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¡Gracias, Hermenegildo Sábat!

3
Prólogo
He sido invitado por el autor a prologar
esta obra en mi carácter de médico y con
esa óptica he llegado a sus contenidos.
Diré
que
primero
me
pareció
la
presentación de una historia clínica con
abundantes detalles; luego comprobé que la
misma excedía esa catalogación y que con el
correr de los capítulos se iba diseñando un
mensaje de esperanza y optimismo.
La técnica sanitarista lo colocaría como un
brillante trabajo de Educación para la Salud,
dirigido a la prevención de la enfermedad.
Pero considero que encuadrar este ameno
relato dentro de las pautas exclusivamente
profesionales, sería asumir una posición de
crítico tecnócrata y no la de un lector que se
ha deleitado con las descripciones de cada
una de las situaciones que el autor vivió y
escribió.
Es justamente este aspecto sobre el que
quiero hacer el análisis como médico.
Toda persona que, por las circunstancias
de la vida, debe llegar a asumir el rol de
paciente, lo hace en primer lugar con

5
temores
y
reservas
sobre
lo
que
misteriosamente le depara el destino, con la
ansiedad y la pretensión de salir sin
secuelas de la escena; con el deseo de
olvidar rápidamente todos los detalles
traumáticos
y
reducirlos
a
simples
problemas
existenciales,
fugaces
y
anecdóticos con un final feliz.
Pero cuando la dimensión de la situación
es tan grande, con el dramatismo de la
palabra cáncer se oscurece toda la trama del
argumento.
Esa
tremenda
realidad
estremece la escena, borra toda fantasía y
ya el rol a representar es tan difícil y
angustiante que muchos pacientes lo
asemejan a un crudo diálogo con la muerte
misma del que resulta difícil retener
detalles.
En este contexto, el autor ha mantenido la
serenidad y se ha desbloqueado de sus
temores, ha podido conservar la objetividad
en sus vivencias volcándolas en un relato
muy bien estructurado. La secuencia de los
capítulos generan en el lector la necesidad
de continuar sin pausa avanzando en la
trama.
El escritor no sólo muestra cómo logró
superar su crisis personal, sino que también
su interés (y aquí aflora su profesión de
periodista) lo llevó a bucear en los áridos
caminos
de
diagnósticos,
estudios
epidemiológicos y tratamientos médicos. Así
nos regala en el epílogo una serie de
recomendaciones y consejos de prevención,
con la sana pretensión de suplir la falta de
campañas masivas para esta patología que,
como otras, está olvidada en las políticas
sanitarias nacionales e internacionales.
Ante lo ameno de este relato, que señala la
fuerza de espíritu del autor para superar los
reveses y la loable intención de transmitir
un mensaje de esperanza a los potenciales
pacientes, me inclino a recomendar la
lectura y utilización de este libro como
referente sobre la patología prostática.
Dr. Enrique David Casirola
Médico
Nació en La Plata el 29 de noviembre de
1931. Casado. Tres hijos.
Obtuvo su título de doctor en medicina, en
la Universidad Nacional de La Plata, el 6 de
febrero de 1960.
Ejerció la medicina rural durante 13 años, a
partir de 1961, en Buena Esperanza, capital
del departamento de Gobernador Dupuy, en
el sur de la provincia de San Luis.
Fue director del Policlínico Regional de San
Luis, en la ciudad capital y ejerció cargos de

7
conducción en el área de Salud Pública de
esa provincia.
Retornado a La Plata, desde 1983 ocupó
cargos jerárquicos en la Dirección de
Medicina Asistencial del Ministerio de Salud
de la provincia de Buenos Aires.
Especializado en tocoginecología durante 30
años, posee, además, los siguientes títulos
de postgrado: Administración y Organización
Hospitalaria (Universidad Nacional del
Litoral), Diplomado en Salud Pública
(Universidad Nacional de Buenos Aires),
Médico Laboral (Escuela de Sanidad,
Ministerio de Salud de la provincia de
Buenos Aires).
Dedicatoria
A

Mary, mi esposa, quien como en
nuestros 36 años de casados, supo
infundirme alegría y confianza durante mi
internación hospitalaria -lo mismo que mis
hijos María José, mi nieta Ayelén, Francisco
Javier y su novia Sonia Amato - operado de
cáncer de próstata.
Al doctor Jorge Malaspina, el urólogo
cirujano quien no sólo me operó sino que
me atendió con una dedicación y calidad
humana que no abundan en los hospitales
(ni fuera de ellos).

9
Medio siglo después
Hace

medio siglo que escribo todos los

días.
Millares de carillas salieron de mi máquina
de escribir y, desde hace algunos años, de
mi computadora.
Si fuera posible reunir todo ese material
alcanzaría para editar varios libros. Pero no
escribí ninguno. O, mejor dicho, escribí uno,
el primero, que es este.
Todo lo que escribí durante medio siglo
estuvo dedicado a un solo tema: la política.
Monotemático, dirán algunos; aburrido,
pensarán otros, suponiendo que hay temas
más atractivos, o divertidos, que la política.
No me faltaron amigos que durante mucho
tiempo me alentaron a escribir un libro.
Sobre política, por supuesto. Esos amigos
eran políticos, naturalmente.
Uno de los que más insistió fue Miguel
Unamuno. Todo un personaje. Historiador,
diputado, embajador, ministro. Y peronista.
Cuando se convenció que no me pondría a
escribir un libro, pretendió que publicara una
suerte de antología recopilando mis notas
aparecidas en Clarín durante los 23 años
que trabajé en ese diario como jefe de
Política.

11
No lo creí necesario. Considero que la nota
periodística es importante –o no- pero ese
día, el día en que aparece. Hay periodistas
que
editaron
libros
coleccionando
y
reproduciendo sus propias notas. Yo no
tengo la vanidad de creer que a alguien le
pueda interesar leer hoy lo que escribí hace
10 o 20 años. Con que lo hayan leído
entonces me considero satisfecho.
Por lo demás, si no escribí un libro no fue
por falta de materia prima. No me faltan
personajes, ni argumentos, ni anécdotas;
tampoco me falta imaginación. Mi carencia
es el tiempo. Si paso buena parte del día y
de la noche escribiendo periodísticamente,
¿que tiempo podría dedicar a escribir un
libro?.
Y
si
dejo
de
escribir
periodísticamente, ¿cómo podría pagar la
alimentación,
indumentaria,
vivienda,
paseos, míos y de mi familia?. Es mi medio
de vida, de manera que cuanto más notas
redacte, mejor viviré... aunque no siempre
ocurra así.
¿Que pasó, entonces, que me haya
determinado a escribir este libro?. Pues algo
que me golpeó fuerte. Los periodistas
estamos acostumbrados a escribir sobre lo
que les pasa a los demás. No trabajamos de
protagonistas, sino de testigos y relatores.
Pero cuando algo nos ocurre a nosotros, nos
vemos precisados a abandonar la cómoda
posición de observadores. Pasamos a ser
parte de la realidad.
Cuando una dolorosa realidad golpea a las
personas, estas pueden reaccionar de
distinta manera. A veces dramáticamente.
Lo mismo le puede ocurrir al periodista. Pero
este tiene una ventaja: también puede
reaccionar escribiendo; ser el cronista de su
propia realidad, alegre o dramática, como lo
fue de tantos otros hechos que le eran
ajenos.
El acontecer político no es el tema del
relato que iré desgranando en las siguientes
páginas. Pero para satisfacer, aunque sea
mínimamente, a quienes me alentaron a
escribir un libro sobre cuestiones políticas,
he incluido algunas referencias tomadas de
mi anecdotario político y periodístico. Creo
que, de paso, ayudará a que la lectura no
resulte demasiado tediosa.
He escrito un libro. Modesto, pequeño,
pero libro al fin. Es un avance en el rastro
que todo hombre debe dejar como
testimonio de su vida, según el proverbio
árabe: no sólo tuve un hijo, sino tres y he
plantado no uno, sino varios árboles.
Actualizando el proverbio diría que me falta
donar un órgano.
No será la próstata.

13
Con la angustia dibujada en el
rostro
Boris,

62 años, es un periodista
acreditado en la Casa de Gobierno
bonaerense, en la ciudad de La Pata, donde
me desempeñé durante 8 años como
director de Prensa, entre 1991 y 1999,
acompañando la gestión del entonces
gobernador Eduardo Duhalde.
Jodón, alegre, viajero infatigable, a Boris
jamás se lo veía preocupado. Cuando nos
cruzamos en un pasillo de la Gobernación yo
sabía que me había estado buscando desde
el día anterior, pero ignoraba el motivo.
- ¿Te puedo ir a ver ahora?, me preguntó. El
gesto y la voz revelaban un inocultable
estado de angustia desconocido en él. Se lo
notaba urgido por mantener ese encuentro
conmigo pero, ¿para que?. Era obvio que se
trataba de algo personal, que nada tenía
que ver con nuestro trabajo.
- En cinco minutos subo a la oficina. Te
espero, respondí.
Llegó puntualmente. Estaba ansioso por
exponer el problema que lo aquejaba: le
iban a practicar una biopsia pues venía
sufriendo ciertos trastornos urinarios que el
médico, luego de realizar algunos estudios,
interpretó que podrían ser síntomas de un

15
cáncer de próstata. Esa presunción lo había
angustiado tanto como yo lo había advertido
en el fugaz encuentro del pasillo. Boris
razonaba así:
- Si el ex presidente francés François
Mitterrand y el famoso actor Telly Savalas,
con todos los medios de que disponían,
murieron de cáncer de próstata, ¿que queda
para mi?.
Yo había retornado al trabajo luego de una
operación de cáncer de próstata y Boris
quería saberlo todo y buscar consejo: por
qué razón me había salvado, si la biopsia
era dolorosa, si el resultado era confiable, si
había sufrido mucho después de la
operación, si conocía la existencia de otras
terapias no quirúrgicas... Aún no sabía si lo
suyo era cáncer, pero ya estaba buscando
respuestas que le dieran tranquilidad y
esperanza.
Se las brindé en un diálogo que nos llevó
casi una hora. Me quedé muy satisfecho
porque observé que había desaparecido de
su rostro aquel rictus angustioso. Debí haber
sido muy convincente, con esa convicción
que sólo da la propia experiencia.
Cuando Boris se fue quedé pensando y me
interrogué a mi mismo: ¿Por qué Boris va a
ser el único que aproveche mi experiencia
en la lucha contra el cáncer de próstata?.
Esa experiencia personal, ¿no puede servir
para prevenir, salvar vidas y aliviar dolores,
acercándola a muchos otros?. Estoy seguro
que sí. Y con esa seguridad me puse a
escribir este libro.

17
En defensa propia
La

próstata, a contrapelo de su nombre
femenino, es una glándula estrictamente
varonil.
Es propiedad privada del hombre pero,
como el hombre mismo, no tendría razón de
ser ni justificaría su existencia si sólo
acompañara al hombre en soledad: la mujer
forma parte de esta historia.
La misión de la próstata es servir a la
función masculina que alimenta la relación
con la mujer.
Sexo,
eyaculación,
espermatozoides,
reproducción, son vocablos de uso corriente
en el lenguaje prostático.
Es, entonces, una glándula dispensadora
de placer y alentadora del amor, si
aceptamos que el amor es componente
inseparable del sexo y que este es la
herramienta que Dios brindó al hombre y a
la mujer para garantizar la reproducción.
Con semejantes méritos a cuesta, la
próstata debería ser honrada públicamente y
consagrada como fiel exponente de la
virilidad. Se lo merece, mientras cumpla
cabalmente su papel. Pero no siempre
ocurre así: la mitad de los hombres mayores
de 50 años son traicionados por la famosa
glándula. Al llegar a esa edad, millones de

19
hombres comienzan a cargar con una
próstata que, en lugar de conducirlos por el
apetecible camino del placer, se transforma
en una fuente de padecimientos.
Yo pertenezco a esa mitad de la población
masculina del planeta traicionada por la
próstata desde cuando, a los 63 años,
asomaron los síntomas de una prostatitis,
pero dos años después ingresé a la sombría
galería –menos numerosa pero más
siniestra- poblada por uno de cada once
hombres, generalmente mayores de 65
años, que padecen cáncer de próstata.
Se estima que en nuestro país cada año
mueren 3.000 hombres como consecuencia
del cáncer de próstata. Durante 1995 fueron
hospitalizados en Estados Unidos 187.000
hombres afectados por ese mal. Un tercio de
ellos murió. Es la segunda causa de la
muerte por cáncer, luego del cáncer de
pulmón. En Venezuela son diagnosticados 7
casos diarios de esa enfermedad (*).
Pese a los avances de la ciencia, las
perspectivas de fin de siglo no son, por
cierto, alentadoras. Se advierte un paulatino
descenso en la edad de los enfermos y un
consecuente aumento de los casos que, en
el 2.000, podrían superar en un 30 por
ciento o más los registrados a principio de la
década. (Nota del autor: este libro fue escrito en 1999.

Aún no se conocen las estadísticas de los años
siguientes).
Pero no se debe pensar que contraer esta
enfermedad equivale a una inevitable
sentencia de muerte. Yo estoy aquí para
contarlo,
procurando
guiar
a
mis
congéneres,
a
partir de mi propia
experiencia, por el camino que los conduzca
hacia “la otra mitad” de la población mundial
masculina que transita el segundo medio
siglo de vida sin padecimientos prostáticos,
o disipando temores si la próstata ya los ha
traicionado.
Sin negar que cada caso es distinto, me
pregunto: si con la ayuda de Dios y la
dedicación de los médicos he derrotado al
cáncer de próstata, ¿por qué no podrán
hacerlo otros que lo estén sufriendo o,
mejor aún, evitar que aparezca y los
amargue?.
Hombres del mundo: en defensa propia
intentemos, juntos, vencer a nuestro
enemigo.
(*) Estos y otros datos estadísticos figuran en

Internet. Quien tenga acceso a la red con sólo
seleccionar un buscador y pedir datos de próstata
los obtendrá en abundancia.

21
Señal de alarma
Junio

de 1996. Hace algunos meses que
vengo experimentando una molestia urinaria
caracterizada por dificultad en la micción.
Dicho de otro modo, sentía ganas de orinar
pero no me resultaba fácil hacerlo,
especialmente al comenzar. Finalmente
aparecía un chorrito tan finito que daba
lástima. Además, era frecuente tener que
levantarme a orinar, hasta tres o cuatro
veces cada noche,
Con estos síntomas llegué al consultorio
del doctor Jorge Malaspina, jefe del servicio
de urología del hospital Italiano de La Plata.
Las paredes mostraban coloridas láminas
con ilustraciones de próstatas, cómo se las
veía al ser afectadas por determinadas
dolencias, y textos explicativos sobre los
síntomas de cada enfermedad prostática.
Que
mejor
oportunidad
para
ir
familiarizándome con mis propios males. El
aprendizaje fue rápido. Tanto, que al llegar
el doctor Malaspina pude decirle:
- Doctor, le he ahorrado un trabajo.
Mientras lo esperaba, con la ayuda de estas
láminas pude hacer mi propio diagnóstico:
sufro de prostatitis.
El doctor Malaspina tomó en serio mi
diagnóstico pero, además, quiso hacer el

23
suyo, comenzando por practicar un “tacto
rectal” que, más allá que pueda prestarse a
alguna humorada, no provoca dolor ni
sensación desagradable. Se trata, previa
colocación de guantes descartables de
cirujano, de introducir un dedo en el recto,
llegar a la próstata y palparla. Este “tacto” le
brinda al especialista mucha información,
pudiendo determinar en el acto si la
glándula está inflamada, si aumentó su
tamaño normal y hasta recoge indicios sobre
la posible presencia del enemigo más
temible: el cáncer.
El diagnóstico preliminar confirmó el que
yo había imaginado luego de leer las
láminas que adornaban las paredes del
consultorio: era prostatitis. El “tacto” había
revelado que la próstata estaba aumentada
de tamaño pero –una a favor- no mostraba
evidencias de haber sido atacada por el
cáncer. De todas maneras el doctor
Malaspina indicó una ecografía para mayor
seguridad, que no hizo sino confirmar todas
sus presunciones, ofreciendo precisión en
cuanto al agrandamiento de la glándula,
cuyo volumen y peso –37 gramos- eran casi
el doble del volumen y peso normales.
Inicié
el
tratamiento
con
Blavin
(terazosina) de 5 miligramos y el resultado
fue tan rápido como asombroso: antes de la
primera semana habían desaparecido las
dificultades urinarias.
Alerta rojo
Mayo

de 1998. Como las molestias
urinarias no volvieron a presentarse y, por
supuesto, no deseaba que se repitieran, creí
conveniente seguir tomando el medicamento
que me diera tan buenos resultados. Así lo
hice por mi cuenta durante casi dos años:
no pensé más en la próstata y olvidé al
doctor Malaspina. Este fue un error. Un
grave error en el que ningún hombre
respetuoso de su propia salud debería caer.
Habían pasado 23 meses desde aquella
primera
consulta
al
urólogo
cuando
acompañé a mi esposa al hospital Italiano
de La Plata. Mientras ella aguardaba ser
atendida por su médico, tuve una feliz
aunque tardía ocurrencia: visitar al doctor
Malaspina.
Excelente
fisonomista
y
médico
asombrosamente memorioso, pese al
tiempo transcurrido el urólogo me recordaba
y,
más
importante
aún,
recordaba
perfectamente mi caso clínico.
- “Pensé que había cambiado de urólogo”,
me dijo sin disimular una sonrisa, como
para que no me sintiera mal por mi demora.
- “De ninguna manera”, respondí, creyendo
que así quedaba mejor, pero no.

25
- “Hubiera preferido que durante todos estos
meses continuara el tratamiento con otro
especialista. No debió dejar pasar tanto
tiempo sin controlarse”.
Y tenía razón. Mucha razón.
Se trataba entonces de recuperar el tiempo
perdido. Comenzó el doctor Malaspina por
practicar un nuevo “tacto”, que no reveló
una situación más preocupante que en la
anterior consulta. Pero era necesario
profundizar el diagnóstico, que permitiera
descubrir
–o
descartareventuales
sorpresas que, lamentablemente, se iban a
producir.
Una nueva ecografía vésico-prostática
determinó que la próstata había seguido
aumentando de tamaño, alcanzando un peso
de 48 gramos, sensiblemente mayor que
hace dos años. Ahora sí, peso y tamaño
duplicaban
holgadamente
los
valores
normales. La hipertrofia había adquirido un
desarrollo alarmante y requería una
respuesta inmediata.
Hoy a nadie asusta la prostatitis e
hipertrofia. Menos al doctor Malaspina. Para
combatir el mal cuenta el médico con un
arsenal de eficaces medicamentos que
evitan, como ocurría en otros tiempos, la
necesidad imperiosa de aplicar la solución
quirúrgica. Pero antes de pensar en
remedios para esas dolencias era necesario
descubrir si no se había emboscado en la
próstata un enemigo mucho más temible,
cuyo solo nombre hace estremecer: el
cáncer.
El primer paso fue un análisis de sangre
para determinar el PSA, sigla inglesa del
antígeno prostático específico.
Si un hombre mayor de 50 años se precia
de ser responsable, pretende seguir siendo
útil muchos años más, aprecia su salud,
ama a su familia, en fin, prefiere el trabajo y
la diversión antes que consumir su vida en
un hospital, ese hombre no debe olvidar de
hacer, cada año, su análisis de PSA, cuyo
resultado permite alejar, o afianzar, la
sospecha de que el cáncer ha llegado a la
próstata.
Tardíamente, dos años después de aquel
primer indicio de que algo no estaba
funcionando bien, llegué al laboratorio para
recibir el inofensivo pinchazo que tantas
vidas puede salvar y evitar tan serios
trastornos. La demora en someterme a ese
análisis iba a tener su precio. Sus resultados
fueron, por cierto, alarmantes: frente a un
valor normal de hasta 4,5, el valor hallado
era de 20,9 (nanogramos por mililitro de
sangre).

27
Argentina!... Argentina!...
Un

valor tan elevado de PSA de 20,9 si
bien indica el grado avanzado de la
dolencia prostática -consecuencia de mi
propia indolencia y descuido durante estos
dos años- no necesariamente revela la
existencia del cáncer, pero torna imperioso y urgente- determinar si tan indeseable
visitante ya se ha instalado. La respuesta la
iba a dar la práctica habitual en estos casos:
una biopsia. Y ese fue el camino indicado
por el doctor Malaspina.
Acudí al Centro de Imágenes Médicas
(CIMED) de La Plata, donde me instruyeron
acerca de como debía prepararme el día de
la práctica. Se trataba, básicamente, de
tomar un antibiótico y aplicarme una enema
dos horas antes de realizar la biopsia,
prevista para las 11,30. Luego, observar
reposo 24 horas y, durante ese lapso, no
conducir automóviles.
He nacido y vivo en la Capital Federal. Más
exactamente, trabajaba entonces en La
Plata durante el día y regresaba a mi hogar
capitalino, durante las noches, a dormir
junto a mi esposa Mary, entre otras
prácticas nocturnas como, por ejemplo,
cenar. Este ritmo de actividad explica por
qué buscaba atención médica en institutos

29
platenses. También explica por qué la noche
anterior Mary y yo nos quedamos a dormir
en el platense hotel Corregidor: era
imposible aplicarme una enema en Buenos
Aires, abordar velozmente la autopista,
llegar sin sobresaltos a La Plata y
presentarme en el CIMED a la hora
señalada, previo paso por algún baño.
No es fácil disimular que es lo que
sospecha el médico cuando indica una
biopsia. Sin embargo, ni Mary ni yo lo
habíamos tomado dramáticamente, o por lo
menos así lo aparentamos. Era evidente que
ambos tratábamos de evitar que la angustia
se instalara entre nosotros. Así es como
viajamos a La Plata con cierto espíritu
excursionista. Yo trabajé normalmente hasta
las últimas horas de la tarde, luego nos
encontramos con mi esposa y salimos a
pasear por el centro de la ciudad antes de
retornar al
Corregidor. Es un hotel
confortable, teníamos una hermosa vista
hacia la plaza San Martín y el televisor
servía para distraer nuestros pensamientos.
Había sido una buena decisión venir a pasar
la noche aquí.
Así, casi alegremente, arribamos a la
mañana del día señalado. Mi desayuno fue
sumamente frugal, sólo líquido, como lo
habían indicado en el CIMED. Allí llegamos a
la hora indicada. Era una mañana muy
especial y el turno que me habían asignado
coincidía con el acontecimiento que
virtualmente paralizaba al país y que no era,
precisamente, la punción que iban a
practicar en mi próstata: lo que ocurría ese
mediodía, en Francia, era nada menos que
la selección argentina de fútbol enfrentaba a
Croacia.
Al presentarme en la recepción del CIMED
se me ocurrió una humorada. Le dije a la
señorita que me estaba atendiendo:
- ¿El médico no se distraerá mirando el
partido mientras realiza la punción, y yo
sufriré las consecuencias?.
La recepcionista no interpretó que se
trataba de un chiste, consideró que yo
estaba realmente preocupado y trató de
tranquilizarme:
- No señor, no se preocupe, en esa sala no
hay televisor.
Con esa respuesta no sólo sepultó mis
pretensiones de humorista –nada peor le
puede ocurrir a un humorista que no le
entiendan los chistessino también mi
expectativa de ver el partido durante la
biopsia.
En el instituto no podía faltar, por cierto,
un televisor que alimentara la pasión
generada por el mundial de fútbol. Estaba
ubicado en una suerte de salita de espera
colmada de médicos huérfanos de pacientes,
ausentes porque habían elegido el partido
en lugar de la consulta. Yo tampoco estaría

31
allí de haber sabido, cuando me asignaron el
turno, que ese horario coincidiría con tan
trascendental acontecimiento, pues una
biopsia puede esperar, pero un partido
mundial de fútbol no.
Mary y yo habíamos logrado un lugar en la
salita de espera frente al televisor y
comenzábamos a disfrutar las imágenes del
partido, cuando una enfermera me anunció
que había llegado el momento de abandonar
la fantasía importada desde Francia y
afrontar una realidad más cercana y menos
gratificante: el doctor Poggio me esperaba
para punzarme.
Luego de tranquilizarme acerca de lo
inofensivo de la práctica, el médico me dió
unas pocas indicaciones, comenzó su trabajo
y, apenas terminó de hacer la primera de
seis punciones en mi sufrida próstata, nos
invadió el inconfundible grito de !Goool! ...
procedente de la salita de espera donde los
médicos, lo mismo que mi mujer, festejaban
la primera conquista argentina, que iba a
ser la única, pero suficiente para alcanzar la
victoria. Pineda se había convertido en el
ídolo de ese mediodía. Supongo que el
doctor Poggio habrá estado tentado de
sumarse a los médicos que disfrutaban el
partido y ver el replay del gol, pero pudo
más su profesionalidad y se quedó frente a
este otro televisor que sólo mostraba mi
próstata a la que siguió cortándole
minúsculos pedacitos.
El doctor Malaspina había indicado una
biopsia “utilizando técnica de sextantes, con
guía ecográfica endorectal”. ¿Como se
traduce esto desde la posición del paciente?.
Tendido sobre una camilla, el paciente –que
en este caso era yo- siente que el médico,
con un aparato que le ha introducido en el
recto, le va cortando pedacitos de próstata
mientras sigue el proceso a través del
monitor de una computadora. Pese a ello,
esta práctica no es dolorosa, no ocasiona
siquiera molestias y termina antes de lo que
podría imaginarse. El doctor Poggio no me
había engañado cuando me aseguró que
nada debía temer.
Concluidas las punciones, el médico me
indicó que permaneciera un rato en el
instituto, descansando y reponiéndome no
se de que. ¿Que mejor lugar para descansar
que la salita donde podía ver el partido?. Y
allí me instalé, junto a Mary y a los médicos
transfigurados en hinchas. Una solícita
enfermera me convidó un café y retornó al
rato para informarme que ya podía
retirarme y volver en una semana para
retirar el resultado. ¿Como podía pensar que
me iría antes que finalizara el partido?.
Y llegó el final. Todos aplaudieron –
aplaudimosla
victoria
argentina.
Cumpliendo la recomendación médica, Mary
tomó el volante del coche y yo ocupé el

33
cómodo lugar del acompañante. Cuando
circulábamos por la céntrica calle 7, una
bulliciosa manifestación avanzaba en sentido
contrario. Esta vez no era una de las
habituales marchas de protesta. Se trataba
de una manifestación jubilosa agitando
decenas de banderas argentinas. Es que el
fútbol, nuevamente, operaba el milagro de
hacer prevalecer la alegría. A todos nos
hacía sentir ganadores.
“Argentina!... Argentina!...”, era el grito de
los
manifestantes
platenses.
Tan
desbordante alegría se iba a repetir, más
estridente aún, cuando derrotamos a los
ingleses. !Nada menos que a los ingleses!...
Pero los holandeses sepultaron luego la
ilusión argentina. En apenas 90 minutos, el
técnico Pasarela se transformó de héroe en
villano. Los jugadores caían de sus
pedestales y dejaban de ser los ídolos de
ayer. Como en la guerra y en otras
manifestaciones del quehacer humano, no
hay piedad para los vencidos.
Toda esta filosofía de barrio, ¿tiene algo
que ver con la amenaza de un cáncer de
próstata?. Si: por unos momentos, aquella
alegría futbolera eclipsó todo atisbo de
temor acerca de un posible resultado
adverso de la biopsia, aunque este
resultado, por lo menos en lo personal, sería
mucho más grave y dramático que el
registrado en la cancha cuando Argentina
fue eliminada. Luego, si no hay piedad para
los vencidos, aún cuando hayan sido
nuestros ídolos, tampoco tengamos piedad
para
derrotar
a
nuestro
enemigo
emboscado, el cáncer, pues armas y
voluntad no nos habrán de faltar.

35
Una siniestra noticia
Un

hermoso día soleado, el sabroso
desayuno que nos sirvieron en el hotel y el
hecho de que no se hubiera presentado
complicación ni molestia alguna como
consecuencia de la punción, contribuyeron a
crear un clima festivo que nos alejó toda
preocupación acerca del resultado de la
biopsia, que conoceríamos en siete dias.
Mary tomó el volante del coche, abordó la
autopista y finalmente llegamos a casa.
No fue una semana de angustiosa espera.
La expectativa por el resultado parecía no
alterar para nada nuestra vida. Mary había
logrado convencerse –o lo aparentaba muy
bien- que la biopsia era como una suerte de
formalidad para descartar la presencia del
cáncer. Yo alentaba esa hipótesis para no
desanimarla, pero sin convicción alguna:
había aprendido que tener 20,9 de PSA
significaba no ya que el cáncer merodeaba a
mi alrededor, sino que lo más probable era
que ya se hubiera instalado.
Y llegó el día de confirmar mis sospechas.
No conozco a la doctora Marta Jones. Tal
vez no llegue a conocerla jamás. Pero fue
ella quien, con su firma, me comunicó una
de las noticias más siniestras que haya
recibido en toda mi vida. La doctora Jones

37
es la patóloga que examinó las muestras
tomadas por el doctor Poggio aquel día en
que “le ganamos” a Croacia. En apenas dos
líneas sintetizó el resultado: “Infiltración por
adenocarcinoma grados 1 + 1, con
compromiso del 40 % del parénquima
prostático. No se observa compromiso
capsular”.
Se me habían presentado dos problemas:
combatir el cáncer, para lo que contaría con
la ayuda de Dios y del doctor Malaspina y
comunicar el resultado de la biopsia a mi
esposa, para lo que no contaba con ayuda
alguna. Debería decírselo de la forma que
creyera más conveniente según mi propia
imaginación. Y como nada se me ocurrió,
gané tiempo diciéndole que llevaría el
resultado al doctor Malaspina, ocultando lo
que ya estaba claro en el informe: se había
detectado cáncer.
Cuando estuvimos frente a frente, en su
consultorio del hospital Italiano de La Plata,
y luego de leer el resultado de la biopsia, el
urólogo trató de ser algo elusivo:
- Bueno... de aquí surge que se detectaron
algunas células atípicas.
Tal vez sea un defecto o un mérito
profesional, pero en tantos años de
periodismo –estoy orillando el medio siglo
desde mis comienzos en este apasionante
oficio - jamás me gustaron las medias tintas,
como tampoco utilicé, jamás, el condicional:
nada de “habría” o “sería”. Si podía
confirmar una noticia, la publicaba en
afirmativo. De lo contrario, me la guardaba.
Automáticamente apliqué ese criterio. Yo lo
sabía, pero quería que el médico me lo
dijera sin vueltas y lo alenté a definirse
claramente:
- Células atípicas quiere decir células
cancerosas, ¿verdad?.
- Diríamos que sí.
Aliviado de la carga que debe soportar el
médico cada vez que se encuentra frente a
un
paciente
con
cáncer
y
debe
comunicárselo, el doctor Malespina procuró
relativizar la gravedad del mensaje que
había enviado la biopsia. Me explicó que el
“grado 1 + 1” constituía la manifestación
menos agresiva del mal, pues la escala era
de 1 a 5. Otro dato alentador era que no se
había observado compromiso capsular. Esto
significa que, al estar intacta la cápsula que
envuelve la próstata, debía inferirse que el
cáncer no había escapado de ese envoltorio
e invadido el resto de mi organismo.
Era alentador, pero resultaba insuficiente
para satisfacer una batería de interrogantes
que fui desgranando: ¿cual es el tratamiento
mas aconsejable?, ¿existen posibilidades
ciertas de curación?, ¿cuanto tiempo
llevará?,
¿pueden
haberse
producido
metástasis?.

39
El doctor Malaspina procuró satisfacer
todas mis inquietudes. Según su opinión, lo
mejor era operar, extirpando la próstata
(prostatectomía).
Mientras
tanto,
lo
importante era detener el posible avance del
cáncer, con dos medicamentos: una
inyección, Lupron Depot (acetato de
leuprolida 7,5 mg.) de origen japonés y
envasada aquí por Abbott y unos
comprimidos, Asoflut (flutamida 250 mg.),
de laboratorio s Raffo. La inyección me la
aplicaría una vez cada mes y los
comprimidos los tomaría cada doce horas.
Claro que para alcanzar la curación por la
vía quirúrgica era preciso que las células
cancerosas no se hubieran diseminado pues,
de haberse producido metástasis, extirpar la
próstata no resolvería el problema ya que el
cáncer estaría también atacando otros
órganos. Una tomografía y un centellograma
óseo
darían
la
crucial
respuesta,
determinando si el invasor, además de la
próstata, se había instalado en otros tejidos
o huesos.
Una carrera contra reloj
Es

fácil imaginar cuales serían mis
pensamientos al salir del consultorio.
Comenzaba a disputar una carrera contra
reloj para evitar la propagación del mal,
cuya etapa inicial era aplicarme cuanto
antes la primera inyección y tomar los
comprimidos, cada doce horas.
Esos remedios, caros, eran provistos sin
cargo por mi mutual, pero se requería
realizar
previamente
un
trámite
de
autorización. Claro que si se trataba de
detener el cáncer no era cuestión de perder
tiempo haciendo trámites y decidí comprar
de inmediato los medicamentos sacando el
dinero de mi bolsillo: 754 pesos la inyección
y 88 pesos los comprimidos, valores
equivalentes a dólares por imperio de la ley
de convertibilidad que imperaba entonces.
Pero aún así demoré tres días en
conseguirlos porque no son de esos
remedios que el farmacéutico tiene siempre
en los estantes, sino que debe pedirlos cada
vez, y no siempre los encuentra enseguida.
En tanto, yo debía disimular mi ansiedad
porque todavía no quería revelar la
verdadera naturaleza del mal y ese apuro
me delataría. No era fácil comportarme con
naturalidad, pero lo logré.

41
Aplicarme la inyección y comenzar a tomar
los comprimidos me dio cierta tranquilidad
pues
esos
remedios
impedirían
la
propagación del cáncer... siempre que no se
hubiere propagado ya. Iba camino de
despejar esa duda, que marcaba la sutil
frontera entre la vida y la muerte. La
respuesta la darían dos prácticas indicadas
por el doctor Malaspina: una tomografía
computada y un centellograma óseo. Estos
resultados no se obtienen en el acto, pues
las imágenes deben ser interpretadas por el
especialista, así que la incertidumbre se
prolongaría todavía unos días más, luego de
realizadas esas prácticas.
Creo que a Mary ya no le debía explicar
que es lo que buscaba el médico con todos
esos elementos de diagnóstico. La biopsia
era demasiado evidente como para necesitar
algún otro tipo de aclaración. Así que le
comenté a mi esposa que la tomografía y el
centellograma indicarían si era necesario, o
no, practicar la intervención quirúrgica. No
le aclaré el sentido de esos estudios: si
revelaban metástasis sería inútil operar la
próstata
Los resultados fueron satisfactorios: el
cáncer no se había diseminado. En
consecuencia, al estar localizado únicamente
en la próstata había llegado el momento de
operar para extirpar el mal de raíz, junto
con la próstata, por supuesto. Y también
había llegado el momento de sincerar con mi
esposa cual era la situación real.
Resultaba un tanto incongruente decirle
que debía operarme pues la tomografía y el
centellograma habían dado bien, así que
tuve que explicarle lo que ella sospechaba
pero se negaba a admitir: la biopsia había
dado mal. Empleé todos los datos positivos
de que disponía: al no haber metástasis la
cirugía permitiría erradicar definitivamente
el mal; prácticamente no había riesgo
quirúrgico,
según
el
cirujano;
el
restablecimiento iba a ser breve. En fin,
empleé todos los argumentos posibles para
evitar que Mary sufriera un impacto
negativo que le tirara el ánimo por el suelo.
Y creo que lo logré.

43
De la mano de Dios
Nadie

debe suponer que inevitablemente
va a morir, menos aún que va a morir
pronto, porque haya contraído cáncer de
próstata. La ciencia médica tiene un vasto
arsenal destinado a combatir el mal y con
armas particularmente efectivas.
Como en toda enfermedad, la prevención
es el mejor recurso y eso no hay que
olvidarlo. Pero no hay que desesperar si
descubrimos el mal cuando ya se ha
declarado. Además de la ciencia médica, es
la mano de Dios, o el destino, el que
marcará esa sutil e inescrutable frontera
entre la vida y la muerte. Nadie –ni el más
saludable- tiene asegurada la vida. Nadie –
ni el más enfermo- va a morir el día antes.
Recuerdo aquí un episodio de mi
anecdotario como cronista parlamentario del
legendario y desaparecido diario Crítica,
cuando un hombre estuvo a punto de cruzar
aquella frontera, por su propia voluntad,
pero pudo más la voluntad de Dios, o el
destino, si alguien así lo prefiere.
Se había producido una crisis en la relación
del entonces presidente Arturo Frondizi
(1958/1962, mandato quebrado por un
golpe militar de los tantos que hemos
padecido) con su vicepresidente, Alejandro

45
Gómez. El Senado se había reunido para
decapitar a Gómez, quien finalmente
renunció
para
evitar
su
separación
compulsiva del cargo.
Al día
siguiente
lo
visité
en
su
departamento de la avenida del Libertador,
con vista al hipódromo de Palermo. Me
recibió en cama, abatido por la tensión
soportada durante la angustiosa jornada que
había protagonizado el día anterior.
Recuerdo que esa fue la jornada más
prolongada de toda mi carrera periodística:
llegué al Senado a las 9 de la mañana y salí,
rumbo a la redacción de Crítica –a pocas
cuadras del Congreso, en avenida de Mayo
1333- a la misma hora del día siguiente.
Valía el esfuerzo de esa vigilia de 24 horas
ininterrumpidas porque se trataba de la
noticia que llevaría el título catástrofe de esa
edición.
No esperaba encontrar a Gómez acostado,
pero allí estaba, tendido en la cama. Me
senté a su lado y el ex vicepresidente relató
la anécdota que, aunque se trataba de un
hallazgo periodístico, me abstuve de
publicar hasta el día de hoy, transcurridos
40 años.
Este fue su relato:
“Me sentía traicionado por los senadores.
Con muchos de ellos habíamos compartido
30 o más años de militancia política en el
radicalismo y ahora se habían confabulado
en mi contra apelando a una infame
acusación” (el cargo era que Gómez
intentaba un golpe de Estado para derrocar
a Frondizi y asumir la Presidencia de la
Nación).
“Era tan grande mi decepción que
consideré que mi vida ya no tenía razón de
ser, y decidí suicidarme. Tomé una pistola
que guardaba en mi escritorio (de la
Presidencia del Senado) y fui al baño con la
firme decisión de pegarme un tiro. Saqué la
pistola que había guardado en un bolsillo y,
no se por qué, me miré al espejo, pero no
veía mi rostro, sino parecía ver el de los
senadores que me estaban traicionando.
“De pronto escuché fuertes golpes en la
puerta del baño. Eran tan insistentes que
guardé la pistola y me asomé. Allí estaba el
periodista
González
O`Donnel”
(corresponsal de la agencia cubana Prensa
Latina, recién instalada en Buenos Aires
luego
del
triunfo
de
la
revolución
encabezada por Fidel Castro).
“El
periodista me dijo que debía
comunicarme algo muy importante. Si hoy
(era el día siguiente) me preguntaran que
era eso tan importante, ni me acuerdo. Pero
lo cierto es que salí del baño y acompañé a
González O´Donnel hasta mi despacho,
donde seguimos conversando. No volví a
tener ese impulso de quitarme la vida”.

47
Aquel día González O´Donnel había llegado
al despacho de Gómez, donde el secretario
le pidió que esperara pues el todavía
vicepresidente de la Nación estaba en el
baño. Pero el periodista hizo algo realmente
insólito: en lugar de esperar fue a golpear la
puerta del baño. Por apenas unos segundos
se perdió la primicia del suicidio, pero –sin
saberlo - le salvó la vida a Alejandro Gómez.
¿No estuvo allí la mano de Dios, o del
destino?.
Gómez sigue disfrutando de la vida y,
alejado del pueblo santafesino de Beravebú
que alumbró su juventud, habita hasta hoy
el departamento de la avenida del
Libertador, desde cuyos balcones es posible
ver las carreras del hipódromo de Palermo.
Siempre, buscar otra opinión
Tenía

confianza en el doctor Malaspina,
pero siempre es recomendable buscar otra
opinión autorizada antes de someterse a
una cirugía de esta magnitud, y así lo hice.
Acudí, junto con Mary, al consultorio del
doctor Carlos Arturo Bas, un especialista de
primer nivel del hospital Alemán, llevando
los resultados de todos los estudios: biopsia,
análisis de PSA, tomografía y centellograma,
que examinó cuidadosamente.
Apreció que el doctor Malaspina estaba
transitando por el buen camino y comentó
que existía una terapia no quirúrgica,
relativamente nueva y que estaba dando
buenos resultados: la braquiterapia. Dicho
en términos sencillos, consistía en “sembrar”
la próstata con “semillitas” radiactivas que
destruían las células cancerosas. Presentaba
un riesgo, que relativizó, pues podrían dañar
células sanas.
Advirtió que, además de los riesgos
propios de toda operación, la cirugía podía
tener
secuelas
como,
por
ejemplo,
incontinencia e impotencia sexual. Me
tranquilizó respecto del carácter incipiente
del mal representado por aquel “1 + 1” y
aseguró que yo estaba totalmente protegido
por la inyección que me habían aplicado. La

49
única discrepancia manifiesta con el doctor
Malaspina fue que mientras este quería
operar de inmediato, el doctor Bas sostuvo
que la intervención podía esperar pues mi
caso no planteaba urgencia alguna.
Si el doctor Bas hubiere sido más
contundente en reprobar la solución
quirúrgica, tal vez no me hubiere sometido a
la operación y me habría aplicado las
“semillitas” radiactivas. Pero no lo fue y
como yo ya quería dar un corte definitivo a
la situación, tratándose de un corte lo mejor
sería el bisturí.
La siguiente visita al consultorio del doctor
Malaspina fue para comunicarle que había
decidido someterme a la operación. Me
indicó las prácticas habituales de riesgo
quirúrgico
–cuyos
resultados
fueron
satisfactorios- y respondió mis dos últimos
interrogantes previos a la intervención,
referidos a aquellas dos posibles secuelas de
la cirugía prostática mencionadas por el
doctor Bas y que, desde entonces, habían
quedado zumbando a mi alrededor:
incontinencia e impotencia. La respuesta del
urólogo generaba confianza, pero sin ofrecer
demasiadas garantías:
- Hace 35 años que opero próstata y jamás
he tenido un caso de incontinencia o
impotencia. Espero que este no sea el
primero.
Sin rodeos: tengo cáncer
Había

llegado el momento de anunciar en
mi trabajo la naturaleza del mal y la
inminencia de la operación.
En esos días se había formado un equipo,
conducido por el secretario de Comunicación
Social, Carlos Ben, cuya misión era dar un
nuevo impulso a la difusión de los resultados
de la gestión del gobernador Eduardo
Duhalde. Se trataba, paralelamente, de
contribuir a su posicionamiento como
candidato presidencial.
A ese equipo yo lo había bautizado,
agregando una pizca de humor, como “los
pensadores”. En el armario -archivo de mi
oficina había abierto una carpeta con
algunas ideas volcadas en esas reuniones y
que, precisamente, llevaba como etiqueta
identificatoria “los pensadores”.
Sólo en vísperas de mi internación dejé de
trabajar. Hasta ese día había seguido
cumpliendo mi tarea con toda naturalidad.
No trataba de ocultar mi dolencia, pero
tampoco intentaba pregonarla a los cuatro
vientos.
Ben era mi jefe. Sabía que me habían
practicado una biopsia pero ignoraba los
resultados. Ambos participábamos de una
reunión de “los pensadores”. De pronto

51
llamó mi celular y salí al pasillo para atender
pues dentro de la sala la aislación dificultaba
la comunicación. Casi enseguida también
salió Ben urgido por otro llamado telefónico.
Esperé que terminara de hablar y allí
mismo, sin rodeos, le hice el anuncio:
- La biopsia me dio mal. Tengo cáncer y
debo operarme.
Se me ocurre que no es fácil saber que
decir ante un anuncio semejante. Ben trató
de infundirme cierta dosis de confianza:
- El cáncer de próstata ya dejó de ser
crítico. Tiene solución. Te vas a poner bien.
Quirófano, estación terminal
Junto

con Mary arribamos esa mañana al
hospital Italiano de La Plata y tras completar
los trámites burocráticos nos alojaron en
una habitación. Allí llegó el anestesista y
completó con algunas preguntas los datos
de los exámenes preoperatorios. Mi estado
general era satisfactorio salvo en dos
aspectos: diabetes y obesidad.
Son dos enemigos del cirujano y, más aún,
del paciente, por el riesgo que agregan a
cualquier
operación.
Para
ayudar
a
mantener la salud y un buen nivel de calidad
de vida -máxime cuando los años comienzan
a pesar- resulta muy importante controlar la
glucemia y evitar el sobrepeso. Esto no es
ninguna novedad, lo sabemos todos, pero
con frecuencia recién reparamos en el
problema cuando debemos afrontar una
situación crítica y allí descubrimos cuán
descuidados hemos sido con nosotros
mismos.
Poco antes de las 4 de la tarde un
camillero me vino a buscar. Nos besamos
con Mary, nuestras manos se entrelazaron
con fuerza. No era un momento fácil, pero
ambos lo afrontamos con fe, con confianza y
esto ayuda mucho. Pasajero de una camilla
rodante, recorrí pasillos, subí a un ascensor

53
y arribé a la estación terminal: el quirófano.
Allí me esperaban el cirujano, su ayudante,
el anestesista, la instrumentista y un par de
enfermeras. No conozco sus nombres, salvo
Malaspina; ni siquiera llegué a ver la cara de
algunos de ellos y probablemente nunca
llegaré a conocerlos. ¿No es extraño que
esto ocurra con gente que ha tenido mi vida
en sus manos?.
La anestesia fue peridural, es decir, una
inyección aplicada sobre la columna
vertebral. Es una inyección que carga con
una mala fama pero yo, en realidad, ni la
sentí. Esta anestesia permite que el paciente
conserve toda su lucidez, hablar, escuchar lo
que dicen los médicos a su alrededor,
observar los aparatos que miden los signos
vitales, ver la hora.... Así pude verificar que
a las cuatro en punto Malaspina practicó la
primera incisión.
He confesado ya que llegué al quirófano
con unos cuantos kilos de más. Mi peso
superaba los 80.
- ¿Como te vás a arreglar con esta panza?,
preguntó sonriente el ayudante al cirujano.
Sin esperar la respuesta del doctor
Malaspina, como propietario de la panza
aludida incursioné en la charla:
- ¿No podrían hacerme, de paso, una
lipoaspiración?.
- No por el mismo precio, respondió
Malaspina.
Todos estaban de buen humor y yo no
podía desentonar.
No había pasado media hora desde el
comienzo de la operación cuando tuve la
certeza de que había terminado. Los
movimientos del brazo del cirujano no
dejaban lugar a dudas: estaba cosiendo.

55
Mi próstata, un trofeo
El

doctor Malaspina tenía ahora en sus
manos el trofeo que acababa de obtener:
había colocado mi próstata sobre una gasa y
me la mostró, al tiempo que me
tranquilizaba acerca de los resultados de la
operación. Esta había sido exitosa, sin que
se hubiere presentado complicación alguna y
nada debía temer.
Con asombrosa habilidad y desafiando mis
80 y tantos kilos, dos enfermeras me
colocaron en la camilla rodante en que había
llegado y me llevaron a la sala de
recuperación. Aquí otra enfermera se
empeñaba en que moviera las piernas.
Cuando trataba de hacerlo, era como si
intentara levantar dos columnas de plomo
agregadas a mi cuerpo como nuevas
extremidades.
De pronto descubrí que, través del enorme
ventanal que permite ver la sala de
recuperación desde el pasillo, me estaban
saludando Mary, mi hijo Francisco Javier y
los esposos Graciela y Mario Pociello, dos
cultores del paddle, como nosotros, con
quienes compartimos raquetazos en el
Centro Galicia de Olivos. Respondí a los
saludos levantando el brazo derecho –en el
izquierdo ya me habían colocado el suero- y

57
tratando de sonreír. Tal vez no debiera ser
mi principal preocupación en este preciso
momento pero, al ver a los Pociello, no pude
dejar de preguntarme: ¿Cuando podré
empuñar nuevamente la raqueta y regresar
a las canchas?.
No se prolongó más de una hora mi
permanencia en la sala de recuperación.
Siempre a bordo de la camilla rodante llegué
a mi nuevo hospedaje, la sala de
internación. Ya estaba allí el doctor
Malaspina quien, ante mi esposa, hijo y
paddelistas, estaba exhibiendo mi próstata,
ahora colocada en una coqueta bandejita.
Fue entonces cuando deslizó un curioso
comentario: la apariencia de la glándula no
era, precisamente, la que suelen presentar
aquellas que están atacadas por cáncer.
Acostado boca arriba, con el suero
canalizado en mi brazo y una sonda que
evacuaba la orina hacia una bolsa de
plástico, me dispuse a pasar mi primera
noche de internación. Debía beber mucha
agua para ayudar a purificar la orina
enrojecida por sangre. Beber mucha agua –
no menos de dos litros cada día- es muy
importante para eliminar los restos de
sangre, que iban a provocar la situación
crítica que sufriría a partir de esa primera
noche y durante tres días: algunos coágulos,
por su tamaño, no eran arrastrados a través
de la sonda hacia el recipiente y causaban
una obturación. Con cada obturación sufría
un doloroso espasmo que me arrancaba
fuertes quejidos. Mi esposa sufría también
por mis dolores, sorprendida a la vez
porque, en 36 años de casados, jamás me
había escuchado un quejido. Es que nunca
había sufrido un dolor así, pese a que junto
con el suero pasaban calmantes y
antibióticos.
Afortunadamente esos espasmos no se
presentaban a cada rato, aunque si varias
veces al día y, por supuesto, también de
noche. El médico acudía dos o tres veces
por día para realizar lo que el llamaba
“trabajo de plomería”, es decir, cuidar que la
“cañería” se mantuviera desobstruída y
evitar así los dolorosos espasmos.
Mary siempre estaba a mi lado. También
dormía en la salita donde yo estaba
internado. Bueno, dormir es una manera de
decir: controlaba que no faltara suero, que
no desbordara la bolsa de drenaje... En fin,
se ocupaba de todo aquello que las
enfermeras
no
pueden
atender
permanentemente y, sobre todo, me
brindaba el afecto que ayuda a sobrellevar
los dolores mejor que la más eficaz
medicina.
En esos días la compañía de mi esposa fue
mi mejor sostén. Descifrábamos juntos
crucigramas, compartíamos los noticiosos
televisivos, comentábamos las alternativas

59
del postoperatorio, cambiábamos opiniones
sobre médicos y enfermeras, me ayudaba a
las horas de comer, procuraba que me
sintiera cómodo...
La jornada de Mary comenzaba a las 6 de
la mañana. Ya estaba levantada cuando, a
esa hora, llegaban las enfermeras para
higienizarme y controlar presión arterial,
temperatura y glucemia. A las 7 asistía a
misa en la capilla del hospital y regresaba
para desayunar juntos. Venía con el diario y
alguna medialuna de contrabando que
compraba en el bar del hospital. También
almorzábamos y cenábamos juntos. Ella
encargaba su comida en el bar y la iba a
buscar cuando se aproximaba por el pasillo
el carrito que distribuía los alimentos a los
enfermos.
A solas con el cura y mis
pecados
Siempre se las veía recorriendo los pasillos
y las salas del hospital, interesándose en la
evolución del estado de los enfermos e
infundiéndoles ánimo; supervisando la labor
de las enfermeras y la elaboración de la
comida destinada a los internados y
secundando a los médicos aquellas que,
además de ser monjas, tenían título de
enfermeras. Son las Hermanas Canossianas
Hijas de la Caridad-Siervas de los Pobres,
una congregación fundada en Italia.
En
1808,
en
Verona,
la
ciudad
inmortalizada por William Shakespeare con
el relato de un romance que aún perdura
400 años después, el de Romeo y Julieta,
fundó Magdalena de Canossia –luego
canonizada por la Iglesia- el Instituto de las
Hijas de la Caridad, asignándole la misión de
asistir a las personas que padecen
sufrimientos y que, por cierto, siguen
existiendo como hace 190 años.
A partir de ese Instituto surgió la
congregación canossiana que hoy cuenta
con alrededor de 4.000 monjas en todo el
mundo, incluyendo al hospital Italiano de La
Plata. Dos de ellas, que me visitaban
diariamente, me regalaron un libro, la

61
biografía de Josefina Bakhita, una esclava
africana, nacida en Sudán en 1869, quien
luego de sufrir en carne propia las más
atroces violaciones a los derechos humanos
–como se diría hoy- ingresó a la
congregación y fue beatificada por el Papa
Juan Pablo II en 1992.
En una de aquellas visitas una de las
monjas, la hermana Susana, me anunció
que, al día siguiente, me traería la
comunión.
- Pero hermana –le contesté- hace varios
años que no confieso. ¿Como voy a tomar la
Comunión?.
- Mañana, entonces, puedo traerle al cura
para confesarlo. ¿Que le parece?, respondió
la religiosa.
Acepté. ¿Que otra cosa podía hacer?. Así
fue como, al día siguiente, el padre Walter
estaba junto a mi cama. En ese momento
me visitaban mi hijo, la novia y sus padres,
quienes habían viajado desde su provincia,
Misiones. La monja les pidió a todos que se
retiraran de la habitación y quedé a solas
con el cura y mis pecados.
Resultó ser un cura muy simpático,
profundo conocedor de su oficio. No es
posible recordar todas las faltas cometidas
en años, pero algunas salieron a relucir. Rió
de buena gana cuando, tras impartir la
absolución y requerir el propósito de no
repetir los pecados, le dije:
- ¿Como piensa que puedo cometer algún
pecado en la situación en que me
encuentro?.
Y era cierto. Tendido en la cama, con una
sonda que penetraba el miembro y llegaba a
la vejiga, clavada en el brazo la aguja por
donde pasaba el suero, desprovisto de la
próstata, con una fístula que impedía la
cicatrización, mis posibilidades de pecar se
habían reducido drásticamente.
Por supuesto que a la mañana siguiente,
bien temprano, la hermana estaba en mi
habitación administrándome la Comunión.

63
No me faltaban alegrías
La

orina iba perdiendo paulatinamente su
inquietante coloración rojiza. Era un indicio
alentador, pues ello indicaba que los restos
de
sangre
estaban
desapareciendo,
evacuados por la sonda. Fue un gran alivio
advertir que había retornado el tradicional
color ámbar. No quedaba en la orina vestigio
alguno de sangre y ya no se formarían
nuevos coágulos. Los espasmos y el dolor
que me habían atacado durante tres días se
habían ido para no volver. Aún dentro de mi
situación, fue una gran alegría. Es que las
alegrías dependen de nuestras propias
circunstancias, de la actitud con que
afrontamos los problemas que se nos
presentan, de nuestras esperanzas y
expectativas.
Alegraban mi internación las visitas de mi
hija María José con su hija –nuestra única
nieta- Ayelén. La niña, hoy de 10 años,
había nacido en tierra mapuche, en San
Martín de los Andes. ¡ Como no iba a
alegrarme si hasta su nombre, en lengua
mapuche, significa alegría!.
Otro motivo de alegría fue cuando el
médico decidió que ya no era necesario que
mi único alimento fuera el suero y dispuso
que almorzara y cenara la comida preparada

65
en el hospital. Cuando hablamos de comida
de hospital no pensamos, por cierto, en el
arte gastronómico de el Gato Dumas. Sin
embargo, ¡ que sabrosos fueron aquellos
primeros bocados!... No soy amante de la
sopa ni del pollo y ese fue el primer menú
que me alcanzaron a la cama y que
resultó... ¡ delicioso!...
A partir de esa cena, cada vez que
escuchaba rodar por el pasillo de la sala el
carrito en el que traían la comida, se me
ocurría que estaba por deleitarme con el
más apetitoso manjar. Y era cierto porque,
en materia gastronómica, como en todos los
órdenes de la vida, nuestras exigencias
dependen de las circunstancias que nos
rodean. Si sabemos enriquecernos con
situaciones
como
esta,
seguramente
aprenderemos
a
abrir
nuevos
e
insospechados caminos por donde transitan
la alegría y la felicidad, aún en medio de la
adversidad.
Claro que, como también suele ocurrir, la
alegría no era completa. El dolor había
desaparecido pero mi estado no era
precisamente envidiable. Se había producido
una fístula que impedía el cierre de un punto
de la sutura. Para facilitar la cicatrización
debía permanecer en cama, quieto, con un
vendaje sobre la sutura y una faja que la
cubría. Antibióticos y antisépticos locales
trataban de combatir ese foco infeccioso.
Pero la cicatrización no llegaba. La
supuración de la fístula se había convertido
en un problema crítico. Varias veces al día el
médico,
Mary
y
yo
palpábamos
obsesivamente las gasas que cubrían ese
rebelde punto de sutura con la esperanza de
que estuvieran secas, pero no. Y mientras
persistiera la infección y continuara la
supuración debía resignarme a seguir
internado y con la sonda colocada.
Ello provocaba una agobiante sensación de
inutilidad y dependencia. Haber dejado de
trabajar, alejado del club y de la raqueta y
estar allí, obligado a hacerlo todo sin
moverme de la cama, requería una buena
dosis
de
paciencia
para
sobrellevar
semejante situación. Para ello contaba con
el cariñoso apoyo de Mary, infundiéndome
optimismo a cada momento, sin dejar que
cayera mi ánimo.

67
¡Jaque mate!
Claro

que, aún en esa situación, tenía mis
diversiones. Una de ellas era el ajedrez. No
soy un jugador calificado, jamás leí un libro
de teoría, pero me apasiona. Mi hijo
Francisco Javier en una de sus visitas me
hizo un regalo: un juego de ajedrez de doble
uso, computarizado y manual. Un enfermero
descubrió el tablero y me desafió. A partir
de entonces, con frecuencia, al terminar su
turno venía a jugar alguna partida. Pero no
me
acostumbré
a
jugar
contra
la
computadora, pues me resultaba aburrido.
No concibo una partida de ajedrez sin un
rival enfrente.
Otra de mis diversiones era la televisión.
Abierta, porque el hospital no estaba
abonado a ningún cable. Jamás había tenido
tanto tiempo libre para ver televisión y, en
consecuencia, jamás había tenido una
oportunidad
así
que
me
permitiera
comprobar personalmente la pobreza de la
programación. Sólo pude tolerar los
informativos, programas políticos y alguna
película.
Me hubiera gustado dedicar buena parte de
ese tiempo libre a la lectura, pero no
lograba concentrarme. Mis lecturas no iban
más allá del diario y algunas revistas,

69
especialmente aquellas que suelen publicar
notas sobre astronomía, mi vocación
frustrada, aunque no me arrepiento de
haber dedicado mi vida al periodismo. Me
apasionan
los
grandes
enigmas
astronómicos, conocer el origen del universo
y su colapso final. Me gustaría pertenecer a
este mundo el día más trascendente para la
humanidad: cuando se descubra vida
extraterrestre, pero dudo que pueda llegar a
celebrar ese acontecimiento.
Permanecer en cama día tras día no sólo
es molesto, sino también peligroso por las
posibles complicaciones circulatorias y
pulmonares que suelen sobrevenir. En esto
hay que ser muy cuidadoso. El cirujano
había convocado a dos especialistas para
que siguieran la evolución de mi estado y
controlaran las funciones respiratoria y
circulatoria y la glucemia. Esta se mantuvo
en niveles en general aceptables.
En
cuanto
al
eventual
riesgo
cardiopulmonar, para neutralizarlo me
enseñaron a practicar dos ejercicios, bien
sencillos por cierto, pues debía hacerlos sin
abandonar la cama. Uno de ellos estaba
destinado a que los pulmones no olvidaran
su trabajo. Para ello, cada hora inspiraba y
expiraba profundamente diez veces. Con el
otro ejercicio activaba la circulación,
moviendo los pies y flexionando ligeramente
las piernas, también diez veces cada hora.
Tal vez estos ejercicios no sean los más
apropiados
para
alcanzar
un
alto
rendimiento deportivo, pero me ayudaron
mucho porque, además de neutralizar el
riesgo de complicaciones, eran un verdadero
entretenimiento.

71
Un gran avance: podía
levantarme
En

ese marco, la determinación que
anunció el doctor Malaspina desató una
explosión de júbilo: ¡ me retiraban el
suero!... No sólo se trataba de un claro
indicio de mejoría sino que, al quedar
liberado de la permanente aplicación de
suero que limitaba mis movimientos, podía
lograr la mayor conquista desde el primer
día de mi internación: ¡ podía levantarme!...
Poder levantarme era una verdadera
bendición. Pude descubrir en toda su
magnitud lo importante que es, y revalorizar
ese
hecho
cotidiano,
repetido
mecánicamente cada mañana cuando
saltamos de la cama, a veces hasta de mal
humor cuando, en realidad, deberíamos
malhumorarnos, y mucho, de no poder
hacerlo.
Poder levantarme significaba retornar al
ejercicio de prácticas cotidianas tan sencillas
que sólo reparamos en ellas cuando nos
vemos imposibilitados de realizarlas. En
esos casos ¡ cuanto varían nuestras
expectativas y aspiraciones!... Ya no se trata
de salir de vacaciones, viajar, comprar un
automóvil, remodelar la vivienda, sino de
alcanzar
logros
más
modestos
y

73
aparentemente triviales como –en mi casollegar al inodoro por mis propios medios,
afeitarme e higienizarme sin ayuda de las
enfermeras, almorzar y cenar sentado a la
mesa, asomarme a la ventana...
La calle donde está ubicado el hospital
Italiano es escasamente atractiva, cuyos
edificios no constituyen, por cierto, un
alarde arquitectónico. Sin embargo, cuando
dejé la cama y, por primera vez, asomé a la
ventana, descubrí el paisaje más encantador
que jamás se hubiera presentado ante mi
vista. Era el mismo de siempre pero, de
pronto, había adquirido una atracción
especial, tal vez porque nunca había
deseado tanto acercarme a una ventana y
mirar hacia la calle.
Pero la coronación de estas pequeñas
grandes satisfacciones llegaría exactamente
al
cumplirse
la
cuarta
semana
de
internación. Recordemos que aquella fístula
que se negaba a cicatrizar era la causante
de la demora en salir del hospital y se había
convertido en una obsesión para el doctor
Malaspina y, por supuesto, también para mi.
Pasaban los días -y las semanas- y por culpa
de esa infección debía continuar con la
sonda que evacuaba la orina y limitaba mis
movimientos pues, si bien podía realizar
pequeñas caminatas dentro de la habitación,
no podía separarme de la bolsa donde la
vejiga desagotaba la orina a través de la
sonda.
En realidad, ya estaba en condiciones de
abandonar el hospital, pero con la sonda
puesta y su inseparable bolsa de plástico, si
bien esta podía ser reemplazada por otra de
menor tamaño, atada a una pierna, para
facilitar los movimientos. Pese a las ganas
que tenía de retornar a nuestro hogar, no
quería hacerlo portando la sonda y la
bolsita, no sólo por una cuestión de imagen
sino porque, al alejarme 70 kilómetros del
hospital platense, no sería sencillo ir en
busca de auxilio si se presentaba alguna
complicación.

75
¡Soy un hombre libre!..
Con

el correr de la cuarta semana de
internación avanzó notablemente la curación
de la fístula. Cada día drenaba menos y al
cumplirse exactamente los 28 días, las
gasas aparecieron secas: ¡ había terminado
el proceso de cicatrización!... Esa mañana el
doctor Malaspina hizo el anuncio que tan
fervientemente había estado esperando
durante tantos días:
- Voy a retirar la sonda y hoy mismo volverá
a casa.
Y así lo hizo. Apenas sentí un tirón, breve,
seco, y el médico ya tenía la sonda en sus
manos. La enfermera la tomó y arrojó al
tacho de los desperdicios. El reinado de la
sonda había terminado. ¡ Yo era un hombre
libre!... En ese momento todos -el doctor
Malaspina, la enfermera, Mary y yoexperimentamos una jubilosa sensación de
triunfo. No sería exagerado afirmar que allí
había comenzado una nueva etapa de mi
vida.
De inmediato comencé a ejercer la libertad
que había obtenido. Me vestí por primera
vez en un mes y, luciendo indumentaria
deportiva, salí a recorrer el pasillo
acompañado por Mary. Mucho disfruté de
este mi primer paseo. Monjas y enfermeras

77
me saludaban alegremente. Me sentía débil
pero... ¡ estaba caminando!...
Nunca imaginé la satisfacción que es capaz
de producir un paseo por los despojados
pasillos de un hospital.
Se aleja un fantasma
Mi

situación
había
mejorado
sensiblemente, pero aún persistía una
amenaza que, de concretarse, desbarataría
la alegría que experimentaba al culminar mi
internación. Se trataba de aquella temida
secuela de una operación de próstata: la
incontinencia. En muy poco tiempo más –tal
vez en pocos minutos- sabría si mi vejiga
había olvidado, o no, cumplir cabalmente su
función, luego de cuatro semanas de total
inactividad.
El doctor Malaspina me había dicho que no
me preocupara si, en los primeros días, se
presentaba la incontinencia, pues ello era
normal luego de un uso prolongado de la
sonda, hasta que la vejiga retomara su
ritmo normal y se normalizara la micción.
Por las dudas, me había colocado un apósito
femenino absorbente cedido previsoramente
por mi esposa.
Tras el paseo por los pasillos retornamos a
la habitación para preparar el equipaje. No
podíamos dejar de asociar esta tarea con el
recuerdo de otra similar, repetida en cada
viaje cuando nos preparábamos para dejar
el hotel. Recordamos nuestros últimos
viajes, a Jamaica, La Habana, Varadero,
Acapulco, Cancún, Punta Cana, Miami,

79
Madrid, Las Palmas, Fátima, Galicia, la tierra
de Mary... pero ahora no estábamos en
ninguno de esos lugares sino en el hospital
Italiano de La Plata, y no precisamente en
viaje de placer. El recuerdo de esos días
felices nos animó: ¡ los repetiremos!...
Ya teníamos decidido no retornar de
inmediato a casa. Era mi deseo regresar
cuando estuviera algo más fortalecido. A la
vez, estando en La Plata podía buscar
rápidamente ayuda en el hospital en caso de
que la necesitara. Así es que habíamos
reservado habitación en el hotel Corregidor,
el mismo donde nos alojamos cuando me
practicaron la biopsia cuya revelación dio
origen a esta aventura platense. Mi hijo
Francisco Javier ya había llegado al hospital
con su auto para trasladarnos al hotel.
Antes de partir palpé el apósito y... ¡ estaba
seco!... Pasé al baño y oriné normalmente.
¡ No se había presentado la temida
incontinencia!... Ese fantasma que tanto me
había atormentado ya no rondaba a mi
alrededor. Poco más de una hora después
que la sonda había sido retirada, la vejiga
respondió satisfactoriamente, demostrando
recordar cabalmente el cumplimiento de su
misión. Por precaución seguí usando los
apósitos algunos días, hasta que comprobé
que no eran necesarios.
Ya en el auto, me resultaba muy extraño –
y alentador- estar circulando por las calles
platenses en un soleado mediodía de fines
de agosto, con una temperatura agradable
para esta época del año. Nuestra primera
visita fue al santuario de Nuestra Señora de
la Victoria, donde se venera la milagrosa
imagen de María Rosa Mística, culto
profundamente arraigado no sólo en La
Plata sino también en muchas otras
ciudades. Es muy frecuente la llegada aquí
de fervorosas peregrinaciones de las más
diversas
procedencias,
particularmente
numerosas los días 13 de cada mes. Quien
quiera conocer los milagros de la Rosa
Mística, como la llaman los fieles, no tiene
más que acercarse al santuario un día 13 y
hablar con los peregrinos. Nosotros bajamos
a rezar, a pedir y dar gracias, que buenas
razones teníamos para ello.
Mis movimientos no tenían, por cierto, la
agilidad de un felino. No es fácil retomar el
ritmo luego de casi un mes en cama. Trepar
los 8 escalones de la entrada del hotel
Corregidor resultó una prueba de fuego.
Jamás imaginé que subir apenas 8 escalones
requiriera semejante esfuerzo. Para colmo,
tan prolongada inmovilidad había agudizado
un proceso de artrosis en ambos tobillos y el
dolor se hacía sentir a cada paso. ¡ Pero
estaba caminando!...
Mary y yo nos instalamos en una
habitación del octavo piso, frente a la plaza
San Martín. Fue allí donde experimenté una

81
de mis mayores satisfacciones: ¡ bañarme
bajo la ducha!... Hacía un mes que mi
higiene dependía de una palangana y una
esponja. Y de las enfermeras, mientras
estaba en cama. Es admirable la destreza
que desarrollan para manejar a los
enfermos, darlos vuelta como si fueran
tortillas aunque estén excedidos de peso,
como en mi caso. En cuanto pude
levantarme, y con la ayuda de Mary, dejé de
necesitar el auxilio de las enfermeras para
higienizarme,
pero
siempre
a
pura
palangana y esponja. Por eso aprecié tanto
aquella primera ducha en el hotel Corregidor
y sigo revalorizando cada día esa sencilla
práctica higiénica. Quien no lo haya podido
hacer durante un mes comprenderá el valor
de una buena ducha.
El paisaje lucía notablemente mejorado
respecto del que se presentaba frente al
hospital Italiano. He transitado con mucha
frecuencia por la plaza San Martín, pero
nunca la había observado desde la altura de
un octavo piso, como lo hacía ahora.
También resultaba más acogedor el ámbito
interior. La habitación del hotel era mucho
más confortable que la que había dejado en
el hospital y que a esas horas seguramente
estaría ya ocupada por otro paciente que
comenzaría a repetir una experiencia similar
a la mía.
¡Chau, pucho!...
En

cuanto oscureció salimos a caminar.
Pasamos frente a la Casa de Gobierno,
donde desde hacía un mes se las arreglaban
sin mi presencia. Afortunadamente nadie es
imprescindible,
aunque
todos
seamos
necesarios. Cruzamos la plaza San Martín,
llegamos a la calle 7 y nos sentamos a
tomar un café en la confitería París, una de
las más tradicionales de esta ciudad. Jamás
iba a esa confitería porque yo, fumador
empedernido, no toleraba que estuviera
prohibido fumar en todo el ámbito del
espacioso
salón.
Agresivos
carteles,
anunciando
esa
prohibición,
estaban
colocados en las puertas y en cada una de
las mesas. Los fumadores no eran
bienvenidos aquí donde no tenían reservado
ni un mísero rincón y, como me sentía
discriminado,
sencillamente
jamás
concurría. Pero durante el mes de
internación no fumé –obviamente en los
hospitales no se fuma- y al recuperar la
libertad no sentí deseo alguno de encender
un cigarrillo.
En pocos días desapareció la dificultad que
frecuentemente sufría al respirar. Devolví a
mis pulmones su capacidad purificadora
enviándoles oxígeno, en lugar de humo,

83
nicotina
y
alquitrán.
Había
iniciado
exitosamente
el
camino
para
dejar
definitivamente esa mala costumbre, pero
claudiqué al retornar al trabajo, donde
comencé a fumar, moderadamente. Mi
divorcio con el tabaco no fue total y
absoluto, pero hoy puedo controlarlo.
Recuerdo que antes de la internación,
cuando durante la noche descubría que no
tenía cigarrillos, no demoraba un minuto en
salir a comprarlos, a cualquier hora. Eso ya
no ocurre. Por el contrario, no he vuelto a
fumar en mi hogar, ni en ningún otro ámbito
que no sea la oficina. Es decir, paso todos
los fines de semana sin fumar y me he
liberado de la compulsión que me obligaba a
estar siempre acompañado por un paquete
de cigarrillos (o dos). Sigo fumando, es
cierto, pero lo hago cuando yo quiero y no
cuando el cigarrillo me obliga a encenderlo.
No será lo ideal, pero es un buen comienzo
para todo aquel que esté dispuesto a no
seguir castigando sus pulmones y su
corazón. Si logra controlar el deseo de
fumar e imponer su voluntad en lugar de
rendirse ante el primer pucho, habrá
avanzado
mucho
y
podrá
disfrutar
plenamente de otras satisfacciones que no
se hacen humo, como el sexo, los deportes,
la salud, la vida.
Aquella no fue nuestra única visita a la
confitería París, donde ya no me sentía
discriminado ni agredido por la prohibición,
pues ahora no me afectaba. Nuestros
paseos eran breves, limitados por el dolor
causado por la artrosis en los tobillos, que
no era obstáculo para descubrir los encantos
de esta pequeña porción de la ciudad,
alrededor de la plaza San Martín, que tantas
veces transité sin disfrutar, apremiado por el
trajín del trabajo cotidiano. Es muy distinto
cruzar la plaza apurando el paso y mirando
el reloj, que sentarse plácidamente en un
banco al borde de los canteros floridos, en
una mañana soleada, leyendo el diario o
descifrando crucigramas junto con Mary y, a
la vez, observando a otras personas que
cruzan la plaza con paso apurado, mirando
el reloj.
Al día siguiente, junto con Mary visitamos
al padre Walter en la parroquia de San
Ponciano, una de las iglesias más
tradicionales de la ciudad de La Plata. Le
llevamos un donativo para la obra de
Cáritas.
El padre Walter se alegró mucho por mi
visita. Mi alegría fue mayor aún porque
había podido llegar caminando a la iglesia de
San Ponciano liberado, aunque todavía
parcialmente, de las calamidades que había
estado sufriendo durante las últimas
semanas. Tenía motivos suficientes para dar
gracias a Dios. La fe siempre es una buena

85
compañía cuando se trata de superar un
trance difícil.
Antes de operarme había acudido al
santuario de Fátima donde hice la promesa
de una donación. Otras personas se
acordaron de mi salud en sus oraciones,
además
de
mi
familia.
Mary,
una
colaboradora del obispado Mercedes-Luján,
hizo una oración en esa diócesis pidiendo
que Jesús operara con las manos del
cirujano.
¿Ha ocurrido un milagro?
Estas

manifestaciones de fe determinaron
que mi esposa, que es una mujer de fe,
atribuyera a un milagro un aspecto
misterioso de mi enfermedad. Se trata de
los resultados de las biopsias practicadas
antes y después de la intervención
quirúrgica. La primera no dejaba lugar a
dudas: reveló inequívocamente cáncer de
próstata, nada menos que con compromiso
del 40% del parénquima prostático. Este
resultado es el que determinó a aplicar
cuanto antes el remedio quirúrgico.
En cambio, cuando el doctor Malaspina
envió la próstata extirpada al laboratorio del
hospital
Italiano,
el
estudio
anatomopatológico reveló “múltiples focos
de necrosis y postatitis aguda”, pero no
hallaron células cancerosas: “No se observó
neoplasia atípica”, señaló el resultado de
esta nueva biopsia, con la firma del doctor
Horacio Pianzola.
¿Donde estaban las células cancerosas
descubiertas en el laboratorio del CIMED,
uno de los más calificados de la ciudad de La
Plata?.
¿Habían
desaparecido
misteriosamente sin dejar rastros?.
El doctor Malaspina quiso develar el
misterio. Hizo hacer una nueva biopsia, que

87
arrojó idéntico resultado, sin rastros de
cáncer, y realizó una averiguación en el
CIMED, donde le garantizaron que no se
había registrado error alguno, ni en cuanto
al paciente, ni respecto de la exactitud del
resultado.
Le
aclararon
que
aquel
compromiso del 40 % no se refería
globalmente a la glándula sino a la pequeña
muestra extraída.
Quedaron flotando tres hipótesis. Una es
que, pese a la afirmación del CIMED, se
haya deslizado un error en la primera
biopsia. No se podría conjeturar un error en
la segunda, pues sus resultados fueron
confirmados por un nuevo estudio.
Otra hipótesis, a la que suscribe el doctor
Malaspina, interpreta que existieron células
cancerosas, pero fueron las únicas aquellas
que aparecieron en el estudio del CIMED. Es
decir, fue extraído en la biopsia el único
tejido canceroso que había en la próstata.
¿Puede ocurrir una casualidad semejante?.
La tercera hipótesis, a la que adhiere mi
esposa, tiene que ver con la fe: el cáncer
desapareció, no misteriosamente, sino
milagrosamente.
Como lo había hecho antes de operarme,
pero enarbolando ahora el resultado de la
nueva biopsia, acudí al consultorio del
doctor Carlos Arturo Bas quien, exultante,
sostuvo que era "el mejor resultado" que
podía haber obtenido. Me acompañaba Mary
y fue ella quien disparó la pregunta:
- ¿Habrá sido necesaria la operación, siendo
que ahora no aparecen células cancerosas?.
Fue entonces cuando, respondiendo a ese
interrogante, el especialista formuló una
cuarta hipótesis: cuando, previo a la
intervención quirúrgica, se administran
medicamentos como el Lupron Depot o el
Asoflut -prescriptos en su momento por el
doctor Malaspina- el tratamiento puede
provocar la remisión total del mal, es decir,
la desaparición de las células cancerosas.
Máxime cuando, como en mi caso, el
desarrollo de la enfermedad era incipiente.
Ello explicaría la diferencia entre los
resultados de la primera y de la segunda
biopsia.
Yo no tengo elementos que me permitan
inclinarme razonablemente por alguna de
estas hipótesis. Pero puedo brindar un
consejo a quienes una biopsia les depara la
desagradable sorpresa de un cáncer de
próstata: hacer una nueva biopsia antes de
decidir la operación.

89
De vuelta a casa...¡ vivo!
Mi

estado físico no era, precisamente, el
de un atleta entrenado para correr un
maratón,
pero
había
mejorado
sensiblemente, al punto que decidimos
volver a casa. Ya no había razón para
permanecer en La Plata.
Desayunamos, pagamos la cuenta del
hotel, Mary empuñó el volante e hicimos
nuestro último recorrido por las calles
platenses rumbo a la autopista.
Había pasado más de un mes desde que
salimos de casa dispuestos a emprender
esta gran aventura quirúrgica en el hospital
Italiano.
Resultaba
emocionante
este
reencuentro con el paisaje doméstico. La
ausencia, aunque sea relativamente breve,
permite revalorizar lo cotidiano, aquello en
lo que ya no reparamos por ser demasiado
conocido.
Se comprende mejor así la nostalgia de
quienes, por cualquier circunstancia, sufren
un
prolongado
desarraigo:
exiliados,
refugiados, inmigrantes... Ninguno de esos
era mi caso, pero sentí la incomparable
alegría de estar nuevamente en mi hogar
luego de un mes de ausencia... ¡ y haber
regresado vivo!.

91
Junto
con
Mary
iniciamos
breves
caminatas, que se iban extendiendo cada
día. Yo llevaba una faja por indicación del
médico, para evitar que algún esfuerzo
involuntario pudiera dañar la sutura. No
debía tratar de levantar objetos pesados y,
por algún tiempo, no haría ejercicios
violentos ni conduciría el automóvil. Mary se
había convertido en enfermera amateur,
diestra en fajarme con la tensión justa,
cambiar los apósitos y aplicar polvos
cicatrizantes, prácticas que continuábamos
por precaución.
Es
muy
importante
para
el
restablecimiento físico y beneficioso para
mejorar el estado anímico realizar algún tipo
de actividad, como las caminatas. Infunde
optimismo comprobar que es posible alargar
cada día los recorridos y que el esfuerzo
requerido es menor al recuperar fuerzas
paulatinamente. Se debe cuidar no caer en
los extremos: no exigirse más de lo que el
cuerpo permite, pero tampoco dejarse estar,
desanimado por una situación que, en todo
momento, debe considerarse pasajera.
En esos días me enteré que Mario Pociello,
el amigo paddelista que junto con su esposa
había estado con nosotros el día de la
operación, acababa de sufrir su propia
intervención
quirúrgica,
afectado
de
pancreatitis. Había sido llevado de urgencia
al Policlínico Bancario y, pocas horas
después, ingresaba al quirófano.
Aquella tarde, cuando lo saludé a través
del vidrio desde la sala de recuperación del
hospital Italiano, no podría haber pensado
siquiera que, poco tiempo después, nuestra
situación se invertiría, cosa que suele ocurrir
en todos los órdenes de la vida, donde
aquello que poseemos –salud, bienes
materiales, felicidad- suele ser efímero.
Afortunadamente, también el dolor, la
enfermedad, suelen ser pasajeros.
Ahora éramos Mary y yo quienes acudimos
a visitar al amigo internado. Todavía fajado,
me animé a conducir el coche. Fue la
primera vez que lo hice luego de la
operación. No resultaba imprudente pues
había pasado más de un mes desde que salí
del quirófano. Por supuesto que no sufrí
molestia ni complicación alguna y ello me
animó a emprender mi segundo raid como
conductor, esta vez rumbo al santuario de
Fátima, de la avenida Mariano Acosta 2979.
Fue el 13 de setiembre, pues los días 13 de
cada mes se rinde culto a la Virgen.
Asistimos a misa en acción de gracias por mi
restablecimiento y cumplimos la promesa de
entregar un donativo, que sirvió para
financiar un trabajo de carpintería: la
biblioteca del colegio parroquial.
El santuario está ubicado en un barrio
humilde y la iglesia y el colegio cumplen una
importante misión social, asistiendo a las

93
familias de menores recursos y brindando no
sólo educación sino también alimentación a
los niños. Mucha gente hace llegar su
ayuda. Obras como esta generan una
corriente solidaria más fuerte que el
egoísmo que parece ser una característica
de nuestro tiempo.
Regreso al trabajo
Finalmente,

llegó el momento de retornar
al trabajo. Fue mi ausencia más prolongada
-incluyendo los períodos de vacacionesdesde que, en diciembre de 1991, llegué a
La Plata para trabajar como director de
Prensa,
convocado
por
el
entonces
gobernador electo Eduardo Duhalde. Esta
fue mi primera experiencia laboral en el
sector público luego de tantos años de labor
periodística en medios privados.
Ahora, al finalizar luego de dos períodos de
gobierno –Duhalde fue reelecto en 1995,
cuando el pueblo bonaerense le confirió un
nuevo mandato, hasta fines de 1999- la
considero una experiencia enriquecedora,
pero que no reemplaza la pasión que
enciende
el
ejercicio
del
periodismo
practicado en un diario –que es mi fuerte- o
en cualquier otro medio.
El periodismo es, además de apasionante,
un oficio altamente competitivo, ya se lo
practique en una empresa privada o
desarrollando una labor de prensa en algún
organismo estatal. El periodista actúa en un
ámbito donde muy fuertes intereses
gravitan y ejercen presiones de distinta
naturaleza.

95
En ese marco, podría decirse que son poco
aconsejables las ausencias demasiado
prolongadas. En estos tiempos –y no sólo en
el periodismo- un puesto de trabajo es algo
particularmente codiciado. Sin embargo, no
era este un tema que me preocupara
demasiado.
Con
hijos
que
siempre
necesitarán una ayuda pero ya no dependen
exclusivamente del apoyo económico de los
padres,
la
jubilación
y
la
vivienda
aseguradas y algunos ahorros, podía
imaginar el tramo final de mi vida sin
mayores sobresaltos económicos.
Además, si la prolongada ausencia hubiera
debilitado mi posición laboral y fortalecido a
algún eventual reemplazante, seguramente
no me faltaría alguna changuita que,
además de arrimarme algunos pesitos, me
mantuviera activo. De todas maneras, tengo
el propósito de jubilarme. Cuando hice este
comentario a mi vecino, el médico doctor
Bochi, desaprobó la idea. Dijo que el trabajo
ayuda a mantener la salud física y mental y
no se lo debe abandonar, mientras se
pueda. (Nota del autor: me jubilé a fines de 1999. A partir
de entonces me dedico al periodismo digital editando
Parlamenta, www.parlamenta.com.ar).
Pero mi situación en la Gobernación no
había variado. A mi regreso volví a ocupar
mi puesto de trabajo y todos parecían
alegrarse. Retorné al ritmo habitual, que
comienza con el cotidiano viaje a La Plata, a
70 kilómetros de mi casa. El hecho de
contar con coche oficial y chofer disimula,
por cierto, el hecho de tener que
desplazarme diariamente 140 kilómetros
para ir a trabajar (y volver).
Sin embargo, suelen ocurrir imponderables
capaces de modificar, más allá de nuestra
voluntad, no sólo las situaciones laborales,
sino también las que involucran otros
aspectos de la vida del hombre, incluyendo
el quehacer político. En e
ste caso se había
registrado,
durante
mi
ausencia,
la
formación de un nuevo equipo político y de
difusión, al margen de la estructura de
gobierno, encargado de la campaña
presidencial del gobernador, quien asomaba
como firme aspirante a instalarse en la Casa
Rosada. Pero no fue así. Fernando de la Rúa
resultó electo presidente de la Nación,
dándose luego la curiosa circunstancia de
que, jaqueado por la crisis desatada en el
país, renunció...¡ y fue sucedido por
Duhalde!
quien,
de
pronto,
por
determinación de la Asamblea Legislativa,
llegó a la meta que las urnas le habían
impedido alcanzar y pudo sentarse en el
sillón de Rivadavia.
La creación de aquel equipo actuaba como
una divisoria de aguas, para no mezclar lo
institucional con lo proselitista. En estos
tiempos en que la lucha política se
enardece, como habitualmente ocurre
cuando
se
aproxima
una
elección

97
presidencial, deben cuidarse todos los
detalles como, por ejemplo, que no pueda
sospecharse siquiera que los funcionarios,
que son pagados con el dinero de todo el
pueblo, estén al servicio de una campaña
proselitista, este caso la de Duhalde.
Y he aquí que uno de aquellos
imponderables
vino
a
modificar
imprevistamente mi situación laboral. El
secretario de Comunicación Social, Carlos
Ben, pasó a integrar el nuevo equipo
político, renunció a su cargo y fue
reemplazado por el diputado provincial
Daniel Chicho Basile, quien dejó su banca
para ocupar la Secretaría que había quedado
vacante. Como se estila en estos casos,
todos
los
directores
del
área
de
Comunicación Social presentamos nuestras
renuncias. Nadie habría imaginado que,
coincidentemente con la finalización del año
1998, todos seríamos renunciantes. Pero
Basile decidió emprender su gestión
acompañado por varios de los funcionarios
que
habíamos
renunciado,
quienes
continuamos en nuestros cargos hasta la
finalización del período gubernativo, el 10 de
diciembre de 1999.
"Se me ha dispersao la
hacienda"
El

flamante secretario de Comunicación
Social asumió ante una enfervorizada
concurrencia que colmó el Salón Rojo de la
Gobernación y lo ovacionó cuando prestó
juramento ante el gobernador Duhalde.
Entre todos los presentes uno llamó
especialmente la atención: el dirigente
radical porteño Enrique Coti Nosiglia, quien
fuera ministro del Interior durante la
presidencia de Alfonsín, y cuya trayectoria
política estuvo siempre rodeada por un halo
de misterio, atribuyéndosele un manejo del
poder detrás del trono. No faltaron las más
disparatadas especulaciones sobre esa
presencia, pero ocurre -y aquí está la
explicación- que Basile y Nosiglia comparten
una pasión que suele neutralizar las
rivalidades y afinidades generadas por las
luchas políticas: el fútbol. En este caso,
ambos están identificados con los colores
azul y oro. La estrecha afinidad que los une
parte de la común militancia en el club de
sus amores: Boca Juniors.
Las ceremonias de asunción no gozan de
mi predilección. Trato de eludirlas. No me
gustan los amontonamientos. Tampoco la
hipocresía que suele asomar en ellas. Pero a

99
muchas debí asistir como periodista. Si la
trayectoria de los hombres que desempeñan
funciones públicas suele sufrir tremendos
altibajos, las ceremonias de asunción
forman parte del barómetro que registra
ascensos y descensos.
Constituyen un rito donde mucha gente
rodea al nuevo funcionario, pugnando por
acercársele y apabullarlo con aplausos,
felicitaciones y buenos augurios que, en
algunos casos, son sinceros. En cambio,
cuando el funcionario se va, suele hacerlo
en soledad. Y si se va porque ha caído en
desgracia, la estampida alcanza hasta los
amigos que, en realidad, nunca lo fueron.
Esto no es nuevo. Ocurre desde los
tiempos de Cristo. Siempre habrá millares
en el momento del reparto, dispuestos a
saborear panes y peces en abundancia, que
se borrarán en el momento de la crucifixión.
Desde entonces actitudes así se han
repetido por millares en todo el mundo a
través de los siglos. La Argentina no podía
ser una excepción. Corría la tumultuosa
década de los 70 cuando Deolindo Felipe
Bittel asumió la conducción del Consejo
Nacional Justicialista. A Perón le había dado
el cuero para retornar al país pero ese
cuero, curtido en tantas tempestades
políticas, estaba ya debilitado. Murió, lo
sucedió Isabelita y sobrevinieron tiempos
difíciles para la República.
Bittel, en cada uno de sus frecuentes
viajes a Buenos Aires, se alojaba en el
modesto hotel Castelli, del barrio del Once,
que en esas ocasiones se convertía en una
romería. Decenas de dirigentes políticos y
periodistas lo entrevistaban cada mañana en
el bar del hotel, que se transformaba en un
verdadero pandemonium.
En la noche del 23 de marzo de 1976 se
había reunido la Multipartidaria, con Bittel,
Ricardo Balbín y dirigentes de prácticamente
todo el espectro político nacional. Trataban
de buscar una salida que evitara el golpe de
Estado, cuya inminencia conocían hasta los
chicos del colegio. Fue entonces cuando
Balbín pretendió infundir confianza con
aquella frase de Almafuerte: "Todo enfermo
incurable tiene cura cinco minutos antes de
la muerte", frase poética y esperanzada,
pero de escaso rigor científico y dudosa
aplicación al ámbito político.
Esa noche concerté un encuentro con Bittel
para el día siguiente, pues debía seguir de
cerca el resultado de las gestiones
emprendidas por la Multipartidaria. Pero ese
día, 24 de marzo de 1976, estalló el golpe.
El enfermo incurable, en este caso la
democracia, no había tenido cura. Había
muerto.
Realmente no pensaba encontrar a Bittel
en el hotel pero, por las dudas, acudí a la

101
cita a la hora señalada. Y allí estaba, en el
bar, ocupando la mesita de siempre, delante
de un pocillo de café vacío, pero solo,
conmovedoramente solitario. El bar estaba
tan vacío como ese pocillo de café que Bittel
había bebido mientras me esperaba.
Me recibió con una frase que procuraba
disimular, con humor, el éxodo total,
absoluto, de políticos y periodistas:
- Se me ha dispersao la hacienda.
Era ahora un pastor sin rebaño. Había
dejado de ser noticia. Otros personajes,
predominantemente uniformados, ocupaban
las primeras planas. Nuevos funcionarios
repetían el rito de las ceremonias de
asunción, donde mucha gente pugnaba por
acercárseles y apabullarlos con aplausos,
felicitaciones y buenos augurios.
Finalmente, ellos también debieron irse
tras la resurrección de la democracia,
mientras Bittel volvía a estar rodeado por
quienes le brindaban aplausos, felicitaciones
y buenos augurios, al jurar como legislador.
La historia, ¿siempre se repite?.
Agonía y muerte de Crítica
En

realidad, no sólo yo sino todo
periodista está acostumbrado a los ceses
abruptos en su trabajo, ya sea por despido,
por cierre de empresas o, en casos más
afortunados, por recibir la oferta de un
trabajo mejor remunerado. Yo he pasado
por todos los casos y referiré dos, ocurridos
en Crítica y en Clarín.
Hace ya casi medio siglo trabajaba como
cronista político del diario católico El Pueblo,
ya desaparecido, y tuve la oportunidad de
mejorar mi situación salarial, profesional y
sentimental incorporándome como cronista
político y parlamentario al legendario diario
Crítica, que marcó todo una época en el
periodismo
argentino.
Digo
también
sentimental porque en ese diario conocí a
Mary, mi novia de entonces y esposa desde
hace 36 años.
En Crítica sufrí el cierre de la empresa,
ocurrida en 1962, sin llegar a cobrar un sólo
centavo de indemnización. ¿Por qué cerró
un diario con tan enorme caudal de lectores
que alcanzó tiradas nunca superadas en su
época, ni durante muchos años después?.
Tiene su explicación. El diario de Natalio
Botana tenía su fuerte en los sectores
populares, con un estilo considerado

103
sensacionalista, que ofrecía abundante
información turfística, policial y deportiva y
las noticias políticas más estridentes.
Durante la presidencia del general Perón el
gobierno compró el diario. Cuando Perón fue
derrocado, en 1955, los herederos de
Botana intentaron recuperarlo judicialmente,
argumentando que se había tratado de una
compra extorsiva, pero fracasaron en el
intento. El gobierno de la llamada revolución
libertadora lo entregó a un líder radical
porteño, el doctor Santiago Nudelman, quien
asumió la dirección. Para ello fue simulada
la formación de una cooperativa del
personal pero, en realidad, el traspaso del
diario a manos de Nudelman se trató, podría
decirse, de un premio al antiperonismo del
dirigente radical y a su fidelidad a los
objetivos de la revolución triunfante.
Desde la dirección del diario, Nudelman
modificó radicalmente la concepción, el
estilo y el contenido del diario. Dejó de ser
un diario sensacionalista y se transformó en
un diario serio. Incorporó noticias sociales y
páginas culturales. Pero los lectores
tradicionales de Crítica no se sintieron
identificados y dejaron de comprarlo. Y
aquellos lectores que Nudelman trataba de
captar tenían otros diarios que interpretaban
mejor sus gustos e intereses. El resultado
fue que Crítica se fue quedando sin lectores
y, consecuentemente, sin avisadores.
En aquellos tiempos el radicalismo se había
dividido entre Intransigentes (la UCRI,
encabezada por Arturo Frondizi) y del Pueblo
(la UCRP, liderada por Ricardo Balbín). Pese
a que Nudelman militaba en el radicalismo
del Pueblo, el gobierno de Frondizi, instalado
en 1958, le brindó oxígeno para que el
diario pudiera sobrevivir y esto ocurrió hasta
1962, cuando Frondizi fue derrocado y,
consecuentemente, desprovisto de esa
máscara de oxígeno, Crítica sufrió la asfixia
financiera que lo condujo a la muerte.
Hubo algunos intentos de reflotarlo, pero
todos fracasaron. Tuvo más suerte Héctor
Ricardo García quien, con ese fino olfato que
lo caracteriza, salió a ocupar el espacio
vacante que había dejado Crítica fundando
Crónica en 1963, iniciativa coronada por el
éxito que aún perdura. No sólo siguió
aquella
línea
tradicional
del
diario
desaparecido, sino que imitó el logo y llevó
a trabajar a Crónica a quien había sido
secretario general de redacción y alma
mater de Crítica, Juan Carlos Petrone.
Finalmente el Estado tomó posesión de los
bienes de Pampa, la empresa editora de
Crítica y así fue como dependencias de la
Policía Federal ocuparon el majestuoso
edificio de la avenida de Mayo 1333. De su
frente fue sacado el mármol donde se había
esculpido la frase de Sócrates que era el

105
lema del diario: "Dios me puso sobre
vuestra ciudad como un tábano sobre un
noble caballo para picarlo y tenerlo
despierto".
Jugando al tenis con
Menem
En

Clarín fui despedido luego de 23 años
de trabajo como jefe de la sección Política,
donde había llegado de la mano de Osvaldo
Bayer,
gran
compañero,
anarquista
romántico, pluma brillante, autor de "Los
vengadores de la Patagonia trágica", llevada
al cine con el título de "La Patagonia
rebelde".
En realidad no se trató, formalmente, de
un despido, sino de una renuncia forzada
por la empresa a cambio de una
indemnización en el marco de una purga
que afectó a casi todos los secretarios de
redacción y jefes de sección, entre ellos los
máximos responsables de la redacción,
Marcos Cytrinblum y Joaquín Morales Solá.
¿A que obedeció esa purga?. No lo se, ni
nunca se me ocurrió tratar de averiguarlo,
pero tengo mi hipótesis, que podría
comenzar a desgranar con una anécdota de
1989, cuando transitaba el último tramo de
mi trabajo en el diario.
Carlos Menem estaba en La Rioja. Acababa
de ser electo presidente de la Nación pero
aún no había asumido. Hacia allí viajamos,
en un pequeño avión, el brigadier Andrés
Antonietti, entonces comandante de Material

107
de la Fuerza Aérea; su gran amigo Alfredo
Roque Corvalán, abogado y ex aviador
militar,
pero
más
especializado
en
inteligencia que en vuelos de combate, y yo.
Durante el vuelo se registró un risueño
episodio.
Corvalán
experimentó
una
irreprimible necesidad de orinar y en el
avioncito no había baño.
- No podés orinar en el piso. Estamos
volando sobre Córdoba. Bajaremos en Pajas
Blancas (el aeropuerto cordobés) para que
vayas al baño, lo consoló el brigadier.
Cruzamos caminando la pista, llegamos al
edificio de la estación aérea, que estaba
desierta, y allí nos interceptó un cabo de la
Fuerza Aérea.
- Soy el brigadier Antonietti, se presentó el
aviador, quien no vestía uniforme sino jean
y zapatillas.
El cabo lo miró con expresión incrédula y ni
siquiera lo saludó.
- ¿Donde está el oficial de servicio?,
preguntó, imperativo, el brigadier.
- No se, señor, respondió algo turbado el
suboficial quien, tal vez por el tono de voz,
advirtió entonces que se trataba, realmente,
de un superior.
- Vaya a buscarlo, conminó Antonietti.
El cabo ahora sí saludó y salió corriendo en
busca del oficial pero, entre tanto, Corvalán
había retornado del baño y regresamos al
avión. Ignoro si el cabo habrá encontrado al
oficial de servicio y referido el extraño
episodio que, para ellos, habrá resultado
absolutamente incomprensible.
En La Rioja Menem nos invitó a jugar al
tenis y a cenar en la residencia del
gobernador, que él ocupara hasta poco
tiempo antes.
- Yo voy a jugar con este chango, dijo
Menem, señalando a un joven, desconocido
para nosotros, a quien ni siquiera presentó.
Antonietti y yo formamos la pareja rival. Nos
vapulearon. Luego nos enteramos que el
chango era un profesor de tenis riojano que
entrenaba al presidente electo desde que
era gobernador.
En la residencia había otros dos visitantes,
el Muñeco Mateyko y Carlos Spadone, quien
estaba gestionando tierras para cultivar
kiwis, fruta cuyo consumo, en esa época,
era mayoritariamente abastecida por la
importación. Pero de la comida sólo
participamos Antonietti, Corvalán, yo y todavía no se divisaba la tempestad en el
horizonte matrimonial- la señora Zulema.
En esa cena Menem le ofreció al brigadier
el cargo que este aceptó gustoso: jefe de la
Casa Militar. Jamás le planteó Antonietti
aspiración alguna de comandar la Fuerza
Aérea. Esta sospecha, infundada por cierto,
parecía haberse instalado en el pensamiento
del entonces titular del arma, brigadier
Crespo quien, atribuyendo a esa visita de

109
Antonietti carácter político, de un plumazo lo
pasó a disponibilidad apenas regresó a la
sede del comando. Una vez que Menem
asumió la Presidencia normalizó la situación
de revista de su amigo y cumplió la promesa
de designarlo jefe de la Casa Militar.
La cena riojana también deparó un postre
para Corvalán. Esa noche Menem le entregó
una carta nominándolo su enlace personal
con la SIDE (Secretaría de Inteligencia del
Estado), organismo en ese momento a cargo
del radical Facundo Suárez (recuérdese que
todavía Raúl Alfonsín ejercía la Presidencia).
Esa oficiosa nominación fue seguida de un
anuncio: Menem le confió que aún no había
decidido, entre Corvalán y el Tata Yofre,
quien sería el futuro titular de la SIDE.
Finalmente se decidió por este último, pero
Corvalán tuvo su premio, designado en la
embajada argentina en el Uruguay. Allí
volvería a unir su destino al de Antonietti,
quien luego sería designado titular de esa
representación diplomática.
Pues bien, en el momento de ingresar a la
residencia oficial riojana se había producido
un encuentro: salía de allí el gerente general
de Clarín, Héctor Magnetto. Nos saludamos
al paso. Luego le pregunté a Menem cual
había sido el motivo de esa visita. Sin darle
mayor importancia, respondió:
- Está tratando de establecer contactos
vinculados con canal 13. Ocurre que Clarín
aspira a quedarse con el canal (que
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  • 1.
  • 2.
  • 4.
  • 5. Prólogo He sido invitado por el autor a prologar esta obra en mi carácter de médico y con esa óptica he llegado a sus contenidos. Diré que primero me pareció la presentación de una historia clínica con abundantes detalles; luego comprobé que la misma excedía esa catalogación y que con el correr de los capítulos se iba diseñando un mensaje de esperanza y optimismo. La técnica sanitarista lo colocaría como un brillante trabajo de Educación para la Salud, dirigido a la prevención de la enfermedad. Pero considero que encuadrar este ameno relato dentro de las pautas exclusivamente profesionales, sería asumir una posición de crítico tecnócrata y no la de un lector que se ha deleitado con las descripciones de cada una de las situaciones que el autor vivió y escribió. Es justamente este aspecto sobre el que quiero hacer el análisis como médico. Toda persona que, por las circunstancias de la vida, debe llegar a asumir el rol de paciente, lo hace en primer lugar con 5
  • 6. temores y reservas sobre lo que misteriosamente le depara el destino, con la ansiedad y la pretensión de salir sin secuelas de la escena; con el deseo de olvidar rápidamente todos los detalles traumáticos y reducirlos a simples problemas existenciales, fugaces y anecdóticos con un final feliz. Pero cuando la dimensión de la situación es tan grande, con el dramatismo de la palabra cáncer se oscurece toda la trama del argumento. Esa tremenda realidad estremece la escena, borra toda fantasía y ya el rol a representar es tan difícil y angustiante que muchos pacientes lo asemejan a un crudo diálogo con la muerte misma del que resulta difícil retener detalles. En este contexto, el autor ha mantenido la serenidad y se ha desbloqueado de sus temores, ha podido conservar la objetividad en sus vivencias volcándolas en un relato muy bien estructurado. La secuencia de los capítulos generan en el lector la necesidad de continuar sin pausa avanzando en la trama. El escritor no sólo muestra cómo logró superar su crisis personal, sino que también su interés (y aquí aflora su profesión de periodista) lo llevó a bucear en los áridos
  • 7. caminos de diagnósticos, estudios epidemiológicos y tratamientos médicos. Así nos regala en el epílogo una serie de recomendaciones y consejos de prevención, con la sana pretensión de suplir la falta de campañas masivas para esta patología que, como otras, está olvidada en las políticas sanitarias nacionales e internacionales. Ante lo ameno de este relato, que señala la fuerza de espíritu del autor para superar los reveses y la loable intención de transmitir un mensaje de esperanza a los potenciales pacientes, me inclino a recomendar la lectura y utilización de este libro como referente sobre la patología prostática. Dr. Enrique David Casirola Médico Nació en La Plata el 29 de noviembre de 1931. Casado. Tres hijos. Obtuvo su título de doctor en medicina, en la Universidad Nacional de La Plata, el 6 de febrero de 1960. Ejerció la medicina rural durante 13 años, a partir de 1961, en Buena Esperanza, capital del departamento de Gobernador Dupuy, en el sur de la provincia de San Luis. Fue director del Policlínico Regional de San Luis, en la ciudad capital y ejerció cargos de 7
  • 8. conducción en el área de Salud Pública de esa provincia. Retornado a La Plata, desde 1983 ocupó cargos jerárquicos en la Dirección de Medicina Asistencial del Ministerio de Salud de la provincia de Buenos Aires. Especializado en tocoginecología durante 30 años, posee, además, los siguientes títulos de postgrado: Administración y Organización Hospitalaria (Universidad Nacional del Litoral), Diplomado en Salud Pública (Universidad Nacional de Buenos Aires), Médico Laboral (Escuela de Sanidad, Ministerio de Salud de la provincia de Buenos Aires).
  • 9. Dedicatoria A Mary, mi esposa, quien como en nuestros 36 años de casados, supo infundirme alegría y confianza durante mi internación hospitalaria -lo mismo que mis hijos María José, mi nieta Ayelén, Francisco Javier y su novia Sonia Amato - operado de cáncer de próstata. Al doctor Jorge Malaspina, el urólogo cirujano quien no sólo me operó sino que me atendió con una dedicación y calidad humana que no abundan en los hospitales (ni fuera de ellos). 9
  • 10.
  • 11. Medio siglo después Hace medio siglo que escribo todos los días. Millares de carillas salieron de mi máquina de escribir y, desde hace algunos años, de mi computadora. Si fuera posible reunir todo ese material alcanzaría para editar varios libros. Pero no escribí ninguno. O, mejor dicho, escribí uno, el primero, que es este. Todo lo que escribí durante medio siglo estuvo dedicado a un solo tema: la política. Monotemático, dirán algunos; aburrido, pensarán otros, suponiendo que hay temas más atractivos, o divertidos, que la política. No me faltaron amigos que durante mucho tiempo me alentaron a escribir un libro. Sobre política, por supuesto. Esos amigos eran políticos, naturalmente. Uno de los que más insistió fue Miguel Unamuno. Todo un personaje. Historiador, diputado, embajador, ministro. Y peronista. Cuando se convenció que no me pondría a escribir un libro, pretendió que publicara una suerte de antología recopilando mis notas aparecidas en Clarín durante los 23 años que trabajé en ese diario como jefe de Política. 11
  • 12. No lo creí necesario. Considero que la nota periodística es importante –o no- pero ese día, el día en que aparece. Hay periodistas que editaron libros coleccionando y reproduciendo sus propias notas. Yo no tengo la vanidad de creer que a alguien le pueda interesar leer hoy lo que escribí hace 10 o 20 años. Con que lo hayan leído entonces me considero satisfecho. Por lo demás, si no escribí un libro no fue por falta de materia prima. No me faltan personajes, ni argumentos, ni anécdotas; tampoco me falta imaginación. Mi carencia es el tiempo. Si paso buena parte del día y de la noche escribiendo periodísticamente, ¿que tiempo podría dedicar a escribir un libro?. Y si dejo de escribir periodísticamente, ¿cómo podría pagar la alimentación, indumentaria, vivienda, paseos, míos y de mi familia?. Es mi medio de vida, de manera que cuanto más notas redacte, mejor viviré... aunque no siempre ocurra así. ¿Que pasó, entonces, que me haya determinado a escribir este libro?. Pues algo que me golpeó fuerte. Los periodistas estamos acostumbrados a escribir sobre lo que les pasa a los demás. No trabajamos de protagonistas, sino de testigos y relatores. Pero cuando algo nos ocurre a nosotros, nos vemos precisados a abandonar la cómoda posición de observadores. Pasamos a ser parte de la realidad.
  • 13. Cuando una dolorosa realidad golpea a las personas, estas pueden reaccionar de distinta manera. A veces dramáticamente. Lo mismo le puede ocurrir al periodista. Pero este tiene una ventaja: también puede reaccionar escribiendo; ser el cronista de su propia realidad, alegre o dramática, como lo fue de tantos otros hechos que le eran ajenos. El acontecer político no es el tema del relato que iré desgranando en las siguientes páginas. Pero para satisfacer, aunque sea mínimamente, a quienes me alentaron a escribir un libro sobre cuestiones políticas, he incluido algunas referencias tomadas de mi anecdotario político y periodístico. Creo que, de paso, ayudará a que la lectura no resulte demasiado tediosa. He escrito un libro. Modesto, pequeño, pero libro al fin. Es un avance en el rastro que todo hombre debe dejar como testimonio de su vida, según el proverbio árabe: no sólo tuve un hijo, sino tres y he plantado no uno, sino varios árboles. Actualizando el proverbio diría que me falta donar un órgano. No será la próstata. 13
  • 14.
  • 15. Con la angustia dibujada en el rostro Boris, 62 años, es un periodista acreditado en la Casa de Gobierno bonaerense, en la ciudad de La Pata, donde me desempeñé durante 8 años como director de Prensa, entre 1991 y 1999, acompañando la gestión del entonces gobernador Eduardo Duhalde. Jodón, alegre, viajero infatigable, a Boris jamás se lo veía preocupado. Cuando nos cruzamos en un pasillo de la Gobernación yo sabía que me había estado buscando desde el día anterior, pero ignoraba el motivo. - ¿Te puedo ir a ver ahora?, me preguntó. El gesto y la voz revelaban un inocultable estado de angustia desconocido en él. Se lo notaba urgido por mantener ese encuentro conmigo pero, ¿para que?. Era obvio que se trataba de algo personal, que nada tenía que ver con nuestro trabajo. - En cinco minutos subo a la oficina. Te espero, respondí. Llegó puntualmente. Estaba ansioso por exponer el problema que lo aquejaba: le iban a practicar una biopsia pues venía sufriendo ciertos trastornos urinarios que el médico, luego de realizar algunos estudios, interpretó que podrían ser síntomas de un 15
  • 16. cáncer de próstata. Esa presunción lo había angustiado tanto como yo lo había advertido en el fugaz encuentro del pasillo. Boris razonaba así: - Si el ex presidente francés François Mitterrand y el famoso actor Telly Savalas, con todos los medios de que disponían, murieron de cáncer de próstata, ¿que queda para mi?. Yo había retornado al trabajo luego de una operación de cáncer de próstata y Boris quería saberlo todo y buscar consejo: por qué razón me había salvado, si la biopsia era dolorosa, si el resultado era confiable, si había sufrido mucho después de la operación, si conocía la existencia de otras terapias no quirúrgicas... Aún no sabía si lo suyo era cáncer, pero ya estaba buscando respuestas que le dieran tranquilidad y esperanza. Se las brindé en un diálogo que nos llevó casi una hora. Me quedé muy satisfecho porque observé que había desaparecido de su rostro aquel rictus angustioso. Debí haber sido muy convincente, con esa convicción que sólo da la propia experiencia. Cuando Boris se fue quedé pensando y me interrogué a mi mismo: ¿Por qué Boris va a ser el único que aproveche mi experiencia en la lucha contra el cáncer de próstata?. Esa experiencia personal, ¿no puede servir para prevenir, salvar vidas y aliviar dolores, acercándola a muchos otros?. Estoy seguro
  • 17. que sí. Y con esa seguridad me puse a escribir este libro. 17
  • 18.
  • 19. En defensa propia La próstata, a contrapelo de su nombre femenino, es una glándula estrictamente varonil. Es propiedad privada del hombre pero, como el hombre mismo, no tendría razón de ser ni justificaría su existencia si sólo acompañara al hombre en soledad: la mujer forma parte de esta historia. La misión de la próstata es servir a la función masculina que alimenta la relación con la mujer. Sexo, eyaculación, espermatozoides, reproducción, son vocablos de uso corriente en el lenguaje prostático. Es, entonces, una glándula dispensadora de placer y alentadora del amor, si aceptamos que el amor es componente inseparable del sexo y que este es la herramienta que Dios brindó al hombre y a la mujer para garantizar la reproducción. Con semejantes méritos a cuesta, la próstata debería ser honrada públicamente y consagrada como fiel exponente de la virilidad. Se lo merece, mientras cumpla cabalmente su papel. Pero no siempre ocurre así: la mitad de los hombres mayores de 50 años son traicionados por la famosa glándula. Al llegar a esa edad, millones de 19
  • 20. hombres comienzan a cargar con una próstata que, en lugar de conducirlos por el apetecible camino del placer, se transforma en una fuente de padecimientos. Yo pertenezco a esa mitad de la población masculina del planeta traicionada por la próstata desde cuando, a los 63 años, asomaron los síntomas de una prostatitis, pero dos años después ingresé a la sombría galería –menos numerosa pero más siniestra- poblada por uno de cada once hombres, generalmente mayores de 65 años, que padecen cáncer de próstata. Se estima que en nuestro país cada año mueren 3.000 hombres como consecuencia del cáncer de próstata. Durante 1995 fueron hospitalizados en Estados Unidos 187.000 hombres afectados por ese mal. Un tercio de ellos murió. Es la segunda causa de la muerte por cáncer, luego del cáncer de pulmón. En Venezuela son diagnosticados 7 casos diarios de esa enfermedad (*). Pese a los avances de la ciencia, las perspectivas de fin de siglo no son, por cierto, alentadoras. Se advierte un paulatino descenso en la edad de los enfermos y un consecuente aumento de los casos que, en el 2.000, podrían superar en un 30 por ciento o más los registrados a principio de la década. (Nota del autor: este libro fue escrito en 1999. Aún no se conocen las estadísticas de los años siguientes).
  • 21. Pero no se debe pensar que contraer esta enfermedad equivale a una inevitable sentencia de muerte. Yo estoy aquí para contarlo, procurando guiar a mis congéneres, a partir de mi propia experiencia, por el camino que los conduzca hacia “la otra mitad” de la población mundial masculina que transita el segundo medio siglo de vida sin padecimientos prostáticos, o disipando temores si la próstata ya los ha traicionado. Sin negar que cada caso es distinto, me pregunto: si con la ayuda de Dios y la dedicación de los médicos he derrotado al cáncer de próstata, ¿por qué no podrán hacerlo otros que lo estén sufriendo o, mejor aún, evitar que aparezca y los amargue?. Hombres del mundo: en defensa propia intentemos, juntos, vencer a nuestro enemigo. (*) Estos y otros datos estadísticos figuran en Internet. Quien tenga acceso a la red con sólo seleccionar un buscador y pedir datos de próstata los obtendrá en abundancia. 21
  • 22.
  • 23. Señal de alarma Junio de 1996. Hace algunos meses que vengo experimentando una molestia urinaria caracterizada por dificultad en la micción. Dicho de otro modo, sentía ganas de orinar pero no me resultaba fácil hacerlo, especialmente al comenzar. Finalmente aparecía un chorrito tan finito que daba lástima. Además, era frecuente tener que levantarme a orinar, hasta tres o cuatro veces cada noche, Con estos síntomas llegué al consultorio del doctor Jorge Malaspina, jefe del servicio de urología del hospital Italiano de La Plata. Las paredes mostraban coloridas láminas con ilustraciones de próstatas, cómo se las veía al ser afectadas por determinadas dolencias, y textos explicativos sobre los síntomas de cada enfermedad prostática. Que mejor oportunidad para ir familiarizándome con mis propios males. El aprendizaje fue rápido. Tanto, que al llegar el doctor Malaspina pude decirle: - Doctor, le he ahorrado un trabajo. Mientras lo esperaba, con la ayuda de estas láminas pude hacer mi propio diagnóstico: sufro de prostatitis. El doctor Malaspina tomó en serio mi diagnóstico pero, además, quiso hacer el 23
  • 24. suyo, comenzando por practicar un “tacto rectal” que, más allá que pueda prestarse a alguna humorada, no provoca dolor ni sensación desagradable. Se trata, previa colocación de guantes descartables de cirujano, de introducir un dedo en el recto, llegar a la próstata y palparla. Este “tacto” le brinda al especialista mucha información, pudiendo determinar en el acto si la glándula está inflamada, si aumentó su tamaño normal y hasta recoge indicios sobre la posible presencia del enemigo más temible: el cáncer. El diagnóstico preliminar confirmó el que yo había imaginado luego de leer las láminas que adornaban las paredes del consultorio: era prostatitis. El “tacto” había revelado que la próstata estaba aumentada de tamaño pero –una a favor- no mostraba evidencias de haber sido atacada por el cáncer. De todas maneras el doctor Malaspina indicó una ecografía para mayor seguridad, que no hizo sino confirmar todas sus presunciones, ofreciendo precisión en cuanto al agrandamiento de la glándula, cuyo volumen y peso –37 gramos- eran casi el doble del volumen y peso normales. Inicié el tratamiento con Blavin (terazosina) de 5 miligramos y el resultado fue tan rápido como asombroso: antes de la primera semana habían desaparecido las dificultades urinarias.
  • 25. Alerta rojo Mayo de 1998. Como las molestias urinarias no volvieron a presentarse y, por supuesto, no deseaba que se repitieran, creí conveniente seguir tomando el medicamento que me diera tan buenos resultados. Así lo hice por mi cuenta durante casi dos años: no pensé más en la próstata y olvidé al doctor Malaspina. Este fue un error. Un grave error en el que ningún hombre respetuoso de su propia salud debería caer. Habían pasado 23 meses desde aquella primera consulta al urólogo cuando acompañé a mi esposa al hospital Italiano de La Plata. Mientras ella aguardaba ser atendida por su médico, tuve una feliz aunque tardía ocurrencia: visitar al doctor Malaspina. Excelente fisonomista y médico asombrosamente memorioso, pese al tiempo transcurrido el urólogo me recordaba y, más importante aún, recordaba perfectamente mi caso clínico. - “Pensé que había cambiado de urólogo”, me dijo sin disimular una sonrisa, como para que no me sintiera mal por mi demora. - “De ninguna manera”, respondí, creyendo que así quedaba mejor, pero no. 25
  • 26. - “Hubiera preferido que durante todos estos meses continuara el tratamiento con otro especialista. No debió dejar pasar tanto tiempo sin controlarse”. Y tenía razón. Mucha razón. Se trataba entonces de recuperar el tiempo perdido. Comenzó el doctor Malaspina por practicar un nuevo “tacto”, que no reveló una situación más preocupante que en la anterior consulta. Pero era necesario profundizar el diagnóstico, que permitiera descubrir –o descartareventuales sorpresas que, lamentablemente, se iban a producir. Una nueva ecografía vésico-prostática determinó que la próstata había seguido aumentando de tamaño, alcanzando un peso de 48 gramos, sensiblemente mayor que hace dos años. Ahora sí, peso y tamaño duplicaban holgadamente los valores normales. La hipertrofia había adquirido un desarrollo alarmante y requería una respuesta inmediata. Hoy a nadie asusta la prostatitis e hipertrofia. Menos al doctor Malaspina. Para combatir el mal cuenta el médico con un arsenal de eficaces medicamentos que evitan, como ocurría en otros tiempos, la necesidad imperiosa de aplicar la solución quirúrgica. Pero antes de pensar en remedios para esas dolencias era necesario descubrir si no se había emboscado en la próstata un enemigo mucho más temible,
  • 27. cuyo solo nombre hace estremecer: el cáncer. El primer paso fue un análisis de sangre para determinar el PSA, sigla inglesa del antígeno prostático específico. Si un hombre mayor de 50 años se precia de ser responsable, pretende seguir siendo útil muchos años más, aprecia su salud, ama a su familia, en fin, prefiere el trabajo y la diversión antes que consumir su vida en un hospital, ese hombre no debe olvidar de hacer, cada año, su análisis de PSA, cuyo resultado permite alejar, o afianzar, la sospecha de que el cáncer ha llegado a la próstata. Tardíamente, dos años después de aquel primer indicio de que algo no estaba funcionando bien, llegué al laboratorio para recibir el inofensivo pinchazo que tantas vidas puede salvar y evitar tan serios trastornos. La demora en someterme a ese análisis iba a tener su precio. Sus resultados fueron, por cierto, alarmantes: frente a un valor normal de hasta 4,5, el valor hallado era de 20,9 (nanogramos por mililitro de sangre). 27
  • 28.
  • 29. Argentina!... Argentina!... Un valor tan elevado de PSA de 20,9 si bien indica el grado avanzado de la dolencia prostática -consecuencia de mi propia indolencia y descuido durante estos dos años- no necesariamente revela la existencia del cáncer, pero torna imperioso y urgente- determinar si tan indeseable visitante ya se ha instalado. La respuesta la iba a dar la práctica habitual en estos casos: una biopsia. Y ese fue el camino indicado por el doctor Malaspina. Acudí al Centro de Imágenes Médicas (CIMED) de La Plata, donde me instruyeron acerca de como debía prepararme el día de la práctica. Se trataba, básicamente, de tomar un antibiótico y aplicarme una enema dos horas antes de realizar la biopsia, prevista para las 11,30. Luego, observar reposo 24 horas y, durante ese lapso, no conducir automóviles. He nacido y vivo en la Capital Federal. Más exactamente, trabajaba entonces en La Plata durante el día y regresaba a mi hogar capitalino, durante las noches, a dormir junto a mi esposa Mary, entre otras prácticas nocturnas como, por ejemplo, cenar. Este ritmo de actividad explica por qué buscaba atención médica en institutos 29
  • 30. platenses. También explica por qué la noche anterior Mary y yo nos quedamos a dormir en el platense hotel Corregidor: era imposible aplicarme una enema en Buenos Aires, abordar velozmente la autopista, llegar sin sobresaltos a La Plata y presentarme en el CIMED a la hora señalada, previo paso por algún baño. No es fácil disimular que es lo que sospecha el médico cuando indica una biopsia. Sin embargo, ni Mary ni yo lo habíamos tomado dramáticamente, o por lo menos así lo aparentamos. Era evidente que ambos tratábamos de evitar que la angustia se instalara entre nosotros. Así es como viajamos a La Plata con cierto espíritu excursionista. Yo trabajé normalmente hasta las últimas horas de la tarde, luego nos encontramos con mi esposa y salimos a pasear por el centro de la ciudad antes de retornar al Corregidor. Es un hotel confortable, teníamos una hermosa vista hacia la plaza San Martín y el televisor servía para distraer nuestros pensamientos. Había sido una buena decisión venir a pasar la noche aquí. Así, casi alegremente, arribamos a la mañana del día señalado. Mi desayuno fue sumamente frugal, sólo líquido, como lo habían indicado en el CIMED. Allí llegamos a la hora indicada. Era una mañana muy especial y el turno que me habían asignado coincidía con el acontecimiento que
  • 31. virtualmente paralizaba al país y que no era, precisamente, la punción que iban a practicar en mi próstata: lo que ocurría ese mediodía, en Francia, era nada menos que la selección argentina de fútbol enfrentaba a Croacia. Al presentarme en la recepción del CIMED se me ocurrió una humorada. Le dije a la señorita que me estaba atendiendo: - ¿El médico no se distraerá mirando el partido mientras realiza la punción, y yo sufriré las consecuencias?. La recepcionista no interpretó que se trataba de un chiste, consideró que yo estaba realmente preocupado y trató de tranquilizarme: - No señor, no se preocupe, en esa sala no hay televisor. Con esa respuesta no sólo sepultó mis pretensiones de humorista –nada peor le puede ocurrir a un humorista que no le entiendan los chistessino también mi expectativa de ver el partido durante la biopsia. En el instituto no podía faltar, por cierto, un televisor que alimentara la pasión generada por el mundial de fútbol. Estaba ubicado en una suerte de salita de espera colmada de médicos huérfanos de pacientes, ausentes porque habían elegido el partido en lugar de la consulta. Yo tampoco estaría 31
  • 32. allí de haber sabido, cuando me asignaron el turno, que ese horario coincidiría con tan trascendental acontecimiento, pues una biopsia puede esperar, pero un partido mundial de fútbol no. Mary y yo habíamos logrado un lugar en la salita de espera frente al televisor y comenzábamos a disfrutar las imágenes del partido, cuando una enfermera me anunció que había llegado el momento de abandonar la fantasía importada desde Francia y afrontar una realidad más cercana y menos gratificante: el doctor Poggio me esperaba para punzarme. Luego de tranquilizarme acerca de lo inofensivo de la práctica, el médico me dió unas pocas indicaciones, comenzó su trabajo y, apenas terminó de hacer la primera de seis punciones en mi sufrida próstata, nos invadió el inconfundible grito de !Goool! ... procedente de la salita de espera donde los médicos, lo mismo que mi mujer, festejaban la primera conquista argentina, que iba a ser la única, pero suficiente para alcanzar la victoria. Pineda se había convertido en el ídolo de ese mediodía. Supongo que el doctor Poggio habrá estado tentado de sumarse a los médicos que disfrutaban el partido y ver el replay del gol, pero pudo más su profesionalidad y se quedó frente a este otro televisor que sólo mostraba mi próstata a la que siguió cortándole minúsculos pedacitos.
  • 33. El doctor Malaspina había indicado una biopsia “utilizando técnica de sextantes, con guía ecográfica endorectal”. ¿Como se traduce esto desde la posición del paciente?. Tendido sobre una camilla, el paciente –que en este caso era yo- siente que el médico, con un aparato que le ha introducido en el recto, le va cortando pedacitos de próstata mientras sigue el proceso a través del monitor de una computadora. Pese a ello, esta práctica no es dolorosa, no ocasiona siquiera molestias y termina antes de lo que podría imaginarse. El doctor Poggio no me había engañado cuando me aseguró que nada debía temer. Concluidas las punciones, el médico me indicó que permaneciera un rato en el instituto, descansando y reponiéndome no se de que. ¿Que mejor lugar para descansar que la salita donde podía ver el partido?. Y allí me instalé, junto a Mary y a los médicos transfigurados en hinchas. Una solícita enfermera me convidó un café y retornó al rato para informarme que ya podía retirarme y volver en una semana para retirar el resultado. ¿Como podía pensar que me iría antes que finalizara el partido?. Y llegó el final. Todos aplaudieron – aplaudimosla victoria argentina. Cumpliendo la recomendación médica, Mary tomó el volante del coche y yo ocupé el 33
  • 34. cómodo lugar del acompañante. Cuando circulábamos por la céntrica calle 7, una bulliciosa manifestación avanzaba en sentido contrario. Esta vez no era una de las habituales marchas de protesta. Se trataba de una manifestación jubilosa agitando decenas de banderas argentinas. Es que el fútbol, nuevamente, operaba el milagro de hacer prevalecer la alegría. A todos nos hacía sentir ganadores. “Argentina!... Argentina!...”, era el grito de los manifestantes platenses. Tan desbordante alegría se iba a repetir, más estridente aún, cuando derrotamos a los ingleses. !Nada menos que a los ingleses!... Pero los holandeses sepultaron luego la ilusión argentina. En apenas 90 minutos, el técnico Pasarela se transformó de héroe en villano. Los jugadores caían de sus pedestales y dejaban de ser los ídolos de ayer. Como en la guerra y en otras manifestaciones del quehacer humano, no hay piedad para los vencidos. Toda esta filosofía de barrio, ¿tiene algo que ver con la amenaza de un cáncer de próstata?. Si: por unos momentos, aquella alegría futbolera eclipsó todo atisbo de temor acerca de un posible resultado adverso de la biopsia, aunque este resultado, por lo menos en lo personal, sería mucho más grave y dramático que el registrado en la cancha cuando Argentina fue eliminada. Luego, si no hay piedad para
  • 35. los vencidos, aún cuando hayan sido nuestros ídolos, tampoco tengamos piedad para derrotar a nuestro enemigo emboscado, el cáncer, pues armas y voluntad no nos habrán de faltar. 35
  • 36.
  • 37. Una siniestra noticia Un hermoso día soleado, el sabroso desayuno que nos sirvieron en el hotel y el hecho de que no se hubiera presentado complicación ni molestia alguna como consecuencia de la punción, contribuyeron a crear un clima festivo que nos alejó toda preocupación acerca del resultado de la biopsia, que conoceríamos en siete dias. Mary tomó el volante del coche, abordó la autopista y finalmente llegamos a casa. No fue una semana de angustiosa espera. La expectativa por el resultado parecía no alterar para nada nuestra vida. Mary había logrado convencerse –o lo aparentaba muy bien- que la biopsia era como una suerte de formalidad para descartar la presencia del cáncer. Yo alentaba esa hipótesis para no desanimarla, pero sin convicción alguna: había aprendido que tener 20,9 de PSA significaba no ya que el cáncer merodeaba a mi alrededor, sino que lo más probable era que ya se hubiera instalado. Y llegó el día de confirmar mis sospechas. No conozco a la doctora Marta Jones. Tal vez no llegue a conocerla jamás. Pero fue ella quien, con su firma, me comunicó una de las noticias más siniestras que haya recibido en toda mi vida. La doctora Jones 37
  • 38. es la patóloga que examinó las muestras tomadas por el doctor Poggio aquel día en que “le ganamos” a Croacia. En apenas dos líneas sintetizó el resultado: “Infiltración por adenocarcinoma grados 1 + 1, con compromiso del 40 % del parénquima prostático. No se observa compromiso capsular”. Se me habían presentado dos problemas: combatir el cáncer, para lo que contaría con la ayuda de Dios y del doctor Malaspina y comunicar el resultado de la biopsia a mi esposa, para lo que no contaba con ayuda alguna. Debería decírselo de la forma que creyera más conveniente según mi propia imaginación. Y como nada se me ocurrió, gané tiempo diciéndole que llevaría el resultado al doctor Malaspina, ocultando lo que ya estaba claro en el informe: se había detectado cáncer. Cuando estuvimos frente a frente, en su consultorio del hospital Italiano de La Plata, y luego de leer el resultado de la biopsia, el urólogo trató de ser algo elusivo: - Bueno... de aquí surge que se detectaron algunas células atípicas. Tal vez sea un defecto o un mérito profesional, pero en tantos años de periodismo –estoy orillando el medio siglo desde mis comienzos en este apasionante oficio - jamás me gustaron las medias tintas, como tampoco utilicé, jamás, el condicional: nada de “habría” o “sería”. Si podía
  • 39. confirmar una noticia, la publicaba en afirmativo. De lo contrario, me la guardaba. Automáticamente apliqué ese criterio. Yo lo sabía, pero quería que el médico me lo dijera sin vueltas y lo alenté a definirse claramente: - Células atípicas quiere decir células cancerosas, ¿verdad?. - Diríamos que sí. Aliviado de la carga que debe soportar el médico cada vez que se encuentra frente a un paciente con cáncer y debe comunicárselo, el doctor Malespina procuró relativizar la gravedad del mensaje que había enviado la biopsia. Me explicó que el “grado 1 + 1” constituía la manifestación menos agresiva del mal, pues la escala era de 1 a 5. Otro dato alentador era que no se había observado compromiso capsular. Esto significa que, al estar intacta la cápsula que envuelve la próstata, debía inferirse que el cáncer no había escapado de ese envoltorio e invadido el resto de mi organismo. Era alentador, pero resultaba insuficiente para satisfacer una batería de interrogantes que fui desgranando: ¿cual es el tratamiento mas aconsejable?, ¿existen posibilidades ciertas de curación?, ¿cuanto tiempo llevará?, ¿pueden haberse producido metástasis?. 39
  • 40. El doctor Malaspina procuró satisfacer todas mis inquietudes. Según su opinión, lo mejor era operar, extirpando la próstata (prostatectomía). Mientras tanto, lo importante era detener el posible avance del cáncer, con dos medicamentos: una inyección, Lupron Depot (acetato de leuprolida 7,5 mg.) de origen japonés y envasada aquí por Abbott y unos comprimidos, Asoflut (flutamida 250 mg.), de laboratorio s Raffo. La inyección me la aplicaría una vez cada mes y los comprimidos los tomaría cada doce horas. Claro que para alcanzar la curación por la vía quirúrgica era preciso que las células cancerosas no se hubieran diseminado pues, de haberse producido metástasis, extirpar la próstata no resolvería el problema ya que el cáncer estaría también atacando otros órganos. Una tomografía y un centellograma óseo darían la crucial respuesta, determinando si el invasor, además de la próstata, se había instalado en otros tejidos o huesos.
  • 41. Una carrera contra reloj Es fácil imaginar cuales serían mis pensamientos al salir del consultorio. Comenzaba a disputar una carrera contra reloj para evitar la propagación del mal, cuya etapa inicial era aplicarme cuanto antes la primera inyección y tomar los comprimidos, cada doce horas. Esos remedios, caros, eran provistos sin cargo por mi mutual, pero se requería realizar previamente un trámite de autorización. Claro que si se trataba de detener el cáncer no era cuestión de perder tiempo haciendo trámites y decidí comprar de inmediato los medicamentos sacando el dinero de mi bolsillo: 754 pesos la inyección y 88 pesos los comprimidos, valores equivalentes a dólares por imperio de la ley de convertibilidad que imperaba entonces. Pero aún así demoré tres días en conseguirlos porque no son de esos remedios que el farmacéutico tiene siempre en los estantes, sino que debe pedirlos cada vez, y no siempre los encuentra enseguida. En tanto, yo debía disimular mi ansiedad porque todavía no quería revelar la verdadera naturaleza del mal y ese apuro me delataría. No era fácil comportarme con naturalidad, pero lo logré. 41
  • 42. Aplicarme la inyección y comenzar a tomar los comprimidos me dio cierta tranquilidad pues esos remedios impedirían la propagación del cáncer... siempre que no se hubiere propagado ya. Iba camino de despejar esa duda, que marcaba la sutil frontera entre la vida y la muerte. La respuesta la darían dos prácticas indicadas por el doctor Malaspina: una tomografía computada y un centellograma óseo. Estos resultados no se obtienen en el acto, pues las imágenes deben ser interpretadas por el especialista, así que la incertidumbre se prolongaría todavía unos días más, luego de realizadas esas prácticas. Creo que a Mary ya no le debía explicar que es lo que buscaba el médico con todos esos elementos de diagnóstico. La biopsia era demasiado evidente como para necesitar algún otro tipo de aclaración. Así que le comenté a mi esposa que la tomografía y el centellograma indicarían si era necesario, o no, practicar la intervención quirúrgica. No le aclaré el sentido de esos estudios: si revelaban metástasis sería inútil operar la próstata Los resultados fueron satisfactorios: el cáncer no se había diseminado. En consecuencia, al estar localizado únicamente en la próstata había llegado el momento de operar para extirpar el mal de raíz, junto con la próstata, por supuesto. Y también
  • 43. había llegado el momento de sincerar con mi esposa cual era la situación real. Resultaba un tanto incongruente decirle que debía operarme pues la tomografía y el centellograma habían dado bien, así que tuve que explicarle lo que ella sospechaba pero se negaba a admitir: la biopsia había dado mal. Empleé todos los datos positivos de que disponía: al no haber metástasis la cirugía permitiría erradicar definitivamente el mal; prácticamente no había riesgo quirúrgico, según el cirujano; el restablecimiento iba a ser breve. En fin, empleé todos los argumentos posibles para evitar que Mary sufriera un impacto negativo que le tirara el ánimo por el suelo. Y creo que lo logré. 43
  • 44.
  • 45. De la mano de Dios Nadie debe suponer que inevitablemente va a morir, menos aún que va a morir pronto, porque haya contraído cáncer de próstata. La ciencia médica tiene un vasto arsenal destinado a combatir el mal y con armas particularmente efectivas. Como en toda enfermedad, la prevención es el mejor recurso y eso no hay que olvidarlo. Pero no hay que desesperar si descubrimos el mal cuando ya se ha declarado. Además de la ciencia médica, es la mano de Dios, o el destino, el que marcará esa sutil e inescrutable frontera entre la vida y la muerte. Nadie –ni el más saludable- tiene asegurada la vida. Nadie – ni el más enfermo- va a morir el día antes. Recuerdo aquí un episodio de mi anecdotario como cronista parlamentario del legendario y desaparecido diario Crítica, cuando un hombre estuvo a punto de cruzar aquella frontera, por su propia voluntad, pero pudo más la voluntad de Dios, o el destino, si alguien así lo prefiere. Se había producido una crisis en la relación del entonces presidente Arturo Frondizi (1958/1962, mandato quebrado por un golpe militar de los tantos que hemos padecido) con su vicepresidente, Alejandro 45
  • 46. Gómez. El Senado se había reunido para decapitar a Gómez, quien finalmente renunció para evitar su separación compulsiva del cargo. Al día siguiente lo visité en su departamento de la avenida del Libertador, con vista al hipódromo de Palermo. Me recibió en cama, abatido por la tensión soportada durante la angustiosa jornada que había protagonizado el día anterior. Recuerdo que esa fue la jornada más prolongada de toda mi carrera periodística: llegué al Senado a las 9 de la mañana y salí, rumbo a la redacción de Crítica –a pocas cuadras del Congreso, en avenida de Mayo 1333- a la misma hora del día siguiente. Valía el esfuerzo de esa vigilia de 24 horas ininterrumpidas porque se trataba de la noticia que llevaría el título catástrofe de esa edición. No esperaba encontrar a Gómez acostado, pero allí estaba, tendido en la cama. Me senté a su lado y el ex vicepresidente relató la anécdota que, aunque se trataba de un hallazgo periodístico, me abstuve de publicar hasta el día de hoy, transcurridos 40 años. Este fue su relato: “Me sentía traicionado por los senadores. Con muchos de ellos habíamos compartido 30 o más años de militancia política en el radicalismo y ahora se habían confabulado en mi contra apelando a una infame
  • 47. acusación” (el cargo era que Gómez intentaba un golpe de Estado para derrocar a Frondizi y asumir la Presidencia de la Nación). “Era tan grande mi decepción que consideré que mi vida ya no tenía razón de ser, y decidí suicidarme. Tomé una pistola que guardaba en mi escritorio (de la Presidencia del Senado) y fui al baño con la firme decisión de pegarme un tiro. Saqué la pistola que había guardado en un bolsillo y, no se por qué, me miré al espejo, pero no veía mi rostro, sino parecía ver el de los senadores que me estaban traicionando. “De pronto escuché fuertes golpes en la puerta del baño. Eran tan insistentes que guardé la pistola y me asomé. Allí estaba el periodista González O`Donnel” (corresponsal de la agencia cubana Prensa Latina, recién instalada en Buenos Aires luego del triunfo de la revolución encabezada por Fidel Castro). “El periodista me dijo que debía comunicarme algo muy importante. Si hoy (era el día siguiente) me preguntaran que era eso tan importante, ni me acuerdo. Pero lo cierto es que salí del baño y acompañé a González O´Donnel hasta mi despacho, donde seguimos conversando. No volví a tener ese impulso de quitarme la vida”. 47
  • 48. Aquel día González O´Donnel había llegado al despacho de Gómez, donde el secretario le pidió que esperara pues el todavía vicepresidente de la Nación estaba en el baño. Pero el periodista hizo algo realmente insólito: en lugar de esperar fue a golpear la puerta del baño. Por apenas unos segundos se perdió la primicia del suicidio, pero –sin saberlo - le salvó la vida a Alejandro Gómez. ¿No estuvo allí la mano de Dios, o del destino?. Gómez sigue disfrutando de la vida y, alejado del pueblo santafesino de Beravebú que alumbró su juventud, habita hasta hoy el departamento de la avenida del Libertador, desde cuyos balcones es posible ver las carreras del hipódromo de Palermo.
  • 49. Siempre, buscar otra opinión Tenía confianza en el doctor Malaspina, pero siempre es recomendable buscar otra opinión autorizada antes de someterse a una cirugía de esta magnitud, y así lo hice. Acudí, junto con Mary, al consultorio del doctor Carlos Arturo Bas, un especialista de primer nivel del hospital Alemán, llevando los resultados de todos los estudios: biopsia, análisis de PSA, tomografía y centellograma, que examinó cuidadosamente. Apreció que el doctor Malaspina estaba transitando por el buen camino y comentó que existía una terapia no quirúrgica, relativamente nueva y que estaba dando buenos resultados: la braquiterapia. Dicho en términos sencillos, consistía en “sembrar” la próstata con “semillitas” radiactivas que destruían las células cancerosas. Presentaba un riesgo, que relativizó, pues podrían dañar células sanas. Advirtió que, además de los riesgos propios de toda operación, la cirugía podía tener secuelas como, por ejemplo, incontinencia e impotencia sexual. Me tranquilizó respecto del carácter incipiente del mal representado por aquel “1 + 1” y aseguró que yo estaba totalmente protegido por la inyección que me habían aplicado. La 49
  • 50. única discrepancia manifiesta con el doctor Malaspina fue que mientras este quería operar de inmediato, el doctor Bas sostuvo que la intervención podía esperar pues mi caso no planteaba urgencia alguna. Si el doctor Bas hubiere sido más contundente en reprobar la solución quirúrgica, tal vez no me hubiere sometido a la operación y me habría aplicado las “semillitas” radiactivas. Pero no lo fue y como yo ya quería dar un corte definitivo a la situación, tratándose de un corte lo mejor sería el bisturí. La siguiente visita al consultorio del doctor Malaspina fue para comunicarle que había decidido someterme a la operación. Me indicó las prácticas habituales de riesgo quirúrgico –cuyos resultados fueron satisfactorios- y respondió mis dos últimos interrogantes previos a la intervención, referidos a aquellas dos posibles secuelas de la cirugía prostática mencionadas por el doctor Bas y que, desde entonces, habían quedado zumbando a mi alrededor: incontinencia e impotencia. La respuesta del urólogo generaba confianza, pero sin ofrecer demasiadas garantías: - Hace 35 años que opero próstata y jamás he tenido un caso de incontinencia o impotencia. Espero que este no sea el primero.
  • 51. Sin rodeos: tengo cáncer Había llegado el momento de anunciar en mi trabajo la naturaleza del mal y la inminencia de la operación. En esos días se había formado un equipo, conducido por el secretario de Comunicación Social, Carlos Ben, cuya misión era dar un nuevo impulso a la difusión de los resultados de la gestión del gobernador Eduardo Duhalde. Se trataba, paralelamente, de contribuir a su posicionamiento como candidato presidencial. A ese equipo yo lo había bautizado, agregando una pizca de humor, como “los pensadores”. En el armario -archivo de mi oficina había abierto una carpeta con algunas ideas volcadas en esas reuniones y que, precisamente, llevaba como etiqueta identificatoria “los pensadores”. Sólo en vísperas de mi internación dejé de trabajar. Hasta ese día había seguido cumpliendo mi tarea con toda naturalidad. No trataba de ocultar mi dolencia, pero tampoco intentaba pregonarla a los cuatro vientos. Ben era mi jefe. Sabía que me habían practicado una biopsia pero ignoraba los resultados. Ambos participábamos de una reunión de “los pensadores”. De pronto 51
  • 52. llamó mi celular y salí al pasillo para atender pues dentro de la sala la aislación dificultaba la comunicación. Casi enseguida también salió Ben urgido por otro llamado telefónico. Esperé que terminara de hablar y allí mismo, sin rodeos, le hice el anuncio: - La biopsia me dio mal. Tengo cáncer y debo operarme. Se me ocurre que no es fácil saber que decir ante un anuncio semejante. Ben trató de infundirme cierta dosis de confianza: - El cáncer de próstata ya dejó de ser crítico. Tiene solución. Te vas a poner bien.
  • 53. Quirófano, estación terminal Junto con Mary arribamos esa mañana al hospital Italiano de La Plata y tras completar los trámites burocráticos nos alojaron en una habitación. Allí llegó el anestesista y completó con algunas preguntas los datos de los exámenes preoperatorios. Mi estado general era satisfactorio salvo en dos aspectos: diabetes y obesidad. Son dos enemigos del cirujano y, más aún, del paciente, por el riesgo que agregan a cualquier operación. Para ayudar a mantener la salud y un buen nivel de calidad de vida -máxime cuando los años comienzan a pesar- resulta muy importante controlar la glucemia y evitar el sobrepeso. Esto no es ninguna novedad, lo sabemos todos, pero con frecuencia recién reparamos en el problema cuando debemos afrontar una situación crítica y allí descubrimos cuán descuidados hemos sido con nosotros mismos. Poco antes de las 4 de la tarde un camillero me vino a buscar. Nos besamos con Mary, nuestras manos se entrelazaron con fuerza. No era un momento fácil, pero ambos lo afrontamos con fe, con confianza y esto ayuda mucho. Pasajero de una camilla rodante, recorrí pasillos, subí a un ascensor 53
  • 54. y arribé a la estación terminal: el quirófano. Allí me esperaban el cirujano, su ayudante, el anestesista, la instrumentista y un par de enfermeras. No conozco sus nombres, salvo Malaspina; ni siquiera llegué a ver la cara de algunos de ellos y probablemente nunca llegaré a conocerlos. ¿No es extraño que esto ocurra con gente que ha tenido mi vida en sus manos?. La anestesia fue peridural, es decir, una inyección aplicada sobre la columna vertebral. Es una inyección que carga con una mala fama pero yo, en realidad, ni la sentí. Esta anestesia permite que el paciente conserve toda su lucidez, hablar, escuchar lo que dicen los médicos a su alrededor, observar los aparatos que miden los signos vitales, ver la hora.... Así pude verificar que a las cuatro en punto Malaspina practicó la primera incisión. He confesado ya que llegué al quirófano con unos cuantos kilos de más. Mi peso superaba los 80. - ¿Como te vás a arreglar con esta panza?, preguntó sonriente el ayudante al cirujano. Sin esperar la respuesta del doctor Malaspina, como propietario de la panza aludida incursioné en la charla: - ¿No podrían hacerme, de paso, una lipoaspiración?. - No por el mismo precio, respondió Malaspina.
  • 55. Todos estaban de buen humor y yo no podía desentonar. No había pasado media hora desde el comienzo de la operación cuando tuve la certeza de que había terminado. Los movimientos del brazo del cirujano no dejaban lugar a dudas: estaba cosiendo. 55
  • 56.
  • 57. Mi próstata, un trofeo El doctor Malaspina tenía ahora en sus manos el trofeo que acababa de obtener: había colocado mi próstata sobre una gasa y me la mostró, al tiempo que me tranquilizaba acerca de los resultados de la operación. Esta había sido exitosa, sin que se hubiere presentado complicación alguna y nada debía temer. Con asombrosa habilidad y desafiando mis 80 y tantos kilos, dos enfermeras me colocaron en la camilla rodante en que había llegado y me llevaron a la sala de recuperación. Aquí otra enfermera se empeñaba en que moviera las piernas. Cuando trataba de hacerlo, era como si intentara levantar dos columnas de plomo agregadas a mi cuerpo como nuevas extremidades. De pronto descubrí que, través del enorme ventanal que permite ver la sala de recuperación desde el pasillo, me estaban saludando Mary, mi hijo Francisco Javier y los esposos Graciela y Mario Pociello, dos cultores del paddle, como nosotros, con quienes compartimos raquetazos en el Centro Galicia de Olivos. Respondí a los saludos levantando el brazo derecho –en el izquierdo ya me habían colocado el suero- y 57
  • 58. tratando de sonreír. Tal vez no debiera ser mi principal preocupación en este preciso momento pero, al ver a los Pociello, no pude dejar de preguntarme: ¿Cuando podré empuñar nuevamente la raqueta y regresar a las canchas?. No se prolongó más de una hora mi permanencia en la sala de recuperación. Siempre a bordo de la camilla rodante llegué a mi nuevo hospedaje, la sala de internación. Ya estaba allí el doctor Malaspina quien, ante mi esposa, hijo y paddelistas, estaba exhibiendo mi próstata, ahora colocada en una coqueta bandejita. Fue entonces cuando deslizó un curioso comentario: la apariencia de la glándula no era, precisamente, la que suelen presentar aquellas que están atacadas por cáncer. Acostado boca arriba, con el suero canalizado en mi brazo y una sonda que evacuaba la orina hacia una bolsa de plástico, me dispuse a pasar mi primera noche de internación. Debía beber mucha agua para ayudar a purificar la orina enrojecida por sangre. Beber mucha agua – no menos de dos litros cada día- es muy importante para eliminar los restos de sangre, que iban a provocar la situación crítica que sufriría a partir de esa primera noche y durante tres días: algunos coágulos, por su tamaño, no eran arrastrados a través de la sonda hacia el recipiente y causaban una obturación. Con cada obturación sufría
  • 59. un doloroso espasmo que me arrancaba fuertes quejidos. Mi esposa sufría también por mis dolores, sorprendida a la vez porque, en 36 años de casados, jamás me había escuchado un quejido. Es que nunca había sufrido un dolor así, pese a que junto con el suero pasaban calmantes y antibióticos. Afortunadamente esos espasmos no se presentaban a cada rato, aunque si varias veces al día y, por supuesto, también de noche. El médico acudía dos o tres veces por día para realizar lo que el llamaba “trabajo de plomería”, es decir, cuidar que la “cañería” se mantuviera desobstruída y evitar así los dolorosos espasmos. Mary siempre estaba a mi lado. También dormía en la salita donde yo estaba internado. Bueno, dormir es una manera de decir: controlaba que no faltara suero, que no desbordara la bolsa de drenaje... En fin, se ocupaba de todo aquello que las enfermeras no pueden atender permanentemente y, sobre todo, me brindaba el afecto que ayuda a sobrellevar los dolores mejor que la más eficaz medicina. En esos días la compañía de mi esposa fue mi mejor sostén. Descifrábamos juntos crucigramas, compartíamos los noticiosos televisivos, comentábamos las alternativas 59
  • 60. del postoperatorio, cambiábamos opiniones sobre médicos y enfermeras, me ayudaba a las horas de comer, procuraba que me sintiera cómodo... La jornada de Mary comenzaba a las 6 de la mañana. Ya estaba levantada cuando, a esa hora, llegaban las enfermeras para higienizarme y controlar presión arterial, temperatura y glucemia. A las 7 asistía a misa en la capilla del hospital y regresaba para desayunar juntos. Venía con el diario y alguna medialuna de contrabando que compraba en el bar del hospital. También almorzábamos y cenábamos juntos. Ella encargaba su comida en el bar y la iba a buscar cuando se aproximaba por el pasillo el carrito que distribuía los alimentos a los enfermos.
  • 61. A solas con el cura y mis pecados Siempre se las veía recorriendo los pasillos y las salas del hospital, interesándose en la evolución del estado de los enfermos e infundiéndoles ánimo; supervisando la labor de las enfermeras y la elaboración de la comida destinada a los internados y secundando a los médicos aquellas que, además de ser monjas, tenían título de enfermeras. Son las Hermanas Canossianas Hijas de la Caridad-Siervas de los Pobres, una congregación fundada en Italia. En 1808, en Verona, la ciudad inmortalizada por William Shakespeare con el relato de un romance que aún perdura 400 años después, el de Romeo y Julieta, fundó Magdalena de Canossia –luego canonizada por la Iglesia- el Instituto de las Hijas de la Caridad, asignándole la misión de asistir a las personas que padecen sufrimientos y que, por cierto, siguen existiendo como hace 190 años. A partir de ese Instituto surgió la congregación canossiana que hoy cuenta con alrededor de 4.000 monjas en todo el mundo, incluyendo al hospital Italiano de La Plata. Dos de ellas, que me visitaban diariamente, me regalaron un libro, la 61
  • 62. biografía de Josefina Bakhita, una esclava africana, nacida en Sudán en 1869, quien luego de sufrir en carne propia las más atroces violaciones a los derechos humanos –como se diría hoy- ingresó a la congregación y fue beatificada por el Papa Juan Pablo II en 1992. En una de aquellas visitas una de las monjas, la hermana Susana, me anunció que, al día siguiente, me traería la comunión. - Pero hermana –le contesté- hace varios años que no confieso. ¿Como voy a tomar la Comunión?. - Mañana, entonces, puedo traerle al cura para confesarlo. ¿Que le parece?, respondió la religiosa. Acepté. ¿Que otra cosa podía hacer?. Así fue como, al día siguiente, el padre Walter estaba junto a mi cama. En ese momento me visitaban mi hijo, la novia y sus padres, quienes habían viajado desde su provincia, Misiones. La monja les pidió a todos que se retiraran de la habitación y quedé a solas con el cura y mis pecados. Resultó ser un cura muy simpático, profundo conocedor de su oficio. No es posible recordar todas las faltas cometidas en años, pero algunas salieron a relucir. Rió de buena gana cuando, tras impartir la absolución y requerir el propósito de no repetir los pecados, le dije:
  • 63. - ¿Como piensa que puedo cometer algún pecado en la situación en que me encuentro?. Y era cierto. Tendido en la cama, con una sonda que penetraba el miembro y llegaba a la vejiga, clavada en el brazo la aguja por donde pasaba el suero, desprovisto de la próstata, con una fístula que impedía la cicatrización, mis posibilidades de pecar se habían reducido drásticamente. Por supuesto que a la mañana siguiente, bien temprano, la hermana estaba en mi habitación administrándome la Comunión. 63
  • 64.
  • 65. No me faltaban alegrías La orina iba perdiendo paulatinamente su inquietante coloración rojiza. Era un indicio alentador, pues ello indicaba que los restos de sangre estaban desapareciendo, evacuados por la sonda. Fue un gran alivio advertir que había retornado el tradicional color ámbar. No quedaba en la orina vestigio alguno de sangre y ya no se formarían nuevos coágulos. Los espasmos y el dolor que me habían atacado durante tres días se habían ido para no volver. Aún dentro de mi situación, fue una gran alegría. Es que las alegrías dependen de nuestras propias circunstancias, de la actitud con que afrontamos los problemas que se nos presentan, de nuestras esperanzas y expectativas. Alegraban mi internación las visitas de mi hija María José con su hija –nuestra única nieta- Ayelén. La niña, hoy de 10 años, había nacido en tierra mapuche, en San Martín de los Andes. ¡ Como no iba a alegrarme si hasta su nombre, en lengua mapuche, significa alegría!. Otro motivo de alegría fue cuando el médico decidió que ya no era necesario que mi único alimento fuera el suero y dispuso que almorzara y cenara la comida preparada 65
  • 66. en el hospital. Cuando hablamos de comida de hospital no pensamos, por cierto, en el arte gastronómico de el Gato Dumas. Sin embargo, ¡ que sabrosos fueron aquellos primeros bocados!... No soy amante de la sopa ni del pollo y ese fue el primer menú que me alcanzaron a la cama y que resultó... ¡ delicioso!... A partir de esa cena, cada vez que escuchaba rodar por el pasillo de la sala el carrito en el que traían la comida, se me ocurría que estaba por deleitarme con el más apetitoso manjar. Y era cierto porque, en materia gastronómica, como en todos los órdenes de la vida, nuestras exigencias dependen de las circunstancias que nos rodean. Si sabemos enriquecernos con situaciones como esta, seguramente aprenderemos a abrir nuevos e insospechados caminos por donde transitan la alegría y la felicidad, aún en medio de la adversidad. Claro que, como también suele ocurrir, la alegría no era completa. El dolor había desaparecido pero mi estado no era precisamente envidiable. Se había producido una fístula que impedía el cierre de un punto de la sutura. Para facilitar la cicatrización debía permanecer en cama, quieto, con un vendaje sobre la sutura y una faja que la cubría. Antibióticos y antisépticos locales trataban de combatir ese foco infeccioso.
  • 67. Pero la cicatrización no llegaba. La supuración de la fístula se había convertido en un problema crítico. Varias veces al día el médico, Mary y yo palpábamos obsesivamente las gasas que cubrían ese rebelde punto de sutura con la esperanza de que estuvieran secas, pero no. Y mientras persistiera la infección y continuara la supuración debía resignarme a seguir internado y con la sonda colocada. Ello provocaba una agobiante sensación de inutilidad y dependencia. Haber dejado de trabajar, alejado del club y de la raqueta y estar allí, obligado a hacerlo todo sin moverme de la cama, requería una buena dosis de paciencia para sobrellevar semejante situación. Para ello contaba con el cariñoso apoyo de Mary, infundiéndome optimismo a cada momento, sin dejar que cayera mi ánimo. 67
  • 68.
  • 69. ¡Jaque mate! Claro que, aún en esa situación, tenía mis diversiones. Una de ellas era el ajedrez. No soy un jugador calificado, jamás leí un libro de teoría, pero me apasiona. Mi hijo Francisco Javier en una de sus visitas me hizo un regalo: un juego de ajedrez de doble uso, computarizado y manual. Un enfermero descubrió el tablero y me desafió. A partir de entonces, con frecuencia, al terminar su turno venía a jugar alguna partida. Pero no me acostumbré a jugar contra la computadora, pues me resultaba aburrido. No concibo una partida de ajedrez sin un rival enfrente. Otra de mis diversiones era la televisión. Abierta, porque el hospital no estaba abonado a ningún cable. Jamás había tenido tanto tiempo libre para ver televisión y, en consecuencia, jamás había tenido una oportunidad así que me permitiera comprobar personalmente la pobreza de la programación. Sólo pude tolerar los informativos, programas políticos y alguna película. Me hubiera gustado dedicar buena parte de ese tiempo libre a la lectura, pero no lograba concentrarme. Mis lecturas no iban más allá del diario y algunas revistas, 69
  • 70. especialmente aquellas que suelen publicar notas sobre astronomía, mi vocación frustrada, aunque no me arrepiento de haber dedicado mi vida al periodismo. Me apasionan los grandes enigmas astronómicos, conocer el origen del universo y su colapso final. Me gustaría pertenecer a este mundo el día más trascendente para la humanidad: cuando se descubra vida extraterrestre, pero dudo que pueda llegar a celebrar ese acontecimiento. Permanecer en cama día tras día no sólo es molesto, sino también peligroso por las posibles complicaciones circulatorias y pulmonares que suelen sobrevenir. En esto hay que ser muy cuidadoso. El cirujano había convocado a dos especialistas para que siguieran la evolución de mi estado y controlaran las funciones respiratoria y circulatoria y la glucemia. Esta se mantuvo en niveles en general aceptables. En cuanto al eventual riesgo cardiopulmonar, para neutralizarlo me enseñaron a practicar dos ejercicios, bien sencillos por cierto, pues debía hacerlos sin abandonar la cama. Uno de ellos estaba destinado a que los pulmones no olvidaran su trabajo. Para ello, cada hora inspiraba y expiraba profundamente diez veces. Con el otro ejercicio activaba la circulación, moviendo los pies y flexionando ligeramente las piernas, también diez veces cada hora.
  • 71. Tal vez estos ejercicios no sean los más apropiados para alcanzar un alto rendimiento deportivo, pero me ayudaron mucho porque, además de neutralizar el riesgo de complicaciones, eran un verdadero entretenimiento. 71
  • 72.
  • 73. Un gran avance: podía levantarme En ese marco, la determinación que anunció el doctor Malaspina desató una explosión de júbilo: ¡ me retiraban el suero!... No sólo se trataba de un claro indicio de mejoría sino que, al quedar liberado de la permanente aplicación de suero que limitaba mis movimientos, podía lograr la mayor conquista desde el primer día de mi internación: ¡ podía levantarme!... Poder levantarme era una verdadera bendición. Pude descubrir en toda su magnitud lo importante que es, y revalorizar ese hecho cotidiano, repetido mecánicamente cada mañana cuando saltamos de la cama, a veces hasta de mal humor cuando, en realidad, deberíamos malhumorarnos, y mucho, de no poder hacerlo. Poder levantarme significaba retornar al ejercicio de prácticas cotidianas tan sencillas que sólo reparamos en ellas cuando nos vemos imposibilitados de realizarlas. En esos casos ¡ cuanto varían nuestras expectativas y aspiraciones!... Ya no se trata de salir de vacaciones, viajar, comprar un automóvil, remodelar la vivienda, sino de alcanzar logros más modestos y 73
  • 74. aparentemente triviales como –en mi casollegar al inodoro por mis propios medios, afeitarme e higienizarme sin ayuda de las enfermeras, almorzar y cenar sentado a la mesa, asomarme a la ventana... La calle donde está ubicado el hospital Italiano es escasamente atractiva, cuyos edificios no constituyen, por cierto, un alarde arquitectónico. Sin embargo, cuando dejé la cama y, por primera vez, asomé a la ventana, descubrí el paisaje más encantador que jamás se hubiera presentado ante mi vista. Era el mismo de siempre pero, de pronto, había adquirido una atracción especial, tal vez porque nunca había deseado tanto acercarme a una ventana y mirar hacia la calle. Pero la coronación de estas pequeñas grandes satisfacciones llegaría exactamente al cumplirse la cuarta semana de internación. Recordemos que aquella fístula que se negaba a cicatrizar era la causante de la demora en salir del hospital y se había convertido en una obsesión para el doctor Malaspina y, por supuesto, también para mi. Pasaban los días -y las semanas- y por culpa de esa infección debía continuar con la sonda que evacuaba la orina y limitaba mis movimientos pues, si bien podía realizar pequeñas caminatas dentro de la habitación, no podía separarme de la bolsa donde la vejiga desagotaba la orina a través de la sonda.
  • 75. En realidad, ya estaba en condiciones de abandonar el hospital, pero con la sonda puesta y su inseparable bolsa de plástico, si bien esta podía ser reemplazada por otra de menor tamaño, atada a una pierna, para facilitar los movimientos. Pese a las ganas que tenía de retornar a nuestro hogar, no quería hacerlo portando la sonda y la bolsita, no sólo por una cuestión de imagen sino porque, al alejarme 70 kilómetros del hospital platense, no sería sencillo ir en busca de auxilio si se presentaba alguna complicación. 75
  • 76.
  • 77. ¡Soy un hombre libre!.. Con el correr de la cuarta semana de internación avanzó notablemente la curación de la fístula. Cada día drenaba menos y al cumplirse exactamente los 28 días, las gasas aparecieron secas: ¡ había terminado el proceso de cicatrización!... Esa mañana el doctor Malaspina hizo el anuncio que tan fervientemente había estado esperando durante tantos días: - Voy a retirar la sonda y hoy mismo volverá a casa. Y así lo hizo. Apenas sentí un tirón, breve, seco, y el médico ya tenía la sonda en sus manos. La enfermera la tomó y arrojó al tacho de los desperdicios. El reinado de la sonda había terminado. ¡ Yo era un hombre libre!... En ese momento todos -el doctor Malaspina, la enfermera, Mary y yoexperimentamos una jubilosa sensación de triunfo. No sería exagerado afirmar que allí había comenzado una nueva etapa de mi vida. De inmediato comencé a ejercer la libertad que había obtenido. Me vestí por primera vez en un mes y, luciendo indumentaria deportiva, salí a recorrer el pasillo acompañado por Mary. Mucho disfruté de este mi primer paseo. Monjas y enfermeras 77
  • 78. me saludaban alegremente. Me sentía débil pero... ¡ estaba caminando!... Nunca imaginé la satisfacción que es capaz de producir un paseo por los despojados pasillos de un hospital.
  • 79. Se aleja un fantasma Mi situación había mejorado sensiblemente, pero aún persistía una amenaza que, de concretarse, desbarataría la alegría que experimentaba al culminar mi internación. Se trataba de aquella temida secuela de una operación de próstata: la incontinencia. En muy poco tiempo más –tal vez en pocos minutos- sabría si mi vejiga había olvidado, o no, cumplir cabalmente su función, luego de cuatro semanas de total inactividad. El doctor Malaspina me había dicho que no me preocupara si, en los primeros días, se presentaba la incontinencia, pues ello era normal luego de un uso prolongado de la sonda, hasta que la vejiga retomara su ritmo normal y se normalizara la micción. Por las dudas, me había colocado un apósito femenino absorbente cedido previsoramente por mi esposa. Tras el paseo por los pasillos retornamos a la habitación para preparar el equipaje. No podíamos dejar de asociar esta tarea con el recuerdo de otra similar, repetida en cada viaje cuando nos preparábamos para dejar el hotel. Recordamos nuestros últimos viajes, a Jamaica, La Habana, Varadero, Acapulco, Cancún, Punta Cana, Miami, 79
  • 80. Madrid, Las Palmas, Fátima, Galicia, la tierra de Mary... pero ahora no estábamos en ninguno de esos lugares sino en el hospital Italiano de La Plata, y no precisamente en viaje de placer. El recuerdo de esos días felices nos animó: ¡ los repetiremos!... Ya teníamos decidido no retornar de inmediato a casa. Era mi deseo regresar cuando estuviera algo más fortalecido. A la vez, estando en La Plata podía buscar rápidamente ayuda en el hospital en caso de que la necesitara. Así es que habíamos reservado habitación en el hotel Corregidor, el mismo donde nos alojamos cuando me practicaron la biopsia cuya revelación dio origen a esta aventura platense. Mi hijo Francisco Javier ya había llegado al hospital con su auto para trasladarnos al hotel. Antes de partir palpé el apósito y... ¡ estaba seco!... Pasé al baño y oriné normalmente. ¡ No se había presentado la temida incontinencia!... Ese fantasma que tanto me había atormentado ya no rondaba a mi alrededor. Poco más de una hora después que la sonda había sido retirada, la vejiga respondió satisfactoriamente, demostrando recordar cabalmente el cumplimiento de su misión. Por precaución seguí usando los apósitos algunos días, hasta que comprobé que no eran necesarios. Ya en el auto, me resultaba muy extraño – y alentador- estar circulando por las calles platenses en un soleado mediodía de fines
  • 81. de agosto, con una temperatura agradable para esta época del año. Nuestra primera visita fue al santuario de Nuestra Señora de la Victoria, donde se venera la milagrosa imagen de María Rosa Mística, culto profundamente arraigado no sólo en La Plata sino también en muchas otras ciudades. Es muy frecuente la llegada aquí de fervorosas peregrinaciones de las más diversas procedencias, particularmente numerosas los días 13 de cada mes. Quien quiera conocer los milagros de la Rosa Mística, como la llaman los fieles, no tiene más que acercarse al santuario un día 13 y hablar con los peregrinos. Nosotros bajamos a rezar, a pedir y dar gracias, que buenas razones teníamos para ello. Mis movimientos no tenían, por cierto, la agilidad de un felino. No es fácil retomar el ritmo luego de casi un mes en cama. Trepar los 8 escalones de la entrada del hotel Corregidor resultó una prueba de fuego. Jamás imaginé que subir apenas 8 escalones requiriera semejante esfuerzo. Para colmo, tan prolongada inmovilidad había agudizado un proceso de artrosis en ambos tobillos y el dolor se hacía sentir a cada paso. ¡ Pero estaba caminando!... Mary y yo nos instalamos en una habitación del octavo piso, frente a la plaza San Martín. Fue allí donde experimenté una 81
  • 82. de mis mayores satisfacciones: ¡ bañarme bajo la ducha!... Hacía un mes que mi higiene dependía de una palangana y una esponja. Y de las enfermeras, mientras estaba en cama. Es admirable la destreza que desarrollan para manejar a los enfermos, darlos vuelta como si fueran tortillas aunque estén excedidos de peso, como en mi caso. En cuanto pude levantarme, y con la ayuda de Mary, dejé de necesitar el auxilio de las enfermeras para higienizarme, pero siempre a pura palangana y esponja. Por eso aprecié tanto aquella primera ducha en el hotel Corregidor y sigo revalorizando cada día esa sencilla práctica higiénica. Quien no lo haya podido hacer durante un mes comprenderá el valor de una buena ducha. El paisaje lucía notablemente mejorado respecto del que se presentaba frente al hospital Italiano. He transitado con mucha frecuencia por la plaza San Martín, pero nunca la había observado desde la altura de un octavo piso, como lo hacía ahora. También resultaba más acogedor el ámbito interior. La habitación del hotel era mucho más confortable que la que había dejado en el hospital y que a esas horas seguramente estaría ya ocupada por otro paciente que comenzaría a repetir una experiencia similar a la mía.
  • 83. ¡Chau, pucho!... En cuanto oscureció salimos a caminar. Pasamos frente a la Casa de Gobierno, donde desde hacía un mes se las arreglaban sin mi presencia. Afortunadamente nadie es imprescindible, aunque todos seamos necesarios. Cruzamos la plaza San Martín, llegamos a la calle 7 y nos sentamos a tomar un café en la confitería París, una de las más tradicionales de esta ciudad. Jamás iba a esa confitería porque yo, fumador empedernido, no toleraba que estuviera prohibido fumar en todo el ámbito del espacioso salón. Agresivos carteles, anunciando esa prohibición, estaban colocados en las puertas y en cada una de las mesas. Los fumadores no eran bienvenidos aquí donde no tenían reservado ni un mísero rincón y, como me sentía discriminado, sencillamente jamás concurría. Pero durante el mes de internación no fumé –obviamente en los hospitales no se fuma- y al recuperar la libertad no sentí deseo alguno de encender un cigarrillo. En pocos días desapareció la dificultad que frecuentemente sufría al respirar. Devolví a mis pulmones su capacidad purificadora enviándoles oxígeno, en lugar de humo, 83
  • 84. nicotina y alquitrán. Había iniciado exitosamente el camino para dejar definitivamente esa mala costumbre, pero claudiqué al retornar al trabajo, donde comencé a fumar, moderadamente. Mi divorcio con el tabaco no fue total y absoluto, pero hoy puedo controlarlo. Recuerdo que antes de la internación, cuando durante la noche descubría que no tenía cigarrillos, no demoraba un minuto en salir a comprarlos, a cualquier hora. Eso ya no ocurre. Por el contrario, no he vuelto a fumar en mi hogar, ni en ningún otro ámbito que no sea la oficina. Es decir, paso todos los fines de semana sin fumar y me he liberado de la compulsión que me obligaba a estar siempre acompañado por un paquete de cigarrillos (o dos). Sigo fumando, es cierto, pero lo hago cuando yo quiero y no cuando el cigarrillo me obliga a encenderlo. No será lo ideal, pero es un buen comienzo para todo aquel que esté dispuesto a no seguir castigando sus pulmones y su corazón. Si logra controlar el deseo de fumar e imponer su voluntad en lugar de rendirse ante el primer pucho, habrá avanzado mucho y podrá disfrutar plenamente de otras satisfacciones que no se hacen humo, como el sexo, los deportes, la salud, la vida. Aquella no fue nuestra única visita a la confitería París, donde ya no me sentía discriminado ni agredido por la prohibición,
  • 85. pues ahora no me afectaba. Nuestros paseos eran breves, limitados por el dolor causado por la artrosis en los tobillos, que no era obstáculo para descubrir los encantos de esta pequeña porción de la ciudad, alrededor de la plaza San Martín, que tantas veces transité sin disfrutar, apremiado por el trajín del trabajo cotidiano. Es muy distinto cruzar la plaza apurando el paso y mirando el reloj, que sentarse plácidamente en un banco al borde de los canteros floridos, en una mañana soleada, leyendo el diario o descifrando crucigramas junto con Mary y, a la vez, observando a otras personas que cruzan la plaza con paso apurado, mirando el reloj. Al día siguiente, junto con Mary visitamos al padre Walter en la parroquia de San Ponciano, una de las iglesias más tradicionales de la ciudad de La Plata. Le llevamos un donativo para la obra de Cáritas. El padre Walter se alegró mucho por mi visita. Mi alegría fue mayor aún porque había podido llegar caminando a la iglesia de San Ponciano liberado, aunque todavía parcialmente, de las calamidades que había estado sufriendo durante las últimas semanas. Tenía motivos suficientes para dar gracias a Dios. La fe siempre es una buena 85
  • 86. compañía cuando se trata de superar un trance difícil. Antes de operarme había acudido al santuario de Fátima donde hice la promesa de una donación. Otras personas se acordaron de mi salud en sus oraciones, además de mi familia. Mary, una colaboradora del obispado Mercedes-Luján, hizo una oración en esa diócesis pidiendo que Jesús operara con las manos del cirujano.
  • 87. ¿Ha ocurrido un milagro? Estas manifestaciones de fe determinaron que mi esposa, que es una mujer de fe, atribuyera a un milagro un aspecto misterioso de mi enfermedad. Se trata de los resultados de las biopsias practicadas antes y después de la intervención quirúrgica. La primera no dejaba lugar a dudas: reveló inequívocamente cáncer de próstata, nada menos que con compromiso del 40% del parénquima prostático. Este resultado es el que determinó a aplicar cuanto antes el remedio quirúrgico. En cambio, cuando el doctor Malaspina envió la próstata extirpada al laboratorio del hospital Italiano, el estudio anatomopatológico reveló “múltiples focos de necrosis y postatitis aguda”, pero no hallaron células cancerosas: “No se observó neoplasia atípica”, señaló el resultado de esta nueva biopsia, con la firma del doctor Horacio Pianzola. ¿Donde estaban las células cancerosas descubiertas en el laboratorio del CIMED, uno de los más calificados de la ciudad de La Plata?. ¿Habían desaparecido misteriosamente sin dejar rastros?. El doctor Malaspina quiso develar el misterio. Hizo hacer una nueva biopsia, que 87
  • 88. arrojó idéntico resultado, sin rastros de cáncer, y realizó una averiguación en el CIMED, donde le garantizaron que no se había registrado error alguno, ni en cuanto al paciente, ni respecto de la exactitud del resultado. Le aclararon que aquel compromiso del 40 % no se refería globalmente a la glándula sino a la pequeña muestra extraída. Quedaron flotando tres hipótesis. Una es que, pese a la afirmación del CIMED, se haya deslizado un error en la primera biopsia. No se podría conjeturar un error en la segunda, pues sus resultados fueron confirmados por un nuevo estudio. Otra hipótesis, a la que suscribe el doctor Malaspina, interpreta que existieron células cancerosas, pero fueron las únicas aquellas que aparecieron en el estudio del CIMED. Es decir, fue extraído en la biopsia el único tejido canceroso que había en la próstata. ¿Puede ocurrir una casualidad semejante?. La tercera hipótesis, a la que adhiere mi esposa, tiene que ver con la fe: el cáncer desapareció, no misteriosamente, sino milagrosamente. Como lo había hecho antes de operarme, pero enarbolando ahora el resultado de la nueva biopsia, acudí al consultorio del doctor Carlos Arturo Bas quien, exultante, sostuvo que era "el mejor resultado" que podía haber obtenido. Me acompañaba Mary y fue ella quien disparó la pregunta:
  • 89. - ¿Habrá sido necesaria la operación, siendo que ahora no aparecen células cancerosas?. Fue entonces cuando, respondiendo a ese interrogante, el especialista formuló una cuarta hipótesis: cuando, previo a la intervención quirúrgica, se administran medicamentos como el Lupron Depot o el Asoflut -prescriptos en su momento por el doctor Malaspina- el tratamiento puede provocar la remisión total del mal, es decir, la desaparición de las células cancerosas. Máxime cuando, como en mi caso, el desarrollo de la enfermedad era incipiente. Ello explicaría la diferencia entre los resultados de la primera y de la segunda biopsia. Yo no tengo elementos que me permitan inclinarme razonablemente por alguna de estas hipótesis. Pero puedo brindar un consejo a quienes una biopsia les depara la desagradable sorpresa de un cáncer de próstata: hacer una nueva biopsia antes de decidir la operación. 89
  • 90.
  • 91. De vuelta a casa...¡ vivo! Mi estado físico no era, precisamente, el de un atleta entrenado para correr un maratón, pero había mejorado sensiblemente, al punto que decidimos volver a casa. Ya no había razón para permanecer en La Plata. Desayunamos, pagamos la cuenta del hotel, Mary empuñó el volante e hicimos nuestro último recorrido por las calles platenses rumbo a la autopista. Había pasado más de un mes desde que salimos de casa dispuestos a emprender esta gran aventura quirúrgica en el hospital Italiano. Resultaba emocionante este reencuentro con el paisaje doméstico. La ausencia, aunque sea relativamente breve, permite revalorizar lo cotidiano, aquello en lo que ya no reparamos por ser demasiado conocido. Se comprende mejor así la nostalgia de quienes, por cualquier circunstancia, sufren un prolongado desarraigo: exiliados, refugiados, inmigrantes... Ninguno de esos era mi caso, pero sentí la incomparable alegría de estar nuevamente en mi hogar luego de un mes de ausencia... ¡ y haber regresado vivo!. 91
  • 92. Junto con Mary iniciamos breves caminatas, que se iban extendiendo cada día. Yo llevaba una faja por indicación del médico, para evitar que algún esfuerzo involuntario pudiera dañar la sutura. No debía tratar de levantar objetos pesados y, por algún tiempo, no haría ejercicios violentos ni conduciría el automóvil. Mary se había convertido en enfermera amateur, diestra en fajarme con la tensión justa, cambiar los apósitos y aplicar polvos cicatrizantes, prácticas que continuábamos por precaución. Es muy importante para el restablecimiento físico y beneficioso para mejorar el estado anímico realizar algún tipo de actividad, como las caminatas. Infunde optimismo comprobar que es posible alargar cada día los recorridos y que el esfuerzo requerido es menor al recuperar fuerzas paulatinamente. Se debe cuidar no caer en los extremos: no exigirse más de lo que el cuerpo permite, pero tampoco dejarse estar, desanimado por una situación que, en todo momento, debe considerarse pasajera. En esos días me enteré que Mario Pociello, el amigo paddelista que junto con su esposa había estado con nosotros el día de la operación, acababa de sufrir su propia intervención quirúrgica, afectado de pancreatitis. Había sido llevado de urgencia al Policlínico Bancario y, pocas horas después, ingresaba al quirófano.
  • 93. Aquella tarde, cuando lo saludé a través del vidrio desde la sala de recuperación del hospital Italiano, no podría haber pensado siquiera que, poco tiempo después, nuestra situación se invertiría, cosa que suele ocurrir en todos los órdenes de la vida, donde aquello que poseemos –salud, bienes materiales, felicidad- suele ser efímero. Afortunadamente, también el dolor, la enfermedad, suelen ser pasajeros. Ahora éramos Mary y yo quienes acudimos a visitar al amigo internado. Todavía fajado, me animé a conducir el coche. Fue la primera vez que lo hice luego de la operación. No resultaba imprudente pues había pasado más de un mes desde que salí del quirófano. Por supuesto que no sufrí molestia ni complicación alguna y ello me animó a emprender mi segundo raid como conductor, esta vez rumbo al santuario de Fátima, de la avenida Mariano Acosta 2979. Fue el 13 de setiembre, pues los días 13 de cada mes se rinde culto a la Virgen. Asistimos a misa en acción de gracias por mi restablecimiento y cumplimos la promesa de entregar un donativo, que sirvió para financiar un trabajo de carpintería: la biblioteca del colegio parroquial. El santuario está ubicado en un barrio humilde y la iglesia y el colegio cumplen una importante misión social, asistiendo a las 93
  • 94. familias de menores recursos y brindando no sólo educación sino también alimentación a los niños. Mucha gente hace llegar su ayuda. Obras como esta generan una corriente solidaria más fuerte que el egoísmo que parece ser una característica de nuestro tiempo.
  • 95. Regreso al trabajo Finalmente, llegó el momento de retornar al trabajo. Fue mi ausencia más prolongada -incluyendo los períodos de vacacionesdesde que, en diciembre de 1991, llegué a La Plata para trabajar como director de Prensa, convocado por el entonces gobernador electo Eduardo Duhalde. Esta fue mi primera experiencia laboral en el sector público luego de tantos años de labor periodística en medios privados. Ahora, al finalizar luego de dos períodos de gobierno –Duhalde fue reelecto en 1995, cuando el pueblo bonaerense le confirió un nuevo mandato, hasta fines de 1999- la considero una experiencia enriquecedora, pero que no reemplaza la pasión que enciende el ejercicio del periodismo practicado en un diario –que es mi fuerte- o en cualquier otro medio. El periodismo es, además de apasionante, un oficio altamente competitivo, ya se lo practique en una empresa privada o desarrollando una labor de prensa en algún organismo estatal. El periodista actúa en un ámbito donde muy fuertes intereses gravitan y ejercen presiones de distinta naturaleza. 95
  • 96. En ese marco, podría decirse que son poco aconsejables las ausencias demasiado prolongadas. En estos tiempos –y no sólo en el periodismo- un puesto de trabajo es algo particularmente codiciado. Sin embargo, no era este un tema que me preocupara demasiado. Con hijos que siempre necesitarán una ayuda pero ya no dependen exclusivamente del apoyo económico de los padres, la jubilación y la vivienda aseguradas y algunos ahorros, podía imaginar el tramo final de mi vida sin mayores sobresaltos económicos. Además, si la prolongada ausencia hubiera debilitado mi posición laboral y fortalecido a algún eventual reemplazante, seguramente no me faltaría alguna changuita que, además de arrimarme algunos pesitos, me mantuviera activo. De todas maneras, tengo el propósito de jubilarme. Cuando hice este comentario a mi vecino, el médico doctor Bochi, desaprobó la idea. Dijo que el trabajo ayuda a mantener la salud física y mental y no se lo debe abandonar, mientras se pueda. (Nota del autor: me jubilé a fines de 1999. A partir de entonces me dedico al periodismo digital editando Parlamenta, www.parlamenta.com.ar). Pero mi situación en la Gobernación no había variado. A mi regreso volví a ocupar mi puesto de trabajo y todos parecían alegrarse. Retorné al ritmo habitual, que comienza con el cotidiano viaje a La Plata, a 70 kilómetros de mi casa. El hecho de contar con coche oficial y chofer disimula,
  • 97. por cierto, el hecho de tener que desplazarme diariamente 140 kilómetros para ir a trabajar (y volver). Sin embargo, suelen ocurrir imponderables capaces de modificar, más allá de nuestra voluntad, no sólo las situaciones laborales, sino también las que involucran otros aspectos de la vida del hombre, incluyendo el quehacer político. En e ste caso se había registrado, durante mi ausencia, la formación de un nuevo equipo político y de difusión, al margen de la estructura de gobierno, encargado de la campaña presidencial del gobernador, quien asomaba como firme aspirante a instalarse en la Casa Rosada. Pero no fue así. Fernando de la Rúa resultó electo presidente de la Nación, dándose luego la curiosa circunstancia de que, jaqueado por la crisis desatada en el país, renunció...¡ y fue sucedido por Duhalde! quien, de pronto, por determinación de la Asamblea Legislativa, llegó a la meta que las urnas le habían impedido alcanzar y pudo sentarse en el sillón de Rivadavia. La creación de aquel equipo actuaba como una divisoria de aguas, para no mezclar lo institucional con lo proselitista. En estos tiempos en que la lucha política se enardece, como habitualmente ocurre cuando se aproxima una elección 97
  • 98. presidencial, deben cuidarse todos los detalles como, por ejemplo, que no pueda sospecharse siquiera que los funcionarios, que son pagados con el dinero de todo el pueblo, estén al servicio de una campaña proselitista, este caso la de Duhalde. Y he aquí que uno de aquellos imponderables vino a modificar imprevistamente mi situación laboral. El secretario de Comunicación Social, Carlos Ben, pasó a integrar el nuevo equipo político, renunció a su cargo y fue reemplazado por el diputado provincial Daniel Chicho Basile, quien dejó su banca para ocupar la Secretaría que había quedado vacante. Como se estila en estos casos, todos los directores del área de Comunicación Social presentamos nuestras renuncias. Nadie habría imaginado que, coincidentemente con la finalización del año 1998, todos seríamos renunciantes. Pero Basile decidió emprender su gestión acompañado por varios de los funcionarios que habíamos renunciado, quienes continuamos en nuestros cargos hasta la finalización del período gubernativo, el 10 de diciembre de 1999.
  • 99. "Se me ha dispersao la hacienda" El flamante secretario de Comunicación Social asumió ante una enfervorizada concurrencia que colmó el Salón Rojo de la Gobernación y lo ovacionó cuando prestó juramento ante el gobernador Duhalde. Entre todos los presentes uno llamó especialmente la atención: el dirigente radical porteño Enrique Coti Nosiglia, quien fuera ministro del Interior durante la presidencia de Alfonsín, y cuya trayectoria política estuvo siempre rodeada por un halo de misterio, atribuyéndosele un manejo del poder detrás del trono. No faltaron las más disparatadas especulaciones sobre esa presencia, pero ocurre -y aquí está la explicación- que Basile y Nosiglia comparten una pasión que suele neutralizar las rivalidades y afinidades generadas por las luchas políticas: el fútbol. En este caso, ambos están identificados con los colores azul y oro. La estrecha afinidad que los une parte de la común militancia en el club de sus amores: Boca Juniors. Las ceremonias de asunción no gozan de mi predilección. Trato de eludirlas. No me gustan los amontonamientos. Tampoco la hipocresía que suele asomar en ellas. Pero a 99
  • 100. muchas debí asistir como periodista. Si la trayectoria de los hombres que desempeñan funciones públicas suele sufrir tremendos altibajos, las ceremonias de asunción forman parte del barómetro que registra ascensos y descensos. Constituyen un rito donde mucha gente rodea al nuevo funcionario, pugnando por acercársele y apabullarlo con aplausos, felicitaciones y buenos augurios que, en algunos casos, son sinceros. En cambio, cuando el funcionario se va, suele hacerlo en soledad. Y si se va porque ha caído en desgracia, la estampida alcanza hasta los amigos que, en realidad, nunca lo fueron. Esto no es nuevo. Ocurre desde los tiempos de Cristo. Siempre habrá millares en el momento del reparto, dispuestos a saborear panes y peces en abundancia, que se borrarán en el momento de la crucifixión. Desde entonces actitudes así se han repetido por millares en todo el mundo a través de los siglos. La Argentina no podía ser una excepción. Corría la tumultuosa década de los 70 cuando Deolindo Felipe Bittel asumió la conducción del Consejo Nacional Justicialista. A Perón le había dado el cuero para retornar al país pero ese cuero, curtido en tantas tempestades políticas, estaba ya debilitado. Murió, lo sucedió Isabelita y sobrevinieron tiempos difíciles para la República.
  • 101. Bittel, en cada uno de sus frecuentes viajes a Buenos Aires, se alojaba en el modesto hotel Castelli, del barrio del Once, que en esas ocasiones se convertía en una romería. Decenas de dirigentes políticos y periodistas lo entrevistaban cada mañana en el bar del hotel, que se transformaba en un verdadero pandemonium. En la noche del 23 de marzo de 1976 se había reunido la Multipartidaria, con Bittel, Ricardo Balbín y dirigentes de prácticamente todo el espectro político nacional. Trataban de buscar una salida que evitara el golpe de Estado, cuya inminencia conocían hasta los chicos del colegio. Fue entonces cuando Balbín pretendió infundir confianza con aquella frase de Almafuerte: "Todo enfermo incurable tiene cura cinco minutos antes de la muerte", frase poética y esperanzada, pero de escaso rigor científico y dudosa aplicación al ámbito político. Esa noche concerté un encuentro con Bittel para el día siguiente, pues debía seguir de cerca el resultado de las gestiones emprendidas por la Multipartidaria. Pero ese día, 24 de marzo de 1976, estalló el golpe. El enfermo incurable, en este caso la democracia, no había tenido cura. Había muerto. Realmente no pensaba encontrar a Bittel en el hotel pero, por las dudas, acudí a la 101
  • 102. cita a la hora señalada. Y allí estaba, en el bar, ocupando la mesita de siempre, delante de un pocillo de café vacío, pero solo, conmovedoramente solitario. El bar estaba tan vacío como ese pocillo de café que Bittel había bebido mientras me esperaba. Me recibió con una frase que procuraba disimular, con humor, el éxodo total, absoluto, de políticos y periodistas: - Se me ha dispersao la hacienda. Era ahora un pastor sin rebaño. Había dejado de ser noticia. Otros personajes, predominantemente uniformados, ocupaban las primeras planas. Nuevos funcionarios repetían el rito de las ceremonias de asunción, donde mucha gente pugnaba por acercárseles y apabullarlos con aplausos, felicitaciones y buenos augurios. Finalmente, ellos también debieron irse tras la resurrección de la democracia, mientras Bittel volvía a estar rodeado por quienes le brindaban aplausos, felicitaciones y buenos augurios, al jurar como legislador. La historia, ¿siempre se repite?.
  • 103. Agonía y muerte de Crítica En realidad, no sólo yo sino todo periodista está acostumbrado a los ceses abruptos en su trabajo, ya sea por despido, por cierre de empresas o, en casos más afortunados, por recibir la oferta de un trabajo mejor remunerado. Yo he pasado por todos los casos y referiré dos, ocurridos en Crítica y en Clarín. Hace ya casi medio siglo trabajaba como cronista político del diario católico El Pueblo, ya desaparecido, y tuve la oportunidad de mejorar mi situación salarial, profesional y sentimental incorporándome como cronista político y parlamentario al legendario diario Crítica, que marcó todo una época en el periodismo argentino. Digo también sentimental porque en ese diario conocí a Mary, mi novia de entonces y esposa desde hace 36 años. En Crítica sufrí el cierre de la empresa, ocurrida en 1962, sin llegar a cobrar un sólo centavo de indemnización. ¿Por qué cerró un diario con tan enorme caudal de lectores que alcanzó tiradas nunca superadas en su época, ni durante muchos años después?. Tiene su explicación. El diario de Natalio Botana tenía su fuerte en los sectores populares, con un estilo considerado 103
  • 104. sensacionalista, que ofrecía abundante información turfística, policial y deportiva y las noticias políticas más estridentes. Durante la presidencia del general Perón el gobierno compró el diario. Cuando Perón fue derrocado, en 1955, los herederos de Botana intentaron recuperarlo judicialmente, argumentando que se había tratado de una compra extorsiva, pero fracasaron en el intento. El gobierno de la llamada revolución libertadora lo entregó a un líder radical porteño, el doctor Santiago Nudelman, quien asumió la dirección. Para ello fue simulada la formación de una cooperativa del personal pero, en realidad, el traspaso del diario a manos de Nudelman se trató, podría decirse, de un premio al antiperonismo del dirigente radical y a su fidelidad a los objetivos de la revolución triunfante. Desde la dirección del diario, Nudelman modificó radicalmente la concepción, el estilo y el contenido del diario. Dejó de ser un diario sensacionalista y se transformó en un diario serio. Incorporó noticias sociales y páginas culturales. Pero los lectores tradicionales de Crítica no se sintieron identificados y dejaron de comprarlo. Y aquellos lectores que Nudelman trataba de captar tenían otros diarios que interpretaban mejor sus gustos e intereses. El resultado fue que Crítica se fue quedando sin lectores y, consecuentemente, sin avisadores.
  • 105. En aquellos tiempos el radicalismo se había dividido entre Intransigentes (la UCRI, encabezada por Arturo Frondizi) y del Pueblo (la UCRP, liderada por Ricardo Balbín). Pese a que Nudelman militaba en el radicalismo del Pueblo, el gobierno de Frondizi, instalado en 1958, le brindó oxígeno para que el diario pudiera sobrevivir y esto ocurrió hasta 1962, cuando Frondizi fue derrocado y, consecuentemente, desprovisto de esa máscara de oxígeno, Crítica sufrió la asfixia financiera que lo condujo a la muerte. Hubo algunos intentos de reflotarlo, pero todos fracasaron. Tuvo más suerte Héctor Ricardo García quien, con ese fino olfato que lo caracteriza, salió a ocupar el espacio vacante que había dejado Crítica fundando Crónica en 1963, iniciativa coronada por el éxito que aún perdura. No sólo siguió aquella línea tradicional del diario desaparecido, sino que imitó el logo y llevó a trabajar a Crónica a quien había sido secretario general de redacción y alma mater de Crítica, Juan Carlos Petrone. Finalmente el Estado tomó posesión de los bienes de Pampa, la empresa editora de Crítica y así fue como dependencias de la Policía Federal ocuparon el majestuoso edificio de la avenida de Mayo 1333. De su frente fue sacado el mármol donde se había esculpido la frase de Sócrates que era el 105
  • 106. lema del diario: "Dios me puso sobre vuestra ciudad como un tábano sobre un noble caballo para picarlo y tenerlo despierto".
  • 107. Jugando al tenis con Menem En Clarín fui despedido luego de 23 años de trabajo como jefe de la sección Política, donde había llegado de la mano de Osvaldo Bayer, gran compañero, anarquista romántico, pluma brillante, autor de "Los vengadores de la Patagonia trágica", llevada al cine con el título de "La Patagonia rebelde". En realidad no se trató, formalmente, de un despido, sino de una renuncia forzada por la empresa a cambio de una indemnización en el marco de una purga que afectó a casi todos los secretarios de redacción y jefes de sección, entre ellos los máximos responsables de la redacción, Marcos Cytrinblum y Joaquín Morales Solá. ¿A que obedeció esa purga?. No lo se, ni nunca se me ocurrió tratar de averiguarlo, pero tengo mi hipótesis, que podría comenzar a desgranar con una anécdota de 1989, cuando transitaba el último tramo de mi trabajo en el diario. Carlos Menem estaba en La Rioja. Acababa de ser electo presidente de la Nación pero aún no había asumido. Hacia allí viajamos, en un pequeño avión, el brigadier Andrés Antonietti, entonces comandante de Material 107
  • 108. de la Fuerza Aérea; su gran amigo Alfredo Roque Corvalán, abogado y ex aviador militar, pero más especializado en inteligencia que en vuelos de combate, y yo. Durante el vuelo se registró un risueño episodio. Corvalán experimentó una irreprimible necesidad de orinar y en el avioncito no había baño. - No podés orinar en el piso. Estamos volando sobre Córdoba. Bajaremos en Pajas Blancas (el aeropuerto cordobés) para que vayas al baño, lo consoló el brigadier. Cruzamos caminando la pista, llegamos al edificio de la estación aérea, que estaba desierta, y allí nos interceptó un cabo de la Fuerza Aérea. - Soy el brigadier Antonietti, se presentó el aviador, quien no vestía uniforme sino jean y zapatillas. El cabo lo miró con expresión incrédula y ni siquiera lo saludó. - ¿Donde está el oficial de servicio?, preguntó, imperativo, el brigadier. - No se, señor, respondió algo turbado el suboficial quien, tal vez por el tono de voz, advirtió entonces que se trataba, realmente, de un superior. - Vaya a buscarlo, conminó Antonietti. El cabo ahora sí saludó y salió corriendo en busca del oficial pero, entre tanto, Corvalán había retornado del baño y regresamos al avión. Ignoro si el cabo habrá encontrado al oficial de servicio y referido el extraño
  • 109. episodio que, para ellos, habrá resultado absolutamente incomprensible. En La Rioja Menem nos invitó a jugar al tenis y a cenar en la residencia del gobernador, que él ocupara hasta poco tiempo antes. - Yo voy a jugar con este chango, dijo Menem, señalando a un joven, desconocido para nosotros, a quien ni siquiera presentó. Antonietti y yo formamos la pareja rival. Nos vapulearon. Luego nos enteramos que el chango era un profesor de tenis riojano que entrenaba al presidente electo desde que era gobernador. En la residencia había otros dos visitantes, el Muñeco Mateyko y Carlos Spadone, quien estaba gestionando tierras para cultivar kiwis, fruta cuyo consumo, en esa época, era mayoritariamente abastecida por la importación. Pero de la comida sólo participamos Antonietti, Corvalán, yo y todavía no se divisaba la tempestad en el horizonte matrimonial- la señora Zulema. En esa cena Menem le ofreció al brigadier el cargo que este aceptó gustoso: jefe de la Casa Militar. Jamás le planteó Antonietti aspiración alguna de comandar la Fuerza Aérea. Esta sospecha, infundada por cierto, parecía haberse instalado en el pensamiento del entonces titular del arma, brigadier Crespo quien, atribuyendo a esa visita de 109
  • 110. Antonietti carácter político, de un plumazo lo pasó a disponibilidad apenas regresó a la sede del comando. Una vez que Menem asumió la Presidencia normalizó la situación de revista de su amigo y cumplió la promesa de designarlo jefe de la Casa Militar. La cena riojana también deparó un postre para Corvalán. Esa noche Menem le entregó una carta nominándolo su enlace personal con la SIDE (Secretaría de Inteligencia del Estado), organismo en ese momento a cargo del radical Facundo Suárez (recuérdese que todavía Raúl Alfonsín ejercía la Presidencia). Esa oficiosa nominación fue seguida de un anuncio: Menem le confió que aún no había decidido, entre Corvalán y el Tata Yofre, quien sería el futuro titular de la SIDE. Finalmente se decidió por este último, pero Corvalán tuvo su premio, designado en la embajada argentina en el Uruguay. Allí volvería a unir su destino al de Antonietti, quien luego sería designado titular de esa representación diplomática. Pues bien, en el momento de ingresar a la residencia oficial riojana se había producido un encuentro: salía de allí el gerente general de Clarín, Héctor Magnetto. Nos saludamos al paso. Luego le pregunté a Menem cual había sido el motivo de esa visita. Sin darle mayor importancia, respondió: - Está tratando de establecer contactos vinculados con canal 13. Ocurre que Clarín aspira a quedarse con el canal (que