo	veía	como	una	opción	
razonable.
					Lo	real	era	que	estaba	a	punto	de	entrar	en	el	último	mes	en	el	que	le	
ingresarían	la	subvención	económica	y	que	a	partir	de	ese	momento	tendrían	
que	ir	tirando	de	los	escasos	ahorros	económicos	que	aún	tenían.
					Tenía,	aún,	la	posibilidad	de	pedir	una	prestación	extraordinaria,	cuya	
cantidad	era	mucho	menor	y	había	pensado	en	pedir	una	nueva	hipoteca	sobre	
la	vivienda,	que	todavía	no	estaba	pagada	del	todo,		pero	tras	tantearlo	en	
varios	bancos,	la	respuesta	había	sido	negativa.		Lo		evidente,	por	tanto,	era	
que	el	tiempo	expiraba,	que	seguía	como	al	principio,	sin	trabajo	y	que	así	no	
podría	alimentar	a	sus	hijos	ni	a	su	mujer.
						Al	día	siguiente,	su	amigo,	con	el	que	había	intentado	crear	una	empresa,	y	
que	estaba	en	la	misma	situación	que	él,	sin	trabajo	y	próximo	a	finalizar	el	
subsidio,	le	llamó	para	salir	a	dar	un	paseo.		Quería	hablar	con	él	y	proponerle	
un	negocio.		No	quería	darle	datos	por	teléfono,	porque	prefería	hacerlo	en	
persona,	con	papeles,	fechas	y	cifras,	le	dijo	en	un	tono	enigmático.		Le	
preguntó	si	podía	avanzarle	algo,	pero	no	consiguió	sonsacarle		nada	en	
concreto.			
						Llegó	al	lugar	en	el	que	habían	quedado	citados.		Un	parque	público	
próximo	a	sus	domicilios.		Hacía	un	tiempo	soleado	y	cálido.		La	luz	del	Sol	
brillaba	con	alegría	entre	los	árboles	y	las	plantas.		No	había	mucha	gente	a	
esa	hora.		Los	niños	aún	permanecían	en	los	colegios.		Vio	a	su	amigo	a	lo	
lejos,		sentado	en	un	banco,		de	cara	hacia	él.		Le	hizo	un	gesto	de	saludo	con	
la	mano.		En	otro	banco	cercano	un	viejo	leía	el	periódico	acercándoselo	tanto
que	casi	rozaba	el	papel	con	su	nariz.		El	amigo	se	levantó	del	banco	y	caminó	
hacia	él.		Pensaba	que	le	iba	a	esperar	sentado	en	el	banco,	pero	finalmente	se	
cruzaron	avanzando	uno	hacia	el	otro.
					Se	saludaron	con	un	apretón	de	manos,	efusivamente.		El	amigo	le	indicó	
que	sería	mejor	que	continuaran	caminando	hacia	un	banco	que	estaba	más	
alejado	y	solitario.				Juan	asintió,	aunque	no	entendía	el	motivo	de	sentarse	
tan	lejos,	pero	como	estaba	impaciente	por	conocer	la	oferta	de	su	amigo	
Arturo,	no	expuso	ninguna	objeción.
					Se	sentaron	en	el	banco.		Cerca	de	ellos	una	paloma	se	posó	en	la	tierra,	
quizás	esperando	que	echaran	migas	de	pan.		Estaba	claro	que	estaban	
acostumbradas	a	ser	alimentadas	por	los	paseantes.		Como	no	ocurría	nada,	
tras	mover	nerviosamente	el	cuello,	durante	unos	instantes,	remontó	el	vuelo	y	
se	alejó	de	allí.
					Arturo	le	preguntó,	de	forma	educada	y	cortés,	por	la	salud	de	su	mujer.		
Juan	le	respondió	que	afortunadamente	parecía	que	estaba	superado	el	
problema,	aunque	aún	la	notaba	muy	débil.		Confiaba	en	que	con	el	transcurso	
del	tiempo	evolucionara	favorablemente	hasta	su	total	restablecimiento.
						Por	fin,		Arturo	entró	en	materia.		Le	dijo	a	Juan	que	tenía	un	negocio	en	
mente	que	podía	generarles	pingües	beneficios,		pero	que	no	podía	darle	
detalles	concretos,	hasta	que	no	aceptara	participar	en	él,	y	que	una	vez	dentro,	
ya	no	se	podía	salir.		Ese	era	un	requisito	imprescindible.		Le	indicó	que	
podían	ganar	varios	miles	de	euros,	sin	concretar	ninguna	cifra.
					Juan	quiso	saber	algo	más,	pero	Arturo	no	cedía.		Le	dijo	que	tenía	que	
fiarse	de	él.		No	había	ningún	riesgo	en	la	operación.		Había	estudiado	
detalladamente	todo	y	estaba	seguro	que	saldría	bien.			Juan	objetaba	que
quería	saber	algo	más.		No	podía	arriesgarse	a	entrar	en	un	negocio	sin	saber	
de	que	se	trataba.
					Arturo	le	contestó	que	no	tenía	que	arriesgar	nada,	una	miserable	cantidad	
de	dinero,	como	mucho.		Es	lo	único	que	podía	decirle	y	que	tenía	que	
confirmar	o	no	su	entrada.		En	caso	negativo	se	lo	diría	a	otro	amigo.		Juan	
insistió	en	tratar	de	conseguir	más	datos,	pero	la	única	respuesta	que	obtuvo	de	
Arturo	fue	que	le	daba	veinticuatro	horas	para	responder.		Le	indicó	que	al	día	
siguiente,	a	la	misma	hora,	le	esperaba	allí	mismo,	que	lo	consultara	con	la	
almohada.		No	dijo	más.
						Juan	regresó	a	su	casa	desconcertado.		No	entendía	el	porqué	su	amigo	
Arturo	no	le	había	explicado	los	pormenores	del	negocio.		No	se	lo	explicaba.		
Eran	amigos	desde	hacia	muchos	años,	desde	que	fueron	niños.		Luego	
decidieron	estudiar	la	misma	carrera	y	fueron	compañeros	de	universidad.		Se	
tenían	gran	confianza.		Habían	pasado	juntos	infinidad	de	momentos	
divertidos.		Arturo	vivía	sólo	desde	que	murieron	sus	padres.		Había	tenido	
varias	novias,	pero	nunca	le	atrajo	lo	de	casarse,	ni	las	relaciones	
sentimentales	le	duraban	demasiado,	no	porque	fuera	antipático	o	arisco,	al	
contrario,	era	una	persona	con	muchísimo	sentido	del	humor,	a	pesar	de	que	
ahora	la	crisis	económica	también	había	hecho	mella	en	su	persona.		Llevaba	
tres	meses	más	que	Juan	desempleado	y	no	había	encontrado	nada.		Le	había	
confesado	que	estaba	ya	teniendo	que	vivir	de	la	herencia	de	sus	padres.		
Había	vendido,	por	debajo	de	su	precio,	las	tierras	del	pueblo	de	sus	
antepasados,	casi	le	dieron	la	mitad	del	valor	que	le	habría	correspondido,	si	
hubiera	realizado	la	venta	en	otra	época.		Estaba	claro,	habían	comentado	los	
dos	amigos,	que	había	personas	a	las	que	los	vaivenes	económicos	les	venía	de
perlas.
						Cuando	llegó	a	su	casa,	su	mujer,	Carmen,	le	notó	extraño	y	le	preguntó	si	
había	algo	que	le	preocupara.		Él	comentó	que	era	lo	de	siempre,	la	falta	de	
trabajo.		Le	comentó	su	encuentro	con	Arturo	y	le	contó	lo	que	había	ocurrido.		
Ella	tampoco	entendía	muy	bien	la	reacción	del	amigo,	pero	como	le	tenía	
cariño	y	confianza,	desde	siempre,	era	incluso		el	padrino	de	uno	de	sus	hijos,	
le	dijo	a	Juan	que	aceptara,	no	tenía	nada	que	perder	por	probar.		Estaba	claro	
que	se	acababa	el	plazo	del	subsidio	y	que	la	situación	laboral	continuaba	tan	
mal	como	al	principio.		Él	no	insistió.		Cenaron	 y	 después	 apenas	 hablaron,
ella	 con	 rostro	 fatigado	 y	 el	 meditabundo	 estuvieron	 contemplando	 la
televisión,	hasta	que	finalmente	se	acostaron.
					Juan	estuvo	toda	la	noche	dando	vueltas	al	asunto.		Aquello	le	parecía	tan	
extraño	que	empezó	a	pensar	que	tal	vez	el	negocio	que	le	proponía	Arturo	era	
ilegal.		Pero	no	podía	ser,	Arturo	siempre	había	sido	una	persona	honrada	y	
honesta.		Nunca	haría	nada	que	fuera	ilegal,		No,	no	podía	ser	eso.		Pero,	
entonces,	¿cual	era	el	motivo?.	¿Por	qué	no	se	lo	explicaba	con	detalle?.		Tal	
vez	era	tan	revolucionario	que	necesitaba	que	estuviera	implicado	en	el	asunto	
antes	de	revelarle	como	funcionaba.		
						Lo	que	tenía	que	decidir	era	si	aceptaba	o	no.		Su	mujer	le	había	dicho	que	
lo	hiciera,	así	que	al	menos	ya	tenía	un	punto	a	favor	de	ello.			
						Estuvo	inquieto	y	dudando	toda	la	noche.		Durmió	mal,	aunque	a	última	
hora	cayó	rendido.		Al	día	siguiente,	después	de	pensarlo	una	y	mil	veces,	
decidió	aceptar	la	propuesta	de	su	amigo,		aunque	no	conocía	los	pormenores.
						Llegó	al	parque	temprano,	antes	de	la	hora	citada.		Estaba	nervioso	por	
conocer	la	proposición,	sus	detalles.		Siempre	había	tenido	un	buen	concepto
de	su	amigo	y	si	realmente	pensaba	que	el	negocio	podía	ser	rentable,	así	
debía	ser.
						Arturo	fue	muy	puntual	y	le	vio	desde	lejos,	le	sonrió	y	le	hizo	un	gesto	de	
saludo	con	el	brazo.		
						Entrechocaron	las	manos	efusivamente.		Arturo	antes	de	entrar	en	materia	
le	recordó	que	si	aceptaba	su	idea	era	con	todas	sus	consecuencias,	y	que	una	
vez	hecho	ya	no	podría	volverse	atrás.		
						Juan	respondió	que	estaba	de	acuerdo,	que	lo	aceptaba	y	que	le	contara	de	
una	vez	en	que	consistía	el	negocio.
						Por	fin,	Arturo	le	informó	del	asunto.		Juan,	atónito	y	sorprendido	escuchó	
de	la	voz	de	Arturo	que	lo	que	le	proponía	era	lisa	y	llanamente	un	atraco.		Un	
atraco	a	una	joyería	situada	en	otra	ciudad,	en	Barcelona.		Ellos	vivían	en	
Madrid.		Lo	vital	era	evitar	que	nadie	pudiera	relacionarlos.		Le	indicó	que	
tenía	un	contacto	allí,	un	amigo	de	un	amigo,	que	le	había	propuesto	el	asunto	
y	que	además	sería	rápido,	porque	una	vez	robadas	las	joyas	indicadas,	el	
contacto	les	daría	el	dinero	en	efectivo	y	podrían	regresar	a	Madrid	con	el	
efectivo.		Tenía	pendiente	conocer	que	joyas	debían	robar,	y	que	el	atraco	sería	
sencillo,	por	supuesto	sin	violencia.		Tampoco	la	joyería	sufriría	quebranto	
económico,	porque	tenía	aseguradas	todas	sus	pertenencias.		No	debía	decir	
nada	a	nadie	del	asunto,	ni	siquiera	a	Carmen,	su	mujer.		Aquello	debía	
mantenerse	en	el	más	absoluto	secreto.		Había	estudiado	al	detalle	el	asunto	y	
no	había	ninguna	complicación	posible.
						La	joyería	estaba	situada	en	un	barrio	céntrico,	próxima	a	las	Ramblas,	con	
infinidad	de	calles	a	su	alrededor	que	facilitarían	su	huida.		Tendrían	que	
permanecer	en	Barcelona	dos	o	tres	días,	con	el	fin	de	estudiar	la	zona	y	dar
tiempo	al	intercambio	de	las	joyas	por	el	dinero.
					Juan	se	quedó	mudo	de	asombro.		No	esperaba	eso.		No	creía	que	su	amigo	
le	fuera	a	proponer	algo	ilegal.		Se	arriesgaba	a	perder	su	libertad	e	ir	a	la	
cárcel.		Pero	y	si	no	lo	hacía	a	lo	que	se	aventuraba	era	a	no	poder	alimentar	a	
su	mujer	y	a	sus	hijos,	y	a	eso	si	que	no	estaba	dispuesto.		Además	si	le	decía	a	
Arturo	que	no	lo	haría,	tal	vez	sufriría	represalias	él	o	su	familia.		Arturo,	de	
hecho,	de	alguna	manera	se	lo	insinuó.		El	asunto	se	iba	a	realizar	con	él	o	sin	
él,	pero	ahora	que	lo	conocía	no	podía	dar	un	paso	atrás.
						Arturo	le	preguntó	por	la	fecha	en	la	que	tenía	pensado	hacerlo.			Arturo	le	
contestó	que	pronto,	en	menos	de	dos	semanas,	que	estaba	pendiente	de	una	
llamada	de	su	contacto.		Al	parecer,	la	joyería	recibiría	en	fecha	próxima,	sin	
determinar	con	exactitud,	una	cantidad	de	diamantes	importantes,	destinada	a	
una	venta	para	un	jeque	árabe	que	visitaría	Barcelona	próximamente.		Eran	de	
una	gran	pureza	y	de	un	tamaño	considerable,	que	permitirían	poder	
fraccionarlos	en	piezas	de	menor	medida		y	evitar	ser	buscados	y	hallados.
						Juan	le	preguntó	si	el	contacto	era	alguien	que	trabajaba	en	la	joyería,	
porque	eso	daría	lugar	a	que	la	policía,	cuando	buscase	pistas,	pudiera	llegar	a	
él	y	como	consecuencia	deducir	que	ellos	eran	los	ladrones.		
						Arturo	contestó	que	no.		Su	contacto	conocía	a	un	amigo	que	a	su	vez	
conocía	a	una	empleada	de	la	joyería,	que	le	informaba,	pero	sin	ser	cómplice	
del	futuro	atraco.		Simplemente	mantenían	una	relación	sentimental	de	la	que	
el	contacto	se	estaba	aprovechando	con	el	fin	de	obtener	el	botín.		Sabía	que	
esa	joyería	siempre	había	dispuesto	de	muy	buen	material	y	conocedor	de	ese	
mundo	estaba	dispuesto	a	realizar	el	asunto,	procurando	no	tener	relación	
directa	con	nadie	que	estuviera	implicado	directamente	en	el	acto.		Todo	lo
realizaba	a	través	de	terceras	personas.		De	hecho	Arturo	no	le	conocía	
personalmente,	ni	le	iba	a	conocer.
						Arturo	le	comentó	que	su	otro	amigo	le	había	elegido	por	su	situación	
económica,	por	su	carácter	enérgico	y	decidido	y	porque	pensaba	que	lo	podía	
realizar	sin	contratiempos.
Le	recordó	que	no	dijera	nada	a	nadie,	ni	siquiera	a	su	mujer,	salvo	que	tendría
que	desplazarse	a	Barcelona	dos	o	tres	días,	con	cualquier	excusa	relacionada
con	la	búsqueda	laboral,	que	le	avisaría	en	cuanto	tuviera	concreción	de	fechas
y	que	estuviera	dispuesto	para	el	viaje.
						Juan	regresó	a	su	casa,	por	un	lado	inquieto	y	por	otro	lado	tranquilo.		Al	
fin	sabía	en	que	consistía	la	propuesta	de	su	amigo.		Íntimamente	se	sentía	con	
un	sosiego	que	le	extrañaba,	la	confianza,	quizás	irresponsable,	de	creer	que	
aquello	saldría	bien,		Su	situación	personal	tampoco	le	daba	espacio	ni	
posibilidad	de	poder	optar	a	otra	cosa.		Además,	si	no	lo	hacía	podía	ocurrirle	
algo	a	su	familia,	y	eso	no	podía	permitirlo	y	si	el	atraco	salía	mal	lo	pagaría	él	
personalmente	y	punto.		La	opción	de	poder	ganar	dinero	le	daba	cierta	
esperanza	y	además	confiaba	en	el	ojo	crítico	de	Arturo.		Siempre	había	tenido	
buen	criterio	para	elegir	en	situaciones	límite.		Si	ahora	estaba	sin	trabajo,	
tampoco	era	por	culpa	suya.		Era	un	buen	tipo,		formal,	cumplidor	y	
minucioso.		No	le	gustaba	dejar	nada	sin	hacer.		Era	del	tipo	de	personas	que	
cuando	empezaban	a	realizar	algo	lo	llevaban	hasta	el	final,	sin	dejar	ningún	
cabo	suelto.		Quizás	por	eso	le	había	elegido	la	otra	persona.		Su	carácter	
tranquilo,	no	se	alteraba	por	nada,	también	podía	haber	influido.		En	una	
situación	límite,	como	podía	ocurrir	en	un	atraco,	sabría	mantener	los	nervios.		
Al	menos	habría	que	confiar	en	eso,	porque	Juan	dudaba	de	sí	mismo.
Confiaba	que	al	lado	de	Arturo,	dejándose	llevar	por	él,	podrían	llevar	a	cabo	
aquello.		Se	tomaría	un	tranquilizante,	no	quería	que	aquello	se	estropease	por	
su	culpa.
	
Juan	no	quiso	contarle	la	verdad	a	su	mujer.		No	quería	que	se	preocupara	
sin	necesidad.		Bastante	tenía	ya.		Le	habló	de	que	tenía	que	ir	a	Barcelona	a	
realizar	unas	pruebas	de	selección	que	durarían	dos	o	tres	días.		Le	contó	una	
fantasía	basada	en	que	su	amigo	Arturo,	por	medio	de	un	conocido,		les	había	
recomendado	para	realizar	la	criba	en	el	proceso	para	el	puesto	de	trabajo.		
Buscaban	varias	personas,	con	cierta	experiencia,	en	una	empresa	con	sede	en	
Barcelona	que	pretendía	expandirse	por	el	resto	de	España.		En	Madrid,	donde	
vivían,	también	abrirían	sucursal.		Era	una	buena	oportunidad	y	con	un	poco	
de	suerte,	podrían	elegirle	a	él	o	a	su	amigo	Arturo.		Si	alguno	entraba	en	la	
firma,	podría	quizás	recomendar	al	otro.
						Mientras	urdía	toda	esta	mentira,	Juan	se	sintió	culpable	de	engañar	a	su	
mujer,	pero	no	se	le	ocurría	otra	manera	de	evitar	que	sufriera.		Había	tomado	
una	decisión	y	lo	único	que	podía	hacer	era	asumir	y	afrontar	el	objetivo	que	
se	le	presentaba.		Confiaba	en	que	todo	saliera	bien.		Quería	pensar	que	
aunque	hiciera	algo	deshonesto,	nadie	saldría	perjudicado.		La	joyería	recibiría	
la	indemnización	del	seguro,	con	lo	que	no	sufriría	un	percance	económico.		
Nadie	saldría	herido,	se	lo	había	asegurado	Arturo	y	confiaba	en	él.		Además	
le	conocía,	nunca	había	sido	violento,	por	el	contrario	era	una	persona	muy	
amable,	aunque	no	quería	profundizar	mucho	en	el	subconsciente.		La	velada	
amenaza	a	él	y	su	familia	si	no	seguía	adelante,	una	vez	conocido	el	asunto,	
era	un	punto	negativo.		Quizás	sólo	era	una	aviso	sin	fundamento.		Tratar	de	
intimidarle	para	que	siguiera	adelante	y	no	se	echara	atrás.
No	iba	a	pensar	más	en	ello.		Esperaría	la	llamada	de	Arturo,	irían	a	
Barcelona	y	estudiarían	la	forma	de	llevar	a	cabo	aquello.		No	podía	salir	mal,	
no.		Arturo	tenía	una	mente	analítica	y	científica,	sabría	lo	que	habría	que	
hacer	en	cada	momento.		Juan	deseaba,	quería	y	ansiaba	que	así	fuera.		Sólo	
necesitarían	un	poco	de	suerte.		Se	lo	merecerían	ambos.,	después	de	todo	lo	
que	habían	pasado.		
	
Juan	que	tenía	un	fondo	creyente	y	religioso	quería	obviar	el	sentimiento	de	
culpa.		Pensó	acudir	a	la	Iglesia,	a	la	que	iba	en	ocasiones,	sólo,	sin	nadie	que	
le	acompañara,	simplemente	a	rezar	aislado	en	una	capilla	pequeña	y	mirando	
a	la	Virgen,	solicitar	su	perdón	y	su	ayuda.		Ya	lo	había	hecho	en	otros	
momentos.		Cuando	perdió	el	trabajo	y	sobre	todo	cuando	su	mujer	enfermó	
gravemente.		Allí,	sentado	en	un	banco	de	la	pequeña	capilla,	donde	
generalmente	no	había	nadie,	miraba	al	rostro	de	la	Virgen,	una	hermosa	efigie	
renacentista	en	mármol	blanco	de	rasgos	finos	y	delicados	y	hablaba	consigo	
mismo	en	una	extraña	y	personal	oración	en	la	que	pedía	su	ayuda	y	su	
intersección.
						Y	así	lo	hizo.		Al	día	siguiente,	con	la	excusa	de	ir	a	comprar	algo,	se	
dirigió	a	la	Iglesia.		Hacía	un	tiempo	magnífico.		El	Sol	brillaba	luminoso	
infundiendo	de	alegría	el	ambiente.		Era	un	buen	síntoma,	pensó.		Se	sentía	
animado.		Entró	en	la	Iglesia	y	fue	hacia	la	capilla.		Como	casi	siempre,	no	
había	nadie.		Se	sentó	en	un	banco	y	miró	a	la	Virgen.		Estaba	igual	que	
siempre,	a	excepción	de	un	ramo	de	rosas	rojas	frescas	y	llamativas	que	
alguien	había	colocado	en	su	base.		Se	aisló	en	sus	pensamientos.		Intentaba,	
quizás,	buscar	un	signo	que	confirmara	que	todo	saldría	bien.		Le	pidió	ayuda	
mirando	a	la	cara	de	la	Virgen.		Un	rostro	divinizado.		Tan	sólo	mostraba	una
sutil	sonrisa,	mientras	inclinaba	su	cabeza	mirando	al	Niño	en	sus	brazos.		Era	
una	escultura	muy	hermosa.			No	era	una	talla	de	madera,	típica	de	la	escultura	
española.		Realizada	en	mármol	blanco	y	radiante,	mostraba	una	clara	
influencia	italiana,	si	no	lo	era.		Juan	desconocía	quien	era	su	autor,	a	veces	se	
lo	había	preguntado,	había	querido	averiguarlo,	pero	con	tantas	
preocupaciones	encima,	no	lo	consideraba	prioritario.
					Estuvo	un	buen	rato	en	la	capilla.		Cuando	salió	se	sentía	reconfortado	y	
algo	más	tranquilo.		No	había	visto	ese	signo	que	buscaba,	pero	interiormente	
creía	que	ahora	recibiría	ayuda	del	cielo,	o	al	menos	eso	quería	creer.
	
Hizo	la	compra	y	volvió	a	su	casa.		Estaba	deseando	que	el	atraco	se	
realizara	ya.		La	angustia	de	la	espera	le	producía	un	nerviosismo	y	una	
desasosiego	que	le	intranquilizaba	a	cada	minuto	que	pasaba.
						Esa	noche	le	llamó	Arturo.		Volvieron	a	quedar	citados	en	el	parque.		Una	
vez	allí	Arturo	le	explicó	que	la	operación	se	realizaría	la	semana	siguiente.		
Saldrían	de	viaje	dentro	de	dos	días.		Tendrían	que	estar	en	Barcelona	tres	o	
cuatro	jornadas.		Debía	tener	preparada	una	pequeña	bolsa	de	viaje	con	una	
muda	y	poco	más.		El	hotel	ya	lo	había	reservado	Arturo.		Era	un	hotel	amplio	
de	una	cadena	mundial,	donde	pasarían	desapercibidos.		Estaba	situado	cerca	
de	la	joyería,	y	del	metro,	lo	que	permitiría	poder	observar	con	calma	el	sitio	y	
poder	tener	una	buena	comunicación.
						Juan	le	preguntó	como	iban	a	amenazar	a	los	dependientes	de	la	joyería	y	
Arturo	le	explicó	que	no	se	preocupara.		Su	contacto	les	facilitaría	unas	armas.		
Habría	que	conseguir	una	buena	máscara	que	disimulara	los	rasgos	del	rostro	y	
que	pudiera	ser	puesta	y	quitada	rápidamente.		Ya	lo	concretarían	todo	en	
Barcelona,	en	el	hotel.		Juan	insistió	en			que	había	que	evitar	cualquier	gesto
de	violencia	y	Arturo	le	repitió	que	no	se	preocupara,	los	dependientes	de	la	
joyería	eran	empleados	y	no	iban	a	arriesgar	su	vida	por	nada,	sabiendo	
además	que	la	mercancía	estaba	asegurada	y	que	ellos	recibían	un	sueldo	
escaso.
						Se	despidieron	y	quedaron	citados	para	dentro	de	dos	días	en	la	estación	de	
tren,	a	primera	hora	de	la	mañana.		Arturo	ya	había	sacado	los	billetes	por	
internet.		Llegarían	a	la	hora	de	comer	aproximadamente.		Había	que	
aprovechar	bien	el	tiempo.		No	podían	perderlo.
						Juan	regresó	a	su	casa	y	le	explicó	a	su	mujer	que	saldría	de	viaje	en	dos	
días	y	que	estaría	en	Barcelona	alrededor	de	cuatro	con	el	fin	de	pasar	la	
selección	de	personal.		Tenía	que	preparar	un	ligero	equipaje	para	su	estancia.		
					
						Carmen	se	mostró	feliz.		Tal	vez,	por	fin,	los	problemas	se	solucionarían	y	
podrían	volver	a	tener	unos	ingresos	económicos	normales,	sin	tener	que	
controlar	cada	céntimo,	como	hasta	ahora.		Tal	vez	había	llegado	el	final	de	su	
mala	suerte.		Quería	a	su	marido.		Era	un	hombre	bueno.		Había	sido	un	buen	
estudiante.		El	chico	más	majo	de	la	Universidad.		Le	recordaba	tan	tímido,	
cuando	le	propuso	salir	con	ella.		A	ella	le	había	gustado	desde	que	le	vio	la	
primera	vez.		Alto,	sonriente	y	sobre	todo	irradiando	ese	fondo	de	ternura	y	de	
bondad	que	sabía	que	si	se	hacían	amigos,	se	enamoraría	perdidamente.		En	su	
fuero	interno,	sabía	que	era	su	tipo	de	hombre	y	que	querría	compartir	su	vida	
con	él.		
						La	primera	vez	que	salieron	solos,	la	fluidez	entre	los	dos	manaba	
fácilmente.		Tenían	afinidad,	estaba	claro.		Había	lo	que	ahora	llamaban	“	
feeling	”.		Lo	que	ella	tenía	claro	era	que	a	su	lado	estaba	a	gusto,	tranquila	y
plena	de	confianza	y	seguridad.		La	primera	que	se	besaron	tuvo	que	ser	ella	la	
que	mostrara	la	iniciativa.		Él	se	mostró	torpe	y	confuso,	pero	estaba	claro	que	
ella	le	gustaba	y	que	a	ella	le	gustaba	él.		Su	noviazgo	apenas	duró	dos	años.		
Tenían	claro	que	se	querían.		Terminaron	la	carrera	y	se	casaron.		Él	encontró	
trabajo	rápidamente.		Había	sido	un	buen	estudiante,	y	era	inteligente	y	
aplicado.		Ella	encontró	también	trabajo.	Eran	felices.		Se	quedó	embarazada,	
lo	habían	buscado.		Dejó	de	trabajar	para	atender	a	su	hijo.		La	idea	era	que	
sería	sólo	un	par	de	años,	pero	casi	de	forma	enlazada	con	el	anterior	
embarazo	vino	su	hija	y	finalmente	optaron	porque	ella	abandonara	su	empleo	
y	cuidara	a	sus	hijos.		No	se	arrepentía	de	esa	decisión,	ni	mucho	menos,	creía	
que	había	hecho	lo	correcto	y	lo	volvería	a	hacer.		
						Luego	vino	la	maldita	enfermedad,	la	que	había	trastocado	su	vida.		La	que	
pensó,	en	un	momento,	que	acabaría	con	ella.		Su	marido	se	había	portado	de	
forma	ejemplar.		La	había	infundido	ánimos,	esperanza	e	ilusión	por	vivir.		
Pero	aún	se	sentía	muy	débil	y	algo	desmoralizada.		Un	golpe	de	la	vida	que	
casi	trunca	toda	su	felicidad.		Después	fue	ella	la	que	tuvo	que	sacar	fuerzas	de	
flaqueza	y	tratar	de	transmitir	la	alegría	que	realmente	no	sentía.		Su	marido	
perdió	el	trabajo,	de	forma	injusta.		Él	que	era	tan	cumplidor,	él	que	nunca	se	
había	puesto	enfermo	y	que	jamás	había	faltado	a	su	deber.		
						Vio	como	Juan,	aunque	quisiera	disimularlo,	se	deprimía	día	a	día.		La	
expresión	casi	permanente	en	su	rostro	había	cambiado.		Aquella	continua	
sonrisa	con	la	que	le	había	conocido	se	había	trastocado	en	un	rictus	de	
amargura	y	fracaso.		Fracaso	personal	por	no	haber	sabido	enfocar	bien	su	
vida.	Sabía	que	la	quería.		Eso	lo	notaba,	en	sus	miradas,	en	sus	caricias,	en	la	
manera	como	había	afrontado	su	enfermedad,	pero	ahora,	sin	haber	sido	él
personalmente	el	causante,	se	encontraba	en	un	bloqueo	del	que	no	sabía	como	
salir.
						Por	eso,	ahora,	Carmen	confiaba	en	que	salieran	de	la	situación.		Juan	se	
merecía	un	buen	empleo,	era	un	magnífico	profesional.		Y	sus	hijos,	aquello	
que	más	quería	en	el	mundo,	no	merecían	pasar	por	lo	que	estaban	pasando.		
Los	dos	eran	buenas	personas,	inteligentes	y	estudiosos,	un	lujo.		No	quería	
que	por	falta	de	oportunidades	o	de	preparación,		sus	hijos	no	pudieran	
disponer	de	una	buena	base	para	desarrollar	su	vida.						
						El	hijo	mayor,	a	pesar	de	tener	sólo	doce	años,	le	había	propuesto,	en	una	
ocasión,		trabajar	de	chico	de	los	recados	en	una	tienda	que	tenían	los	padres	
de	un	amigo,	para	ayudar	en	la	casa.			Carmen	se	emocionó	cuando	se	lo	dijo,	
pero	se	negó	rotundamente.		Le	dijo	que	no	se	preocupara,	que	todo	iba	a	salir	
bien	y	que	él	se	dedicara	a	sus	estudios	y	a	jugar,	porque	además	el	chico	era	
un	magnífico	deportista.		Jugaba	en	el	colegio	en	el	equipo	de	tenis,	y	era	con	
mucha	diferencia	el	mejor.		Tan	era	así	que	el	profesor	de	tenis	y	el	director	del	
colegio	habían	llamado	a	los	padres,	con	el	fin	de	comunicarles	que	su	hijo,	
con	una	buena	preparación	y	una	mejor	dedicación,	podía	destacar	en	ese	
mundo.		Tendría	que	ir	a	realizar	unas	pruebas	a	un	centro	de	alto	rendimiento	
y	si	le	seleccionaban	le	proporcionarían	una	beca	de	ayuda	que	le	permitiría	
seguir	estudiando	y	seguir	practicando	tenis	bajo	una	buena	supervisión.
							Su	hija	también	era	una	buena	estudiante.		Más	tímida	que	su	hijo.		Había	
heredado	el	carácter	del	padre.		Reservada	en	sus	pensamientos,	pero	con	un	
carácter	dulce	y	encantador	que	desarmaba	a	cualquiera.		Su	sonrisa	iluminaba	
el	rostro	e	infundía	de	alegría	contagiosa	a	quien	la	observara.
						Lo	cierto	es	que	Carmen,	por	fin,	sentía	alegría.		Por	fin	se	haría	justicia,
confiaba	en	que	Juan	sería	elegido,	porque	sabía	bien	lo	que	valía	su	marido.		
Aunque	hubieran	pasado	casi	dos	años,	desde	que	dejó	de	trabajar,	él	había	
procurado	estar	al	día	de	todo	lo	relacionado	con	su	especialización.
						Estaba	tan	feliz	Carmen	que	quiso	alegrar	el	espíritu	de	Juan.		A	los	dos	les	
encantaba	la	música,	la	moderna,	el	rock,	la	instrumental	y	la	clásica.		Lo	
importante,	lo	habían	hablado	muchas	veces,	era	que	llegara,	que	les	penetrara	
en	el	interior	y	les	transportara	con	el	pensamiento	por	espacios	y	mundos	
diferentes.		Sentirla	y	disfrutarla.		Habían	acudido,	antes,	cuando	disponían	de	
dinero	suficiente,	a	conciertos	de	rock	en	estadios	y	al	Auditorio	Nacional.		
Habían	disfrutado	de	Mark	Knopfler,	de	Bruce	Springsteen,	de	Leonard	Cohen	
y	se	habían	sentido	emocionados	con	la	música	de	Bach,	Mozart,	Haendel	y	
Vivaldi.
						Carmen	encendió	el	aparato	reproductor	de	música	y	dejó	que	los	sultanes	
del	swing	alegraran	el	ambiente.		A	pesar	de	los	años	transcurridos	desde	que	
la	escuchó	la	primera	vez,	la	canción	no	había	perdido	fuerza	ni	entusiasmo.		
Le	encantaba	el	rasgueo	de	la	guitarra	de	Mark	Knopfler	y	el	ritmo	magnífico	
de	Dire	Straits.		Se	sintió	que	la	alegría	la	llegaba	al	corazón	y	fue	al	
dormitorio	donde	su	marido	estaba	haciendo	el	pequeño	equipaje.		Se	acercó	a	
él	y	sin	decir	nada	le	dio	un	beso	en	la	mejilla	y	le	abrazó.		Él	se	giró	y	la	
correspondió	con	otro	beso.		Se	miraron	a	los	ojos.		A	ella	le	pareció	advertir	
un	brillo	extraño,	pero	pensó	que	eran	los	nervios	de	la	selección	a	la	que	se	
tenía	que	enfrentar	en	un	par	de	días.
						Pasaron	los	dos	días.		Habían	quedado	citados	media	hora	antes	de	la	
salida	del	tren	en	un	bar	de	la	estación	de	Atocha.		Iban	a	viajar	en	el	Ave,	con	
lo	cual	llegarían	rápidamente	a	Barcelona.		Los	billetes	los	tenía	Arturo,	los
había	reservado	y	pagado	por	internet.		Los	avances	tecnológicos	permitían	
acelerar	todos	estos	procesos,	sin	necesidad	de	perder	el	tiempo	en	agencias	de	
viajes	o	sufriendo	filas	de	gente	delante	de	las	ventanillas.
						Se	despidió	de	Carmen.		Ésta	le	seguía	notando	raro,	pero	seguía	pensando	
que	sería	por	los	nervios.		Le	deseó	toda	la	suerte	del	mundo	y	le	dio	un	beso	
dulce	y	lleno	de	cariño.		Juan	esbozó	una	ligera	sonrisa	y	salió	hacia	la	
estación,	confiando	en	que	todo	saliera	bien.		No	podía	evitar	el	nerviosismo	
que	le	invadía.
						Al	llegar	a	la	estación	se	dirigió	directamente	al	bar.		A	lo	lejos	vio	a	su	
amigo.		Arturo	no	aparentaba	ninguna	intranquilidad,	por	el	contrario,	parecía	
como	si	hubiera	sido	un	atracador	toda	su	vida.		Juan	le	observó	sentado	
tranquilamente	leyendo	un	periódico,	mientras	tomaba	una	cerveza	y	un	
bocadillo	de	jamón.			Se	saludaron	y	Arturo	le	preguntó	si	quería	tomar	algo.		
Sólo	un	café	con	leche,	dijo	Juan.		Arturo	como	le	notaba	nervioso,	le	dijo	que	
se	estuviera	tranquilo.		Había	hablado	con	su	contacto	y	todo	se	desarrollaba	
según	lo	previsto.		No	había	de	que	preocuparse.		Todo	saldría	bien.
						Cuando	terminaron	la	consumición	fueron	hacia	el	andén	previsto.		El	tren	
salía	a	su	hora.		Subieron	y	se	sentaron	en	los	asientos	asignados.		Arturo	le	
ofreció	su	periódico	a	Juan.		Tenía	sueño	y	quería	echar	una	cabezada.		El	día	
anterior	se	había	acostado	tarde	porque	había	tardado	en	establecer	contacto	
con	su	amigo	de	Barcelona.		Estaba	algo	cansado.		Se	puso	unos	auriculares	
para	escuchar	música,	según	le	dijo	a	Juan,	esto	le	ayudaba	a	conciliar	el	
sueño.		Cerró	los	ojos	y	aparentemente	se	durmió.
						Juan	estaba	atónito.		Le	parecía	mentira	que	Arturo	mantuviera	esa	calma.		
A	él	no	le	cabía	la	camisa	en	el	cuerpo,	de	lo	nervioso	que	estaba.		Por	otro
lado	la	actitud	de	Arturo	le	daba	confianza	y	tranquilidad.		Si	estaba	tan	sereno	
es	porque	sabía	que	todo	iba	a	salir	perfectamente.
						Un	poco	antes	de	llegar	a	Zaragoza,	Arturo	se	despertó.		Le	dijo	que	se	
encontraba	mucho	mejor,	que	el	descanso	le	había	venido	de	perlas.		Le	
ofreció	tomar	algo	en	el	vagón	restaurante.		Todavía	faltaba	hasta	llegar	a	
Barcelona.		Se	les	haría	más	corto.		Fueron	hacia	el	bar	del	tren	y	de	paso	
estirar	las	piernas.		El	viaje	no	era	nada	pesado,	al	contrario.		Juan	había	leído	
el	diario	ensimismado	y	cuando	se	había	querido	dar	cuenta	estaban	en	
Zaragoza.			Mientras	tomaban	su	bebida	miraron	al	paisaje.		Habían	dejado	
atrás	las	zonas	áridas	del	camino	y	se	veían	infinidad	de	letreros	escritos	en	
catalán.		Estaba	claro	donde	estaban.		Juan	le	preguntó	por	los	planes.		Arturo	
le	hizo	un	gesto	para	que	no	hablara	del	tema.		Sólo	le	indicó	que	al	llegar	
irían	directamente	al	hotel	y	allí	hablarían.		Distrajo	la	conversación	hablando	
de	fútbol,	al	que	era	algo	aficionado.		Le	dijo	a	Juan	que	estaba	seguro	que	el	
Real	Madrid,	su	equipo	ganaría	la	Liga,	a	pesar	de	como	había	empezado	el	
torneo.		Juan,	que	sentía	por	el	fútbol	una	afición	muy	escasa	y	que	además	era	
seguidor,	sin	excesos	de	apasionamiento,	del	Atlético	de	Madrid	le	dio	la	
razón	con	ciertas	reservas.		Confiaba	en	que	su	equipo	podría	ganar	al	final.		
Aunque	no	seguía	mucho	el	torneo	sabía	que	el	Atleti	estaba	realizando	una	
magnífica	segunda	vuelta	y	era	un	candidato	muy	serio	a	ganar	el	título.		Sólo	
quedaba	una	jornada	para	finalizar	el	torneo	y	todo	se	decidiría	en	el	último	
partido.
						Era	una	conversación	totalmente	banal.		Ninguno	de	los	dos	sentía	furor	
por	el	fútbol.		De	hecho	lo	que	les	gustaba	a	los	dos,	y	habían	practicado	
cuando	eran	jóvenes	era	el	balonmano	y	el	tenis.			Los	dos	eran	altos	y
fornidos.		En	la	Universidad	habían	formado	parte	de	un	equipo	de	aficionado	
al	balonmano.		Incluso	habían	ganado	algún	trofeo.		Luego	con	los	años,	se	
entretuvieron,	de	vez	en	cuando,	jugando	al	tenis	o	al	paddle.					
Ahora,	llevaban	tiempo	sin	practicar	nada.		La	situación	económica	no	les	
permitía	hacer	dispendios	fuera	de	lo	normal	y	tampoco	les	apetecía.		No	se	
habían	sentido	animados.
						Por	fin	llegaron	a	Barcelona.		Fueron	al	hotel	en	un	taxi.		Hasta	el	
momento	todo	lo	había	pagado	Arturo.		Juan	le	dijo	que	habría	que	calcular	
cuanto	le	tendría	que	aportar.		La	respuesta	de	Arturo	fue	que	se	dejara	de	
miserias	y	penurias.		Con	lo	que	iban	a	obtener	del	asunto,	tendría	para	pagar	
cientos	de	hoteles	y	de	taxis.
						El	hotel	era	un	cuatro	estrellas,	grande,	de	una	cadena	internacional.		Se	
presentaron	en	recepción.		Arturo	informó	de	su	reserva	y	se	registraron.		A	
Juan	ni	siquiera	le	pidieron	el	carnet	de	identidad.		Sólo	lo	mostró	Arturo	y	
sólo	tomaron	sus	datos.		Había	un	grupo	de	japoneses	y	otro	de	americanos	
esperando	para	también	hacer	la	entrada	en	el	hotel,	y	como	en	ese	momento	
sólo	había	un	recepcionista,	los	trámites	fueron	muy	rápidos.		El	caso	es	que,	
pensó	Juan,	no	había	constancia	en	ningún	sitio	de	que	él	estaba	en	Barcelona.
						Subieron	a	la	habitación.		Era	cómoda.		Dos	camas	bastante	amplias	y	
suficiente	espacio	para	moverse.		El	baño	muy	limpio	y	también	muy	ancho.		
Deshicieron	su	escaso	equipaje.			Arturo	le	indicó	que	irían	a	comer	y	a	echar	
un	ojo	a	la	joyería.		Estaba	situada	a	sólo	dos	manzanas	del	hotel.		Luego	
tendría	que	hablar	con	su	contacto	para	concretar	más	datos.
						Cuando	terminaron	de	colgar	su	pertenencias	en	el	armario,	se	refrescaron	
un	poco	en	el	lavabo	del	baño	y	salieron	a	la	calle.			Hacía	un	día	magnífico.
El	Sol	brillaba	en	todo	lo	alto,	pero	la	temperatura	no	era	excesivamente	
calurosa,	por	el	contrario,	si	soplaba	un	poco	el	aire	casi	resultaba	fresco.
						Se	acercaron	a	un	pequeño	bar	que	ofrecía	un	menú	del	día	no	
excesivamente	caro,	con	ensalada,	dos	platos,	postre	o	café	y	una	bebida.		
Arturo	lo	eligió	porque	estaba	situado	justo	enfrente	de	la	joyería.		No	era	muy	
grande	y	sus	mesas	estaban	repartidas	a	lo	largo	de	una	gran	cristalera	que	
permitía	ver	la	calle	y	el	sitio	al	que	iban	a	atracar.
						La	joyería	era	un	local	pequeño,	 por	 lo	 menos	 por	 fuera.	 Apenas	un	
pequeño	escaparate	acristalado	del	que	en	ese	momento,	no	se	vislumbraba	
nada,	porque	estaba	cerrado	con	una	cancela	que	lo	protegía.		Sólo	la	
identificaba	el	hecho	de	que	estaba	escrito	el	apellido	del	dueño,	ni	siquiera	
hacía	referencia	a	que	era	una	joyería.
						Hicieron	el	pedido	al	camarero	para	comer.		No	había	mucha	gente	a	esa	
hora.		Tan	sólo	una	pareja	de	mujeres	en	otra	mesa,	situadas	lejos	de	ellos,	con	
lo	que	no		escucharían	sus	comentarios.		Era	algo	tarde		para	comer,	de	hecho	
uno	de	los	platos	del	menú	que	eligieron	ya	se	había	terminado.		Sin	ser	una	
comida	de	alta	cocina,	los	platos	estaban	confeccionados	con	pulcritud	y	se	
podían	degustar.		Tenían	buen	sabor.		A	Juan	le	llamó	la	atención	el	tamaño	de	
la	joyería.		No	pensaba	que	iba	a	ser	tan	pequeña.	Se	lo	comentó	a	Arturo.		
Éste	le	dijo	que	engañaba,	porque	aunque	tenía	poca	fachada,	le	había	dicho	su	
contacto	que	por	dentro	era	amplia,	sin	ser	enorme,	que	tenía	bastante	
prestigio	y	que	sus	productos	eran	de	una	calidad	incuestionable.	
						Comieron	tranquilamente.		Su	intención	era	observar	la	zona	y	esperar	a	
que	abrieran	la	joyería.		Arturo	le	comentó	a	Juan	que	quería	verla	por	dentro,	
comprobar	sus	dimensiones	reales,	sus	medios	y	el	espacio	para	moverse.
Como	no	tenían	prisa	y	la	joyería	aún	no	había	abierto,	hicieron	una	
sobremesa	larga	con	otro	café	y	una	copa.		La	calle	donde	estaba	el	bar	y	la	
joyería	era	estrecha	,	con	sólo	un	sentido	para	los	vehículos.		Tampoco	parecía	
que	hubiera	mucho	tráfico,	al	menos	a	esa	hora.		Muy	cerca,	en	la	siguiente	
manzana	de	calles	se	accedía	a	las	Ramblas,	por	lo	que	la	huida	podría	ser	
rápida	para	perderse	entre	la	multitud.
						Juan	quería	saber	más	detalles,	pero	Arturo	no	se	explayaba.		Lo	único	que	
le	comentó	es	que	esa	noche	iría,	sólo,	a	ver	al	contacto	para	ultimar	más	
detalles.		Cuanto	menos	conociera,	menos	problemas	tendrás	Juan,	le	dijo.
						Eran	ya	las	cinco	de	la	tarde.		Se	estaban	alargando	demasiado	en	la	
sobremesa	y	la	joyería	no	abría.		El	camarero	se	les	acercó	preguntando	si	
querían	algo	más,	señal	inequívoca	de	que	llevaban	más	tiempo	de	lo	debido	
en	la	mesa.		Arturo	iba	a	pedir	otra	copa	de	coñac,	cuando	vio	que	la	cancela	
de	la	joyería	se	elevaba	poco	a	poco,	movida	eléctricamente	desde	el	interior.		
Arturo	dio	las	gracias	y	pidió	la	cuenta.		Juan	se	rebuscó	en	los	bolsillos	con	el	
fin	de	pagar	él	o	aportar	su	parte	de	la	factura,	pero	Arturo	levantó	su	mano	en	
un	gesto	claro	de	que	lo	pagaría	él.
						La	joyería	ya	estaba	abierta.		Desde	donde	estaban	no	veían	claramente	el	
interior.		Sólo	una	sombra	que	se	movía	de	un	lado	a	otro.		Pagaron	y	salieron	
a	la	calle.
						Arturo	sacó	un	cigarrillo	y	lo	encendió.		Ofreció	otro	a	Juan,	éste	aunque	
había	dejado	de	fumar,	estaba	tan	nervioso	que	se	lo	aceptó.			Cruzaron	la	calle	
y	observaron	el	escaparate	de	la	joyería,	sin	acercarse.		Era	pequeño,		Sólo	se	
veían	algunos	relojes	y	pulseras,	expuestos	con	muy	buen	gusto.		Todos	eran	
de	marcas	de	prestigio.			El	interior	de	la	joyería	no	se	veía	bien.		El	escaparate
tenía	una	cortina	trasera	que	impedía	observarlo.		Se	podía	distinguir	la	misma	
sombra	de	antes.		
						Se	alejaron	de	allí	hacia	la	esquina.		Arturo	le	dijo	a	Juan	que	entrarían	
ahora.		Uno	a	uno,	con	el	fin	de	observar	bien	el	interior.		Cualquier	excusa	
serviría,	primero	entraría	Juan	y	pediría	ver	pulseras	de	mujer	de	oro	y	de	
diamantes.		Debía	comprobar	cuantas	personas	había	dentro,	la	capacidad	de	
la	joyería,	ver	si	en	la	trastienda	había	algo	raro.		Si	había	cámaras	de	
vigilancia,	donde	estaba	el	teléfono	fijo.		Si	había	a	la	vista	algún	botón	de	
alarma,		en	fin	todo	lo	que	le	llamara	la	atención.		Después	entraría	él,	cuando	
hubiera	salido	Juan	y	preguntaría	por	alianzas	y	sortijas	de	pedida	de	mano.		
Era	mejor	que	no	les	vieran	juntos.		Luego	compararían	sus	observaciones.	
						Los	dos	tenían	una	gran	capacidad	de	análisis	derivada	de	su		preparación
	matemática	y	científica.
					Arturo	se	alejó.		Esperaría	diez	minutos	para	entrar	en	la	joyería	desde	que	
hubiera	salido	Juan.		Éste	debería	irse	al	hotel	y	aguardarle	allí.
					Juan	tiró	el	cigarrillo	al	suelo	y	lo	pisó	con	el	zapato.		Aunque	seguía	
nervioso,	trató	de	recomponerse.		Total	tampoco	iba		a	hacer	nada	
extraordinario	en	ese	momento,	sólo	entrar	en	un	establecimiento	y		preguntar,	
algo	que	había	hecho	infinidad	de	ocasiones.
						Se	acercó	a	la	puerta	del	local	y	trató	de	abrir,	pero	no	pudo.		Estaba	
cerrada.		Vio	un	pulsador	en	el	marco	y	llamó.		Iba	bien	vestido,	con	chaqueta	
negra,	pantalón	vaquero	y	camisa	blanca.		No	tardaron	en	abrirle.		Accedió	al	
interior.		Una	chica	joven	de	menos	de	treinta	años,	atractiva	y	sonriente	le	
saludó	alegremente.		Efectivamente	el	local	engañaba,	por	dentro	era	bastante	
amplio.		Un	mostrador	alargado	y	acristalado	ocupada	todo	el	lateral
izquierdo.		Enfrente,		pequeñas	vitrinas	exponían	diferentes	piezas,	pulseras,	
anillos	y	relojes.		Por	detrás	del	mostrador	había	una	pequeña	cortina	que	
oscilaba	ligeramente.		Era	la	trastienda	indudablemente.		No	se	veían	
aparentemente	cámaras	de	vigilancia	en	el	interior,	en	lo	que	era	trastienda.		
Juan	saludó	correctamente	y	preguntó	a	la	dependienta	por	pulseras.		Quería	
hacer	un	regalo	de	aniversario	de	bodas	a	su	mujer,	dijo,	y	había	pensado	en	
algo	importante,		que	no	resultara	ostentoso	ni	llamativo,	pero	que	a	la	vez	
fuera	una	inversión	y	tuviera	un	valor	implícito.
						La	mujer	le	habló	de	diamantes.		Tenía	varias	piezas.		Juan	asintió.		Le	
parecía	bien.		Volvió	a	resaltar	que	no	quería	que	fuera	pomposo.		Quería	algo	
fino.		A	su	mujer	no	le	gustaba	llamar	la	atención.		La	mujer	sonriendo,	no	
dejaba	de	hacerlo,	le	dijo	que	no	se	preocupara.		Creía	saber	que	piezas	le	
gustarían.		Llamó	por	el	nombre	a	otra	persona	y	salió	de	la	trastienda	un	
hombre	que	aparentaba	unos	cuarenta	años.		Saludó	muy	cortésmente	a	Juan.		
Debía	ser	el	encargado.		La	chica	le	habló	sobre	unas	pulseras	a	las	que	citó	
por	una	referencia.		El	hombre	lo	confirmó	con	la	cabeza,	pidió	excusas	y	
volvió	al	interior.		Juan	pensó	que	seguramente	dentro	estaba	la	caja	fuerte.		
Mientras	el	hombre	traía	las	joyas,	la	chica	le	preguntó	a	Juan	por	el	tiempo	
que	llevaban	casados.		Éste	mintió	diciendo	más	años	de	los	que	llevaba	junto	
a	Carmen,	pensó	que	cuanto	menos	se	pareciera	a	si	mismo	menos	le	
relacionarían.
						El	hombre	volvió	a	salir,	apenas	tardó	dos	minutos,	con	dos	cajas	grandes.		
Las	situó	sobre	el	mostrador	y	volvió	adentro.		La	mujer	las	abrió	con	
precisión	y	sin	dudar.		Dentro	Juan	vio	unas	pulseras	preciosas.		No	entendía	
nada	de	joyas,	pero	aquellas	piezas	tenían	un	fulgor	y	un	brillo	multicolor	que
atraía	la	vista.		Efectivamente	no	eran	nada	ostentosas.		Por	el	contrario,	eran	
de	una	elegancia	y	finura	extraordinaria.			
						Observó	que	en	una	esquina	del	techo	había	una	cámara	de	vigilancia	que	
enfocaba	directamente	hacia	él.		Miró	disimuladamente	y	justo	en	la	esquina	
contraria	había	otra.		No	apreció	más,	al	menos	a	simple	vista.		Oyó	hablar	en	
la	trastienda	al	hombre	que	había	salido	con	las	pulseras,	y	por	la	manera	de	
hacerlo,	estaba	claro	que	era	con	alguien	que	había	dentro,	no	lo	hacía	por	
teléfono.		Escuchó	un	murmullo,	no	podía	descifrar	si	era	hombre	o	mujer,	
pero	al	menos	había	una	tercera	persona	en	el	interior.
					Después	de	preguntar	por	varias	piezas,	con	el	fin	de	disimular	y	hacer	
tiempo	para	poder	ver	bien	la	joyería.		Juan	le	comentó	a	la	dependienta	si	
podía	hacer	unas	fotos	con	el	móvil	de	las	piezas	que	le	había	enseñado,	
porque	no	sabía	cual	elegir	y	se	lo	iba	a	consultar	a	su	cuñada.		Fue	la	primera	
excusa	que	le	vino	a	la	mente,	y	aparentemente	pareció	creíble,	porque	la	
chica,	siempre	sonriendo,	le	dijo	que	por	supuesto,	que	era	una	buena	manera	
de	decidirse.		Apuntó	los	precios	de	las	que	Juan	le	indicó	y	dejó	que	hiciera	
unas	fotos.		Juan	agradeció	efusivamente	a	la	muchacha	su	atención	y	le	dijo	
que	ya	volvería.		La	muchacha,	con	paciencia	infinita,	se	despidió	y	se	puso	a	
recoger	todo,	mientras	Juan	salía	a	la	calle.
						Fue	hacia	el	hotel.		Al	poco	tiempo	vio	a	Arturo	encaminarse	hacia	la	
joyería.		Se	miraron	sin	hacer	ningún	gesto.		A	los	pocos	minutos,	Juan	llegó	al	
hotel	y	se	dirigió	directamente	a	la	habitación.		Tenía	en	su	poder	la	tarjeta	
magnética	que	permitía	acceder	al	interior,	sin	necesidad	de	pedirlo	en	
recepción.
						Encendió	la	televisión	y	se	tumbó	en	una	cama.		Entre	el	sopor	de	la
comida	y	el	cansancio	mental	de	repasar	lo	que	había	sucedido	en	la	joyería,	
se	quedó	dormido.
						Cuando	despertó	se	encontró	que	Arturo	ya	estaba	en	la	habitación,		
Hablaba	por	el	móvil	con	alguien	al	que	le	decía	que	no	lo	veía	complicado	en	
principio	y	con	el	que	se	citaba	para	el	día	siguiente	por	la	mañana.
						Cuando	terminó	de	hablar	y	vio	que	Juan	se	incorporaba	de	la	cama,	se	
acercó	y	le	preguntó	por	lo	que	le	había	parecido.		Juan	le	dijo	que	creía	que	
sólo	había	dos	cámaras	de	vigilancia,	al	menos	en	lo	que	era	tienda.		Quizás	en	
el	interior	habría	otra,	le	pareció	que	había	al	menos	tres	personas,	de	las	
cuales	sólo	había	visto	a	dos.		La	superficie	de	la	tienda	no	era	muy	grande,	
pero	si	todo	lo	valioso	estaba	dentro,	en	la	caja	fuerte,	tardarían	más	tiempo	en	
realizar	el	atraco.
						Arturo	confirmó	los	mismos	datos.		Él	si	había	visto	a	la	tercera	persona,		
había	salido	un	momento	a	lo	que	era	tienda	a	buscar	un	cuaderno	de	notas	
que	luego	se	llevó	al	interior.		Era	un	hombre	mayor,		con	aspecto	débil	y	
enfermizo.		Estaba	casi	seguro	que	por	los	datos	que	le	había	dado	su	contacto	
debía	ser	el	dueño	de	la	joyería.		
						Le	comentó	a	Juan	que	creía	que	podrían	llevar	a	cabo	el	golpe	de	forma	
fácil.		Lo	importante	era	la	rapidez	al	ejecutarlo.		Tener	todos	los	pasos	claros	
desde	el	inicio.		Pensaba	que	con	los	datos	que	le	tenía	que	confirmar	el	
contacto,	se	podría	realizar	sin	problemas.		El	contacto	les	iba	a	facilitar	
armas.		Juan	se	quedó	con	cara	de	susto,	pero	Arturo	le	tranquilizó,	
explicándole	que	no	habría	que	usarlas,	sólo	servirían	para	amedrentar	a	los	
dependientes	y	al	dueño	si	estaba.		Según	la	información	del	contacto,	sólo	iba	
por	las	tardes.
Salieron	al	rato	del	hotel	a	dar	un	paseo	y	tomar	algo	en	un	bar.		A	la	
mañana	siguiente,	tras	desayunar,		Arturo	se	fue	a	ver	al	contacto.		Mientras,	
Juan	llamó	a	su	mujer	y	le	contó	que	estaba	bien	y	que	aparentemente	eran	
muchos	candidatos	al	puesto	de	trabajo.		Que	no	sabría	si	podría	obtenerlo.		Lo	
veía	complicado,	pero	lo	iba	a	intentar.		Carmen	le	intentó	tranquilizar	y	le	dio	
ánimos,	después	se	despidieron.	
					Arturo	tardó	poco.		Juan	le	había	esperado	en	la	habitación.		Llegó	
tranquilo	y	sonriendo,	en	su	mano	derecha	llevaba	un	pequeño	maletín	que	
depositó	en	su	cama.		Lo	abrió	y	extrajo	de	un	lateral	dos	bolsas	de	tela	negra	
que	envolvían	dos	pistolas.		Las	colocó	a	un	lado	y	viendo	la	cara	que	
mostraba	otra	vez	Juan	le	volvió	a	recordar	que	sólo	eran	para	asustar.		Debía	
familiarizarse	con	ellas.		Le	insistió	en	que	no	habría	que	usarlas.		Juan	cogió	
una.		Arturo	le	dijo	que	no	estaban	cargadas,	las	balas	estaban	en	el	otro	lateral	
del	maletín.		Notó	el	metal	frío	y	como	se	adaptaba	la	empuñadura	fácilmente	
a	su	mano.		Son	anatómicas	dijo	Arturo.		Le	enseño	a	retirar	el	cargador	y	a	
montarla.		Era	muy	sencillo.
					Juan	recordaba	de	cuando	había	realizado	el	servicio	militar	su	uso.		No	se	
le	había	dado	mal	el	tirar,	e	incluso	había	tenido	muy	buena	puntería.		Pero	
aunque	no	le	disgustaba	tirar	a	un	blanco,	el	hecho	de	tener	que	empuñar	un	
arma	y	apuntar	a	alguien	le	producía	angustia	y	le	revolvía	el	estómago.
						Arturo	le	explicó	que	su	contacto	le	había	dicho	que	las	joyas,	los	
diamantes,	ya	estaban	en	la	joyería.		La	visita	del	jeque	estaba	prevista	para	
dentro	de	cuatro	o	cinco	días.		Habían	llegado	con	el	tiempo	necesario	para	
poder,	en	la	joyería,		evaluarlos	y	comprobar	su	pureza.		Era	una	casa	de	
prestigio	y	no	querían	defraudar	a	sus	clientes.		Antes	de	vender	algo,
certificaban	su	valor	para	que	el	comprador	no	se	fuera	engañado.
						El	atraco	lo	harían	al	día	siguiente,	le	dijo	Arturo.			Le	tranquilizó	
confirmándole	que	el	contacto	no	le	conocía	ni	sabía	quien	era,	que	era	mejor	
así,	para	evitarle	problemas.		Lo	harían	a	primera	hora	de	la	mañana,	al	poco	
de	abrir.		Así	les	pillarían	desprevenidos	y	quizás	también	algo	dormidos.	
						Irían	disfrazados	con	unas	gafas	que	aparentaban	ser	graduadas	sin	serlo,	
bigote,	barba,	peluca,	sombrero	y	bien	trajeados.		Juan	simularía	ser	un	viejo	
portando	un	bastón	y	encorvando	un	poco	la	espalda.		Todo	el	material	que	
necesitaban	lo	iría	a	recoger	Arturo	esa	tarde.		Iría	él	sólo,	no	quería	que	les	
relacionaran	en	ningún	sitio.		Primero	llamaría	a	la	puerta	Juan,	para	que	sólo	
le	vieran	a	él,		y	en	cuanto	la	puerta	se	desbloqueara	tenía	que	sujetarla	un	
momento	para	permitirle	pasar	a	Arturo.		Mientras	Arturo	apuntaba	con	la	
pistola	a	los	dependientes,	Juan	inutilizaría	las	cámaras	de	seguridad	con	
fuerte	golpe	del	bastón.		Después,	Arturo	accedería	a	la	trastienda	a	robar	los	
diamantes,	que	seguro	estaban	en	la	caja	fuerte.
						El	resto	del	día	transcurrió	con	normalidad.		Comieron	juntos	en	un	
restaurante	situado	en	la	zona	de	la	joyería,	para	ver	la	ruta	de	la	huida	tras	el	
atraco.		Después	Arturo	fue	a	comprar	todos	los	elementos	que	necesitaban.		
Mientras,		Juan	entró	en	la	cafetería	que	permitía	ver	la	joyería	desde	el	otro	
lado.		No	se	veía	entrar	gente,	una	vez	abierta.		Juan	estuvo	más	de	una	hora	y	
media,		aparentando	leer	un	periódico	mientras	tomaba	un	par	de	cervezas,	y	
no	entró	nadie,	salvo	los	empleados.		Debía	de	ser	un	comercio	especializado	
en	la	venta	por	encargo	y	quizás	online.
						Aburrido	de	mirar,	Juan	volvió	al	hotel.		Arturo	ya	estaba	en	la	habitación	
con	todo	lo	que	necesitaban.		Se	había	puesto	la	peluca,	la	barba	y	las	gafas.		A
Juan	le	resultó	irreconocible.		Era	un	disfraz	perfecto,	parecía	otra	persona	
completamente	distinta.		Cogió	el	suyo	y	se	lo	probó.		Su	aspecto	cambió	por	
completo.		Su	peluca,	el	bigote	y	la	barba		de	pelo	canoso	y	las	gafas	que	
aparentaban	ser	graduadas,	le	cambiaron	por	completo	de	apariencia.		
Realmente	parecía	un	viejo.		Cogió	el	bastón	y	se	encorvó	un	poco,	mirándose	
al	espejo.		El	efecto	era	extraordinario.		Cualquiera	que	le	viera	pensaría	 que	
era	un	anciano.		Arturo	sonrió	y	le	dijo	que	quedaba	perfecto.		Nadie	sabría	
quien	era.		Se	disfrazarían	en	los	servicios	de	la	cafetería	de	un	hotel	enorme	
que	había	no	muy	lejos	de	la	joyería.		Nadie	se	daría	cuenta.		Era	un	local	
donde	entraban	y	salían	a	diario	muchísimas	personas.	La	barra	solía	estar	
muy	concurrida.		Podrían	pasar	directamente	a	los	servicios,	cambiarse	de	
ropa	y	salir,	sin	que	nadie	lo	notara.		Después,	ya	en	la	calle,	se	encaminarían	
hacia	la	joyería.		
						Pasaron	el	resto	del	día	dando	un	paseo	y	después	de	cenar	algo	ligero,	
regresaron	al	hotel.		Para	su	sorpresa,	Juan	se	sentía	tranquilo.		Ver	a	Arturo	
confiado	y	seguro.		Saber	que	nadie,	salvo	Arturo,	sabía	que	se	encontraba	allí	
le	infundía	de	determinación	para	llevar	adelante	el	asunto.		
						En	la	habitación,	repasaron	el	atraco.		Primero	llamaría	Juan,	permitiendo,	
una	vez	liberado	el	cierre	de	la	puerta,	que	pudiera	hacerlo		Arturo	y	pusiera	el	
cartel	de	cerrado.		Éste	amenazaría	con	la	pistola	a	los	empleados	y	Juan	
bloquearía	las	cámaras.		Después	sería	Juan	amarraría	a	la	empleada,	mientras	
Arturo	pasaba	al	interior,	a	la	trastienda,	para	robar	los	diamantes	amenazando	
al	dueño,	si	estaba	u	obligando	a	uno	de	los	empleados.		Amarrarían	a	los	
trabajadores	con	cinta	adhesiva	de	embalar	que	llevaba	en	un	maletín	Arturo	y	
saldrían	de	la	joyería.		No	podían	estar	dentro	más	de	quince	minutos.		Arturo
confiaba	en	evitar	que	hiciesen	saltar	alarmas,	pero	por	si	acaso.		Una	vez	en	
la	calle,	se	separarían.		Arturo	iría	a	la	cafetería	del	hotel	a	quitarse	el	disfraz	y	
Juan	lo	haría	en	otro	sitio,	un	portal	u	otra	cafetería	muy	concurrida	que	ya	
tenían	vista.		Tras	quitarse	el	disfraz	volverían	a	su	hotel.		Arturo	llamaría	a	su	
contacto,	quedarían	para	cambiar	joyas	por	dinero	y	regresarían	a	Madrid	.
						El	día	había	llegado.		Amaneció	soleado.		Un	día	radiante	que	animaba	el	
espíritu.		Juan	se	despertó	tranquilo.		Le	parecía	mentira,	pero	todos	los	
nervios	habían	desaparecido.		Estaba	convencido	interiormente	que	estaba	vez	
la	suerte	le	iba	a	sonreír.	Que	por	fin	su	racha	de	mala	suerte	había	terminado.		
Que	su	familia	podría	salir	adelante.		
						Se	levantaron	y	se	ducharon.		Después	volvieron	a	repasar	el	plan	y	a	
revisar	una	vez	más	el	material	y	el	disfraz	que	iban	a	usar.		Arturo	aparentaba	
la	misma	confianza	de	siempre.		Dejaron	las	bolsas	en	el	armario	y	bajaron	a	
desayunar.		No	era	muy	pronto,	habían	calculado	que	al	terminar,		tendrían	el	
tiempo	necesario	para	ir	directamente	hacia	la	cafetería	del	hotel	elegido	para	
disfrazarse	y	empezar	la	operación.		
						Desayunaron	tranquilamente.		Juan	estaba	confiado.		La	actitud	de	Arturo	
le	tranquilizaba.		Estaba	deseando	empezar	el	asunto,	acabarlo	y	volver	a	su	
casa	con	su	mujer	y	sus	hijos.
					Subieron	a	la	habitación	y	se	vistieron	con	los	trajes.		Sólo	tendrían	que	
ponerse	las	pelucas,	los	bigotes,las	barbas	y	las	gafas	en	el	lugar	establecido.		
Bajaron	a	recepción	y	salieron	a	la	calle.		El	día	era	magnífico.		Un	Sol	
reluciente	brillaba	en	el	cielo	llenando	de	alegría	los	alrededores.		Había	ya	en	
las	calles	puestas	infinidad	de	terrazas	para	que	la	gente	desayunara	o	tomara	
algo	al	aire	libre.		Se	veía	ya	mucho	movimiento	de	coches		y	de	personas.
Las	tiendas	empezaban	a	abrir	y	la	ciudad	retomaba	su	actividad	a	pleno	
pulmón.
						Llegaron	a	la	cafetería	elegida.		Estaba	casi	llena	a	esa	hora.		Se	oía	un	
ruido	de	fondo	de	platos,	tazas	y	cucharillas	que	se	golpeaban	al	colocarse	en	
la	barra	que	estaba	prácticamente	llena.		En	las	mesas	de	alrededor	apenas	
había	una	o	dos	libres	a	lo	sumo,	y	en	las	de	el	exterior,	aprovechando	el	buen	
tiempo,	no	quedaba	ninguna	disponible.		Se	veían	barritas	de	pan	tostado	con	
tomate	y	sin	tomate,	tostadas	con	mantequilla	y	mermelada,	churros	y	porras,	
bollería	fina	y	de	una	apariencia	exquisita.		La	cafetería,	muy	amplia,	tenía	
muy	buena	fama	en	toda	la	ciudad.		La	clientela	acudía	conocedora	de	la	
calidad	de	su	café	y	sus	productos.		Los	camareros,	sonreían	de	forma	amable	
a	todos	los	clientes,	y	demostraban	una	profesionalidad	y	eficacia	en	todas	sus
acciones.	 Iban	impecablemente	vestidos	con	su	chaquetilla	de	un	impoluto	
blanco.		Sus	movimientos	eran	rápidos,	pero	sin	que	parecieran	nerviosos.		La	
competencia,	la	aptitud	y	la	efectividad	se	contemplaba	en	todos	los	
profesionales	que	allí	trabajaban.	
						Entraron	los	dos	en	la	cafetería,	uno	detrás	de	otro,	no	parecía	que	iban	
juntos.		Nadie	advirtió	su	presencia,	había	tanta	gente	que	se	pasaba	
desapercibido.		Fueron	directamente	hacia	los	servicios.		Éstos	eran	muy	
amplios	y	muy	limpios,	una	fragancia	a	perfume	de	pulcritud	fresco	se	
expandía	por	toda	la	dependencia.		Cada	uno	se	dirigió	a	una	cabina	para	
colocarse	las	pelucas	y	las	barbas.		Se	adaptaban	perfectamente.		Primero	salió	
Arturo,	para	comprobar	que	nadie	estuviera	en	ese	momento.		Avisó	a	Juan	y	
ambos,	mirándose	en	los	espejos,	terminaron	de	ajustarse	bien	las	barbas	y	las	
pelucas.		El	efecto	era	asombroso.		No	parecían	ellos.		Se	pusieron	una
corbata,	discreta,	poco	llamativa.		Lo	importante	era	pasar	inadvertido,	que	
nada	llamara	la	atención.		Salió	primero	Arturo	y	a	los	treinta	segundos	Juan.		
						De	nuevo	en	la	calle	se	dirigieron	hacia	el	objetivo.		Estaban	a	poca	
distancia,		Arturo	se	quedó	un	poco	atrás	para	no	ser	visto	desde	el	interior	de	
la	joyería.		Juan	se	acercó	a	la	puerta,	ya	se	había	puesto	las	gafas,	desplegado	
el	bastón	y	encorvado	su	espalda	lo	que	distorsionaba	aún	más	su	
personalidad.		La	joyería	ya	estaba	abierta	y	dentro	se	veía	a	la	misma	mujer	
joven	que	le	había	atendido	la	primera	vez.		Juan	tocó	el	pulsador.		Su	aspecto	
no	era	extraño.		Cualquiera	que	le	viera,	sin	saber	quien	era,	pensaría	que	
estaba	ante	un	hombre	muy	mayor	con	aspecto	débil	y	enfermizo.	
						La	mujer	desbloqueó	la	puerta	y	entonces	empezó	todo.	Juan	la	sujetó	el	
tiempo	suficiente	para	que	llegara	Arturo,	pudiera	entrar,	voltear	el	cartel	de	
cerrado	y	bajar	la	cortinilla	de	la	puerta,	para	que	nadie	viera	nada	desde	el	
exterior.		Juan	sacó	la	pistola	y	amenazó	a	la	mujer,	que	se	que	quedó	
petrificada	y	ante	la	sorpresa	de	Juan	levantó	las	manos,		mientras	su	rostro	
expresaba	un	pánico	terrible.		Arturo	gritó	que	se	tirara	al		con	las	manos	a	la	
espalda.		Mientras,	Juan	se	dirigió	hacia	las	cámaras	de	seguridad	y	de	un	
golpe	seco	y	fuerte,	con	el	bastón,	dejándolas	fijadas,	e	inutilizadas	enfocando	
a	la	pared.		Todo	se	producía	rápidamente,	Arturo	pasó	tras	el	mostrador,	abrió	
la	trastienda	y	amenazó	con	la	pistola	al	otro	empleado.		Estaba	sólo	
comprobando	unos	papeles	sobre	una	mesa.		Con	celeridad	Arturo	le	indicó	
que	abriera	la	caja	fuerte	y	no	les	pasaría	nada.	
En	el	otro	lado	Juan	amarraba	de	pies	y	manos	a	la	empleada	con	la	cinta	
adhesiva,	poniendo	otro	trozo	de	cinta	en	la	boca	y	vendando	los	ojos	con	un	
pañuelo	negro.		Después	Juan	la	arrastró	hacia	la	trastienda	y	la	dejó	apoyada
con	espalda	en	la	pared.
						El	otro	empleado,	con	cara	de	miedo,	ya	había	abierto	la	caja	fuerte.		No	le	
merecía	correr	ningún	riesgo,	teniendo	en	cuenta	el	sueldo	que	recibía.		
Llevaba	diez	años	en	el	negocio	y	apreciaba	al	dueño,	pero	su	salario	no	era	
bueno.		Sabía	que	el	dueño	hacía	lo	que	podía,	y	trataba	de	gratificarles	a	los	
dos	empleados,	sin	embargo	la	crisis	económica		había	afectado	mucho	a	su	
sector.		De	hecho,	estaba	buscando	otro	empleo	y	acababa	de	realizar	una	
entrevista	donde	le	habían	dicho	que	tenía	muchas	posibilidades	de	ser	
elegido,	con	mucha	mejor	retribución	que	la	que	estaba	recibiendo	en	la	
joyería.		
						Con	la	caja	fuerte	abierta	y	mientras	Arturo	sacaba	estuches	y	joyas	del	
interior,	Juan	amarró	también	al	empleado	con	la	cinta	adhesiva.		Habían	
procurado	hablar	muy	poco	y	lo	poco	que	lo	habían	hecho	había	sido	
disimulando	la	voz.
						Los	dos	empleados	estaban	ya	incapacitados.	Juan	miraba	a	su	amigo	que	
con	rapidez	seleccionaba	los	estuches	y	los	metía	en	una	pequeña	mochila	que	
llevaba.		Le	hizo	un	gesto	a	Juan	y	salieron	de	la	joyería	con	rapidez,	
procurando	no	llamar	la	atención.		En	la	calle,	sin	decir	nada,	cada	uno	se	fue	
por	su	lado.		El	atraco	lo	habían	realizado	en	menos	de	quince	minutos.
						Juan	estaba	feliz.		Todo	había	salido	a	la	perfección,	incluso	mejor	de	lo	
que	había	pensado.		Fue	a	la	cafetería	elegida	a	quitarse	el	disfraz	y	una	vez	
hecho	esto,	regresó	a	su	hotel	a	esperar	a	Arturo.
						Arturo	no	llegaba,	y	Juan	se	empezó	a	poner	nervioso.		Estuvo	por	
llamarle	al	móvil,	pero	prefirió	esperar.		Por	fin,	apareció	Arturo,	sonriendo.		
Dejó	la	pequeña	mochila	en	una	de	las	camas	y	le	dijo	a	Juan	que	ya	había
llamado	al	contacto,	por	eso	había	tardado	algo	más.		Había	quedado	citado	
dentro	de	veinte	minutos	para	hacer	el	intercambio	de	joyas	por	dinero.	
						Juan	ni	siquiera	había	visto	los	diamantes	robados,	pero	tampoco	tenía	
interés	por	hacerlo,	lo	que	quería	era	irse	ya	y	regresar	a	Madrid.		Arturo	sacó	
de	la	nevera	de	la	habitación	dos	botellitas	de	cava	con	dos	copas,	las	abrió	y	
vertió	el	líquido	sobre	las	copas	y	ofreció	una	a	Juan.		Brindaron	por	el	éxito	
del	asunto,	y	Arturo	le	dijo:	
-	Mi	contacto	no	sabe	quien	eres,			así	que	no	te	preocupes	por	nada.		Tú,	
no	existes,	mejor	así.
-	Voy	por	el	dinero.		Pagamos	la	cuenta	y	nos	vamos	a	Madrid.
						Arturo	se	fue	y	dejó	a	Juan	en	la	habitación.		A	los	cuarenta	minutos,	
Arturo	volvió	sonriendo,	y	agitando	las	manos	le	dijo:
-	Ya	está	todo.	He	pagado	la	habitación.		Nos	podemos	ir	en	cuanto	quieras,	
Juan.	Tengo	el	dinero	aquí	en	este	maletín.		Mira.
						Al	abrir	el	maletín	aparecieron	perfectamente	ordenados	una	cantidad	
tremenda	de	billetes	de	quinientos	euros.		
-		Hay	dos	millones	de	euros,	y	no	te	preocupes,		son	válidos	todos.		Lo	he	
comprobado.	Vámonos	para	Madrid.		Juan	le	dijo	que	ya	tenía	preparada	su	
maleta.
-	Pues	toma	el	maletín	con	el	dinero	y	baja	a	esperarme	a	recepción.		Ahora	
bajo,	creo	que	tengo	todo	preparado,	pero	quiero	revisar	bien	antes	de	irnos	y	
que	no	dejemos	ninguna	huella	en	la	habitación,	que	pueda	relacionarnos	con	
el	atraco.
	
Juan	bajó	a	recepción	y	se	sentó	en	uno	de	los	sillones	de	cara	al	mostrador.		
Había	mucha	gente	pululando.		El	hotel	era	muy	grande	y	el	ir	y	venir	era	casi
continuo.		Cogió	un	periódico	para	disimular	mientras	esperaba	a	Arturo.		Vio	
a	dos	hombres	de	apariencia	muy	musculosa	acercarse	al	ascensor	con	más	
gente.		Uno	de	ellos	se	quedó,	el	otro	entró	en	el	ascensor	y	desapareció	de	su	
vista.		A	Juan,	por	alguna	razón,	no	le	daba	buena	espina	aquello.		El	que	se	
había	quedado	miraba	a	un	lado	y	hacia	otro.		Juan	había	metido	el	maletín	
dentro	de	su	maleta,	cuando	se	lo	había	dado	Arturo.		Además	de	resultarle	
más	cómodo	de	llevar,	evitaba	que	alguien	pudiera	reconocerlo.
						Pasó	media	hora	y	Arturo	no	bajaba.		Juan	estaba	muy	inquieto.		Tampoco	
veía	que	bajara	el	otro	tipo	del	ascensor,	y	el	que	le	esperaba	seguía,	
aparentemente,	vigilando	la	recepción.		Miró	a	Juan,	pero	no	pareció	fijarse	en	
él.		Juan	tenía	en	sus	manos	un	periódico	extranjero	y	su	aspecto	podía	pasar	
perfectamente	por	francés,	inglés	o	alemán.
						Ya	había	pasado	una	hora	y	Arturo	no	aparecía.		Juan	estaba	alterado.		Vio	
entonces	salir	del	ascensor	al	compañero	del	individuo	que	esperaba.		Parecía	
algo	excitado,	se	dijeron	algo	y	salieron	del	hotel,	mientras	uno	hablaba	por	el	
móvil.
						Más	que	nervioso,		Juan	decidió	subir	a	la	habitación.		Cogió	su	maleta	y	
tomó	el	ascensor.		Al	llegar	a	la	habitación	vio	que	no	estaba	cerrada,	parecía	
que	si,	pero	al	empujar	la	puerta	pudo	acceder	al	interior.		Sobre	la	cama,	
tumbado,	con	los	ojos	cerrados,	sangrando	por	brazos,	piernas	y	cuello,	se	
encontró	medio	desnudo	a	Arturo.		Estaba	agonizando,	le	habían	torturado,	y	
estaba	seguro	que	había	sido	el	hombre	que	había	visto	coger	el	ascensor	en	el	
vestíbulo.	
					Juan	se	acercó,	aguantó	como	pudo	la	impresión	de	ver	a	Arturo	en	esas	
condiciones.		No	sabía	si	aún	vivía.		Al	acercarse,	Arturo	abrió	los	ojos	y	con
un	hilo	de	voz	le	dijo	que	debía	huir.		Le	había	dicho	su	descripción,		creía	que	
no	su	nombre,	aunque	había	perdido	el	conocimiento	una	vez.		Estaba	seguro	
que	no	había	conseguido	que	confesara	donde	vivía	ni	su	dirección,		pero	era	
gente	con	mucho	poder	y	podrían	encontrar	la	relación.		Las	últimas	palabras	
no	las	entendió	Juan,	porque	además	Arturo	expulsó	sangre	en	un	golpe	de	tos	
y	se	quedó	convulsionando	y	finalmente	muerto.
					Sobreponiéndose	a	la	impresión,		Juan	pensó	rápidamente	que	hacer.		A	él	
no	le	conocía	el	contacto	de	Arturo.		Tampoco	había	dejado	su	documentación	
en	el	hotel,	por	lo	que	nadie	sabía	que	estaba	allí	alojado.		Dedujo	que	le	
habían	matado	para	recuperar	el	dinero	y	no	dejar	ningún	testigo	que	les	
pudiera	relacionar	con	ellos.
						Juan	decidió	salir	de	allí.		Lamentaba	profundamente	la	muerte	de	su	
amigo,	pero	no	quería	que	le	ocurriera	a	él	lo	mismo.		Antes	de	salir,	con	un	
pañuelo,		borró	como	pudo	sus	huellas	de	vasos,	copas,	tiradores	de	cajones,	
grifos,	y	el	pomo	de	la	puerta.		Después,	cerró	bien	la	puerta	y	bajó	a	
recepción	para	salir	a	la	calle.
						Estaba	abatido.		Temía	por	su	familia.		No	sabía	si	aquella	gente	tendría	
capacidad	para	enterarse	de	quien	había	acompañado	a	Arturo.	
						Se	encontraba	en	la	calle.		Entró	en	un	portal	y	sacó	el	maletín	de	la	
pequeña	maleta.		Extrajo	dos	billetes	de	quinientos,	por	si	necesitaba	usarlos.		
Volvió	a	cerrar	el	maletín	y	con	él	y	la	maleta	podía	ser	fácilmente	arrastrada	
por	las	ruedas,	volvió	a	salir	a	la	calle.
						El	tren	salía	en	una	hora	y	medía.		Quizás	supieran	ya	quien	era	y	le	
esperaban	en	la	estación.		No	sabía	que	hacer.		De	pronto,	se	decidió.		El	pobre	
Arturo	no	tenía	familia.		Había	sido	hijo	único	y	sus	padres	ya	estaban
fallecidos.		Había	tenido	muchos	amigos,	Juan	conocía	a	algunos,	aunque	creía	
que	le	había	considerado	el	mejor.
						Buscó	una	oficina	de	correos.		Preguntó	a	una	viandante	que	le	indicó	
como	llegar	a	una	cercana.		Entró	en	ella.		Había	algo	de	gente,	pero	tampoco	
excesiva.		Juan	preguntó	a	un	empleado	lo	que	tenía	que	hacer	para	enviar	un	
paquete	certificado	y	urgente	a	Madrid.		Le	indicaron	la	forma	y	le	vendieron	
una	caja	que	estaba	desplegada	y	que	era	fácil	de	armar.		Juan	introdujo	en	ella	
el	maletín,	y	escribió	una	breve	nota	a	su	mujer	 en	la	que	se	disculpaba	y	le	
decía	lo	que	creía	debía	hacer	si	a	él	le	ocurriera	algo,	luego	también	la	
incluyó	en	la	caja.		Rellenó	unos	impresos	y	se	dirigió	hacia	el	mostrador.		
Realizó	las	gestiones	y	la	dejó	allí	preparada	para	ser	enviada.		Según	le	
dijeron	estaría	en	el	domicilio	de	su	mujer	al	día	siguiente,	como	muy	tarde.
						Salió	de	la	oficina	y	fue	hacia	la	estación.		El	tiempo	se	había	empeorado	y	
amenazaba	con	llover.		
						Llegó	a	la	estación	y	al	entrar	vio	al	hombre	del	hotel.		Éste	le	miró.		Hizo	
un	gesto	con	la	cabeza	hacia	atrás	de	Juan	y	otros	dos	hombres	le	sujetaron	por	
los	brazos	y	le	dijeron	que	fuera	con	ellos	sin	oponer	resistencia.		Le	llevaron	
hacia	un	coche	que	estaba	estacionado	en	la	calle.		Cuando	le	iban	a	introducir	
en	el	coche,	de	repente,	Juan	dio	un	empujón	muy	fuerte	y	salió	corriendo.		
Quiso	cruzar	la	calle,	pero	al	hacerlo	un	coche	se	abalanzó	sobre	él	y	le	
atropelló.
						Tumbado	sobre	el	asfalto,	escuchaba	un	griterío,	que	cada	vez	se	oía	más	
lejano.		No	se	podía	mover.		Notaba	como	la	lluvia	le	mojaba	el	rostro.		Sabía	
que	se	estaba	muriendo.		Se	acordó	de	su	mujer,	y	de	sus	hijos.		Quiso	
pronunciar	una	oración,	pero	sólo	pudo	comenzar	las	primeras	frases.		Su
destino	ya	estaba	marcado.
	
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