Queridos amigos:
Lo que os cuento ahora es la continuación de lo que os relataba en el número 129 a
propósito de una familia que perdió a la mujer de casa, madre de seis hijos, que en un principio
parecía que habían asumido la muerte de su madre, pero su nueva presencia se hizo real por la
fuerza de las costumbres.
Había pasado un mes del entierro y todo parecía que había vuelto a la normalidad,
aunque de vez en cuando alguno de los hijos se acordaba de su madre, la citaba entre suspiros y
todos comenzaban a llorar. El mayor de los hermanos es una chica, que estudia en Lubumbashi,
en un colegio regentado por religiosas que al mismo tiempo llevan un internado para las
estudiantes que les llegan de fuera. La nuestra se alojaba en el internado. Todas sus compañeras
estaban al corriente de lo que la había sucedido y en cuanto llegó se acercaron a ella para darle
el pésame.
La vida transcurría con normalidad. Había pasado como un mes desde que había vuelto
al internado, cuando una noche empezó a gritar, a llamar a su madre, a pronunciar palabras
incomprensibles, a relatarles que había visto a tres mujeres que venían en su busca y de las que
trataba de escapar. Una de ellas era su abuela, la madre de su madre que había fallecido. Se
despertaron sus compañeras y trataron de calmarla. Desapareció la visión y todas volvieron a la
cama.
Tras unas semanas de calma, volvió a repetirse la
escena. Esta vez, la abuela la llamaba insistentemente para que
la siguiera. Ella se opuso y tuvieron un serio enfrentamiento.
Todo esto en sueños, pero la chavala saltó de la cama y se puso
a correr por el dormitorio despertando a sus compañeras,
quienes la agarraron y la volvieron a meter en la cama y
permanecieron en guardia hasta que se calmó.
Ese comportamiento anormal inquietó a las monjas que
como africanas comenzaron a sospechar que había algún
problema relacionado con las costumbres. De todas formas llamaron a un sacerdote conocido
para que la bendijera porque podía estar atrapada por algún espíritu que la torturaba. El
sacerdote llegó, rezó, imploró, la bendijo e incluso la roció con agua bendita para tranquilizarla,
tanto a ella como a las monjas, que tampoco estaban tranquilas. Parecía que esta vez todo había
terminado y cada uno se ocupaba en sus deberes, cuando otra noche, la chavala, más fuera de sí
que de costumbre, empezó a citar a la abuela, a llamar a su madre, a pedir que la dejaran en paz,
a negarse a ir con ellas, con los ojos muy abiertos como fuera de órbita y consiguieron calmarla
difícilmente.
Las monjas llamaron a la abuela paterna para contarle lo
sucedido y la abuela vino donde mi porque no tenía un duro para
poder desplazarse. Me contó lo que ocurría, le di lo que
necesitaba y se puso en camino. Se hospedó en casa de unos
parientes y en cuanto pudo fue a ver a su nieta para que la contara
lo que le asustaba.
Enseguida se dio cuenta que era la abuela materna la que
la estaba molestando. Decidió ir a su encuentro para saber el
porqué de esa actuación. Ya habían tenido problemas con ella
durante la enfermedad de su hija que la dejó en manos de
curanderos, en contra de la opinión de su marido que era
partidario de que la ingresaran en un hospital. Recorrió los 125 Km de regreso y luego tuvo que
coger otro vehículo para que la llevara hasta el poblado en el que habitaba la madre de la
difunta. Otros 60 km. No sé a quién le pediría el dinero porque no pasó por mi casa.
La abuela reconoció que, efectivamente, era ella la que la molestaba a su nieta porque
las cosas no se habían hecho bien durante el entierro de su hija y menos aún a la hora del reparto
de los bienes que poseía. No se había seguido la costumbre y ahora sufrían las consecuencias.
La estudiante tenía que volver un día a casa para que la purificaran de los maleficios que llevaba
en su cuerpo porque de lo contrario podría terminar loca.
El padre de la chavala y marido de la difunta, estaba de acuerdo en todo, con tal de que
les dejaran en paz y los hijos recobraran de nuevo la normalidad. Les podía dar todo cuanto
había en la casa y llamara su atención, aunque no tuvieran derecho a ello. Lo único que quería
era que terminaran con las costumbres, recobraran la paz, y lo que llevaran lo iría reponiendo
poco a poco con su trabajo.
Las monjas recibieron la noticia y la petición para que la interna se presentara en la
familia y la trataran a su modo para tranquilizarla, pero no la permitieron salir, porque temían
que una niña en manos de aquellas abuelas podría sufrir un percance irreparable como podría
ser, el que le “robaran” la inteligencia para dársela a otra persona, obstruyeran su futura
maternidad, debilitaran su salud, la introdujeran en su cuerpo algún fetiche para que respondiera
siempre a sus deseos.
Marcelina vino a verme para contarme las últimas noticias sobre lo que estaba
ocurriendo y pedirme que estuviera presente el día en el que tendría lugar esa reunión. Me
parecía que no era la persona idónea para hacer de juez en ese embrollo de costumbres porque
era un europeo, cuando todos ellos son africanos, pero Marcelina no tenía confianza en los curas
de la parroquia y pensaba que mi pensamiento podría ayudarles a hacer las paces.
Un día, cuando yo ya había olvidado este asunto, me llamó para decirme que venían los
de la familia de la difunta y que estarían en su casa alrededor de las doce. El viudo estaba
trabajando en una empresa china y pidió ausentarse por la tarde para participar en esa reunión
pero los responsables chinos no le autorizaron el que se ausentara. Los chinos, en general, están
muy mal considerados por los africanos porque les hacen trabajar a destajo, incluso los
domingos, con unos salarios muy bajos y sin ropa adecuada para el trabajo.
Fui bastante puntual a la cita, pero para cuando yo llegué ya estaban todos los que iban a
tomar parte en esa reunión. Por parte de la difunta estaban sus padres y una hermana y por parte
de Marcelina estaba un hermano suyo, el testigo de boda de la difunta y un servidor. El primero
en tomar la palabra fue el hermano de Marcelina, quien
explicó el por qué estábamos todos reunidos en aquella
habitación y luego le pasó la palabra a su mujer para que
explicara lo que estaba ocurriendo en la familia.
Según ella, le habían dado tierra inmediatamente
sin que el viudo se despidiera de la difunta y le suplicara
ante la tumba, que se fuera para no volver y molestar a
los vivientes. Además, en la casa, habían expuesto todas
sus pertenencias y repartido entre los miembros de la
familia de la difunta, pero quien así había obrado, desconocía lo fundamental y es que cuando
una persona es enterrada lejos de su tierra, no pueden sentirse satisfechos con darle sepultura,
sino que tienen que enterrarla en su poblado de origen y para ello, tenían que haber seleccionado
la ropa que vestía ordinariamente, el vaso que empleaba en la cocina a la hora de preparar la
comida, y la escoba.
Con estas tres cosas, un familiar emprendía el viaje hasta el lugar de su nacimiento y es
allí donde oficialmente tenía lugar el entierro. Cuando sepultaban esas pertenencias, es como si
la enterraran a la difunta y allí terminaba el rito del entierro. Como no lo habían cumplido, la
difunta se encontraba intranquila, vagando de un sitio a otro, sin poder encontrar un lugar en el
que reposarse y venía a molestar a los vivientes para que repensaran lo que habían hecho y
cumplieran con la costumbre.
La abuela confesó que precisamente, el motivo de su viaje era el de recuperar las
pertenencias de su hija y llevarlas al pueblo para enterrarlas, de esta forma ella recobraría la paz
y no vendría más a este mundo a molestar a su hija.
Luego me tocó hablar a mí, pero no entré a discutir sobre la presencia de los muertos en
este mundo, ni sobre la necesidad de repartir las prendas entre los hermanos de la difunta, sino
que me limité a que pensaran que los que más sufrían de esta situación eran los hijos y que
teníamos que hacer cuanto esté de nuestra parte para calmarles y normalizar su situación.
Estaba anocheciendo para cuando terminamos nuestra conversación. Nos despedimos
porque el viudo seguía en el trabajo y los chinos no le daban permiso para ausentarse a pesar de
que había terminado con el horario laboral de ese día.
La abuela había comunicado a su nieta el resultado de la entrevista y parece que,
efectivamente, el problema de las visiones y llamadas nocturnas se debía a que no se había
cumplido con la costumbre. Ahora, la vida ha vuelto a la normalidad. Para nosotros son cosas
incomprensibles, pero para ellos la fuerza de la costumbre es más fuerte que la misma Palabra
de Dios.
Y para que veáis que lo que digo es algo real, frente a la cual muchas veces no sabemos
cómo actuar, os cuento dos hechos ocurridos en los alrededores.
Un hombre normal, que no estaba mezclado en ningún lío,
padre de familia numerosa, mayor de edad, fue a visitar a la hija
mayor, que vive en un poblado que se encuentra a 25 Km de aquí. En
principio salió en un autobús, pero no llegó a la casa de su hija. ¿Qué
es lo que pasó? Nadie sabe, pero le encontraron muerto, asesinado,
con muchas heridas en su cuerpo, le habían arrancado el sexo y el
corazón.
Cada tribu tiene sus costumbres y hay que conocerlas bien
antes de casarse con una persona de tribu diferente. Normalmente,
prefieren que sean los dos de la misma tribu, porque conocen las costumbres que tendrán lugar
en los momentos importantes de la vida: el nacimiento de un hijo, ante una enfermedad grave, la
pérdida inopinada del empleo, el fracaso de los exámenes, un accidente ocurrido a alguno de los
familiares, etc.
En nuestra zona existe la creencia que cuando muere un gran jefe y han encontrado a su
sucesor, éste tiene que ser más fuerte que todos los de la tribu y para ello tiene que reforzar su
“fuerza vital” aquello que le hace ser algo así como “invulnerable”, de
esta forma, los sortilegios no le harán efecto, la fuerza de los hechiceros
se desvanecerá ante él, deberá poseer varias mujeres y numerosa prole
que formará la guardia cercana que le proteja de todos los enemigos,
etc.
Esto suele ocurrir cuando después de morir un jefe y deben
buscar su sucesor. Es muy peligroso andar solo durante esa temporada
porque el nuevo elegido tiene que reforzar su persona para poder
dominar a sus súbditos y para ello necesita reforzar su “fuerza vital” y
eso se consigue comiendo el corazón y el sexo de otra persona ya que
se cree que la fuerza vital se concentra especialmente en esa zona y al
comer la “fuerza vital” de otra persona, se refuerza la suya propia. La policía no entra en
pesquisas porque se trata de costumbres que si se oponen a ellas, pueden terminar mal parados.
No se entierra el cuerpo ni se preocupan por hacerlo desaparecer. Queda en el lugar de los
hechos. Y esto ocurre ahora, en pleno siglo 21. Nadie sabe quiénes son los encargados de esta
“operación” y la gente procura no andar por descampados o en solitario para evitar que les
pueda ocurrir a ellos.
En otras tribus, las costumbres serán diferentes, pero en todas ellas la magia juega un
papel importante. Serán los espíritus, las pócimas que se preparan, los sueños, los sortilegios, el
mal de ojo, y especialmente si alguien manifiesta rencor hacia una persona y ésta sufre un
accidente, una enfermedad, o una desgracia, el adivino va a tener bastante fácil descubrir quién
es el causante de dicho mal, y pagará las consecuencias.
El segundo hecho es aún más dramático. Había terminado la cosecha del maíz. El
adivino de aquella zona se presentó en un poblado exigiendo a cada habitante la ofrenda en maíz
para ofrecérsela a los espíritus en agradecimiento por la cosecha recogida. Todo el mundo se
preguntaba para sus adentros si no sería para alimentarse el adivino, porque sabían que no había
cultivado ese año, pero nadie se atrevía a poner en duda el porqué de su petición por miedo a
que profiriera algún encantamiento y ocurriera alguna desgracia en la familia.
Sin embargo, uno de los habitantes, más valiente que todos los demás o que estaba hasta
el gorro de los abusos del adivino, se negó a hacer la ofrenda, diciendo que su mujer estaba
gravemente enferma y necesitaba el maíz para darla de comer y que se fortaleciera de esta forma
para estar en condiciones de afrontar la enfermedad.
El adivino le aseguró que su mujer no moriría y que esperaba
que modificara su terquedad para la próxima vez que pasara de nuevo
por el poblado, de lo contrario sufriría las consecuencias porque nadie
podía enfrentarse a él y ponerle en ridículo ante los demás.
Las amenazas no hicieron mella en Ilunga, (por ponerle un
nombre local), que estaba decidido a hacerle frente y que les dejara en
paz con sus patrañas, que no hacía sino despojar a los habitantes de
las pocas posesiones que tenían, sumiéndoles en la miseria más
absoluta.
Llegó el adivino y convocó una reunión a la que debían asistir
todos y en el que pensaba recoger las ofrendas de los morosos.
Nuestro Ilunga se negó en redondo alegando siempre la enfermedad
de su mujer y la necesidad que tenía de ese maíz para dar de comer a
la familia. El adivino, alzando la voz, le amenazó porque no se puede
desobedecer la voluntad de los espíritus y toda la familia pagaría el
enfrentamiento y el desprecio que había manifestado ante todo el pueblo. Eso era algo así como
un sacrilegio ante el que no había posibilidad de perdón.
El pueblo estaba situado a orillas de un gran río, y aunque todos cultivaban, al mismo
tiempo eran también pescadores y cada día se subían a sus piraguas en busca de unos peces que
les ayudaban a mejorar el menú del día o a vender en el mercado para sacar un poco de dinero
que les ayudaría para pagar los gastos de la escuela o hacer frente a alguna enfermedad.
Ilunga, una vez terminado el encuentro, con cara de pocos amigos por las amenazas del
adivino y porque no se había visto respaldado por ninguno del pueblo, aunque todos pensaban
igual para sus adentros, cogió su piragua y se fue a pescar.
Al día siguiente enfermó de repente, con unos dolores muy fuertes de estómago que no
le dejaban reposarse ni tan siquiera en la cama y se quejaba fuera de su choza ante el pánico de
los habitantes del poblado. Pero todavía fue a más cuando vieron que también su mujer se
lamentaba de la misma forma y no había manera de calmar los fuertes dolores que sentían. Pero
el colmo fue cuando sus tres hijos aparecieron vomitando y gritando de dolor. ¡La maldición del
adivino se había cumplido!
Algunos amigos de la familia, quisieron acercarse para intentar calmar sus dolores, pero
el adivino, que se enteró de lo que ocurría, les prohibió terminantemente porque en caso de
hacerlo corrían el peligro de contraer la misma enfermedad. Al atardecer de ese día falleció
Ilunga y pocas horas después lo hacía su mujer. Los hijos
no tardaron mucho en seguir el camino abierto por sus
padres. Es más, les prohibió que sus cadáveres fueran
enterrados en el cementerio del poblado y en su lugar
debían ser arrojados al río para que fueran pasto de los
cocodrilos.
La gente estaba atemorizada por cuanto habían
presenciado y el adivino fue más temido que nunca porque
vieron que sus amenazas tenían una eficacia real, que
incluso podría destrozar la situación de una familia o causar la muerte, si se desobedecía
frontalmente a lo que dispusiera.
El pueblo, siguiendo las instrucciones que habían recibido, arrojó los cadáveres al rio y
pronto aparecieron los cocodrilos que los destrozaron de inmediato. No se puede desobedecer la
voluntad de los espíritus que viene manifestada en las peticiones del adivino.
El catequista, sin embargo, me contó otra versión de los hechos. El no había asistido a
la reunión que había convocado el adivino. Se quedó en casa, escondido, para que no le
acusaran que estaba en contra del adivino, Y vio cómo un “acólito” del adivino, porque éstos
nunca andan solos, penetraba en la casa de Ilunga durante su ausencia con un frasco en la mano,
que por lo que ocurrió luego, se supone que era veneno y lo vació en la botella de aceite, de
forma que cuando prepararon el pescado toda la familia quedó envenenada y sufrieron una
muerte atroz en medio de fuertes dolores.
El catequista le contó a su mujer lo que había visto y la deducción que sacaba de los
hechos, pero la mujer le suplicó que no lo dijera a nadie, de lo contrario serían expulsados del
pueblo por tratar de ridiculizar al adivino en quien la gente tenía toda su confianza.
A pesar de vivir muchos años entre esta gente, a veces nos resulta difícil descubrir lo
que hay en el fondo de ellos. Aparentemente se les ve normales, como cualquiera de nosotros,
pero en su interior llevan ese mundo del que nos cuesta creer que puedan existir todavía
personas que se sientan aferradas a un pasado que sigue siendo presente a espaldas de los
avances del mundo moderno.
Un abrazo.
Xabier