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La mayoría de los niños del sector de
Astilleros se burlaban de Sebastián. La causa de
las burlas era que tenía cortada la última falange
del dedo índice de su mano derecha. Casi todos
sabían el origen del accidente, aunque nadie
podía afirmar con razones fundadas, el por qué
ocurrió aquel nefasto episodio en la vida del
niño. He aquí la verdadera historia ocurrida en
Astillero Bajo, en la comuna de Maullín:
Resulta que un día a fines del mes de
octubre, se dirigieron al bosque los padres de
Sebastián a cortar leña. Junto a ellos iba su
hermano mayor Pedro, que había cumplido
recién ocho años y Sebastián de tan sólo tres.
Tomaron la motosierra y dos hachas; una grande
y otra más pequeña. Pedro iba delante guiando
una hermosa yunta de bueyes, los que arrastraban
un rústico birloche- éste era una especie de
trineo ideal para desplazar carga sobre el barro.
Desde Carelmapu, el poblado más cercano, les
habían encargado una camionada de leña para el
fin de semana. La familia trabajaba muy unida,
entusiasmada para el logro del objetivo. Para los
niños la motivación era aún mayor, pues le
habían prometido a cada uno, comprarles en
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Maullín un par de chuteadores, para practicar sin
problemas su deporte favorito. Sin duda, la meta
era bastante difícil… debían juntar cincuenta
varas de leña y de tepú, lo que no era nada de
fácil…
El tepú se caracteriza por su extra-
ordinario poder de calefacción, por lo cual es
muy apetecido en la zona sur. Hasta el momento
tenían alrededor de veinticinco varas, por lo que
se encontraban con la mitad de la tarea cumplida,
debían trabajar el resto de la semana con bastante
perseverancia para conseguir el objetivo. Los
niños soñaban con ver el arribo del camión que
les compraría la leña. Luego vendría el viaje a
Maullín y la compra de los anhelados zapatos de
fútbol.
Sebastián y Pedro se esmeraban por
cumplir las labores cotidianas ordenadas por sus
padres. Iniciaban el día levantándose a las siete
de la mañana; la primera tarea del día era
acarrear agua desde el pozo, que se hallaba a un
centenar de metros del hogar. Debían llenar las
vasijas que suministraran el vital elemento a su
mamá durante todo el día. A ella no le faltaba el
agua para cocinar y lavar y estaba muy contenta
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porque sus hijos se portaban bien y obedecían a
sus padres; ellos crecían y podían colaborar en
los quehaceres del hogar. No obstante, algunas
veces pensaba que los niños estaban interesados
y por ello aquel cambio de actitud. Pero, igual
estaba contenta por el premio que darían a sus
hijos; algo que los llenaría de alegría…
Después de traer el agua, los niños debían
dar comida a las gallinas y a los chanchos.
Cuando ambas tareas estaban cumplidas,
recién podían desayunar, no sin antes asearse
de manera conveniente. Luego, Pedro se dirigía a
la escuela, distante tres kilómetros de su hogar.
Sebastián se quedaba en casa acompañando a su
mamá. El ayudaba en cualquier cosa: entraba
leña y vigilaba a las gallinas para que no entren
en la huerta, donde habían sembrado gran
cantidad de hortalizas. Las gallinas son expertas
en picotear y revolver las siembras. Ellos no
tenían un cierro especial para sus aves, sino que
las soltaban para que pasten durante el día. El
niño apenas divisaba alguna saltar el cerco del
huerto, corría presuroso a lanzarle piedras o palos
para ahuyentarlas. Las aves lo reconocían de
inmediato y cuando aparecía, saltaban rápida-
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mente el cercado.
Sebastián, por otro lado, quería crecer
luego para poder ingresar al colegio. Sentía
fascinación cuando observaba a los estudiantes
pasar frente a su casa con sus mochilas a la
espalda, rumbo a la escuela del sector. El
anhelaba aprender a leer, como lo hacía su
hermano. Su mamá le decía que tenga paciencia,
ya que tarde o temprano llegaría el ansiado
primer día de clases…
Aquel día era viernes y pedro llegaría más
temprano que los días anteriores. Hacía un año
que estaba en la Jornada Escolar Completa; de
lunes a jueves salía a las cuatro de la tarde y los
viernes a las dos y media. Sebastián aguardaba
con ansias la llegada de su hermano, quien le
traía casi siempre un par de galletas, que
repartían en le desayuno de la escuela.
Como dijimos al comenzar este relato,
todo el grupo familiar se dirigió al bosque. El
reloj marcaba las tres y media de la tarde,
mientras los papás cortaban leña, Pedro ayudaba
a repicarla y Sebastián la apilaba correctamente.
Más tarde, su madre les ordenó que juntaran
algunas astillas secas para prender fuego, apenas
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llegaran de vuelta a su casa. Para ello utilizaban
el hacha más pequeña.
Pedro tomó el hacha y comenzó a cortar
las ramas secas que su hermanito le iba pasando.
Este último, se apresuraba en sacar las astillas
cortadas para amontonarlas al lado. Ambos
trataban de terminar lo más rápido posible la
labor encomendada, para seguir repicando leña y
apilándola. No querían perder ni un solo minuto.
De vez en cuando, miraban el montón de leña
cortado por sus padres para cerciorarse que les
faltaba poco para las cincuenta varas. Y de
verdad el trabajo iba viento en popa, pues sus
padres ya tenían bastante avanzada la tarea e
incluso ocultaron leña entre algunos arbustos
para sorprender a los pequeños. Querían hacerlos
sufrir un poco; pretendían hacerlos creer que no
lograrían juntar toda la leña, aunque el camión
llegaría el domingo en la tarde y los niños
abrigaban seguras esperanzas de cumplir su
cometido. En medio de estos pensamientos se
encontraban los niños, cuando el más pequeño
acercó demasiado su mano hacia el hacha, y
Pedro sin querer, dio con la afilada herramienta
sobre el dedo índice de la mano derecha de su
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hermano.
Un grito desgarrador se escuchó en todo
el bosque y un centímetro de aquel dedo quedó
esparcido en el suelo, brotando abundante
cantidad de sangre. Sebastián lloraba desconso-
ladamente, muy acongojado y con un dolor
intenso que jamás había experimentado en su
corta existencia. A Pedro comenzaron a brotarle
gruesas lágrimas, al observar el dolor y la
desgracia ocurrida a su hermanito, y de la cual él
era el responsable. Los padres del niño estaban
consternados y confundidos; no atinaban qué
hacer, y no era para menos, allí en medio del
bosque y la posta estaba bastante lejos. La madre
se iluminó un poco y con un pañuelo trató de
hacer un torniquete para detener la hemorragia.
La presión ejercida daba escasos resultados y la
herida seguía sangrando. El niño ya casi perdía el
conocimiento y la anemia rondaba su frágil
cuerpecito. Sin otra alternativa más viable, el
papá optó por cargar a su hijo y partir corriendo
hacia la posta. La suerte estaba de su lado, pues
un vehículo pasaba frente a su casa en esos
instantes, lo que les alivió el recorrido. En pocos
minutos más se encontraban en la posta de Asti-
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lleros. Allí le aplicaron desinfectantes y algunos
sedantes para aliviar el dolor y lograron detenerle
la hemorragia. No obstante, era imprescindible
observar con atención las reacciones posteriores
del menor, ya que perdió abundante sangre y eso
a la larga lo debilitaría.
Posteriormente el niño fue enviado a su
hogar, aconsejando a su padre, la paramédico,
que en caso de tener fiebre hagan el esfuerzo por
arrendar un vehículo y llevarlo a Maullín. A
medida que la tarde avanzaba, el menor empezó a
sentirse mareado y la fiebre comenzó a
apoderarse de todo su cuerpo. Sebastián deliraba
repitiendo frases sin coordinación. No tuvieron
más alternativa que llevarlo al Hospital de
Maullín. En treinta y cinco minutos más tarde,
Sebastián y su madre hacían su ingreso al centro
asistencial de la cabecera comunal. Después del
examen pertinente, el médico de turno decidió
dejarlo hospitalizado, advirtiendo a su madre que
lo hacía por precaución, aunque el niño estaba
fuera de peligro. Claro que no se podía hacer
nada para recuperar la falange cercenada. Lo
más seguro era que al día siguiente lo darían de
alta. Su mamá regresó a su casa un poco más
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tranquila. En su hogar aquella noche se hizo
eterna, todos durmieron a sobresaltos y deseaban
que pronto llegue el nuevo día para ir a Maullín a
ver al niño. Sebastián durmió tranquilo y apenas
despertó, le llevaron un suculento desayuno y
después se entretuvo mirando un video infantil
que les exhibieron las tías del hospital…
Aquella mañana, el día estaba radiante y
Pedro con su padre arribaron a Maullín cerca de
las diez. Pero no se dirigieron de inmediato al
Hospital. Querían darle una gran alegría a
Sebastián y pasaron a comprarle los chuteadores
que siempre quería tener. Pidieron al dependiente
que los envuelva en papel de regalo.
Cuando llegaron al hospital, apareció
Sebastián con su dedito vendado y una enorme
sonrisa en los labios. El había logrado hacer
amistad con los médicos y las enfermeras. Se reía
porque un médico le dijo que cuando ingrese al
colegio y el profesor le enseñe a contar y le
pregunte: ¿cuántos dedos tienes Sebastián?... el
debía responder: ¡tengo nueve dedos y medio!
Todos se morían de la risa y él por supuesto,
también…
F I N