Las muchas navidades de dª emilia pardo bazan svq ed
17 Oct 2011•0 j'aime
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Cuentos de Pardo Bazán relacionados con la Navidad 'de antes'...
Libro editado por la consultora de comunicación SVQ (http://www.svq.com) como regalo de empresa para sus clientes y amigos en las navidades de 2011.
Las muchas navidades de doña
EMILIA PARDO BAZÁN
Cena de Navidad
Navidad de lobos
Navidad
Los santos Reyes
La Navidad de "Peludo"
Jesusa
Nochebuena del jugador
De Navidad
El belén
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Doña Emilia Pardo Bazán tiene para mi una sorprendente
multitud de perfiles, como la Navidad. Cuando era
estudiante de bachillerato, la literatura española que se
estudiaba entonces -¿dónde estarán purgando aquellos
pedagogos?- me la presentó como una especie de
matrona poco interesante, con obras cuyos títulos nunca
conseguí recordar, más allá de "Los pazos de Ulloa". Por
unos años la olvidé, era natural.
Pasado el tiempo, en lo que parece ser hito inevitable de
la vida del varón, me aficioné a la cocina. Busqué libros,
leí... y me encontré de nuevo con la Pardo Bazán. "La
cocina española antigua" me reconcilió con aquel
grabado de dama encorsetada que vagamente recordaba
y, cuando llevé a cabo alguna de sus ideas culinarias,
doña Emilia se me convirtió entre los humores de mi
cocina en una mujer de carne y hueso, amable y sabia, y
-fíjense ustedes- hasta con olor a ropa limpia y a hogar de
sábado por la mañana....
Sabido es que el placer de una buena mesa sólo se paga
con una mejor sobremesa. Las recetas de doña Emilia
me llevaron a su biografía, su biografía a sus textos y todo
ello a su personalidad, a su fuerza presta al combate, a
su cualidad de persona que no se resigna, a su
modernidad, a su conquista de la igualdad, a su... Alguien
-que no se quién fue- dijo de ella que "todo lo hizo a pesar
de ser mujer, sin dejar de ser mujer y reivindicando su
condición de ser mujer", lo cual, en su tiempo, era poco
menos que heroico. Basta: Lean sobre doña Emilia y
sorpréndanse como hice yo; presten atención a sus
amistades con Clarin y con Galdós, porque con ellos
forma el trio magistral de la novela española del XIX.
Lean, pues, a doña Emilia. Entre sus escritos hay una
multitud de cuentos que muestran otros tantos perfiles
navideños. Historias cálidas, éticas, familiares, con el
sabor y el olor de aquellas lejanas tardes, cuando aún
creíamos sin fisuras en la magia de la Navidad...
Benito Caetano
4
Cena de Navidad
Fue la mía de aquel año una Nochebuena
original. Cuando se sepa cómo la pasé, se
comprenderá que tuvo su nota característica.
Me encontraba yo en el pueblo de E *** en
plena Andalucía pintoresca, arreglando asuntos
de interés, cobranzas y otras cosas que mi
padre me había encargado -y no había más
remedio sino obedecer-. En mi deseo de volver a
Madrid, a ver gente y divertirme, andaba
buscando pretextos, y me los ofrecieron las
Pascuas. Tanto insistí en que me permitiesen
pasarlas allá, en familia, que mi padre acabó
por escribirme: «Bueno; me perjudicas, pero
ven. Todo será volverte cuando pasen Reyes,
hasta terminar esos arreglos...».
Como se hizo tanto de rogar, la carta llegó el
mismo día de Nochebuena, y apenas me dio
tiempo de atropellar el sucinto equipaje y a
pedir un caballejo, en el cual iría hasta el tren.
Tenía en mi poder una fuerte suma cobrada el
día antes, y que pensaba girar, enviándola a la
sucursal del banco más próxima, por medio de
mi grande amigo el sargento de la Guardia Civil;
pero esto me hubiese retrasado, y opté,
sencillamente, por guardármela en el bolsillo,
pensando que no podía tener mejor portador.
Salí del pueblo a cosa de las cinco de la tarde
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-el tren pasaba a las ocho-, al trote cochinero del
jacucho de alquiler. Un chiquillo hacía de
espolique y llevaba mi maleta. Como era invierno,
la tarde ya declinaba, y los montes lejanos tenían
sobre sus crestas vislumbres rosa y oro. Yo iba
pensando que pasaría la Nochebuena en el tren,
y, predispuesto al lirismo, por la influencia del
ocaso, me acordaba de mi madre, de mis
hermanas, del comedor nuestro, que estaría tan
iluminado y tan bonito, con la mucha plata que lo
adorna; en fin, mis ideas de juerga alegre en
Madrid se habían borrado, y las reemplazaban
otras sentimentales. La gran poesía de la fiesta
del hogar me enternecía hondamente.
Desperté como de un sueño, oyendo dos voces
rudas que me interpelaban.
-¡A bajarse der cabayo! ¡Aprisa!
El camino hacía violenta revuelta, y yo no había
podido ver antes a los dos jinetes que se me
echaron encima... Y la verdad es que, aun
viéndolos desde lejos, hubiese sido igual.
Montaba yo, como dejo dicho, un rocín alquilón, y
ellos dos caballos de sangre y raza, de finos
remos, cabeza menuda, ojos de fuego y ancas
perfectas. No llevaba conmigo más arma que un
pequeño revólver, y ellos venían armados hasta
los dientes. El espolique puso pies en polvorosa.
Resistir era locura. Me apeé resignadamente y,
ante nueva intimación, alcé los brazos. Habíase
apeado también el más joven de los salteadores,
y me registró viva y diestramente. Fue derecho al
bolsillo donde guardaba yo la cartera con la
suma, añadiendo al expolio el reloj: más limpio
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me dejó que una patena. Sacando luego unas
cuerdas delgadas, pero resistentes, realizó con
arte no menor dos operaciones: una, la de
atarme las muñecas y los brazos a la espalda;
otra, la de amarrar a un árbol mi montura. El
extremo de la cuerda de mis manos lo anudó al
arzón de su silla. Luego, imperiosamente, mandó:
-¡Hala p’alante!
Hasta este momento yo había guardado un
silencio absoluto. Al ver que iban a obligarme a
correr al trote de sus caballos, mi lengua se
desató y pedí indulgencia:
-¡Caballeros, ya tienen en su poder cuanto
poseía!... ¡Déjenme libre, que no me queda nada
más!
Pero el bandido, lacónico, se limitó a repetir:
-¡Hala p’alante!
Y no hubo más remedio, porque las bocas de dos
escopetas inglesas estaban allí para persuadirme
de la conveniencia de no replicar... No olvidaré
nunca la tal caminata. Como a los primeros
lamentos que la fatiga me arrancó se rieron
bárbaramente los caballistas, hice un esfuerzo
sobrehumano para no quejarme; mis pies
sangraban en mis destrozadas botas, y me
faltaba la respiración; pero todo suplicio tiene su
término en las fuerzas mismas del que lo resiste,
y al caer yo desvanecido, uno de los bandidos, el
que había permanecido montado, sin duda el
jefe, ordenó al otro:
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-Ya tamo cerquiya... Aúpalo.
Me auparon, efectivamente, y dando tumbos,
pero con mayor comodidad, vi el término de la
excursión, la boca de una cueva. Salió a
recibirnos un galopín de unos quince años, guapo
como la luz. No he visto cara morena más linda ni
rizos negros más graciosos, ni boca tan coralina.
Me soltaron en el suelo, donde quedé inmóvil.
La cueva era extensa y tenía dos salas. En la
interior, en que habían practicado un respiradero
para dar salida al humo, ardía una hoguera.
-Espabílate, Ramonsiyo -dijo el jefe-, que tenemo
jambre, y hoy e día de sená a guto. ¡E
Nochegüena, chaval! ¡A ve si te luses!...
La despensa estaba bien provista. Jamón,
embutidos, gallinas, hasta un pavo, sacó el chico
de unas serás; por supuesto, la cantidad de
botellas sobrepujaba a la de manjares. Mientras
los bandidos contaban, satisfechos, el dinero que
acababan de robarme, yo, un poco aliviado del
cansancio horrible, reflexionaba. Era evidente
que aquel par de mocitos crúos había tenido
soplo de mi salida, y de que yo llevaba conmigo
una fuerte cantidad. ¿Por quién? ¡Por cualquiera!
El pueblo entero los amparaba, y había un
confidente en cada esquina. El jefe debía de ser
el famoso Carmelo, alias Compare, y,
probablemente, en mi caso, los mismos que
pagaron el dinero, o el que alquiló el caballo, o el
amo de mi posada, serían los delatores... Y
ahora, ¿qué pensaban hacer de mí? Poco tardé
en saberlo. Sacando el jefe de su bolsillo un
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tintero de cuerno y un papel rayado, dispuso:
-A esatarle.
Libres ya mis manos, me dijo con sombrío ceño:
-Ahora, cabayero, escriba una cartita a sus
papás, que hase farta que manden veintisinco
mir duro, o si no...
Un ademán expresivo, hecho a ras de la
garganta, imitando el ruido de la navaja de
muelles, completó la frase.
Yo no quiero pasar por héroe. Tengo mucho
apego al andrajo de la vida. Todo lo que poseyese
lo daría por conservarla. Pero, en aquel instante,
no sé lo que sentí. Acababa ya de ocasionar a
mis padres un quebranto considerable por mi
imprudencia y mi ligereza. Y ahora, ¿había de
obligarlos a otro desembolso, para su fortuna
enorme? No, no era posible. Con ademán
enérgico rechacé el tintero y el papel.
-Hagan de mí lo que quieran, pero no escribo ni
escribiré tal cosa.
Carmelo me miró con siniestra frialdad.
-Güeno; pos si está cansao de viví, ha encontrao
la gran ocasión. Tú, Josele, sácale ahí afuera, y ar
corasón, paque pene poco...
Al ver tan próximo el horror del fin, me arrastré
arrodillado hasta acercarme al jefe, y con voz de
súplica ardiente, le imploré:
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-No me mate usted ahora, señó Carmelo... No me
mate ahora, que le remordería toda su vida la
conciencia. Es la noche en que Dios ha venido a
salvarnos, y en ella no se debe matar a nadie.
Mañana, de madrugada, me despachan si
gustan. ¿Y quién sabe si en ese tiempo reflexiono
y escribo? No es hora de matar, señó Carmelo,
que Cristo está naciendo, y la Virgen lo está
acostando en las pajas del pesebre...
Con gran sorpresa mía, el bandido, lejos de
mofarse, se quedó suspenso, impresionado. Y
como Josele quisiese arrastrarme afuera, le
detuvo.
-Déalo, hombre; mañana será otro día. Ahora, a
sená en pa y en grasia e Dió.
Comprendí que se aplazaba mi suplicio, y
deseoso de ponerme en buena armonía con los
verdugos, volví a implorar al jefe, que estaba, sin
duda en un buen cuarto de hora.
-Tengo mucha hambre, señó Carmelo, y no cenar
esta noche es cosa triste ¿Me darán un poco de
lo que hay?
-Güeno, por eso no reñiremos: senará usté por
última ve... No diga que en Nochebuena. Carmelo
no le ha atendío.
¡Y se me atendió a fe, con abundancia! Comí, o,
mejor dicho, devoré del pavo relleno, del salado
jamón, que llamaba por el Málaga; de los
chorizos picantes y de los primores de confitería
que también incitaban a beber. Temo haberme
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achispado un poco, y estoy seguro de haber
dormido como si ningún peligro me amenazase.
¡Era Nochebuena! Y me parecía que, del cielo
estrellado, una protección divina descendía sobre
mí...
Desperté bruscamente al ruido de un fogonazo...
Una lucha, un trajín furioso, tiros, blasfemias... Mi
amigo el sargento, con su tropa, estaba
realizando la célebre captura, que le valió el
ascenso y la cruz. Josele yacía con la cabeza
deshecha; Ramonsiyo, ágil, se escapó como un
gato; el señó Carmelo, codo con codo...
-Ha sido el espolique el que me dio la noticia sin
querer... -decíame poco después mi amigo-. No
pudo negar, y comprendí lo que pasaba... ¡Buena
suerte ha tenido usted!
En efecto, hasta recuperé el dinero, que estaba
en el marsellés del facineroso. Y, en mi interior,
no puede menos de sentir una confusa simpatía
por el que me hubiese despachado al otro
mundo, pero que no lo hizo en Nochebuena...
-Adiós, señó Carmelo -le dije-. Su cena estaba
riquísima...
-¡Váyaste a jasé burla de quien lo parió!
-respondiome brutalmente.
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Navidad de lobos
Había cerrado la noche, glacial y tranquila. Las
estrellas titilaban aún, palpitantes, como
corazones asustados. No nevaba ya: una película
de cristal se tendía sobre la nieve compacta que
cubría la tierra. El cielo parecía más alto y
distante, y la sombra siniestra de los abetos, más
trágica.
En el fondo del bosque, los lobos, guiados por
sus propios famélicos aullidos, iban reuniéndose.
Salían de todas partes, semejantes a manchas
obscuras, movedizas, que iluminaban dos
encendidos carbones. Era el hambre la que los
agrupaba, haciendo lúgubres sus gañidos
quejumbrosos. Flacos, escuálidos, fosforescente
la pupila, parecían preguntarse unos a los otros
cómo harían para conquistar algo que comer. Era
preciso que lo lograsen a toda costa, porque ya
sentían el hálito febril de la rabia, que contraía su
garganta y crispaba sus nervios hasta la locura.
Uno de los lobos, viejo ya, hasta canoso, desde el
primer momento fue consultado por la multitud.
Gravemente sentado sobre su cuarto trasero, el
patriarca dio su dictamen.
-Lo primero es salir de este bosque y juntarnos,
en el mayor número posible, para caer sobr
alguna aldea o poblado en que haya hombres.
Nos rechazarán, si pueden; pero si podemos
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más, les arrebataremos sus ganados, y quién
sabe si algún niño o hasta algún mozo.
Tendremos carne viva y sangre caliente y roja en
que hundir el hocico.
-La población más próxima es Ostrow -advirtió un
lobo de desmedida corpulencia-. Ya he cazado yo
allí una criatura de un año. Sus padres se dejaron
la puerta abierta...
-Hoy -continuó el Lobo Cano- es una noche
solemne, en que festejan el nacimiento de su
Redentor. Como, además, se consideran
nuevamente redimidos, y creen haber triunfado
de sus opresores, estarán contentos y
descuidados, y con la comilona y el aguardiente
no habrán pensado tanto en echar el cerrojo a los
establos y cuadras. Aprovechemos esta
circunstancia favorable. Ánimo, hermanos
hambrientos. Aullad de firme, para que nos oigan
en los bosques vecinos y nos presten ayuda.
La bandada se puso en camino, abiertas las
sanguinosas fauces, sacada la seca lengua. De
tiempo en tiempo se paraba a lanzar su furioso
llamamiento. Y de todos los puntos del horizonte,
otros aullidos contestaban, y centenares de
manchas negras caían sobre la nieve,
engrosando la bandada, que iba haciéndose
formidable. El negro ejército cortaba, con la
rapidez de la flecha, la estepa desierta y
resbaladiza, que, bajo la claridad estelar, se
extendía leguas y leguas. Ya no era bandada, sino
hormiguero infinito, y el calor de los alientos
abrasadores y el martilleo de las patas ágiles
rompía la costra del hielo y fundía su helada
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superficie. Avanzaban, impulsados por su
desesperación, y todavía no se divisaba
habitación humana alguna. Al cabo, distinguieron
una claridad rojiza y algo densa, como una
niebla. Según se aproximaron, vieron que era
Ostrow, que, envuelta en humo caliginoso, ardía
por uno de sus extremos.
Con la rapidez propia de aquel país de
construcciones de madera resinosa, el incendio
iba propagándose. Oíanse los chasquidos de la
llama, y una multitud, entre la cual había heridos
y moribundos, alzando al cielo las manos,
presenciaba el espectáculo terrible, sin hacer
otra cosa que lamentarse. Un grupo menos
numeroso, armado, de gente de rostro patibulario
y encendido de borrachera, atizaba el incendio y
aplicaba antorchas a las construcciones intactas
aún.
-¿Veis esto? -preguntó el Lobo Cano a los demás-.
Son los hombres, que queman las mansiones de
los hombres. Nosotros no cometeríamos tal
insensatez. No nos mordemos los unos a los
otros.
-Tampoco -respondió el lobo gigantesco- nos
dejaríamos tratar así. Éstos de Ostrow merecen lo
que les pasa. ¿Por qué no toman sus hachas de
leñadores?
-Lo esencial -gañó una loba joven que quería dar
pitanza a sus cachorros- es ver si entre la
hoguera hay algo. Yo me arrojo a ella sin miedo;
más vale morir abrasado que de hambre.
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Persuadida de esta verdad, y animada por su
fuerza y número, la bandada se precipitó dentro
de la incendiada población. Se arrojaron contra
todos, contra los incendiarios y contra las
víctimas, mordiendo calcañares, destrozando
ropas, saltando al cuello de unos y de otros. Los
incendiarios, que estaban armados, dispararon
sus fusiles, a la ventura, sobre las fieras, y
algunos lobos cayeron; pero los restantes se
abalanzaron con mayor empuje. Huyendo de la
llama que cundía y les chamuscaba la piel, los
lobos arrastraban fuera del círculo del incendio a
las víctimas que podían sorprender; y, sobre la
enrojecida nieve, remataban a su presa y la
despedazaban con dientes agudos, se oía el
crujir de las mandíbulas, el roer de huesos y los
gruñidos de placer al devorar. Y se dijera que la
bandada, al caer heridos muchos lobos,
aumentaba en vez de disminuir. Era que los
animales se habían envalentonado y, desafiando
el incendio, registraban todas las casas,
atacaban a todas las personas, con frenesí de
destrucción. Donde venteaban un animal
doméstico, sorprendido por el fuego en su cobijo,
y les daba el olor de la socarrada carne, se
lanzaban, sin miedo a tostarse las patas,
saltando por cima de las abrasadas maderas
hasta llegar hasta el plato sabroso, caliente en
demasía. Había un edificio donde potros y
cerdos, encerrados en el establo, se asaban
lentamente, y su grasa chirriaba, y su olor
convidaba. Un racimo apretado de lobos se
precipitó allí. Sacaron el manjar de entre la brasa
y empezaron a regodearse. Festín como aquél no
lo recordaban. Estaba exquisita la pieza dorada y
chascada por la lumbre, y los mismos lobos
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estiman un asado en punto.
Y los incendiarios, diezmados y aterrados,
buscaban sus monturas; muchas habían sido ya
arrebatadas por los lobos. Los que pudieron
conseguir montar desgarraron con la espuela los
ijares de los jacos peludos y recios, que
temblaban con todos sus miembros y
enderezaban las orejas resoplando. Salieron en
loco galope, con la esperanza de dejar atrás al
ejército de salvajinas, de ponerse fuera de su
alcance. Uno de los incendiarios tenía sujeta por
las trenzas a una moza rubia, su parte de botín.
La muchacha gemía, se retorcía las manos,
porque acababa, no hacía una hora, de ver arder
su casa y caer bajo los golpes de los feroces
asesinos a su padre, viejecito, y a un hermanillo
de doce años. Y en su cabeza danzaba una
confusión de horrores, entre los cuales
sobresalía el horror de no comprender. ¿Por qué
los mataban, por qué hacían ceniza sus
viviendas? No era el extranjero quien así
procedía: eran sus propios hermanos, los que se
decían salvadores del pueblo, y a quienes en
nada habían ofendido. ¡Y cometían el pecado en
la misma noche en que nacía Cristo Nuestro
Señor! ¿Por qué los hombres habían sufrido sin
lucha aquellos atentados? ¿Por qué no habían
resistido al mal? Ella era una mujer, sus fuerzas
escasas, pero sentía en su alma el ardor de la
indignación, porque aquellas cosas no podían
agradar a Cristo, nuestro Redentor: aquellas
cosas eran obra de las potencias infernales, eran
la sombría acción de los demonios, que acaso se
habían metido en el cuerpo de los lobos
aulladores, para castigar a los malvados y
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hartarse de sangre de cristianos ortodoxos. Y la
muchacha, al observar que su opresor iba a
alzarla por la cintura para sentarla delante de su
caballo y huir con ella, rápidamente, sin
meditarlo, echó mano al revólver que él llevaba
pendiente de su cinturón, y disparó casi a boca
de jarro, sin contar los tiros, hiriendo a bulto, y
saltando después sobre el caballo, que salió
espantado, a trancos de terror.
El Lobo Cano, entre tanto, aconsejaba a sus
hermanos, los dirigía:
-Echaos sobre los que llevan fusiles. Inutilizad
primero a ésos, que los otros no tienen coraje. No
os entretengáis con los asados; también la carne
fresca y cruda es buena y sabrosa. No me dejéis
alma viviente. Somos más, somos el número.
Para todos habrá festín. ¡Ánimo, que ya apenas
resisten!
Y era cierto. Los incendiarios, espantados del fin
que preveían, se habían arrodillado, y renaciendo
en ellos ante la horrenda muerte el misticismo y
la devoción, imploraban a todos los santos
nacionales: San Cirilo, San Alejo, San Sergio, la
Virgen de Kazán... Y murmuraban:
-¡Qué triste noche!
El Cano les contestó con un aullido:
-¡Triste para vosotros! ¡Para los lobos, alegre!
17
Navidad
La familia es de las que más abundan: clase
media que no se resigna a pertenecer al pueblo.
Con esta sencilla definición puede que bastase
para formar exacta idea de las interioridades; sin
embargo, bosquejaré la situación de sus
individuos.
El jefe nominal es un hombre de bien, por
necesidad trabajador. Todos los días concurre a
su oficina, y allí fuma quince o veinte cigarrillos,
charlando largamente de la próxima crisis, de la
actitud de Lerroux, del crimen más reciente y de
la piececilla en el teatro barato, al cual acompañó
a sus hijas la semana anterior. Es un medio como
otro cualquiera de sacar a relucir a las niñas,
pues sospecha que entre los compañeros de
oficina alguno les hace cocos, y sueña con el
yerno -para que sus vástagos continúen la
dinastía burguesa-, no vayan a tener las chiquillas
la endiablada ocurrencia de casarse con un
carpintero o un maestro de obras.
El jefe verdadero -es decir, la mamá- es una de
esas cuyas siluetas trazaron con sal y donaire
Luis Taboada en artículos y Vital Aza en sainetes.
El estado psíquico de semejantes «jefas», al igual
de los demás estados psíquicos, tiene sus
causas, y es preciso que las encontremos en la
irritación permanente que determina el verse
obligado a sacar rizos donde no hay pelo, o sea, a
18
gobernar casi sin guita. La conocida pareja que
tantas veces ha desfilado por el escenario,
haciéndonos reír; el marido tembloroso y
calzonazos, la mujer que muerde y pega, no
admite otra explicación que un hecho sencillo del
orden económico: el varón que funda un hogar
con recursos insuficientes; que abdica en la
hembra para que ella haga milagros sin ser
Dios..., y el desquite, el desahogo de la esposa,
en diarios insultos, en todo género de
malignidades, en una tiranía doméstica con
refinamientos de tortura china.
Las niñas... Como si las estuviésemos viendo.
Son tres. Una de ellas, Melita -diminutivo de
Carmela-, es de perfectísimas facciones, y la
familia espera siempre al novio millonario. Lo
malo es (sigue creyendo la familia) que toda
aquella belleza de Melita está eclipsada por la
falta de trajes, sombreros, palcos, saraos y
coches. De las otras dos, Bárbara y Pepa, la
última es gibosa; no se espera casarla; se
desearía, a lo sumo, consultarla con
eminencias... En cambio, Barbarita, derecha
como un pino, fea, graciosa, de magníficos
dientes y ojos de lumbre, tiene siempre
«coqueros» y más partido que la bella Melita. Y
las tres hermanas no viven un minuto en paz,
zahiriéndose continuamente por si tú eres
pavisosa; si tú, una cabeza de viento; si tú, como
naciste así, no puedes ver a las que tenemos
recto el espinazo. Sólo en un punto andan
acordes las niñas: que papá es muy bueno,
convenido...; pero que no... sirve para nada. Y el
fondo del alma de las doncellas es igual al de la
dueña y jefe de familia: asfixia por falta de
19
medios, el fermento de las estrecheces y apuros
diarios, la privación de cuanto halaga a la
juventud, la mortificación del amor propio, de la
vanidad... y hasta del estómago; porque para
comprar un sombrero hay que no comer cosa
nutritiva, que vivir de patatas guisadas y
desperdicios de carne...
Falta al catálogo de la familia, el hijo..., y pardiez,
que falta lo mejor, como suele decirse cuando lo
que se omite es lo peor de todo lo imaginable. El
niño de los señores de Camarena -éste es el
apellido- logra descollar entre los infinitos
ejemplares de su clásico tipo que abundan por
ahí. No lo habrá más perdido, ni más holgazán, ni
más simpático. Es de los que se hacen querer, no
sólo por sus franquezas y alegrías con todo el
mundo, sino por su labia y chiste. Y el muchacho
-muchacho perpetuo, aunque va frisado en los
veintisiete- ni ha terminado sus estudios, ni
quiere dedicarse a cosa alguna, ni se sabe con
qué dinero anda siempre de juerga, paga en el
café, concurre a los teatros, se presenta bien
trajeado y, en suma, se conduce como si sus
padres tuviesen una bonita renta y la necedad de
derrocharla en mantener a un ocioso. El padre,
desesperado, calla: le cohíbe, en esto como en
todo, el miedo doméstico. La madre, cuando el
esposo ha sacado la conversación del proceder
de Ramoncito, salta a los ojos del padre y le
quiere comer por sopa. Ramoncito no es como
otros, que nacieron para pobretes; Ramoncito,
hoy, «se las arregla», y mañana se casará con una
rica, de las muchas que por él beben los vientos;
y su mujer no se verá en el caso de tener que ir
con el cesto a la compra, como le ha sucedido a
20
toda una doña Josefa Galíndez de Camarena esta
misma mañana, por encontrarse sin servicio -en
el día, quien no puede pagar sueldos de cinco
duros, no halla criados-. ¡Ah! Si la cosa seguía así,
ella se determinaría a ofrecerse de asistenta en
alguna casa; pues de barrer y encender el fogón,
siquiera que se lo pagasen. ¡Quién se lo había de
decir cuando se casó! -y lo demás de la retahíla-.
Agachando la cabeza, Camarena huye de la
tormentosa alcoba conyugal, se refugia en la
oficina o en el café, en el dominó, en los
cigarrillos, los rumores de crisis y la actitud de
Lerroux y de Melquíades Álvarez...
Al acercarse la Navidad, la familia de Camarena
atraviesa una crisis... Las muchachas no tienen
materialmente qué ponerse, ni traje, ni abrigo; el
gabán del padre, inservible; la madre, por
decencia, ha menester botas; están sin pagar
cuatro meses el alquiler del piano de Barbarita;
con el casero han ido atrasándose sin saber
cómo -le deben un trimestre-, y si del almacén de
pianos sólo puede recoger su carraca, el casero
los pondrá en el arroyo. ¡A tal punto se llega con
hombres inútiles y sin disposición para nada! Se
acordó juntar para la casa: ante todo, era lo
primero. Se arañó de aquí y de allí, y reunieron
los cuarenta y cinco duros del trimestre. La
madre los ocultó en un cajón de la cómoda,
debajo de un paquetito de algodón de repasar.
Echó la llave y avisó al administrador para la
cobranza... Cuando éste vino, al buscar la señora
su pequeño tesoro, no estaba allí... El cajón, sin
embargo, no había sido abierto. Criada no la
tenían desde hacía un mes. Hubo consternación,
drama íntimo, encerrona del papá y la mamá,
21
conversación horrible en que cada palabra es
una herida... Y Camarena, insultado una vez más,
acusado de la sustracción -para que él no
acusase a otro, al que «se las arreglaba tan bien»-
, salió hacia la oficina, saturado de vergüenza, en
uno de esos momentos que desquician el
espíritu. Sucede así que sin ruido, sin nada que
parezca modificar la situación de las personas,
se colma un día la medida del sufrimiento, y las
convicciones giran sobre su eje y el corazón se
curte en jugos venenosos, el veneno mortal de la
injusticia, del desamor, del menosprecio de la
mujer al hombre honrado y que no sabe acuñar
moneda con su conciencia...
***
Camarena lleva la boca más amarga que su vivir.
En toda la noche no ha dormido. No se ha
desayunado. La bilis le tiñe de amarillo el rostro.
Llega a la oficina. Los compañeros están de
broma; se preparan a festejar una alegre
Nochebuena, si les cae al otro día el premio
-vamos, aunque no sea el mayor se contentarán-.
La oficina, rumbosa, ha jugado dos décimos, en
los cuales Camarena no quiso participación, por
economía.
Ahora lo siente... ¿Quién sabe? Acaso... Y se
instala ante su pupitre, medio idiotizado, ebrio de
pena y tronzado de impotencia. ¿De qué sirven la
hombría de bien, la rectitud? Felices los que «se
arreglan...». Ellos poseerán el dinero, y además el
cariño.
Sepultado en estos pensamientos, no repara que
22
un caballero, grueso, apoplético, se acerca, se
detiene. Sólo cuando formula una pregunta
relacionada con un expediente en tramitación,
alza el empleado la abatida cabeza, y contesta,
sin enterarse. El caballero entonces saca la
cartera y extrae de ella documentos, que
examina, confronta y manipula, hasta exponer su
interrogación. A su vez, Camarena registra
cajones, da noticias... El caballero, expeditivo, a
pesar de su figura de botarga, se va apresurado:
tiene que coger el tren. Camarena va a recaer en
sus vacilaciones tristes, cuando, al pie del
escritorio ve un papel... Lo recoge... Es un décimo
de lotería...
Lo primero es guardarlo en el bolsillo, por
instinto, y con disimulo. Mira alrededor. Nadie se
ha fijado. La mesa de Camarena está semioculta
por un biombo, que la resguarda de las
corrientes. En su alma no hay lucha ni
resistencia. Si se hubiese tratado de un billete de
Banco es seguro que la habría. Pero un décimo...
es el azar: probablemente no se roba nada al
robar un décimo; y menos al recogerlo cuando lo
dejan caer. Quien lo ha dejado caer no es una
persona: es la suerte, la suerte loca, la suerte
bribona, mujer liviana, que acaricia a capricho. Si
el caballero volviese... No volverá... Tiene que
tomar el tren...; y al pensar así, cierto estaba
Camarena de que aun cuando volviese... Por si
acaso, se retiró temprano de la oficina. Almorzó
en su café, al fiado, y pidió cosas buenas y, sobre
todo, cigarros finos. A su alrededor oía hablar del
sorteo: todo el mundo palpitaba de esperanzas.
Camarena sintió abatirse las suyas como pájaros
heridos de perdigón. Entre tanto, ¡casualidad
23
sería!...
Como en sueños, volvió a su casa, soportó frases
fustigadoras de la esposa, vio la palidez de las
hijas, y en los ojos de la menor, de la pobre
gibosa, lágrimas que caían sobre el plato vacío...
Les habían notificado el desahucio.
***
A la mañana siguiente, Camarena oye vocear la
lista grande. Salta de la cama y, medio vestido,
baja al portal. A la primera ojeada se lleva las
manos a la garganta, al corazón después... No
suelta el papel: lo mira atónito... ¡«Su» número!
¡«Su» décimo, premiado! ¡El premio mayor, en «su»
décimo! Sí, allí estaba; pero ¡si estaba allí...! Y lo
que experimenta el empleado no es alegría; se
siente como estúpido: casi es dolor, casi es
puñalada una dicha semejante...
Se repone. De escrúpulos, ni rastro. Todo aquello
era obra de la suerte..., y nada más. El billete de
lotería es documento al portador... No iría, sin
embargo, a cobrar en persona. ¿Quién sabe si el
caballero grueso había avisado en la
administración? Y combina un fraude, una
defensa, una estratagema...
Corre a casa de un usurero; tenía de estas
relaciones. El usurero se cerciora de que el
número está, en efecto, premiado, y se presta a
descontar el décimo inmediatamente. Se
embolsa unos miles de pesetas, y entrega, sin
que medie contrato escrito, los miles de duros.
No hay responsabilidad para Camarena. Si
24
surgen dificultades, que «se las arregle» el
usurero. Le ha cegado la codicia; no ha
sospechado el peligro, ni ha encontrado extraño
que Camarena, pudiendo cobrar de otro modo, le
lleve el vellón de lana a las uñas...
Al entrar en su casa con la fortuna en el bolsillo,
Camarena ha adoptado una resolución. Desde
aquel momento, él es quien manda. De aquel
dinero se hará lo que él quiera. Él lo aumentará,
lo hará fructificar. Siente ya ambiciones de rico.
Melita se lucirá en un palco; Bárbara se casará a
su gusto; Pepa irá a Alemania a una clínica, a ver
si le curan la deformidad...
Cuando se avista con su cónyuge, al notificar el
cambio de situación, formula el cambio de
política, el programa de gobierno... ¡Ay del que
intente sustraerse a su autoridad!
Por primera vez, la señora de Camarena se
somete, y, amorosa, echa los brazos al cuello al
esposo y le moja la cara de lágrimas de ternura...
En efecto, ya tiene derecho a ejercitar el poder
quien trae a su hogar, no la estrechez, sino el
bienestar, el lujo...
En la suculenta cena de la noche entre el besugo
y la ensalada de coliflor, al destaparse una
botella de espumoso, sonaron estas palabras
extrañas en boca de la amansada arpía, y
respondiendo a planes e iniciativas de las
muchachas:
-Niñas, ¿cómo se entiende? Se hará lo que
vuestro papá disponga...
25
La Navidad del pavo
El mayor mal que puede sobrevenir a un ser
naturalmente estúpido, es adquirir de pronto los
dones de la inteligencia. Si lo dudáis, os referiré
la aventura de un pavo, del cual, si se descuida,
no quedarían ni huesos, porque los huesos de
pavo son muy gratos a los canes.
En este pavo de mi cuento existía, por lo menos,
el instinto de conocerse y saber que, inteligencia,
no la tenía. Y es cosa poco común, pues la
inmensa mayoría de los pavos se juzga muy
avisada, y se hincha y robumba de orgullo, por
tan ventajosa opinión de sí propia.
Nuestro héroe, al contrario, conocía, como
conoció la abutarda el pesado volar de sus hijos,
que no le unía a Salomón lazo alguno; que era
tonto perdido desde el día de nacer. Y como la
humildad es el reducto en que se abroquelan los
tontos, o mejor dicho, en que debieran
abroquelarse, nuestro pavo, humildemente,
determinó pedir a quien fuese más que él y que
todos, que le hiciese, de la noche a la mañana,
brotar talento. Su ruego se dirigió al Niño Jesús,
que se veneraba en la casa cuyo corral habitaba
el pavo. Sabía que el Niño puede proteger al que
le implora, y que a la tía Carmela, guardiana del
corral, en más de una ocasión el Niño la sacó de
graves apuros. Era, además, tan lindo y gentil el
divino Infante, que atraía y convidaba a pedirle
26
favores. Caía, pues, la cresta; entornando los ojos
bajo la azul membrana que los protegía, el pavo
se acercó a la urna en que el Niño vestido de
rancia seda blanca, alzando en la diestra su
mundillo de plata que tiene por remate una cruz,
derramaba la gracia de su faz riente y la bondad
de sus ojos de vidrio sobre la pobre casa y sus
moradores. Y el Niño, recordando que Francisco,
el de Asís, miró como a hermanos inferiores a los
irracionales, sintió un movimiento de simpatía
hacia la gallinácea destinada a saciar la
glotonería de los humanos, y quiso atender a su
súplica.
Mas cuando supo lo que pedía el pavo, la
manezuela regordeta que ya iba a bajarse
concediendo, se alzó otra vez, y en el lenguaje
del misterio, el Niño dijo al pavo:
-Pero ¿tú has pensado bien lo que solicitas?
Como el pavo insistiese en su demanda, el Nene
porfió. La inteligencia, para un pavo, era igual
que la hermosura para una almeja: ¡don inútil, y
tal vez hasta funesto! Mas el peticionario insistió:
¡quería a toda costa aquella cualidad que tanto
se alaba en el hombre! Y entonces, Jesusín
otorgó...
Sintió el pavo como si dentro de su cabeza se
encendiese viva luz. Todo lo vio claro y con realce.
Él era un volátil torpe a quien mantenían en un
corral, echándole todos los días el sustento, sin
que se le impusiese otra obligación ni otro
trabajo sino ir engordando y descansar. Sus
congéneres, los demás pavos, estaban en igual
27
caso, y, sin meterse en más averiguaciones,
picaban el grano, devoraban el cocimiento de
salvado, glugluteaban satisfechos, hacían la
rueda, cortejaban a las pavas y dormían sueños
largos, en la tibieza del cobijadero que les
abrigaba de noche. Nuestro héroe, dotado ya de
la facultad de comprender, comprendió que los
demás pavos eran felices. En cuanto a él...,
variaba: vivía inquieto, en continua ansiedad, en
incesante sobresalto, cavilando en lo que podría
sucederle, después de aquella regalona
existencia, y si duraría. Poco tardó en adquirir
noticias respecto a este extremo. Palabras
sueltas de la guardiana, conversaciones con las
vecinas, le ilustraron. La señá Carmela solía
gruñir entre dientes:
-Híspete, pavo, que mañana te pelan... Tú veras,
cuando la Navidá llegue...
Y si bien nuestro héroe, con entendimiento y
todo, no podía hablar, ni preguntar qué pasaría
cuando la Navidad llegase, bien se le alcanzaba
que cosa buena no podía ser. No; tenía que ser
muy mala, muy cruel, muy terrible. Esta
convicción se fortaleció cuando, al acercarse la
anunciada época de Navidad, notó el pavo que a
él y a sus compañeros les imponían un régimen
extraordinario, inexplicable. ¿A qué venía, me
quieren ustedes decir, tanto atracarles de bolitas
de pan, y después, tanto introducirles
bárbaramente en el gañote nueces enteras con
su cáscara, duras como guijarros, y progresando
en el número hasta llegar a veinte diarias?
Nuestro protagonista creía sentir que se le rajaba
el buche. «Jamás las digeriré», pensaba,
28
sofocándose. Y al cabo las digería, pero pasaba
el día entero presa de entorpecimiento y
modorra, cual los hombres que sufren dilatación
gástrica...
Una mañana, cuando acababan de administrarle
la vigésima nuez, entró una vecina, la cacharrera
de al lado, y dijo a la señá Carmela:
-¿Tié usté un pavo listo ya? ¿Bien cebadito? Me
ha encargao de buscarlo el cocinero del señor
marqués... Es pa la cena de Navidá. Ha de ser
cosa de satisfacción.
-Aquí hay uno que paece un tocino... Mírelo usté,
y tómelo al peso...
Y cogiendo a nuestro héroe por las patas, a pesar
de una desesperada resistencia, sopló la mujer
sobre el plumaje de los zancos, para hacer ver la
piel estallante de grasa.
-No paece malo -declaró la cacharrera-. Le
pediremos cuatro pesos, y usté me da a mí un
par de pesetillas...
-Y el cocinero le pone seis duros al señor
marqués... y arza -repuso la señá Carmela.
A nuestro pavo se le había cubierto de lividez la
cresta, el moco y las carúnculas; al dejarlo en
tierra la señá Carmela, apenas podía tenerse en
las patas. Había comprendido perfectamente,
puesto, que tenía la facultad de comprender. Iban
a venderle para degollarle y devorar sus restos.
¡Horrible destino!
29
Nada podía hacer para evitarlo. ¿Huir del corral?
¿Esconderse? ¿Y adónde iba? Por todas partes le
acompañaría como una sentencia de muerte su
gordura, su fatal grasa fina, de ave de lujo. El
primero que le atrapase, le retorcería el pescuezo
y le pondría a asar. No había escape. Su suerte
sería la misma de sus compañeros..., sólo que
éstos ignoraban el triste sino, y la víspera de su
degollación comerían con el mismo apetito la
ración de salvado, y tragarían las duras nueces,
sin protesta.
Entonces conoció nuestro pavo por qué le decía
Jesús, con su risa de hoyuelos:
-Pero, ¿tú sabes lo que pides?
Y revistiéndose nuevamente de humildad, logró
entrar en la salita donde se alzaba la urna, y su
muda plegaria se elevó hasta la dulce imagen. El
Niño ya sabía de lo que se trataba. Comprendía
la tragedia interior de la desventurada ave, que, a
diferencia de las demás de su especie, sabía,
sabía de la ceba, del agudo cuchillo, e iba a
saber del impío rellenamiento, del horno
ardiente, del nuevo despedazamiento en una
mesa donde se ríe y se bebe champán,
masticando la pechuga blanca del ave mísera.
Piadoso, Jesús bajó de nuevo la mano, y
murmuró:
-Ve en paz. No temas.
Se fue el pavo, consolado, tranquilo, porque en él
había surgido una fuerza admirable, un resorte
desconocido, ¡la fe! ¡Y la fe es buena hasta para
30
los pavos, y es más fuerte que el cuchillo y que el
horno! El pavo no temía, puesto que el Niño le
ordenaba que no temiese.
Eran, sin embargo, para dar pavor las
circunstancias. Le habían cogido en el corral y
trasladado a las cocinas del marqués. Y allí, su
futuro verdugo, el pinche, se dedicaba a hacerle
absorber tragos de aguardiente, alternando con
él en la tarea. Poco a poco, la embriaguez se
apoderaba de nuestro pavo. Sus pasos eran
vacilantes, su cresta despedía fuego. Un vértigo
le confundía.
En medio de este vértigo, parecíale sufrir una
transformación. Sus miembros perdían la
elasticidad. Poco a poco, en vez de pavo de
carne, se convertía en pavo de cartón iluminado,
muy bien modelado, sostenido en dos patitas de
alambre. Y oía exclamaciones de furor en la
cocina. El jefe reñía colérico al pinche.
-A ver qué has hecho del pavo. So curda. ¡Lo has
tomado y lo dejaste escapar!
Y casi al mismo tiempo, la doncella gritaba:
-¡Habrase visto! ¡Pues no se han traído aquí el
pavito de Belén! ¡Vente, monín, que voy a llevarte
a tu sitio!
Momentos después nuestro pavo, acartonado
completamente, inmóvil, reposaba al pie del Niño
Dios, que, entre sus pañales, bendecía a los
pastores, y aceptaba los dones de los Reyes
Magos. Salvado del suplicio, salvado de que
31
triturasen sus carnes dientes glotones, el pavo
miraba con infinito reconocimiento al Infante
divino. Encontraba que estar allí, a sus
piececillos, bajo el hálito pacífico del buey y de la
mula; ser uno más en el sacro bestiario, era una
suerte mejor que la de antes, una suerte feliz.
¡Aleluya!
32
Los santos Reyes
Mientras atravesaban el desierto, al zanqui-
largueo cachazudo de sus camellos, sólo
acelerado por un sobresalto de miedo cuando el
aire de la noche traía una tufarada del bravío
hedor de los chacales y las hienas, los que
dejaron su reino por seguir a una estrella
singular, más fúlgida que todas, conferenciaban
desahogando las preocupaciones y esperanzas
que sugería la aventura.
-En verdad, sabio Baltasar -murmuraba Melchor
el etíope-, que no sabemos a dónde vamos, ni
quién sea ese Rey, más grande que nosotros,
más grande que cuantos existen, al cual llevamos
tan espléndido tributo de oro de Ofir, mirra de
Arabia e incienso índico.
-No lo barruntamos siquiera -confirmó Gaspar el
guerrero-, cuyas armas lucientes refractaban los
destellos del astro guía.
El monarca de la barba de plata hilada,
semejante a las aguas de un río, no contestó al
pronto. Reflexionaba, como suelen los ancianos
prudentes, antes de opinar. Al cabo, mirando no
sin recelo hacia el horizonte escueto e
interminable, sobre el cual la bóveda del
firmamento era un casquete de metal sombrío,
respondió pausadamente:
33
-Me has llamado sabio, Melchor... Es cierto que
he estudiado la magia y la astronomía, y conozco
virtudes de piedras y plantas, y puedo calcular
distancias y movimientos de los cuerpos
celestes... Pero ya lo dijo un soberano de esta
comarca, el poeta Suleimán: quien añade
ciencia, añade dolor. Ignoro tanto, además, que
con los conocimientos que me faltan se formaría
una legión de verdaderos sabios, y no puedo
deciros quién sea ese prodigioso Rey, al cual
hemos de adorar. Presumo que su dominio
superará al de cuantos rigen imperios y
monarquías, y en eso cifro mi ilusión. Todos mis
estudios no han impedido que mi barba sea
blanca y mi frente calva, que mi sangre se enfríe
y vacilen mis piernas. Mi cuerpo se inclina ya a la
sepultura, que me han preparado con pompa, al
estilo egipcio, en un monumento al borde de un
lago. Si el Rey desconocido me devuelve la
mocedad, a sus plantas estaré siempre, y él será
el sabio por excelencia.
-¡Ah! -exclamó Gaspar, alzando su hermoso rostro
varonil y fino, de semita, cercado de puntiaguda
barba, y alumbrado por dos ojos de gacela,
negros, ovales y magníficos-. ¡Si el rey pudiese
hacer verdad mi sueño! Yo me resigno a la vejez,
con todos sus achaques, y a la muerte, porque lo
escrito, escrito está, y nuestra vida pasa como el
humo. Pero, antes de morir, debemos dejar una
huella, una memoria. Mi brazo es fuerte, y respiro
con gozo los remolinos de polvo de las batallas.
Quiero combatir, ser libre, y los romanos me
imponen tributos y me reducen a la vergonzosa
situación del Tetrarca de Galilea. Soy un vasallo
que ciñe corona. Si no fuésemos cobardes y viles,
34
nos uniríamos, y acabaríamos con Roma. Mi
espada corva ansía cruzarse con la corta espada
de los del Lacio. Si el Rey de Reyes viene a
destruir el poderío de la loba de bronce le besaré
los pies.
Melchor, entretanto, sonreía de un modo triste,
mostrando sus dientes de cuajada nieve, entre
los gruesos labios morados.
-¡Lo que yo le pediría al Rey de los Reyes, bien lo
sé! -murmuró-. Me han traído una cautiva griega y
otra del país de los galos. Son a cual más
hermosas. La griega sabe tañer la cítara, y
cuando contemplo su perfil puro, su recta nariz,
me avergüenzo de mi cara aplastada y mi tez de
carbón. Las rubias trenzas de la hija de Lutecia
me hacen pensar con desesperación en mi testa
lanosa. Amo a mis dos cautivas, y veo en su cara
la repugnancia que les produzco. Quisiera que
me mirasen con placer, que sus brazos se
ciñesen gustosos a mi cuello. La forzada
sumisión no es el amor. Si el Rey dispone de un
poder sobrenatural, si devuelve a Baltasar su
juventud florida, si hace caer de su pedestal a la
Loba, ¿por qué no ha de aclarar mi piel,
hermosear mi rostro? ¿Por qué no?
Movió Baltasar la cabeza: era, como vicio, el más
desconfiado.
-¡Yo creo que sí! -insistió Melchor-. Si no, ¿a qué la
estrella? La estrella nos manda creer. Me
acercaré a Él: le diré «soy tu siervo» y extenderá la
mano, y será bastante.
35
Y al detenerse la estrella sobre el establo, fue, en
efecto, Melchor el primero que se hincó de
hinojos, mientras Baltasar miraba alrededor,
asombrado, y titubeaba. Un establo, una criatura.
El sabio no comprendía. Por fin, imitó la actitud
del negro, y, con su pomo de oro en las manos,
arrastrando por el suelo barroso los amplios
pliegues del manto orlado de armiño, adoró. Los
tres Magos, a un tiempo, pedían lo que
anhelaban, expresándose cada uno en su lengua,
y vieron que del corpezuelo desnudo del Niño
salía algo como una luz suave, tembladora.
Dentro de sus almas, la fe alzaba roja llamarada,
el incendio era delicia. Se estremecían de gozo,
al paso que exponían su ruego, el secreto de su
ideal.
El Niño sonreía, casi enterrado entre la rubia paja
de trigo, y en lo alto, un himno, una melodía
como ruido de aguas de cristal parecía salir de la
estrella, ya inmóvil.
-¡La estrella canta!, exclamó Baltasar.
-¿No oyes lo que dice? -susurró Melchor, el más
creyente-. Yo sí. Dice que en otra vida, larga y
eterna, infinita, seré blanco y más hermoso que
el sol.
-No -objetó Gaspar-. Lo que dice es que Roma
será arrasada, y la invadiremos los caudillos de
las comarcas lejanas, y daremos agua a nuestros
caballos en los estanques de sus villas de recreo;
y que el Niño será por fin el dueño de Roma.
-Otra es la profecía -afirmó Baltasar-. Asegura
36
que, muriendo este cuerpo gastado, vestirá mi
alma otro, ágil, vigoroso, fresco como la aurora. Y
que ese cuerpo será inmortal.
Y todos, a su voz, gritaron:
-¡Gloria al Niño!
Al levantar las frentes que se habían postrado
tocando la tierra, los tres reyes eran Santos.
37
La Navidad de «Peludo»
Catorce años de no interrumpida laboriosidad
podía apuntar el Peludo en su hoja de servicios;
catorce años en que no hubo día sin ración de
palos y sin hambre. ¡El hambre especialmente!
¡Qué martirio!
Sacar fuerzas de flaqueza para el cochinero trote,
obligado por los pinchazos del recio aguijón;
aguantar picadas de tábanos y de moscas
borriqueras, enconadas, feroces con el sol y el
polvo, en las llagas de la reciente matadura;
sufrir talonazos y ver cortar la vara de avellano o
de taray que, silbadora y flexible, se ha de ceñir a
su piel, averdugándola; probar la dentellada de la
espuela y el sofrenazo violento del bocado; recibir
puñadas en el suave hocico y en los ojos, en los
dulces y grandes ojos cuya mirada siempre
expresa mansedumbre; doblegarse bajo la
excesiva carga; arrastrarse molido y pugnar por
no caer al suelo antes de que se termine una
caminata tres veces más fatigosa de lo que cabe
dentro de los límites del vigor asnal; todo esto,
con ser tanto, le parecía miseriuca al Peludo, en
cortejo de pasar rozando una pradera verde
como la esperanza, mullida y aterciopelada como
tapiz de seda, y no poder hartar la panza vacía,
redondear los ijares metidos y chupados y la tripa
hueca como tubería de órgano. Era tal la
impresión que causaba al Peludo la vista de la
hierba apetitosa, rociada, velluda, de los dorados
38
pajares y de las mieses en sazón; tal la rabia que
sentía al oír el murmurio de la fuente cuando
secaba sus fauces el anhelo del trabajo y la
polvareda pegajosa del camino real; tal la
violencia de su furioso apetito y el ímpetu de su
colosal gazuza, que más de una vez, él, el manso,
el resignado, el trabajador, el obediente, «pensó»
hacer una muy gorda y sonada: soltar un rebuzno
de guerra y arremeter a coces y a muerdos contra
su despiadado jinete, su espolique, su amo, su
tirano... ¡Qué deleite arrojar al suelo el lastre de
sacos de harina, que pesan cual plomo,
patearlos, reventarlos; que la harina se
esparciese por la carretera; meter en ella el
hocico, aventarla, hacerla volar en blanquísimas
nubes! Y si era mucha el ansia de comer, no
menor la de revolcarse. ¡Revolcarse! ¡Cuánto
tiempo, desde su tierna infancia, su época de
buchecillo retozón y candoroso, que no se
revolcaba, con las cuatro patas batiendo el aire y
la gris barriga al sol, el Peludo!
Cruzaban estas ráfagas de emancipación por la
deprimida mollera del esclavo, pero no adquirían
consistencia; eran aleteos pasajeros que abatía
al punto la convicción de su eterna servidumbre y
de que la había dispuesto la suerte, el fatum que
preside a la existencia del jumento. Sí, lo peor del
caso es que al Peludo la desgracia le había
hecho fatalista; no esperaba nada de la
Providencia, ni se atrevía a creer que pudiese
lucir para él jamás un instante de relativa dicha.
Hiciese lo que hiciese lo mismo tenía que ser...
Hambre y palos, palos y hambre... Arriba con la
carga; avante por la senda, y nada de protestas ni
de quiméricos ensueños...
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Razón llevaba el paciente Peludo en desconfiar
de la suerte y en prometerse mayores
desventuras; su amo, en vez de mostrarle algún
apego, una pizca de consideración, a medida que
el Peludo perdía fuerzas, agilidad y bríos, iba
tratándole con mayor dureza y encomendándole
las tareas más rudas y bajas, los transportes más
reventadores y las jornadas a palo seco, en todo
el rigor de la frase. Por eso, la glacial y lluviosa
noche del 24 de diciembre encontró al cuitado
Peludo sufriendo la intemperie con cachaza
estoica, atado a una argolla de hierro, a la puerta
de la más conocida taberna del Pellejón, una de
las varias que salpicaban las orillas de la
carretera de Marineda a Brigos. Otras veces no
faltaba para el Peludo en aquel templo báquico el
abrigo de una cuadra o de un estercolero, o
siquiera de un cobertizo cerquita del pajar; pero
ésta era noche de bulla y parranda, de regodeo y
jarros colmados de vino y aguardiente, y cuando
el Peludo, al trotecillo desmayado de sus
provectas patas, se acercó a la taberna, no
quedaba sitio ni techo para él. De dos
puntillones, el amo le pegó a la pared, le amarró
a la anilla, y allí se quedó el jumento, sin más
techo que un emparrado desnudo de follaje,
cuyas ramas goteaban hilos de agua llovediza,
formando una charca bajo los cascos.
Veía el Peludo, al través de los vidrios de la
ventana, la sala de la taberna iluminada, alegre,
llena de hombres que jugaban a los naipes,
disputaban, despachaban guisotes de bacalao y
apuraban vasos de caña y tinto. Mientras los
racionales celebraban así la Navidad, el asno,
transido y empapado hasta los huesos, rendido
40
de cansancio y desfallecido de necesidad, no
tenía ánimos ni para exhalar un suplicante y
doloroso rebuzno pidiendo sustento y calor. Una
nube veló sus pupilas; sus corvas se doblaron.
Iba a caer sobre el fango líquido, cuando advirtió
una claridad suave, muy diferente de la que
derramaban las pestíferas candilejas de la
taberna, y divisó a su lado, con profunda
sorpresa a otro borrico: un asno plateado, de
luciente pelo, vivaracho, cordial. ¡Qué compañía
tan grata! «¡Hi-ho!», flauteó dulcemente el caduco
y asendereado jumento. Púsose el recién venido
a roer con los dientes la cuerda que al Peludo
sujetaba, y presto lo dejó libre. Echó a andar el
argentado borriquillo, y detrás de él, sin meterse
en más averiguaciones, el Peludo, ya regocijado y
fuerte. A medida que adelantaban, la noche se
hacía transparente, estrellada, tibia; el camino,
fácil, seco, llano, lindo. A derecha e izquierda,
prados de un tono de felpa verdegay, esmaltados
de violetas y ranúnculos, convidaban al Peludo a
saciar su apetito; arroyos cristalinos le brindaban
con qué apagar su sed. Y el Peludo, entrando a
saco, descuidado, libre, se entregó a la hierba
jugosa; desde lejos podía oirse el ruido de molino
que al mascar producía su vieja dentadura. Bebió
a su talante en los manantiales; atracóse de
trébol y hierba mollar, y al paso que devoraba,
redondeábase su panza como globo que se infla,
hasta que de súbito estallaron las cinchas que
sujetaban la albarda, y quedóse en pelota, feliz
como un rey. ¡Ahora sí que no se sentía fatalista
el Peludo! Tan dichosa aventura lo convertía en el
mayor providencialista del universo. En
lontananza empezaba a despuntar la mañanica
dorada y risueña; las violetas del prado olían a
41
gloria; todo incitaba a un revuelco deleitable, y,
izas!, el Peludo se dejó caer y se puso a nadar en
aquel golfo de verdura, impregnándose de olores
floreales, recogiendo en su pelambrera hojas de
manzanilla. El asno se sentía victorioso, envuelto
en luces de gloria. Y allá en los aires, lejos, alto,
voces misteriosas repetían la profética cláusula:
«Nos ha nacido un niño, y se llama Emmanuel...»
El asno de plata, salvador del Peludo, le miraba
entre compasivo y amigable, y le rebuznaba
bondadosamente: «¡Hi-ho! ¿No me conoces? Soy
el que calentó con su aliento a Jesús en el
establo..., y el que llevó a Egipto a María la
Nazarena...»
A la puerta de la taberna, el amo del Peludo, al
salir de madrugada con los humos de la
embriaguez muy densos aún, vio a su montura
tendida en la charca, los ojos vidriosos, las patas
rígidas.
-Rompióse la cuerda -observó el tabernero-. No le
dé patadas -agregó-, que de poco sirve; tiene la
oreja fría; está difunto.
Pero el amo, con la terquedad característica de
los beodos, seguía descargando puntapiés al
animal, jurando, blasfemando y maldiciendo. Al
fin, convencido de lo inútil de sus esfuerzos, soltó
una opaca risotada.
-Para lo que servía... -gruñó-. Ya ni podía
conmigo...
42
Jesusa
El matrimonio vio, al fin, cumplidos sus deseos: la
niña vino al mundo un 24 de diciembre,
circunstancia que pareció señal del favor divino;
pusiéronle en la pila el dulce nombre de Jesusa, y
la rodearon de cuanto mimo pueden ofrecer a su
único retoño dos esposos ya maduros, muy ricos,
y que sólo pedían a la suerte una criatura a quien
transmitir fortuna y nombre. La cuna fue mullida
con pétalos de rosa, y hasta el ambiente se hizo
tibio y perfumado para acariciar el tierno rostro
de la recién nacida...
Todos hemos narrado alguna vez la triste historia
de la niña pobre y desamparada que, harapienta
y arrecida, con el vértigo del hambre y la angustia
del abandono, vaga por las calles implorando
caridad, hasta que cae rendida y la nieve la
envuelve en blanco sudario. El grito de la miseria,
el clamor del vientre vacío, es penetrante y
humano..., pero también sufre el rico, y sus
dolores, inaccesibles al fácil consuelo que se
reparte con un puñado de monedas, no hallan
alivio sino en la misericordia de Dios... El que
compare a la chiquilla sin pan ni hogar con la
chiquilla envuelta en algodones y harta de goces
y juguetes, a la que jamás recibió un beso con la
que agasaja en su seno de una madre idólatra,
se indignará contra la injusticia social y apelará
de ella a la justicia infalible.
43
Cruzad la calle, deslizad un socorro en la mano
escuálida de la mendiga y penetrad después en
la morada de la familia de Jesusa. El contraste, al
pronto, os parecerá hasta sacrílego. Cualquier
chirimbolo de los que decoran el gabinete,
cualquier fruslería de rubia concha y cincelada
plata, de las mil esparcidas sobre las mesillas del
tocador, vale más de lo que costaría dar un año
entero pan, luz y abrigo a la infeliz que tirita allá
fuera, en el ángulo de la manzana, en pie contra
una cancilla menos dura que algunos corazones.
Pasad el umbral de la alcoba tapizada de seda;
acercaos a la camita virginal, esmaltada de
blanco y oro, y contemplad la cabeza que
descansa sobre la batista... Ved ese rostro
transparente como alabastro, esos ojos de
violeta, tan infinitamente melancólicos. Si
pudieseis alzar la sábana sin ofender el pudor de
la niña, que ha cumplido sus once años ya, se
ofrecería a vuestra vista algo sin nombre ni
forma, uno de esos cuadros que sobrecogen, una
especie de insecto mísero: piernas como hilos
retorcidos, manos que se asemejan contraídas
por la acción del fuego, doble gibosidad en el
pecho y la espalda, flacura de carnes secas y
consumidas por el padecimiento. ¡Y si la
enfermedad se contentase con haberla
desfigurado! Pero son tan incesantes sus
torturas, tan variadas, tan horribles, que hay
horas negras en que el padre susurra al oído de
la madre, en voz opaca:
-¡No sería mejor despedir a tanto médico...,
suprimir tanto remedio..., no agobiarla..., dejarla
que...!
44
Y la madre responde con acento en que tiemblan
irrestañables lágrimas:
-No, no... Mientras hay vida...
En el martirizado cuerpo, la inteligencia vela,
despierta desde muy temprano. A los seis años,
Jesusa decía de esas frases que cortan el alma.
Las tempranas intuiciones, las precocidades, si
en el niño sano regocijan, en el enfermo afligen
con aflicción honda, como es hondo el abismo
del humano dolor.
-Mamá, ¿soy yo mala? -gemía la inocente.
-No, eres muy buena, muy buena.
-Entonces, ¿por qué me castiga Dios?
-No es castigo... -sollozaba la madre-. Es que
después, cuando te mejores, has de disfrutar
mucho... y es que ahora, si es verdad que estás
malita, también tienes más cosas bonitas que las
otras niñas, más muñecas, más juguetes, más
flores, unas cajas preciosas...
Callaba la enferma un minuto, cerrando sus
pupilas de marchita violeta, y las abría luego para
exclamar:
-Pues dales todo eso a los niños que no tienen...
y ellos que me den no estar enferma un día...
¡Mamá, siquiera un día!
Al correr del tiempo, al multiplicarse los
fenómenos del extraño padecimiento nervioso de
45
Jesusa, arraigábase en su mente la idea de la
sustitución, y la creía posible, o segura, mejor
dicho. ¿Por qué no la complacían sus padres?
¿Había cosa más sencilla y natural? Que
repartiesen a los golfos y a los mendigos sus
joyas y sus muñecos caros; que les enviasen a
cestos las golosinas; que les entregasen las
sábanas de encaje y el edredón de plumón de
cisne..., que ellos a su vez, la socorriesen con
unas migajas de salud, de la riente salud que
alegra el mundo, que calienta la sangre, que
resplandece como el sol y hermosea el vivir.
¡Levantarse de aquella cama, andar, salir a la
calle, respirar el aire libre, sin dolores, lista, ágil,
contenta!
A fuerza de hablar de la sustitución, Jesusa
acabó por contagiar a su padre. Los desgraciados
tienen siempre los brazos abiertos para abrazar a
la quimera. La esperanza es ingeniosa y
supersticiosa.
-Verás, nena mía... Voy a darte gusto, voy a
socorrer a los niñitos pobres... Así que les haga
mucho bien, tú sanarás...
Y empezó su carrera de filántropo, descubriendo
cada día, en la inagotable mina de la miseria,
nuevas vetas que explotar, y soñando, a cada
hallazgo, que allí podría estar la curación de su
enferma. Subió a muchas buhardillas, llevando la
bolsa llena y el médico prevenido; recogió y trajo
en brazos a las altas horas de la noche, al golfo
que dormía aterido y desfallecido de hambre
sobre un banco o al través de una puerta y se
gozó en el golpe mágico del despertar de la
46
criatura ante una suculenta cena y con la
perspectiva de un mullido lecho; redimió de la
abyección a niñas que aún no tenían conciencia
del pecado, y las llevó a establecimientos
benéficos, donde las inculcasen el trabajo y la
honestidad; pagó nodrizas a desvalidos
huérfanos; desató un río de aceite de hígado de
bacalao para los chiquitines escrofulosos, y en
verano envió a las orillas del mar a hijos de
obreros devorados por la anemia... Mas Jesusa,
enterada de tan santas acciones, no cesaba de
mover la cabeza macilenta, de cerrar
dolorosamente las lánguidas violetas de sus ojos.
No era bastante; no se contentaba Dios todavía
con eso.
Mayor sacrificio pedía sin duda... Prueba de lo
estéril del esfuerzo, era que Jesusa empeoraba,
que redoblaban sus sufrimientos, que la fiebre la
consumía, que su piel se pegaba a los huesos
abrasada por el mal, y que en los accesos, a cada
paso más frecuentes, sentía, o como un ascua en
sus entrañas, o como un enorme témpano de
hielo en su corazón, próximo a cesar de latir. ¿Iba
a durar eternamente aquella infernal tortura?
¿No se apiadaría Dios? ¿No la sanaría de repente
del todo, dejándola alzarse, fuerte y gozosa, en el
ímpetu de la juventud, a disfrutar de la
existencia, a reír, a correr, a saltar como los
pájaros felices?
Llegó la Nochebuena, el cumpleaños de Jesusa.
En tal día, sus padres la abrumaban a regalos,
inventaban caprichos para darse el gusto de
satisfacerlos. Se armaba el «belén», renovado
siempre, siempre más lujoso, de más finas
47
figuras, de más complicada topografía; pero
aquel año, suponiendo que la enferma estaba
cansada ya de tanto pastorcito, y tanta oveja, y
tanto camello, discurrió la madre colocar un
precioso Niño Jesús, de tamaño natural, joya de
escultura, en un pesebre sobre un haz de paja.
La sencilla imagen atrajo a la abatida enferma.
Parecía una criatura humana, allí echada,
desnudita. Y al mirarla, al pensar que tendría
mucho frío, Jesusa creyó adivinar por qué no la
sanaba a ella Dios... No bastaba dar a otros niños
limosna y socorro: era preciso «ser como ellos»,
aceptar su estado, abrazarse a la humildad, a la
necesidad, imitando al Jesús que reposaba entre
paja, sobre unas tablas toscas... Afanosamente,
la niña llamó a su madre y suplicó, trémula de
ilusión y de deseo:
-Mamá, por Dios... Haz lo que te pido y verás si
sano... Ponme como están los niñitos pobres...
Echa paja en el suelo, acuéstame ahí... No me
tapes con nada, déjame tiritar...
Resistíase la madre, temblando de miedo a la
idea de su hija con frío y sobre unas tablas; pero,
a pesar suyo, el loco ensueño también se
apoderaba de su espíritu. ¿Quién sabe? ¿Quién
sabe?... Las alas de la quimera batían
misteriosamente el aire en derredor... Alejó a los
criados, miró si nadie venía..., y cargando el leve
peso de la enferma, la tendió sobre la paja
esparcida, en el mismo pesebre donde sonreía y
bendecía el Niño; Jesusa abrió los ojos, miró
ansiosamente a la imagen, y después los cerró
con lentitud. Su carita demacrada, crispada,
expresó de pronto mayor serenidad: una especie
48
de beatitud bañó las facciones, iluminó su frente;
un ligero suspiro salió de la cárdena boca... La
madre, aterrada, se inclinó, la llamó por su
nombre, la palpó... No respondía; el sueño se
realizaba; los dolores de Jesusa habían cesado;
no volvería a sufrir.
49
Nochebuena del jugador
El vicio del juego me dominaba. Cuando digo el
vicio del juego debo advertir que yo no lo creía tal
vicio, ni menos entendía que la ley pudiese
reprimirlo sin atentar al indiscutible derecho que
tiene el hombre de perder su hacienda lo mismo
que de ganarla. «De la propiedad es lícito usar y
abusar», repetía yo desdeñosamente burlándome
de los consejos de algún amigo timorato.
No obstante mi desprecio hacia el sentimiento
general, procuraba por todos los medios que en
mi casa se ignorase mi inclinación violenta.
Habíame casado, loco de amor, con una preciosa
señorita llamada Ventura; estrechaba más
nuestra unión la dulce prenda de un niño que
aún no sabía, si yo le llamaba, venir solo a mis
brazos; y por evitar a mi esposa miedo y angustia,
escondía como un crimen mis aficiones,
sorteando las horas para satisfacerlas.
Precauciones idénticas a las que adoptaría si
diese a mi mujer una rival, adoptaba para
concurrir al Casino y otros centros donde se
arriesga, al volver de un naipe, puñados de oro; e
inventando toda clase de pretextos -negocios
bursátiles, conferencias con amigos políticos,
enfermos que velar, invitaciones que admitir-
cohonestaba mis ausencias y explicaba de algún
modo mi agitación, mi palidez, mis insomnios,
mis alegrías súbitas, mis abatimientos, la
alteración de mi sistema nervioso, quebrantado
50
por la más fuerte y honda tal vez de las
emociones humanas.
Hacía tiempo que no poseía sino lo que el juego
me granjeaba. Dueño de un mediano caudal,
había ido enajenando mis fincas para cubrir
pérdidas. Vino después una larga temporada de
prosperidad, pero invertí las ganancias en valores
fáciles de negociar, que ya mermaban recientes
descalabros. Nada de esto notaba mi Ventura,
porque a semejanza de casi todas las mujeres,
recibía de manos de su esposo el dinero sin
preguntar su origen. Segura de mi cariño, pasiva
y feliz en su hogar, ni se le ocurría ni quizá
deseaba conocer el estado de nuestros intereses.
En las ocasiones felices, yo le traía ricas alhajas y
le compraba lindos trajes; en los momentos de
estrechez, una indicación mía bastaba para que
ella redujese el gasto y aplazase los pagos, con
instintiva complicidad. Pero si mi esposa no me
causaba inquietud y el desorientarla me parecía
facilísimo, otra persona de la familia me
inspiraba indefinible recelo.
Era esta persona el hermano mayor de Ventura,
mi cuñado Bernardo, hombre de entendimiento
vivo y sagaz, de fogosa condición, a quien penas
ignoradas, quizá dolorosos desengaños,
impulsaron a abrazar el estado eclesiástico.
Bernardo ejercía su ministerio con un celo
abrasador, con sed de sacrificio que le consumía,
demacrando su cuerpo y encendiendo en sus
azules ojos perpetua llama. Los tales ojos, al
fijase en mí, mostraban vislumbres de
desconfianza y severidad. Indudablemente, el
santo altruista, consagrado a hacer el bien,
51
olfateaba en mí la egoísta y desenfrenada pasión
que teñía de un círculo de oscuro livor mis
párpados y hacía temblar febrilmente mi mano
cuando estrechaba la suya. Una desazón, un
desasosiego parecido al del que con ropa sucia
arrostra la luz del sol en un paseo concurrido, me
asaltaban al encontrarme frente a frente con
Bernardo. Éste, que vivía fuera de Madrid,
absorbido siempre por empresas de
beneficencia, fundaciones de Asilos y
Asociaciones caritativas, sólo venía a vernos dos
veces al año; en Pascua de Resurrección y en
Navidades.
Acercábase precisamente esta solemne época
del año, cuando la suerte, que ya se me había
torcido, comenzó a mostrarse airada contra mí.
Soplaba la racha negra, y soplaba tan inclemente
y dura, que me arrebataba mis esperanzas todas.
Fallaban mis más laboriosas martingalas; se
malograban mis golpes de habilidad, mis
corazonadas se desmentían y naipe que yo
tocase era naipe funesto. Encarnizado en el
desquite, me precipitaba con cierta cólera,
obstinándome en despeñarme, agotando mis
recursos, desafiando al porvenir. La intuición de
que se me venía encima la catástrofe redoblaba
mi desesperada energía. Debiendo ya sobre mi
palabra crecida suma, busqué un prestamista -el
más usurero, el más infame- y sin vacilar como
quien cierra los ojos y se arroja a una sima, me
abandoné a sus uñas, firmando cuanto quiso,
comprometiendo mi honor a cambio de la
inmediata posesión de la cantidad que
necesitaba para saldar mi deuda en el Casino y
tentar el golpe supremo. Estaba determinado a
52
que no luciese para mí el día de confesarle a
Ventura que nos aguardaba la miseria y la
afrenta además. Cierto que a veces se me ocurría
decirle: «Figúrate que yo era un negociante; he
quebrado; es preciso resignarse y trabajar.» Pero
inmediatamente comprendía la imposibilidad, el
absurdo de calificar de «quiebra» los resultados
de mi desorden. Si caía a los pies de mi mujer
revelando la verdad, tendría que implorar perdón,
como cumple al que faltó a sus deberes. Antes
morir, y morir me parecía la solución única del
pavoroso conflicto. En aquellos instantes veía tan
claro como la luz que la muerte era precisa y
natural consecuencia de mi modo de entender la
vida, y el derecho de jugar, hermano del de
suicidarse: ambos se reducían a uno solo... «Usar
y abusar...» Y morir sin miedo.
Con estos pensamientos volví a mi casa la tarde
del día 24 de diciembre, llevando en el bolsillo la
cantidad obtenida del usurero. No bien entré en
la antesala, sentía que me abrazaban a un
tiempo por el cuello y por las piernas. El primer
abrazo era el de la mujer amante, que unía su
rostro al mío con arrebato mimoso; el segundo...
¿Quién puede abrazar por más abajo de la rodilla
sino el nene, el muñeco que se ensaya en romper
a andar y aún necesita agarrarse a algo para no
caer de bruces?
Sentí que el corazón se me hendía; sentí que me
acudían lágrimas a los ojos; y apartándome
bruscamente por disimulo, exclamé:
-¿Qué pasa? ¿A qué viene esto?
53
-Ha llegado Bernardo -respondió Ventura
sorprendida de mi sequedad.
-Tío Nado -repitió mi pequeño, que acompañó
esta gracia con una risa estrepitosa.
-Pues toma -dije entregando a mi mujer un
puñado de billetes-: prepara una cena; pero una
cena de verdad, como me gustan..., y ahora
déjame, hijita, déjame un poco; quiero reposar,
me duele la cabeza, y de aquí a la noche espero
mejorarme para charlar con Bernardo.
Ventura obedeció, y yo me encerré a escribir una
especie de testamento y despedida. Mis dientes
castañeteaban; concluí la tarea, registré mis
pistolas, las cargué, me eché sobre el sofá y
fumé nerviosamente, cigarro tras cigarro, hasta
que Ventura, solícita, vino a avisarme para cenar.
Era temprano, porque el niño no podía faltar a la
mesa en noche semejante y su madre evitaba
tenerle despierto hasta las mil. Nos dirigimos al
comedor, iluminado por bujías rosa, alegrado por
la blancura de los manteles y el destellar del
cristal y de la plata.
La sopa de almendra humeaba suavemente y
trascendía a gloria; las frutas raras se apiñaban
en el centro de mesa, reflejado por una luna de
espejo circundada de rosas tardías; en las copas
reía ya el Sauterne amarillo, y mi mujer,
engalanada, compuesta, sonriente, con el rizado
pelo algo fosco y las mejillas rubicundas, se
acercó a mí y murmuró acariciándome con la voz:
-¿No saludas al forastero? Ahí le tienes.
54
Abracé a Bernardo, y empezó la cena, animada al
principio por las genialidades del nene y las
coqueterías de Ventura, empeñada en que
alabase su tocado y tan resuelta a conquistarme,
que hasta apoyó sobre mi pie el suyo chiquitín.
Sin embargo, languideció la conversación bien
pronto; no era difícil notar que Bernardo y yo
estábamos pensativos. A las preguntas inquietas
de mi esposa, respondía alegando cansancio y
jaqueca; pero Bernardo, el de las chispeantes
pupilas azules, declaró categóricamente:
-Tu marido tendrá lo que guste, y no querrá
enterarnos de por qué parece un reo a quien le
acaban de leer la sentencia ahora mismo; pero lo
que es yo... estoy así... porque me da vergüenza
cenar tan bien, con salmón, y ostras, y
langostinos, y vinos añejos, y no poder ofrecer a
algunas familias pobres, ya que no estos festines
de Lúculo, al menos el pan del año, el fuego del
hogar y ropa con que abrigarse las carnes. El
apóstol enseñaba que los cristianos no deben
encerrarse para comer manjares suculentos.
Nosotros nos saciamos de cosas ricas, y vamos a
brindar con un champaña... que ya lo conozco de
otras veces... ¡Clicquot!, mientras los pobres... No
puedo evitar esto, ni vosotros podéis; pero allá
dentro hay un rincón de mi alma que llora. ¡Cómo
ha de ser! ¡No acierto a remediarlo!
Decir esto el sacerdote y cruzar por mi
imaginación el chispazo de una idea, fue todo
uno; ni dio tiempo a la reflexión ni a que yo
calculase el efecto que en Bernardo iban a
producir mis palabras. Me levanté, llené una
copa del champaña, que frío como nieve ya lucía
55
en la jarra de cristal tallado, y la tendí a Bernardo,
exclamando de un modo significativo:
-¡Pues brinda... o reza! Para que se logre un plan
que tengo yo... Si se logra, asegurarás el pan a
algunas familias.
Bernardo echó mano a su copa, y antes de
alzarla, fijó en mí las fascinadoras pupilas. A mi
parecer, me registraba el cerebro, me veía la
conciencia y me leía como se lee un abierto libro.
De pronto, con súbita decisión tendió la copa, la
acercó a la mía, las chocó, y pronunció
majestuosamente:
-Brindo ahora... Rezaré después. Deseo que se
logre tu plan... pero una vez sola, ¿entiendes?
Una sola.
Consideré sellado el pacto. En mi superstición de
jugador lo había ensayado todo, gitanas y
médiums, amuletos y pueriles conjuros... todo,
excepto el interesar a Dios por el cebo de la
caridad, partiendo mis ganancias con el Árbitro
supremo, cuya previsión sirve al ciego azar de
invisible lazarillo. ¡Poner al Cielo de mi parte! Sí,
porque el Cielo tampoco podía «querer» que yo
ejecutase la resolución postrera y definitiva, la
única que cortaba el nudo infernal de mi
destino...
Así que terminó la cena, me levanté, alegué una
excusa, dejé a Ventura malhumorada y a
Bernardo meditabundo, y salí desalado, a jugar,
no ya el dinero, sino la honra y la existencia, la
56
existencia que en aquel momento me parecía tan
seductora, tan digna de ser vivida, entre los
halagos de una mujer enamorada y la luminosa
sonrisa de un querubín que me pedía protección
y ayuda para andar, cogiéndose a mis piernas...
Por las calles se oía tumulto de gentío, repique
alegre de panderetas, rasgueos de guitarra; en
las casas, la luz se filtraba delatando la reunión
de los que se quieren en íntima fiesta; y yo
pensaba, mientras el coche que había tomado a
mi puerta iba rodando hacia el Casino: «Si marro,
ésta es mi Nochebuena última.»
¿Sabéis lo que se llama una suerte desatinada,
increíble, loca? Pues así la tuve yo desde el
primer instante. Sobraban horas para jugar, y
estaban allí los puntos fuertes, los de repleta
cartera y crédito firme. Sin tregua los arrollé; no
recuerdo vena igual: parecía cual si viese al
trasluz las cartas que iban a salir, o un poder
invisible me dictase la puesta. Como si Dios se
esmerase en cumplir el pacto, mi vena aumentó
desde que sonó la medianoche.
Al regresar a mi domicilio, entré en el cuarto de
Bernardo. El cura estaba despierto; me esperaba
sin duda
-Acuéstate -le dije- y duerme bien, que mañana
tendrás con qué dar a esas familias pobres el
pan del año.
Vi en el expresivo rostro del sacerdote indicios de
perplejidad y zozobra. Comprendía perfec-
tamente el origen del dinero que yo venía a
57
ofrecerle en cumplimiento del trato y su
conciencia batallaba con su pasión de hacer
bien, de consolar penas, de enjugar lágrimas.
Débil, por fin, vencido del deseo, sacudido por
una trepidación interior que le enronqueció la
voz, siempre sonora, me cogió las manos entre
las suyas y murmuró:
-Acepto... Venga... Sólo que ¡acuérdate!... La
condición...
-Hoy ha sido la última vez: palabra de honor
-respondí adelantándome a su ruego.
No sé si me creeréis, pero no he jugado más
desde aquella Nochebuena. Al principio se me
crispaban los dedos y la cabeza se me
desvanecía con el ansia de volver a probar las
amargas delicias del juego; después, poco a
poco, vino la calma: el olvido ¡nunca! Negocié,
labré una fortuna, y aprendí que puedo usar de
ella, pero no abusar. Sé que soy depositario. El
dueño está arriba.
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De Navidad
Este cuento pasa en el siglo XVI en una de esas
ciudades de Italia que gobernaba un tirano.
Llamémosla a la ciudad, si queréis, Montenero, y
a su tirano, Orso Amadei.
Orso era un hombre de su época, feroz,
desalmado, disimulado en el rencor, implacable
en la venganza. Valiente en el combate,
magnífico en sus larguezas y exquisito en sus
aficiones artísticas, como los Médicis, festejaba
en su palacio a pintores y poetas y recibía en su
cámara privada a los sospechosos alquimistas de
entonces, que si no consiguieron fabricar oro, no
ignoraban la fórmula de destilar activos venenos.
Cuando a Orso le estorbaba un señor, le atraía,
jurábale amistad, comulgaba con él -¡horrible
sacrilegio!- de la misma hostia, le sentaba a su
mesa..., y en mitad del banquete el convidado se
levantaba con los ojos extraviados y espumeante
la boca, volvía a caer retorciéndose..., mientras el
anfitrión, con hipócrita solicitud, le palpaba para
asegurarse de que el hielo de la muerte corría ya
por sus venas.
Con los villanos no gastaba Orso tantas
ceremonias: los derrengaba a palos, o los dejaba
consumirse de hambre en un calabozo.
Orso era viudo dos veces: a su primera mujer la
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había despachado de una puñalada, por celos; a
la segunda, la única que amó, se la mató en
venganza Landolfo dei Fiori, hermano de la
primera. Ésta no había dejado hijos: la segunda,
sí: una hembra y dos varones. Perecieron los
varones en un oscuro lance militar, una
emboscada que tal vez preparó el mismo
Landolfo, y quedó la niña Lucía para continuar la
maldita familia de Amadei.
Discurría ya su padre el príncipe con quién
desposarla, cuando Lucía declaró que deseaba
tomar el velo. Orso se desesperó, porque a su
manera, adoraba a aquel último retoño de su
raza; mas no hubo remedio; la voluntad de Lucía
se impuso, y la niña entró en un monasterio de la
Orden de Santo Domingo, en que había florecido
Catalina, llamada Eufrosina, a quien el mundo
venera hoy con el nombre de Santa Catalina de
Siena.
La tierna juventud, la cándida belleza y la ilustre
cuna de la hija del tirano aumentaron el asombro
de su penitencia. En un siglo ya pagano renovó
las duras penitencias de edades más fervorosas.
Su alimento era un puñado de hierbas cocidas;
su cama, dos quilmas sin paja; su ropa interior,
un burdo tejido de Cilicia que llagaba la delicada
piel; y cuando se levantaba para orar, en las
noches de enero, después de tomar una hora de
descanso sobre las losas húmedas, que
quebrantaban sus huesos todos, apenas podía
sostenerse de debilidad y las palabras del rezo se
confundían en su boca.
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Porque Lucía, hija al fin de los Amadei, no había
nacido para la mortificación y el dolor, sino para
agotar las alegrías de la vida, para recrearse en
el grato sonido del bandolín, en el armonioso
ritmo de las estancias de los poetas, en la magia
del color, en la dulce y misteriosa calma de los
jardines, donde sonreía la eterna hermosura de
las estatuas griegas y sólo el peso de ajenas
culpas y el anhelo de la expiación la habían
arrojado palpitante de angustia y de terror al pie
de los altares, donde a cada minuto recordaba
involuntariamente el mundo y sus goces.
Como Catalina de Siena, más de una vez se vio
asaltada por tentaciones impuras y por imágenes
engañadoras y burlonas; pero abrazada a la cruz,
resistió heroicamente; lloró, se hirió las carnes y,
al fin, conoció la victoria en la paz que descendía
a su espíritu. Arrobos y dulzuras inexplicables
sucedieron a los desfallecimientos, y Lucía se
sintió consolada.
Llegó Navidad, aniversario de su profesión. Vino
la Nochebuena acompañada de mucha nieve;
pero cuanto más espeso era el sudario que
cubría el huerto del convento, más calor notaba
Lucía en su celda solitaria; una ilusión singular le
mostraba, al través de los emplomados vidrios,
que en lugar de copos de nieve llovían sobre las
ramas de los árboles y sobre la dura tierra
millares de azucenas nítidas, finas como plumas
arrancadas del ala de los ángeles.
Sembrado de azucenas estaba todo, y la
blancura del jardín despedía una claridad que
alumbraba la celda con rayos de luna, más vivos
61
y lucientes que la misma plata. De pronto,
envuelto en olas de luz apacible, Lucía vio a un
precioso Niño: una criatura que sonreía, que
tendía los bracitos, y a quien la monja recibió
enajenada en ellos.
-Esta noche -dijo el Niño amorosamente- he
querido favorecerte, Lucía, y en vez de nacer en
el pesebre, naceré en la celda donde tantas
veces me has invocado.
Lucía permaneció algunos instantes fuera de sí:
el favor era extraordinario y, en su humildad, no
se creía digna de él. Apenas pudo recobrarse,
juntó las manos y se postró implorando al Niño.
-Si quieres que sea dichosa tu sierva, Niño, mi
Niño del alma..., concédeme lo que voy a pedirte.
¡Ah!, es cosa grande y difícil; pero si Tú no puedes
realizar imposibles, ¿quién los realizará?
Acuérdate de lo que he luchado, acuérdate de
mis sufrimientos..., y en vez de nacer aquí,
dígnate nacer en otro lugar oscuro, horrible,
desolado...: el corazón de mi padre, Orso Amadei.
Halagando el Niño con sus manecitas el rostro de
la penitente, la miró lleno de tristeza.
-¿Sabes lo que pides, Lucía? ¿Sabes que ese
corazón donde pretendes que yo nazca es más
duro que la piedra, más sangriento que el
cadalso, más fétido que el sepulcro? ¿Sabes que
para entrar allí tendré que apartar con mi cuerpo
desnudo los espinos y los abrojos y las
ponzoñosas hierbas, y sentir cómo se enroscan
en mi cuello las víboras y cómo trepan por mis
62
piernas los fríos reptiles? ¡Yo he sabido morir del
modo más afrentoso; pero al tratarse de nacer,
busqué dulzura y amor; nací entre sencillos
pastores, no entre lobos carniceros! En fin, Lucía,
ya que has combatido por mí, no he de negarte lo
que deseas... ¡Esta noche, mi establo de Belén
será el corazón de fiera de tu padre!
Al oír la promesa del Niño, Lucía experimentó tan
súbito gozo, que no lo pudo resistir. Cayó inerte
sobre las losas. La luz, la visión, el perfume de
las azucenas, todo desapareció, y al través de los
emplomados vidrios sólo se vio el huerto
amortajado de nieve.
A aquella misma hora, Orso Amadei celebraba un
festín en su palacio; mejor que festín hay que
decir orgía. No era una cena donde los dichos
agudos y las alegres historietas hiciesen volar las
horas, y en que la presencia de las damas,
incitando a la galantería, contuviese a la
brutalidad. De estas cenas había dado muchas
Orso; pero también gustaba de otras más
desenfrenadas, a que sólo asistían sus capitanes
semibandidos, sus bufones y sus familiares,
gente cínica y perversa.
Si se mezclaba con ellos alguna mujer, era la
infeliz juglaresa sorprendida en la plaza pública, y
que, después de servir de ludibrio a los
convidados, aparecía al día siguiente con el
cuerpo acardenalado, medio muerta, arrojada en
cualquier callejuela de la ciudad. Aquella noche,
Ridolfi, uno de los capitanes de Orso, había
anunciado mejor presa: justamente acababa de
cazar a una joven muy linda, ¡peor para ella si
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andaba a tales horas por la calle! Alborotáronse
los bebedores; Orso, riendo a carcajadas, ordenó
que trajesen a la jovencita, que entró, empujada
por los soldados, temblorosa, desgreñado el
rubio pelo, y los hombres se engrieron al verla,
porque era en verdad soberanamente hermosa.
Orso clavó en ella sus ojos impúdicos; tendió la
mano, apartó los rizos de oro..., y asombrado se
echó atrás; en la niña desvalida, dispuesta allí
para ultrajarla, veía el rostro de su hija Lucía, las
mismas facciones, las mejillas, la frente,
sonrojada de vergüenza.
-Soltad a esa mujer -gritó Orso-. Que la
acompañen a su casa con el mayor respeto. Que
nadie le haga daño... ¡Ay del que toque un cabello
de su cabeza! Que se la trate como a mi
persona...
Los beodos, atónitos, obedecieron sin
comprender. Continuó el festín; pero Orso,
preocupado y sombrío, no apuraba la copa.
Deseoso Ridolfi de animarle, hizo una seña,
entendida al vuelo, y pocos minutos después, un
preso moribundo de hambre fue traído a la sala
del banquete. Solían divertirse en sacar de su
mazmorra a uno de éstos, a quienes desde días
antes privaban de alimento; sentarle a la mesa,
ofrecerle algún exquisito manjar, y cuando iba a
engullirlo, sollozando y aullando de contento, se
lo quitaban de la boca y le vertían en ella la
ardiente cera de los hachones que alumbraban la
orgía.
El preso era joven, y Orso, bromeando, le tendió
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un plato de asado, humeante, y una copa de
«Lácrima»; mas al verle de cerca, profirió una
imprecación. Los ojos que le fijaban con doloroso
reproche desde aquella extenuada faz de mártir,
la boca que le daba las gracias, eran la boca y los
ojos de Lucía, su propia mirada, que el padre no
podía desconocer, mirada de reflejo cariñoso, luz
del alma que busca otra luz igual.
-Que suelten a éste -mandó Orso-. Antes, dadle
bien de comer cuanto desee. Y regaladle dos
jarros de oro, y vino a discreción... Que se le trate
como a mi persona... ¿Lo oís? ¡Cómo a mi
persona!
Ridolfi, gruñendo, cumplió la orden. Casi al punto
mismo en que salía el preso, se presentó en la
sala del festín una mujer vieja, con un chiquitín
en brazos.
-Piedad, gran señor -exclamaba-, piedad de la
criatura que aquí ves. Este pequeño es el hijo de
tu cuñado Landolfo dei Fiori, a quien aborreces, y
unos soldados, por orden tuya, según dicen, le
quieren estrellar contra el muro. Tú no puedes
haber dado tan cruel orden, y yo le pongo bajo tu
amparo.
Al nombre odiado de Landolfo, Orso se
estremeció de furor, y desnudando el puñal, iba a
atravesar la garganta del pequeño...; pero éste,
apacible, le sonreía, y su sonrisa era la sonrisa
encantadora, inolvidable, de Lucía cuando su
padre la acariciaba, en los días de la niñez.
Orso, vencido, cayó de rodillas, y golpeándose el
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pecho empezó a acusarse en voz alta de sus
pecados; porque Jesús, fiel a su promesa,
acababa de nacer en aquel corazón más oscuro
que el abismo infernal.
A la mañana siguiente, Orso recibió la noticia de
que su hija había expirado a las doce en punto de
la noche.
El tirano se ató una soga al cuello, recorrió
descalzo las calles de la ciudad, pidiendo perdón
a los habitantes, y, apoyado en un bastón, se
alejó lentamente. Nunca se volvió a saber de él.
¡Dichosos aquellos en cuyo corazón nace el Niño!
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El Belén
De vuelta a su casa, ya anochecido, don Julio
Revenga -sentado en el tranvía del barrio de
Salamanca, metidas las manos en los bolsillos
del abrigo gabán con cuello y maniquetas de
pieles- rumiaba pensamientos ingratos. Su
situación era comprometida y grave, doblemente
grave para un hombre leal y franco por
naturaleza, y obligado por las circunstancias a
engañar y a mentir. ¡Qué cara pagaba una hora
de extravío! La tranquilidad de su conciencia, la
paz de su casa, la seriedad de su conducta, todo
al agua por algunos instantes en que no supo
precaverse de una tentación.
Mientras el cobrador iba cantando las estaciones
del trayecto y el coche despoblándose, Revenga
daba vueltas a la historia de su yerro. ¿Cómo
había sido? ¿Cómo había podido suceder? Como
suceden esas cosas: tontamente. Si no es la
quiebra de su amigo y paisano Costavilla, no
tendría ocasión de ponerse en frecuente contacto
con la hermana, aquella Anita Dolores -mujer ya
espigada en los treinta años, y más desenvuelta
que candorosa.
-Ante la desgracia de la quiebra, Costavilla perdió
la energía y la esperanza; pero Anita Dolores, en
cambio, se reveló llena de aptitudes comerciales,
dispuesta, activa, resuelta a salvar la casa de
cualquier modo. Para sus gestiones se asesoraba
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con Revenga, le pedía auxilio, préstamos,
celebraban conferencias que duraban horas. Al
manejar los papeles, al calcular probabilidades
de liquidación, establecíase entre los dos una
intimidad chancera, que se convertía de repente,
por parte de Anita, en afición inequívoca. Al
sospechar Revenga lo que iba a sobrevenir, ya
estaba interesado su amor propio, encendida su
imaginación. Sin embargo, la fiebre duró poco: el
esposo leal, el hombre honrado e íntegro, se dio
cuenta de que era preciso cortar de raíz lo que no
tenía finalidad ni excusa. Sacrificó de buen grado
algunos miles de duros para sacar a flote a
Costavilla, y se apartó de Anita Dolores con
propósito de no verla más.
No contaba con las fatalidades de la Naturaleza.
Ocultamente, en apartado rincón de provincia,
Anita Dolores dio al mundo una criatura. Fue el
castigo providencial, no sólo para ella, sino para
Revenga, que no había tenido prole de su
matrimonio, ni esperanzas. Y al rodar del tranvía,
que apresuraba su marcha, el vacilar de la luz de
la linterna que se proyectaba sobre los vidrios
nublados por el cielo del aire exterior, Revenga
quería dominar una tristeza inconsolable, una
amargura que le inundaba como ola de hiel.
Nunca vería a su niña; nunca la estrecharía,
nunca la tendría sobre las rodillas ni la besaría
riendo... Anita Dolores, vengativa y tenaz, la había
escondido, la había hecho desaparecer.
¿Desaparecer?... ¡A cuántas conjeturas se presta
este verbo!
¿Qué era de la niña?... A aquella hora, cuando
Revenga penetraba en su morada lujosa, en su
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comedor que la electricidad alumbraba
espléndidamente y la leña de encina calentaba,
intensa y crujidora; cuando la intimidad del hogar
le sonriese, y las golosinas de Nochebuena
lisonjeasen su apetito, ¿dónde estaría la
abandonada? ¿En qué casucha de aldeanos, en
qué glacial dormitorio del Hospicio? ¿Vivía
siquiera? ¿Valía más que viviese?
Estremeciéndose de frío moral, Revenga subió el
cuello del gabán y caló el sombrero. Desolación
inmensa caía sobre su alma. Precisamente
acababa de saber en casa de unos amigos de
Costavilla, donde solía preguntar
disimuladamente por Anita Dolores, noticias
alarmantes. ¡Anita Dolores se casaba! El nuevo
socio de Costavilla, mozo emprendedor y
dispuesto, era el novio. No mortificaban los celos
a Revenga; no le quitaban el sueño memorias de
lo pasado... Pensaba en la suerte de su niña, y
aquella boda oscurecía más aún el misterio de su
destino. ¡Ah! ¡Pues si creían que iba a quedarse
así, con los brazos cruzados y mucha flema
británica! ¡Desde el día siguiente -desde
temprano-, que Anita Dolores se preparase! ¡Allí
iría, a reclamar la chiquilla, a escandalizar si era
preciso! El escándalo repugnaba a su carácter; el
escándalo podía herir de muerte a Isabela, su
mujer, enterándola de lo que debía ignorar
siempre... No importa, escandalizaría, ¡voto a
sanes! Cantaría claro; desbarataría la boda;
pondría en movimiento a la Policía, si era
preciso...; pero le darían su pequeña, y la
entregaría a personas que la cuidasen bien, y la
educaría y haría que de nada careciese..., y,
sobre todo, la vería, la besuquearía, le llevaría
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juguetes en la Navidad próxima... Con firme
determinación cerró los puños y apretó los
dientes. ¡Amanece, día de mañana!
Entre tanto, Isabel, la esposa de Revenga,
acababa de adornarse en su tocador. La doncella
abrochaba la falda de seda rameada azul oscuro,
y prendía con alfileres la pañoleta de encaje,
sujeta al pecho por una cruz de brillantes y
zafiros -el último obsequio de Revenga, traído de
París-. Con inocente coquetería se alisaba el pelo
ondulado y se miraba en el espejo de tres lunas,
cerciorándose de que las señales de las lágrimas
se habían borrado del todo, después del lavatorio
con colonia y el ligero barniz de velutina. ¡El llanto
no tenía para qué notarse!
Ya vestida y engalanada, pasó a un cuartito
contiguo a la alcoba, donde solía guardar baúles,
pero que ahora presentaba aspecto bien distinto
del de costumbre. Tapizaban las paredes ricas
colchas y cortinas de raso y damasco; corría por
el techo un cordón de focos eléctricos, y cubría el
piso blando tapiz. En el testero, como a una vara
de altura, se levantaba un tabladillo, y sobre él un
Nacimiento, el Belén clásico español, con su
musgo en las praderías, sus pedazos de vidrio y
de hojalata imitando lagos y riachuelos, sus
selvas de rama de romero, sus torres
puntiagudas de cartón, sus pastorcicos de barro,
sus dromedarios amarillos y sus Magos con
manto de bermellón, muy parecidos a reyes de
baraja. Dos diminutos surtidores caían con rumor
argentino, bañando las plantas enanas en que se
emboscaba el Portal. Isabel se detuvo a
contemplar los hilitos del agua, a escuchar el
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musical ritmo, y recordó sus propias lágrimas, y
sintió nuevamente preñados de ellas los ojos y
rebosante el corazón... La injusticia, la maldad, la
mentira, lastimaban a Isabel más aún que la
ofensa. ¿Por qué la engañaban, a ella que era
incapaz de engañar, enemiga de la falsedad y el
embuste? ¿Cabía salir de casa despidiéndose
con una sonrisa y una caricia para ir a pasar
horas en compañía de otra mujer?
Los surtidores goteaban, gimiendo bajito, e Isabel
también gimió; el son del agua que cae se adapta
a la alegría lo mismo que a la pena; para unos es
concierto divino, para otros, queja desgarradora.
Quejábase el alma de Isabel, pidiendo cuentas,
exponiendo agravios, alegando derecho y razón.
¿No había ella cumplido sus promesas, lo jurado
al pie de aquel altar, pedestal y morada de su
Dios? ¿No había sido siempre fiel, dulce,
enamorada, dócil, casta, buena, en fin? ¿Por qué
su compañero, su socio en la familia, rompía
secretamente el pacto?
La mirada de la esposa de Revenga se fijó,
nublada y húmeda, en el Belén, y la luz de la
estrellita, colgada sobre el humilde Portal, la
atrajo hacia el grupo que formaban el Niño y su
Madre. Isabel lo contempló despacio, y un
cuchillo aguado de dolor se le hundió en el
pecho.
«No pidas cuentas... -parecía decir la voz del
grupo-. No te quejes... Tú no has dado a tu
esposo sino la mitad del hogar; tú no le has dado
el Niño...»
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La esposa permaneció un cuarto de hora sin ver
el Nacimiento, viendo sólo, en las tinieblas
interiores de sus penas, lo que cada cual,
durante ciertos supremos instantes que deciden
el porvenir, ve con cruel lucidez: lo fallido de su
existencia, el resquicio por donde la desgracia
hubo de entrar fatalmente... Suspiró muy hondo,
como para echar fuera toda la pesadumbre, y
poco a poco se apaciguó; su condición era
resignarse, aceptar lo dulce, rechazando mansa y
tenazmente lo amargo.
«El Niño Dios me está diciendo que hice bien,
muy bien...»
La sonrisa volvió a sus labios, aunque sus ojos
estaban anegados en un llanto que no corría. En
aquel mismo instante se oyeron pisadas fuertes
en el pasillo, y apareció Julio Revenga.
-¿Qué es esto? -preguntó con festiva extrañeza a
su mujer-. ¿Has hecho un Nacimiento para
divertirte?
-Para divertirme yo, no -respondió
expresivamente Isabel, ya serena del todo-. Tengo
los huesos durillos para divertirme con Belenes...
Es... ¡para divertir a una criatura...!
-¡A una criatura! -repitió maquinalmente el
esposo-. ¡No será nuestra esa criatura! -añadió
de un modo irreflexivo, que tal vez respondía a
sus íntimas preocupaciones.
-¡Qué sabes tú! -murmuró Isabel con calma.
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Debió de palidecer Revenga. Bajó la cabeza,
desvió el rostro. Tales palabras despertaban eco
extraño en su espíritu. ¡Cómo había pronunciado
Isabel la sencilla frase!
-No entiendo... -tartamudeó el infiel, con raros
presentimientos y peregrinas sospechas.
-Ahora entenderás... ¿No tienes hijos, Julio?
-interrogó ella derramando dulzura y compasión,
y, por extraña mezcla, despecho involuntario.
Él no contestó. Medio arrodillado, medio
doblegado, cayó sobre la banqueta de terciopelo
frente al Belén. El mundo se le venía encima: ¡lo
que adivinaba era tan grande, tan increíble!
Quería pedir perdón, disculparse, explicar..., pero
la garganta se resistía. Isabel, llegándose a su
marido, le echó al cuello los brazos, sofocada su
indignación, pero magnífica de generosidad.
-No se hable más del caso... Tranquilízate... Así
como así, estábamos muy solos, muy aburridos a
veces en esta casa tan grandona. Yo tenía
muchas, muchas ganas de un chiquillo, ¿sabes?
No te lo decía por no afligirte. Hace catorce años
que nos hemos casado, de manera que ya las
esperanzas... ¡Qué se le ha de hacer! No es uno
quien dispone estas cosas... Vamos, no te pongas
así, Julio, hijo mío... Alégrate. ¡Hoy nos ha nacido
una pequeña!...
Revenga, en silencio, besó las manos, besó a
bulto la cara y el traje de su mujer. Temblaba,
más de vergüenza y de remordimiento -es justo
decirlo- que de gozo. Sus labios se abrieron por
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fin, y fue para repetir desatentadamente:
-¿Cómo has sabido...? Mira, yo no veo a esa
mujer..., te juro que no, que no la veo... Te juro
que no me importa, que la detesto, que...
-Estoy bien informada -contestó Isabel un tanto
desdeñosa, apacible-. Me consta que no la ves ni
la oyes. Su venganza, su desquite por tu
abandono, fue enterarme de «todo»... y, por fin de
fiesta, enviarme la niña... Y ya que me la envía...,
¡caramba!, no la he soltado, ¿sabes? Está en mi
poder... La reconoceremos, arreglaremos lo legal.
Que no le quede a «ésa» ningún derecho...
Al aflojarse el nuevo abrazo de los esposos
Revenga imploró:
-¡Tráemela!... No la conozco todavía...
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