42. Unos lo tenían por brujo y otros por pingo de cábala, desde que en toda ocasión Quiroga lo consultaba. No hubo caso ni suceso que el moro no adivinara: lo mismo anunciaba triunfos que otra suerte de las armas. (Quiroga no lo montó en esa ocasión contraria, y el moro era de opinión de no presentar batalla). De halago, se lo prestó a ese otro varón de entraña, López -don Estanislao que Santa Fe gobernaba. Tanto se le aficionó que dio en ponerle su marca, haciéndolo de su silla para ocasiones de gala. Vaya a saber en qué montes entregó -si tuvo- el alma, como que siendo tan brujo, no sería cosa extraña. Quiroga llevó la muerte en la punta de su lanza. Tanto cantaba una flor como lucía una daga. Nadie lo enfrenó después del revés de La Tab1ada, y ni al mismo general dejó que se le sentara. Apenas desensillado -puro relincho y pujanza en unas carreras locas, las crines le tremolaban. Hacía sonar las coscojas con una inquietud tamaña. A cruzados y trabados les corría con ventaja. Animalito aparente, era de virtudes raras y medio facultativo en cuestión de adivinanzas. Se habrá echado a bien morir en unas blanduras pampas, él, que tenía el cuero duro, hecho a jarillas y zarzas. Le obedecería aún la cabeza levantada. Los ojos, como parados de mirar a la distancia. Se le habrá representado un entrevero de lanzas, un paisano barba crespa, algunas tierras sin agua... ¡Quién sabe si se repite moro de tanta ventaja! No se le supo la cría, pero con lo dicho, basta...