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LAS AGUAS DE
SAN CANUTO
Novela homeopáticamente hidroterápica
y alopáticamente inverosímil
(1906-1907)
Félix Méndez
Edición:
Julio Pollino Tamayo
cinelacion@yahoo.es
2
3
I
EL MANANTIAL
HAY en las estribaciones del Guadarrama, y en la parte de la sierra
más próxima a Madrid, un monte bajo, todo de orégano, que ocupa
una vastísima extensión.
Este monte, en el cual abundaba toda clase de caza mayor y menor,
fue adquirido en propiedad por el general Pánico, a su regreso del
archipiélago magallánico, donde desempeñó con gran
aprovechamiento el mando supremo, sin que al adquirir esta posesión
guiase al bravo militar otro móvil que el de pasarse largas temporadas
entregado por completo al cultivo de sus aficiones cinegéticas, por el
cual deporte sentía un amor que rayaba en frenesí.
Días antes de abrirse los períodos de caza ya no era posible hablar
con el general de otras cosas que no fuesen sus escopetas, sus perros,
su canana, su morral, sus municiones y demás pertrechos hasta el más
completo equipo del perfecto cazador.
4
Le acompañaban en estas excursiones de caza, que duraban tanto
cuanto era el período legal, dos hermosos podencos, llamados
Tan y Tin, y un viejo criado, que según él fue héroe en la primera
guerra civil; de modo que nos deja margen para calcular que contaría
unos mil seiscientos años más que la Era Cristiana, toda vez que no se
sabe de nadie que se haya querido aventurar a decir cuándo fue la
primera guerra civil.
El viejo criado, a quien el general llamaba Lebrel durante los
ejercicios de caza, tenía el cuerpo lleno de heridas de armas de fuego,
la mayor parte adquiridas por pequeños errores en la puntería de su
amo, al cual se le desviaba el arma con una frecuencia desoladora;
también presentaba dos o tres cicatrices de otras tantas heridas que
recibió en campaña, pero el origen de estas era tan remoto que para
verlas había que poner en juego una gran voluntad de querer verlas.
El general era hombre fuerte, como un roble; pero sus sesenta y
cinco años de edad y las grandes penalidades sufridas durante su
brillante carrera le habían mermado la agilidad en términos que
también parecía un roble: había engordado fenomenalmente y su
voluminosa barriga le entorpecía de todo movimiento rápido.
¡Ah! Pues si no hubiera sido por su afición a la caza, ¿cómo era
posible que se moviera en ningún sentido?
Lebrel también estaba rollizo, porque el trato, a parte de las
perdigonadas que de cuando en cuando recibía, no le dejaba nada que
desear: comía y bebía como su señor, y hasta la ropa que éste
desechaba le probaba divinamente; algunas temporadas tenía que
mandar que las sacasen de las costuras, porque había prendas que se le
ceñían con exceso.
Amo y criado, sentados en el campo, más parecían dos enormes
peñascos que dos seres humanos que se dedicaban a la caza.
Una buena mañana, y a hora de las once o las doce, hicieron alto en
el punto más pintoresco de la hacienda, con el fin de reparar las
fuerzas con un poco de reposo y algunas viandas que muy
fatigosamente conducía Lebrel a las espaldas.
5
Era un lugar tan apacible y oculto que parecía que jamás hubiese
sido hollado por la planta humana. Se sentaron como Dios les dio a
entender al pie de un pino virgen; vamos... virgen puede que no fuese,
pero, en fin, muy virtuoso, sí. Lebrel comenzó a sacar de su morral el
suculento condumio: una enorme tortilla de jamón, dos pollos asados,
gran número de huevos cocidos, una lengua a la escarlata, salchichón,
queso, frutas, pan y una botella, como de cuarto de arroba, de un
Valdepeñas añejo, que daba la cara, como decía Lebrel abusando un
poco del lenguaje familiar que le toleraba su amo a cambio de
fidelidad en el servicio.
No hay para qué decir que, bien fuera para aliviarse del peso o
porque el apetito que llevaban era insaciable, consumieron
cuanto salió del morral, dejándose decir el general, algo molestado,
que no hubiese ido muy de más en compañía de todo aquello un poco
de jamón en dulce, puesto que Lebrel sabía que era un manjar todo de
su gusto.
Juró Lebrel a su señor que no volvería a echar de menos tan
exquisito bocado, y dando al traste con el último trago de la bota se
entregaron a una pacífica digestión, protegidos por la sombra del
pino. De rato en rato se alzaba el general trabajosamente para atisbar
si algún conejo se había puesto a tiro desde donde él se hallaba a la
bartola, y así que se quedaba convencido de que ninguno osaba
hacerle tamaño ultraje se volvía a tumbar tan satisfecho del temor que
infundían sus armas.
—Lebrel,—dijo el general—¿están por ahí los perros?
—No, señor, los perros deben estar bebiendo agua: los huesos de
pollo asado y las mondaduras de la lengua y el salchichón, amén de la
corteza del queso, les dan mucha sed.
—¿Y se habrán ido muy lejos a beber agua?
—No lo sé, señor... Se habrán ido a donde la haya.
—Pues no estaría de más saber dónde la hay, porque parece que me
acomete una sed como si me hubiese comido yo los huesos y las
mondaduras.
Algo se inquietó Lebrel con la sed intempestiva de su amo, porque
desde luego supuso que le haría ir a buscar agua hasta donde Dios
quisiera que la hallase, y él se encontraba muy cómodamente tirado
panza-arriba.
6
—¿Has oído algo, Lebrel?
—Sí, señor... Me parece que hay alguna pieza escondida en estas
matas próximas que existen a mi izquierda.
—¿No serán los perros?
—No, señor... Los perros estarían aquí ya haciéndonos fiestas,
cuando no olfateando los alrededores.
El general se incorporó nuevamente con la esperanza de tener una
ocasión de disparar la escopeta, y con esta en las manos miraba
atentamente hacia las matas que le había indicado Lebrel.
—¡Señor, señor!—exclamó Lebrel con tono plañidero.—Fíjese
usted en que estoy en la línea de fuego, y si dispara usted no le va a
llegar al conejo ni un solo perdigón.
—Tú estáte quieto como estás,—le repuso el general mientras se
echaba la escopeta a la cara—y no te sucederá nada.
El pobre Lebrel, aterrado y esperando de un momento a otro recibir
en su barriga toda la munición del disparo, se llevó las manos a la
cabeza con la suprema resignación de un mártir, y permaneció
inmóvil.
Mientras tanto, el general se hallaba sentado al pie del robusto pino,
casi sin respirar por lo violento de la postura, porque él estaba
dispuesto a no perder aquella puntería hasta que saliese un conejo de
la mata caprichosamente encañonada.
—Señor,—dijo Lebrel más muerto que vivo a los diez minutos de
suplicio—¿no ha salido el tiro?
—¡Cállate, hombre! Lo que no ha salido es el conejo.
—Puede que no hayan sido conejos os que produjeron el ruido.
—Tienes razón, puede que no sean… Anda, levántate, y ve a ver lo
que era.
Nunca estuvo Lebrel tan ágil a pesar de los doce o catorce
movimientos que tuvo que emplear para ponerse en pie. Se dirigió
apresuradamente hacia el lugar donde se había producido el ruido, y al
llegar a él soltó una franca y sonora carcajada.
La cosa,fuese lo que fuese, no debió de hacerle al señor tanta gracia
como al criado, porque creyendo sin duda que Lebrel se burlaba de la
expectación en que había estado durante diez minutos, volvió a
apuntar con la escopeta; pero ahora con el deliberado propósito de
matar a Lebrel de una perdigonada, por burlón y por insolente.
7
Esta vez, Lebrel no se inquietó ni poco ni mucho por aquella actitud
de su señor, porque no cesaba de reír, sabiendo que su amo no
dispararía, o que si disparaba con la idea de darle era la mejor garantía
de que quedaría sano y salvo.
—¡O me dices en seguida de qué te ríes, mentecato, o te pego un tiro
en la cabeza!—exclamó el general Pánico lleno de indignación.
—¡Señor, me río, porque esto es lo más gracioso que darse puede!
Aquí están Tan y Tin, jadeantes y con la lengua fuera, como si
viniesen de descastar el monte de conejos.
—¡Y puede que algo hayan logrado! Mira a ver.
—Puede, sí, señor... Por el pronto, hoy no hemos visto ninguno: sin
duda estos malditos canes los espantan hacia el monte vecino.
—¡Eso es, ahora vas a echar la culpa a los perros de que no haya
conejos en el monte!
—¡No, señor! ¡Si conejos hay! Lo que pasa es que nosotros no los
vemos: el conejo es un animal insociable muy poco dado a ir
por su vo1untad allí donde los cazadores hacen alto.
—De todos modos,—replicó él general —no veo la razón de las
risotadas que has soltado faltando a toda clase de conveniencias.
—¡Es que hay aquí un pocillo de agua que no tiene más diámetro
que una naranja, ni más capacidad que el vaso de campaña del señor, y
los dos perros querían bebérsela al mismo tiempo, sin lograr ninguno
de los dos llegar a mojar el hocico! En esta lucha les he hallado yo,
siendo la cosa más graciosa el verlos pelearse por beber el agua y no
catarla ninguno.
Toda esta fantástica relación quedó deshecha, con profundo asombro
de Lebrel, al ver que Tan bebía todo el agua que se le antojaba, y que
Tin bebía después, sin que el nivel de las aguas del pocillo bajaran ni
un milímetro.
Advertido el general del fenómeno que había observado su criado, se
levantó con mil fatigas y llegóse a ver por sí mismo aquel prodigio.
—Esto no es un pocillo, como tú te imaginas, Lebrel,—rompió a
decir el general después de algunas investigaciones que pudiéramos
llamar científicas.—Y esta cantidad de agua que tú crees que se la
hubiera podido beber uno de mis perros y quedarse con sed, daría de
beberá un ejército numeroso durante años y años, y siempre quedaría
la misma cantidad.
8
Lebrel miraba a su señor durante estas explicaciones, como
diciendo: «Solo me faltaba que este hombre se me hubiera
vuelto loco.» El general siguió diciendo:
—Voy a darte una prueba de que estas aguas son inagotables, es
decir, que son aguas de pie. Agáchate, si puedes, e intenta desalojar de
ese pocillo el agua que sale a la superficie.
Así lo hizo Lebrel. Se arrodilló trabajosamente y apoyó una mano en
tierra, mientras con la otra sacaba incesantemente pequeñas cantidades
de agua que invisiblemente eran sustituidas.
Una sonrisa de triunfo se dibujó en la tosca cara del general, viendo
que la actividad de su criado no era capaz de desecar el agua del
pocillo.
—Además, te advierto que estas aguas suelen ser exquisitas, y, a
veces, hasta son medicinales. ¿Quién me dice a mí—exclamó con
cierto aire de duda y de profunda reflexión—que no me hallo ante
un manantial de aguas de virtud desconocida? Y, mira lo que son las
cosas, Lebrel: si esto fuera un manantial con aguas virtuosas, para
nosotros sería lo mismo o mejor que haber hallado una mina de oro.
¡A ver, Lebrel, bebe agua!
Lebrel se puso de bruces en el suelo e intentó varias veces llegar
hasta el agua; pero el abdomen no se lo permitía, a pesar de sus
esfuerzos titánicos.
Lebrel pugnaba aunque no fuese más que por humedecer sus labios
con aquellas aguas que ya le habían excitado la codicia y la sed; mas
parecía que la Providencia, al revelárselas, le había castigado al
suplicio de Tántalo.
Compadecido el general de ver los inútiles esfuerzos de su criado
por llegar al manantial, no se le ocurrió otro modo más práctico da
ayudarle que ponerle un pie en la nuca y apretarle hasta vencer la
resistencia del peso del otro medio cuerpo, sirviéndole de punto de
apoyo para girar el centro de la barriga.
Lo malo del procedimiento consistió en que como no podía hablar,
no había medio de que pudiera decir al general que levantase la
pezuña, porque ya se estaba ahogando y no quería mas agua.
9
Dibujos de Karikato
Cuando el general retiró el pió del cogote de Lebrel, éste había
ingerido una cantidad de agua tan grande que al levantarse dijo a su
señor, casi asfixiado:
—¡No cabe duda, señor, se trata de un manantial!
10
11
II
MERCANTILISMO DEL GENERAL PÁNICO.
—DIGRESIONES PRECISAS.— CONSTITUCIÓN DE LA JUNTA
TÉCNICA PARA EL ESTUDIO DEL MANANTIAL DESCUBIERTO.
EL general Pánico no se daba punto de reposo para pensar en los
pingües beneficios que podría producirle el yacimiento de aguas
hallado en su finca si, por casualidad, resultaban medicinales o con
cualquier principio terapéutico que sirviera de base para la explotación
de un establecimiento termal o de agüistas, fundando una poderosa
empresa, toda vez que tenía gran crédito personal, bastante fortuna y
amigos íntimos de sobrada capacidad financiera para reunir cuantiosas
sumas y organizar el negocio.
Desde luego, él se echaba de la parte de afuera, porque su
constitución cerebral no se avenía con que los montes fueran otra cosa
que teatros de la guerra, o, cuando menos, teatros de sus hazañas
cinegéticas.
Ya lo murmuraba él mismo a solas, y en lo más intrincado de sus
meditaciones:
—Yo, en el monte,ya se sabe: o general o cazador; lo mismo se me
da de los hombres si son enemigos míos, que de las liebres y los
conejos.
12
Empero, de cuando en cuando, acariciaba la idea de verse por lo
menos consejero de la Administración del Estado, porque ser tal cosa
no es denigrante del todo, ni es preciso ser un economista del tipo de
nuestro Navarrorreverter. Por otra parte, él aportaba nada menos que
el agua y los terrenos, que son el fundamento y la primera materia,
respectivamente, en todos los negocios de esta índole. Esto, valorado,
fe equivaldría al cincuenta por ciento de las acciones que se emitiesen,
y calculaba generosamente el otro cincuenta para los capitalistas
fundadores.
Como se ve, el espíritu del general no era del todo refractario a los
negocios, y su rebeldía a las explotaciones era mucho menor de lo que
él mismo sospechaba.
A medida que ahondaba en la forma del Planteamiento de una
sociedad anónima para la explotación de aguas medicinales en
terrenos de su propiedad—así lo escribió él mismo al frente de un
cuaderno, donde anotaba las confusas ideas que en bullicioso tropel le
pasaban por las mientes—(en atención al tecnicismo del general,
hubiéramos podido decir en orden de batalla, en vez de escribir en
bullicioso tropel; pero nosotros, como profanos, no creemos en el
orden de las batallas; es más, creemos que son tanto mejores las
batallas cuanto mayor es el desorden que haya en ellas); pues bien, a
medida que ahondaba en la forma de crear la sociedad, más
tercamente se aferraba en conseguirlo sin dar de su dinero ni una sola
peseta; porque él, que en sus deliquios épicos censuraba acremente la
defensa del paso de las Termópilas, por los espartanos que se
perdieron inútilmente, no le parecía muy bizarro el reservarse el
glorioso papel de Leónidas, en una lucha gigantesca donde sus pesetas
iban a representar soldados.
* * *
Cultísimo lector: los buenos noveladores te tienen acostumbrado a
suspender su su relación en aquel punto que a ellos se les antoja que
tiene para ti mayor interés. Nosotros podríamos valernos de esta
admitida estratagema que nos brinda el arte, y ahora mismo dejarte
perplejo o impaciente; pero, no: quédese la picardihuela literaria
para quienes de ella hayan menester, y vamos nosotros
deliberadamente a ponerte en los antecedentes más curiosos de
esta nuestra inverosímil invención.
13
Lebrel y los perros, enflaquecidos por las aguas del manantial
Dejemos al general ocupado en arbitrar recursos o decidiéndose a
invertir los suyos, que esto más adelante se dilucidará cumplidamente,
y sí tú, lector, tienes temperamento bursátil y se te pasan ganas de
subscribirte por algunas acciones, espera prudente a que estas figuren
en la cotización oficial porque ya estén las aguas en explotación,
puesto que aún no conocemos el análisis cualitativo, y, por lo tanto, no
sabemos si las aguas son o no son medicinales. Recordemos que
Lebrel y los lebreles podencos, estos últimos de dudosa casta,
ingirieron tanta agua que aquél confirmó que era un manantial, y
los perros a poco más lo desecan.
14
Tres días han transcurrido desde que los podencos descubrieron el
agua y bebieron de ella, y aquellos animales, de vida regalada en la
corte y de muy poco que hacer en el campo, criándose, por lo tanto,
rollizos como cebadas reses de cerda, dieron en adelgazar sin causa
conocida, en términos tan alarmantes que más que podencos parecían
galgos ingleses atacados de moquillo español.
En cuanto a Lebrel, pena daba verle. De aquel hombre de panza
voluminosa, redondo, que vimos rodar sobre el verde tapiz de la
pradera ni más ni menos que un mingo en la mesa de billar, no
quedaba nada: ya no era Lebrel, había enflaquecido sin sentir
molestias, ni desmayos, ni inapetencias; su vigor físico era el mismo,
su agilidad mayor, su sueño inalterable; pero se había quedado en los
huesos, sin exageración: aquel hombre era el esqueleto del Lebrel que
vimos en la merienda.
¡Pobre,desventurado Lebrel! Todos los vecinos del pequeño pueblo
de Villaoblea, donde el general habitaba en una incómoda casuca para
estar cerca del monte de sus cálculos mercantiles, digámoslo así,
estaban consternados ante la rápida delgadez de Lebrel y de los
podencos.
El médico del lugar se devanaba los sesos ante el fenómeno, y
durante veinticuatro horas estudió más patología que durante el curso
de la carrera: el galeno rural se hallaba estupefacto viendo desaparecer
el abundante tejido adiposo de Lebrel sin la más mínima fiebre, como
por arte mágico; y de tal manera llegó a perturbar la razón del médico
lo extraordinario del suceso, que no tuvo inconveniente en
diagnosticar que aquel sujeto padecía una enfermedad desconocida
hasta el día, que podía llamarse muy bien cinematografosis, en virtud
de que él no había presenciado sus efectos más que en las películas
del cinematógrafo.
Lo gracioso del caso es que al veterinario de Villaoblea, que también
andaba bastante soliviantado por el trastorno que suponía en su
profesión y en su fama el caso de los perros, le pareció de perlas el
dictamen facultativo emitido por su ilustrado compañero, como él se
permitía llamar al médico titular de Villaoblea, y en consonancia
y de conformidad con él aseguró que los perros también padecían
cinematografosis, pero estos con carácter rábico. Lo del carácter
rábico observado por el veterinario tenía su fundamento en que la
alegría de los perros de encontrarse tan flacos y ligeros, a pesar de lo
que devoraban, se traducía en saltos y carreras en todas direcciones y
constantemente.
15
Este júbilo tan justificado es el que indujo a creer al maestro
albéitar, como despectivamente le llamaba el médico, que los perros
estaban amenazados de hidrofobia, juicio facultativo que estuvo a
punto de costarles la vida a los dos canes, porque ya se había formado
un complot de cazadores de la localidad para asesinarles en la primera
ocasión que se presentase con facilidades de disculparse por lo
desgraciado de los disparos.
Nada de esto tiene verdadera importancia comparado con el grave
problema que se le presentaba a Lebrel con motivo de la holgura de
sus prendas de vestir. De cada par de pantalones podían hacerse
catorce pares, y las americanas parecían, puestas en él, capas de esas
de vuelo cumplidito. Desnudo estaba mucho mejor que vestido, y
de los dos modos era el hazmerreír de Villaoblea: realmente,
el obeso Lebrel, trocado súbitamente en el hombre más enjuto de la
tierra, estaba hecho un adefesio con la ropa del tiempo de sus
escandalosas gorduras.
* * *
A todo esto, el general no se inquietaba por la inesperada delgadez
de sus tres lebreles. Enfrascado en la disposición de las primeras
gestiones para llegar a un convencimiento pleno de que estaba en
posesión de un venero de riquezas en líquido, lo mismo le daba que
los seres de la creación perdiesen carnes como que las adquiriesen. El
bravo general, el cazador empedernido, ya no veía más que agua por
todas partes: parecía, en vez de general, un almirante en funciones.
Con un envidiable criterio especulativo, pensó en reclamar de la
corte el concurso de famosos varones en las distintas ramas del saber
humano. Para no ser cuestiones de su competencia, no encauzaba mal
los preámbulos del asunto. Requería in mente el concurso de varias
eminencias en Ingeniería, en Química, en Medicina, en Arquitectura,
en Botánica, en Economía y en Derecho. En la eminencia que más
empeño mostraba por que fuese la mejor, era la de la Economía.
Trazó planes, hizo programas, formuló citaciones, y formó un
presupuesto de lo que le podía costar el transporte de toda aquella
ciencia que él creía precisa, tan acabado y minucioso que
determinó prescindir de las lumbreras.
16
Don Juan Carranza, el viejo alquimista de Villaoblea
En Villaoblea había un viejo alquimista, que, por no se sabe qué
inconcebible incuria o punible tolerancia, ejercía de boticario en el
pueblo; el cual anciano presumía de químico moderno, y era tan
vanidoso, y atribuía a su paladar tan exquisita sensibilidad,
que los análisis los hacía saboreando las más complicadas substancias
compuestas ¡con sólo humedecerse la lengua y paladear! Este hombre
mágico se llamaba Don Juan Carranza.
Asimismo había en los cortinales del pueblo un tenducho con
carácter de droguería y herboristería, regentado por otro anciano al
que también le daba por presumir de iniciado exclusivo en los secretos
de la flora. Don Pedro Ponce, cuyo era su nombre, presumía de ser
un botánico asombroso; más aún, se imaginaba, y así lo hacía saber a
las gentes, que era el mejor naturalista del mundo. Para dejar las cosas
en su justo medio, consignaremos que si el señor Ponce no era en
realidad lo que él se figuraba, tampoco era un hombre que confundiera
el ácido bórico con el espliego.
17
Don Pedro Ponce, el botánico del pueblo
Cuando el general tuvo conocimiento de la existencia de estos dos
sapientísimos villaoblegurritanos, se puso al habla con ellos, y en la
primera conferencia quedó constituida la junta técnica para
la investigación de todo lo concerniente a las aguas del manantial, en
la forma siguiente:
Presidente: Excelentísimo General Pánico (Profano).
Primer vocal: Don Pedro Ponce (Técnico).
Segundo ídem: Don Juan Carranza (Técnico).
Secretario: Don Bruno Lamprea (Lebrel).
Una vez constituida la junta y formalizados los nombramientos de
los cargos respectivos, se acordó, después de mucho discutir y poco
razonar, la fecha de la primera expedición científica, y se levantó la
sesión.
18
19
III
LA PRIMERA EXPEDICIÓN CIENTÍFICA
EL general Pánico comprendió desde luego que, una vez constituida
la «Junta Técnica», lo más urgente era organizar una excursión al
lugar de las aguas, siempre que se hiciera con gran sigilo, porque tan
temeroso estaba el general de hacer el ridículo si aquello que él creía
manantial resultaba un charco, como de que le desposeyesen de su
hallazgo si efectivamente eran aguas de pie, y por ende medicinales:
ya se sabe lo que son las gentes de los pueblos.
Durante dos días el general no se dedicó a otra tarea que no fuese
meditar el orden de la expedición científica, lo cual hizo con tanta o
más madurez que un complicado plan para una batalla decisiva.
En consecuencia de tanta meditación, una noche antes de acostarse
llamó a Lebrel y le dio numerosas y precisas instrucciones para el
siguiente día.
20
—Oye, Lebrel,—dijo pausadamente el general—mañana a las ocho
avisarás en sus domicilios a Don Pedro Ponce y a Don Juan Carranza,
para que se hallen a las once, sin falta, en el sitio denominado Boca de
lobo. Adviérteles que conviene a mi plan que no vayan juntos.
Nosotros saldremos de aquí a las diez y media. Tampoco conviene que
nos vean juntos. Yo saldré un poco antes, y nos encontraremos todos
en el mismo sitio. Llevarás abundantes provisiones de boca para los
cuatro, contando con que puede que hagamos dos o más comidas: es
fácil que las investigaciones nos lleven todo el día. ¡Fíjate bien,
Lebrel! Como todas esas viandas supongo yo que pesarán bastante,
y es preciso que tú no lleves impedimenta alguna, procúrate un pollino
con la mayor reserva, y que sea el pollino el encargado de conducir las
alforjas.
—Señor,—se atrevió a insinuar Lebrel tímidamente—¿convendrá
que nos vean juntos a mí y al pollino?
—¡Hombre, no seas necio! El pollino y tú no podéis ir por separado
toda vez que al pollino no se le puede decir el punto de cita.
Lebrel, en medio de todo, era bastante discreto y comprendió que su
amo tenía razón.
—Oye, oye,—siguió diciendo el general, siempre con gran reposo,
como quien teme ser mal comprendido.—Si se extrañasen en la tienda
de la cantidad de víveres que has de adquirir, dices que es muy fácil
que me pase en el coto tres o cuatro días, ¿entiendes?
—Sí, señor... Todo eso es fácil.
—Es que te temo, Lebrel. ¡A lo mejor eres muy bruto! ¡Ah,
canastos! Se me olvidaba lo principal: es preciso que lleves un
cuaderno de apuntaciones y un lápiz; no olvides que vas en funciones
de secretario, y tienes que anotar cuantas advertencias hagan los
señores Ponce y Carranza... ¿Te has enterado bien ?
—Sí, señor, muy bien.
—Pues... hasta mañana. Vete.
* * *
21
Minutos antes de la hora convenida llegó el general a Boca de lobo,
armado de su escopeta, ceñido por su canana y seguido de sus fieles y
escuálidos Ton y Tin. Se felicitaba íntimamente de haber llegado el
primero, para tener ocasión de observar si Carranza y Ponce cumplían
su encargo de no ir juntos. Se sentó en un ribazo después de colocar la
escopeta con cierta previsión, y se disponía a fumar un cigarrillo
cuando le sorprendió una voz amiga que le decía cariñosamente.
—¡A la orden, mi general! Se ve que es usted un ordenancista: ¡los
hábitos militares para esto de la puntualidad son admirables!
—Para esto y para todo, amigo Don Pedro,—repuso el general un
poco amostazado por la impertinente duda que dejaba entrever Don
Pedro en cuanto a la virtud de los hábitos militares en otros puntos que
no fueran la puntualidad; y marcando el tono, añadió:—Pues usted
tampoco se ha dormido...
—Yo estoy por aquí hace más de media hora. Salí esta mañana a las
siete para no infundir sospechas, y me fui de paso a llevar unas
píldoras para la tos a la hija del peón caminero del Cerrillo... Pero no
había nadie, y he tenido que volverme con las píldoras.
—Pero, oiga usted, señor Ponce: ¿desde cuándo los farmacéuticos
reparten sus medicinas a domicilio?
—Le diré a usted, general: se trata de una muchacha de veinte años,
muy guapa y muy buena, y, aún cuando uno ya va para Villavieja...
—Se queda en la caseta del peón caminero del Cerrillo, ¿no es eso?
—Les estoy oyendo a ustedes hablar desde que han venido, y no se
han enterado de mi presencia,—apareció diciendo Don Juan Carranza
desde lo alto del ribazo, donde aún se hallaba sentado el general
departiendo con Don Pedro.
—¡Canastos!— exclamó el general.—¿También usted tenía que
hacer por estos contornos?
—También... Porque me hacían falta algunas cosillas que se dan por
aquí con abundancia, y me dije: «Pues iré un par de horitas antes y me
dedicaré a coger lo que necesito».
—¿Y qué, se ha dado bien?—le preguntó Don Pedro.
—Bien. Ya tengo en este taleguillo un poco de Sambucus nigra y de
Pteris aquilina,—le repuso Don Juan con cierto énfasis, para ir
acreditándose.
22
El general le miró estupefacto, y después pasó a mirar a Don Juan,
como diciéndole: «¡Vaya un botánico que me he traído!» Don Juan no
se percató de esta mirada, porque se hallaba ensimismado, mientras
decía para sus adentros: «¡Lo que sabe este tío!»
Un prolongado rebuzno sacó al general y a Don Juan de la
perplejidad en que les había puesto Don Pedro, y éste también se
distrajo de saborear su triunfo, como hombre de ciencia.
—Por ahí viene Lebrel,—dijo el general.—Pero es el caso que desde
aquí se domina todo el camino, y yo no le veo.
—Fíjese usted en que el rebuzno ha venido de esta parte interior del
monte,—le hizo observar el señor Carranza.
—¡Lebrel, Lebrel!—gritó desaforadamente el general.
—¡Allá va!—repuso Lebrel que estaba oculto con el asno detrás de
unos espesos y altos matorrales.
Momentos después aparecía Lebrel conduciendo del ronzal una
burra, abultadísima de panza y cargada con unas alforjas repletas de
provisiones. Los perros se levantaron del lugar donde reposaban para
hacer algunos agasajos a Lebrel, y después se dedicaron a olfatear
las alforjas, de las cuales ya no se separaron durante el trecho de
camino que faltaba para llegar al coto.
23
—¡Pero, hombre! ¿Qué demonios hacías ahí?—le dijo su amo.
—Señor, me he puesto aquí para que no me viese alguien que pasara
por la carretera.
—¿Y hace mucho que estás?
—Desde las diez, señor.
El general no pudo reprimir un sublime gesto de desagrado, que
quería decir que se había lucido con sus pretensiones de haber llegado
el primero. Y poniéndose en pie, invitó a los señores Ponce y Carranza
a emprender la marcha hacia el coto, y ordenó a Lebrel que les
siguiera.
* * *
—Aquí es,—dijo el general deteniéndose.—Vean ustedes este
pocillo: pues bien, las aguas de este pocillo son inagotables. Pero
descansemos antes de todo, si les parece bien, porque yo ya no puedo
ni con mi arma ni con mi alma.
Se sentaron los tres en una peña inmediata, tapizada por el musgo ni
más ni menos que si fuera un diván cubierto de terciopelo verde, y
comenzaron a hablar de lo pintoresco de la situación del manantial;
mientras tanto, Lebrel descargaba a la burra denlas pesadas alforjas y
la trababa las patas delanteras con el mismo ronzal y con el piadoso
fin de que se buscase buenamente el sustento sin alejarse de aquel
lugar; y luego, se puso a espantar a Ton y a Tin, que no dejaban de
meter los hocicos en las alforjas, las cuales tuvo que colgar de un
pino, después de algunos tanteos para cerciorarse de la resistencia.
Don Juan, que seguía atentamente todos estos movimientos del
criado, llamémosle secretario desde este instante, le dijo desde donde
se hallaba sentado:
—En ese pinus pinaster están bien.
El secretario se quedó un poco atónito, y entre el general y Don
Pedro se cruzó una mirada de inteligencia, como si quisieran decirse
que estaba abusando de sus conocimientos el tal Don Juan.
A todo esto, la burra también había descubierto el manantial, y
confundiéndolo sin duda con un abrevadero, se puso a beber agua
tranquilamente.
24
El general la contemplaba aterrado; pero no se atrevía a decir que
aquella burra era su perdición porque se iba a beber hasta los posos,
mientras Don Pedro, algo más observador, deducía in mente la triste
consecuencia de que aquellas aguas no debían de ser minerales
cuando la burra se las bebía con tanta placidez.
—¡Ea!—dijo de repente Don Juan, poniéndose en pie.—¡Manos a la
obra. ¡Clasifiquemos algunas de las plantas más inmediatas al agua,
por si su presencia arroja alguna luz... Tengo que hacer de esto un
informe minucioso.
Lebrel sacó un cuaderno de notas, en cuarto mayor, para que no
faltase libro, y un lápiz, y se dispuso a escribir cuantas observaciones
le dijese el sapientísimo Don Juan.
Don Pedro y el general le seguían atentamente, mientras él dirigía
una escrutadora mirada por el suelo.
—Tiene un excelente aspecto de investigador,—dijo el general al
oído de Don Pedro.
Y Don Pedro respondió:
—Sí, señor: se ve que sabe.
—¡Eratecus monogyna!—exclamó Don Juan en muy alta voz.—
Ponga usted ahí: Eratecus monogyna.
Lebrel miró alternativamente a Don Juan, a su amo, a Don Pedro, al
libro y al lápiz, y hubiera querido que se le tragase la tierra antes de
escribir aquellas terribles palabras.
25
—¿Ha puesto usted ya Eratecus monogyna? Bueno... Pues ahora:
Junisperus nana... nana, como suena... Ahora Adenocarpus
hispánica... Esto es: Quercus turífera, después de adenocarpus...
Lebrel le seguía con la mirada extraviada; pero no escribía ni una
letra. Cada vez que abría la boca el botánico se le abrían a él todas las
carnes.
—Ponga usted,—siguió diciendo Don Juan, sin cuidarse de la triste
situación de Lebrel.—Aluusglutinosa; Populas nigra; Fraxinus
angustiofila; Thymus vulgaris.
Lebrel escribió unas palabras en una de las páginas hasta entonces
impecables.
—Asphodelas albus; Urtica ureas; Narcisu niralis; Rosa canina;
Viola adorata...
—¡Ora pro nobis!—exclamó Lebrel que ya se le saltaban las
lágrimas de miedo, y no pudo contenerse.
El general y Don Pedro que le oyeron, se echaron a reír; pero al
naturalista le enojó la chanza, y volviéndose hacia Lebrel, le dijo en
tono aterrador y envolviéndole en una dominadora mirada:
—Juncus sylvaticus.
26
27
IV
RESULTADO FENOMENAL DELANÁLISIS
VISTO por el general Pánico el deplorable efecto que la gracia de
Lebrel había producido en el ánimo del herboristero, puso la cara de
los consejos de guerra verbales, y le dijo al secretario en acre tono:
—Oye, oye, Lebrel: o ejerces tu cometido de secretario con la
formalidad que requiere el cargo, o te pego una perdigonada.
—Mi general, yo no podía imaginarme que para desempeñar esta
secretaría se necesitara saber lenguas muertas... Digo yo, que serán
lenguas muertas estas en que me habla mi respetable Señor Don
Juan, porque no he oído nunca a ningún vivo expresarse en esos
terminachos...
—¡Cómo terminachos!—le interrumpió Don Juan poniéndose rojo
de ira.—¿Pues no llama terminachos a la sagrada nomenclatura de la
flora?
—Fíjese usted, Don Juan,—dijo Don Pedro—en que el bueno y fiel
Lebrel es un profano y está ayuno de ciencias de toda clase... ¡Otra
cosa hubiera sido si acertamos a traer de secretario al presidente de
la Academia de Ciencias Físicas y Naturales!
28
—Eso es una impertinencia, señor boticario,—exclamó Carranza.
—¡Eh, eh, señores! Aquí no se ha venido a pelear, ¡vive Dios! que
para pelear no he necesitado jamás de nadie: es decir, sí he necesitado
de los soldados,—intercaló el general después de recapacitar un
poco.—Pero ni ustedes son soldados, sino hombres de ciencia, ni esto
es
una batalla...
Las frases enérgicas del general pusieron bastante taciturno a los dos
sabios, porque Lebrel ya lo estaba.
—¡A ver qué ha puesto usted en ese cuaderno!—dijo Don Juan
arrebatándole el libro al secretario.—¿Qué es esto? ¡El
timo de los perdigones!...
—¿No me ha dicho usted eso una de la veces?
—No, señor: he dicho Thymus vulgaris.
—Pues, bueno: yo no sabía escribirlo así, y como el Thymus más
vulgaris es el de los perdigones, lo he puesto de esa manera.
—¡Para perdigones los que te voy a meter yo en la cabeza,
mentecato!—decía el general preparando la escopeta.
Más que por piedad por miedo, pues ya les era conocida la puntería
del general, se echaron Don Juan y Don Pedro sobre él para evitar el
disparo.
—¡No se ponga usted así, mi general!—dijo Don Pedro.
—¡Señor, no es para tanto!—argüía Don Juan.
Y, mientras tanto, Lebrel pensaba para sí: «Como dejéis que tire, ya
veremos a quién mata.»
Apaciguado el general, propuso que el naturalista escribiera él
mismo el resultado de sus investigaciones, dada la ineptitud de Lebrel,
y que éste se pusiera al servicio del químico, que no parecía tan
pedante.
Don Pedro se levantó de la peña pausadamente para entrar en
funciones, y llegándose hasta el manantial se arrodilló con
prosopopeya; una vez arrodillado, quitó bastante agua en las pequeñas
porciones que podía recoger con los dedos puestos en cogedor, a la
manera que se hace para repartir el agua cuando se riega, y sacó
de uno de sus bolsillos dos estuches. Al general le intrigó bastante
aquello de los dos estuches y la operación del riego, y abandonando su
asiento se dirigió también al manantial para presenciar
interesantísimas operaciones.
29
—He sacado esta pequeña cantidad de agua previamente,—dijo Don
Pedro dirigiéndose al general—porque no era cosa de que el análisis
arrojase que se trataba de un manantial de babas de burra...
—Comprendo,—le respondió el general.—¡Está usted en todo!... Y
esos estuches, ¿de qué son? ¿Alguna sonda?
—No, señor... Esta es una jeringuilla para extraer el agua poco a
poco, y este un vaso de campo para ir depositándola, porque no era
cosa de que me pusiera a beber el agua de bruces.
—Veo con satisfacción, amigo señor Ponce, que es usted el hombre
más previsor de la tierra.
Lebrel también le miraba atentamente y creía muy de veras que se
hallaba rodeado de hombres sapientísimos.
A todo esto, Don Juan Carranza vagaba por aquellos alrededores
arrancando yerbajos y metiéndoles la uña del dedo pulgar de la
mano derecha, o masticando un poco, u oliendo otro poco, y
anotando después el resultado de su investigación, sin apercibirse de
lo que hacía Don Pedro con el cual seguía algo amoscado.
El señor Ponce introdujo, por fin, la jeringuilla en el pocete, y
haciéndola absorber una pequeña cantidad de líquido la depositó en el
vaso. Esta operación la repitió tantas veces como fueron necesarios
para llenar el tal recipiente.
En aquella misma actitud, de rodillas, se llevó el vaso a la boca para
coger un buche; después, alzó el vaso y miró al trasluz; luego, cerró
los ojos, y así permaneció un gran rato. El momento era solemne. El
general y Lebrel no respiraban para no perturbar en poco ni en mucho
aquel gran espíritu. Ponce estaba sublime, parecía un penitente:
recordaba algo la divina Oración del Huerto.
La burra lanzó un estridente rebuzno, y aquello debió de sacar al
empírico alquimista de su profunda meditación porque, abriendo los
ojos lánguidamente, exclamó en tono profético:
—General, estamos ante un manantial de aguas minerales.
El general al oír esta rotunda afirmación estuvo a punto de caer al
suelo, y así hubiese sucedido a no ser por Lebrel, que le ayudó a
sostenerse.
30
—¡Eureka!—gritó cuando ya se hubo repuesto.
Y volviéndose hacia su criado que estaba pálido y tembloroso,
le abrazó con gran efusión, y en esta interesante postura estarían
veinte minutos.
Ya empezaba Lebrel a resentirse de tan pesada carga como le hacía
su señor, y tímidamente dijo:
—¡Señor, vuelva en sí!… Puede que se equivoque el señor Ponce.
Al oír este juicio, el general se irguió gallardamente, y descargó
sobre su criado tan tremenda bofetada que, cayendo sobre el
químico, que aún se hallaba de rodillas y paladeando buches de agua,
rodaron los dos confundidos por un trecho mayor de cuatro metros.
El primer cuidado de Don Pedro al levantarse un poco magullado de
la imprevista aventura fue volver al manantial creyendo encontrar la
jeringuilla y el vaso, que se le fueron de la mano, hechos añicos; pero
no era así: ninguno de los dos frágiles objetos había sufrido el más
leve detrimento.
El general, muy contrariado por la imprevista complicación del
señor Ponce en el suceso, le pidió mil excusas, reconociendo que era
impetuoso, y añadió que quería castigar con mano dura la ofensa que
le había inferido Lebrel dudando de sus aseveraciones.
31
Lebrel, a su vez, explicó su juicio diciendo que él únicamente quería
atenuar la impresión que había producido en su amo la revelación del
químico, sin dudar ni un solo momento de que fuese cierta, puesto que
de ella se alegraba tanto que no le importaba nada el cachete recibido,
ni las volteretas dadas en consorcio con el boticario.
Don Juan Carranza se hallaba ensimismado con sus clasificaciones,
a distancia que, permitiéndole enterarse de todo lo ocurrido, hízole
reírse a sus anchas de lo cómico del accidente y de lo inmediata que
había sido su venganza; tanta rabia tenía al boticario y a Lebrel que,
de haber estado más cerca de ellos, le hubieran oído decir con gran
júbilo: «¡Hay Providencia!... ¡Estoy vengado!»
Empero este Don Juan, como hombre curtido en las lides de
la vida, sabía disimular sus impresiones, y acercándose al grupo y por
vía de cumplimiento se dirigió a los dos lesionados muy cortésmente.
Y les preguntó:
—¿Se han hecho ustedes mucho daño?
—No, no,—exclamó el señor Ponce.—Yo no he sufrido sino
algunos golpes leves al rodar; pero me he asustado mucho, porque
estaba distraído y no me di cuenta de lo que nos sucedía.
—¿Y usted, Lebrel?
32
—Yo no me he hecho nada, señor Carranza.—Lo peor hubiera sido
la caída, y como estaba debajo Don Pedro apenas he sufrido en el
golpe.
—Sin embargo, parece que ese carrillo de la izquierda le tiene usted
bastante hinchado.
—Bien puede ser, porque me molesta bastante; pero, ¡vamos! no es
tanto como parece.
Ya le enojaba al general que se hablase de aquel pequeño incidente,
como él decía, e intervino en la conversación diciendo:
—¡Ea, eso ya pasó, qué demonio! Continuemos cada cual en nuestro
asunto.
—Yo ya he terminado el mío, mi general,—repuso Don Juan.—
Tengo anotadas más de sesenta clasificaciones de plantas, que son las
que existen en toda la extensión de esta pradera. He hallado plantas de
la familia de las compuestas (géneros Iraxacum e Ilicracium); de las
leguminosas (Satirus y Lotus), y de las gramíneas, borragíneas,
malváceas, crucíferas y geraniáceas...
—Con seguridad,—le interrumpió el general—que Lebrel prefiere la
bofetada a haber tenido que escribir todo eso.
—Si, señor,—repuso secamente Lebrel.
—Perfectamente. Pues vete a preparar la comida, porque parece que
yo siento ya algo de debilidad... Y, mientras tanto, Don Pedro nos
anticipará seguramente algunos de los componentes del agua.
Lebrel se fue en busca de las alforjas para cumplir la orden de su
amo, y Don Pedro, que había recogido la alusión, se dirigió al
manantial para llenar otra vez su vaso con el precioso líquido.
El general, seguido de Don Juan, se encaminó a la peña donde antes
había estado, y poco después de sentados llegó Don Pedro con el vaso
lleno, sentándose a su vez en medio de los dos, para que no se
perdiese palabra de cuanto iba a decir.
El señor Ponce levantó el vaso con el mismo amor y en igual forma
que el sacerdote oficiante levanta el cáliz, y después de hacer notar las
burbujas que desde el fondo del vaso salían a la superficie en franca
revolución, dijo entono enfático:
—He dicho y sostengo que estamos ante un caudal de aguas
minerales cuya acción terapéutica yo no puedo determinar, si es que
tiene alguna acción terapéutica, porque hasta ahí no llega mí ciencia;
pero algo medicinal no dudo de que es. Por lo pronto, los gases
desprendidos por la ebullición, son ácido carbónico, oxígeno y
nitrógeno.
33
Don Pedro miró alternativamente al general y a Don Juan, y vio
reflejado en ellos el mayor estupor, un grande asombro.
Halagado por la impresión del preámbulo, en el cual había
procurado, y conseguido, achicar al herboristero, prosiguió:
—Ahora bien, los elementos minerales de que se compone, son, a
saber...
Bebió un sorbito de agua, la paladeó ruidosamente haciendo
castañetear la lengua, cerró los ojos, y dijo:
—Bicarbonato cálcico (paladeó nuevamente), magnésico (otro
paladeo), ferroso (otro paladeo), lítico (otro), sódico...
Sus adláteres estaban embelesados, porque no concebían dominio
tan absoluto del sentido del sabor; y este triunfo suyo no le pasó
inadvertido a él en cuanto abrió los ojos.
Tornó a beber, y otra vez cerró los ojos, y otra vez paladeó.
—Cloruro cálcico, magnésico, sódico, potásico... Sulfato cálcico,
magnésico, sódico...
—¡Admirable, amigo mío, admirable!—prorrumpió el general
entusiasmado.
—¡Asombroso, asombroso!—exclamó Don Juan.
El señor Ponce, sin inmutarse por las lisonjas que suponían aquellas
exclamaciones, volvió a beber y a cerrar los ojos, y prosiguió
diciendo, según paladeaba:
—Silicato sódico, alumínico; fosfato alumínico, nitrato sódico...
—¡Basta, basta! No haga usted más esfuerzo. ¡Eso que usted hace es
prodigioso! ¡Eso no es una boca de hombre, eso es un laboratorio!
—gritaba el general.
—Y usted ¿qué dice?—le preguntó Don Pedro a Don Juan.
—¿Yo? Que si tuviera ese paladar estaba a estas horas en Jerez de la
Frontera, ganándome todo el dinero que me diera la gana como
catador de vinos.
Lebrel se aproximó al grupo, y dijo respetuosamente:
—La comida está preparada ya. Cuando los señores gusten pueden
acercarse.
—¡Ahora mismo!—gritó el general en el paroxismo del entusiasmo
y del apetito.
Y levantándose echó a andar hacia el lugar donde estaban preparadas
las viandas, seguido de Ponce y de Carranza, que no cesaban de
repetir por lo bajo:
—¡Qué paladar, Dios mío, qué paladar! En Jerez es una mina.
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35
V
COMIDA TRÁGICO-CAMPESTRE
LEBREL, puesto en sus verdaderos oficios, sabia más que Carranza
y Ponce juntos en los suyos respectivos.
Mientras Don Pedro Ponce analizaba el agua del modo prodigioso
que hemos presenciado, el secretario había tendido el albo mantel
sobre una peña recubierta de blando tapiz de liquen, que formaba
un leve promontorio en el nivel de la pradera y en los confines de esta,
donde ya comenzaba el monte a espesarse de altos o impenetrables
matorrales.
Sobre el santo suelo tomaron asiento, cada cual como sus facultades
se lo permitían, el general, Don Pedro y Don Juan. En cuanto a Lebrel,
se quedó en pie para atender a las necesidades del servicio, que
simultaneaba corriendo atrozmente.
Las provisiones eran abundantes y exquisitas, dentro del carácter
campestre a que estaban destinadas.
Tortilla de jamón... con mucho jamón, huevos cocidos, pollos
asados, salchichón, aceitunas, lomo adobado, pimientos dulces
morrones y escabeche de atún, queso manchego y algunas frutas
variadas: todo esto se hallaba a la vista de los comensales, para que
cada cual fuese cogiendo las cosas por el orden que más le agradase,
que es como se debía de comer en todas las partes donde hay más de
dos manjares que comer.
Se hacían cábalas sobre la virtud terapéutica que pudieran tener las
aguas: uno opinaba que debían de ser buenas para el estómago; otro
para el hígado,y otro, el general, para los órganos respiratorios y el
reuma, aunque éste último, abundaba en la creencia de que aquellas
aguas debían de ser buenas para todo.
Ya iba la enorme tortilla muy avanzada en su completa extinción
cuando los lebreles Ton y Tin, que se hallaban tumbados a la larga a
los pies de su amo esperando pacientemente los despojos que habían
de ser su festín, se levantaron inquietos y agitando la cola, mientras
daban muestra de caza en la espesura.
36
—¡La escopeta, Lebrel, la escopeta!—gritó el general.
Lebrel se dirigió rápidamente hacia la peña donde había dejado el
general la escopeta, para cumplir la orden. Pero fueron más rápidos
los acontecimientos: un ruido enorme avanzaba amenazador; parecía
como que un ejército numeroso llegaba a todo correr y talando el
monte.
El general Pánico esgrimió el cuchillo de trinchar disponiéndose a
una lucha titánica cuerpo a cuerpo con lo que fuese aquello que tan de
improviso llegaba, y momentos después cayó sobre las viandas un
enorme gamo que de un salto ganó la pradera, y al emprender
nuevamente su veloz marcha atropello al pacífico Don Juan, que ya
estaba más muerto que vivo,
—¡Quietos, quietos!—gritaba desaforadamente el general.—No hay
que alarmarse… Los perros le siguen y puede que consigan darle
alcance.
No había concluido el general su perorata cuando otro gamo, y otro,
y otro, a la desbandada, y como si fueran todos los gamos del mundo,
saltaban por el mismo sitio, yendo a caer uno sobre el general, el otro
sobre Don Pedro... y el otro hubiese caído sobre Don Juan si este
buen señor no se hubiera puesto a salvo en lo alto de una corpulenta
encina, por la cual había trepado como un chimpancé.
37
El pánico fue general, y el general Pánico, que quería dar muestra de
serenidad y de valor, se subió a la peña donde estuvo sentado, y luego
se subió a otra más alta, y luego a otra más aun... y gracias a que se
acabaron las peñas: que, si no, ¡sube más alto que el duque de los
Abruzzos en la sierra de Ruwenzori!
Don Pedro Ponce fue el único que desafió gallardamente los
peligros en medio de la pradera, porque Lebrel también sorteaba
detrás de otra encina para que las reses no le vieran ni le atropellaran.
—¡Se asustan ustedes de cualquier cosa!—decía el general desde
una altura, en cualquiera otra ocasión inaccesible para él.—Se trata de
doce o catorce gamos que se conoce que vienen perseguidos.
—Yo no me he asustado, general!,—le repuso Don Pedro Ponce.—
Usted es el que ha corrido como una rata, y aún está usted a treinta
metros sobre el nivel en que estoy yo... Ahí no llegan las águilas, y, sin
embargo, está usted blandiendo el cuchillo con una mano y con la
otra la escopeta!
—¡Lo que sé decirle a usted es que si tuviera yo aquí mi brigada de
infantería, habían de saber esos gamos quién es el general!
Al terminar de decir esto, un ruido mucho más alarmante que el
primero volvió a turbar el ánimo de los expedicionarios, que ya se
habían creído fuera de peligro.
—¡Póngase usted a salvo, Don Pedro!—vociferaba Don Juan desde
lo alto de la encina.—¡Póngase usted, por Dios, a salvo! ¡Mire que
ahora el peligro es grande! ¡No sea temerario, véngase aquí conmigo!
—¡Lebrel, Lebrel, Lebrel!—gritaba desaforadamente el general.
En esto invade la pradera una manada de jabalíes, en número de
treinta o cuarenta que llegaban a la desbandada también y tirando a
diestro y siniestro terribles dentelladas.
Por pronto que Don Pedro quiso huir viendo que el peligro era
inminente, ya le había alcanzado el colmillo de una de las reses,
derribándole al suelo, sin sentido, y manando sangre por una ancha
herida en el muslo izquierdo.
38
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, hasta veinticuatro detonaciones se
oyeron, como disparos hechos por un cañón de tiro rápido: era el
general, que desde lo alto de la peña no se daba punto de reposo a
hacer salvas, porque todos aquellos disparos no eran otra cosa más que
salvas, que los jabalíes celebraron mucho, aunque afortunadamente
huyeron en la misma forma y velocidad que habían llegado.
—¡Le han matado, le han matado!—se oía decir dolorosamente al
prudentísimo Don Juan desde lo alto de la encina.
—¡Qué le han de matar, hombre!—le replicaba el general.—Está
herido solamente, y no debe de ser de gravedad: baje usted a ver si le
puede contener la hemorragia.
—¿Yo? ¡Yo no bajo de aquí hasta que sepa que no hay caza mayor
en cuarenta leguas a la redonda!
—Pues bajaré yo, porque es inhumano que ese hombre se desangre.
—Pero, señor, ¿no le decía yo que se pusiera en salvo? ¿Por qué
vamos ahora a pagar extrañas bizarrías que no vienen a cuenta?
39
—Si yo pudiera bajar de aquí, ya estaba en el suelo... Pero es el caso
que ni sé cómo bajar, ¡ni aún me explico cómo he subido con las dos
manos ocupadas!
—¡El pánico, que pone alas, mi general! Yo también estoy aquí sin
darme perfecta cuenta.
—¡Lebrel, Lebrel, Lebrel!—volvió a gritar el general.—A Lebrel
debe de haberle ocurrido también una desgracia: de otro modo no se
comprende que no acudiera a mi llamamiento.
—¡Estoy aquí, sano y salvo, señor!—exclamó Lebrel con voz
ahogada, desde detrás de las peñas.
—¿Dónde? ¡Cobarde, mas que cobarde. ¡Sal de ahí, sino quieres que
te tire el cuchillo, que es lo único que ya me queda por tirar! ¡Pues
vaya una ayuda que yo traigo a las monterías!
—¡Pero, señor, si estoy sujetando a la burra, que quería irse con los
jabalíes y con los gamos y con los perros!
—¡Pues haber dejado a la borrica, que primero es Don Pedro, que se
está muriendo a caño libre en mitad de la pradera!
—¡Allá voy, señor, allá voy, a ver lo que puede hacer por Don
Pedro!
40
—Lo que digo yo, mi general,—gritaba Don Juan sin perder
posiciones—es que tienen razón al decir que se desarrolla un sentido a
costa de los demás: este señor Ponce tendrá un paladar muy exquisito,
pero de oído y de vista anda bastante torpe. En cambio, nosotros, que
no sabemos decir si el jarabe es dulce, hemos visto y olido que había
que ponerse en una altura.
—¡Déjese de chanzas, señor naturalista, porque estamos en el caso
de perder un buen amigo.
—No, si no me chanceo. ¡Pues ganas tengo yo de chanzas, cuando
me ha alcanzado una coz del primer gamo y tengo en la cabeza un
chichón del tamaño de una naranja!
—Pues yo creo que me he dislocado un pie además de que me he
cogido tres o cuatro veces los dedos en los gatillos, por hacer fuego
deprisa.
—¡Señor, señor! Bajen ustedes, porque Don Pedro se muere: la
sangre no se le puede contener y dentro de poco ya no hará falta
contenerla porque se le habrá salido toda.
—¿Oye usted, Don Juan, lo que dice Lebrel? Es preciso que usted
trate de restañar esa hemorragia.
—¿Habrá más jabalíes o más gamos?
—Yo no lo sé... Lo que advierto es que debí traer también al
veterinario en esta expedición científica, porque aquí lo más notable
es la fauna.
—No hubiera estado de más: yo sé que todos los animales tienen
mucho instinto, y huyen de los veterinarios más que de los buenos
cazadores... ¡Quizás si el veterinario acierta a venir nos libramos de
estas invasiones! En fin, voy a ver si se puede hacer algo por el
intrépido Don Pedro. ¡Sea lo que Dios quiera!
Lebrel, ínterin, lavaba incesantemente con vino de la bota la
profunda brecha de la pierna de Don Pedro.
Mucho trabajo le costó al señor Carranza bajar de la encina en que
se había encaramado; pero, por fin, bajó y se dirigió rápidamente y
con gran solicitud en auxilio del desventurado señor Ponce.
El general también intentó ganar el suelo, después de quedarse con
las manos libres para asirse de los picos de las peñas; pero ni aun así
conseguía su propósito, y tuvo que llamar a Lebrel para que fuera en
su ayuda.
41
VI
EL MILAGRO DE LAS AGUAS
Don Juan hizo una cura maravillosa, en el dolorido cuerpo de Don Pedro
CUANDO el solícito Don Juan llegó hasta donde se hallaba el
inanimado cuerpo de Don Pedro, casi exangüe, lo primero que hizo
fue improvisar un vendaje del mantel; después machacó unas jugosas
hierbas hasta hacer un emplasto suavísimo, y aplicándolo a la herida
de Don Pedro, le sujetó con igual arte que el más hábil cirujano.
Cuando le hubo curado de primera intención la herida de la pierna,
trató de hacerle volver en sí rodándole la cara con vino. Un profundo y
doloroso suspiro anunció que el químico volvía al mundo.
—¿Dónde estoy?—fue lo primero que se le ocurrió preguntar en
cuanto recobró el uso de la palabra.
—Entre buenos amigos,—le repuso Don Juan.—No pase cuidado,
porque todo ello no ha sido nada.
—Sin embargo, Don Juan, yo siento muchos dolores y un
magullamiento general; parece que he caído desde la torre de la iglesia
de San Canuto.
42
El general y Lebrel, al dejarse caer llenos
de pánico por las rocas, medio se mataron
—No hay tal caída... ¡Es la edad, amigo mío! A estas edades
cualquier percance toma las proporciones de un siniestro. Ahora
veremos el modo de conducirle a su casa más cómodamente, que es lo
principal, porque la curación será cosa de tres o cuatro días.
—¡Ay, Don Juan, Dios le oiga! Pero por lo que a mí me duele todo
el cuerpo me parece que esto será cosa de tres o cuatro años, y de ser
más rápido el término será porque me cueste la vida.
Don Juan se detuvo en palpar cuidadosamente el dolorido cuerpo de
Don Pedro, y mientras tanto Lebrel hacía funciones de grúa para
descender de la peña a su señor.
—¿Pero cómo habrá usted podido subir hasta aquí?—decía Lebrel a
su amo ofreciéndole la espalda para que se apoyara.
—No lo sé, Lebrel, no lo sé; pero yo noto que estoy mucho más ágil
que cuando era mozo... Sin embargo, ten mucho cuidado de que no me
caiga, porque el golpe sería terrible.
—Apóyese sin temor, que yo estoy bien asegurado, a pesar de que
estas peñas son muy resbaladizas.
43
Dicho esto, el general se confió sobre los hombros de su criado, con
tan mala fortuna, que ambos a dos se deslizaron por lo escurridizo del
musgo hasta la otra roca más pequeña, desde la cual fueron
despedidos al espacio para venir al suelo.
El general soltó unos cuantos juramentos y el criado unas cuantas
lamentaciones.
—¡Para bajar así no necesitaba yo de tus ayuda, animal!—dijo el
general.—Para caernos no hacían falta tantas precauciones.
—Señor, no me aflija más,—decía Lebrel.—Mire que estoy que se
me puede ahogar con un cabello...
—¡Ahorcarte sería lo que habría que hacer contigo por majadero!
—¿Se ha hecho daño el señor?
—¡No he de hacerme daño! Ya estaba yo que no podía moverme de
dolores, y esta caída ha venido a rematar mi cuenta.
Un ruido sordo y lejano volvió a turbar el silencio del monte.
—¡Que vuelven! ¡Que vuelven!—gritó Don Juan, dirigiéndose otra
vez a su encina.
El general, aterrado, trató de incorporarse; pero no pudo. Lebrel se
hizo rodar por el suelo para guarecerse debajo de las peñas, y Don
Pedro, resignado, se quedó solo en medio de la pradera, a la buena
merced de Dios.
Pronto se convencieron todos de que era una falsa alarma. El ruido
pudo comprobarse que había sido producido por un automóvil que, a
toda marcha, caminaba por la lejana carretera; pero ya cualquier
murmullo les parecía presagiar nuevas fieras y nuevas desventuras.
—¡No asustarse, señores, no son los jabalíes! Pero vámonos pronto,
porque puede ocurrir que sean,—decía Don Juan dirigiéndose… a las
peñas porque todavía no estaba enterado del accidente ocurrido.
—Yo no puedo moverme señor Carranza: lo mismo me da que
vuelvan los jabalíes como que vengan todos los tigres y todas las
panteras de este mundo.
—¿Pero qué ha sido ello, general?
—Ha sido que Lebrel y yo nos hemos caído desde la peña más alta
que hay en el globo terráqueo, y que yo me hecho papilla.
—¡Vaya, por Dios! Pues Don Pedro también está para morirse
mucho mejor que para seguir viviendo.
44
—¡Maldito manantial!... ¡Lebrel, Lebrel!...
—¡Allá voy, señor, allá voy si puedo!
—Prepara esa burra para subirme a ella sin tirarme, y que me lleve
al pueblo.
La operación de acomodar al general sobre la burra no fue tan fácil.
Montado a horcajadas no podía ir, porque las piernas le dolían
horriblemente, y a mujeriegas tampoco porque al sentarse le dolían los
riñones y daba tremendos gritos.
Por fin se le ocurrió al señor Carranza que boca abajo y atravesado
podría caminar siquiera hasta que se encontrase un carro o cualquier
otro recurso en donde poder conducirle hasta el pueblo, y así se hizo.
En cuanto a Don Pedro Ponce, opinaban que lo mejor era dejarle allí
hasta dar aviso en el pueblo, si no se encontraba antes por el camino
alguien que pudiera ayudarles para conducirle.
—Yo me le llevaría a cuestas si pudiera,—decía Lebrel.—Pero es el
caso que tengo las costillas molidas del golpe de ahora y del de antes.
—Yo tampoco me puedo ofrecer para el transporte, porque Don
Pedro pesa bastante, y yo apenas puedo conmigo.
—Pues bien, vamos cuanto antes, para que cuanto antes vengan por
él,—exclamó el general—y para que cuanto antes me vea a mí el
médico, porque yo estoy malo: ¡este Lebrel ha concluido conmigo!
—Oígame, general: es cruel que dejemos solo al señor Ponce...
Váyanse ustedes dos y que venga un carro con colchones para
recogernos a nosotros.
Así como lo propuso Don Juan así se convino, y Lebrel arreó a la
burra y se dirigieron por el atajo del monte para ganar cuanto antes la
carretera del pueblo.
Don Juan se volvió a donde yacía Don Pedro para darle cuenta de
los nuevos sucesos y de las determinaciones que se habían tomado en
su consecuencia, y para dirigirle al propio tiempo algunas palabras de
consuelo y darle ánimos.
* * *
A las ocho de la noche ya estaban en el lecho del dolor
correspondiente a cada cual todos los héroes de la funesta jornada.
45
En San Canuto no se hablaba de otra cosa.
Unos decían que el alquimista de los cortinales se moría por
momentos, porque los jabalíes se le habían comido una pierna; otros
que al general se le había juntado el pecho con la espalda y no podía
respirar; otros que el fiel Lebrel se había roto todas las costillas y los
dos brazos; y otros que el prudentísimo Don Juan Carranza tenía la
cabeza en un sinnúmero de pedazos chiquititos... La fantasía popular
tuvo comidilla para toda la noche, y hubiera durado días y días si un
acontecimiento improvisto no hubiese llamado principalmente la
atención.
Se trataba de que la burra estaba a punto de tener descendencia,
según su amo, y buena prueba de ello era que cuando salió del pueblo
conduciendo las viandas para los excursionistas estaba abultadísima;
pero era el caso que el animal había adelgazado tan súbitamente como
Lebrel y los perros.
El veterinario fue avisado en seguida para que informase respecto al
fenómeno, y el veterinario, que ya estaba en antecedentes de que se
habían descubierto unas aguas de virtud desconocida, se encaminó a
casa del médico para revelarle algunas sospechas que tenía.
Una vez juntos el médico y el veterinario, éste le hizo notar que,
después de la rápida delgadez de los perros de caza que le llevaron
a reconocimiento y del repentino enflaquecimiento del criado del
general, sospechaba, en vista del acontecimiento operado en la burra,
que todo ello fuera obra de la virtud de las aguas del manantial.
El médico oyó al veterinario con recelo de que se estuviera riendo
de él, porque a las exploraciones de la Ciencia no había llegado la
menor noticia de que hubiese unas aguas para adelgazar hasta aquel
punto; pero tal número de detalles acumuló el veterinario en defensa
de su creencia que el médico acabó por convencerse.
Conocidos los efectos, del manantial que había descubierto el
general, se fueron al casino para dar la fausta noticia, con las
consiguientes reservas de que hubiera error, como cumple a hombres
precavidos y experimentados en los secretos de la Naturaleza.
La noticia se propagó por el pueblo como el aire. Realmente, de
confirmarse las sospechas del veterinario, el pueblo se haría de oro
en unos cuantos meses, porque todos los obesos del mundo irían allí a
beber agua del manantial.
46
En San Canuto no se hablaba de otra cosa
que del milagro curativo de las aguas
Las mujeres casadas se reunieron para comentar la rareza de las
aguas, y las solteras hicieron cábalas y juicios acerca de lo porvenir.
Consecuencia de las conversaciones de unas y de otras fue que la
aparición de las aguas en la demarcación de San Canuto debía de
considerarse milagrosa, y así acordado se dirigieron todos en
manifestación hacia la iglesia en busca del párroco para darle cuenta
del caso e insinuarle que no estaría de sobra proclamar a San Canuto
santo milagroso, que así les llevaba la riqueza y el bienestar. El cura se
mostró bastante reacio al principio, porque no sabía si él por sí
y ante sí tenía autoridad legal para achacar milagros al patrono de su
parroquia; mas ante la unanimidad del pueblo, prometió organizar
una función religiosa que terminaría en una romería, a la cual sería
conducido el santo procesionalmente, pero desde luego dijo que cada
cual hiciera las ofrendas que les permitiesen sus bienes, ya fuera en
dinero, ya en especies.
47
VII
LA PIEDAD SERRANA
Bebiendo el agua de San Canuto
DE villa en villa, de villorrio en villorrio, corrió por toda la sierra la
noticia del fausto suceso de haberse descubierto en el término
campanil de San Canuto de la Sierra un manantial de aguas
medicinales cuya virtud consistía principalmente en adelgazar a las
personas gruesas, y para otras cosas de mayor importancia aún.
El caso de la burra que ya conocemos nosotros con toda clase de
detalles, se centuplicó en cuarenta y ocho horas, y ya se hablaba por
doquier de matrimonios jóvenes que se habían divorciado porque las
esposas habían bebido aguas del prodigioso caudal, quedando
súbitamente y como por artes de magia libres de la maternidad que les
acechaba.
48
Entregando ofrendas para San Canuto
Estos y otros hechos se relataban por todos los pueblos limítrofes de
San Canuto, con tanta ponderación que ya no quedaba en diez leguas a
la redonda más virtud que la de las aguas: todas las demás habían
caído en el cieno de la maledicencia y de la inventiva burda de los
serranos.
El cura párroco se hallaba perplejo ante la magnitud y calidad del
milagro, y absorto de la piedad de sus feligreses de entre los cuales
comenzaron a surgir terribles fanáticos. En término de ocho días
recibió el cura más de dos mil pesetas, y así como unas cuarenta
túnicas de telas finas con encargo muy especial por parte de cada
donante de que la suya fuera la elegida para vestir al santo el día de la
ceremonia.
El San Canuto que se veneraba era una tosca talla en madera del
país, y algunos fieles propusieron encargar otro San Canuto a un
escultor religioso muy afamado de Madrid; pero que fuere tallado en
una madera decente; uno propuso que fuese en palosanto,
precisamente.
49
A esta iniciativa se opusieron tenazmente los elementos más
religiosos del pueblo, porque con un gran sentido de la fe aseguraban
que la madera de los santos era lo de menos cuando su celestial
voluntad era de buena clase.
Además, el santo milagroso era de pino, y no había necesidad de
exponerse a que no fuera tan milagroso siendo de palosanto. Estas y
otras razones que adujeron aquellos excelentes católicos convencieron
al grupo que discurrió la reposición de la imagen del santo.
Las ofrendas que se hicieron en especie no pueden enumerarse,
porque parecería esta breve reseña de los hechos el catálogo de una
alhóndiga.
Las frutas más grandes y más sazonadas, los cereales más preciados,
las aves más gordas y los animales sacrificables para el consumo más
rollizos, se condujeron al templo en ofrenda para que fueran sacados
procesionalmente y lucirlos el día que se dirigieran, en orden de
romería, al manantial.
El general, el alquimista y Lebrel se enteraban minuciosamente de
todos estos preparativos, por boca del naturalista, que iba todos los
días a visitar a sus compañeros de infortunio al lecho del dolor de cada
cual, porque aquello que pareció cosa de estarse en la cama un par de
días les amenazaba con ser cosa de no volver a levantarse.
El día designado para llevar procesionalmente al santo hasta
el lugar de las aguas, fue el de mayor fiesta que se registra en los
anales de la historia sagrada de todos aquellos contornos.
Desde las primeras horas de la mañana se advirtió inusitado
movimiento de gentes extrañas por ambos lados de la carretera
real y por todos los caminos vecinales que servían para comunicarse
con los pueblos circunvecinos. A las siete de la mañana, ardía el
pueblo en júbilo y algazara, siendo dificilísimo circular por la plaza y
por la angosta calle donde estaba emplazada la residencia del santo.
El carpintero del pueblo había improvisado unas andas vistosamente
revestidas de percalina de los colores nacionales, y sobre ella, y a
guisa de hornacina protegida por arcos de la más complicada
arquitectura, se levantaban un montón de jamones, chorizos,
longanizas, quesos, frutas y aves sacrificables: estos atributos y
motivos de perpetua ornamentación quedarían en provecho del señor
cura, al cual ya le empezaba a parecer un poco más tolerable la
milagrosa terapéutica de las aguas, mientras pensaba que bien habría
de menester de la virtud de ellas si, como era de suponer, se comía
todo aquello en la apacible compañía de su buena hermana, que era la
que le cuidaba solícitamente.
50
El cura y el sacristán
Llegado el momento de conducir al santo, la gente se agolpó a las
puertas del templo, con un desorden revolucionado y un vocerío
ensordecedor: todos, hombres y mujeres, propios y extraños, querían
ser los que condujesen en sus hombros las ondas del santo.
Los chicos del pueblo, y pueblos inmediatos, que no bajarían de
seiscientos, por lo cual había quien lamentaba al rededor del tropel
que no se hubiese descubierto antes el manantial, merodeaban por
allí, por si la casualidad hacía que se le desprendiese al santo una
reliquia, porque siempre sería algún choricillo o alguna naranja.
La pretensión de conducir al santo enardeció los ánimos, y algunos
católicos y católicas se exaltaron demasiado, llegando momento en
que aquel principio de acto religioso tomaba las proporciones de un
serio motín, siendo muy fácil que terminase como el famoso Rosario
de la Aurora.
51
Los indígenas decían que la conducción de su imagen a ellos
únicamente les incumbía, y los extraños se quejaban amargamente
de este egoísmo y de esta falta de consideración hacia los que habían
venido a honrar el poder celestial de San Canuto.
Ni el cura, ni el médico, ni el veterinario, ni el herboristero, entre las
clases intelectuales del lugar, digámoslo así, ninguno acertaba con una
solución para el conflicto, que cada vez se hacía mayor porque la
lucha se empeñaba más y más, y la tenacidad de los devotos tomaba
vuelos tremendos.
Allí no había más hombre práctico que el peatón de correos que a la
vez hacía funciones de sacristán, aunque ambos cargos parecían a
primera vista incompatibles; el cual, acercándose al señor cura que
ya estaba muy pesaroso de haber tolerado todo aquello, porque el
alcalde y el Ayuntamiento en masa se le venían encima recriminándole
y echándole la culpa del tumulto, le dijo algunas palabras que al
sacerdote le debieron sonar ¿pronunciación divina, porque es el caso
que le dio muy amistosos golpes en la espalda al sacristán, y le
autorizó para que en aquel sentido hiciera cuanto le fuera posible.
En cuanto el sacristán se vio autorizado a poner en práctica la
luminosa idea que se le había ocurrido, buscó entre la multitud al
alcalde para imponerle de la forma en que se podría solucionar aquel,
estupendo motín sin que interviniera la guardia civil, que ya había
sido avisada por unos cuantos apacibles vecinos y vecinas timoratas.
El señor alcalde estaba muy ocupado en apaciguar el altercado
surgido entre su hija la mayor y una hermana del síndico, soltera y de
bastante edad, las cuales estuvieron a punto de tirarse de las greñas
porque las dos querían congraciarse con San Canuto, sin que esto
quiera decir que ninguna de ellas necesitara del favor del santo,
porque era público y notorio que se trataba de dos buenas muchachas.
Buen trabajo le costó al sacristán convencer al alcalde de que no se
pegase de puñetazos con la hermana del síndico, si bien es cierto que
la pelea no le convenía al alcalde, porque hubiera sacado de ella la
parte peor.
52
—Una
feligresa da dos riales por llevar las angarillas del Santo.
¿Hay quien dé más?—decía el alcalde
Se hizo oír la segunda autoridad eclesiástica del pueblo de la
primera autoridad civil, y a los pocos momentos el señor alcalde
reclamaba
el silencio de las turbas a fuerza de gritos, proclamando que ya tenía
conseguida la solución para llegar a un acuerdo pacífico.
—¡Eh, eh!—gritaba el alcalde.—Señores… señores y señoras: una
feligresa se m'acercao pa decilme que da dos riales por llevar la vara
de la derecha de las angarillas del santo.
—¡Una peseta doy yo, padre!—dijo una voz argentina salida de un
grupo de muchachas.
—Mi hija da una peseta,—gritó el alcalde.
—Yo doy dos,—dijo la hermana del sindico.
—¡Pus yo tres, padre!
—¡Pus yo cinco!
—¡Pus yo diez!
—¡Pus yo doce!
—¡Pus yo quince!... ¡Quince!
53
El alcalde pensó por un momento que la solución del conflicto le iba
a costar la hacienda, y que la idea no era tan vana como la había
parecido en un principio; pero se sobrepuso el cargo y el deber, y
desaforadamente gritó:
—M'hija da quince pesetas, por yevar la vara derecha de las
angarillas del santo… ¿Hay quien dé más?...
Se oyó un breve rumor, levantado sin duda por la malicia popular
condenando la tolerancia del alcalde, el cual cesó para que el
alcalde dijera nuevamente:
—M' hija yevará la vara derecha por quince pesetas.
Un murmullo general dio por sancionado el acuerdo.
54
55
VIII
LA PROCESIÓN
LA única grandemente contrariada fue la hermana del síndico, y así
lo dio a entender gritando con tono acre y modales descompuestos:
—¡Pus yo doy veinte pesetas por yevar la vara de la izquierda!
—¿Hay quien dé más?—vociferó el alcalde.—La Geroma—así se
llamaba desde niña la hermana del síndico—da veinte pesetas por
yevar la vara d'alante de la izquierda de las angarillas del santo.
—¡Yo, yo doy más!—dijo a voz en cuello una mujer rechoncha,
colorada y exageradamente gorda, apoplética, que a codazo limpio se
abría paso entre el apiñado concurso.—¡Yo doy veinticinco!—repitió
ahogándose.
Una carcajada unánime coreó la espléndida oferta.
Esta mujer rechoncha que acababa de hablar era la estanquera del
pueblo, viuda y rica: según decían los serranos, por seis o siete mil
duros no permitiría que resucitase su marido. Hay que tener en cuenta
que ella decía a cada paso que daba todo lo que tenía antes que volver
a ver al difunto vuelto a la vida.
Esto no quiere decir que el estanquero hubiera sido un hombre malo
para ella, ni mucho menos; antes al contrario, el estanquero la
adoraba, y pensando en su mujer trabajó incesantemente procurando
labrar una fortunita, para si él faltaba que su esposa tuviera un buen
pasar.
Lo de la fortunita lo logró a costa de su vida; pero no lo del buen
pasar de la viuda, la cual se repudría la sangre viendo que se
prolongaba demasiado su tercer estado civil.
Tampoco se atribuía la prolongación de este estado a falta de
pretendientes, porque ya la habían solicitado en matrimonio más
de cincuenta, entre jóvenes y viejos, solteros y viudos; pero ¡ay! ella
estaba enamorada perdidamente, y desde muchacha, de un hombre
que la había despreciado miles de veces a causa de su fenomenal
gordura.
56
La tía Geroma
Este hombre era nuestro prudente, nuestro buen amigo el
herboristero Don Juan Carranza.
La pasión loca de la estanquera y la causa de su fracaso eran del
dominio público en la comarca, y así se comprenderá la explosión
de risa que produjeron en la multitud las palabras y el tono con que
fue dicha su puja.
La estanquera quería ponerse en la predilecta gracia de San Canuto
para adelgazar a todo trance y hacerse merecedora de Don Juan, y
estaba dispuesta a no omitir gasto ni sacrificio alguno.
Ella fue la primera en hacer un rumboso donativo en metálico; ella
la primera en legar lujosa vestidura para la imagen; ella la primera en
ofrendar con abundancia frutos y embutidos, y hasta llevó una
boquilla de ámbar y espuma de mar para puros, que perteneció al
finado, con la pretensión de que se le pusiera a la imagen como
atributo justificadísimo para un santo que debía de fumar en pipa; y,
por fin, ella quería ser la que más alto precio diese por conducir en sus
propios hombros el santo venerado.
57
—¡Veinticinco pesetas da el morcón de la estanquera!—clamó el
alcalde.
—¡Treinta!—añadió lacónicamente la hermana del síndico.
—¡Cincuenta!... ¡Sesenta!... ¡Setenta!—gritaba frenéticamente la
estanquera, pujándose ella sola para dar a entender bien a las claras
que estaba decidida a arruinarse por conducir la vara de la izquierda.
—¡Setenta pesetas!... ¿Hay quien dé más?—dijo el alcalde.
—¡Setenta a la una, setenta a las dos, setenta a las tres!... Estanquera,
para ti es la vara de la izquierda.
—Veinte pesetas doy yo por la vara de la derecha de atrás—ofreció
nuevamente la hermana del síndico, malhumorada.
—¡Veinte pesetas por la vara de la derecha de atrás! ¿No hay quien
dé más?... ¡A la una...
—¡Quince!—dijo la misma.
—Eso no es formalidad,—gritó el cura.
—Bueno, pues no doy más que quince.
El alcalde, que era un arbitrista de primera y un lince en materia de
subastar, se dio cuenta de todo con gran presteza y dijo
precipitadamente, por si acaso:
—¡Pues quince a las tres!… Ya es tuya la vara de atrás de la
derecha, chica.
La retractación de la hermana del síndico produjo un poco de
indignación en una parte de las masas, mientras a la otra parte le
parecía muy bien y hasta lo celebraba con grandes risotadas.
El alcalde recomendó otra vez el silencio, y peroró de esta manera:
—Queda vacante la vara de atrás de la izquierda de las angarillas del
santo. ¿Hay quien dé algo por esta vara de la izquierda?
El silencio se hizo absoluto; nadie osó perturbarle para ofrecer
dinero, y ya parecía que no había en San Canuto más mujeres que
tomasen varas, cuando una debilísima voz dijo tímidamente, como si
se avergonzase quien la emitía:
—Yo doy tres pesetas por llevar esa vara. ¡No tengo más!
Todo el concurso, intrigado y curioso, miró hacia el sitio de donde
había salido la débil voz, y un movimiento de sorpresa y simpatía se
advirtió en la turba.
58
—¿Hay quién dé más?—vociferaba el alcalde
Aquellas sentidísimas frases las había pronunciado la hija del peón
caminero, la misma para quien iban destinadas las píldoras contra la
tos que había preparado el misterioso alquimista en su tenebroso
laboratorio, y que el lector recordará, si tiene memoria, y por si no la
tiene se lo recuerdo yo, que el químico trató de que llegaran a su poder
el mismo día de la expedición científica, cosa que no pudo realizar por
no hallarse en su casa la paciente.
El alcalde se percató en seguida de la impresión que había causado
la oferta de la hija del peón caminero, y haciéndose fiel intérprete de
los sentimientos del pueblo adoptó una actitud de protector decidido
de la muchacha, y con tono muy solemne y cara de conmiseración
exclamó:
—Tú llevarás la vara de atrás de la izquierda de las angarillas.
—¡Gracias, señor alcalde!—le repuso la joven.
59
El trombón, de la banda del pueblo
Una vez terminada la subasta, el sacristán se ocupó en hacer
efectivas las cantidades, y realizado este importante y delicado detalle
se procedió a establecer el orden de la comitiva con arreglo a la
mejor táctica procesional que de momento se le ocurrió al señor
cura.
La procesión fue dispuesta en teoría de la siguiente manera:
Estandarte de la Hermandad, seguido del gaitero y del tamborilero;
a los lados hermanas con velas (encendidas, a pesar del aire), de su
propio peculio cada cual; grupo de notables, compuesto del médico, el
veterinario, Don Juan Carranza, y un pintor de paisajes a quien los
chicos le tomaban el pelo porque usaba lentes, el cual había ido a San
Canuto de la Sierra a tomar apuntes y a hacer algunos estudios de
brumas; la música del pueblo, compuesta de un clarinete, un cornetín
de pistón y un trombón de fuego central, que formaban un conjunto
insoportable y totalmente inarmónico, desgarrador; la imagen, a
hombros de las damas consabidas; la presidencia, constituida por el
cura, el alcalde y el síndico; después marcharían los demás concejales;
detrás de la presidencia iría el pueblo en masa conduciendo sus
meriendas respectivas, y detrás las acémilas de los que las tenían,
60
conducidas por criados y parientes, para el regreso de la fiesta.
La presidencia de la procesión
Los forasteros no tenían puesto oficial en la comitiva; pero podían
ir donde a cada quisque le diera la gana, siempre que no alterasen el
orden dispuesto ni la libre marcha de la procesión.
Los tales forasteros estaban que echaban las muelas contra los
indígenas, y no era preciso ser una lumbrera para prever que allí se
fraguaba una bronca y que amenazaban con una tormenta horrible
palpables vientos de fronda.
Puestas a organizar la procesión las personas encargadas de ello,
pronto tropezaron con obstáculos insuperables y graves trastornos.
El primer mal consistió en que la hermana del síndico tenía una
estatura colosal, era una gigante; la hija del alcalde era bastante más
baja que ésta, pero mucho más alta que la hija del peón caminero; y en
cuanto a la estanquera ya sabemos que era un retaco. De modo que no
había forma humana de que el santo fuera conducido a hombros de
ellas, ni en andas, ni en volandas.
Decir lo que estas buenas mujeres chillaron, despotricaron, patearon
y lloraron, sería enojoso referirlo detalladamente; allí ya no sabía
nadie qué partido tomar, porque ellas querían que se les devolviese el
dinero, y a esto se opusieron el cura y el sacristán de una manera
terminante y definitiva.
61
Por fortuna, el sacristán era hombre de soluciones, y propuso que las
fieles que habían adquirido vara designasen cuatro hombres de sus
familias o amistades para hacer la conducción, siempre que las
estaturas estuvieran en consonancia con que el santo fuera con la
derechura y majestad debidas. No fue cosa fácil hallar los cuatro
hombres que se solicitaban; pero por fin se logró reunirlos y
convencerlos, porque ellos decían que sí creían en el santo, pero que
no les iba ni les venía nada con sus milagrerías, toda vez que ellos
eran robustos y no gordos.
Decididos estos cuatro mozos fornidos a llevar el santo hasta la
misma corte celestial en atención a los mimos, promesas y agasajos
que les hicieron las de varas, intentaron su cometido; pero era tanto el
peso del santo, los jamones, los embutidos y las frutas, que no bajaría
de dos o tres toneladas.
Dos turnos de ocho hombres, pues habían de renovarse, por fuerza,
fue preciso buscar para emprender la marcha. Dejémosles caminar a
todos hacia la pradera del manantial, y quedémonos nosotros en el
pueblo donde tenemos que enterarnos de ciertas minucias, y les
encontraremos todavía en el camino, dado lo que pesa el santo, y lo
largo y penoso de la caminata.
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63
IX
TESTAMENTOS, MUERTES, BODAS… Y FIEROS MALES
UN deber de humanidad nos obliga a volver al lecho del dolor del
general Pánico, al cual no reconoceríamos si no fuera porque la
presencia de su fiel criado Lebrel nos confirmase que aquel hombre
extenuado, pálido y febril, era su robusto señor de otros días.
¡Pobre general! La postración originada por el golpe y el susto
recibidos el triste día de la excursión científica había hecho estragos
en aquella naturaleza de hierro y acero de Bilbao. (El general era
bilbaíno).
Ya no era ni sombra de lo que fue: aquel temperamento indómito e
impulsivo había emigrado para no volver jamás; ya no increpaba a
Lebrel, ya no le amenazaba; las frases más violentas que salían de sus
labios se reducían a unas cuantas voces de mando de lo más elemental
de la táctica de infantería, y esto cuando la persistente liebre le hacía
desvariar, porque aquello era... ¡el delirio!
El general hablaba muy quedo y trabajosamente con Lebrel, y le
decía así:
—Amigo mío (porque tú eres mi amigo), estoy en las últimas: me
siento desfallecer, y yo advierto que me muero por momentos; si he de
serte naneo, creo que hoy me muero. ¡Nunca he visto la muerte tan de
cerca, ni aún en aquellos días de fieros y sangrientos combates en los
cuales la propia bizarría que comprometía a cada paso mi existencia,
la salvaba!
—No piense el señor en morirse,
—Sí, sí pienso, Lebrel. Es fuerza que piense en ello, porque ya sabes
que tengo un sagrado deber que cumplir: tengo una deuda de honor
pendiente, y además es un cargo de conciencia que me urge
solventar...
El general dio un profundo suspiro, y Lebrel dos suspiros
superficiales.
—De hoy no pasa—siguió diciendo el general con voz entrecortada
por la emoción y por la fatiga—que yo cumpla con este deber, porque
acaso mañana sería tarde.
64
—En mis ultimas disposiciones pienso dejarte una cantidad
para que puedas casarte,—decía el general a su criado
—Señor...
—¡Nada, nada, mi buen Lebrel! Hoy mismo, en las primeras horas
de esta noche, haré mi esposa a la hija del alcalde de esta localidad:
los extravíos hay que pagarlos a su debido tiempo, y yo no quiero
dejar en el mundo una mujer desgraciada por mi culpa. Tú te encargas
de avisar a su padre para que esta noche venga acompañándola;
también avisarás personalmente al notario del Real de la Sierra, al juez
municipal, al señor cura, a Don Juan Carranza, al médico y al
veterinario, porque estos tres últimos serán testigos de mi casamiento
y los haré mis testamentarios.
Lebrel gemía.
—No gimas, Lebrel: los espíritus fuertes, los hombres de corazón
han de dar pruebas de ello en los trances amargos y duros de la vida...
¡La mía se extingue rápidamente!
El general hizo un esfuerzo supremo, y para reanimar a su afligido
criado entonó, con purísimo estilo de malagueña, la siguiente copla:
A la cama en que me muero
no me vengas a llorar:
ya que no me quites penas
no me las vengas a dar.
65
Como se ve, el carácter del general había sufrido una transformación
radicalísima.
Luego que hubo cantado la copla, siguió diciendo el general:
—En mis últimas disposiciones me cuidaré de ti. Quiero
recompensarte de los malos ratos que te he dado en vida, y augurarte
una manera de vivir con independencia relativa. Pienso dejarte una
cantidad suficiente para que te puedas casar con la hermana del
síndico, porque ya, es hora también de que cumplas con esa pobre
muchacha: a este fin, te exijo en este momento, en que sólo Dios
nos escucha, solemne juramento de que te casarás con ella después de
mi muerte.
—¡Lo juro, señor!—dijo Lebrel anegado en un llanto, muestra de
agradecimiento, de pena y de alegría.
—¡Dios te lo premie!—siguió diciendo el general.—Ahora vete a
cumplir mis encargos y déjame reposar, porque me he esforzado
mucho.
Lebrel ahuecó las almohadas a su señor, entornó las maderas de la
vidriera, y abandonó la estancia para ir a cumplir el mandato del
agonizante guerrero, del cazador empedernido, del seductor de la hija
del alcalde.
Dejémosles.
* * *
La jornada de hoy es triste, lector amado. Para que se terminen las
novelas tienen que morirse unos cuantos de sus personajes y casarse
otros, y en esta no ha de faltar ninguno de esos detalles. La casualidad
me ha deparado uno de esos episodios arrancados a la vida real, que
me permite el lujo de poder aunarlo todo, esto es, que se casen y se
mueran a tu presencia.
¡Nada de problemas insolubles de esos que trastornan los espíritus
puros! Aquí se explica todo.
Estamos en la cámara obscura del intrépido alquimista Don Pedro
Ponce, que se revuelca en su revuelto lecho presa de horribles
sufrimientos físicos y morales.
66
—¡Fuera de aquí, bruja, más que bruja!—gritaba
Don Pedro Ponce a la vieja que le asistía
Le asiste en su enfermedad cruel una respetable señora de edad
descompasada, la cuál acababa de aplicable torpemente una
inyección de morfina, reclamada a gritos por el paciente.
El genio del apacible Don Pedro se había trocado en insoportable.
Estos cambios del carácter, como el operado en el general y en Don
Pedro, son síntomas precursores e inequívocos de una muerte
próxima.
La herida de la pierna, causada por el tajante colmillo del jabalí,
había sufrido una infección inexplicable, porque ni el vino que le echó
Lebrel, ni el emplasto que le aplicó Don Juan, fueron motivos para
que se ulcerase con tanta rapidez, y mucho menos con carácter
canceroso irrevocable.
La voraz llaga se comía el raquítico cuerpo de aquel desventurado
para cuyo paladar privilegiado habían sido cosas de juego los análisis
más complicados, como si se tratara de saborear un bombón de
chocolate y vainilla.
67
—¡Por vida de Dios! Esta vieja maldita me ha asesinado por la
espalda,—aullaba Don Pedro.—¡Señora vieja! ¡Anciana abominable!
Venga acá y contemple su obra: mire qué manera de poner una
inyección hipodérmica, ¡so animal!
—¡El Señor me valga!—clamaba la buena viejecilla, que aún usaba
el lenguaje y modos de sus mocedades.—Reportaos, mi señor Don
Pedro, y sed más cortés y más sufrido. Ved que me tenéis convulsa y
atortolada con vuestros gritos e imprecaciones...
—Pero vea usted también cómo me ha puesto con la aguja de la
jeringuilla: me ha dado usted una puñalada intermuscular…
¡intervisceral! que me ha atravesado el hígado. ¡Esto me faltaba
para no salir de ésta madrugada próxima! Llame al médico en
seguida, llame a Don Juan Carranza, llame al señor alcalde, y al
veterinario, y al peón caminero y a su hija: que vengan todos ellos
inmediatamente, que venga con ellos un notario… ¡Vieja insolente,
me voy a morir esta noche, pero voy a testar antes de morirme, y no le
voy a dejar a usted ni cinco céntimos para cordilla. ¡Lo poco o mucho
que he logrado reunir a fuerza de trabajos, orden y privaciones, no es
cosa de que se lo coma usted que no ha hecho más que refunfuñarme y
aconsejarme mal... Ahora se me juntan los dolores del cuerpo con los
del alma y no puedo estar ni un minuto tranquilo. Mi dinero será para
la hija del peón caminero y para el ser que bulle en sus entrañas: he
estado a punto de ser un padre desnaturalizado por seguir los consejos
de usted y dar oídos a sus chismes y cuentos, y a sus crueles
invenciones. ¡Fuera de aquí, Doña Momia! ¡Bruja, más que bruja!
—¡Quién os conoce, ¡cielo santo! ¡Vos tan comedido, tan guardador
de las conveniencias, tan delicado en la expresión como en el
conceto!...
—¡Fuera, fuera de aquí, déjeme usted morir sin ver cornejas!
Avise a la gente que la tengo dicho, ¡qué venga pronto!...
—Ahora no puede ser avisarles, señor: están todos ellos en la
pradera del manantial, celebrando la aparición de las aguas en
la presencia de San Canuto en imagen. Allí está todo el pueblo y más
de dos mil personas de los pueblos de alrededor.
—Pues bien: cuando regresen que vengan aquí inmediatamente...
Quiero casarme hoy mismo con la hija del peón caminero, con esa
santa mujer que dentro de poco será madre.
—De todo hay tiempo, señor Don Pedro.
—¡No, no hay tiempo de todo, porque yo me muero
irremisiblemente! ¿Lo oye usted, vejestorio?...
68
Hubo que levantar a viva fuerza a la viuda
para que dejara de beber agua del manantial
La conducción del santo a hombros de los elegidos no fue todo lo
reverente que era de esperar, porque el peso de la imagen y las
pesadas ofrendas con que iba exornada exasperaba a los conductores y
les inspiraba cuchufletas y chanzas de muy mal gusto.
Por de pronto, de cuando en cuando fingían un paso en falso, o un
traspiés, y al bambolearse la imagen se desprendían chorizos,
longanizas, algún jamón o frutas, que inmediatamente eran recogidos
del suelo por la turbamulta de que iban rodeados con tal religioso
propósito.
—La verdad es—decía uno de los conductores, que sudaba la gota
gorda—que el santo ha podido venirse un poco más cerca a hacer las
aguas.
Durante el tránsito, y por el reparto de las ofrendas desprendidas, los
que las conseguían del suelo tenían luego que defenderlas a puñetazo
limpio, y a algunos les ocurría que después de arrebatarles el botín
conseguido les daban unos cuantos moquetes por vía de
indemnización.
69
Estas colisiones parciales no tenían importancia por el momento;
pero suscitaban odios y enconaban los ánimos, y ya se notaba que
sobre la comitiva se cernía el genio del mal.
Por fin llegaron a la pradera del manantial, llamada a ser teatro de
los más. trágicos sucesos.
El señor cura procedió desde luego a la bendición de las aguas, y
una vez cubiertas de este requisito indispensable, que fue un acto
breve y sencillo, porque ni el cura ni el sacristán eran muy versados en
pragmáticas y ceremoniales, la estanquera se arrojó de bruces sobre
el manantial, llena de unción religiosa, y allí se estuvo bebiendo agua
hasta que la levantaron a viva fuerza.
El pintor, ante aquel acto de sublime ascetismo por parte de la viuda,
se conmovió bastante, y aunque era muy incrédulo, exclamó
filosóficamente:
—¡Algo tendrá el agua cuando la bendicen!
70

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LAS AGUAS DE SAN CANUTO (1906-1907) Félix Méndez

  • 1. LAS AGUAS DE SAN CANUTO Novela homeopáticamente hidroterápica y alopáticamente inverosímil (1906-1907) Félix Méndez Edición: Julio Pollino Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2
  • 3. 3 I EL MANANTIAL HAY en las estribaciones del Guadarrama, y en la parte de la sierra más próxima a Madrid, un monte bajo, todo de orégano, que ocupa una vastísima extensión. Este monte, en el cual abundaba toda clase de caza mayor y menor, fue adquirido en propiedad por el general Pánico, a su regreso del archipiélago magallánico, donde desempeñó con gran aprovechamiento el mando supremo, sin que al adquirir esta posesión guiase al bravo militar otro móvil que el de pasarse largas temporadas entregado por completo al cultivo de sus aficiones cinegéticas, por el cual deporte sentía un amor que rayaba en frenesí. Días antes de abrirse los períodos de caza ya no era posible hablar con el general de otras cosas que no fuesen sus escopetas, sus perros, su canana, su morral, sus municiones y demás pertrechos hasta el más completo equipo del perfecto cazador.
  • 4. 4 Le acompañaban en estas excursiones de caza, que duraban tanto cuanto era el período legal, dos hermosos podencos, llamados Tan y Tin, y un viejo criado, que según él fue héroe en la primera guerra civil; de modo que nos deja margen para calcular que contaría unos mil seiscientos años más que la Era Cristiana, toda vez que no se sabe de nadie que se haya querido aventurar a decir cuándo fue la primera guerra civil. El viejo criado, a quien el general llamaba Lebrel durante los ejercicios de caza, tenía el cuerpo lleno de heridas de armas de fuego, la mayor parte adquiridas por pequeños errores en la puntería de su amo, al cual se le desviaba el arma con una frecuencia desoladora; también presentaba dos o tres cicatrices de otras tantas heridas que recibió en campaña, pero el origen de estas era tan remoto que para verlas había que poner en juego una gran voluntad de querer verlas. El general era hombre fuerte, como un roble; pero sus sesenta y cinco años de edad y las grandes penalidades sufridas durante su brillante carrera le habían mermado la agilidad en términos que también parecía un roble: había engordado fenomenalmente y su voluminosa barriga le entorpecía de todo movimiento rápido. ¡Ah! Pues si no hubiera sido por su afición a la caza, ¿cómo era posible que se moviera en ningún sentido? Lebrel también estaba rollizo, porque el trato, a parte de las perdigonadas que de cuando en cuando recibía, no le dejaba nada que desear: comía y bebía como su señor, y hasta la ropa que éste desechaba le probaba divinamente; algunas temporadas tenía que mandar que las sacasen de las costuras, porque había prendas que se le ceñían con exceso. Amo y criado, sentados en el campo, más parecían dos enormes peñascos que dos seres humanos que se dedicaban a la caza. Una buena mañana, y a hora de las once o las doce, hicieron alto en el punto más pintoresco de la hacienda, con el fin de reparar las fuerzas con un poco de reposo y algunas viandas que muy fatigosamente conducía Lebrel a las espaldas.
  • 5. 5 Era un lugar tan apacible y oculto que parecía que jamás hubiese sido hollado por la planta humana. Se sentaron como Dios les dio a entender al pie de un pino virgen; vamos... virgen puede que no fuese, pero, en fin, muy virtuoso, sí. Lebrel comenzó a sacar de su morral el suculento condumio: una enorme tortilla de jamón, dos pollos asados, gran número de huevos cocidos, una lengua a la escarlata, salchichón, queso, frutas, pan y una botella, como de cuarto de arroba, de un Valdepeñas añejo, que daba la cara, como decía Lebrel abusando un poco del lenguaje familiar que le toleraba su amo a cambio de fidelidad en el servicio. No hay para qué decir que, bien fuera para aliviarse del peso o porque el apetito que llevaban era insaciable, consumieron cuanto salió del morral, dejándose decir el general, algo molestado, que no hubiese ido muy de más en compañía de todo aquello un poco de jamón en dulce, puesto que Lebrel sabía que era un manjar todo de su gusto. Juró Lebrel a su señor que no volvería a echar de menos tan exquisito bocado, y dando al traste con el último trago de la bota se entregaron a una pacífica digestión, protegidos por la sombra del pino. De rato en rato se alzaba el general trabajosamente para atisbar si algún conejo se había puesto a tiro desde donde él se hallaba a la bartola, y así que se quedaba convencido de que ninguno osaba hacerle tamaño ultraje se volvía a tumbar tan satisfecho del temor que infundían sus armas. —Lebrel,—dijo el general—¿están por ahí los perros? —No, señor, los perros deben estar bebiendo agua: los huesos de pollo asado y las mondaduras de la lengua y el salchichón, amén de la corteza del queso, les dan mucha sed. —¿Y se habrán ido muy lejos a beber agua? —No lo sé, señor... Se habrán ido a donde la haya. —Pues no estaría de más saber dónde la hay, porque parece que me acomete una sed como si me hubiese comido yo los huesos y las mondaduras. Algo se inquietó Lebrel con la sed intempestiva de su amo, porque desde luego supuso que le haría ir a buscar agua hasta donde Dios quisiera que la hallase, y él se encontraba muy cómodamente tirado panza-arriba.
  • 6. 6 —¿Has oído algo, Lebrel? —Sí, señor... Me parece que hay alguna pieza escondida en estas matas próximas que existen a mi izquierda. —¿No serán los perros? —No, señor... Los perros estarían aquí ya haciéndonos fiestas, cuando no olfateando los alrededores. El general se incorporó nuevamente con la esperanza de tener una ocasión de disparar la escopeta, y con esta en las manos miraba atentamente hacia las matas que le había indicado Lebrel. —¡Señor, señor!—exclamó Lebrel con tono plañidero.—Fíjese usted en que estoy en la línea de fuego, y si dispara usted no le va a llegar al conejo ni un solo perdigón. —Tú estáte quieto como estás,—le repuso el general mientras se echaba la escopeta a la cara—y no te sucederá nada. El pobre Lebrel, aterrado y esperando de un momento a otro recibir en su barriga toda la munición del disparo, se llevó las manos a la cabeza con la suprema resignación de un mártir, y permaneció inmóvil. Mientras tanto, el general se hallaba sentado al pie del robusto pino, casi sin respirar por lo violento de la postura, porque él estaba dispuesto a no perder aquella puntería hasta que saliese un conejo de la mata caprichosamente encañonada. —Señor,—dijo Lebrel más muerto que vivo a los diez minutos de suplicio—¿no ha salido el tiro? —¡Cállate, hombre! Lo que no ha salido es el conejo. —Puede que no hayan sido conejos os que produjeron el ruido. —Tienes razón, puede que no sean… Anda, levántate, y ve a ver lo que era. Nunca estuvo Lebrel tan ágil a pesar de los doce o catorce movimientos que tuvo que emplear para ponerse en pie. Se dirigió apresuradamente hacia el lugar donde se había producido el ruido, y al llegar a él soltó una franca y sonora carcajada. La cosa,fuese lo que fuese, no debió de hacerle al señor tanta gracia como al criado, porque creyendo sin duda que Lebrel se burlaba de la expectación en que había estado durante diez minutos, volvió a apuntar con la escopeta; pero ahora con el deliberado propósito de matar a Lebrel de una perdigonada, por burlón y por insolente.
  • 7. 7 Esta vez, Lebrel no se inquietó ni poco ni mucho por aquella actitud de su señor, porque no cesaba de reír, sabiendo que su amo no dispararía, o que si disparaba con la idea de darle era la mejor garantía de que quedaría sano y salvo. —¡O me dices en seguida de qué te ríes, mentecato, o te pego un tiro en la cabeza!—exclamó el general Pánico lleno de indignación. —¡Señor, me río, porque esto es lo más gracioso que darse puede! Aquí están Tan y Tin, jadeantes y con la lengua fuera, como si viniesen de descastar el monte de conejos. —¡Y puede que algo hayan logrado! Mira a ver. —Puede, sí, señor... Por el pronto, hoy no hemos visto ninguno: sin duda estos malditos canes los espantan hacia el monte vecino. —¡Eso es, ahora vas a echar la culpa a los perros de que no haya conejos en el monte! —¡No, señor! ¡Si conejos hay! Lo que pasa es que nosotros no los vemos: el conejo es un animal insociable muy poco dado a ir por su vo1untad allí donde los cazadores hacen alto. —De todos modos,—replicó él general —no veo la razón de las risotadas que has soltado faltando a toda clase de conveniencias. —¡Es que hay aquí un pocillo de agua que no tiene más diámetro que una naranja, ni más capacidad que el vaso de campaña del señor, y los dos perros querían bebérsela al mismo tiempo, sin lograr ninguno de los dos llegar a mojar el hocico! En esta lucha les he hallado yo, siendo la cosa más graciosa el verlos pelearse por beber el agua y no catarla ninguno. Toda esta fantástica relación quedó deshecha, con profundo asombro de Lebrel, al ver que Tan bebía todo el agua que se le antojaba, y que Tin bebía después, sin que el nivel de las aguas del pocillo bajaran ni un milímetro. Advertido el general del fenómeno que había observado su criado, se levantó con mil fatigas y llegóse a ver por sí mismo aquel prodigio. —Esto no es un pocillo, como tú te imaginas, Lebrel,—rompió a decir el general después de algunas investigaciones que pudiéramos llamar científicas.—Y esta cantidad de agua que tú crees que se la hubiera podido beber uno de mis perros y quedarse con sed, daría de beberá un ejército numeroso durante años y años, y siempre quedaría la misma cantidad.
  • 8. 8 Lebrel miraba a su señor durante estas explicaciones, como diciendo: «Solo me faltaba que este hombre se me hubiera vuelto loco.» El general siguió diciendo: —Voy a darte una prueba de que estas aguas son inagotables, es decir, que son aguas de pie. Agáchate, si puedes, e intenta desalojar de ese pocillo el agua que sale a la superficie. Así lo hizo Lebrel. Se arrodilló trabajosamente y apoyó una mano en tierra, mientras con la otra sacaba incesantemente pequeñas cantidades de agua que invisiblemente eran sustituidas. Una sonrisa de triunfo se dibujó en la tosca cara del general, viendo que la actividad de su criado no era capaz de desecar el agua del pocillo. —Además, te advierto que estas aguas suelen ser exquisitas, y, a veces, hasta son medicinales. ¿Quién me dice a mí—exclamó con cierto aire de duda y de profunda reflexión—que no me hallo ante un manantial de aguas de virtud desconocida? Y, mira lo que son las cosas, Lebrel: si esto fuera un manantial con aguas virtuosas, para nosotros sería lo mismo o mejor que haber hallado una mina de oro. ¡A ver, Lebrel, bebe agua! Lebrel se puso de bruces en el suelo e intentó varias veces llegar hasta el agua; pero el abdomen no se lo permitía, a pesar de sus esfuerzos titánicos. Lebrel pugnaba aunque no fuese más que por humedecer sus labios con aquellas aguas que ya le habían excitado la codicia y la sed; mas parecía que la Providencia, al revelárselas, le había castigado al suplicio de Tántalo. Compadecido el general de ver los inútiles esfuerzos de su criado por llegar al manantial, no se le ocurrió otro modo más práctico da ayudarle que ponerle un pie en la nuca y apretarle hasta vencer la resistencia del peso del otro medio cuerpo, sirviéndole de punto de apoyo para girar el centro de la barriga. Lo malo del procedimiento consistió en que como no podía hablar, no había medio de que pudiera decir al general que levantase la pezuña, porque ya se estaba ahogando y no quería mas agua.
  • 9. 9 Dibujos de Karikato Cuando el general retiró el pió del cogote de Lebrel, éste había ingerido una cantidad de agua tan grande que al levantarse dijo a su señor, casi asfixiado: —¡No cabe duda, señor, se trata de un manantial!
  • 10. 10
  • 11. 11 II MERCANTILISMO DEL GENERAL PÁNICO. —DIGRESIONES PRECISAS.— CONSTITUCIÓN DE LA JUNTA TÉCNICA PARA EL ESTUDIO DEL MANANTIAL DESCUBIERTO. EL general Pánico no se daba punto de reposo para pensar en los pingües beneficios que podría producirle el yacimiento de aguas hallado en su finca si, por casualidad, resultaban medicinales o con cualquier principio terapéutico que sirviera de base para la explotación de un establecimiento termal o de agüistas, fundando una poderosa empresa, toda vez que tenía gran crédito personal, bastante fortuna y amigos íntimos de sobrada capacidad financiera para reunir cuantiosas sumas y organizar el negocio. Desde luego, él se echaba de la parte de afuera, porque su constitución cerebral no se avenía con que los montes fueran otra cosa que teatros de la guerra, o, cuando menos, teatros de sus hazañas cinegéticas. Ya lo murmuraba él mismo a solas, y en lo más intrincado de sus meditaciones: —Yo, en el monte,ya se sabe: o general o cazador; lo mismo se me da de los hombres si son enemigos míos, que de las liebres y los conejos.
  • 12. 12 Empero, de cuando en cuando, acariciaba la idea de verse por lo menos consejero de la Administración del Estado, porque ser tal cosa no es denigrante del todo, ni es preciso ser un economista del tipo de nuestro Navarrorreverter. Por otra parte, él aportaba nada menos que el agua y los terrenos, que son el fundamento y la primera materia, respectivamente, en todos los negocios de esta índole. Esto, valorado, fe equivaldría al cincuenta por ciento de las acciones que se emitiesen, y calculaba generosamente el otro cincuenta para los capitalistas fundadores. Como se ve, el espíritu del general no era del todo refractario a los negocios, y su rebeldía a las explotaciones era mucho menor de lo que él mismo sospechaba. A medida que ahondaba en la forma del Planteamiento de una sociedad anónima para la explotación de aguas medicinales en terrenos de su propiedad—así lo escribió él mismo al frente de un cuaderno, donde anotaba las confusas ideas que en bullicioso tropel le pasaban por las mientes—(en atención al tecnicismo del general, hubiéramos podido decir en orden de batalla, en vez de escribir en bullicioso tropel; pero nosotros, como profanos, no creemos en el orden de las batallas; es más, creemos que son tanto mejores las batallas cuanto mayor es el desorden que haya en ellas); pues bien, a medida que ahondaba en la forma de crear la sociedad, más tercamente se aferraba en conseguirlo sin dar de su dinero ni una sola peseta; porque él, que en sus deliquios épicos censuraba acremente la defensa del paso de las Termópilas, por los espartanos que se perdieron inútilmente, no le parecía muy bizarro el reservarse el glorioso papel de Leónidas, en una lucha gigantesca donde sus pesetas iban a representar soldados. * * * Cultísimo lector: los buenos noveladores te tienen acostumbrado a suspender su su relación en aquel punto que a ellos se les antoja que tiene para ti mayor interés. Nosotros podríamos valernos de esta admitida estratagema que nos brinda el arte, y ahora mismo dejarte perplejo o impaciente; pero, no: quédese la picardihuela literaria para quienes de ella hayan menester, y vamos nosotros deliberadamente a ponerte en los antecedentes más curiosos de esta nuestra inverosímil invención.
  • 13. 13 Lebrel y los perros, enflaquecidos por las aguas del manantial Dejemos al general ocupado en arbitrar recursos o decidiéndose a invertir los suyos, que esto más adelante se dilucidará cumplidamente, y sí tú, lector, tienes temperamento bursátil y se te pasan ganas de subscribirte por algunas acciones, espera prudente a que estas figuren en la cotización oficial porque ya estén las aguas en explotación, puesto que aún no conocemos el análisis cualitativo, y, por lo tanto, no sabemos si las aguas son o no son medicinales. Recordemos que Lebrel y los lebreles podencos, estos últimos de dudosa casta, ingirieron tanta agua que aquél confirmó que era un manantial, y los perros a poco más lo desecan.
  • 14. 14 Tres días han transcurrido desde que los podencos descubrieron el agua y bebieron de ella, y aquellos animales, de vida regalada en la corte y de muy poco que hacer en el campo, criándose, por lo tanto, rollizos como cebadas reses de cerda, dieron en adelgazar sin causa conocida, en términos tan alarmantes que más que podencos parecían galgos ingleses atacados de moquillo español. En cuanto a Lebrel, pena daba verle. De aquel hombre de panza voluminosa, redondo, que vimos rodar sobre el verde tapiz de la pradera ni más ni menos que un mingo en la mesa de billar, no quedaba nada: ya no era Lebrel, había enflaquecido sin sentir molestias, ni desmayos, ni inapetencias; su vigor físico era el mismo, su agilidad mayor, su sueño inalterable; pero se había quedado en los huesos, sin exageración: aquel hombre era el esqueleto del Lebrel que vimos en la merienda. ¡Pobre,desventurado Lebrel! Todos los vecinos del pequeño pueblo de Villaoblea, donde el general habitaba en una incómoda casuca para estar cerca del monte de sus cálculos mercantiles, digámoslo así, estaban consternados ante la rápida delgadez de Lebrel y de los podencos. El médico del lugar se devanaba los sesos ante el fenómeno, y durante veinticuatro horas estudió más patología que durante el curso de la carrera: el galeno rural se hallaba estupefacto viendo desaparecer el abundante tejido adiposo de Lebrel sin la más mínima fiebre, como por arte mágico; y de tal manera llegó a perturbar la razón del médico lo extraordinario del suceso, que no tuvo inconveniente en diagnosticar que aquel sujeto padecía una enfermedad desconocida hasta el día, que podía llamarse muy bien cinematografosis, en virtud de que él no había presenciado sus efectos más que en las películas del cinematógrafo. Lo gracioso del caso es que al veterinario de Villaoblea, que también andaba bastante soliviantado por el trastorno que suponía en su profesión y en su fama el caso de los perros, le pareció de perlas el dictamen facultativo emitido por su ilustrado compañero, como él se permitía llamar al médico titular de Villaoblea, y en consonancia y de conformidad con él aseguró que los perros también padecían cinematografosis, pero estos con carácter rábico. Lo del carácter rábico observado por el veterinario tenía su fundamento en que la alegría de los perros de encontrarse tan flacos y ligeros, a pesar de lo que devoraban, se traducía en saltos y carreras en todas direcciones y constantemente.
  • 15. 15 Este júbilo tan justificado es el que indujo a creer al maestro albéitar, como despectivamente le llamaba el médico, que los perros estaban amenazados de hidrofobia, juicio facultativo que estuvo a punto de costarles la vida a los dos canes, porque ya se había formado un complot de cazadores de la localidad para asesinarles en la primera ocasión que se presentase con facilidades de disculparse por lo desgraciado de los disparos. Nada de esto tiene verdadera importancia comparado con el grave problema que se le presentaba a Lebrel con motivo de la holgura de sus prendas de vestir. De cada par de pantalones podían hacerse catorce pares, y las americanas parecían, puestas en él, capas de esas de vuelo cumplidito. Desnudo estaba mucho mejor que vestido, y de los dos modos era el hazmerreír de Villaoblea: realmente, el obeso Lebrel, trocado súbitamente en el hombre más enjuto de la tierra, estaba hecho un adefesio con la ropa del tiempo de sus escandalosas gorduras. * * * A todo esto, el general no se inquietaba por la inesperada delgadez de sus tres lebreles. Enfrascado en la disposición de las primeras gestiones para llegar a un convencimiento pleno de que estaba en posesión de un venero de riquezas en líquido, lo mismo le daba que los seres de la creación perdiesen carnes como que las adquiriesen. El bravo general, el cazador empedernido, ya no veía más que agua por todas partes: parecía, en vez de general, un almirante en funciones. Con un envidiable criterio especulativo, pensó en reclamar de la corte el concurso de famosos varones en las distintas ramas del saber humano. Para no ser cuestiones de su competencia, no encauzaba mal los preámbulos del asunto. Requería in mente el concurso de varias eminencias en Ingeniería, en Química, en Medicina, en Arquitectura, en Botánica, en Economía y en Derecho. En la eminencia que más empeño mostraba por que fuese la mejor, era la de la Economía. Trazó planes, hizo programas, formuló citaciones, y formó un presupuesto de lo que le podía costar el transporte de toda aquella ciencia que él creía precisa, tan acabado y minucioso que determinó prescindir de las lumbreras.
  • 16. 16 Don Juan Carranza, el viejo alquimista de Villaoblea En Villaoblea había un viejo alquimista, que, por no se sabe qué inconcebible incuria o punible tolerancia, ejercía de boticario en el pueblo; el cual anciano presumía de químico moderno, y era tan vanidoso, y atribuía a su paladar tan exquisita sensibilidad, que los análisis los hacía saboreando las más complicadas substancias compuestas ¡con sólo humedecerse la lengua y paladear! Este hombre mágico se llamaba Don Juan Carranza. Asimismo había en los cortinales del pueblo un tenducho con carácter de droguería y herboristería, regentado por otro anciano al que también le daba por presumir de iniciado exclusivo en los secretos de la flora. Don Pedro Ponce, cuyo era su nombre, presumía de ser un botánico asombroso; más aún, se imaginaba, y así lo hacía saber a las gentes, que era el mejor naturalista del mundo. Para dejar las cosas en su justo medio, consignaremos que si el señor Ponce no era en realidad lo que él se figuraba, tampoco era un hombre que confundiera el ácido bórico con el espliego.
  • 17. 17 Don Pedro Ponce, el botánico del pueblo Cuando el general tuvo conocimiento de la existencia de estos dos sapientísimos villaoblegurritanos, se puso al habla con ellos, y en la primera conferencia quedó constituida la junta técnica para la investigación de todo lo concerniente a las aguas del manantial, en la forma siguiente: Presidente: Excelentísimo General Pánico (Profano). Primer vocal: Don Pedro Ponce (Técnico). Segundo ídem: Don Juan Carranza (Técnico). Secretario: Don Bruno Lamprea (Lebrel). Una vez constituida la junta y formalizados los nombramientos de los cargos respectivos, se acordó, después de mucho discutir y poco razonar, la fecha de la primera expedición científica, y se levantó la sesión.
  • 18. 18
  • 19. 19 III LA PRIMERA EXPEDICIÓN CIENTÍFICA EL general Pánico comprendió desde luego que, una vez constituida la «Junta Técnica», lo más urgente era organizar una excursión al lugar de las aguas, siempre que se hiciera con gran sigilo, porque tan temeroso estaba el general de hacer el ridículo si aquello que él creía manantial resultaba un charco, como de que le desposeyesen de su hallazgo si efectivamente eran aguas de pie, y por ende medicinales: ya se sabe lo que son las gentes de los pueblos. Durante dos días el general no se dedicó a otra tarea que no fuese meditar el orden de la expedición científica, lo cual hizo con tanta o más madurez que un complicado plan para una batalla decisiva. En consecuencia de tanta meditación, una noche antes de acostarse llamó a Lebrel y le dio numerosas y precisas instrucciones para el siguiente día.
  • 20. 20 —Oye, Lebrel,—dijo pausadamente el general—mañana a las ocho avisarás en sus domicilios a Don Pedro Ponce y a Don Juan Carranza, para que se hallen a las once, sin falta, en el sitio denominado Boca de lobo. Adviérteles que conviene a mi plan que no vayan juntos. Nosotros saldremos de aquí a las diez y media. Tampoco conviene que nos vean juntos. Yo saldré un poco antes, y nos encontraremos todos en el mismo sitio. Llevarás abundantes provisiones de boca para los cuatro, contando con que puede que hagamos dos o más comidas: es fácil que las investigaciones nos lleven todo el día. ¡Fíjate bien, Lebrel! Como todas esas viandas supongo yo que pesarán bastante, y es preciso que tú no lleves impedimenta alguna, procúrate un pollino con la mayor reserva, y que sea el pollino el encargado de conducir las alforjas. —Señor,—se atrevió a insinuar Lebrel tímidamente—¿convendrá que nos vean juntos a mí y al pollino? —¡Hombre, no seas necio! El pollino y tú no podéis ir por separado toda vez que al pollino no se le puede decir el punto de cita. Lebrel, en medio de todo, era bastante discreto y comprendió que su amo tenía razón. —Oye, oye,—siguió diciendo el general, siempre con gran reposo, como quien teme ser mal comprendido.—Si se extrañasen en la tienda de la cantidad de víveres que has de adquirir, dices que es muy fácil que me pase en el coto tres o cuatro días, ¿entiendes? —Sí, señor... Todo eso es fácil. —Es que te temo, Lebrel. ¡A lo mejor eres muy bruto! ¡Ah, canastos! Se me olvidaba lo principal: es preciso que lleves un cuaderno de apuntaciones y un lápiz; no olvides que vas en funciones de secretario, y tienes que anotar cuantas advertencias hagan los señores Ponce y Carranza... ¿Te has enterado bien ? —Sí, señor, muy bien. —Pues... hasta mañana. Vete. * * *
  • 21. 21 Minutos antes de la hora convenida llegó el general a Boca de lobo, armado de su escopeta, ceñido por su canana y seguido de sus fieles y escuálidos Ton y Tin. Se felicitaba íntimamente de haber llegado el primero, para tener ocasión de observar si Carranza y Ponce cumplían su encargo de no ir juntos. Se sentó en un ribazo después de colocar la escopeta con cierta previsión, y se disponía a fumar un cigarrillo cuando le sorprendió una voz amiga que le decía cariñosamente. —¡A la orden, mi general! Se ve que es usted un ordenancista: ¡los hábitos militares para esto de la puntualidad son admirables! —Para esto y para todo, amigo Don Pedro,—repuso el general un poco amostazado por la impertinente duda que dejaba entrever Don Pedro en cuanto a la virtud de los hábitos militares en otros puntos que no fueran la puntualidad; y marcando el tono, añadió:—Pues usted tampoco se ha dormido... —Yo estoy por aquí hace más de media hora. Salí esta mañana a las siete para no infundir sospechas, y me fui de paso a llevar unas píldoras para la tos a la hija del peón caminero del Cerrillo... Pero no había nadie, y he tenido que volverme con las píldoras. —Pero, oiga usted, señor Ponce: ¿desde cuándo los farmacéuticos reparten sus medicinas a domicilio? —Le diré a usted, general: se trata de una muchacha de veinte años, muy guapa y muy buena, y, aún cuando uno ya va para Villavieja... —Se queda en la caseta del peón caminero del Cerrillo, ¿no es eso? —Les estoy oyendo a ustedes hablar desde que han venido, y no se han enterado de mi presencia,—apareció diciendo Don Juan Carranza desde lo alto del ribazo, donde aún se hallaba sentado el general departiendo con Don Pedro. —¡Canastos!— exclamó el general.—¿También usted tenía que hacer por estos contornos? —También... Porque me hacían falta algunas cosillas que se dan por aquí con abundancia, y me dije: «Pues iré un par de horitas antes y me dedicaré a coger lo que necesito». —¿Y qué, se ha dado bien?—le preguntó Don Pedro. —Bien. Ya tengo en este taleguillo un poco de Sambucus nigra y de Pteris aquilina,—le repuso Don Juan con cierto énfasis, para ir acreditándose.
  • 22. 22 El general le miró estupefacto, y después pasó a mirar a Don Juan, como diciéndole: «¡Vaya un botánico que me he traído!» Don Juan no se percató de esta mirada, porque se hallaba ensimismado, mientras decía para sus adentros: «¡Lo que sabe este tío!» Un prolongado rebuzno sacó al general y a Don Juan de la perplejidad en que les había puesto Don Pedro, y éste también se distrajo de saborear su triunfo, como hombre de ciencia. —Por ahí viene Lebrel,—dijo el general.—Pero es el caso que desde aquí se domina todo el camino, y yo no le veo. —Fíjese usted en que el rebuzno ha venido de esta parte interior del monte,—le hizo observar el señor Carranza. —¡Lebrel, Lebrel!—gritó desaforadamente el general. —¡Allá va!—repuso Lebrel que estaba oculto con el asno detrás de unos espesos y altos matorrales. Momentos después aparecía Lebrel conduciendo del ronzal una burra, abultadísima de panza y cargada con unas alforjas repletas de provisiones. Los perros se levantaron del lugar donde reposaban para hacer algunos agasajos a Lebrel, y después se dedicaron a olfatear las alforjas, de las cuales ya no se separaron durante el trecho de camino que faltaba para llegar al coto.
  • 23. 23 —¡Pero, hombre! ¿Qué demonios hacías ahí?—le dijo su amo. —Señor, me he puesto aquí para que no me viese alguien que pasara por la carretera. —¿Y hace mucho que estás? —Desde las diez, señor. El general no pudo reprimir un sublime gesto de desagrado, que quería decir que se había lucido con sus pretensiones de haber llegado el primero. Y poniéndose en pie, invitó a los señores Ponce y Carranza a emprender la marcha hacia el coto, y ordenó a Lebrel que les siguiera. * * * —Aquí es,—dijo el general deteniéndose.—Vean ustedes este pocillo: pues bien, las aguas de este pocillo son inagotables. Pero descansemos antes de todo, si les parece bien, porque yo ya no puedo ni con mi arma ni con mi alma. Se sentaron los tres en una peña inmediata, tapizada por el musgo ni más ni menos que si fuera un diván cubierto de terciopelo verde, y comenzaron a hablar de lo pintoresco de la situación del manantial; mientras tanto, Lebrel descargaba a la burra denlas pesadas alforjas y la trababa las patas delanteras con el mismo ronzal y con el piadoso fin de que se buscase buenamente el sustento sin alejarse de aquel lugar; y luego, se puso a espantar a Ton y a Tin, que no dejaban de meter los hocicos en las alforjas, las cuales tuvo que colgar de un pino, después de algunos tanteos para cerciorarse de la resistencia. Don Juan, que seguía atentamente todos estos movimientos del criado, llamémosle secretario desde este instante, le dijo desde donde se hallaba sentado: —En ese pinus pinaster están bien. El secretario se quedó un poco atónito, y entre el general y Don Pedro se cruzó una mirada de inteligencia, como si quisieran decirse que estaba abusando de sus conocimientos el tal Don Juan. A todo esto, la burra también había descubierto el manantial, y confundiéndolo sin duda con un abrevadero, se puso a beber agua tranquilamente.
  • 24. 24 El general la contemplaba aterrado; pero no se atrevía a decir que aquella burra era su perdición porque se iba a beber hasta los posos, mientras Don Pedro, algo más observador, deducía in mente la triste consecuencia de que aquellas aguas no debían de ser minerales cuando la burra se las bebía con tanta placidez. —¡Ea!—dijo de repente Don Juan, poniéndose en pie.—¡Manos a la obra. ¡Clasifiquemos algunas de las plantas más inmediatas al agua, por si su presencia arroja alguna luz... Tengo que hacer de esto un informe minucioso. Lebrel sacó un cuaderno de notas, en cuarto mayor, para que no faltase libro, y un lápiz, y se dispuso a escribir cuantas observaciones le dijese el sapientísimo Don Juan. Don Pedro y el general le seguían atentamente, mientras él dirigía una escrutadora mirada por el suelo. —Tiene un excelente aspecto de investigador,—dijo el general al oído de Don Pedro. Y Don Pedro respondió: —Sí, señor: se ve que sabe. —¡Eratecus monogyna!—exclamó Don Juan en muy alta voz.— Ponga usted ahí: Eratecus monogyna. Lebrel miró alternativamente a Don Juan, a su amo, a Don Pedro, al libro y al lápiz, y hubiera querido que se le tragase la tierra antes de escribir aquellas terribles palabras.
  • 25. 25 —¿Ha puesto usted ya Eratecus monogyna? Bueno... Pues ahora: Junisperus nana... nana, como suena... Ahora Adenocarpus hispánica... Esto es: Quercus turífera, después de adenocarpus... Lebrel le seguía con la mirada extraviada; pero no escribía ni una letra. Cada vez que abría la boca el botánico se le abrían a él todas las carnes. —Ponga usted,—siguió diciendo Don Juan, sin cuidarse de la triste situación de Lebrel.—Aluusglutinosa; Populas nigra; Fraxinus angustiofila; Thymus vulgaris. Lebrel escribió unas palabras en una de las páginas hasta entonces impecables. —Asphodelas albus; Urtica ureas; Narcisu niralis; Rosa canina; Viola adorata... —¡Ora pro nobis!—exclamó Lebrel que ya se le saltaban las lágrimas de miedo, y no pudo contenerse. El general y Don Pedro que le oyeron, se echaron a reír; pero al naturalista le enojó la chanza, y volviéndose hacia Lebrel, le dijo en tono aterrador y envolviéndole en una dominadora mirada: —Juncus sylvaticus.
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  • 27. 27 IV RESULTADO FENOMENAL DELANÁLISIS VISTO por el general Pánico el deplorable efecto que la gracia de Lebrel había producido en el ánimo del herboristero, puso la cara de los consejos de guerra verbales, y le dijo al secretario en acre tono: —Oye, oye, Lebrel: o ejerces tu cometido de secretario con la formalidad que requiere el cargo, o te pego una perdigonada. —Mi general, yo no podía imaginarme que para desempeñar esta secretaría se necesitara saber lenguas muertas... Digo yo, que serán lenguas muertas estas en que me habla mi respetable Señor Don Juan, porque no he oído nunca a ningún vivo expresarse en esos terminachos... —¡Cómo terminachos!—le interrumpió Don Juan poniéndose rojo de ira.—¿Pues no llama terminachos a la sagrada nomenclatura de la flora? —Fíjese usted, Don Juan,—dijo Don Pedro—en que el bueno y fiel Lebrel es un profano y está ayuno de ciencias de toda clase... ¡Otra cosa hubiera sido si acertamos a traer de secretario al presidente de la Academia de Ciencias Físicas y Naturales!
  • 28. 28 —Eso es una impertinencia, señor boticario,—exclamó Carranza. —¡Eh, eh, señores! Aquí no se ha venido a pelear, ¡vive Dios! que para pelear no he necesitado jamás de nadie: es decir, sí he necesitado de los soldados,—intercaló el general después de recapacitar un poco.—Pero ni ustedes son soldados, sino hombres de ciencia, ni esto es una batalla... Las frases enérgicas del general pusieron bastante taciturno a los dos sabios, porque Lebrel ya lo estaba. —¡A ver qué ha puesto usted en ese cuaderno!—dijo Don Juan arrebatándole el libro al secretario.—¿Qué es esto? ¡El timo de los perdigones!... —¿No me ha dicho usted eso una de la veces? —No, señor: he dicho Thymus vulgaris. —Pues, bueno: yo no sabía escribirlo así, y como el Thymus más vulgaris es el de los perdigones, lo he puesto de esa manera. —¡Para perdigones los que te voy a meter yo en la cabeza, mentecato!—decía el general preparando la escopeta. Más que por piedad por miedo, pues ya les era conocida la puntería del general, se echaron Don Juan y Don Pedro sobre él para evitar el disparo. —¡No se ponga usted así, mi general!—dijo Don Pedro. —¡Señor, no es para tanto!—argüía Don Juan. Y, mientras tanto, Lebrel pensaba para sí: «Como dejéis que tire, ya veremos a quién mata.» Apaciguado el general, propuso que el naturalista escribiera él mismo el resultado de sus investigaciones, dada la ineptitud de Lebrel, y que éste se pusiera al servicio del químico, que no parecía tan pedante. Don Pedro se levantó de la peña pausadamente para entrar en funciones, y llegándose hasta el manantial se arrodilló con prosopopeya; una vez arrodillado, quitó bastante agua en las pequeñas porciones que podía recoger con los dedos puestos en cogedor, a la manera que se hace para repartir el agua cuando se riega, y sacó de uno de sus bolsillos dos estuches. Al general le intrigó bastante aquello de los dos estuches y la operación del riego, y abandonando su asiento se dirigió también al manantial para presenciar interesantísimas operaciones.
  • 29. 29 —He sacado esta pequeña cantidad de agua previamente,—dijo Don Pedro dirigiéndose al general—porque no era cosa de que el análisis arrojase que se trataba de un manantial de babas de burra... —Comprendo,—le respondió el general.—¡Está usted en todo!... Y esos estuches, ¿de qué son? ¿Alguna sonda? —No, señor... Esta es una jeringuilla para extraer el agua poco a poco, y este un vaso de campo para ir depositándola, porque no era cosa de que me pusiera a beber el agua de bruces. —Veo con satisfacción, amigo señor Ponce, que es usted el hombre más previsor de la tierra. Lebrel también le miraba atentamente y creía muy de veras que se hallaba rodeado de hombres sapientísimos. A todo esto, Don Juan Carranza vagaba por aquellos alrededores arrancando yerbajos y metiéndoles la uña del dedo pulgar de la mano derecha, o masticando un poco, u oliendo otro poco, y anotando después el resultado de su investigación, sin apercibirse de lo que hacía Don Pedro con el cual seguía algo amoscado. El señor Ponce introdujo, por fin, la jeringuilla en el pocete, y haciéndola absorber una pequeña cantidad de líquido la depositó en el vaso. Esta operación la repitió tantas veces como fueron necesarios para llenar el tal recipiente. En aquella misma actitud, de rodillas, se llevó el vaso a la boca para coger un buche; después, alzó el vaso y miró al trasluz; luego, cerró los ojos, y así permaneció un gran rato. El momento era solemne. El general y Lebrel no respiraban para no perturbar en poco ni en mucho aquel gran espíritu. Ponce estaba sublime, parecía un penitente: recordaba algo la divina Oración del Huerto. La burra lanzó un estridente rebuzno, y aquello debió de sacar al empírico alquimista de su profunda meditación porque, abriendo los ojos lánguidamente, exclamó en tono profético: —General, estamos ante un manantial de aguas minerales. El general al oír esta rotunda afirmación estuvo a punto de caer al suelo, y así hubiese sucedido a no ser por Lebrel, que le ayudó a sostenerse.
  • 30. 30 —¡Eureka!—gritó cuando ya se hubo repuesto. Y volviéndose hacia su criado que estaba pálido y tembloroso, le abrazó con gran efusión, y en esta interesante postura estarían veinte minutos. Ya empezaba Lebrel a resentirse de tan pesada carga como le hacía su señor, y tímidamente dijo: —¡Señor, vuelva en sí!… Puede que se equivoque el señor Ponce. Al oír este juicio, el general se irguió gallardamente, y descargó sobre su criado tan tremenda bofetada que, cayendo sobre el químico, que aún se hallaba de rodillas y paladeando buches de agua, rodaron los dos confundidos por un trecho mayor de cuatro metros. El primer cuidado de Don Pedro al levantarse un poco magullado de la imprevista aventura fue volver al manantial creyendo encontrar la jeringuilla y el vaso, que se le fueron de la mano, hechos añicos; pero no era así: ninguno de los dos frágiles objetos había sufrido el más leve detrimento. El general, muy contrariado por la imprevista complicación del señor Ponce en el suceso, le pidió mil excusas, reconociendo que era impetuoso, y añadió que quería castigar con mano dura la ofensa que le había inferido Lebrel dudando de sus aseveraciones.
  • 31. 31 Lebrel, a su vez, explicó su juicio diciendo que él únicamente quería atenuar la impresión que había producido en su amo la revelación del químico, sin dudar ni un solo momento de que fuese cierta, puesto que de ella se alegraba tanto que no le importaba nada el cachete recibido, ni las volteretas dadas en consorcio con el boticario. Don Juan Carranza se hallaba ensimismado con sus clasificaciones, a distancia que, permitiéndole enterarse de todo lo ocurrido, hízole reírse a sus anchas de lo cómico del accidente y de lo inmediata que había sido su venganza; tanta rabia tenía al boticario y a Lebrel que, de haber estado más cerca de ellos, le hubieran oído decir con gran júbilo: «¡Hay Providencia!... ¡Estoy vengado!» Empero este Don Juan, como hombre curtido en las lides de la vida, sabía disimular sus impresiones, y acercándose al grupo y por vía de cumplimiento se dirigió a los dos lesionados muy cortésmente. Y les preguntó: —¿Se han hecho ustedes mucho daño? —No, no,—exclamó el señor Ponce.—Yo no he sufrido sino algunos golpes leves al rodar; pero me he asustado mucho, porque estaba distraído y no me di cuenta de lo que nos sucedía. —¿Y usted, Lebrel?
  • 32. 32 —Yo no me he hecho nada, señor Carranza.—Lo peor hubiera sido la caída, y como estaba debajo Don Pedro apenas he sufrido en el golpe. —Sin embargo, parece que ese carrillo de la izquierda le tiene usted bastante hinchado. —Bien puede ser, porque me molesta bastante; pero, ¡vamos! no es tanto como parece. Ya le enojaba al general que se hablase de aquel pequeño incidente, como él decía, e intervino en la conversación diciendo: —¡Ea, eso ya pasó, qué demonio! Continuemos cada cual en nuestro asunto. —Yo ya he terminado el mío, mi general,—repuso Don Juan.— Tengo anotadas más de sesenta clasificaciones de plantas, que son las que existen en toda la extensión de esta pradera. He hallado plantas de la familia de las compuestas (géneros Iraxacum e Ilicracium); de las leguminosas (Satirus y Lotus), y de las gramíneas, borragíneas, malváceas, crucíferas y geraniáceas... —Con seguridad,—le interrumpió el general—que Lebrel prefiere la bofetada a haber tenido que escribir todo eso. —Si, señor,—repuso secamente Lebrel. —Perfectamente. Pues vete a preparar la comida, porque parece que yo siento ya algo de debilidad... Y, mientras tanto, Don Pedro nos anticipará seguramente algunos de los componentes del agua. Lebrel se fue en busca de las alforjas para cumplir la orden de su amo, y Don Pedro, que había recogido la alusión, se dirigió al manantial para llenar otra vez su vaso con el precioso líquido. El general, seguido de Don Juan, se encaminó a la peña donde antes había estado, y poco después de sentados llegó Don Pedro con el vaso lleno, sentándose a su vez en medio de los dos, para que no se perdiese palabra de cuanto iba a decir. El señor Ponce levantó el vaso con el mismo amor y en igual forma que el sacerdote oficiante levanta el cáliz, y después de hacer notar las burbujas que desde el fondo del vaso salían a la superficie en franca revolución, dijo entono enfático: —He dicho y sostengo que estamos ante un caudal de aguas minerales cuya acción terapéutica yo no puedo determinar, si es que tiene alguna acción terapéutica, porque hasta ahí no llega mí ciencia; pero algo medicinal no dudo de que es. Por lo pronto, los gases desprendidos por la ebullición, son ácido carbónico, oxígeno y nitrógeno.
  • 33. 33 Don Pedro miró alternativamente al general y a Don Juan, y vio reflejado en ellos el mayor estupor, un grande asombro. Halagado por la impresión del preámbulo, en el cual había procurado, y conseguido, achicar al herboristero, prosiguió: —Ahora bien, los elementos minerales de que se compone, son, a saber... Bebió un sorbito de agua, la paladeó ruidosamente haciendo castañetear la lengua, cerró los ojos, y dijo: —Bicarbonato cálcico (paladeó nuevamente), magnésico (otro paladeo), ferroso (otro paladeo), lítico (otro), sódico... Sus adláteres estaban embelesados, porque no concebían dominio tan absoluto del sentido del sabor; y este triunfo suyo no le pasó inadvertido a él en cuanto abrió los ojos. Tornó a beber, y otra vez cerró los ojos, y otra vez paladeó. —Cloruro cálcico, magnésico, sódico, potásico... Sulfato cálcico, magnésico, sódico... —¡Admirable, amigo mío, admirable!—prorrumpió el general entusiasmado. —¡Asombroso, asombroso!—exclamó Don Juan. El señor Ponce, sin inmutarse por las lisonjas que suponían aquellas exclamaciones, volvió a beber y a cerrar los ojos, y prosiguió diciendo, según paladeaba: —Silicato sódico, alumínico; fosfato alumínico, nitrato sódico... —¡Basta, basta! No haga usted más esfuerzo. ¡Eso que usted hace es prodigioso! ¡Eso no es una boca de hombre, eso es un laboratorio! —gritaba el general. —Y usted ¿qué dice?—le preguntó Don Pedro a Don Juan. —¿Yo? Que si tuviera ese paladar estaba a estas horas en Jerez de la Frontera, ganándome todo el dinero que me diera la gana como catador de vinos. Lebrel se aproximó al grupo, y dijo respetuosamente: —La comida está preparada ya. Cuando los señores gusten pueden acercarse. —¡Ahora mismo!—gritó el general en el paroxismo del entusiasmo y del apetito. Y levantándose echó a andar hacia el lugar donde estaban preparadas las viandas, seguido de Ponce y de Carranza, que no cesaban de repetir por lo bajo: —¡Qué paladar, Dios mío, qué paladar! En Jerez es una mina.
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  • 35. 35 V COMIDA TRÁGICO-CAMPESTRE LEBREL, puesto en sus verdaderos oficios, sabia más que Carranza y Ponce juntos en los suyos respectivos. Mientras Don Pedro Ponce analizaba el agua del modo prodigioso que hemos presenciado, el secretario había tendido el albo mantel sobre una peña recubierta de blando tapiz de liquen, que formaba un leve promontorio en el nivel de la pradera y en los confines de esta, donde ya comenzaba el monte a espesarse de altos o impenetrables matorrales. Sobre el santo suelo tomaron asiento, cada cual como sus facultades se lo permitían, el general, Don Pedro y Don Juan. En cuanto a Lebrel, se quedó en pie para atender a las necesidades del servicio, que simultaneaba corriendo atrozmente. Las provisiones eran abundantes y exquisitas, dentro del carácter campestre a que estaban destinadas. Tortilla de jamón... con mucho jamón, huevos cocidos, pollos asados, salchichón, aceitunas, lomo adobado, pimientos dulces morrones y escabeche de atún, queso manchego y algunas frutas variadas: todo esto se hallaba a la vista de los comensales, para que cada cual fuese cogiendo las cosas por el orden que más le agradase, que es como se debía de comer en todas las partes donde hay más de dos manjares que comer. Se hacían cábalas sobre la virtud terapéutica que pudieran tener las aguas: uno opinaba que debían de ser buenas para el estómago; otro para el hígado,y otro, el general, para los órganos respiratorios y el reuma, aunque éste último, abundaba en la creencia de que aquellas aguas debían de ser buenas para todo. Ya iba la enorme tortilla muy avanzada en su completa extinción cuando los lebreles Ton y Tin, que se hallaban tumbados a la larga a los pies de su amo esperando pacientemente los despojos que habían de ser su festín, se levantaron inquietos y agitando la cola, mientras daban muestra de caza en la espesura.
  • 36. 36 —¡La escopeta, Lebrel, la escopeta!—gritó el general. Lebrel se dirigió rápidamente hacia la peña donde había dejado el general la escopeta, para cumplir la orden. Pero fueron más rápidos los acontecimientos: un ruido enorme avanzaba amenazador; parecía como que un ejército numeroso llegaba a todo correr y talando el monte. El general Pánico esgrimió el cuchillo de trinchar disponiéndose a una lucha titánica cuerpo a cuerpo con lo que fuese aquello que tan de improviso llegaba, y momentos después cayó sobre las viandas un enorme gamo que de un salto ganó la pradera, y al emprender nuevamente su veloz marcha atropello al pacífico Don Juan, que ya estaba más muerto que vivo, —¡Quietos, quietos!—gritaba desaforadamente el general.—No hay que alarmarse… Los perros le siguen y puede que consigan darle alcance. No había concluido el general su perorata cuando otro gamo, y otro, y otro, a la desbandada, y como si fueran todos los gamos del mundo, saltaban por el mismo sitio, yendo a caer uno sobre el general, el otro sobre Don Pedro... y el otro hubiese caído sobre Don Juan si este buen señor no se hubiera puesto a salvo en lo alto de una corpulenta encina, por la cual había trepado como un chimpancé.
  • 37. 37 El pánico fue general, y el general Pánico, que quería dar muestra de serenidad y de valor, se subió a la peña donde estuvo sentado, y luego se subió a otra más alta, y luego a otra más aun... y gracias a que se acabaron las peñas: que, si no, ¡sube más alto que el duque de los Abruzzos en la sierra de Ruwenzori! Don Pedro Ponce fue el único que desafió gallardamente los peligros en medio de la pradera, porque Lebrel también sorteaba detrás de otra encina para que las reses no le vieran ni le atropellaran. —¡Se asustan ustedes de cualquier cosa!—decía el general desde una altura, en cualquiera otra ocasión inaccesible para él.—Se trata de doce o catorce gamos que se conoce que vienen perseguidos. —Yo no me he asustado, general!,—le repuso Don Pedro Ponce.— Usted es el que ha corrido como una rata, y aún está usted a treinta metros sobre el nivel en que estoy yo... Ahí no llegan las águilas, y, sin embargo, está usted blandiendo el cuchillo con una mano y con la otra la escopeta! —¡Lo que sé decirle a usted es que si tuviera yo aquí mi brigada de infantería, habían de saber esos gamos quién es el general! Al terminar de decir esto, un ruido mucho más alarmante que el primero volvió a turbar el ánimo de los expedicionarios, que ya se habían creído fuera de peligro. —¡Póngase usted a salvo, Don Pedro!—vociferaba Don Juan desde lo alto de la encina.—¡Póngase usted, por Dios, a salvo! ¡Mire que ahora el peligro es grande! ¡No sea temerario, véngase aquí conmigo! —¡Lebrel, Lebrel, Lebrel!—gritaba desaforadamente el general. En esto invade la pradera una manada de jabalíes, en número de treinta o cuarenta que llegaban a la desbandada también y tirando a diestro y siniestro terribles dentelladas. Por pronto que Don Pedro quiso huir viendo que el peligro era inminente, ya le había alcanzado el colmillo de una de las reses, derribándole al suelo, sin sentido, y manando sangre por una ancha herida en el muslo izquierdo.
  • 38. 38 Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, hasta veinticuatro detonaciones se oyeron, como disparos hechos por un cañón de tiro rápido: era el general, que desde lo alto de la peña no se daba punto de reposo a hacer salvas, porque todos aquellos disparos no eran otra cosa más que salvas, que los jabalíes celebraron mucho, aunque afortunadamente huyeron en la misma forma y velocidad que habían llegado. —¡Le han matado, le han matado!—se oía decir dolorosamente al prudentísimo Don Juan desde lo alto de la encina. —¡Qué le han de matar, hombre!—le replicaba el general.—Está herido solamente, y no debe de ser de gravedad: baje usted a ver si le puede contener la hemorragia. —¿Yo? ¡Yo no bajo de aquí hasta que sepa que no hay caza mayor en cuarenta leguas a la redonda! —Pues bajaré yo, porque es inhumano que ese hombre se desangre. —Pero, señor, ¿no le decía yo que se pusiera en salvo? ¿Por qué vamos ahora a pagar extrañas bizarrías que no vienen a cuenta?
  • 39. 39 —Si yo pudiera bajar de aquí, ya estaba en el suelo... Pero es el caso que ni sé cómo bajar, ¡ni aún me explico cómo he subido con las dos manos ocupadas! —¡El pánico, que pone alas, mi general! Yo también estoy aquí sin darme perfecta cuenta. —¡Lebrel, Lebrel, Lebrel!—volvió a gritar el general.—A Lebrel debe de haberle ocurrido también una desgracia: de otro modo no se comprende que no acudiera a mi llamamiento. —¡Estoy aquí, sano y salvo, señor!—exclamó Lebrel con voz ahogada, desde detrás de las peñas. —¿Dónde? ¡Cobarde, mas que cobarde. ¡Sal de ahí, sino quieres que te tire el cuchillo, que es lo único que ya me queda por tirar! ¡Pues vaya una ayuda que yo traigo a las monterías! —¡Pero, señor, si estoy sujetando a la burra, que quería irse con los jabalíes y con los gamos y con los perros! —¡Pues haber dejado a la borrica, que primero es Don Pedro, que se está muriendo a caño libre en mitad de la pradera! —¡Allá voy, señor, allá voy, a ver lo que puede hacer por Don Pedro!
  • 40. 40 —Lo que digo yo, mi general,—gritaba Don Juan sin perder posiciones—es que tienen razón al decir que se desarrolla un sentido a costa de los demás: este señor Ponce tendrá un paladar muy exquisito, pero de oído y de vista anda bastante torpe. En cambio, nosotros, que no sabemos decir si el jarabe es dulce, hemos visto y olido que había que ponerse en una altura. —¡Déjese de chanzas, señor naturalista, porque estamos en el caso de perder un buen amigo. —No, si no me chanceo. ¡Pues ganas tengo yo de chanzas, cuando me ha alcanzado una coz del primer gamo y tengo en la cabeza un chichón del tamaño de una naranja! —Pues yo creo que me he dislocado un pie además de que me he cogido tres o cuatro veces los dedos en los gatillos, por hacer fuego deprisa. —¡Señor, señor! Bajen ustedes, porque Don Pedro se muere: la sangre no se le puede contener y dentro de poco ya no hará falta contenerla porque se le habrá salido toda. —¿Oye usted, Don Juan, lo que dice Lebrel? Es preciso que usted trate de restañar esa hemorragia. —¿Habrá más jabalíes o más gamos? —Yo no lo sé... Lo que advierto es que debí traer también al veterinario en esta expedición científica, porque aquí lo más notable es la fauna. —No hubiera estado de más: yo sé que todos los animales tienen mucho instinto, y huyen de los veterinarios más que de los buenos cazadores... ¡Quizás si el veterinario acierta a venir nos libramos de estas invasiones! En fin, voy a ver si se puede hacer algo por el intrépido Don Pedro. ¡Sea lo que Dios quiera! Lebrel, ínterin, lavaba incesantemente con vino de la bota la profunda brecha de la pierna de Don Pedro. Mucho trabajo le costó al señor Carranza bajar de la encina en que se había encaramado; pero, por fin, bajó y se dirigió rápidamente y con gran solicitud en auxilio del desventurado señor Ponce. El general también intentó ganar el suelo, después de quedarse con las manos libres para asirse de los picos de las peñas; pero ni aun así conseguía su propósito, y tuvo que llamar a Lebrel para que fuera en su ayuda.
  • 41. 41 VI EL MILAGRO DE LAS AGUAS Don Juan hizo una cura maravillosa, en el dolorido cuerpo de Don Pedro CUANDO el solícito Don Juan llegó hasta donde se hallaba el inanimado cuerpo de Don Pedro, casi exangüe, lo primero que hizo fue improvisar un vendaje del mantel; después machacó unas jugosas hierbas hasta hacer un emplasto suavísimo, y aplicándolo a la herida de Don Pedro, le sujetó con igual arte que el más hábil cirujano. Cuando le hubo curado de primera intención la herida de la pierna, trató de hacerle volver en sí rodándole la cara con vino. Un profundo y doloroso suspiro anunció que el químico volvía al mundo. —¿Dónde estoy?—fue lo primero que se le ocurrió preguntar en cuanto recobró el uso de la palabra. —Entre buenos amigos,—le repuso Don Juan.—No pase cuidado, porque todo ello no ha sido nada. —Sin embargo, Don Juan, yo siento muchos dolores y un magullamiento general; parece que he caído desde la torre de la iglesia de San Canuto.
  • 42. 42 El general y Lebrel, al dejarse caer llenos de pánico por las rocas, medio se mataron —No hay tal caída... ¡Es la edad, amigo mío! A estas edades cualquier percance toma las proporciones de un siniestro. Ahora veremos el modo de conducirle a su casa más cómodamente, que es lo principal, porque la curación será cosa de tres o cuatro días. —¡Ay, Don Juan, Dios le oiga! Pero por lo que a mí me duele todo el cuerpo me parece que esto será cosa de tres o cuatro años, y de ser más rápido el término será porque me cueste la vida. Don Juan se detuvo en palpar cuidadosamente el dolorido cuerpo de Don Pedro, y mientras tanto Lebrel hacía funciones de grúa para descender de la peña a su señor. —¿Pero cómo habrá usted podido subir hasta aquí?—decía Lebrel a su amo ofreciéndole la espalda para que se apoyara. —No lo sé, Lebrel, no lo sé; pero yo noto que estoy mucho más ágil que cuando era mozo... Sin embargo, ten mucho cuidado de que no me caiga, porque el golpe sería terrible. —Apóyese sin temor, que yo estoy bien asegurado, a pesar de que estas peñas son muy resbaladizas.
  • 43. 43 Dicho esto, el general se confió sobre los hombros de su criado, con tan mala fortuna, que ambos a dos se deslizaron por lo escurridizo del musgo hasta la otra roca más pequeña, desde la cual fueron despedidos al espacio para venir al suelo. El general soltó unos cuantos juramentos y el criado unas cuantas lamentaciones. —¡Para bajar así no necesitaba yo de tus ayuda, animal!—dijo el general.—Para caernos no hacían falta tantas precauciones. —Señor, no me aflija más,—decía Lebrel.—Mire que estoy que se me puede ahogar con un cabello... —¡Ahorcarte sería lo que habría que hacer contigo por majadero! —¿Se ha hecho daño el señor? —¡No he de hacerme daño! Ya estaba yo que no podía moverme de dolores, y esta caída ha venido a rematar mi cuenta. Un ruido sordo y lejano volvió a turbar el silencio del monte. —¡Que vuelven! ¡Que vuelven!—gritó Don Juan, dirigiéndose otra vez a su encina. El general, aterrado, trató de incorporarse; pero no pudo. Lebrel se hizo rodar por el suelo para guarecerse debajo de las peñas, y Don Pedro, resignado, se quedó solo en medio de la pradera, a la buena merced de Dios. Pronto se convencieron todos de que era una falsa alarma. El ruido pudo comprobarse que había sido producido por un automóvil que, a toda marcha, caminaba por la lejana carretera; pero ya cualquier murmullo les parecía presagiar nuevas fieras y nuevas desventuras. —¡No asustarse, señores, no son los jabalíes! Pero vámonos pronto, porque puede ocurrir que sean,—decía Don Juan dirigiéndose… a las peñas porque todavía no estaba enterado del accidente ocurrido. —Yo no puedo moverme señor Carranza: lo mismo me da que vuelvan los jabalíes como que vengan todos los tigres y todas las panteras de este mundo. —¿Pero qué ha sido ello, general? —Ha sido que Lebrel y yo nos hemos caído desde la peña más alta que hay en el globo terráqueo, y que yo me hecho papilla. —¡Vaya, por Dios! Pues Don Pedro también está para morirse mucho mejor que para seguir viviendo.
  • 44. 44 —¡Maldito manantial!... ¡Lebrel, Lebrel!... —¡Allá voy, señor, allá voy si puedo! —Prepara esa burra para subirme a ella sin tirarme, y que me lleve al pueblo. La operación de acomodar al general sobre la burra no fue tan fácil. Montado a horcajadas no podía ir, porque las piernas le dolían horriblemente, y a mujeriegas tampoco porque al sentarse le dolían los riñones y daba tremendos gritos. Por fin se le ocurrió al señor Carranza que boca abajo y atravesado podría caminar siquiera hasta que se encontrase un carro o cualquier otro recurso en donde poder conducirle hasta el pueblo, y así se hizo. En cuanto a Don Pedro Ponce, opinaban que lo mejor era dejarle allí hasta dar aviso en el pueblo, si no se encontraba antes por el camino alguien que pudiera ayudarles para conducirle. —Yo me le llevaría a cuestas si pudiera,—decía Lebrel.—Pero es el caso que tengo las costillas molidas del golpe de ahora y del de antes. —Yo tampoco me puedo ofrecer para el transporte, porque Don Pedro pesa bastante, y yo apenas puedo conmigo. —Pues bien, vamos cuanto antes, para que cuanto antes vengan por él,—exclamó el general—y para que cuanto antes me vea a mí el médico, porque yo estoy malo: ¡este Lebrel ha concluido conmigo! —Oígame, general: es cruel que dejemos solo al señor Ponce... Váyanse ustedes dos y que venga un carro con colchones para recogernos a nosotros. Así como lo propuso Don Juan así se convino, y Lebrel arreó a la burra y se dirigieron por el atajo del monte para ganar cuanto antes la carretera del pueblo. Don Juan se volvió a donde yacía Don Pedro para darle cuenta de los nuevos sucesos y de las determinaciones que se habían tomado en su consecuencia, y para dirigirle al propio tiempo algunas palabras de consuelo y darle ánimos. * * * A las ocho de la noche ya estaban en el lecho del dolor correspondiente a cada cual todos los héroes de la funesta jornada.
  • 45. 45 En San Canuto no se hablaba de otra cosa. Unos decían que el alquimista de los cortinales se moría por momentos, porque los jabalíes se le habían comido una pierna; otros que al general se le había juntado el pecho con la espalda y no podía respirar; otros que el fiel Lebrel se había roto todas las costillas y los dos brazos; y otros que el prudentísimo Don Juan Carranza tenía la cabeza en un sinnúmero de pedazos chiquititos... La fantasía popular tuvo comidilla para toda la noche, y hubiera durado días y días si un acontecimiento improvisto no hubiese llamado principalmente la atención. Se trataba de que la burra estaba a punto de tener descendencia, según su amo, y buena prueba de ello era que cuando salió del pueblo conduciendo las viandas para los excursionistas estaba abultadísima; pero era el caso que el animal había adelgazado tan súbitamente como Lebrel y los perros. El veterinario fue avisado en seguida para que informase respecto al fenómeno, y el veterinario, que ya estaba en antecedentes de que se habían descubierto unas aguas de virtud desconocida, se encaminó a casa del médico para revelarle algunas sospechas que tenía. Una vez juntos el médico y el veterinario, éste le hizo notar que, después de la rápida delgadez de los perros de caza que le llevaron a reconocimiento y del repentino enflaquecimiento del criado del general, sospechaba, en vista del acontecimiento operado en la burra, que todo ello fuera obra de la virtud de las aguas del manantial. El médico oyó al veterinario con recelo de que se estuviera riendo de él, porque a las exploraciones de la Ciencia no había llegado la menor noticia de que hubiese unas aguas para adelgazar hasta aquel punto; pero tal número de detalles acumuló el veterinario en defensa de su creencia que el médico acabó por convencerse. Conocidos los efectos, del manantial que había descubierto el general, se fueron al casino para dar la fausta noticia, con las consiguientes reservas de que hubiera error, como cumple a hombres precavidos y experimentados en los secretos de la Naturaleza. La noticia se propagó por el pueblo como el aire. Realmente, de confirmarse las sospechas del veterinario, el pueblo se haría de oro en unos cuantos meses, porque todos los obesos del mundo irían allí a beber agua del manantial.
  • 46. 46 En San Canuto no se hablaba de otra cosa que del milagro curativo de las aguas Las mujeres casadas se reunieron para comentar la rareza de las aguas, y las solteras hicieron cábalas y juicios acerca de lo porvenir. Consecuencia de las conversaciones de unas y de otras fue que la aparición de las aguas en la demarcación de San Canuto debía de considerarse milagrosa, y así acordado se dirigieron todos en manifestación hacia la iglesia en busca del párroco para darle cuenta del caso e insinuarle que no estaría de sobra proclamar a San Canuto santo milagroso, que así les llevaba la riqueza y el bienestar. El cura se mostró bastante reacio al principio, porque no sabía si él por sí y ante sí tenía autoridad legal para achacar milagros al patrono de su parroquia; mas ante la unanimidad del pueblo, prometió organizar una función religiosa que terminaría en una romería, a la cual sería conducido el santo procesionalmente, pero desde luego dijo que cada cual hiciera las ofrendas que les permitiesen sus bienes, ya fuera en dinero, ya en especies.
  • 47. 47 VII LA PIEDAD SERRANA Bebiendo el agua de San Canuto DE villa en villa, de villorrio en villorrio, corrió por toda la sierra la noticia del fausto suceso de haberse descubierto en el término campanil de San Canuto de la Sierra un manantial de aguas medicinales cuya virtud consistía principalmente en adelgazar a las personas gruesas, y para otras cosas de mayor importancia aún. El caso de la burra que ya conocemos nosotros con toda clase de detalles, se centuplicó en cuarenta y ocho horas, y ya se hablaba por doquier de matrimonios jóvenes que se habían divorciado porque las esposas habían bebido aguas del prodigioso caudal, quedando súbitamente y como por artes de magia libres de la maternidad que les acechaba.
  • 48. 48 Entregando ofrendas para San Canuto Estos y otros hechos se relataban por todos los pueblos limítrofes de San Canuto, con tanta ponderación que ya no quedaba en diez leguas a la redonda más virtud que la de las aguas: todas las demás habían caído en el cieno de la maledicencia y de la inventiva burda de los serranos. El cura párroco se hallaba perplejo ante la magnitud y calidad del milagro, y absorto de la piedad de sus feligreses de entre los cuales comenzaron a surgir terribles fanáticos. En término de ocho días recibió el cura más de dos mil pesetas, y así como unas cuarenta túnicas de telas finas con encargo muy especial por parte de cada donante de que la suya fuera la elegida para vestir al santo el día de la ceremonia. El San Canuto que se veneraba era una tosca talla en madera del país, y algunos fieles propusieron encargar otro San Canuto a un escultor religioso muy afamado de Madrid; pero que fuere tallado en una madera decente; uno propuso que fuese en palosanto, precisamente.
  • 49. 49 A esta iniciativa se opusieron tenazmente los elementos más religiosos del pueblo, porque con un gran sentido de la fe aseguraban que la madera de los santos era lo de menos cuando su celestial voluntad era de buena clase. Además, el santo milagroso era de pino, y no había necesidad de exponerse a que no fuera tan milagroso siendo de palosanto. Estas y otras razones que adujeron aquellos excelentes católicos convencieron al grupo que discurrió la reposición de la imagen del santo. Las ofrendas que se hicieron en especie no pueden enumerarse, porque parecería esta breve reseña de los hechos el catálogo de una alhóndiga. Las frutas más grandes y más sazonadas, los cereales más preciados, las aves más gordas y los animales sacrificables para el consumo más rollizos, se condujeron al templo en ofrenda para que fueran sacados procesionalmente y lucirlos el día que se dirigieran, en orden de romería, al manantial. El general, el alquimista y Lebrel se enteraban minuciosamente de todos estos preparativos, por boca del naturalista, que iba todos los días a visitar a sus compañeros de infortunio al lecho del dolor de cada cual, porque aquello que pareció cosa de estarse en la cama un par de días les amenazaba con ser cosa de no volver a levantarse. El día designado para llevar procesionalmente al santo hasta el lugar de las aguas, fue el de mayor fiesta que se registra en los anales de la historia sagrada de todos aquellos contornos. Desde las primeras horas de la mañana se advirtió inusitado movimiento de gentes extrañas por ambos lados de la carretera real y por todos los caminos vecinales que servían para comunicarse con los pueblos circunvecinos. A las siete de la mañana, ardía el pueblo en júbilo y algazara, siendo dificilísimo circular por la plaza y por la angosta calle donde estaba emplazada la residencia del santo. El carpintero del pueblo había improvisado unas andas vistosamente revestidas de percalina de los colores nacionales, y sobre ella, y a guisa de hornacina protegida por arcos de la más complicada arquitectura, se levantaban un montón de jamones, chorizos, longanizas, quesos, frutas y aves sacrificables: estos atributos y motivos de perpetua ornamentación quedarían en provecho del señor cura, al cual ya le empezaba a parecer un poco más tolerable la milagrosa terapéutica de las aguas, mientras pensaba que bien habría de menester de la virtud de ellas si, como era de suponer, se comía todo aquello en la apacible compañía de su buena hermana, que era la que le cuidaba solícitamente.
  • 50. 50 El cura y el sacristán Llegado el momento de conducir al santo, la gente se agolpó a las puertas del templo, con un desorden revolucionado y un vocerío ensordecedor: todos, hombres y mujeres, propios y extraños, querían ser los que condujesen en sus hombros las ondas del santo. Los chicos del pueblo, y pueblos inmediatos, que no bajarían de seiscientos, por lo cual había quien lamentaba al rededor del tropel que no se hubiese descubierto antes el manantial, merodeaban por allí, por si la casualidad hacía que se le desprendiese al santo una reliquia, porque siempre sería algún choricillo o alguna naranja. La pretensión de conducir al santo enardeció los ánimos, y algunos católicos y católicas se exaltaron demasiado, llegando momento en que aquel principio de acto religioso tomaba las proporciones de un serio motín, siendo muy fácil que terminase como el famoso Rosario de la Aurora.
  • 51. 51 Los indígenas decían que la conducción de su imagen a ellos únicamente les incumbía, y los extraños se quejaban amargamente de este egoísmo y de esta falta de consideración hacia los que habían venido a honrar el poder celestial de San Canuto. Ni el cura, ni el médico, ni el veterinario, ni el herboristero, entre las clases intelectuales del lugar, digámoslo así, ninguno acertaba con una solución para el conflicto, que cada vez se hacía mayor porque la lucha se empeñaba más y más, y la tenacidad de los devotos tomaba vuelos tremendos. Allí no había más hombre práctico que el peatón de correos que a la vez hacía funciones de sacristán, aunque ambos cargos parecían a primera vista incompatibles; el cual, acercándose al señor cura que ya estaba muy pesaroso de haber tolerado todo aquello, porque el alcalde y el Ayuntamiento en masa se le venían encima recriminándole y echándole la culpa del tumulto, le dijo algunas palabras que al sacerdote le debieron sonar ¿pronunciación divina, porque es el caso que le dio muy amistosos golpes en la espalda al sacristán, y le autorizó para que en aquel sentido hiciera cuanto le fuera posible. En cuanto el sacristán se vio autorizado a poner en práctica la luminosa idea que se le había ocurrido, buscó entre la multitud al alcalde para imponerle de la forma en que se podría solucionar aquel, estupendo motín sin que interviniera la guardia civil, que ya había sido avisada por unos cuantos apacibles vecinos y vecinas timoratas. El señor alcalde estaba muy ocupado en apaciguar el altercado surgido entre su hija la mayor y una hermana del síndico, soltera y de bastante edad, las cuales estuvieron a punto de tirarse de las greñas porque las dos querían congraciarse con San Canuto, sin que esto quiera decir que ninguna de ellas necesitara del favor del santo, porque era público y notorio que se trataba de dos buenas muchachas. Buen trabajo le costó al sacristán convencer al alcalde de que no se pegase de puñetazos con la hermana del síndico, si bien es cierto que la pelea no le convenía al alcalde, porque hubiera sacado de ella la parte peor.
  • 52. 52 —Una feligresa da dos riales por llevar las angarillas del Santo. ¿Hay quien dé más?—decía el alcalde Se hizo oír la segunda autoridad eclesiástica del pueblo de la primera autoridad civil, y a los pocos momentos el señor alcalde reclamaba el silencio de las turbas a fuerza de gritos, proclamando que ya tenía conseguida la solución para llegar a un acuerdo pacífico. —¡Eh, eh!—gritaba el alcalde.—Señores… señores y señoras: una feligresa se m'acercao pa decilme que da dos riales por llevar la vara de la derecha de las angarillas del santo. —¡Una peseta doy yo, padre!—dijo una voz argentina salida de un grupo de muchachas. —Mi hija da una peseta,—gritó el alcalde. —Yo doy dos,—dijo la hermana del sindico. —¡Pus yo tres, padre! —¡Pus yo cinco! —¡Pus yo diez! —¡Pus yo doce! —¡Pus yo quince!... ¡Quince!
  • 53. 53 El alcalde pensó por un momento que la solución del conflicto le iba a costar la hacienda, y que la idea no era tan vana como la había parecido en un principio; pero se sobrepuso el cargo y el deber, y desaforadamente gritó: —M'hija da quince pesetas, por yevar la vara derecha de las angarillas del santo… ¿Hay quien dé más?... Se oyó un breve rumor, levantado sin duda por la malicia popular condenando la tolerancia del alcalde, el cual cesó para que el alcalde dijera nuevamente: —M' hija yevará la vara derecha por quince pesetas. Un murmullo general dio por sancionado el acuerdo.
  • 54. 54
  • 55. 55 VIII LA PROCESIÓN LA única grandemente contrariada fue la hermana del síndico, y así lo dio a entender gritando con tono acre y modales descompuestos: —¡Pus yo doy veinte pesetas por yevar la vara de la izquierda! —¿Hay quien dé más?—vociferó el alcalde.—La Geroma—así se llamaba desde niña la hermana del síndico—da veinte pesetas por yevar la vara d'alante de la izquierda de las angarillas del santo. —¡Yo, yo doy más!—dijo a voz en cuello una mujer rechoncha, colorada y exageradamente gorda, apoplética, que a codazo limpio se abría paso entre el apiñado concurso.—¡Yo doy veinticinco!—repitió ahogándose. Una carcajada unánime coreó la espléndida oferta. Esta mujer rechoncha que acababa de hablar era la estanquera del pueblo, viuda y rica: según decían los serranos, por seis o siete mil duros no permitiría que resucitase su marido. Hay que tener en cuenta que ella decía a cada paso que daba todo lo que tenía antes que volver a ver al difunto vuelto a la vida. Esto no quiere decir que el estanquero hubiera sido un hombre malo para ella, ni mucho menos; antes al contrario, el estanquero la adoraba, y pensando en su mujer trabajó incesantemente procurando labrar una fortunita, para si él faltaba que su esposa tuviera un buen pasar. Lo de la fortunita lo logró a costa de su vida; pero no lo del buen pasar de la viuda, la cual se repudría la sangre viendo que se prolongaba demasiado su tercer estado civil. Tampoco se atribuía la prolongación de este estado a falta de pretendientes, porque ya la habían solicitado en matrimonio más de cincuenta, entre jóvenes y viejos, solteros y viudos; pero ¡ay! ella estaba enamorada perdidamente, y desde muchacha, de un hombre que la había despreciado miles de veces a causa de su fenomenal gordura.
  • 56. 56 La tía Geroma Este hombre era nuestro prudente, nuestro buen amigo el herboristero Don Juan Carranza. La pasión loca de la estanquera y la causa de su fracaso eran del dominio público en la comarca, y así se comprenderá la explosión de risa que produjeron en la multitud las palabras y el tono con que fue dicha su puja. La estanquera quería ponerse en la predilecta gracia de San Canuto para adelgazar a todo trance y hacerse merecedora de Don Juan, y estaba dispuesta a no omitir gasto ni sacrificio alguno. Ella fue la primera en hacer un rumboso donativo en metálico; ella la primera en legar lujosa vestidura para la imagen; ella la primera en ofrendar con abundancia frutos y embutidos, y hasta llevó una boquilla de ámbar y espuma de mar para puros, que perteneció al finado, con la pretensión de que se le pusiera a la imagen como atributo justificadísimo para un santo que debía de fumar en pipa; y, por fin, ella quería ser la que más alto precio diese por conducir en sus propios hombros el santo venerado.
  • 57. 57 —¡Veinticinco pesetas da el morcón de la estanquera!—clamó el alcalde. —¡Treinta!—añadió lacónicamente la hermana del síndico. —¡Cincuenta!... ¡Sesenta!... ¡Setenta!—gritaba frenéticamente la estanquera, pujándose ella sola para dar a entender bien a las claras que estaba decidida a arruinarse por conducir la vara de la izquierda. —¡Setenta pesetas!... ¿Hay quien dé más?—dijo el alcalde. —¡Setenta a la una, setenta a las dos, setenta a las tres!... Estanquera, para ti es la vara de la izquierda. —Veinte pesetas doy yo por la vara de la derecha de atrás—ofreció nuevamente la hermana del síndico, malhumorada. —¡Veinte pesetas por la vara de la derecha de atrás! ¿No hay quien dé más?... ¡A la una... —¡Quince!—dijo la misma. —Eso no es formalidad,—gritó el cura. —Bueno, pues no doy más que quince. El alcalde, que era un arbitrista de primera y un lince en materia de subastar, se dio cuenta de todo con gran presteza y dijo precipitadamente, por si acaso: —¡Pues quince a las tres!… Ya es tuya la vara de atrás de la derecha, chica. La retractación de la hermana del síndico produjo un poco de indignación en una parte de las masas, mientras a la otra parte le parecía muy bien y hasta lo celebraba con grandes risotadas. El alcalde recomendó otra vez el silencio, y peroró de esta manera: —Queda vacante la vara de atrás de la izquierda de las angarillas del santo. ¿Hay quien dé algo por esta vara de la izquierda? El silencio se hizo absoluto; nadie osó perturbarle para ofrecer dinero, y ya parecía que no había en San Canuto más mujeres que tomasen varas, cuando una debilísima voz dijo tímidamente, como si se avergonzase quien la emitía: —Yo doy tres pesetas por llevar esa vara. ¡No tengo más! Todo el concurso, intrigado y curioso, miró hacia el sitio de donde había salido la débil voz, y un movimiento de sorpresa y simpatía se advirtió en la turba.
  • 58. 58 —¿Hay quién dé más?—vociferaba el alcalde Aquellas sentidísimas frases las había pronunciado la hija del peón caminero, la misma para quien iban destinadas las píldoras contra la tos que había preparado el misterioso alquimista en su tenebroso laboratorio, y que el lector recordará, si tiene memoria, y por si no la tiene se lo recuerdo yo, que el químico trató de que llegaran a su poder el mismo día de la expedición científica, cosa que no pudo realizar por no hallarse en su casa la paciente. El alcalde se percató en seguida de la impresión que había causado la oferta de la hija del peón caminero, y haciéndose fiel intérprete de los sentimientos del pueblo adoptó una actitud de protector decidido de la muchacha, y con tono muy solemne y cara de conmiseración exclamó: —Tú llevarás la vara de atrás de la izquierda de las angarillas. —¡Gracias, señor alcalde!—le repuso la joven.
  • 59. 59 El trombón, de la banda del pueblo Una vez terminada la subasta, el sacristán se ocupó en hacer efectivas las cantidades, y realizado este importante y delicado detalle se procedió a establecer el orden de la comitiva con arreglo a la mejor táctica procesional que de momento se le ocurrió al señor cura. La procesión fue dispuesta en teoría de la siguiente manera: Estandarte de la Hermandad, seguido del gaitero y del tamborilero; a los lados hermanas con velas (encendidas, a pesar del aire), de su propio peculio cada cual; grupo de notables, compuesto del médico, el veterinario, Don Juan Carranza, y un pintor de paisajes a quien los chicos le tomaban el pelo porque usaba lentes, el cual había ido a San Canuto de la Sierra a tomar apuntes y a hacer algunos estudios de brumas; la música del pueblo, compuesta de un clarinete, un cornetín de pistón y un trombón de fuego central, que formaban un conjunto insoportable y totalmente inarmónico, desgarrador; la imagen, a hombros de las damas consabidas; la presidencia, constituida por el cura, el alcalde y el síndico; después marcharían los demás concejales; detrás de la presidencia iría el pueblo en masa conduciendo sus meriendas respectivas, y detrás las acémilas de los que las tenían,
  • 60. 60 conducidas por criados y parientes, para el regreso de la fiesta. La presidencia de la procesión Los forasteros no tenían puesto oficial en la comitiva; pero podían ir donde a cada quisque le diera la gana, siempre que no alterasen el orden dispuesto ni la libre marcha de la procesión. Los tales forasteros estaban que echaban las muelas contra los indígenas, y no era preciso ser una lumbrera para prever que allí se fraguaba una bronca y que amenazaban con una tormenta horrible palpables vientos de fronda. Puestas a organizar la procesión las personas encargadas de ello, pronto tropezaron con obstáculos insuperables y graves trastornos. El primer mal consistió en que la hermana del síndico tenía una estatura colosal, era una gigante; la hija del alcalde era bastante más baja que ésta, pero mucho más alta que la hija del peón caminero; y en cuanto a la estanquera ya sabemos que era un retaco. De modo que no había forma humana de que el santo fuera conducido a hombros de ellas, ni en andas, ni en volandas. Decir lo que estas buenas mujeres chillaron, despotricaron, patearon y lloraron, sería enojoso referirlo detalladamente; allí ya no sabía nadie qué partido tomar, porque ellas querían que se les devolviese el dinero, y a esto se opusieron el cura y el sacristán de una manera terminante y definitiva.
  • 61. 61 Por fortuna, el sacristán era hombre de soluciones, y propuso que las fieles que habían adquirido vara designasen cuatro hombres de sus familias o amistades para hacer la conducción, siempre que las estaturas estuvieran en consonancia con que el santo fuera con la derechura y majestad debidas. No fue cosa fácil hallar los cuatro hombres que se solicitaban; pero por fin se logró reunirlos y convencerlos, porque ellos decían que sí creían en el santo, pero que no les iba ni les venía nada con sus milagrerías, toda vez que ellos eran robustos y no gordos. Decididos estos cuatro mozos fornidos a llevar el santo hasta la misma corte celestial en atención a los mimos, promesas y agasajos que les hicieron las de varas, intentaron su cometido; pero era tanto el peso del santo, los jamones, los embutidos y las frutas, que no bajaría de dos o tres toneladas. Dos turnos de ocho hombres, pues habían de renovarse, por fuerza, fue preciso buscar para emprender la marcha. Dejémosles caminar a todos hacia la pradera del manantial, y quedémonos nosotros en el pueblo donde tenemos que enterarnos de ciertas minucias, y les encontraremos todavía en el camino, dado lo que pesa el santo, y lo largo y penoso de la caminata.
  • 62. 62
  • 63. 63 IX TESTAMENTOS, MUERTES, BODAS… Y FIEROS MALES UN deber de humanidad nos obliga a volver al lecho del dolor del general Pánico, al cual no reconoceríamos si no fuera porque la presencia de su fiel criado Lebrel nos confirmase que aquel hombre extenuado, pálido y febril, era su robusto señor de otros días. ¡Pobre general! La postración originada por el golpe y el susto recibidos el triste día de la excursión científica había hecho estragos en aquella naturaleza de hierro y acero de Bilbao. (El general era bilbaíno). Ya no era ni sombra de lo que fue: aquel temperamento indómito e impulsivo había emigrado para no volver jamás; ya no increpaba a Lebrel, ya no le amenazaba; las frases más violentas que salían de sus labios se reducían a unas cuantas voces de mando de lo más elemental de la táctica de infantería, y esto cuando la persistente liebre le hacía desvariar, porque aquello era... ¡el delirio! El general hablaba muy quedo y trabajosamente con Lebrel, y le decía así: —Amigo mío (porque tú eres mi amigo), estoy en las últimas: me siento desfallecer, y yo advierto que me muero por momentos; si he de serte naneo, creo que hoy me muero. ¡Nunca he visto la muerte tan de cerca, ni aún en aquellos días de fieros y sangrientos combates en los cuales la propia bizarría que comprometía a cada paso mi existencia, la salvaba! —No piense el señor en morirse, —Sí, sí pienso, Lebrel. Es fuerza que piense en ello, porque ya sabes que tengo un sagrado deber que cumplir: tengo una deuda de honor pendiente, y además es un cargo de conciencia que me urge solventar... El general dio un profundo suspiro, y Lebrel dos suspiros superficiales. —De hoy no pasa—siguió diciendo el general con voz entrecortada por la emoción y por la fatiga—que yo cumpla con este deber, porque acaso mañana sería tarde.
  • 64. 64 —En mis ultimas disposiciones pienso dejarte una cantidad para que puedas casarte,—decía el general a su criado —Señor... —¡Nada, nada, mi buen Lebrel! Hoy mismo, en las primeras horas de esta noche, haré mi esposa a la hija del alcalde de esta localidad: los extravíos hay que pagarlos a su debido tiempo, y yo no quiero dejar en el mundo una mujer desgraciada por mi culpa. Tú te encargas de avisar a su padre para que esta noche venga acompañándola; también avisarás personalmente al notario del Real de la Sierra, al juez municipal, al señor cura, a Don Juan Carranza, al médico y al veterinario, porque estos tres últimos serán testigos de mi casamiento y los haré mis testamentarios. Lebrel gemía. —No gimas, Lebrel: los espíritus fuertes, los hombres de corazón han de dar pruebas de ello en los trances amargos y duros de la vida... ¡La mía se extingue rápidamente! El general hizo un esfuerzo supremo, y para reanimar a su afligido criado entonó, con purísimo estilo de malagueña, la siguiente copla: A la cama en que me muero no me vengas a llorar: ya que no me quites penas no me las vengas a dar.
  • 65. 65 Como se ve, el carácter del general había sufrido una transformación radicalísima. Luego que hubo cantado la copla, siguió diciendo el general: —En mis últimas disposiciones me cuidaré de ti. Quiero recompensarte de los malos ratos que te he dado en vida, y augurarte una manera de vivir con independencia relativa. Pienso dejarte una cantidad suficiente para que te puedas casar con la hermana del síndico, porque ya, es hora también de que cumplas con esa pobre muchacha: a este fin, te exijo en este momento, en que sólo Dios nos escucha, solemne juramento de que te casarás con ella después de mi muerte. —¡Lo juro, señor!—dijo Lebrel anegado en un llanto, muestra de agradecimiento, de pena y de alegría. —¡Dios te lo premie!—siguió diciendo el general.—Ahora vete a cumplir mis encargos y déjame reposar, porque me he esforzado mucho. Lebrel ahuecó las almohadas a su señor, entornó las maderas de la vidriera, y abandonó la estancia para ir a cumplir el mandato del agonizante guerrero, del cazador empedernido, del seductor de la hija del alcalde. Dejémosles. * * * La jornada de hoy es triste, lector amado. Para que se terminen las novelas tienen que morirse unos cuantos de sus personajes y casarse otros, y en esta no ha de faltar ninguno de esos detalles. La casualidad me ha deparado uno de esos episodios arrancados a la vida real, que me permite el lujo de poder aunarlo todo, esto es, que se casen y se mueran a tu presencia. ¡Nada de problemas insolubles de esos que trastornan los espíritus puros! Aquí se explica todo. Estamos en la cámara obscura del intrépido alquimista Don Pedro Ponce, que se revuelca en su revuelto lecho presa de horribles sufrimientos físicos y morales.
  • 66. 66 —¡Fuera de aquí, bruja, más que bruja!—gritaba Don Pedro Ponce a la vieja que le asistía Le asiste en su enfermedad cruel una respetable señora de edad descompasada, la cuál acababa de aplicable torpemente una inyección de morfina, reclamada a gritos por el paciente. El genio del apacible Don Pedro se había trocado en insoportable. Estos cambios del carácter, como el operado en el general y en Don Pedro, son síntomas precursores e inequívocos de una muerte próxima. La herida de la pierna, causada por el tajante colmillo del jabalí, había sufrido una infección inexplicable, porque ni el vino que le echó Lebrel, ni el emplasto que le aplicó Don Juan, fueron motivos para que se ulcerase con tanta rapidez, y mucho menos con carácter canceroso irrevocable. La voraz llaga se comía el raquítico cuerpo de aquel desventurado para cuyo paladar privilegiado habían sido cosas de juego los análisis más complicados, como si se tratara de saborear un bombón de chocolate y vainilla.
  • 67. 67 —¡Por vida de Dios! Esta vieja maldita me ha asesinado por la espalda,—aullaba Don Pedro.—¡Señora vieja! ¡Anciana abominable! Venga acá y contemple su obra: mire qué manera de poner una inyección hipodérmica, ¡so animal! —¡El Señor me valga!—clamaba la buena viejecilla, que aún usaba el lenguaje y modos de sus mocedades.—Reportaos, mi señor Don Pedro, y sed más cortés y más sufrido. Ved que me tenéis convulsa y atortolada con vuestros gritos e imprecaciones... —Pero vea usted también cómo me ha puesto con la aguja de la jeringuilla: me ha dado usted una puñalada intermuscular… ¡intervisceral! que me ha atravesado el hígado. ¡Esto me faltaba para no salir de ésta madrugada próxima! Llame al médico en seguida, llame a Don Juan Carranza, llame al señor alcalde, y al veterinario, y al peón caminero y a su hija: que vengan todos ellos inmediatamente, que venga con ellos un notario… ¡Vieja insolente, me voy a morir esta noche, pero voy a testar antes de morirme, y no le voy a dejar a usted ni cinco céntimos para cordilla. ¡Lo poco o mucho que he logrado reunir a fuerza de trabajos, orden y privaciones, no es cosa de que se lo coma usted que no ha hecho más que refunfuñarme y aconsejarme mal... Ahora se me juntan los dolores del cuerpo con los del alma y no puedo estar ni un minuto tranquilo. Mi dinero será para la hija del peón caminero y para el ser que bulle en sus entrañas: he estado a punto de ser un padre desnaturalizado por seguir los consejos de usted y dar oídos a sus chismes y cuentos, y a sus crueles invenciones. ¡Fuera de aquí, Doña Momia! ¡Bruja, más que bruja! —¡Quién os conoce, ¡cielo santo! ¡Vos tan comedido, tan guardador de las conveniencias, tan delicado en la expresión como en el conceto!... —¡Fuera, fuera de aquí, déjeme usted morir sin ver cornejas! Avise a la gente que la tengo dicho, ¡qué venga pronto!... —Ahora no puede ser avisarles, señor: están todos ellos en la pradera del manantial, celebrando la aparición de las aguas en la presencia de San Canuto en imagen. Allí está todo el pueblo y más de dos mil personas de los pueblos de alrededor. —Pues bien: cuando regresen que vengan aquí inmediatamente... Quiero casarme hoy mismo con la hija del peón caminero, con esa santa mujer que dentro de poco será madre. —De todo hay tiempo, señor Don Pedro. —¡No, no hay tiempo de todo, porque yo me muero irremisiblemente! ¿Lo oye usted, vejestorio?...
  • 68. 68 Hubo que levantar a viva fuerza a la viuda para que dejara de beber agua del manantial La conducción del santo a hombros de los elegidos no fue todo lo reverente que era de esperar, porque el peso de la imagen y las pesadas ofrendas con que iba exornada exasperaba a los conductores y les inspiraba cuchufletas y chanzas de muy mal gusto. Por de pronto, de cuando en cuando fingían un paso en falso, o un traspiés, y al bambolearse la imagen se desprendían chorizos, longanizas, algún jamón o frutas, que inmediatamente eran recogidos del suelo por la turbamulta de que iban rodeados con tal religioso propósito. —La verdad es—decía uno de los conductores, que sudaba la gota gorda—que el santo ha podido venirse un poco más cerca a hacer las aguas. Durante el tránsito, y por el reparto de las ofrendas desprendidas, los que las conseguían del suelo tenían luego que defenderlas a puñetazo limpio, y a algunos les ocurría que después de arrebatarles el botín conseguido les daban unos cuantos moquetes por vía de indemnización.
  • 69. 69 Estas colisiones parciales no tenían importancia por el momento; pero suscitaban odios y enconaban los ánimos, y ya se notaba que sobre la comitiva se cernía el genio del mal. Por fin llegaron a la pradera del manantial, llamada a ser teatro de los más. trágicos sucesos. El señor cura procedió desde luego a la bendición de las aguas, y una vez cubiertas de este requisito indispensable, que fue un acto breve y sencillo, porque ni el cura ni el sacristán eran muy versados en pragmáticas y ceremoniales, la estanquera se arrojó de bruces sobre el manantial, llena de unción religiosa, y allí se estuvo bebiendo agua hasta que la levantaron a viva fuerza. El pintor, ante aquel acto de sublime ascetismo por parte de la viuda, se conmovió bastante, y aunque era muy incrédulo, exclamó filosóficamente: —¡Algo tendrá el agua cuando la bendicen!
  • 70. 70