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Suplemento Cultural del Centro
Río Cuarto / Río Tercero / San Francisco / Villa María Miércoles 05 de junio de 2019 - Año 19 N° 856
pág. 2
El Corredor Mediterráneo
humorsolini
POR HERALDO MUSSOLINI
pág. 8
A 500 años de su muerte, Leonardo da Vinci encarna como ningún otro en la historia
el paradigma del genio. Figura central del Renacimiento, Leonardo proyecta su figu-
ra excepcional sobre todos los campos del saber y del arte en un período en el que se
verifican profundas transformaciones sociales, económicas y políticas que encaminan
el mundo hacia la modernidad.
Cartografía
de la lengua
POR LEANDRO CALLE
pág. 7
Pessoa, Cortázar
y la flor amarilla
Juan Maldonado, escritor y editor
cordobés, dueño de la prestigiosa
Alción Editora, sigue poéticamen-
te los múltiples senderos que
comunican los territorios litera-
rios de dos grandes maestros de
la literatura universal.
Leonardo o el paradigma
del genio
Julio Cortázar
pág. 5
LA COLUMNA
DE ORILLA A ORILLA
La invención
de la culpa
POR JORGE RODRÍGUEZ
HIDALGO
Pág. 8
Leonardo Da Vinci
El poderoso naturalismo gótico de la
Edad Media tardía, en el que se fragua
la concepción individual de las cosas,
encuentra continuidad en el quattro-
cento, en cuya segunda mitad se cons-
tatan el interés por la individualidad, la
investigación de las leyes naturales y el
sentido de fidelidad a la naturaleza en
el arte y en la literatura. Esta nueva
tesitura ante las cosas del mundo arrin-
cona progresivamente el simbolismo
metafísico hasta entonces vigente y
aboca a los artistas de un modo más
consciente y deliberado a la represen-
tación del mundo sensible.
La emancipación del individuo y el prin-
cipio de democracia se ven en el hori-
zonte del siglo XV como sustentos pri-
mordiales de la modernidad. En tales
circunstancias, el individualismo apare-
ce en el Renacimiento, en palabras de
Arnold Hauser, «como programa cons-
ciente, como instrumento de lucha y
como grito de guerra»; como una
«emancipación de la carne» del ascetis-
mo medieval. Este es el momento de
asentamiento de las «virtudes burgue-
sas» -el afán de lucro, la laboriosidad, la
frugalidad, la respetabilidad-, que fun-
damentan un nuevo sistema ético que
tiene la razón como eje vector. En
tanto que hijo de un prestigioso nota-
rio, Leonardo es educado en un con-
texto social - la Florencia de los merca-
deres y banqueros- con consciencia de
la individualidad, la cual permite a cada
uno alcanzar su propia verdad. Es
entonces cuando el genio –concepto
que nace con la idea de propiedad inte-
lectual- se convierte en ideal del arte,
en tanto éste representa «la esencia
del espíritu humano y su poder sobre la
realidad».
Leonardo da Vinci comprende que el
mundo es esa realidad limitada que el
hombre –medida de todas las cosas- es
capaz de abarcar, pero que la obra de
arte expresa toda la realidad abarca-
ble. De aquí que su principal recurso
estilístico se funde en la experiencia
visual, pues como él dice «no ve la ima-
ginación con tanta excelencia como el
ojo». Pero para Leonardo, que ambicio-
na ir más allá, es necesario limitar lo
representado a lo esencial y para él lo
esencial es lo concreto e inmediato, lo
circunstancial y contingente, y también
el pálpito del enigma que encierra la
creación. De aquí que su arte enfrente
la fugacidad del tiempo, con sus patro-
nes de valores y conceptos de belleza,
a la idea de intemporalidad, a la ambi-
ciosa aspiración de una «humanidad
eterna». El espacio, la naturaleza, la
perspectiva, el análisis sistemático, la
nítida objetividad, el valor de la expe-
riencia, la mirada «científica» y la laten-
cia de lo secreto y primordial de las
cosas alientan su arte de «totalidades
herméticas».
Con esta actitud abarcadora Leonardo
da Vinci nos descubre, como dice Ruiz-
Doménec, «la pasión del alma por
entrar en los confines del conocimien-
to al traspasar los umbrales de la belle-
za». Este es el hombre, el artista, el
genio.
La vida de Leonardo da Vinci transcurre
en un momento histórico en el que el
poder de las ideas consiguen cambiar
el derrotero del mundo y pasar del
estadio mítico del Medioevo al racional
del Renacimiento. El epicentro de ese
poderoso movimiento transformador
llamado Humanismo se localizó en las
ciudades-estado del norte de Italia y
más concretamente en Florencia. Fue
esta ciudad la cuna de ese conjunto de
ideas y corriente de pensamiento que
definió una nueva actitud del hombre
frente a la realidad. Una actitud que
liquidaba la vieja creencia medieval de
un mundo en el que el destino del hom-
bre aparecía determinado por las leyes
de la Providencia.
Con la mirada puesta en la Antigüedad
grecorromana, desde mediados del
siglo XIV las ideas humanistas recupe-
ran la razón como sustento de la vida
humana y, consecuentemente, sitúan
al hombre como artífice de su propio
destino. Sobre este fundamento el
individuo quiere conocer más sobre sí
mismo y sobre su entorno y al hacerlo
forja la creencia de que el progreso
humano puede transformar la realidad.
Esta convicción está en el origen de las
transformaciones sociales, políticas,
culturales, científicas y artísticas que
caracterizaron el período llamado
Renacimiento.
Sobre este sustrato ideológico, a
mediados del siglo XV se produjeron en
Europa radicales y vertiginosas trans-
formaciones que afectaron a todos los
campos de la actividad social y, obvia-
mente, del mapa político de Europa. En
1453, los turcos conquistaron
Constantinopla, último reducto del
Imperio romano de Oriente, Francia e
Inglaterra firmaron la paz acabando
con la guerra de los Cien Años y, los rei-
nos ibéricos de Castilla y Aragón se
unieron formando un estado que no
tardaría en expulsar a los últimos
musulmanes del reino de Granada tras
ocho siglos de guerra. Asimismo, la
invención de la imprenta de tipos móvi-
les por Johannes Gutenberg en
Alemania permitió la impresión masiva
de libros y la extensión del saber a un
mayor número de personas. Ideas y
mercancías comenzaron a viajar a una
velocidad mayor por nuevas rutas que
permitieron el descubrimiento de nue-
vos horizontes del mundo. En el norte
de Italia, Florencia, Venecia, Génova y
Milán eran grandes capitales mercanti-
les gobernadas por mercaderes y ban-
queros, quienes representaban la irre-
sistible emergencia de esa clase social
que se identificó como burguesía.
En este marco bullente de profundas
renovaciones ideológicas, políticas y
El Corredor Mediterráneo / Página 2
Leonardo o el
paradigma del
genio (*)
Leonardo Da Vinci
Por Antonio Tello
sociales nació Leonardo en Vinci,
pequeño pueblo toscano próximo a
Florencia, el 15 de abril de 1452, la víspe-
ra del Domingo de Ramos. Sus padres
eran el joven notario florentino Ser
Piero y la bella campesina Caterina de
Anchiano. Pocos meses después del
nacimiento de Leonardo, el padre se
casó con Albiera di Giovanni Amadori,
una adolescente hija de un rico merca-
der, y su madre con Antonio di Piero di
Andrea di Giovanni Buto, il Accatabriga
– el Camorrista-, a quien otros nom-
bran Accatabriga di Piero del Vacca,
repostero de Vinci.
Si bien Leonardo permaneció durante
sus primeros años con su madre, a los
cinco ya vivía con la familia de su padre
biológico, según consta en una decla-
ración de su abuelo Antonio al catastro
de la ciudad. Aunque al parecer su
padre no se mostró muy afectuoso con
el niño, sí procuró darle una educación
conforme a su clase social sin hacer dis-
tinción con el resto de sus hijos legíti-
mos. Sobre todo su abuelo Antonio le
inculcó los valores que regían la con-
ducta de la burguesía mercantil floren-
tina: el espíritu de trabajo y la solidari-
dad familiar. Dos principios que esta-
rán presentes en Leonardo a lo largo
de toda su vida.
En la bottega de Andrea Verrocchio
Ser Piero, quien ejercía con éxito su
profesión en Florencia, lo llevó a su
lado y lo instó a que siguiera leyes. Sin
embargo, Leonardo no mostró interés
por el derecho ni tampoco por el
comercio, aunque sí talento para la
música y el dibujo, y también para las
matemáticas. Aprendió a tocar el laúd
y a cantar para entretenimiento de la
refinada burguesía florentina, a la que
también divirtió con ingeniosos acerti-
jos. Aunque no estudió latín ni griego,
se interesó por los más diversos libros
aparecidos en lengua toscana, desde el
Decameron de Bocaccio y la
Metamorfosis de Ovidio hasta los tra-
tados de Avicena o Roger Bacon. Al
mismo tiempo, en la más temprana
adolescencia, descubrió su gusto por el
dibujo, cosa que impresionó a su
padre. Éste, deseoso de que al menos
aprendiera un oficio útil y valiéndose
de su posición social, hacia 1469 se los
enseñó al popular y prestigioso pintor
y escultor Andrea Verrocchio para que
le diera su parecer y lo aceptara como
aprendiz en su bottega o taller.
Aún sin haber recibido ningún tipo de
instrucción específica, Leonardo ya
mostraba un especial talento para el
dibujo, al que ejecutaba con asombro-
sa prolijidad. Giorgio Vasari, arquitecto,
pintor y escritor contemporáneo, en
relación a este episodio escribió en
Vida de los mejores arquitectos, pinto-
res y escultores italianos que Ser Piero
«tomó un día algunos dibujos del hijo y
se los llevó a su amigo Andrea del
Verrocchio, a quien pidió encarecida-
mente que le dijera si Leonardo, en
caso de dedicarse al arte del dibujo,
podría llegar a ser alguien. Andrea
quedó asombrado de los extraordina-
rios comienzos de Leonardo y animó al
padre a que lo dejara consagrarse en
ese oficio, ante lo cual Ser Piero deter-
minó que Leonardo fuera al taller de
Andrea. Nada hubiera podido hacer
más feliz a Leonardo, quien no sólo
ejerció un oficio, sino todos los que
caen dentro de la esfera del arte del
dibujo».
A los dieciséis años, Leonardo aprendió
a trabajar y fundir metales, esculpir,
pintar, estudiar modelos desnudos y
vestidos, así como plantas y animales
para emplearlos en los momentos
necesarios. La precisión en el trazo de
los dibujos fue una de sus obsesiones y
para ello realizó concienzudos estudios
a partir de figurillas que él mismo ela-
boraba con terracota y cubría con
paños mojados con barro. Vasari cuen-
ta que «dado que había escogido la pin-
tura como su verdadero oficio, se ejer-
citó mucho en dibujar del natural. A
veces modelaba figuras de arcilla, les
colocaba encima suaves paños empa-
pados en barro y se esforzaba muy
pacientemente en dibujarlos sobre un
lienzo muy fino o ya usado, reprodu-
ciéndolos admirablemente bien en
blanco y negro con la punta del pincel».
En el taller de Verrocchio también
obtuvo nociones de arquitectura y se
inició en las leyes de la perspectiva y en
la técnica de los colores, de modo que
al lado del maestro Verrocchio se armó
de todos los instrumentos necesarios
para desarrollar su talento. Piero della
Francesca, Masaccio, Paolo Ucello y
también el Giotto fueron algunas de las
referencias que Leonardo estudió con
especial interés.
Por esta época, Leonardo conoció a
Sandro Botticelli, quien llegaría a ser
uno de los pintores protegidos de
Lorenzo de Médicis el Magnífico.
Botticelli fue compañero de diversión y
de aficiones amorosas. Sin embargo,
fue con otros condiscípulos que, en
junio de 1476, fue acusado de sodomía
sin que el juez tomara en cuenta la
denuncia. Ese mismo año parece aban-
donar el taller de Verrocchio, como ya
lo había intentado cuatro años antes, si
bien siguió vinculado a él hasta su mar-
cha a Milán.
Durante los años de aprendizaje, el
maestro le permitió intervenir en algu-
nos de los cuadros que le habían encar-
gado como Tobías y el ángel, en el que
Leonardo pinta un bello Tobías andró-
gino que acaricia con el pulgar la mano
del ángel, a cuyos pies un perrito mira
al muchacho. Ya en esta intervención
Leonardo deja patente su original con-
cepción de la belleza masculina fruto
de la tensión entre la tradición cristiana
y las ideas neoplatónicas que empiezan
El Corredor Mediterráneo / Página 3
Hacequinientosaños,el2demayode1519,moríaenelpalaciofran-
cés de Amboise Leonardo da Vinci, el hombre a quien se considera la
prefiguración más cabal del genio por su talento, su inteligencia y su
concepciónavanzadadelasartesydelasciencias,cualidadesquefun-
damentan algunas de las obras más bellas del arte universal.
El Corredor Mediterráneo / Página 4
a definir las tendencias principales del
arte renacentista.
En 1469, Andrea Verrocchio viajó a
Venecia como embajador cultural de
la Signoría acompañado por
Leonardo. Para éste, el viaje constitu-
yó una experiencia determinante para
el futuro de su obra y del arte euro-
peo. La naturaleza aparece ante sus
ojos con su inmediata realidad pero
también con sus códigos secretos.
Como bien afirma Kennet Clark, «el
descubrimiento de que en la naturale-
za existe una continua transforma-
ción y cambio conmovió las bases
intelectuales de Leonardo y contribu-
yó a desarrollar en él uno de sus más
profundos instintos: el sentido del
misterio». Y es precisamente esta
voluntad de Leonardo por descubrir
los secretos de la naturaleza la que
determina la originalidad de su obra y
explica la perenne fascinación que
provoca.
Durante este viaje, que en cierto
modo resultó iniciático, Leonardo per-
cibió las cualidades ocultas de las
plantas, el movimiento de los astros
en el firmamento y los elementos
comunes a todos los seres vivos. La
naturaleza era para él una realidad
transparente en la que era posible
precisar sus movimientos y someter
los objetos visibles a la «gramática de
la creación», como diría George
Steiner.
Verrocchio enseñaba a sus discípulos
que debían someter la naturaleza a
una observación racional, científica,
para pintar o dibujar un paisaje «real».
La voluntad aparecía entonces como
el recurso esencial no sólo para trans-
formar el mundo sino también, para el
artista, el de representar la naturale-
za. Esta orientación estética de exalta-
ción del realismo es la que Leonardo
sigue cuando dibuja el que se tiene
como el primer paisaje autónomo de
la historia del arte. La fecha de este
dibujo se conoce porque Leonardo
introduce en la parte superior izquier-
da con escritura invertida, ya caracte-
rística en él, una leyenda que dice: «En
el día de Santa María de las Nieves, 5
de agosto de 1473». El dibujo, realiza-
do con plumilla sobre otro previo que
apenas se nota, es un valle rodeado
de colinas, al fondo del cual discurre
un río, probablemente el Arno, y a la
izquierda una fortaleza, que algunos
identifican con la de Poppiano, locali-
dad situada entre Vinci y Pistoia. En
este dibujo, que tuvo una gran
influencia en su obra posterior y a tra-
vés de ésta en la de otros pintores
renacentistas, Leonardo aplica una
perspectiva atmosférica y la técnica
del sfumato para conseguir un efecto
de lejanía. El sentido de este paisaje
era estudiar el escenario con todos los
elementos que permitieran situar los
personajes que él se propusiera.
Como escribirá más tarde Baltasar
Castiglione en El cortesano «…la
máquina del mundo que nosotros
vemos con su amplio y espléndido
cielo de claras estrellas, y en el medio
la tierra ceñida por los mares, y llena
de montes, valles y ríos y adornada de
tan diferentes árboles y flores y hier-
bas, es una noble y gran pintura,
hecha por la mano de Dios; e imitarla
me parece que sea digno de encomio;
pero para hacerlo hay que saber
muchas cosas, como bien sabe quién
lo hace».
Las ideas pictóricas de Leonardo mar-
can distancias estilísticas y conceptua-
les con el taller de su maestro y, sobre
todo, con la tradición iconográfica
cristiana. La Anunciación, realizado
entre 1472 y 1475, es, a pesar de su dis-
cutida atribución, significativamente
leonardesco. Leonardo rompe aquí el
modelo iconográfico medieval a tra-
vés de los gestos de los personajes, en
particular con el de sorpresa o sumi-
sión de la Virgen ante el anuncio de su
maternidad, y con el escenario donde
tiene lugar la acción y el paisaje de
fondo. Al exponer la narración temáti-
ca en un marco arquitectónico, donde
el paisaje cobra una dimensión signifi-
cativa gracias a la perspectiva atmos-
férica, Leonardo abría un nuevo y ori-
ginal camino a la pintura renacentista.
Esta concepción supuso para el poder
instituido un radical cuestionamiento
al sistema de valores impuesto por las
órdenes mendicantes y que dominaba
la sociedad europea desde el siglo
XIII. Por lo cual no fue extraño que
Leonardo no fuese del agrado de la
elite dominante y que siguiera depen-
diendo de los encargos que le llega-
ban a través del taller de Verrocchio,
lo que, consecuentemente, condicio-
naba el desarrollo de sus ideas artísti-
cas.
La voluntad exploratoria de Leonardo
era semejante a la de los navegantes
florentinos, venecianos, genoveses,
portugueses y castellanos que empe-
zaban a despegarse de las costas en
busca de nuevas rutas por los confi-
nes del mundo. La pulsión creadora
del joven Leonardo lo inducía a dejar
en el cuadro el pálpito del alma. los
elementos simbólicos en Leonardo
eran expresión del misterio subyacen-
te en la naturaleza, algo por explorar
y descubrir; algo capaz de ser someti-
do a la mirada científica y al orden
matemático. Non mi legga chi non e
matematico, escribió Leonardo. Del
mismo modo que esta actitud cuestio-
naba el orden de valores vigente tam-
bién se oponía a las tendencias neo-
platónicas que empezaban a dominar
el pensamiento de la Florencia del
quattrocento. Un pensamiento aún
bajo el peso del misticismo medieval
que hacían decir a Pico della
Mirandola que «las matemáticas no
son una verdadera ciencia». De aquí
que el ambiente «místico» de
Florencia le resultase hostil y tuviese
que contentarse con unos pocos
encargos, frecuentemente logrados
por la influencia paterna.
Asentado en Milán, mientras los rei-
nos de Europa ensayaban nuevas for-
mas de gobierno y modificaban sus
fronteras con ejércitos y alianzas
matrimoniales, y los navegantes
alcanzaban el cabo de Buena
Esperanza buscando nuevas rutas a
las Islas de las Especias, Leonardo da
Vinci pasaba sus días ignorado por el
señor de Milán y estudiando y obser-
vando la naturaleza para desentrañar
sus secretos.
Durante los primeros meses dedicó
gran parte de su tiempo al estudio de
una técnica pictórica que ya había
apuntado ligeramente La Adoración.
La técnica, que se conoce como sfu-
mato, consistía en difuminar los con-
tornos y pintar las masas con colores
suaves a fin de crear un efecto de vida
y misterio del mismo modo como se
percibe en la observación de la natu-
raleza. «El pintor es dueño de todas
las cosas que el hombre puede pensar
– escribe Leonardo en su Tratado de
pintura-, por eso si desea ver bellezas
que le enamoren es dueño de crear-
las; si quiere ver cosas monstruosas
que atemoricen o sean risibles o moti-
ven compasión, es dueño y creador
[…], y en efecto, lo que en el universo
existe por esencia, presencia o imagi-
nación, él lo tiene antes en su mente y
en sus manos luego; y éstas son capa-
ces de crear al mismo tiempo una
armonía proporcionada con una sola
mirada, como las cosas hacen». En
esta técnica reside gran parte del
atractivo de La Gioconda.
En Milán, el ingenio de Leonardo con-
cibió fortalezas y máquinas de guerra,
pero también al arte y realizó una de
sus obras maestras, La Última Cena.
Para E.H. Gombrich, este fresco es
«uno de los grandes milagros debidos
al genio del hombre». Matteo
Bandello cuenta que durante su con-
fección, Leonardo, que estudió obse-
sivamente los colores que aplicaría a
los alimentos, se subía al andamio y
estaba allí días enteros con los brazos
cruzados examinando lo que había
hecho, antes de dar otra pincelada.
«También lo vi [a Leonardo] a medio-
día, cuando el sol está en Leo, aban-
donar la Corte (según su capricho o
fantasía), donde estaba ejecutando el
soberbio caballo de tierra, y venir
directamente a las Gracias. Subía
entonces al andamio y retocaba tal o
cual figura con una o dos pinceladas,
para luego volverse a ir de inmediato
a otra parte». Los continuos cambios
y retoques del maestro causaban
desasosiego entre los frailes domini-
cos. Este proceder ha dejado un sus-
trato de trazos y figuras corregidas, lo
que los expertos llaman «pentimen-
to», que está en el origen de numero-
sas especulaciones de carácter esoté-
rico, cuando en realidad el único y más
plausible propósito de Leonardo haya
sido formular una interrogación sobre
el misterio del mundo y revelar que el
misterio de La Última Cena, según
dice Ruiz-Domènec, «es el descubri-
miento de la necesidad de la muerte
de Dios por los pecados de los hom-
bres». Como resultado de ello, su
poderosa imaginación ha permitido
situar la dramática escena ante los
ojos del espectador y que éste experi-
mente, como los monjes que la vieron
la primera vez, una profunda emo-
ción.
Tampoco Milán se convirtió su hogar y
Leonardo vivió los años siguientes
entre Florencia y Roma y finalmente,
ya anciano, aceptó la invitación de
Francisco I de Francia y se instaló en el
palacio de Amboise. Aquí Leonardo
pasó los últimos años de su vida aque-
jado de una parálisis parcial según el
relato de Antonio Beatis. En este tiem-
po realizó numerosos dibujos de feli-
nos, caballos y dragones a los que
imprime una impronta infantil, llena
de frescura y fantasía.
Leonardo da Vinci murió en la noche
del 2 de mayo de 1519 rodeado de sus
fieles Francesco Melzi, Battista Villanis
y Mathurine, su criada francesa. Si
bien hay una leyenda muy extendida
según la cual murió en brazos de
Francisco I, cabe señalar que éste se
encontraba en ese momento en Saint-
Germain.en-Laye, a raíz del nacimien-
to de su segundo hijo. El cuerpo de
uno de los más grandes genios del
arte universal fue inhumado en la igle-
sia de Saint-Florentin de Amboise.
(*) Este texto es una síntesis extraída
de “Leonardo”, de Antonio Tello
(Sol 90, Barcelona, 2006).
El Corredor Mediterráneo / Página 5
¿Qué vasos comunicantes existen entre una flor amarilla y ciertos escritos de
Fernando Pessoa y Julio Cortázar? ¿Una flor amarilla es sólo una flor de
este color o un secreto código que nos revela el mundo?
Variaciones sobre un mismo tema: La
flor amarilla y sus variables.
1
Nos encontramos muchas veces en las
páginas de sus libros. Personalmente,
nunca. Quizás y, para el caso, no era
necesario. Los encuentros con él se die-
ron y quizás se darán en un plano donde
participaba, participa, participará, aque-
llo indescriptible contenido o incrustado
mejor dicho en su apellido y que él, de
alguna manera, lo encarnaba, hasta diría,
flota, o mejor, sobrevuela su mundo e
ideas.
Hablo de Julio Cortázar.
Poco vale que mencione todas y cada
una de las circunstancias, fueron
muchas; casi todas cargadas de ese háli-
to que, al menos para quien esto escribe,
constituyen las pequeñas grandes claves
que acercan a la extraña posibilidad de
observar el modo en cómo se acomoda
el lenguaje y los espacios físicos-tempo-
rales que el mismo es capaz de atrave-
sar.
Podría mencionar algunos fracasos en
mis búsquedas mas no tendría mucho
sentido porque, se sabe, fracasamos de
modo permanente de igual modo que
cuando intentamos atraer, hacia nues-
tras manos, la pluma que flota en el
agua.
El lenguaje es casi un calco de ese hecho
físico. Más de una vez repito la historia
para ver si encuentro el sitio en donde
debe habitar esa clave que se escapa, se
escurre entre las manos. Mejor decirlo se
niega a ser tomada por el pensamiento,
la clave en sí misma es intraducible.
Mencionaré, ahora, uno de esos encuen-
tros los que, más adelante, serán partes
de otras tantas historias.
2
Habíamos editado, un libro de Fernando
Pessoa, Poemas Inconjuntos, versión
castellana de Pablo Heredia, texto que
nos ha parecido, desde siempre, algo
maravilloso. La primera edición, del año
2001, se agotó. En 2011 decidimos reedi-
tarla. Al momento de encarar esa segun-
da edición un grupo de psicoanalistas de
la ciudad de Córdoba nos ofreció presen-
tar el libro en un ciclo que ellos organiza-
ban: Homenaje a Pessoa. Cuestión es
que abordarían el perfil del ese extraño
escritor portugués, casi indescifrable
para nosotros, en esa especie de
Seminario desde donde se observarían y
discutirían algunas de las peculiaridades
del notable poeta. Propusimos que el
libro fuese presentado por un psicólogo,
conocido poeta del medio. Pero éste
adujo otros compromisos y no quedó
otra alternativa al editor que encargar-
se él mismo de la presentación. Pues
bien me gustó ofrecerme y participar de
ese acto, era una buena posibilidad de
releer el texto, buscar la veta o el detalle
que siempre escapa a toda lectura sos-
pechando que siempre existe la posibili-
dad más valiosa en segundas lecturas. Lo
que encontré me llenó de un goce ines-
perado.
El libro tiene tres partes o secciones:
Introducción por Ricardo Reis, luego la
poesía completa de Alberto Caeiro y,
finalmente, el cierre, una especie de
reflexión admirativa de Alvaro de
Campos sobre la poesía de Alberto
Caeiro y más que todo sobre su persona
a quien Alvaro de Campos consideraba
uno de los seres más luminosos que él
había conocido.
Mi lectura se había detenido en un
poema que Pessoa escribió el 29 de
mayo de 1918, que está en la página 123
del libro citado y dice:
“El que oyó mis versos me dice: ¿Qué
tiene eso de nuevo?
Todos saben que una flor es una flor y un
árbol es un árbol.
Pero yo respondí, no todos, (?.......)* Así
está en el original.
Porque todos aman las flores por ser
bellas, y yo soy diferente.
Y aman los árboles por ser verdes y dar
sombra, pero yo no.
Yo amo las flores por ser flores, directa-
mente.
Yo amo los árboles por ser árboles, sin
mi pensamiento.”
En un pasaje determinado de esta última
sección, Alvaro de Campos, conversa
con Alberto Caeiro, le cita, dice el libro,
con una perversidad amistosa una obser-
vación con que Wordsworth designa a
un inservible con una expresión que dice:
A primrose by the river ‘s brim
A yellow primrose was to him,
An it was nothing more.
Luego Alvaro de Campos aclara que él
traduce, no de manera exacta, porque él
no sabe de nombres de flores, ni de plan-
tas y dice: “Una flor a la margen del río
para él era una flor amarilla, y no era
nada más.”
Y continúa: “Mi maestro Caeiro rio. ‘Ese
hombre simple veía bien: una flor amari-
lla no es realmente otra cosa sino una
flor amarilla.’
Pero, de repente, pensó.
“Hay una diferencia”, agregó. “Depende
de que si considera la flor amarilla como
una de las varias flores amarillas, o como
aquella flor amarilla solamente.”
Y después dijo:
“Lo que ese poeta inglés suyo quería
decir es que para el tal hombre esa flor
amarilla era una experiencia vulgar, o
una cosa conocida. Ahora bien, eso no
está bien. Toda cosa que vemos, debe-
mos verla siempre por primera vez, por-
que realmente es la primera vez que la
vemos. Y entonces cada flor amarilla es
una nueva flor amarilla, aun cuando sea,
como se dice, la misma de ayer.
Nosotros no somos ahora los mismos ni
la flor tampoco. El mismo amarillo no
puede ser ya el mismo. Es una pena que
la gente no tenga los ojos para saber
Por Juan Maldonado
Pessoa, Cortázar y la flor amarilla
El Corredor Mediterráneo / Página 6
eso, porque entonces seríamos todos
felices.”
La respuesta, además de bella, fue
firme; conmovedora.
Desconozco la razón por la cual asocié
esta conversación con un cuento de
Cortázar que se llama, justamente:
“Una flor amarilla”.
Fui casi corriendo a buscar el libro en
donde está el relato. Lo leí con la mayor
concentración posible, es decir, lo releí
pensando si Cortázar conocería el texto
de Pessoa; quizá pudiese tratarse de
una simple coincidencia. Este hecho
podría llevarme al punto cercano por
donde podría observar el escondrijo de
la probable sincronicidad, extrañeza
que nos suele asaltar en casos como
éste. Busqué en el cuento en esa cruel
historia de un hombre desgastado,
seco, medio borracho; que sube a un
colectivo 95, de noche, en París (¿Por
qué el 95, me pregunté?). Ya en el ómni-
bus el viejo se va hasta el fondo del
mismo y cuando llega al último asiento
ve un adolescente sentado, escondido
el rostro detrás de una revista de histo-
rietas. El viejo lo ve y en el acto se da
cuenta que, ese adolescente, es él cuan-
do tenía la edad que el adolescente
tiene en ese momento. Lo mira y queda,
como suspenso e incurso en una dimen-
sión distinta por la que circula su habi-
tualidad. Se ha detenido en el rostro, el
corte del mismo; el flequillo que cae
sobre la frente; la timidez que le hace
esconder el rostro. El viejo no puede
salir de la situación que lo ha tomado,
persigue al adolescente cuando des-
ciende del 95 y lo sigue hasta su casa. Lo
para, conversa con él, escucha esa voz,
su misma voz de otro tiempo.
Extrañamente se conectan, el hombre
que no sabremos su nombre por el
cuento, comienza a visitar a Luc, el ado-
lescente, en su casa. De alguna manera
el viejo quiere saber lo que ha vivido ese
adolescente y trata de ver el orden
simétrico que puede rondar el curso de
ambas vidas, entonces surge la nómina
de las similitudes que Cortázar, amigo
de ellas, deja correr en el relato.
Pero al iniciar el cuento Cortázar ha lan-
zado, por decirlo de un modo en cómo
nos llegan sus mensajes, esa frase que
dice: “Parece una broma, pero somos
inmortales. Lo sé por la negativa, lo sé
porque conozco al único mortal”.
Leí y releí el texto, buscando claves
extras a mi manía persecutoria de
encontrar sentidos en sitios imposibles.
Pensaba que tenía que existir algo
mucho más significativo que me permi-
tiera ver por qué razón había llegado a
ese punto y a ese texto de Cortázar a
Pessoa, o mejor dicho de Pessoa a
Cortázar. Por qué pesaba tanto esa sen-
tencia final: “las cosas hay que mirarlas,
siempre, como si fuera la primera vez.”
Hasta que en el texto de Cortázar, el
viejo que está contando la historia,
tomando vino barato en un bar oscuro,
casi en tinieblas, sigue el trayecto y le
cuenta a su interlocutor los pasos que
ha ido dando la historia, esa historia que
pone al viejo al centro y su vida es solo
pensar en Luc, el adolescente que él
fue. Ahora todo gira alrededor de él.
Siente que su vida, sus vidas están uni-
das por esas inexplicables vicisitudes.
Más adelante, un día cualquiera, Luc
enferma y muere. Muere un adolescen-
te y el viejo sabe que una cadena se ha
cortado y eso lo lleva hacia una pleni-
tud. Todo terminará, la estúpida vida,
dice, no continuará; él es el único mor-
tal, su otro yo ha muerto. Hasta que un
día cruzando el Luxemburgo, vio una
flor. “Estaba al costado de un cantero,
una flor amarilla cualquiera. Me había
detenido a encender un cigarrillo y me
detuve mirándola. Fue un poco como si
la flor también me mirara, esos contac-
tos a veces … Usted sabe, cualquiera
los siente, eso que llaman la belleza.
Justamente eso. La flor era bella, era
una lindísima flor. Y yo estaba condena-
do, me iba a morir un día para siempre.
La flor era hermosa, siempre habría flo-
res para los hombres futuros. De golpe
comprendí la nada, eso que había creí-
do la paz, el término de la cadena. Yo
me iba a morir y Luc ya estaba muerto,
no habría nunca más una flor para
alguien como nosotros, no habría nada,
no habría absolutamente nada y la nada
era eso, que no hubiera nunca más una
flor…”.
Pasaron más de dos años hasta que
comprendí la relación: el viejo, cuando
ve al adolescente, ve su vida por prime-
ra vez. Allí, creo, al menos para mí está
la clave. La sé también en Borges cuan-
do dice que hay un minuto en la vida en
que un hombre sabe quién es, para
siempre. Algo así. Pero en este caso no
es eso, es la mirada lo que prima y per-
mite o abre paso a un conocimiento
mucho más vasto que el planteo borge-
ano. La mirada sobre uno mismo, como
la del viejo que ha trazado un largo
recorrido de vida y, además, ese núme-
ro, el 95, tan cercano a una cifra tan
definitiva como 100. Pareciera que la
cifra marca una especie de oculto desig-
nio, el 95 nos indica que estamos llegan-
do hacia un final. El viejo cuando ve al
adolescente no solamente reconoce
quien ha sido antes, sino que, como
complemento, se da cuenta que ya no
es. Sabe que la vida plena está en el
otro que ha sido y que, ahora, habita en
el adolescente que vio por primera vez.
Ha visto su vida, su entera vida, en un
instante y ha comprendido, en un
segundo, una totalidad a través de la
mirada. Luego, Luc ya no está, él va a
morir, pero antes, en Luxemburgo ha
visto una flor, una flor amarilla, en un
cantero la ha visto y la flor lo ha visto.
Esa mirada lo ha puesto en un estado de
comprensión: ha podido vislumbrar la
nada que a todos nos acecha.
El Corredor Mediterráneo / Página 7
reseñaCartografía
de la lengua
BIBIANA FULCHIERI
Editorial Las nuestras, Córdoba, 2019
En el marco de las actividades del VIII
Congreso Internacional de la Lengua
Española, la Agencia Córdoba Cultura del
Gobierno de la Provincia de Córdoba,
auspició y produjo el libro de la escritora
y periodista Bibiana Fulchieri: Cartografía
de la lengua. Una obra fundamental en la
relación de Córdoba y la literatura. En
cierto modo, una obra ambiciosa que
consigue llegar a cumplir sus objetivos.
Fulchieri traza en más de 400 páginas
una cartografía de personajes literarios
que vivieron en nuestra provincia, nacie-
ron en ella o alguna vez pasaron por aquí
dejando una huella inconfundible. El libro
está acompañado por cientos de foto-
grafías que ilustran o mejor dicho dialo-
gan con el texto. Corrijo para decir dialo-
gan, porque evidentemente entramos en
un doble lenguaje, el de la palabra y el de
la imagen. Fulchieri, fotógrafa, no desco-
noce este aspecto y logra que imagen y
palabra confluyan en un todo bello y
armónico. Mucho tiene que ver también
allí el diseño de Cecilia Salomón, artista
visual y diseñadora, que acompañó a
Fulchieri en ese otro gran libro que fue:
“Las mujeres del Cordobazo”. El libro en
sí es un objeto bello, con un diseño impe-
cable. Como en todo aspecto de recupe-
ración o repaso “cartográfico” y/o crono-
lógico de la literatura territorial de una
provincia, seguramente “ni están todos
los que son ni son todos los que están”,
como en cualquier “antología”. No falta-
rá a su vez quien alce algún dedo indica-
tivo para decir que faltó tal o cuál escri-
tor/a. Creo que el abanico de posibilida-
des que abre Bibiana Fulchieri en su
“Cartografía de la lengua” es amplio y
diverso. A nivel ideológico podemos
encontrar autores como Alfonsina Storni
hasta un Hugo Wast. Storni, una recono-
cida activista del socialismo y del feminis-
mo de los años ’20 y el otro un escritor
costumbrista no pocas veces señalado
como antisemita y ultracatólico. El lector
se topará con la aristocrática postura de
un Manuel “Manucho” Mujica Laínez y al
mismo tiempo un loco suelto, talentoso
y extraño como Romilio Ribero. Y los
nombres siguen y todos son asombrosa-
mente atrayentes: Edith Vera, Malicha
Leguizamón, Pablo Neruda, Sara
Gallardo, Cecilia Grierson, Roberto Arlt,
Deodoro Roca, Jorge Barón Biza,
Carolina Muzzilli, y un largo etcétera.
La cartografía propuesta, por suerte, e
inteligentemente, va más allá de
Córdoba. Quiero decir que no se fija en
los autores estrictamente cordobeses
sino en aquellos que pasaron por la pro-
vincia, aquellos y aquellas que compar-
tieron parte de su obra, parte de su vida
o ambas cosas. En este sentido el libro de
Fulchieri salta el cerco de la “provinciani-
dad” mediocre, la vista corta a la que ya
–y lejanamente- Sarmiento hacía men-
ción en su Facundo. Dice el escritor san-
juanino: “…la ciudad es un claustro ence-
rrado entre barrancas…Córdoba no sabe
que existe en la tierra otra cosa que
Córdoba…”. Esta irónica mirada de
Sarmiento, ácida y crítica, muchas veces
ha sido refrendada por la realidad. Una
cordobesidad que lejos de singularizar-
nos nos revela cercanos a un pajueranis-
mo ignorante que para nada es útil. Sin
embargo y por suerte, no todo es así ni
viene siendo así. El acierto de
“Cartografía de la lengua”, entre otros
aciertos, es haber abierto el claustro, res-
catar sí nuestros propios autores pero al
mismo tiempo amalgamarlos con aque-
llos viajeros y viajeras que han pasado
por nuestra provincia. Hacer de algún
modo, de nuestra Córdoba, no ya el
claustro impenetrable que decía
Sarmiento, sino un lugar abierto, un
lugar donde la literatura elige quedarse,
porque se siente cómoda, leída. Porque
quien viene, pude nutrirse de nuestro
paisaje, del humor cordobés, de la histo-
ria, y de muchas cosas más. Esta apuesta
que creo yo es la más importante, este
salir del claustro, está además reforzada
o afirmada por la invitación que realiza la
autora a diversos escritores y escritoras
para escribir sobre las personalidades
literarias. No elige un tenor o una sopra-
no, prefiere una polifonía, un coro donde
muchas voces puedan contar y cantar
qué pasó por nuestro suelo. El lector
encontrará entonces autores como Noé
Jitrik, Cristina Bajo, Luis Rodeiro, Mónica
Ambort, Graciela Bialet, Nelson Specchia,
Perla Suez, Juan Maldonado, entre otros.
“Cartografía de la lengua” es un libro de
referencia. También es un libro institucio-
nal. Ojalá, poco a poco, se constituya
también en un libro que se encuentre en
todas las bibliotecas, en los centros cul-
turales de los barrios, en los últimos y
lejanos rincones de nuestra provincia.
Leandro Calle
El Corredor Mediterráneo / Página 8
MUNICIPALIDAD
DE LA CIUDAD
DE RÍO CUARTO
Subsecretaría de Cultura.
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La Columna
humorsolini
Por Heraldo Mussolini
DE ORILLA A ORILLA
La invención
de la culpa
Por Jorge Rodríguez Hidalgo
El pasado 24 de marzo se conmemoraba en Argentina
el 43 aniversario del inicio de la dictadura cívico-militar que
tanto dolor sigue produciendo en la actualidad. Unos días más
tarde, el 1 de abril, se cumplían 80 años del final de la Guerra
Civil española, cuyo trágico recuerdo aún está muy presente
en la vida social y política hispana. Separados por cuatro déca-
das, los trágicos acontecimientos padecidos por ambas socie-
dades presentan características distintas en su ideación y eje-
cución, pese a lo cual puede afirmarse que ambas tienen en
común una de las formas más terribles que puede revestir el
odio: la desaparición del enemigo como expresión última de la
voluntad genocida. En efecto, tanto Argentina como España
comprometieron su ser al violar la ley de la autoconservación y
emprender la senda del fratricidio en el seno de sus comunida-
des. Y lo hicieron, además, anihilando en el empeño no sólo el
bien supremo de la vida de muchos de sus hijos, sino también
el de la solidez de la razón de las generaciones posteriores a
los hechos, a las que se ha querido someter al doble engaño de
la necesidad y la justificación de la muerte.
Décadas después de la comisión de tan magnos críme-
nes, tanto Argentina como España, ésta más que aquélla, a
fuer de ser sinceros, parecen dispuestas a tropezar en las mis-
mas piedras. El espíritu cainita que llevó, en sendas socieda-
des, a una parte a levantar el brazo sobre la otra toma nuevo
impulso en la actualidad con ayuda del creciente desconcierto
moral en que las más de las gentes andan sumidas como con-
secuencia del individualismo férreo a que el neoliberalismo ha
conducido. El renacer de las doctrinas autoritaristas que abo-
gan abiertamente por el empleo de la fuerza, el recurso a la
exclusión del disidente, el reconocimiento del “modelo” como
guía en política, sociedad y cultura, modelo, por supuesto,
ahormado en las altísimas instancias de la globalización y las
nuevas tecnologías, ya es visto como muestra de la libertad, si
bien matizada con unas rutinarias y espurias objeciones. Y ya
se sabe que “excusatio non petita, accusatio manifesta”. La
atomización permite a las clases políticas actuar libre y despre-
juiciadamente de espaldas a los intereses generales de cada
país, atendiendo exclusivamente a los dictados del grupo cons-
tituido en organización, si no reconocida como criminal, sí bajo
la sospecha de serlo. No hemos de buscar demasiado para
encontrarnos con que el suelo patrio ha tiempo que ha sido
vendido a poderes económicos foráneos, o se está destruyen-
do de tal modo que ya padecemos sus consecuencias en forma
de cambios climáticos parciales que se suman al cambio climá-
tico planetario que amenaza seriamente con convertir la reali-
dad en pesadilla de no ficción.
La tragedia de los desaparecidos argentinos y españo-
les no ha terminado. Nunca, es verdad, podrá terminar, si
entendemos por ello confinarla en el olvido. Pero lo que está
sucediendo es algo mucho peor que inhumar la memoria. A
ambas orillas del Atlántico, los pilares del Estado se levantan
sobre basas removidas que señalan la labor de zapa que los
poderes fácticos han venido practicando hasta conseguir su
objetivo: el lampedusiano intento de cambiarlo todo, aparen-
temente, para que, en el fondo, nada cambie. La más hiriente
de las consecuencias es la negación de la propia historia, la
desaparición de los desaparecidos, la negación de lo que
nunca ha existido. Situar el horror en medio de una enorme lista
de posibilidades del devenir de las sociedades, tomar como un
avatar más el arrebatamiento de la vida o reescribir el pasado a
fin de hacer una imposible tabula rasa es una práctica diaria diri-
gida desde los centros de decisión sobre temas económicos y
políticos, así como desde la administración de justicia, para neu-
tralizar cualquier intento de contestación del siempre inmodifi-
cable statu quo.
Frente a la política negacionista de las barbaries perpe-
tradas por el Estado, éste emplea a fondo sus capacidades para
obrar el prodigio del autoconvencimiento: la invención de la
culpa. De forma tan intrincada como en la magistral obra de
Bioy Casares, los medios de comunicación, no importa de qué
tipo de propiedad, pero de obediencia siempre oficialista, per-
geñan utopías o distopías, según convenga, o simplemente
aturden al ciudadano con un bombardeo de informaciones que
le sitúan al margen de su propia vida, cuya veracidad sólo puede
verificarse como si de la de un androide se tratara. A este autó-
mata se le atribuye la responsabilidad de cuanto acontece y,
cual Atlas, se le carga el mundo encima para que expíe la culpa
de su degeneración.
Jorge Rodríguez Hidalgo
SUPLEMENTO CULTURAL DEL CENTRO
DECLARADO DE INTERÉS CULTURAL POR EL
CONCEJO DELIBERANTE DE RíO CUARTO

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Leonardo o el paradigma del genio

  • 1. Suplemento Cultural del Centro Río Cuarto / Río Tercero / San Francisco / Villa María Miércoles 05 de junio de 2019 - Año 19 N° 856 pág. 2 El Corredor Mediterráneo humorsolini POR HERALDO MUSSOLINI pág. 8 A 500 años de su muerte, Leonardo da Vinci encarna como ningún otro en la historia el paradigma del genio. Figura central del Renacimiento, Leonardo proyecta su figu- ra excepcional sobre todos los campos del saber y del arte en un período en el que se verifican profundas transformaciones sociales, económicas y políticas que encaminan el mundo hacia la modernidad. Cartografía de la lengua POR LEANDRO CALLE pág. 7 Pessoa, Cortázar y la flor amarilla Juan Maldonado, escritor y editor cordobés, dueño de la prestigiosa Alción Editora, sigue poéticamen- te los múltiples senderos que comunican los territorios litera- rios de dos grandes maestros de la literatura universal. Leonardo o el paradigma del genio Julio Cortázar pág. 5 LA COLUMNA DE ORILLA A ORILLA La invención de la culpa POR JORGE RODRÍGUEZ HIDALGO Pág. 8 Leonardo Da Vinci
  • 2. El poderoso naturalismo gótico de la Edad Media tardía, en el que se fragua la concepción individual de las cosas, encuentra continuidad en el quattro- cento, en cuya segunda mitad se cons- tatan el interés por la individualidad, la investigación de las leyes naturales y el sentido de fidelidad a la naturaleza en el arte y en la literatura. Esta nueva tesitura ante las cosas del mundo arrin- cona progresivamente el simbolismo metafísico hasta entonces vigente y aboca a los artistas de un modo más consciente y deliberado a la represen- tación del mundo sensible. La emancipación del individuo y el prin- cipio de democracia se ven en el hori- zonte del siglo XV como sustentos pri- mordiales de la modernidad. En tales circunstancias, el individualismo apare- ce en el Renacimiento, en palabras de Arnold Hauser, «como programa cons- ciente, como instrumento de lucha y como grito de guerra»; como una «emancipación de la carne» del ascetis- mo medieval. Este es el momento de asentamiento de las «virtudes burgue- sas» -el afán de lucro, la laboriosidad, la frugalidad, la respetabilidad-, que fun- damentan un nuevo sistema ético que tiene la razón como eje vector. En tanto que hijo de un prestigioso nota- rio, Leonardo es educado en un con- texto social - la Florencia de los merca- deres y banqueros- con consciencia de la individualidad, la cual permite a cada uno alcanzar su propia verdad. Es entonces cuando el genio –concepto que nace con la idea de propiedad inte- lectual- se convierte en ideal del arte, en tanto éste representa «la esencia del espíritu humano y su poder sobre la realidad». Leonardo da Vinci comprende que el mundo es esa realidad limitada que el hombre –medida de todas las cosas- es capaz de abarcar, pero que la obra de arte expresa toda la realidad abarca- ble. De aquí que su principal recurso estilístico se funde en la experiencia visual, pues como él dice «no ve la ima- ginación con tanta excelencia como el ojo». Pero para Leonardo, que ambicio- na ir más allá, es necesario limitar lo representado a lo esencial y para él lo esencial es lo concreto e inmediato, lo circunstancial y contingente, y también el pálpito del enigma que encierra la creación. De aquí que su arte enfrente la fugacidad del tiempo, con sus patro- nes de valores y conceptos de belleza, a la idea de intemporalidad, a la ambi- ciosa aspiración de una «humanidad eterna». El espacio, la naturaleza, la perspectiva, el análisis sistemático, la nítida objetividad, el valor de la expe- riencia, la mirada «científica» y la laten- cia de lo secreto y primordial de las cosas alientan su arte de «totalidades herméticas». Con esta actitud abarcadora Leonardo da Vinci nos descubre, como dice Ruiz- Doménec, «la pasión del alma por entrar en los confines del conocimien- to al traspasar los umbrales de la belle- za». Este es el hombre, el artista, el genio. La vida de Leonardo da Vinci transcurre en un momento histórico en el que el poder de las ideas consiguen cambiar el derrotero del mundo y pasar del estadio mítico del Medioevo al racional del Renacimiento. El epicentro de ese poderoso movimiento transformador llamado Humanismo se localizó en las ciudades-estado del norte de Italia y más concretamente en Florencia. Fue esta ciudad la cuna de ese conjunto de ideas y corriente de pensamiento que definió una nueva actitud del hombre frente a la realidad. Una actitud que liquidaba la vieja creencia medieval de un mundo en el que el destino del hom- bre aparecía determinado por las leyes de la Providencia. Con la mirada puesta en la Antigüedad grecorromana, desde mediados del siglo XIV las ideas humanistas recupe- ran la razón como sustento de la vida humana y, consecuentemente, sitúan al hombre como artífice de su propio destino. Sobre este fundamento el individuo quiere conocer más sobre sí mismo y sobre su entorno y al hacerlo forja la creencia de que el progreso humano puede transformar la realidad. Esta convicción está en el origen de las transformaciones sociales, políticas, culturales, científicas y artísticas que caracterizaron el período llamado Renacimiento. Sobre este sustrato ideológico, a mediados del siglo XV se produjeron en Europa radicales y vertiginosas trans- formaciones que afectaron a todos los campos de la actividad social y, obvia- mente, del mapa político de Europa. En 1453, los turcos conquistaron Constantinopla, último reducto del Imperio romano de Oriente, Francia e Inglaterra firmaron la paz acabando con la guerra de los Cien Años y, los rei- nos ibéricos de Castilla y Aragón se unieron formando un estado que no tardaría en expulsar a los últimos musulmanes del reino de Granada tras ocho siglos de guerra. Asimismo, la invención de la imprenta de tipos móvi- les por Johannes Gutenberg en Alemania permitió la impresión masiva de libros y la extensión del saber a un mayor número de personas. Ideas y mercancías comenzaron a viajar a una velocidad mayor por nuevas rutas que permitieron el descubrimiento de nue- vos horizontes del mundo. En el norte de Italia, Florencia, Venecia, Génova y Milán eran grandes capitales mercanti- les gobernadas por mercaderes y ban- queros, quienes representaban la irre- sistible emergencia de esa clase social que se identificó como burguesía. En este marco bullente de profundas renovaciones ideológicas, políticas y El Corredor Mediterráneo / Página 2 Leonardo o el paradigma del genio (*) Leonardo Da Vinci Por Antonio Tello
  • 3. sociales nació Leonardo en Vinci, pequeño pueblo toscano próximo a Florencia, el 15 de abril de 1452, la víspe- ra del Domingo de Ramos. Sus padres eran el joven notario florentino Ser Piero y la bella campesina Caterina de Anchiano. Pocos meses después del nacimiento de Leonardo, el padre se casó con Albiera di Giovanni Amadori, una adolescente hija de un rico merca- der, y su madre con Antonio di Piero di Andrea di Giovanni Buto, il Accatabriga – el Camorrista-, a quien otros nom- bran Accatabriga di Piero del Vacca, repostero de Vinci. Si bien Leonardo permaneció durante sus primeros años con su madre, a los cinco ya vivía con la familia de su padre biológico, según consta en una decla- ración de su abuelo Antonio al catastro de la ciudad. Aunque al parecer su padre no se mostró muy afectuoso con el niño, sí procuró darle una educación conforme a su clase social sin hacer dis- tinción con el resto de sus hijos legíti- mos. Sobre todo su abuelo Antonio le inculcó los valores que regían la con- ducta de la burguesía mercantil floren- tina: el espíritu de trabajo y la solidari- dad familiar. Dos principios que esta- rán presentes en Leonardo a lo largo de toda su vida. En la bottega de Andrea Verrocchio Ser Piero, quien ejercía con éxito su profesión en Florencia, lo llevó a su lado y lo instó a que siguiera leyes. Sin embargo, Leonardo no mostró interés por el derecho ni tampoco por el comercio, aunque sí talento para la música y el dibujo, y también para las matemáticas. Aprendió a tocar el laúd y a cantar para entretenimiento de la refinada burguesía florentina, a la que también divirtió con ingeniosos acerti- jos. Aunque no estudió latín ni griego, se interesó por los más diversos libros aparecidos en lengua toscana, desde el Decameron de Bocaccio y la Metamorfosis de Ovidio hasta los tra- tados de Avicena o Roger Bacon. Al mismo tiempo, en la más temprana adolescencia, descubrió su gusto por el dibujo, cosa que impresionó a su padre. Éste, deseoso de que al menos aprendiera un oficio útil y valiéndose de su posición social, hacia 1469 se los enseñó al popular y prestigioso pintor y escultor Andrea Verrocchio para que le diera su parecer y lo aceptara como aprendiz en su bottega o taller. Aún sin haber recibido ningún tipo de instrucción específica, Leonardo ya mostraba un especial talento para el dibujo, al que ejecutaba con asombro- sa prolijidad. Giorgio Vasari, arquitecto, pintor y escritor contemporáneo, en relación a este episodio escribió en Vida de los mejores arquitectos, pinto- res y escultores italianos que Ser Piero «tomó un día algunos dibujos del hijo y se los llevó a su amigo Andrea del Verrocchio, a quien pidió encarecida- mente que le dijera si Leonardo, en caso de dedicarse al arte del dibujo, podría llegar a ser alguien. Andrea quedó asombrado de los extraordina- rios comienzos de Leonardo y animó al padre a que lo dejara consagrarse en ese oficio, ante lo cual Ser Piero deter- minó que Leonardo fuera al taller de Andrea. Nada hubiera podido hacer más feliz a Leonardo, quien no sólo ejerció un oficio, sino todos los que caen dentro de la esfera del arte del dibujo». A los dieciséis años, Leonardo aprendió a trabajar y fundir metales, esculpir, pintar, estudiar modelos desnudos y vestidos, así como plantas y animales para emplearlos en los momentos necesarios. La precisión en el trazo de los dibujos fue una de sus obsesiones y para ello realizó concienzudos estudios a partir de figurillas que él mismo ela- boraba con terracota y cubría con paños mojados con barro. Vasari cuen- ta que «dado que había escogido la pin- tura como su verdadero oficio, se ejer- citó mucho en dibujar del natural. A veces modelaba figuras de arcilla, les colocaba encima suaves paños empa- pados en barro y se esforzaba muy pacientemente en dibujarlos sobre un lienzo muy fino o ya usado, reprodu- ciéndolos admirablemente bien en blanco y negro con la punta del pincel». En el taller de Verrocchio también obtuvo nociones de arquitectura y se inició en las leyes de la perspectiva y en la técnica de los colores, de modo que al lado del maestro Verrocchio se armó de todos los instrumentos necesarios para desarrollar su talento. Piero della Francesca, Masaccio, Paolo Ucello y también el Giotto fueron algunas de las referencias que Leonardo estudió con especial interés. Por esta época, Leonardo conoció a Sandro Botticelli, quien llegaría a ser uno de los pintores protegidos de Lorenzo de Médicis el Magnífico. Botticelli fue compañero de diversión y de aficiones amorosas. Sin embargo, fue con otros condiscípulos que, en junio de 1476, fue acusado de sodomía sin que el juez tomara en cuenta la denuncia. Ese mismo año parece aban- donar el taller de Verrocchio, como ya lo había intentado cuatro años antes, si bien siguió vinculado a él hasta su mar- cha a Milán. Durante los años de aprendizaje, el maestro le permitió intervenir en algu- nos de los cuadros que le habían encar- gado como Tobías y el ángel, en el que Leonardo pinta un bello Tobías andró- gino que acaricia con el pulgar la mano del ángel, a cuyos pies un perrito mira al muchacho. Ya en esta intervención Leonardo deja patente su original con- cepción de la belleza masculina fruto de la tensión entre la tradición cristiana y las ideas neoplatónicas que empiezan El Corredor Mediterráneo / Página 3 Hacequinientosaños,el2demayode1519,moríaenelpalaciofran- cés de Amboise Leonardo da Vinci, el hombre a quien se considera la prefiguración más cabal del genio por su talento, su inteligencia y su concepciónavanzadadelasartesydelasciencias,cualidadesquefun- damentan algunas de las obras más bellas del arte universal.
  • 4. El Corredor Mediterráneo / Página 4 a definir las tendencias principales del arte renacentista. En 1469, Andrea Verrocchio viajó a Venecia como embajador cultural de la Signoría acompañado por Leonardo. Para éste, el viaje constitu- yó una experiencia determinante para el futuro de su obra y del arte euro- peo. La naturaleza aparece ante sus ojos con su inmediata realidad pero también con sus códigos secretos. Como bien afirma Kennet Clark, «el descubrimiento de que en la naturale- za existe una continua transforma- ción y cambio conmovió las bases intelectuales de Leonardo y contribu- yó a desarrollar en él uno de sus más profundos instintos: el sentido del misterio». Y es precisamente esta voluntad de Leonardo por descubrir los secretos de la naturaleza la que determina la originalidad de su obra y explica la perenne fascinación que provoca. Durante este viaje, que en cierto modo resultó iniciático, Leonardo per- cibió las cualidades ocultas de las plantas, el movimiento de los astros en el firmamento y los elementos comunes a todos los seres vivos. La naturaleza era para él una realidad transparente en la que era posible precisar sus movimientos y someter los objetos visibles a la «gramática de la creación», como diría George Steiner. Verrocchio enseñaba a sus discípulos que debían someter la naturaleza a una observación racional, científica, para pintar o dibujar un paisaje «real». La voluntad aparecía entonces como el recurso esencial no sólo para trans- formar el mundo sino también, para el artista, el de representar la naturale- za. Esta orientación estética de exalta- ción del realismo es la que Leonardo sigue cuando dibuja el que se tiene como el primer paisaje autónomo de la historia del arte. La fecha de este dibujo se conoce porque Leonardo introduce en la parte superior izquier- da con escritura invertida, ya caracte- rística en él, una leyenda que dice: «En el día de Santa María de las Nieves, 5 de agosto de 1473». El dibujo, realiza- do con plumilla sobre otro previo que apenas se nota, es un valle rodeado de colinas, al fondo del cual discurre un río, probablemente el Arno, y a la izquierda una fortaleza, que algunos identifican con la de Poppiano, locali- dad situada entre Vinci y Pistoia. En este dibujo, que tuvo una gran influencia en su obra posterior y a tra- vés de ésta en la de otros pintores renacentistas, Leonardo aplica una perspectiva atmosférica y la técnica del sfumato para conseguir un efecto de lejanía. El sentido de este paisaje era estudiar el escenario con todos los elementos que permitieran situar los personajes que él se propusiera. Como escribirá más tarde Baltasar Castiglione en El cortesano «…la máquina del mundo que nosotros vemos con su amplio y espléndido cielo de claras estrellas, y en el medio la tierra ceñida por los mares, y llena de montes, valles y ríos y adornada de tan diferentes árboles y flores y hier- bas, es una noble y gran pintura, hecha por la mano de Dios; e imitarla me parece que sea digno de encomio; pero para hacerlo hay que saber muchas cosas, como bien sabe quién lo hace». Las ideas pictóricas de Leonardo mar- can distancias estilísticas y conceptua- les con el taller de su maestro y, sobre todo, con la tradición iconográfica cristiana. La Anunciación, realizado entre 1472 y 1475, es, a pesar de su dis- cutida atribución, significativamente leonardesco. Leonardo rompe aquí el modelo iconográfico medieval a tra- vés de los gestos de los personajes, en particular con el de sorpresa o sumi- sión de la Virgen ante el anuncio de su maternidad, y con el escenario donde tiene lugar la acción y el paisaje de fondo. Al exponer la narración temáti- ca en un marco arquitectónico, donde el paisaje cobra una dimensión signifi- cativa gracias a la perspectiva atmos- férica, Leonardo abría un nuevo y ori- ginal camino a la pintura renacentista. Esta concepción supuso para el poder instituido un radical cuestionamiento al sistema de valores impuesto por las órdenes mendicantes y que dominaba la sociedad europea desde el siglo XIII. Por lo cual no fue extraño que Leonardo no fuese del agrado de la elite dominante y que siguiera depen- diendo de los encargos que le llega- ban a través del taller de Verrocchio, lo que, consecuentemente, condicio- naba el desarrollo de sus ideas artísti- cas. La voluntad exploratoria de Leonardo era semejante a la de los navegantes florentinos, venecianos, genoveses, portugueses y castellanos que empe- zaban a despegarse de las costas en busca de nuevas rutas por los confi- nes del mundo. La pulsión creadora del joven Leonardo lo inducía a dejar en el cuadro el pálpito del alma. los elementos simbólicos en Leonardo eran expresión del misterio subyacen- te en la naturaleza, algo por explorar y descubrir; algo capaz de ser someti- do a la mirada científica y al orden matemático. Non mi legga chi non e matematico, escribió Leonardo. Del mismo modo que esta actitud cuestio- naba el orden de valores vigente tam- bién se oponía a las tendencias neo- platónicas que empezaban a dominar el pensamiento de la Florencia del quattrocento. Un pensamiento aún bajo el peso del misticismo medieval que hacían decir a Pico della Mirandola que «las matemáticas no son una verdadera ciencia». De aquí que el ambiente «místico» de Florencia le resultase hostil y tuviese que contentarse con unos pocos encargos, frecuentemente logrados por la influencia paterna. Asentado en Milán, mientras los rei- nos de Europa ensayaban nuevas for- mas de gobierno y modificaban sus fronteras con ejércitos y alianzas matrimoniales, y los navegantes alcanzaban el cabo de Buena Esperanza buscando nuevas rutas a las Islas de las Especias, Leonardo da Vinci pasaba sus días ignorado por el señor de Milán y estudiando y obser- vando la naturaleza para desentrañar sus secretos. Durante los primeros meses dedicó gran parte de su tiempo al estudio de una técnica pictórica que ya había apuntado ligeramente La Adoración. La técnica, que se conoce como sfu- mato, consistía en difuminar los con- tornos y pintar las masas con colores suaves a fin de crear un efecto de vida y misterio del mismo modo como se percibe en la observación de la natu- raleza. «El pintor es dueño de todas las cosas que el hombre puede pensar – escribe Leonardo en su Tratado de pintura-, por eso si desea ver bellezas que le enamoren es dueño de crear- las; si quiere ver cosas monstruosas que atemoricen o sean risibles o moti- ven compasión, es dueño y creador […], y en efecto, lo que en el universo existe por esencia, presencia o imagi- nación, él lo tiene antes en su mente y en sus manos luego; y éstas son capa- ces de crear al mismo tiempo una armonía proporcionada con una sola mirada, como las cosas hacen». En esta técnica reside gran parte del atractivo de La Gioconda. En Milán, el ingenio de Leonardo con- cibió fortalezas y máquinas de guerra, pero también al arte y realizó una de sus obras maestras, La Última Cena. Para E.H. Gombrich, este fresco es «uno de los grandes milagros debidos al genio del hombre». Matteo Bandello cuenta que durante su con- fección, Leonardo, que estudió obse- sivamente los colores que aplicaría a los alimentos, se subía al andamio y estaba allí días enteros con los brazos cruzados examinando lo que había hecho, antes de dar otra pincelada. «También lo vi [a Leonardo] a medio- día, cuando el sol está en Leo, aban- donar la Corte (según su capricho o fantasía), donde estaba ejecutando el soberbio caballo de tierra, y venir directamente a las Gracias. Subía entonces al andamio y retocaba tal o cual figura con una o dos pinceladas, para luego volverse a ir de inmediato a otra parte». Los continuos cambios y retoques del maestro causaban desasosiego entre los frailes domini- cos. Este proceder ha dejado un sus- trato de trazos y figuras corregidas, lo que los expertos llaman «pentimen- to», que está en el origen de numero- sas especulaciones de carácter esoté- rico, cuando en realidad el único y más plausible propósito de Leonardo haya sido formular una interrogación sobre el misterio del mundo y revelar que el misterio de La Última Cena, según dice Ruiz-Domènec, «es el descubri- miento de la necesidad de la muerte de Dios por los pecados de los hom- bres». Como resultado de ello, su poderosa imaginación ha permitido situar la dramática escena ante los ojos del espectador y que éste experi- mente, como los monjes que la vieron la primera vez, una profunda emo- ción. Tampoco Milán se convirtió su hogar y Leonardo vivió los años siguientes entre Florencia y Roma y finalmente, ya anciano, aceptó la invitación de Francisco I de Francia y se instaló en el palacio de Amboise. Aquí Leonardo pasó los últimos años de su vida aque- jado de una parálisis parcial según el relato de Antonio Beatis. En este tiem- po realizó numerosos dibujos de feli- nos, caballos y dragones a los que imprime una impronta infantil, llena de frescura y fantasía. Leonardo da Vinci murió en la noche del 2 de mayo de 1519 rodeado de sus fieles Francesco Melzi, Battista Villanis y Mathurine, su criada francesa. Si bien hay una leyenda muy extendida según la cual murió en brazos de Francisco I, cabe señalar que éste se encontraba en ese momento en Saint- Germain.en-Laye, a raíz del nacimien- to de su segundo hijo. El cuerpo de uno de los más grandes genios del arte universal fue inhumado en la igle- sia de Saint-Florentin de Amboise. (*) Este texto es una síntesis extraída de “Leonardo”, de Antonio Tello (Sol 90, Barcelona, 2006).
  • 5. El Corredor Mediterráneo / Página 5 ¿Qué vasos comunicantes existen entre una flor amarilla y ciertos escritos de Fernando Pessoa y Julio Cortázar? ¿Una flor amarilla es sólo una flor de este color o un secreto código que nos revela el mundo? Variaciones sobre un mismo tema: La flor amarilla y sus variables. 1 Nos encontramos muchas veces en las páginas de sus libros. Personalmente, nunca. Quizás y, para el caso, no era necesario. Los encuentros con él se die- ron y quizás se darán en un plano donde participaba, participa, participará, aque- llo indescriptible contenido o incrustado mejor dicho en su apellido y que él, de alguna manera, lo encarnaba, hasta diría, flota, o mejor, sobrevuela su mundo e ideas. Hablo de Julio Cortázar. Poco vale que mencione todas y cada una de las circunstancias, fueron muchas; casi todas cargadas de ese háli- to que, al menos para quien esto escribe, constituyen las pequeñas grandes claves que acercan a la extraña posibilidad de observar el modo en cómo se acomoda el lenguaje y los espacios físicos-tempo- rales que el mismo es capaz de atrave- sar. Podría mencionar algunos fracasos en mis búsquedas mas no tendría mucho sentido porque, se sabe, fracasamos de modo permanente de igual modo que cuando intentamos atraer, hacia nues- tras manos, la pluma que flota en el agua. El lenguaje es casi un calco de ese hecho físico. Más de una vez repito la historia para ver si encuentro el sitio en donde debe habitar esa clave que se escapa, se escurre entre las manos. Mejor decirlo se niega a ser tomada por el pensamiento, la clave en sí misma es intraducible. Mencionaré, ahora, uno de esos encuen- tros los que, más adelante, serán partes de otras tantas historias. 2 Habíamos editado, un libro de Fernando Pessoa, Poemas Inconjuntos, versión castellana de Pablo Heredia, texto que nos ha parecido, desde siempre, algo maravilloso. La primera edición, del año 2001, se agotó. En 2011 decidimos reedi- tarla. Al momento de encarar esa segun- da edición un grupo de psicoanalistas de la ciudad de Córdoba nos ofreció presen- tar el libro en un ciclo que ellos organiza- ban: Homenaje a Pessoa. Cuestión es que abordarían el perfil del ese extraño escritor portugués, casi indescifrable para nosotros, en esa especie de Seminario desde donde se observarían y discutirían algunas de las peculiaridades del notable poeta. Propusimos que el libro fuese presentado por un psicólogo, conocido poeta del medio. Pero éste adujo otros compromisos y no quedó otra alternativa al editor que encargar- se él mismo de la presentación. Pues bien me gustó ofrecerme y participar de ese acto, era una buena posibilidad de releer el texto, buscar la veta o el detalle que siempre escapa a toda lectura sos- pechando que siempre existe la posibili- dad más valiosa en segundas lecturas. Lo que encontré me llenó de un goce ines- perado. El libro tiene tres partes o secciones: Introducción por Ricardo Reis, luego la poesía completa de Alberto Caeiro y, finalmente, el cierre, una especie de reflexión admirativa de Alvaro de Campos sobre la poesía de Alberto Caeiro y más que todo sobre su persona a quien Alvaro de Campos consideraba uno de los seres más luminosos que él había conocido. Mi lectura se había detenido en un poema que Pessoa escribió el 29 de mayo de 1918, que está en la página 123 del libro citado y dice: “El que oyó mis versos me dice: ¿Qué tiene eso de nuevo? Todos saben que una flor es una flor y un árbol es un árbol. Pero yo respondí, no todos, (?.......)* Así está en el original. Porque todos aman las flores por ser bellas, y yo soy diferente. Y aman los árboles por ser verdes y dar sombra, pero yo no. Yo amo las flores por ser flores, directa- mente. Yo amo los árboles por ser árboles, sin mi pensamiento.” En un pasaje determinado de esta última sección, Alvaro de Campos, conversa con Alberto Caeiro, le cita, dice el libro, con una perversidad amistosa una obser- vación con que Wordsworth designa a un inservible con una expresión que dice: A primrose by the river ‘s brim A yellow primrose was to him, An it was nothing more. Luego Alvaro de Campos aclara que él traduce, no de manera exacta, porque él no sabe de nombres de flores, ni de plan- tas y dice: “Una flor a la margen del río para él era una flor amarilla, y no era nada más.” Y continúa: “Mi maestro Caeiro rio. ‘Ese hombre simple veía bien: una flor amari- lla no es realmente otra cosa sino una flor amarilla.’ Pero, de repente, pensó. “Hay una diferencia”, agregó. “Depende de que si considera la flor amarilla como una de las varias flores amarillas, o como aquella flor amarilla solamente.” Y después dijo: “Lo que ese poeta inglés suyo quería decir es que para el tal hombre esa flor amarilla era una experiencia vulgar, o una cosa conocida. Ahora bien, eso no está bien. Toda cosa que vemos, debe- mos verla siempre por primera vez, por- que realmente es la primera vez que la vemos. Y entonces cada flor amarilla es una nueva flor amarilla, aun cuando sea, como se dice, la misma de ayer. Nosotros no somos ahora los mismos ni la flor tampoco. El mismo amarillo no puede ser ya el mismo. Es una pena que la gente no tenga los ojos para saber Por Juan Maldonado Pessoa, Cortázar y la flor amarilla
  • 6. El Corredor Mediterráneo / Página 6 eso, porque entonces seríamos todos felices.” La respuesta, además de bella, fue firme; conmovedora. Desconozco la razón por la cual asocié esta conversación con un cuento de Cortázar que se llama, justamente: “Una flor amarilla”. Fui casi corriendo a buscar el libro en donde está el relato. Lo leí con la mayor concentración posible, es decir, lo releí pensando si Cortázar conocería el texto de Pessoa; quizá pudiese tratarse de una simple coincidencia. Este hecho podría llevarme al punto cercano por donde podría observar el escondrijo de la probable sincronicidad, extrañeza que nos suele asaltar en casos como éste. Busqué en el cuento en esa cruel historia de un hombre desgastado, seco, medio borracho; que sube a un colectivo 95, de noche, en París (¿Por qué el 95, me pregunté?). Ya en el ómni- bus el viejo se va hasta el fondo del mismo y cuando llega al último asiento ve un adolescente sentado, escondido el rostro detrás de una revista de histo- rietas. El viejo lo ve y en el acto se da cuenta que, ese adolescente, es él cuan- do tenía la edad que el adolescente tiene en ese momento. Lo mira y queda, como suspenso e incurso en una dimen- sión distinta por la que circula su habi- tualidad. Se ha detenido en el rostro, el corte del mismo; el flequillo que cae sobre la frente; la timidez que le hace esconder el rostro. El viejo no puede salir de la situación que lo ha tomado, persigue al adolescente cuando des- ciende del 95 y lo sigue hasta su casa. Lo para, conversa con él, escucha esa voz, su misma voz de otro tiempo. Extrañamente se conectan, el hombre que no sabremos su nombre por el cuento, comienza a visitar a Luc, el ado- lescente, en su casa. De alguna manera el viejo quiere saber lo que ha vivido ese adolescente y trata de ver el orden simétrico que puede rondar el curso de ambas vidas, entonces surge la nómina de las similitudes que Cortázar, amigo de ellas, deja correr en el relato. Pero al iniciar el cuento Cortázar ha lan- zado, por decirlo de un modo en cómo nos llegan sus mensajes, esa frase que dice: “Parece una broma, pero somos inmortales. Lo sé por la negativa, lo sé porque conozco al único mortal”. Leí y releí el texto, buscando claves extras a mi manía persecutoria de encontrar sentidos en sitios imposibles. Pensaba que tenía que existir algo mucho más significativo que me permi- tiera ver por qué razón había llegado a ese punto y a ese texto de Cortázar a Pessoa, o mejor dicho de Pessoa a Cortázar. Por qué pesaba tanto esa sen- tencia final: “las cosas hay que mirarlas, siempre, como si fuera la primera vez.” Hasta que en el texto de Cortázar, el viejo que está contando la historia, tomando vino barato en un bar oscuro, casi en tinieblas, sigue el trayecto y le cuenta a su interlocutor los pasos que ha ido dando la historia, esa historia que pone al viejo al centro y su vida es solo pensar en Luc, el adolescente que él fue. Ahora todo gira alrededor de él. Siente que su vida, sus vidas están uni- das por esas inexplicables vicisitudes. Más adelante, un día cualquiera, Luc enferma y muere. Muere un adolescen- te y el viejo sabe que una cadena se ha cortado y eso lo lleva hacia una pleni- tud. Todo terminará, la estúpida vida, dice, no continuará; él es el único mor- tal, su otro yo ha muerto. Hasta que un día cruzando el Luxemburgo, vio una flor. “Estaba al costado de un cantero, una flor amarilla cualquiera. Me había detenido a encender un cigarrillo y me detuve mirándola. Fue un poco como si la flor también me mirara, esos contac- tos a veces … Usted sabe, cualquiera los siente, eso que llaman la belleza. Justamente eso. La flor era bella, era una lindísima flor. Y yo estaba condena- do, me iba a morir un día para siempre. La flor era hermosa, siempre habría flo- res para los hombres futuros. De golpe comprendí la nada, eso que había creí- do la paz, el término de la cadena. Yo me iba a morir y Luc ya estaba muerto, no habría nunca más una flor para alguien como nosotros, no habría nada, no habría absolutamente nada y la nada era eso, que no hubiera nunca más una flor…”. Pasaron más de dos años hasta que comprendí la relación: el viejo, cuando ve al adolescente, ve su vida por prime- ra vez. Allí, creo, al menos para mí está la clave. La sé también en Borges cuan- do dice que hay un minuto en la vida en que un hombre sabe quién es, para siempre. Algo así. Pero en este caso no es eso, es la mirada lo que prima y per- mite o abre paso a un conocimiento mucho más vasto que el planteo borge- ano. La mirada sobre uno mismo, como la del viejo que ha trazado un largo recorrido de vida y, además, ese núme- ro, el 95, tan cercano a una cifra tan definitiva como 100. Pareciera que la cifra marca una especie de oculto desig- nio, el 95 nos indica que estamos llegan- do hacia un final. El viejo cuando ve al adolescente no solamente reconoce quien ha sido antes, sino que, como complemento, se da cuenta que ya no es. Sabe que la vida plena está en el otro que ha sido y que, ahora, habita en el adolescente que vio por primera vez. Ha visto su vida, su entera vida, en un instante y ha comprendido, en un segundo, una totalidad a través de la mirada. Luego, Luc ya no está, él va a morir, pero antes, en Luxemburgo ha visto una flor, una flor amarilla, en un cantero la ha visto y la flor lo ha visto. Esa mirada lo ha puesto en un estado de comprensión: ha podido vislumbrar la nada que a todos nos acecha.
  • 7. El Corredor Mediterráneo / Página 7 reseñaCartografía de la lengua BIBIANA FULCHIERI Editorial Las nuestras, Córdoba, 2019 En el marco de las actividades del VIII Congreso Internacional de la Lengua Española, la Agencia Córdoba Cultura del Gobierno de la Provincia de Córdoba, auspició y produjo el libro de la escritora y periodista Bibiana Fulchieri: Cartografía de la lengua. Una obra fundamental en la relación de Córdoba y la literatura. En cierto modo, una obra ambiciosa que consigue llegar a cumplir sus objetivos. Fulchieri traza en más de 400 páginas una cartografía de personajes literarios que vivieron en nuestra provincia, nacie- ron en ella o alguna vez pasaron por aquí dejando una huella inconfundible. El libro está acompañado por cientos de foto- grafías que ilustran o mejor dicho dialo- gan con el texto. Corrijo para decir dialo- gan, porque evidentemente entramos en un doble lenguaje, el de la palabra y el de la imagen. Fulchieri, fotógrafa, no desco- noce este aspecto y logra que imagen y palabra confluyan en un todo bello y armónico. Mucho tiene que ver también allí el diseño de Cecilia Salomón, artista visual y diseñadora, que acompañó a Fulchieri en ese otro gran libro que fue: “Las mujeres del Cordobazo”. El libro en sí es un objeto bello, con un diseño impe- cable. Como en todo aspecto de recupe- ración o repaso “cartográfico” y/o crono- lógico de la literatura territorial de una provincia, seguramente “ni están todos los que son ni son todos los que están”, como en cualquier “antología”. No falta- rá a su vez quien alce algún dedo indica- tivo para decir que faltó tal o cuál escri- tor/a. Creo que el abanico de posibilida- des que abre Bibiana Fulchieri en su “Cartografía de la lengua” es amplio y diverso. A nivel ideológico podemos encontrar autores como Alfonsina Storni hasta un Hugo Wast. Storni, una recono- cida activista del socialismo y del feminis- mo de los años ’20 y el otro un escritor costumbrista no pocas veces señalado como antisemita y ultracatólico. El lector se topará con la aristocrática postura de un Manuel “Manucho” Mujica Laínez y al mismo tiempo un loco suelto, talentoso y extraño como Romilio Ribero. Y los nombres siguen y todos son asombrosa- mente atrayentes: Edith Vera, Malicha Leguizamón, Pablo Neruda, Sara Gallardo, Cecilia Grierson, Roberto Arlt, Deodoro Roca, Jorge Barón Biza, Carolina Muzzilli, y un largo etcétera. La cartografía propuesta, por suerte, e inteligentemente, va más allá de Córdoba. Quiero decir que no se fija en los autores estrictamente cordobeses sino en aquellos que pasaron por la pro- vincia, aquellos y aquellas que compar- tieron parte de su obra, parte de su vida o ambas cosas. En este sentido el libro de Fulchieri salta el cerco de la “provinciani- dad” mediocre, la vista corta a la que ya –y lejanamente- Sarmiento hacía men- ción en su Facundo. Dice el escritor san- juanino: “…la ciudad es un claustro ence- rrado entre barrancas…Córdoba no sabe que existe en la tierra otra cosa que Córdoba…”. Esta irónica mirada de Sarmiento, ácida y crítica, muchas veces ha sido refrendada por la realidad. Una cordobesidad que lejos de singularizar- nos nos revela cercanos a un pajueranis- mo ignorante que para nada es útil. Sin embargo y por suerte, no todo es así ni viene siendo así. El acierto de “Cartografía de la lengua”, entre otros aciertos, es haber abierto el claustro, res- catar sí nuestros propios autores pero al mismo tiempo amalgamarlos con aque- llos viajeros y viajeras que han pasado por nuestra provincia. Hacer de algún modo, de nuestra Córdoba, no ya el claustro impenetrable que decía Sarmiento, sino un lugar abierto, un lugar donde la literatura elige quedarse, porque se siente cómoda, leída. Porque quien viene, pude nutrirse de nuestro paisaje, del humor cordobés, de la histo- ria, y de muchas cosas más. Esta apuesta que creo yo es la más importante, este salir del claustro, está además reforzada o afirmada por la invitación que realiza la autora a diversos escritores y escritoras para escribir sobre las personalidades literarias. No elige un tenor o una sopra- no, prefiere una polifonía, un coro donde muchas voces puedan contar y cantar qué pasó por nuestro suelo. El lector encontrará entonces autores como Noé Jitrik, Cristina Bajo, Luis Rodeiro, Mónica Ambort, Graciela Bialet, Nelson Specchia, Perla Suez, Juan Maldonado, entre otros. “Cartografía de la lengua” es un libro de referencia. También es un libro institucio- nal. Ojalá, poco a poco, se constituya también en un libro que se encuentre en todas las bibliotecas, en los centros cul- turales de los barrios, en los últimos y lejanos rincones de nuestra provincia. Leandro Calle
  • 8. El Corredor Mediterráneo / Página 8 MUNICIPALIDAD DE LA CIUDAD DE RÍO CUARTO Subsecretaría de Cultura. CC DEL ANDINO Tel. 0358 - 4671995 MUNICIPALIDAD DE LA CIUDAD DE VILLA MARÍA Bv. Sarmiento y San Martín Tel. 0353 4527092 Director: Antonio Tello Redacción: Diego Formía Liz Mellano Diseño: Gonzalo Sosa Colaboradores: Oscar Aimar Claudio Asaad Silvia Barei Abelardo Barra Ruatta Leandro Calle Eva Cháves Sergio G. Colautti Pablo Dema Verónica Dema José Di Marco Marcelo Fagiano Jorge Felippa Hernán Genero Alberto Hernández Francisco Martínez Hoyos Hugo Morales Solá Heraldo Mussolini Gonzalo Otero Pizarro Daila Prado Isabel Rezmo Jorge Rodríguez Hidalgo Bachi Salas Mario Trecek Ingrid Waisman Miguel Zupán Fotografía: Soraya Clop Jorge Tello Ilustración: José Aranguez Paco Rodríguez Ortega Jorge Sarraute Rocío Toledo DIRECCIÓN MUNICIPAL DE CULTURA DE LA CIUDAD DE SAN FRANCISCO Bv. 9 de Julio 1190 (2400) San Francisco Tel. 03564-439157 La Columna humorsolini Por Heraldo Mussolini DE ORILLA A ORILLA La invención de la culpa Por Jorge Rodríguez Hidalgo El pasado 24 de marzo se conmemoraba en Argentina el 43 aniversario del inicio de la dictadura cívico-militar que tanto dolor sigue produciendo en la actualidad. Unos días más tarde, el 1 de abril, se cumplían 80 años del final de la Guerra Civil española, cuyo trágico recuerdo aún está muy presente en la vida social y política hispana. Separados por cuatro déca- das, los trágicos acontecimientos padecidos por ambas socie- dades presentan características distintas en su ideación y eje- cución, pese a lo cual puede afirmarse que ambas tienen en común una de las formas más terribles que puede revestir el odio: la desaparición del enemigo como expresión última de la voluntad genocida. En efecto, tanto Argentina como España comprometieron su ser al violar la ley de la autoconservación y emprender la senda del fratricidio en el seno de sus comunida- des. Y lo hicieron, además, anihilando en el empeño no sólo el bien supremo de la vida de muchos de sus hijos, sino también el de la solidez de la razón de las generaciones posteriores a los hechos, a las que se ha querido someter al doble engaño de la necesidad y la justificación de la muerte. Décadas después de la comisión de tan magnos críme- nes, tanto Argentina como España, ésta más que aquélla, a fuer de ser sinceros, parecen dispuestas a tropezar en las mis- mas piedras. El espíritu cainita que llevó, en sendas socieda- des, a una parte a levantar el brazo sobre la otra toma nuevo impulso en la actualidad con ayuda del creciente desconcierto moral en que las más de las gentes andan sumidas como con- secuencia del individualismo férreo a que el neoliberalismo ha conducido. El renacer de las doctrinas autoritaristas que abo- gan abiertamente por el empleo de la fuerza, el recurso a la exclusión del disidente, el reconocimiento del “modelo” como guía en política, sociedad y cultura, modelo, por supuesto, ahormado en las altísimas instancias de la globalización y las nuevas tecnologías, ya es visto como muestra de la libertad, si bien matizada con unas rutinarias y espurias objeciones. Y ya se sabe que “excusatio non petita, accusatio manifesta”. La atomización permite a las clases políticas actuar libre y despre- juiciadamente de espaldas a los intereses generales de cada país, atendiendo exclusivamente a los dictados del grupo cons- tituido en organización, si no reconocida como criminal, sí bajo la sospecha de serlo. No hemos de buscar demasiado para encontrarnos con que el suelo patrio ha tiempo que ha sido vendido a poderes económicos foráneos, o se está destruyen- do de tal modo que ya padecemos sus consecuencias en forma de cambios climáticos parciales que se suman al cambio climá- tico planetario que amenaza seriamente con convertir la reali- dad en pesadilla de no ficción. La tragedia de los desaparecidos argentinos y españo- les no ha terminado. Nunca, es verdad, podrá terminar, si entendemos por ello confinarla en el olvido. Pero lo que está sucediendo es algo mucho peor que inhumar la memoria. A ambas orillas del Atlántico, los pilares del Estado se levantan sobre basas removidas que señalan la labor de zapa que los poderes fácticos han venido practicando hasta conseguir su objetivo: el lampedusiano intento de cambiarlo todo, aparen- temente, para que, en el fondo, nada cambie. La más hiriente de las consecuencias es la negación de la propia historia, la desaparición de los desaparecidos, la negación de lo que nunca ha existido. Situar el horror en medio de una enorme lista de posibilidades del devenir de las sociedades, tomar como un avatar más el arrebatamiento de la vida o reescribir el pasado a fin de hacer una imposible tabula rasa es una práctica diaria diri- gida desde los centros de decisión sobre temas económicos y políticos, así como desde la administración de justicia, para neu- tralizar cualquier intento de contestación del siempre inmodifi- cable statu quo. Frente a la política negacionista de las barbaries perpe- tradas por el Estado, éste emplea a fondo sus capacidades para obrar el prodigio del autoconvencimiento: la invención de la culpa. De forma tan intrincada como en la magistral obra de Bioy Casares, los medios de comunicación, no importa de qué tipo de propiedad, pero de obediencia siempre oficialista, per- geñan utopías o distopías, según convenga, o simplemente aturden al ciudadano con un bombardeo de informaciones que le sitúan al margen de su propia vida, cuya veracidad sólo puede verificarse como si de la de un androide se tratara. A este autó- mata se le atribuye la responsabilidad de cuanto acontece y, cual Atlas, se le carga el mundo encima para que expíe la culpa de su degeneración. Jorge Rodríguez Hidalgo SUPLEMENTO CULTURAL DEL CENTRO DECLARADO DE INTERÉS CULTURAL POR EL CONCEJO DELIBERANTE DE RíO CUARTO