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Las muchas navidades de dª emilia pardo bazan svq ed

  1. Las muchas navidades de doña EMILIA PARDO BAZÁN Selección de cuentos para degustar y llamar a los recuerdos... 1
  2. Emilia Pardo Bazán LAS MUCHAS NAVIDADES DE DOÑA EMILIA PARDO BAZÁN Edición y portadas de Benito Caetano Primera edición, diciembre 2010 SVQ Ediciones (www.svq.com) ©SVQ, de la edición ©Civiliter, de la edición Depósito legal SE 8297-2010 Edición por cortesía de Civiliter, de cuyo programa de recuperación de los clásicos y la buena literatura forma parte este libro. 2
  3. Las muchas navidades de doña EMILIA PARDO BAZÁN Cena de Navidad Navidad de lobos Navidad Los santos Reyes La Navidad de "Peludo" Jesusa Nochebuena del jugador De Navidad El belén 3
  4. Doña Emilia Pardo Bazán tiene para mi una sorprendente multitud de perfiles, como la Navidad. Cuando era estudiante de bachillerato, la literatura española que se estudiaba entonces -¿dónde estarán purgando aquellos pedagogos?- me la presentó como una especie de matrona poco interesante, con obras cuyos títulos nunca conseguí recordar, más allá de "Los pazos de Ulloa". Por unos años la olvidé, era natural. Pasado el tiempo, en lo que parece ser hito inevitable de la vida del varón, me aficioné a la cocina. Busqué libros, leí... y me encontré de nuevo con la Pardo Bazán. "La cocina española antigua" me reconcilió con aquel grabado de dama encorsetada que vagamente recordaba y, cuando llevé a cabo alguna de sus ideas culinarias, doña Emilia se me convirtió entre los humores de mi cocina en una mujer de carne y hueso, amable y sabia, y -fíjense ustedes- hasta con olor a ropa limpia y a hogar de sábado por la mañana.... Sabido es que el placer de una buena mesa sólo se paga con una mejor sobremesa. Las recetas de doña Emilia me llevaron a su biografía, su biografía a sus textos y todo ello a su personalidad, a su fuerza presta al combate, a su cualidad de persona que no se resigna, a su modernidad, a su conquista de la igualdad, a su... Alguien -que no se quién fue- dijo de ella que "todo lo hizo a pesar de ser mujer, sin dejar de ser mujer y reivindicando su condición de ser mujer", lo cual, en su tiempo, era poco menos que heroico. Basta: Lean sobre doña Emilia y sorpréndanse como hice yo; presten atención a sus amistades con Clarin y con Galdós, porque con ellos forma el trio magistral de la novela española del XIX. Lean, pues, a doña Emilia. Entre sus escritos hay una multitud de cuentos que muestran otros tantos perfiles navideños. Historias cálidas, éticas, familiares, con el sabor y el olor de aquellas lejanas tardes, cuando aún creíamos sin fisuras en la magia de la Navidad... Benito Caetano 4
  5. Cena de Navidad Fue la mía de aquel año una Nochebuena original. Cuando se sepa cómo la pasé, se comprenderá que tuvo su nota característica. Me encontraba yo en el pueblo de E *** en plena Andalucía pintoresca, arreglando asuntos de interés, cobranzas y otras cosas que mi padre me había encargado -y no había más remedio sino obedecer-. En mi deseo de volver a Madrid, a ver gente y divertirme, andaba buscando pretextos, y me los ofrecieron las Pascuas. Tanto insistí en que me permitiesen pasarlas allá, en familia, que mi padre acabó por escribirme: «Bueno; me perjudicas, pero ven. Todo será volverte cuando pasen Reyes, hasta terminar esos arreglos...». Como se hizo tanto de rogar, la carta llegó el mismo día de Nochebuena, y apenas me dio tiempo de atropellar el sucinto equipaje y a pedir un caballejo, en el cual iría hasta el tren. Tenía en mi poder una fuerte suma cobrada el día antes, y que pensaba girar, enviándola a la sucursal del banco más próxima, por medio de mi grande amigo el sargento de la Guardia Civil; pero esto me hubiese retrasado, y opté, sencillamente, por guardármela en el bolsillo, pensando que no podía tener mejor portador. Salí del pueblo a cosa de las cinco de la tarde 5
  6. -el tren pasaba a las ocho-, al trote cochinero del jacucho de alquiler. Un chiquillo hacía de espolique y llevaba mi maleta. Como era invierno, la tarde ya declinaba, y los montes lejanos tenían sobre sus crestas vislumbres rosa y oro. Yo iba pensando que pasaría la Nochebuena en el tren, y, predispuesto al lirismo, por la influencia del ocaso, me acordaba de mi madre, de mis hermanas, del comedor nuestro, que estaría tan iluminado y tan bonito, con la mucha plata que lo adorna; en fin, mis ideas de juerga alegre en Madrid se habían borrado, y las reemplazaban otras sentimentales. La gran poesía de la fiesta del hogar me enternecía hondamente. Desperté como de un sueño, oyendo dos voces rudas que me interpelaban. -¡A bajarse der cabayo! ¡Aprisa! El camino hacía violenta revuelta, y yo no había podido ver antes a los dos jinetes que se me echaron encima... Y la verdad es que, aun viéndolos desde lejos, hubiese sido igual. Montaba yo, como dejo dicho, un rocín alquilón, y ellos dos caballos de sangre y raza, de finos remos, cabeza menuda, ojos de fuego y ancas perfectas. No llevaba conmigo más arma que un pequeño revólver, y ellos venían armados hasta los dientes. El espolique puso pies en polvorosa. Resistir era locura. Me apeé resignadamente y, ante nueva intimación, alcé los brazos. Habíase apeado también el más joven de los salteadores, y me registró viva y diestramente. Fue derecho al bolsillo donde guardaba yo la cartera con la suma, añadiendo al expolio el reloj: más limpio 6
  7. me dejó que una patena. Sacando luego unas cuerdas delgadas, pero resistentes, realizó con arte no menor dos operaciones: una, la de atarme las muñecas y los brazos a la espalda; otra, la de amarrar a un árbol mi montura. El extremo de la cuerda de mis manos lo anudó al arzón de su silla. Luego, imperiosamente, mandó: -¡Hala p’alante! Hasta este momento yo había guardado un silencio absoluto. Al ver que iban a obligarme a correr al trote de sus caballos, mi lengua se desató y pedí indulgencia: -¡Caballeros, ya tienen en su poder cuanto poseía!... ¡Déjenme libre, que no me queda nada más! Pero el bandido, lacónico, se limitó a repetir: -¡Hala p’alante! Y no hubo más remedio, porque las bocas de dos escopetas inglesas estaban allí para persuadirme de la conveniencia de no replicar... No olvidaré nunca la tal caminata. Como a los primeros lamentos que la fatiga me arrancó se rieron bárbaramente los caballistas, hice un esfuerzo sobrehumano para no quejarme; mis pies sangraban en mis destrozadas botas, y me faltaba la respiración; pero todo suplicio tiene su término en las fuerzas mismas del que lo resiste, y al caer yo desvanecido, uno de los bandidos, el que había permanecido montado, sin duda el jefe, ordenó al otro: 7
  8. -Ya tamo cerquiya... Aúpalo. Me auparon, efectivamente, y dando tumbos, pero con mayor comodidad, vi el término de la excursión, la boca de una cueva. Salió a recibirnos un galopín de unos quince años, guapo como la luz. No he visto cara morena más linda ni rizos negros más graciosos, ni boca tan coralina. Me soltaron en el suelo, donde quedé inmóvil. La cueva era extensa y tenía dos salas. En la interior, en que habían practicado un respiradero para dar salida al humo, ardía una hoguera. -Espabílate, Ramonsiyo -dijo el jefe-, que tenemo jambre, y hoy e día de sená a guto. ¡E Nochegüena, chaval! ¡A ve si te luses!... La despensa estaba bien provista. Jamón, embutidos, gallinas, hasta un pavo, sacó el chico de unas serás; por supuesto, la cantidad de botellas sobrepujaba a la de manjares. Mientras los bandidos contaban, satisfechos, el dinero que acababan de robarme, yo, un poco aliviado del cansancio horrible, reflexionaba. Era evidente que aquel par de mocitos crúos había tenido soplo de mi salida, y de que yo llevaba conmigo una fuerte cantidad. ¿Por quién? ¡Por cualquiera! El pueblo entero los amparaba, y había un confidente en cada esquina. El jefe debía de ser el famoso Carmelo, alias Compare, y, probablemente, en mi caso, los mismos que pagaron el dinero, o el que alquiló el caballo, o el amo de mi posada, serían los delatores... Y ahora, ¿qué pensaban hacer de mí? Poco tardé en saberlo. Sacando el jefe de su bolsillo un 8
  9. tintero de cuerno y un papel rayado, dispuso: -A esatarle. Libres ya mis manos, me dijo con sombrío ceño: -Ahora, cabayero, escriba una cartita a sus papás, que hase farta que manden veintisinco mir duro, o si no... Un ademán expresivo, hecho a ras de la garganta, imitando el ruido de la navaja de muelles, completó la frase. Yo no quiero pasar por héroe. Tengo mucho apego al andrajo de la vida. Todo lo que poseyese lo daría por conservarla. Pero, en aquel instante, no sé lo que sentí. Acababa ya de ocasionar a mis padres un quebranto considerable por mi imprudencia y mi ligereza. Y ahora, ¿había de obligarlos a otro desembolso, para su fortuna enorme? No, no era posible. Con ademán enérgico rechacé el tintero y el papel. -Hagan de mí lo que quieran, pero no escribo ni escribiré tal cosa. Carmelo me miró con siniestra frialdad. -Güeno; pos si está cansao de viví, ha encontrao la gran ocasión. Tú, Josele, sácale ahí afuera, y ar corasón, paque pene poco... Al ver tan próximo el horror del fin, me arrastré arrodillado hasta acercarme al jefe, y con voz de súplica ardiente, le imploré: 9
  10. -No me mate usted ahora, señó Carmelo... No me mate ahora, que le remordería toda su vida la conciencia. Es la noche en que Dios ha venido a salvarnos, y en ella no se debe matar a nadie. Mañana, de madrugada, me despachan si gustan. ¿Y quién sabe si en ese tiempo reflexiono y escribo? No es hora de matar, señó Carmelo, que Cristo está naciendo, y la Virgen lo está acostando en las pajas del pesebre... Con gran sorpresa mía, el bandido, lejos de mofarse, se quedó suspenso, impresionado. Y como Josele quisiese arrastrarme afuera, le detuvo. -Déalo, hombre; mañana será otro día. Ahora, a sená en pa y en grasia e Dió. Comprendí que se aplazaba mi suplicio, y deseoso de ponerme en buena armonía con los verdugos, volví a implorar al jefe, que estaba, sin duda en un buen cuarto de hora. -Tengo mucha hambre, señó Carmelo, y no cenar esta noche es cosa triste ¿Me darán un poco de lo que hay? -Güeno, por eso no reñiremos: senará usté por última ve... No diga que en Nochebuena. Carmelo no le ha atendío. ¡Y se me atendió a fe, con abundancia! Comí, o, mejor dicho, devoré del pavo relleno, del salado jamón, que llamaba por el Málaga; de los chorizos picantes y de los primores de confitería que también incitaban a beber. Temo haberme 10
  11. achispado un poco, y estoy seguro de haber dormido como si ningún peligro me amenazase. ¡Era Nochebuena! Y me parecía que, del cielo estrellado, una protección divina descendía sobre mí... Desperté bruscamente al ruido de un fogonazo... Una lucha, un trajín furioso, tiros, blasfemias... Mi amigo el sargento, con su tropa, estaba realizando la célebre captura, que le valió el ascenso y la cruz. Josele yacía con la cabeza deshecha; Ramonsiyo, ágil, se escapó como un gato; el señó Carmelo, codo con codo... -Ha sido el espolique el que me dio la noticia sin querer... -decíame poco después mi amigo-. No pudo negar, y comprendí lo que pasaba... ¡Buena suerte ha tenido usted! En efecto, hasta recuperé el dinero, que estaba en el marsellés del facineroso. Y, en mi interior, no puede menos de sentir una confusa simpatía por el que me hubiese despachado al otro mundo, pero que no lo hizo en Nochebuena... -Adiós, señó Carmelo -le dije-. Su cena estaba riquísima... -¡Váyaste a jasé burla de quien lo parió! -respondiome brutalmente. 11
  12. Navidad de lobos Había cerrado la noche, glacial y tranquila. Las estrellas titilaban aún, palpitantes, como corazones asustados. No nevaba ya: una película de cristal se tendía sobre la nieve compacta que cubría la tierra. El cielo parecía más alto y distante, y la sombra siniestra de los abetos, más trágica. En el fondo del bosque, los lobos, guiados por sus propios famélicos aullidos, iban reuniéndose. Salían de todas partes, semejantes a manchas obscuras, movedizas, que iluminaban dos encendidos carbones. Era el hambre la que los agrupaba, haciendo lúgubres sus gañidos quejumbrosos. Flacos, escuálidos, fosforescente la pupila, parecían preguntarse unos a los otros cómo harían para conquistar algo que comer. Era preciso que lo lograsen a toda costa, porque ya sentían el hálito febril de la rabia, que contraía su garganta y crispaba sus nervios hasta la locura. Uno de los lobos, viejo ya, hasta canoso, desde el primer momento fue consultado por la multitud. Gravemente sentado sobre su cuarto trasero, el patriarca dio su dictamen. -Lo primero es salir de este bosque y juntarnos, en el mayor número posible, para caer sobr alguna aldea o poblado en que haya hombres. Nos rechazarán, si pueden; pero si podemos 12
  13. más, les arrebataremos sus ganados, y quién sabe si algún niño o hasta algún mozo. Tendremos carne viva y sangre caliente y roja en que hundir el hocico. -La población más próxima es Ostrow -advirtió un lobo de desmedida corpulencia-. Ya he cazado yo allí una criatura de un año. Sus padres se dejaron la puerta abierta... -Hoy -continuó el Lobo Cano- es una noche solemne, en que festejan el nacimiento de su Redentor. Como, además, se consideran nuevamente redimidos, y creen haber triunfado de sus opresores, estarán contentos y descuidados, y con la comilona y el aguardiente no habrán pensado tanto en echar el cerrojo a los establos y cuadras. Aprovechemos esta circunstancia favorable. Ánimo, hermanos hambrientos. Aullad de firme, para que nos oigan en los bosques vecinos y nos presten ayuda. La bandada se puso en camino, abiertas las sanguinosas fauces, sacada la seca lengua. De tiempo en tiempo se paraba a lanzar su furioso llamamiento. Y de todos los puntos del horizonte, otros aullidos contestaban, y centenares de manchas negras caían sobre la nieve, engrosando la bandada, que iba haciéndose formidable. El negro ejército cortaba, con la rapidez de la flecha, la estepa desierta y resbaladiza, que, bajo la claridad estelar, se extendía leguas y leguas. Ya no era bandada, sino hormiguero infinito, y el calor de los alientos abrasadores y el martilleo de las patas ágiles rompía la costra del hielo y fundía su helada 13
  14. superficie. Avanzaban, impulsados por su desesperación, y todavía no se divisaba habitación humana alguna. Al cabo, distinguieron una claridad rojiza y algo densa, como una niebla. Según se aproximaron, vieron que era Ostrow, que, envuelta en humo caliginoso, ardía por uno de sus extremos. Con la rapidez propia de aquel país de construcciones de madera resinosa, el incendio iba propagándose. Oíanse los chasquidos de la llama, y una multitud, entre la cual había heridos y moribundos, alzando al cielo las manos, presenciaba el espectáculo terrible, sin hacer otra cosa que lamentarse. Un grupo menos numeroso, armado, de gente de rostro patibulario y encendido de borrachera, atizaba el incendio y aplicaba antorchas a las construcciones intactas aún. -¿Veis esto? -preguntó el Lobo Cano a los demás-. Son los hombres, que queman las mansiones de los hombres. Nosotros no cometeríamos tal insensatez. No nos mordemos los unos a los otros. -Tampoco -respondió el lobo gigantesco- nos dejaríamos tratar así. Éstos de Ostrow merecen lo que les pasa. ¿Por qué no toman sus hachas de leñadores? -Lo esencial -gañó una loba joven que quería dar pitanza a sus cachorros- es ver si entre la hoguera hay algo. Yo me arrojo a ella sin miedo; más vale morir abrasado que de hambre. 14
  15. Persuadida de esta verdad, y animada por su fuerza y número, la bandada se precipitó dentro de la incendiada población. Se arrojaron contra todos, contra los incendiarios y contra las víctimas, mordiendo calcañares, destrozando ropas, saltando al cuello de unos y de otros. Los incendiarios, que estaban armados, dispararon sus fusiles, a la ventura, sobre las fieras, y algunos lobos cayeron; pero los restantes se abalanzaron con mayor empuje. Huyendo de la llama que cundía y les chamuscaba la piel, los lobos arrastraban fuera del círculo del incendio a las víctimas que podían sorprender; y, sobre la enrojecida nieve, remataban a su presa y la despedazaban con dientes agudos, se oía el crujir de las mandíbulas, el roer de huesos y los gruñidos de placer al devorar. Y se dijera que la bandada, al caer heridos muchos lobos, aumentaba en vez de disminuir. Era que los animales se habían envalentonado y, desafiando el incendio, registraban todas las casas, atacaban a todas las personas, con frenesí de destrucción. Donde venteaban un animal doméstico, sorprendido por el fuego en su cobijo, y les daba el olor de la socarrada carne, se lanzaban, sin miedo a tostarse las patas, saltando por cima de las abrasadas maderas hasta llegar hasta el plato sabroso, caliente en demasía. Había un edificio donde potros y cerdos, encerrados en el establo, se asaban lentamente, y su grasa chirriaba, y su olor convidaba. Un racimo apretado de lobos se precipitó allí. Sacaron el manjar de entre la brasa y empezaron a regodearse. Festín como aquél no lo recordaban. Estaba exquisita la pieza dorada y chascada por la lumbre, y los mismos lobos 15
  16. estiman un asado en punto. Y los incendiarios, diezmados y aterrados, buscaban sus monturas; muchas habían sido ya arrebatadas por los lobos. Los que pudieron conseguir montar desgarraron con la espuela los ijares de los jacos peludos y recios, que temblaban con todos sus miembros y enderezaban las orejas resoplando. Salieron en loco galope, con la esperanza de dejar atrás al ejército de salvajinas, de ponerse fuera de su alcance. Uno de los incendiarios tenía sujeta por las trenzas a una moza rubia, su parte de botín. La muchacha gemía, se retorcía las manos, porque acababa, no hacía una hora, de ver arder su casa y caer bajo los golpes de los feroces asesinos a su padre, viejecito, y a un hermanillo de doce años. Y en su cabeza danzaba una confusión de horrores, entre los cuales sobresalía el horror de no comprender. ¿Por qué los mataban, por qué hacían ceniza sus viviendas? No era el extranjero quien así procedía: eran sus propios hermanos, los que se decían salvadores del pueblo, y a quienes en nada habían ofendido. ¡Y cometían el pecado en la misma noche en que nacía Cristo Nuestro Señor! ¿Por qué los hombres habían sufrido sin lucha aquellos atentados? ¿Por qué no habían resistido al mal? Ella era una mujer, sus fuerzas escasas, pero sentía en su alma el ardor de la indignación, porque aquellas cosas no podían agradar a Cristo, nuestro Redentor: aquellas cosas eran obra de las potencias infernales, eran la sombría acción de los demonios, que acaso se habían metido en el cuerpo de los lobos aulladores, para castigar a los malvados y 16
  17. hartarse de sangre de cristianos ortodoxos. Y la muchacha, al observar que su opresor iba a alzarla por la cintura para sentarla delante de su caballo y huir con ella, rápidamente, sin meditarlo, echó mano al revólver que él llevaba pendiente de su cinturón, y disparó casi a boca de jarro, sin contar los tiros, hiriendo a bulto, y saltando después sobre el caballo, que salió espantado, a trancos de terror. El Lobo Cano, entre tanto, aconsejaba a sus hermanos, los dirigía: -Echaos sobre los que llevan fusiles. Inutilizad primero a ésos, que los otros no tienen coraje. No os entretengáis con los asados; también la carne fresca y cruda es buena y sabrosa. No me dejéis alma viviente. Somos más, somos el número. Para todos habrá festín. ¡Ánimo, que ya apenas resisten! Y era cierto. Los incendiarios, espantados del fin que preveían, se habían arrodillado, y renaciendo en ellos ante la horrenda muerte el misticismo y la devoción, imploraban a todos los santos nacionales: San Cirilo, San Alejo, San Sergio, la Virgen de Kazán... Y murmuraban: -¡Qué triste noche! El Cano les contestó con un aullido: -¡Triste para vosotros! ¡Para los lobos, alegre! 17
  18. Navidad La familia es de las que más abundan: clase media que no se resigna a pertenecer al pueblo. Con esta sencilla definición puede que bastase para formar exacta idea de las interioridades; sin embargo, bosquejaré la situación de sus individuos. El jefe nominal es un hombre de bien, por necesidad trabajador. Todos los días concurre a su oficina, y allí fuma quince o veinte cigarrillos, charlando largamente de la próxima crisis, de la actitud de Lerroux, del crimen más reciente y de la piececilla en el teatro barato, al cual acompañó a sus hijas la semana anterior. Es un medio como otro cualquiera de sacar a relucir a las niñas, pues sospecha que entre los compañeros de oficina alguno les hace cocos, y sueña con el yerno -para que sus vástagos continúen la dinastía burguesa-, no vayan a tener las chiquillas la endiablada ocurrencia de casarse con un carpintero o un maestro de obras. El jefe verdadero -es decir, la mamá- es una de esas cuyas siluetas trazaron con sal y donaire Luis Taboada en artículos y Vital Aza en sainetes. El estado psíquico de semejantes «jefas», al igual de los demás estados psíquicos, tiene sus causas, y es preciso que las encontremos en la irritación permanente que determina el verse obligado a sacar rizos donde no hay pelo, o sea, a 18
  19. gobernar casi sin guita. La conocida pareja que tantas veces ha desfilado por el escenario, haciéndonos reír; el marido tembloroso y calzonazos, la mujer que muerde y pega, no admite otra explicación que un hecho sencillo del orden económico: el varón que funda un hogar con recursos insuficientes; que abdica en la hembra para que ella haga milagros sin ser Dios..., y el desquite, el desahogo de la esposa, en diarios insultos, en todo género de malignidades, en una tiranía doméstica con refinamientos de tortura china. Las niñas... Como si las estuviésemos viendo. Son tres. Una de ellas, Melita -diminutivo de Carmela-, es de perfectísimas facciones, y la familia espera siempre al novio millonario. Lo malo es (sigue creyendo la familia) que toda aquella belleza de Melita está eclipsada por la falta de trajes, sombreros, palcos, saraos y coches. De las otras dos, Bárbara y Pepa, la última es gibosa; no se espera casarla; se desearía, a lo sumo, consultarla con eminencias... En cambio, Barbarita, derecha como un pino, fea, graciosa, de magníficos dientes y ojos de lumbre, tiene siempre «coqueros» y más partido que la bella Melita. Y las tres hermanas no viven un minuto en paz, zahiriéndose continuamente por si tú eres pavisosa; si tú, una cabeza de viento; si tú, como naciste así, no puedes ver a las que tenemos recto el espinazo. Sólo en un punto andan acordes las niñas: que papá es muy bueno, convenido...; pero que no... sirve para nada. Y el fondo del alma de las doncellas es igual al de la dueña y jefe de familia: asfixia por falta de 19
  20. medios, el fermento de las estrecheces y apuros diarios, la privación de cuanto halaga a la juventud, la mortificación del amor propio, de la vanidad... y hasta del estómago; porque para comprar un sombrero hay que no comer cosa nutritiva, que vivir de patatas guisadas y desperdicios de carne... Falta al catálogo de la familia, el hijo..., y pardiez, que falta lo mejor, como suele decirse cuando lo que se omite es lo peor de todo lo imaginable. El niño de los señores de Camarena -éste es el apellido- logra descollar entre los infinitos ejemplares de su clásico tipo que abundan por ahí. No lo habrá más perdido, ni más holgazán, ni más simpático. Es de los que se hacen querer, no sólo por sus franquezas y alegrías con todo el mundo, sino por su labia y chiste. Y el muchacho -muchacho perpetuo, aunque va frisado en los veintisiete- ni ha terminado sus estudios, ni quiere dedicarse a cosa alguna, ni se sabe con qué dinero anda siempre de juerga, paga en el café, concurre a los teatros, se presenta bien trajeado y, en suma, se conduce como si sus padres tuviesen una bonita renta y la necedad de derrocharla en mantener a un ocioso. El padre, desesperado, calla: le cohíbe, en esto como en todo, el miedo doméstico. La madre, cuando el esposo ha sacado la conversación del proceder de Ramoncito, salta a los ojos del padre y le quiere comer por sopa. Ramoncito no es como otros, que nacieron para pobretes; Ramoncito, hoy, «se las arregla», y mañana se casará con una rica, de las muchas que por él beben los vientos; y su mujer no se verá en el caso de tener que ir con el cesto a la compra, como le ha sucedido a 20
  21. toda una doña Josefa Galíndez de Camarena esta misma mañana, por encontrarse sin servicio -en el día, quien no puede pagar sueldos de cinco duros, no halla criados-. ¡Ah! Si la cosa seguía así, ella se determinaría a ofrecerse de asistenta en alguna casa; pues de barrer y encender el fogón, siquiera que se lo pagasen. ¡Quién se lo había de decir cuando se casó! -y lo demás de la retahíla-. Agachando la cabeza, Camarena huye de la tormentosa alcoba conyugal, se refugia en la oficina o en el café, en el dominó, en los cigarrillos, los rumores de crisis y la actitud de Lerroux y de Melquíades Álvarez... Al acercarse la Navidad, la familia de Camarena atraviesa una crisis... Las muchachas no tienen materialmente qué ponerse, ni traje, ni abrigo; el gabán del padre, inservible; la madre, por decencia, ha menester botas; están sin pagar cuatro meses el alquiler del piano de Barbarita; con el casero han ido atrasándose sin saber cómo -le deben un trimestre-, y si del almacén de pianos sólo puede recoger su carraca, el casero los pondrá en el arroyo. ¡A tal punto se llega con hombres inútiles y sin disposición para nada! Se acordó juntar para la casa: ante todo, era lo primero. Se arañó de aquí y de allí, y reunieron los cuarenta y cinco duros del trimestre. La madre los ocultó en un cajón de la cómoda, debajo de un paquetito de algodón de repasar. Echó la llave y avisó al administrador para la cobranza... Cuando éste vino, al buscar la señora su pequeño tesoro, no estaba allí... El cajón, sin embargo, no había sido abierto. Criada no la tenían desde hacía un mes. Hubo consternación, drama íntimo, encerrona del papá y la mamá, 21
  22. conversación horrible en que cada palabra es una herida... Y Camarena, insultado una vez más, acusado de la sustracción -para que él no acusase a otro, al que «se las arreglaba tan bien»- , salió hacia la oficina, saturado de vergüenza, en uno de esos momentos que desquician el espíritu. Sucede así que sin ruido, sin nada que parezca modificar la situación de las personas, se colma un día la medida del sufrimiento, y las convicciones giran sobre su eje y el corazón se curte en jugos venenosos, el veneno mortal de la injusticia, del desamor, del menosprecio de la mujer al hombre honrado y que no sabe acuñar moneda con su conciencia... *** Camarena lleva la boca más amarga que su vivir. En toda la noche no ha dormido. No se ha desayunado. La bilis le tiñe de amarillo el rostro. Llega a la oficina. Los compañeros están de broma; se preparan a festejar una alegre Nochebuena, si les cae al otro día el premio -vamos, aunque no sea el mayor se contentarán-. La oficina, rumbosa, ha jugado dos décimos, en los cuales Camarena no quiso participación, por economía. Ahora lo siente... ¿Quién sabe? Acaso... Y se instala ante su pupitre, medio idiotizado, ebrio de pena y tronzado de impotencia. ¿De qué sirven la hombría de bien, la rectitud? Felices los que «se arreglan...». Ellos poseerán el dinero, y además el cariño. Sepultado en estos pensamientos, no repara que 22
  23. un caballero, grueso, apoplético, se acerca, se detiene. Sólo cuando formula una pregunta relacionada con un expediente en tramitación, alza el empleado la abatida cabeza, y contesta, sin enterarse. El caballero entonces saca la cartera y extrae de ella documentos, que examina, confronta y manipula, hasta exponer su interrogación. A su vez, Camarena registra cajones, da noticias... El caballero, expeditivo, a pesar de su figura de botarga, se va apresurado: tiene que coger el tren. Camarena va a recaer en sus vacilaciones tristes, cuando, al pie del escritorio ve un papel... Lo recoge... Es un décimo de lotería... Lo primero es guardarlo en el bolsillo, por instinto, y con disimulo. Mira alrededor. Nadie se ha fijado. La mesa de Camarena está semioculta por un biombo, que la resguarda de las corrientes. En su alma no hay lucha ni resistencia. Si se hubiese tratado de un billete de Banco es seguro que la habría. Pero un décimo... es el azar: probablemente no se roba nada al robar un décimo; y menos al recogerlo cuando lo dejan caer. Quien lo ha dejado caer no es una persona: es la suerte, la suerte loca, la suerte bribona, mujer liviana, que acaricia a capricho. Si el caballero volviese... No volverá... Tiene que tomar el tren...; y al pensar así, cierto estaba Camarena de que aun cuando volviese... Por si acaso, se retiró temprano de la oficina. Almorzó en su café, al fiado, y pidió cosas buenas y, sobre todo, cigarros finos. A su alrededor oía hablar del sorteo: todo el mundo palpitaba de esperanzas. Camarena sintió abatirse las suyas como pájaros heridos de perdigón. Entre tanto, ¡casualidad 23
  24. sería!... Como en sueños, volvió a su casa, soportó frases fustigadoras de la esposa, vio la palidez de las hijas, y en los ojos de la menor, de la pobre gibosa, lágrimas que caían sobre el plato vacío... Les habían notificado el desahucio. *** A la mañana siguiente, Camarena oye vocear la lista grande. Salta de la cama y, medio vestido, baja al portal. A la primera ojeada se lleva las manos a la garganta, al corazón después... No suelta el papel: lo mira atónito... ¡«Su» número! ¡«Su» décimo, premiado! ¡El premio mayor, en «su» décimo! Sí, allí estaba; pero ¡si estaba allí...! Y lo que experimenta el empleado no es alegría; se siente como estúpido: casi es dolor, casi es puñalada una dicha semejante... Se repone. De escrúpulos, ni rastro. Todo aquello era obra de la suerte..., y nada más. El billete de lotería es documento al portador... No iría, sin embargo, a cobrar en persona. ¿Quién sabe si el caballero grueso había avisado en la administración? Y combina un fraude, una defensa, una estratagema... Corre a casa de un usurero; tenía de estas relaciones. El usurero se cerciora de que el número está, en efecto, premiado, y se presta a descontar el décimo inmediatamente. Se embolsa unos miles de pesetas, y entrega, sin que medie contrato escrito, los miles de duros. No hay responsabilidad para Camarena. Si 24
  25. surgen dificultades, que «se las arregle» el usurero. Le ha cegado la codicia; no ha sospechado el peligro, ni ha encontrado extraño que Camarena, pudiendo cobrar de otro modo, le lleve el vellón de lana a las uñas... Al entrar en su casa con la fortuna en el bolsillo, Camarena ha adoptado una resolución. Desde aquel momento, él es quien manda. De aquel dinero se hará lo que él quiera. Él lo aumentará, lo hará fructificar. Siente ya ambiciones de rico. Melita se lucirá en un palco; Bárbara se casará a su gusto; Pepa irá a Alemania a una clínica, a ver si le curan la deformidad... Cuando se avista con su cónyuge, al notificar el cambio de situación, formula el cambio de política, el programa de gobierno... ¡Ay del que intente sustraerse a su autoridad! Por primera vez, la señora de Camarena se somete, y, amorosa, echa los brazos al cuello al esposo y le moja la cara de lágrimas de ternura... En efecto, ya tiene derecho a ejercitar el poder quien trae a su hogar, no la estrechez, sino el bienestar, el lujo... En la suculenta cena de la noche entre el besugo y la ensalada de coliflor, al destaparse una botella de espumoso, sonaron estas palabras extrañas en boca de la amansada arpía, y respondiendo a planes e iniciativas de las muchachas: -Niñas, ¿cómo se entiende? Se hará lo que vuestro papá disponga... 25
  26. La Navidad del pavo El mayor mal que puede sobrevenir a un ser naturalmente estúpido, es adquirir de pronto los dones de la inteligencia. Si lo dudáis, os referiré la aventura de un pavo, del cual, si se descuida, no quedarían ni huesos, porque los huesos de pavo son muy gratos a los canes. En este pavo de mi cuento existía, por lo menos, el instinto de conocerse y saber que, inteligencia, no la tenía. Y es cosa poco común, pues la inmensa mayoría de los pavos se juzga muy avisada, y se hincha y robumba de orgullo, por tan ventajosa opinión de sí propia. Nuestro héroe, al contrario, conocía, como conoció la abutarda el pesado volar de sus hijos, que no le unía a Salomón lazo alguno; que era tonto perdido desde el día de nacer. Y como la humildad es el reducto en que se abroquelan los tontos, o mejor dicho, en que debieran abroquelarse, nuestro pavo, humildemente, determinó pedir a quien fuese más que él y que todos, que le hiciese, de la noche a la mañana, brotar talento. Su ruego se dirigió al Niño Jesús, que se veneraba en la casa cuyo corral habitaba el pavo. Sabía que el Niño puede proteger al que le implora, y que a la tía Carmela, guardiana del corral, en más de una ocasión el Niño la sacó de graves apuros. Era, además, tan lindo y gentil el divino Infante, que atraía y convidaba a pedirle 26
  27. favores. Caía, pues, la cresta; entornando los ojos bajo la azul membrana que los protegía, el pavo se acercó a la urna en que el Niño vestido de rancia seda blanca, alzando en la diestra su mundillo de plata que tiene por remate una cruz, derramaba la gracia de su faz riente y la bondad de sus ojos de vidrio sobre la pobre casa y sus moradores. Y el Niño, recordando que Francisco, el de Asís, miró como a hermanos inferiores a los irracionales, sintió un movimiento de simpatía hacia la gallinácea destinada a saciar la glotonería de los humanos, y quiso atender a su súplica. Mas cuando supo lo que pedía el pavo, la manezuela regordeta que ya iba a bajarse concediendo, se alzó otra vez, y en el lenguaje del misterio, el Niño dijo al pavo: -Pero ¿tú has pensado bien lo que solicitas? Como el pavo insistiese en su demanda, el Nene porfió. La inteligencia, para un pavo, era igual que la hermosura para una almeja: ¡don inútil, y tal vez hasta funesto! Mas el peticionario insistió: ¡quería a toda costa aquella cualidad que tanto se alaba en el hombre! Y entonces, Jesusín otorgó... Sintió el pavo como si dentro de su cabeza se encendiese viva luz. Todo lo vio claro y con realce. Él era un volátil torpe a quien mantenían en un corral, echándole todos los días el sustento, sin que se le impusiese otra obligación ni otro trabajo sino ir engordando y descansar. Sus congéneres, los demás pavos, estaban en igual 27
  28. caso, y, sin meterse en más averiguaciones, picaban el grano, devoraban el cocimiento de salvado, glugluteaban satisfechos, hacían la rueda, cortejaban a las pavas y dormían sueños largos, en la tibieza del cobijadero que les abrigaba de noche. Nuestro héroe, dotado ya de la facultad de comprender, comprendió que los demás pavos eran felices. En cuanto a él..., variaba: vivía inquieto, en continua ansiedad, en incesante sobresalto, cavilando en lo que podría sucederle, después de aquella regalona existencia, y si duraría. Poco tardó en adquirir noticias respecto a este extremo. Palabras sueltas de la guardiana, conversaciones con las vecinas, le ilustraron. La señá Carmela solía gruñir entre dientes: -Híspete, pavo, que mañana te pelan... Tú veras, cuando la Navidá llegue... Y si bien nuestro héroe, con entendimiento y todo, no podía hablar, ni preguntar qué pasaría cuando la Navidad llegase, bien se le alcanzaba que cosa buena no podía ser. No; tenía que ser muy mala, muy cruel, muy terrible. Esta convicción se fortaleció cuando, al acercarse la anunciada época de Navidad, notó el pavo que a él y a sus compañeros les imponían un régimen extraordinario, inexplicable. ¿A qué venía, me quieren ustedes decir, tanto atracarles de bolitas de pan, y después, tanto introducirles bárbaramente en el gañote nueces enteras con su cáscara, duras como guijarros, y progresando en el número hasta llegar a veinte diarias? Nuestro protagonista creía sentir que se le rajaba el buche. «Jamás las digeriré», pensaba, 28
  29. sofocándose. Y al cabo las digería, pero pasaba el día entero presa de entorpecimiento y modorra, cual los hombres que sufren dilatación gástrica... Una mañana, cuando acababan de administrarle la vigésima nuez, entró una vecina, la cacharrera de al lado, y dijo a la señá Carmela: -¿Tié usté un pavo listo ya? ¿Bien cebadito? Me ha encargao de buscarlo el cocinero del señor marqués... Es pa la cena de Navidá. Ha de ser cosa de satisfacción. -Aquí hay uno que paece un tocino... Mírelo usté, y tómelo al peso... Y cogiendo a nuestro héroe por las patas, a pesar de una desesperada resistencia, sopló la mujer sobre el plumaje de los zancos, para hacer ver la piel estallante de grasa. -No paece malo -declaró la cacharrera-. Le pediremos cuatro pesos, y usté me da a mí un par de pesetillas... -Y el cocinero le pone seis duros al señor marqués... y arza -repuso la señá Carmela. A nuestro pavo se le había cubierto de lividez la cresta, el moco y las carúnculas; al dejarlo en tierra la señá Carmela, apenas podía tenerse en las patas. Había comprendido perfectamente, puesto, que tenía la facultad de comprender. Iban a venderle para degollarle y devorar sus restos. ¡Horrible destino! 29
  30. Nada podía hacer para evitarlo. ¿Huir del corral? ¿Esconderse? ¿Y adónde iba? Por todas partes le acompañaría como una sentencia de muerte su gordura, su fatal grasa fina, de ave de lujo. El primero que le atrapase, le retorcería el pescuezo y le pondría a asar. No había escape. Su suerte sería la misma de sus compañeros..., sólo que éstos ignoraban el triste sino, y la víspera de su degollación comerían con el mismo apetito la ración de salvado, y tragarían las duras nueces, sin protesta. Entonces conoció nuestro pavo por qué le decía Jesús, con su risa de hoyuelos: -Pero, ¿tú sabes lo que pides? Y revistiéndose nuevamente de humildad, logró entrar en la salita donde se alzaba la urna, y su muda plegaria se elevó hasta la dulce imagen. El Niño ya sabía de lo que se trataba. Comprendía la tragedia interior de la desventurada ave, que, a diferencia de las demás de su especie, sabía, sabía de la ceba, del agudo cuchillo, e iba a saber del impío rellenamiento, del horno ardiente, del nuevo despedazamiento en una mesa donde se ríe y se bebe champán, masticando la pechuga blanca del ave mísera. Piadoso, Jesús bajó de nuevo la mano, y murmuró: -Ve en paz. No temas. Se fue el pavo, consolado, tranquilo, porque en él había surgido una fuerza admirable, un resorte desconocido, ¡la fe! ¡Y la fe es buena hasta para 30
  31. los pavos, y es más fuerte que el cuchillo y que el horno! El pavo no temía, puesto que el Niño le ordenaba que no temiese. Eran, sin embargo, para dar pavor las circunstancias. Le habían cogido en el corral y trasladado a las cocinas del marqués. Y allí, su futuro verdugo, el pinche, se dedicaba a hacerle absorber tragos de aguardiente, alternando con él en la tarea. Poco a poco, la embriaguez se apoderaba de nuestro pavo. Sus pasos eran vacilantes, su cresta despedía fuego. Un vértigo le confundía. En medio de este vértigo, parecíale sufrir una transformación. Sus miembros perdían la elasticidad. Poco a poco, en vez de pavo de carne, se convertía en pavo de cartón iluminado, muy bien modelado, sostenido en dos patitas de alambre. Y oía exclamaciones de furor en la cocina. El jefe reñía colérico al pinche. -A ver qué has hecho del pavo. So curda. ¡Lo has tomado y lo dejaste escapar! Y casi al mismo tiempo, la doncella gritaba: -¡Habrase visto! ¡Pues no se han traído aquí el pavito de Belén! ¡Vente, monín, que voy a llevarte a tu sitio! Momentos después nuestro pavo, acartonado completamente, inmóvil, reposaba al pie del Niño Dios, que, entre sus pañales, bendecía a los pastores, y aceptaba los dones de los Reyes Magos. Salvado del suplicio, salvado de que 31
  32. triturasen sus carnes dientes glotones, el pavo miraba con infinito reconocimiento al Infante divino. Encontraba que estar allí, a sus piececillos, bajo el hálito pacífico del buey y de la mula; ser uno más en el sacro bestiario, era una suerte mejor que la de antes, una suerte feliz. ¡Aleluya! 32
  33. Los santos Reyes Mientras atravesaban el desierto, al zanqui- largueo cachazudo de sus camellos, sólo acelerado por un sobresalto de miedo cuando el aire de la noche traía una tufarada del bravío hedor de los chacales y las hienas, los que dejaron su reino por seguir a una estrella singular, más fúlgida que todas, conferenciaban desahogando las preocupaciones y esperanzas que sugería la aventura. -En verdad, sabio Baltasar -murmuraba Melchor el etíope-, que no sabemos a dónde vamos, ni quién sea ese Rey, más grande que nosotros, más grande que cuantos existen, al cual llevamos tan espléndido tributo de oro de Ofir, mirra de Arabia e incienso índico. -No lo barruntamos siquiera -confirmó Gaspar el guerrero-, cuyas armas lucientes refractaban los destellos del astro guía. El monarca de la barba de plata hilada, semejante a las aguas de un río, no contestó al pronto. Reflexionaba, como suelen los ancianos prudentes, antes de opinar. Al cabo, mirando no sin recelo hacia el horizonte escueto e interminable, sobre el cual la bóveda del firmamento era un casquete de metal sombrío, respondió pausadamente: 33
  34. -Me has llamado sabio, Melchor... Es cierto que he estudiado la magia y la astronomía, y conozco virtudes de piedras y plantas, y puedo calcular distancias y movimientos de los cuerpos celestes... Pero ya lo dijo un soberano de esta comarca, el poeta Suleimán: quien añade ciencia, añade dolor. Ignoro tanto, además, que con los conocimientos que me faltan se formaría una legión de verdaderos sabios, y no puedo deciros quién sea ese prodigioso Rey, al cual hemos de adorar. Presumo que su dominio superará al de cuantos rigen imperios y monarquías, y en eso cifro mi ilusión. Todos mis estudios no han impedido que mi barba sea blanca y mi frente calva, que mi sangre se enfríe y vacilen mis piernas. Mi cuerpo se inclina ya a la sepultura, que me han preparado con pompa, al estilo egipcio, en un monumento al borde de un lago. Si el Rey desconocido me devuelve la mocedad, a sus plantas estaré siempre, y él será el sabio por excelencia. -¡Ah! -exclamó Gaspar, alzando su hermoso rostro varonil y fino, de semita, cercado de puntiaguda barba, y alumbrado por dos ojos de gacela, negros, ovales y magníficos-. ¡Si el rey pudiese hacer verdad mi sueño! Yo me resigno a la vejez, con todos sus achaques, y a la muerte, porque lo escrito, escrito está, y nuestra vida pasa como el humo. Pero, antes de morir, debemos dejar una huella, una memoria. Mi brazo es fuerte, y respiro con gozo los remolinos de polvo de las batallas. Quiero combatir, ser libre, y los romanos me imponen tributos y me reducen a la vergonzosa situación del Tetrarca de Galilea. Soy un vasallo que ciñe corona. Si no fuésemos cobardes y viles, 34
  35. nos uniríamos, y acabaríamos con Roma. Mi espada corva ansía cruzarse con la corta espada de los del Lacio. Si el Rey de Reyes viene a destruir el poderío de la loba de bronce le besaré los pies. Melchor, entretanto, sonreía de un modo triste, mostrando sus dientes de cuajada nieve, entre los gruesos labios morados. -¡Lo que yo le pediría al Rey de los Reyes, bien lo sé! -murmuró-. Me han traído una cautiva griega y otra del país de los galos. Son a cual más hermosas. La griega sabe tañer la cítara, y cuando contemplo su perfil puro, su recta nariz, me avergüenzo de mi cara aplastada y mi tez de carbón. Las rubias trenzas de la hija de Lutecia me hacen pensar con desesperación en mi testa lanosa. Amo a mis dos cautivas, y veo en su cara la repugnancia que les produzco. Quisiera que me mirasen con placer, que sus brazos se ciñesen gustosos a mi cuello. La forzada sumisión no es el amor. Si el Rey dispone de un poder sobrenatural, si devuelve a Baltasar su juventud florida, si hace caer de su pedestal a la Loba, ¿por qué no ha de aclarar mi piel, hermosear mi rostro? ¿Por qué no? Movió Baltasar la cabeza: era, como vicio, el más desconfiado. -¡Yo creo que sí! -insistió Melchor-. Si no, ¿a qué la estrella? La estrella nos manda creer. Me acercaré a Él: le diré «soy tu siervo» y extenderá la mano, y será bastante. 35
  36. Y al detenerse la estrella sobre el establo, fue, en efecto, Melchor el primero que se hincó de hinojos, mientras Baltasar miraba alrededor, asombrado, y titubeaba. Un establo, una criatura. El sabio no comprendía. Por fin, imitó la actitud del negro, y, con su pomo de oro en las manos, arrastrando por el suelo barroso los amplios pliegues del manto orlado de armiño, adoró. Los tres Magos, a un tiempo, pedían lo que anhelaban, expresándose cada uno en su lengua, y vieron que del corpezuelo desnudo del Niño salía algo como una luz suave, tembladora. Dentro de sus almas, la fe alzaba roja llamarada, el incendio era delicia. Se estremecían de gozo, al paso que exponían su ruego, el secreto de su ideal. El Niño sonreía, casi enterrado entre la rubia paja de trigo, y en lo alto, un himno, una melodía como ruido de aguas de cristal parecía salir de la estrella, ya inmóvil. -¡La estrella canta!, exclamó Baltasar. -¿No oyes lo que dice? -susurró Melchor, el más creyente-. Yo sí. Dice que en otra vida, larga y eterna, infinita, seré blanco y más hermoso que el sol. -No -objetó Gaspar-. Lo que dice es que Roma será arrasada, y la invadiremos los caudillos de las comarcas lejanas, y daremos agua a nuestros caballos en los estanques de sus villas de recreo; y que el Niño será por fin el dueño de Roma. -Otra es la profecía -afirmó Baltasar-. Asegura 36
  37. que, muriendo este cuerpo gastado, vestirá mi alma otro, ágil, vigoroso, fresco como la aurora. Y que ese cuerpo será inmortal. Y todos, a su voz, gritaron: -¡Gloria al Niño! Al levantar las frentes que se habían postrado tocando la tierra, los tres reyes eran Santos. 37
  38. La Navidad de «Peludo» Catorce años de no interrumpida laboriosidad podía apuntar el Peludo en su hoja de servicios; catorce años en que no hubo día sin ración de palos y sin hambre. ¡El hambre especialmente! ¡Qué martirio! Sacar fuerzas de flaqueza para el cochinero trote, obligado por los pinchazos del recio aguijón; aguantar picadas de tábanos y de moscas borriqueras, enconadas, feroces con el sol y el polvo, en las llagas de la reciente matadura; sufrir talonazos y ver cortar la vara de avellano o de taray que, silbadora y flexible, se ha de ceñir a su piel, averdugándola; probar la dentellada de la espuela y el sofrenazo violento del bocado; recibir puñadas en el suave hocico y en los ojos, en los dulces y grandes ojos cuya mirada siempre expresa mansedumbre; doblegarse bajo la excesiva carga; arrastrarse molido y pugnar por no caer al suelo antes de que se termine una caminata tres veces más fatigosa de lo que cabe dentro de los límites del vigor asnal; todo esto, con ser tanto, le parecía miseriuca al Peludo, en cortejo de pasar rozando una pradera verde como la esperanza, mullida y aterciopelada como tapiz de seda, y no poder hartar la panza vacía, redondear los ijares metidos y chupados y la tripa hueca como tubería de órgano. Era tal la impresión que causaba al Peludo la vista de la hierba apetitosa, rociada, velluda, de los dorados 38
  39. pajares y de las mieses en sazón; tal la rabia que sentía al oír el murmurio de la fuente cuando secaba sus fauces el anhelo del trabajo y la polvareda pegajosa del camino real; tal la violencia de su furioso apetito y el ímpetu de su colosal gazuza, que más de una vez, él, el manso, el resignado, el trabajador, el obediente, «pensó» hacer una muy gorda y sonada: soltar un rebuzno de guerra y arremeter a coces y a muerdos contra su despiadado jinete, su espolique, su amo, su tirano... ¡Qué deleite arrojar al suelo el lastre de sacos de harina, que pesan cual plomo, patearlos, reventarlos; que la harina se esparciese por la carretera; meter en ella el hocico, aventarla, hacerla volar en blanquísimas nubes! Y si era mucha el ansia de comer, no menor la de revolcarse. ¡Revolcarse! ¡Cuánto tiempo, desde su tierna infancia, su época de buchecillo retozón y candoroso, que no se revolcaba, con las cuatro patas batiendo el aire y la gris barriga al sol, el Peludo! Cruzaban estas ráfagas de emancipación por la deprimida mollera del esclavo, pero no adquirían consistencia; eran aleteos pasajeros que abatía al punto la convicción de su eterna servidumbre y de que la había dispuesto la suerte, el fatum que preside a la existencia del jumento. Sí, lo peor del caso es que al Peludo la desgracia le había hecho fatalista; no esperaba nada de la Providencia, ni se atrevía a creer que pudiese lucir para él jamás un instante de relativa dicha. Hiciese lo que hiciese lo mismo tenía que ser... Hambre y palos, palos y hambre... Arriba con la carga; avante por la senda, y nada de protestas ni de quiméricos ensueños... 39
  40. Razón llevaba el paciente Peludo en desconfiar de la suerte y en prometerse mayores desventuras; su amo, en vez de mostrarle algún apego, una pizca de consideración, a medida que el Peludo perdía fuerzas, agilidad y bríos, iba tratándole con mayor dureza y encomendándole las tareas más rudas y bajas, los transportes más reventadores y las jornadas a palo seco, en todo el rigor de la frase. Por eso, la glacial y lluviosa noche del 24 de diciembre encontró al cuitado Peludo sufriendo la intemperie con cachaza estoica, atado a una argolla de hierro, a la puerta de la más conocida taberna del Pellejón, una de las varias que salpicaban las orillas de la carretera de Marineda a Brigos. Otras veces no faltaba para el Peludo en aquel templo báquico el abrigo de una cuadra o de un estercolero, o siquiera de un cobertizo cerquita del pajar; pero ésta era noche de bulla y parranda, de regodeo y jarros colmados de vino y aguardiente, y cuando el Peludo, al trotecillo desmayado de sus provectas patas, se acercó a la taberna, no quedaba sitio ni techo para él. De dos puntillones, el amo le pegó a la pared, le amarró a la anilla, y allí se quedó el jumento, sin más techo que un emparrado desnudo de follaje, cuyas ramas goteaban hilos de agua llovediza, formando una charca bajo los cascos. Veía el Peludo, al través de los vidrios de la ventana, la sala de la taberna iluminada, alegre, llena de hombres que jugaban a los naipes, disputaban, despachaban guisotes de bacalao y apuraban vasos de caña y tinto. Mientras los racionales celebraban así la Navidad, el asno, transido y empapado hasta los huesos, rendido 40
  41. de cansancio y desfallecido de necesidad, no tenía ánimos ni para exhalar un suplicante y doloroso rebuzno pidiendo sustento y calor. Una nube veló sus pupilas; sus corvas se doblaron. Iba a caer sobre el fango líquido, cuando advirtió una claridad suave, muy diferente de la que derramaban las pestíferas candilejas de la taberna, y divisó a su lado, con profunda sorpresa a otro borrico: un asno plateado, de luciente pelo, vivaracho, cordial. ¡Qué compañía tan grata! «¡Hi-ho!», flauteó dulcemente el caduco y asendereado jumento. Púsose el recién venido a roer con los dientes la cuerda que al Peludo sujetaba, y presto lo dejó libre. Echó a andar el argentado borriquillo, y detrás de él, sin meterse en más averiguaciones, el Peludo, ya regocijado y fuerte. A medida que adelantaban, la noche se hacía transparente, estrellada, tibia; el camino, fácil, seco, llano, lindo. A derecha e izquierda, prados de un tono de felpa verdegay, esmaltados de violetas y ranúnculos, convidaban al Peludo a saciar su apetito; arroyos cristalinos le brindaban con qué apagar su sed. Y el Peludo, entrando a saco, descuidado, libre, se entregó a la hierba jugosa; desde lejos podía oirse el ruido de molino que al mascar producía su vieja dentadura. Bebió a su talante en los manantiales; atracóse de trébol y hierba mollar, y al paso que devoraba, redondeábase su panza como globo que se infla, hasta que de súbito estallaron las cinchas que sujetaban la albarda, y quedóse en pelota, feliz como un rey. ¡Ahora sí que no se sentía fatalista el Peludo! Tan dichosa aventura lo convertía en el mayor providencialista del universo. En lontananza empezaba a despuntar la mañanica dorada y risueña; las violetas del prado olían a 41
  42. gloria; todo incitaba a un revuelco deleitable, y, izas!, el Peludo se dejó caer y se puso a nadar en aquel golfo de verdura, impregnándose de olores floreales, recogiendo en su pelambrera hojas de manzanilla. El asno se sentía victorioso, envuelto en luces de gloria. Y allá en los aires, lejos, alto, voces misteriosas repetían la profética cláusula: «Nos ha nacido un niño, y se llama Emmanuel...» El asno de plata, salvador del Peludo, le miraba entre compasivo y amigable, y le rebuznaba bondadosamente: «¡Hi-ho! ¿No me conoces? Soy el que calentó con su aliento a Jesús en el establo..., y el que llevó a Egipto a María la Nazarena...» A la puerta de la taberna, el amo del Peludo, al salir de madrugada con los humos de la embriaguez muy densos aún, vio a su montura tendida en la charca, los ojos vidriosos, las patas rígidas. -Rompióse la cuerda -observó el tabernero-. No le dé patadas -agregó-, que de poco sirve; tiene la oreja fría; está difunto. Pero el amo, con la terquedad característica de los beodos, seguía descargando puntapiés al animal, jurando, blasfemando y maldiciendo. Al fin, convencido de lo inútil de sus esfuerzos, soltó una opaca risotada. -Para lo que servía... -gruñó-. Ya ni podía conmigo... 42
  43. Jesusa El matrimonio vio, al fin, cumplidos sus deseos: la niña vino al mundo un 24 de diciembre, circunstancia que pareció señal del favor divino; pusiéronle en la pila el dulce nombre de Jesusa, y la rodearon de cuanto mimo pueden ofrecer a su único retoño dos esposos ya maduros, muy ricos, y que sólo pedían a la suerte una criatura a quien transmitir fortuna y nombre. La cuna fue mullida con pétalos de rosa, y hasta el ambiente se hizo tibio y perfumado para acariciar el tierno rostro de la recién nacida... Todos hemos narrado alguna vez la triste historia de la niña pobre y desamparada que, harapienta y arrecida, con el vértigo del hambre y la angustia del abandono, vaga por las calles implorando caridad, hasta que cae rendida y la nieve la envuelve en blanco sudario. El grito de la miseria, el clamor del vientre vacío, es penetrante y humano..., pero también sufre el rico, y sus dolores, inaccesibles al fácil consuelo que se reparte con un puñado de monedas, no hallan alivio sino en la misericordia de Dios... El que compare a la chiquilla sin pan ni hogar con la chiquilla envuelta en algodones y harta de goces y juguetes, a la que jamás recibió un beso con la que agasaja en su seno de una madre idólatra, se indignará contra la injusticia social y apelará de ella a la justicia infalible. 43
  44. Cruzad la calle, deslizad un socorro en la mano escuálida de la mendiga y penetrad después en la morada de la familia de Jesusa. El contraste, al pronto, os parecerá hasta sacrílego. Cualquier chirimbolo de los que decoran el gabinete, cualquier fruslería de rubia concha y cincelada plata, de las mil esparcidas sobre las mesillas del tocador, vale más de lo que costaría dar un año entero pan, luz y abrigo a la infeliz que tirita allá fuera, en el ángulo de la manzana, en pie contra una cancilla menos dura que algunos corazones. Pasad el umbral de la alcoba tapizada de seda; acercaos a la camita virginal, esmaltada de blanco y oro, y contemplad la cabeza que descansa sobre la batista... Ved ese rostro transparente como alabastro, esos ojos de violeta, tan infinitamente melancólicos. Si pudieseis alzar la sábana sin ofender el pudor de la niña, que ha cumplido sus once años ya, se ofrecería a vuestra vista algo sin nombre ni forma, uno de esos cuadros que sobrecogen, una especie de insecto mísero: piernas como hilos retorcidos, manos que se asemejan contraídas por la acción del fuego, doble gibosidad en el pecho y la espalda, flacura de carnes secas y consumidas por el padecimiento. ¡Y si la enfermedad se contentase con haberla desfigurado! Pero son tan incesantes sus torturas, tan variadas, tan horribles, que hay horas negras en que el padre susurra al oído de la madre, en voz opaca: -¡No sería mejor despedir a tanto médico..., suprimir tanto remedio..., no agobiarla..., dejarla que...! 44
  45. Y la madre responde con acento en que tiemblan irrestañables lágrimas: -No, no... Mientras hay vida... En el martirizado cuerpo, la inteligencia vela, despierta desde muy temprano. A los seis años, Jesusa decía de esas frases que cortan el alma. Las tempranas intuiciones, las precocidades, si en el niño sano regocijan, en el enfermo afligen con aflicción honda, como es hondo el abismo del humano dolor. -Mamá, ¿soy yo mala? -gemía la inocente. -No, eres muy buena, muy buena. -Entonces, ¿por qué me castiga Dios? -No es castigo... -sollozaba la madre-. Es que después, cuando te mejores, has de disfrutar mucho... y es que ahora, si es verdad que estás malita, también tienes más cosas bonitas que las otras niñas, más muñecas, más juguetes, más flores, unas cajas preciosas... Callaba la enferma un minuto, cerrando sus pupilas de marchita violeta, y las abría luego para exclamar: -Pues dales todo eso a los niños que no tienen... y ellos que me den no estar enferma un día... ¡Mamá, siquiera un día! Al correr del tiempo, al multiplicarse los fenómenos del extraño padecimiento nervioso de 45
  46. Jesusa, arraigábase en su mente la idea de la sustitución, y la creía posible, o segura, mejor dicho. ¿Por qué no la complacían sus padres? ¿Había cosa más sencilla y natural? Que repartiesen a los golfos y a los mendigos sus joyas y sus muñecos caros; que les enviasen a cestos las golosinas; que les entregasen las sábanas de encaje y el edredón de plumón de cisne..., que ellos a su vez, la socorriesen con unas migajas de salud, de la riente salud que alegra el mundo, que calienta la sangre, que resplandece como el sol y hermosea el vivir. ¡Levantarse de aquella cama, andar, salir a la calle, respirar el aire libre, sin dolores, lista, ágil, contenta! A fuerza de hablar de la sustitución, Jesusa acabó por contagiar a su padre. Los desgraciados tienen siempre los brazos abiertos para abrazar a la quimera. La esperanza es ingeniosa y supersticiosa. -Verás, nena mía... Voy a darte gusto, voy a socorrer a los niñitos pobres... Así que les haga mucho bien, tú sanarás... Y empezó su carrera de filántropo, descubriendo cada día, en la inagotable mina de la miseria, nuevas vetas que explotar, y soñando, a cada hallazgo, que allí podría estar la curación de su enferma. Subió a muchas buhardillas, llevando la bolsa llena y el médico prevenido; recogió y trajo en brazos a las altas horas de la noche, al golfo que dormía aterido y desfallecido de hambre sobre un banco o al través de una puerta y se gozó en el golpe mágico del despertar de la 46
  47. criatura ante una suculenta cena y con la perspectiva de un mullido lecho; redimió de la abyección a niñas que aún no tenían conciencia del pecado, y las llevó a establecimientos benéficos, donde las inculcasen el trabajo y la honestidad; pagó nodrizas a desvalidos huérfanos; desató un río de aceite de hígado de bacalao para los chiquitines escrofulosos, y en verano envió a las orillas del mar a hijos de obreros devorados por la anemia... Mas Jesusa, enterada de tan santas acciones, no cesaba de mover la cabeza macilenta, de cerrar dolorosamente las lánguidas violetas de sus ojos. No era bastante; no se contentaba Dios todavía con eso. Mayor sacrificio pedía sin duda... Prueba de lo estéril del esfuerzo, era que Jesusa empeoraba, que redoblaban sus sufrimientos, que la fiebre la consumía, que su piel se pegaba a los huesos abrasada por el mal, y que en los accesos, a cada paso más frecuentes, sentía, o como un ascua en sus entrañas, o como un enorme témpano de hielo en su corazón, próximo a cesar de latir. ¿Iba a durar eternamente aquella infernal tortura? ¿No se apiadaría Dios? ¿No la sanaría de repente del todo, dejándola alzarse, fuerte y gozosa, en el ímpetu de la juventud, a disfrutar de la existencia, a reír, a correr, a saltar como los pájaros felices? Llegó la Nochebuena, el cumpleaños de Jesusa. En tal día, sus padres la abrumaban a regalos, inventaban caprichos para darse el gusto de satisfacerlos. Se armaba el «belén», renovado siempre, siempre más lujoso, de más finas 47
  48. figuras, de más complicada topografía; pero aquel año, suponiendo que la enferma estaba cansada ya de tanto pastorcito, y tanta oveja, y tanto camello, discurrió la madre colocar un precioso Niño Jesús, de tamaño natural, joya de escultura, en un pesebre sobre un haz de paja. La sencilla imagen atrajo a la abatida enferma. Parecía una criatura humana, allí echada, desnudita. Y al mirarla, al pensar que tendría mucho frío, Jesusa creyó adivinar por qué no la sanaba a ella Dios... No bastaba dar a otros niños limosna y socorro: era preciso «ser como ellos», aceptar su estado, abrazarse a la humildad, a la necesidad, imitando al Jesús que reposaba entre paja, sobre unas tablas toscas... Afanosamente, la niña llamó a su madre y suplicó, trémula de ilusión y de deseo: -Mamá, por Dios... Haz lo que te pido y verás si sano... Ponme como están los niñitos pobres... Echa paja en el suelo, acuéstame ahí... No me tapes con nada, déjame tiritar... Resistíase la madre, temblando de miedo a la idea de su hija con frío y sobre unas tablas; pero, a pesar suyo, el loco ensueño también se apoderaba de su espíritu. ¿Quién sabe? ¿Quién sabe?... Las alas de la quimera batían misteriosamente el aire en derredor... Alejó a los criados, miró si nadie venía..., y cargando el leve peso de la enferma, la tendió sobre la paja esparcida, en el mismo pesebre donde sonreía y bendecía el Niño; Jesusa abrió los ojos, miró ansiosamente a la imagen, y después los cerró con lentitud. Su carita demacrada, crispada, expresó de pronto mayor serenidad: una especie 48
  49. de beatitud bañó las facciones, iluminó su frente; un ligero suspiro salió de la cárdena boca... La madre, aterrada, se inclinó, la llamó por su nombre, la palpó... No respondía; el sueño se realizaba; los dolores de Jesusa habían cesado; no volvería a sufrir. 49
  50. Nochebuena del jugador El vicio del juego me dominaba. Cuando digo el vicio del juego debo advertir que yo no lo creía tal vicio, ni menos entendía que la ley pudiese reprimirlo sin atentar al indiscutible derecho que tiene el hombre de perder su hacienda lo mismo que de ganarla. «De la propiedad es lícito usar y abusar», repetía yo desdeñosamente burlándome de los consejos de algún amigo timorato. No obstante mi desprecio hacia el sentimiento general, procuraba por todos los medios que en mi casa se ignorase mi inclinación violenta. Habíame casado, loco de amor, con una preciosa señorita llamada Ventura; estrechaba más nuestra unión la dulce prenda de un niño que aún no sabía, si yo le llamaba, venir solo a mis brazos; y por evitar a mi esposa miedo y angustia, escondía como un crimen mis aficiones, sorteando las horas para satisfacerlas. Precauciones idénticas a las que adoptaría si diese a mi mujer una rival, adoptaba para concurrir al Casino y otros centros donde se arriesga, al volver de un naipe, puñados de oro; e inventando toda clase de pretextos -negocios bursátiles, conferencias con amigos políticos, enfermos que velar, invitaciones que admitir- cohonestaba mis ausencias y explicaba de algún modo mi agitación, mi palidez, mis insomnios, mis alegrías súbitas, mis abatimientos, la alteración de mi sistema nervioso, quebrantado 50
  51. por la más fuerte y honda tal vez de las emociones humanas. Hacía tiempo que no poseía sino lo que el juego me granjeaba. Dueño de un mediano caudal, había ido enajenando mis fincas para cubrir pérdidas. Vino después una larga temporada de prosperidad, pero invertí las ganancias en valores fáciles de negociar, que ya mermaban recientes descalabros. Nada de esto notaba mi Ventura, porque a semejanza de casi todas las mujeres, recibía de manos de su esposo el dinero sin preguntar su origen. Segura de mi cariño, pasiva y feliz en su hogar, ni se le ocurría ni quizá deseaba conocer el estado de nuestros intereses. En las ocasiones felices, yo le traía ricas alhajas y le compraba lindos trajes; en los momentos de estrechez, una indicación mía bastaba para que ella redujese el gasto y aplazase los pagos, con instintiva complicidad. Pero si mi esposa no me causaba inquietud y el desorientarla me parecía facilísimo, otra persona de la familia me inspiraba indefinible recelo. Era esta persona el hermano mayor de Ventura, mi cuñado Bernardo, hombre de entendimiento vivo y sagaz, de fogosa condición, a quien penas ignoradas, quizá dolorosos desengaños, impulsaron a abrazar el estado eclesiástico. Bernardo ejercía su ministerio con un celo abrasador, con sed de sacrificio que le consumía, demacrando su cuerpo y encendiendo en sus azules ojos perpetua llama. Los tales ojos, al fijase en mí, mostraban vislumbres de desconfianza y severidad. Indudablemente, el santo altruista, consagrado a hacer el bien, 51
  52. olfateaba en mí la egoísta y desenfrenada pasión que teñía de un círculo de oscuro livor mis párpados y hacía temblar febrilmente mi mano cuando estrechaba la suya. Una desazón, un desasosiego parecido al del que con ropa sucia arrostra la luz del sol en un paseo concurrido, me asaltaban al encontrarme frente a frente con Bernardo. Éste, que vivía fuera de Madrid, absorbido siempre por empresas de beneficencia, fundaciones de Asilos y Asociaciones caritativas, sólo venía a vernos dos veces al año; en Pascua de Resurrección y en Navidades. Acercábase precisamente esta solemne época del año, cuando la suerte, que ya se me había torcido, comenzó a mostrarse airada contra mí. Soplaba la racha negra, y soplaba tan inclemente y dura, que me arrebataba mis esperanzas todas. Fallaban mis más laboriosas martingalas; se malograban mis golpes de habilidad, mis corazonadas se desmentían y naipe que yo tocase era naipe funesto. Encarnizado en el desquite, me precipitaba con cierta cólera, obstinándome en despeñarme, agotando mis recursos, desafiando al porvenir. La intuición de que se me venía encima la catástrofe redoblaba mi desesperada energía. Debiendo ya sobre mi palabra crecida suma, busqué un prestamista -el más usurero, el más infame- y sin vacilar como quien cierra los ojos y se arroja a una sima, me abandoné a sus uñas, firmando cuanto quiso, comprometiendo mi honor a cambio de la inmediata posesión de la cantidad que necesitaba para saldar mi deuda en el Casino y tentar el golpe supremo. Estaba determinado a 52
  53. que no luciese para mí el día de confesarle a Ventura que nos aguardaba la miseria y la afrenta además. Cierto que a veces se me ocurría decirle: «Figúrate que yo era un negociante; he quebrado; es preciso resignarse y trabajar.» Pero inmediatamente comprendía la imposibilidad, el absurdo de calificar de «quiebra» los resultados de mi desorden. Si caía a los pies de mi mujer revelando la verdad, tendría que implorar perdón, como cumple al que faltó a sus deberes. Antes morir, y morir me parecía la solución única del pavoroso conflicto. En aquellos instantes veía tan claro como la luz que la muerte era precisa y natural consecuencia de mi modo de entender la vida, y el derecho de jugar, hermano del de suicidarse: ambos se reducían a uno solo... «Usar y abusar...» Y morir sin miedo. Con estos pensamientos volví a mi casa la tarde del día 24 de diciembre, llevando en el bolsillo la cantidad obtenida del usurero. No bien entré en la antesala, sentía que me abrazaban a un tiempo por el cuello y por las piernas. El primer abrazo era el de la mujer amante, que unía su rostro al mío con arrebato mimoso; el segundo... ¿Quién puede abrazar por más abajo de la rodilla sino el nene, el muñeco que se ensaya en romper a andar y aún necesita agarrarse a algo para no caer de bruces? Sentí que el corazón se me hendía; sentí que me acudían lágrimas a los ojos; y apartándome bruscamente por disimulo, exclamé: -¿Qué pasa? ¿A qué viene esto? 53
  54. -Ha llegado Bernardo -respondió Ventura sorprendida de mi sequedad. -Tío Nado -repitió mi pequeño, que acompañó esta gracia con una risa estrepitosa. -Pues toma -dije entregando a mi mujer un puñado de billetes-: prepara una cena; pero una cena de verdad, como me gustan..., y ahora déjame, hijita, déjame un poco; quiero reposar, me duele la cabeza, y de aquí a la noche espero mejorarme para charlar con Bernardo. Ventura obedeció, y yo me encerré a escribir una especie de testamento y despedida. Mis dientes castañeteaban; concluí la tarea, registré mis pistolas, las cargué, me eché sobre el sofá y fumé nerviosamente, cigarro tras cigarro, hasta que Ventura, solícita, vino a avisarme para cenar. Era temprano, porque el niño no podía faltar a la mesa en noche semejante y su madre evitaba tenerle despierto hasta las mil. Nos dirigimos al comedor, iluminado por bujías rosa, alegrado por la blancura de los manteles y el destellar del cristal y de la plata. La sopa de almendra humeaba suavemente y trascendía a gloria; las frutas raras se apiñaban en el centro de mesa, reflejado por una luna de espejo circundada de rosas tardías; en las copas reía ya el Sauterne amarillo, y mi mujer, engalanada, compuesta, sonriente, con el rizado pelo algo fosco y las mejillas rubicundas, se acercó a mí y murmuró acariciándome con la voz: -¿No saludas al forastero? Ahí le tienes. 54
  55. Abracé a Bernardo, y empezó la cena, animada al principio por las genialidades del nene y las coqueterías de Ventura, empeñada en que alabase su tocado y tan resuelta a conquistarme, que hasta apoyó sobre mi pie el suyo chiquitín. Sin embargo, languideció la conversación bien pronto; no era difícil notar que Bernardo y yo estábamos pensativos. A las preguntas inquietas de mi esposa, respondía alegando cansancio y jaqueca; pero Bernardo, el de las chispeantes pupilas azules, declaró categóricamente: -Tu marido tendrá lo que guste, y no querrá enterarnos de por qué parece un reo a quien le acaban de leer la sentencia ahora mismo; pero lo que es yo... estoy así... porque me da vergüenza cenar tan bien, con salmón, y ostras, y langostinos, y vinos añejos, y no poder ofrecer a algunas familias pobres, ya que no estos festines de Lúculo, al menos el pan del año, el fuego del hogar y ropa con que abrigarse las carnes. El apóstol enseñaba que los cristianos no deben encerrarse para comer manjares suculentos. Nosotros nos saciamos de cosas ricas, y vamos a brindar con un champaña... que ya lo conozco de otras veces... ¡Clicquot!, mientras los pobres... No puedo evitar esto, ni vosotros podéis; pero allá dentro hay un rincón de mi alma que llora. ¡Cómo ha de ser! ¡No acierto a remediarlo! Decir esto el sacerdote y cruzar por mi imaginación el chispazo de una idea, fue todo uno; ni dio tiempo a la reflexión ni a que yo calculase el efecto que en Bernardo iban a producir mis palabras. Me levanté, llené una copa del champaña, que frío como nieve ya lucía 55
  56. en la jarra de cristal tallado, y la tendí a Bernardo, exclamando de un modo significativo: -¡Pues brinda... o reza! Para que se logre un plan que tengo yo... Si se logra, asegurarás el pan a algunas familias. Bernardo echó mano a su copa, y antes de alzarla, fijó en mí las fascinadoras pupilas. A mi parecer, me registraba el cerebro, me veía la conciencia y me leía como se lee un abierto libro. De pronto, con súbita decisión tendió la copa, la acercó a la mía, las chocó, y pronunció majestuosamente: -Brindo ahora... Rezaré después. Deseo que se logre tu plan... pero una vez sola, ¿entiendes? Una sola. Consideré sellado el pacto. En mi superstición de jugador lo había ensayado todo, gitanas y médiums, amuletos y pueriles conjuros... todo, excepto el interesar a Dios por el cebo de la caridad, partiendo mis ganancias con el Árbitro supremo, cuya previsión sirve al ciego azar de invisible lazarillo. ¡Poner al Cielo de mi parte! Sí, porque el Cielo tampoco podía «querer» que yo ejecutase la resolución postrera y definitiva, la única que cortaba el nudo infernal de mi destino... Así que terminó la cena, me levanté, alegué una excusa, dejé a Ventura malhumorada y a Bernardo meditabundo, y salí desalado, a jugar, no ya el dinero, sino la honra y la existencia, la 56
  57. existencia que en aquel momento me parecía tan seductora, tan digna de ser vivida, entre los halagos de una mujer enamorada y la luminosa sonrisa de un querubín que me pedía protección y ayuda para andar, cogiéndose a mis piernas... Por las calles se oía tumulto de gentío, repique alegre de panderetas, rasgueos de guitarra; en las casas, la luz se filtraba delatando la reunión de los que se quieren en íntima fiesta; y yo pensaba, mientras el coche que había tomado a mi puerta iba rodando hacia el Casino: «Si marro, ésta es mi Nochebuena última.» ¿Sabéis lo que se llama una suerte desatinada, increíble, loca? Pues así la tuve yo desde el primer instante. Sobraban horas para jugar, y estaban allí los puntos fuertes, los de repleta cartera y crédito firme. Sin tregua los arrollé; no recuerdo vena igual: parecía cual si viese al trasluz las cartas que iban a salir, o un poder invisible me dictase la puesta. Como si Dios se esmerase en cumplir el pacto, mi vena aumentó desde que sonó la medianoche. Al regresar a mi domicilio, entré en el cuarto de Bernardo. El cura estaba despierto; me esperaba sin duda -Acuéstate -le dije- y duerme bien, que mañana tendrás con qué dar a esas familias pobres el pan del año. Vi en el expresivo rostro del sacerdote indicios de perplejidad y zozobra. Comprendía perfec- tamente el origen del dinero que yo venía a 57
  58. ofrecerle en cumplimiento del trato y su conciencia batallaba con su pasión de hacer bien, de consolar penas, de enjugar lágrimas. Débil, por fin, vencido del deseo, sacudido por una trepidación interior que le enronqueció la voz, siempre sonora, me cogió las manos entre las suyas y murmuró: -Acepto... Venga... Sólo que ¡acuérdate!... La condición... -Hoy ha sido la última vez: palabra de honor -respondí adelantándome a su ruego. No sé si me creeréis, pero no he jugado más desde aquella Nochebuena. Al principio se me crispaban los dedos y la cabeza se me desvanecía con el ansia de volver a probar las amargas delicias del juego; después, poco a poco, vino la calma: el olvido ¡nunca! Negocié, labré una fortuna, y aprendí que puedo usar de ella, pero no abusar. Sé que soy depositario. El dueño está arriba. 58
  59. De Navidad Este cuento pasa en el siglo XVI en una de esas ciudades de Italia que gobernaba un tirano. Llamémosla a la ciudad, si queréis, Montenero, y a su tirano, Orso Amadei. Orso era un hombre de su época, feroz, desalmado, disimulado en el rencor, implacable en la venganza. Valiente en el combate, magnífico en sus larguezas y exquisito en sus aficiones artísticas, como los Médicis, festejaba en su palacio a pintores y poetas y recibía en su cámara privada a los sospechosos alquimistas de entonces, que si no consiguieron fabricar oro, no ignoraban la fórmula de destilar activos venenos. Cuando a Orso le estorbaba un señor, le atraía, jurábale amistad, comulgaba con él -¡horrible sacrilegio!- de la misma hostia, le sentaba a su mesa..., y en mitad del banquete el convidado se levantaba con los ojos extraviados y espumeante la boca, volvía a caer retorciéndose..., mientras el anfitrión, con hipócrita solicitud, le palpaba para asegurarse de que el hielo de la muerte corría ya por sus venas. Con los villanos no gastaba Orso tantas ceremonias: los derrengaba a palos, o los dejaba consumirse de hambre en un calabozo. Orso era viudo dos veces: a su primera mujer la 59
  60. había despachado de una puñalada, por celos; a la segunda, la única que amó, se la mató en venganza Landolfo dei Fiori, hermano de la primera. Ésta no había dejado hijos: la segunda, sí: una hembra y dos varones. Perecieron los varones en un oscuro lance militar, una emboscada que tal vez preparó el mismo Landolfo, y quedó la niña Lucía para continuar la maldita familia de Amadei. Discurría ya su padre el príncipe con quién desposarla, cuando Lucía declaró que deseaba tomar el velo. Orso se desesperó, porque a su manera, adoraba a aquel último retoño de su raza; mas no hubo remedio; la voluntad de Lucía se impuso, y la niña entró en un monasterio de la Orden de Santo Domingo, en que había florecido Catalina, llamada Eufrosina, a quien el mundo venera hoy con el nombre de Santa Catalina de Siena. La tierna juventud, la cándida belleza y la ilustre cuna de la hija del tirano aumentaron el asombro de su penitencia. En un siglo ya pagano renovó las duras penitencias de edades más fervorosas. Su alimento era un puñado de hierbas cocidas; su cama, dos quilmas sin paja; su ropa interior, un burdo tejido de Cilicia que llagaba la delicada piel; y cuando se levantaba para orar, en las noches de enero, después de tomar una hora de descanso sobre las losas húmedas, que quebrantaban sus huesos todos, apenas podía sostenerse de debilidad y las palabras del rezo se confundían en su boca. 60
  61. Porque Lucía, hija al fin de los Amadei, no había nacido para la mortificación y el dolor, sino para agotar las alegrías de la vida, para recrearse en el grato sonido del bandolín, en el armonioso ritmo de las estancias de los poetas, en la magia del color, en la dulce y misteriosa calma de los jardines, donde sonreía la eterna hermosura de las estatuas griegas y sólo el peso de ajenas culpas y el anhelo de la expiación la habían arrojado palpitante de angustia y de terror al pie de los altares, donde a cada minuto recordaba involuntariamente el mundo y sus goces. Como Catalina de Siena, más de una vez se vio asaltada por tentaciones impuras y por imágenes engañadoras y burlonas; pero abrazada a la cruz, resistió heroicamente; lloró, se hirió las carnes y, al fin, conoció la victoria en la paz que descendía a su espíritu. Arrobos y dulzuras inexplicables sucedieron a los desfallecimientos, y Lucía se sintió consolada. Llegó Navidad, aniversario de su profesión. Vino la Nochebuena acompañada de mucha nieve; pero cuanto más espeso era el sudario que cubría el huerto del convento, más calor notaba Lucía en su celda solitaria; una ilusión singular le mostraba, al través de los emplomados vidrios, que en lugar de copos de nieve llovían sobre las ramas de los árboles y sobre la dura tierra millares de azucenas nítidas, finas como plumas arrancadas del ala de los ángeles. Sembrado de azucenas estaba todo, y la blancura del jardín despedía una claridad que alumbraba la celda con rayos de luna, más vivos 61
  62. y lucientes que la misma plata. De pronto, envuelto en olas de luz apacible, Lucía vio a un precioso Niño: una criatura que sonreía, que tendía los bracitos, y a quien la monja recibió enajenada en ellos. -Esta noche -dijo el Niño amorosamente- he querido favorecerte, Lucía, y en vez de nacer en el pesebre, naceré en la celda donde tantas veces me has invocado. Lucía permaneció algunos instantes fuera de sí: el favor era extraordinario y, en su humildad, no se creía digna de él. Apenas pudo recobrarse, juntó las manos y se postró implorando al Niño. -Si quieres que sea dichosa tu sierva, Niño, mi Niño del alma..., concédeme lo que voy a pedirte. ¡Ah!, es cosa grande y difícil; pero si Tú no puedes realizar imposibles, ¿quién los realizará? Acuérdate de lo que he luchado, acuérdate de mis sufrimientos..., y en vez de nacer aquí, dígnate nacer en otro lugar oscuro, horrible, desolado...: el corazón de mi padre, Orso Amadei. Halagando el Niño con sus manecitas el rostro de la penitente, la miró lleno de tristeza. -¿Sabes lo que pides, Lucía? ¿Sabes que ese corazón donde pretendes que yo nazca es más duro que la piedra, más sangriento que el cadalso, más fétido que el sepulcro? ¿Sabes que para entrar allí tendré que apartar con mi cuerpo desnudo los espinos y los abrojos y las ponzoñosas hierbas, y sentir cómo se enroscan en mi cuello las víboras y cómo trepan por mis 62
  63. piernas los fríos reptiles? ¡Yo he sabido morir del modo más afrentoso; pero al tratarse de nacer, busqué dulzura y amor; nací entre sencillos pastores, no entre lobos carniceros! En fin, Lucía, ya que has combatido por mí, no he de negarte lo que deseas... ¡Esta noche, mi establo de Belén será el corazón de fiera de tu padre! Al oír la promesa del Niño, Lucía experimentó tan súbito gozo, que no lo pudo resistir. Cayó inerte sobre las losas. La luz, la visión, el perfume de las azucenas, todo desapareció, y al través de los emplomados vidrios sólo se vio el huerto amortajado de nieve. A aquella misma hora, Orso Amadei celebraba un festín en su palacio; mejor que festín hay que decir orgía. No era una cena donde los dichos agudos y las alegres historietas hiciesen volar las horas, y en que la presencia de las damas, incitando a la galantería, contuviese a la brutalidad. De estas cenas había dado muchas Orso; pero también gustaba de otras más desenfrenadas, a que sólo asistían sus capitanes semibandidos, sus bufones y sus familiares, gente cínica y perversa. Si se mezclaba con ellos alguna mujer, era la infeliz juglaresa sorprendida en la plaza pública, y que, después de servir de ludibrio a los convidados, aparecía al día siguiente con el cuerpo acardenalado, medio muerta, arrojada en cualquier callejuela de la ciudad. Aquella noche, Ridolfi, uno de los capitanes de Orso, había anunciado mejor presa: justamente acababa de cazar a una joven muy linda, ¡peor para ella si 63
  64. andaba a tales horas por la calle! Alborotáronse los bebedores; Orso, riendo a carcajadas, ordenó que trajesen a la jovencita, que entró, empujada por los soldados, temblorosa, desgreñado el rubio pelo, y los hombres se engrieron al verla, porque era en verdad soberanamente hermosa. Orso clavó en ella sus ojos impúdicos; tendió la mano, apartó los rizos de oro..., y asombrado se echó atrás; en la niña desvalida, dispuesta allí para ultrajarla, veía el rostro de su hija Lucía, las mismas facciones, las mejillas, la frente, sonrojada de vergüenza. -Soltad a esa mujer -gritó Orso-. Que la acompañen a su casa con el mayor respeto. Que nadie le haga daño... ¡Ay del que toque un cabello de su cabeza! Que se la trate como a mi persona... Los beodos, atónitos, obedecieron sin comprender. Continuó el festín; pero Orso, preocupado y sombrío, no apuraba la copa. Deseoso Ridolfi de animarle, hizo una seña, entendida al vuelo, y pocos minutos después, un preso moribundo de hambre fue traído a la sala del banquete. Solían divertirse en sacar de su mazmorra a uno de éstos, a quienes desde días antes privaban de alimento; sentarle a la mesa, ofrecerle algún exquisito manjar, y cuando iba a engullirlo, sollozando y aullando de contento, se lo quitaban de la boca y le vertían en ella la ardiente cera de los hachones que alumbraban la orgía. El preso era joven, y Orso, bromeando, le tendió 64
  65. un plato de asado, humeante, y una copa de «Lácrima»; mas al verle de cerca, profirió una imprecación. Los ojos que le fijaban con doloroso reproche desde aquella extenuada faz de mártir, la boca que le daba las gracias, eran la boca y los ojos de Lucía, su propia mirada, que el padre no podía desconocer, mirada de reflejo cariñoso, luz del alma que busca otra luz igual. -Que suelten a éste -mandó Orso-. Antes, dadle bien de comer cuanto desee. Y regaladle dos jarros de oro, y vino a discreción... Que se le trate como a mi persona... ¿Lo oís? ¡Cómo a mi persona! Ridolfi, gruñendo, cumplió la orden. Casi al punto mismo en que salía el preso, se presentó en la sala del festín una mujer vieja, con un chiquitín en brazos. -Piedad, gran señor -exclamaba-, piedad de la criatura que aquí ves. Este pequeño es el hijo de tu cuñado Landolfo dei Fiori, a quien aborreces, y unos soldados, por orden tuya, según dicen, le quieren estrellar contra el muro. Tú no puedes haber dado tan cruel orden, y yo le pongo bajo tu amparo. Al nombre odiado de Landolfo, Orso se estremeció de furor, y desnudando el puñal, iba a atravesar la garganta del pequeño...; pero éste, apacible, le sonreía, y su sonrisa era la sonrisa encantadora, inolvidable, de Lucía cuando su padre la acariciaba, en los días de la niñez. Orso, vencido, cayó de rodillas, y golpeándose el 65
  66. pecho empezó a acusarse en voz alta de sus pecados; porque Jesús, fiel a su promesa, acababa de nacer en aquel corazón más oscuro que el abismo infernal. A la mañana siguiente, Orso recibió la noticia de que su hija había expirado a las doce en punto de la noche. El tirano se ató una soga al cuello, recorrió descalzo las calles de la ciudad, pidiendo perdón a los habitantes, y, apoyado en un bastón, se alejó lentamente. Nunca se volvió a saber de él. ¡Dichosos aquellos en cuyo corazón nace el Niño! 66
  67. El Belén De vuelta a su casa, ya anochecido, don Julio Revenga -sentado en el tranvía del barrio de Salamanca, metidas las manos en los bolsillos del abrigo gabán con cuello y maniquetas de pieles- rumiaba pensamientos ingratos. Su situación era comprometida y grave, doblemente grave para un hombre leal y franco por naturaleza, y obligado por las circunstancias a engañar y a mentir. ¡Qué cara pagaba una hora de extravío! La tranquilidad de su conciencia, la paz de su casa, la seriedad de su conducta, todo al agua por algunos instantes en que no supo precaverse de una tentación. Mientras el cobrador iba cantando las estaciones del trayecto y el coche despoblándose, Revenga daba vueltas a la historia de su yerro. ¿Cómo había sido? ¿Cómo había podido suceder? Como suceden esas cosas: tontamente. Si no es la quiebra de su amigo y paisano Costavilla, no tendría ocasión de ponerse en frecuente contacto con la hermana, aquella Anita Dolores -mujer ya espigada en los treinta años, y más desenvuelta que candorosa. -Ante la desgracia de la quiebra, Costavilla perdió la energía y la esperanza; pero Anita Dolores, en cambio, se reveló llena de aptitudes comerciales, dispuesta, activa, resuelta a salvar la casa de cualquier modo. Para sus gestiones se asesoraba 67
  68. con Revenga, le pedía auxilio, préstamos, celebraban conferencias que duraban horas. Al manejar los papeles, al calcular probabilidades de liquidación, establecíase entre los dos una intimidad chancera, que se convertía de repente, por parte de Anita, en afición inequívoca. Al sospechar Revenga lo que iba a sobrevenir, ya estaba interesado su amor propio, encendida su imaginación. Sin embargo, la fiebre duró poco: el esposo leal, el hombre honrado e íntegro, se dio cuenta de que era preciso cortar de raíz lo que no tenía finalidad ni excusa. Sacrificó de buen grado algunos miles de duros para sacar a flote a Costavilla, y se apartó de Anita Dolores con propósito de no verla más. No contaba con las fatalidades de la Naturaleza. Ocultamente, en apartado rincón de provincia, Anita Dolores dio al mundo una criatura. Fue el castigo providencial, no sólo para ella, sino para Revenga, que no había tenido prole de su matrimonio, ni esperanzas. Y al rodar del tranvía, que apresuraba su marcha, el vacilar de la luz de la linterna que se proyectaba sobre los vidrios nublados por el cielo del aire exterior, Revenga quería dominar una tristeza inconsolable, una amargura que le inundaba como ola de hiel. Nunca vería a su niña; nunca la estrecharía, nunca la tendría sobre las rodillas ni la besaría riendo... Anita Dolores, vengativa y tenaz, la había escondido, la había hecho desaparecer. ¿Desaparecer?... ¡A cuántas conjeturas se presta este verbo! ¿Qué era de la niña?... A aquella hora, cuando Revenga penetraba en su morada lujosa, en su 68
  69. comedor que la electricidad alumbraba espléndidamente y la leña de encina calentaba, intensa y crujidora; cuando la intimidad del hogar le sonriese, y las golosinas de Nochebuena lisonjeasen su apetito, ¿dónde estaría la abandonada? ¿En qué casucha de aldeanos, en qué glacial dormitorio del Hospicio? ¿Vivía siquiera? ¿Valía más que viviese? Estremeciéndose de frío moral, Revenga subió el cuello del gabán y caló el sombrero. Desolación inmensa caía sobre su alma. Precisamente acababa de saber en casa de unos amigos de Costavilla, donde solía preguntar disimuladamente por Anita Dolores, noticias alarmantes. ¡Anita Dolores se casaba! El nuevo socio de Costavilla, mozo emprendedor y dispuesto, era el novio. No mortificaban los celos a Revenga; no le quitaban el sueño memorias de lo pasado... Pensaba en la suerte de su niña, y aquella boda oscurecía más aún el misterio de su destino. ¡Ah! ¡Pues si creían que iba a quedarse así, con los brazos cruzados y mucha flema británica! ¡Desde el día siguiente -desde temprano-, que Anita Dolores se preparase! ¡Allí iría, a reclamar la chiquilla, a escandalizar si era preciso! El escándalo repugnaba a su carácter; el escándalo podía herir de muerte a Isabela, su mujer, enterándola de lo que debía ignorar siempre... No importa, escandalizaría, ¡voto a sanes! Cantaría claro; desbarataría la boda; pondría en movimiento a la Policía, si era preciso...; pero le darían su pequeña, y la entregaría a personas que la cuidasen bien, y la educaría y haría que de nada careciese..., y, sobre todo, la vería, la besuquearía, le llevaría 69
  70. juguetes en la Navidad próxima... Con firme determinación cerró los puños y apretó los dientes. ¡Amanece, día de mañana! Entre tanto, Isabel, la esposa de Revenga, acababa de adornarse en su tocador. La doncella abrochaba la falda de seda rameada azul oscuro, y prendía con alfileres la pañoleta de encaje, sujeta al pecho por una cruz de brillantes y zafiros -el último obsequio de Revenga, traído de París-. Con inocente coquetería se alisaba el pelo ondulado y se miraba en el espejo de tres lunas, cerciorándose de que las señales de las lágrimas se habían borrado del todo, después del lavatorio con colonia y el ligero barniz de velutina. ¡El llanto no tenía para qué notarse! Ya vestida y engalanada, pasó a un cuartito contiguo a la alcoba, donde solía guardar baúles, pero que ahora presentaba aspecto bien distinto del de costumbre. Tapizaban las paredes ricas colchas y cortinas de raso y damasco; corría por el techo un cordón de focos eléctricos, y cubría el piso blando tapiz. En el testero, como a una vara de altura, se levantaba un tabladillo, y sobre él un Nacimiento, el Belén clásico español, con su musgo en las praderías, sus pedazos de vidrio y de hojalata imitando lagos y riachuelos, sus selvas de rama de romero, sus torres puntiagudas de cartón, sus pastorcicos de barro, sus dromedarios amarillos y sus Magos con manto de bermellón, muy parecidos a reyes de baraja. Dos diminutos surtidores caían con rumor argentino, bañando las plantas enanas en que se emboscaba el Portal. Isabel se detuvo a contemplar los hilitos del agua, a escuchar el 70
  71. musical ritmo, y recordó sus propias lágrimas, y sintió nuevamente preñados de ellas los ojos y rebosante el corazón... La injusticia, la maldad, la mentira, lastimaban a Isabel más aún que la ofensa. ¿Por qué la engañaban, a ella que era incapaz de engañar, enemiga de la falsedad y el embuste? ¿Cabía salir de casa despidiéndose con una sonrisa y una caricia para ir a pasar horas en compañía de otra mujer? Los surtidores goteaban, gimiendo bajito, e Isabel también gimió; el son del agua que cae se adapta a la alegría lo mismo que a la pena; para unos es concierto divino, para otros, queja desgarradora. Quejábase el alma de Isabel, pidiendo cuentas, exponiendo agravios, alegando derecho y razón. ¿No había ella cumplido sus promesas, lo jurado al pie de aquel altar, pedestal y morada de su Dios? ¿No había sido siempre fiel, dulce, enamorada, dócil, casta, buena, en fin? ¿Por qué su compañero, su socio en la familia, rompía secretamente el pacto? La mirada de la esposa de Revenga se fijó, nublada y húmeda, en el Belén, y la luz de la estrellita, colgada sobre el humilde Portal, la atrajo hacia el grupo que formaban el Niño y su Madre. Isabel lo contempló despacio, y un cuchillo aguado de dolor se le hundió en el pecho. «No pidas cuentas... -parecía decir la voz del grupo-. No te quejes... Tú no has dado a tu esposo sino la mitad del hogar; tú no le has dado el Niño...» 71
  72. La esposa permaneció un cuarto de hora sin ver el Nacimiento, viendo sólo, en las tinieblas interiores de sus penas, lo que cada cual, durante ciertos supremos instantes que deciden el porvenir, ve con cruel lucidez: lo fallido de su existencia, el resquicio por donde la desgracia hubo de entrar fatalmente... Suspiró muy hondo, como para echar fuera toda la pesadumbre, y poco a poco se apaciguó; su condición era resignarse, aceptar lo dulce, rechazando mansa y tenazmente lo amargo. «El Niño Dios me está diciendo que hice bien, muy bien...» La sonrisa volvió a sus labios, aunque sus ojos estaban anegados en un llanto que no corría. En aquel mismo instante se oyeron pisadas fuertes en el pasillo, y apareció Julio Revenga. -¿Qué es esto? -preguntó con festiva extrañeza a su mujer-. ¿Has hecho un Nacimiento para divertirte? -Para divertirme yo, no -respondió expresivamente Isabel, ya serena del todo-. Tengo los huesos durillos para divertirme con Belenes... Es... ¡para divertir a una criatura...! -¡A una criatura! -repitió maquinalmente el esposo-. ¡No será nuestra esa criatura! -añadió de un modo irreflexivo, que tal vez respondía a sus íntimas preocupaciones. -¡Qué sabes tú! -murmuró Isabel con calma. 72
  73. Debió de palidecer Revenga. Bajó la cabeza, desvió el rostro. Tales palabras despertaban eco extraño en su espíritu. ¡Cómo había pronunciado Isabel la sencilla frase! -No entiendo... -tartamudeó el infiel, con raros presentimientos y peregrinas sospechas. -Ahora entenderás... ¿No tienes hijos, Julio? -interrogó ella derramando dulzura y compasión, y, por extraña mezcla, despecho involuntario. Él no contestó. Medio arrodillado, medio doblegado, cayó sobre la banqueta de terciopelo frente al Belén. El mundo se le venía encima: ¡lo que adivinaba era tan grande, tan increíble! Quería pedir perdón, disculparse, explicar..., pero la garganta se resistía. Isabel, llegándose a su marido, le echó al cuello los brazos, sofocada su indignación, pero magnífica de generosidad. -No se hable más del caso... Tranquilízate... Así como así, estábamos muy solos, muy aburridos a veces en esta casa tan grandona. Yo tenía muchas, muchas ganas de un chiquillo, ¿sabes? No te lo decía por no afligirte. Hace catorce años que nos hemos casado, de manera que ya las esperanzas... ¡Qué se le ha de hacer! No es uno quien dispone estas cosas... Vamos, no te pongas así, Julio, hijo mío... Alégrate. ¡Hoy nos ha nacido una pequeña!... Revenga, en silencio, besó las manos, besó a bulto la cara y el traje de su mujer. Temblaba, más de vergüenza y de remordimiento -es justo decirlo- que de gozo. Sus labios se abrieron por 73
  74. fin, y fue para repetir desatentadamente: -¿Cómo has sabido...? Mira, yo no veo a esa mujer..., te juro que no, que no la veo... Te juro que no me importa, que la detesto, que... -Estoy bien informada -contestó Isabel un tanto desdeñosa, apacible-. Me consta que no la ves ni la oyes. Su venganza, su desquite por tu abandono, fue enterarme de «todo»... y, por fin de fiesta, enviarme la niña... Y ya que me la envía..., ¡caramba!, no la he soltado, ¿sabes? Está en mi poder... La reconoceremos, arreglaremos lo legal. Que no le quede a «ésa» ningún derecho... Al aflojarse el nuevo abrazo de los esposos Revenga imploró: -¡Tráemela!... No la conozco todavía... 74
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