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Aquí estoy. Jamás pensé que volvería a pisar la alfombra del
recibidor de esta vieja casa. No creo que seáis conscientes de los
recuerdos que me trae esta casa, con sus paredes llenas de fotografías
de tiempos mejores, con su amplio jardín lleno de fantasmas de niños
jugando al escondite o con su cocina que, si te fijas bien, aún huele a
bizcocho recién hecho. Es imposible dar un paso aquí sin que me
vengan flashes de mi niñez y de los largos días de verano al sol. Y claro,
sonrisas rotas y lágrimas de emoción. Como siempre. No imaginaba
que iba a sentir tanto por el simple hecho de venir aquí... Pero bueno,
esto tampoco se aleja mucho de mis planes. Aún resuena en mi cabeza
la idea de darme la vuelta e irme, que no merece la pena... Pero hay
viejas heridas que hay que volver a abrir. Y hacía mucho que sentía que
tenía que cerrar un círculo.
Lo recuerdo bien, final del verano de hace quince años y yo, con
mis ocho años, me estaba despidiendo de todos mis amigos del pueblo,
aquellos con los que hacía guerras de agua y bailaba en las verbenas del
pueblo. "Hasta el año que viene", nos decíamos; total, qué iba a
cambiar, la historia seguía repitiéndose desde hacía muchos años. Con
la maleta llena de de ropa de verano, los bañadores aún húmedos y las
ganas de no marcharse, nos montamos en el coche, rumbo hacia un
nuevo septiembre que no sería más que el principio del final. El final de
esta historia.
No es justo. Los ocho años es la edad en la que empiezas a
descubrir la verdad sobre los Reyes Magos, comienzas a ir más allá de
comer, jugar y dormir, la mochila de clase va perdiendo sus ruedines y
empieza a retumbar a tu alrededor los ecos de la palabra "sexo". "Los
ocho es la edad perfecta", me dijo mi madre el día de mi cumpleaños,
"es el momento en el que te das cuenta de que te vas haciendo mayor,
pero todavía no tienes demasiadas responsabilidades como para tener
que demostrarlo". En ese momento solo sonreí a mi madre y le di un
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beso. Pero realmente no pude entender lo que decía. Ojalá me hubiera
dado cuenta antes. Necesito sentarme en el sofá, el olor a cerrado y a
sueños rotos me está poniendo dolor de cabeza.
Quiero gritar. Cada cosa de esta casa me hace volver un paso más
atrás, pero sin conseguir llegar nunca a la época feliz, solo
cubriéndome más de mi yo más oscuro. En este sofá no se han dormido
más siestas, ni esa radio ha vuelto a empapar de música una habitación
y desde el salón ya no se escucha a la abuela preparando las tortitas del
desayuno ni al abuelo leyendo el periódico desde el butacón de este
mismo tresillo. Solo hay un horroroso silencio. Un frío y tétrico
silencio.
De pequeña siempre fantaseaba con ser famosa. Unos días decidía
que iba a ser la mejor cantante de todo el mundo y que en todas las
radios pondrían mis éxitos una y otra vez. Otros días practicaba para
ser la mejor pintora de todas, para que mis cuadros valieran millones y
para que decoraran las casas de las personas con más renombre.
También estuvo la época de ser la autora de los próximos Best-Seller, la
diseñadora de moda que desfilaría en las pasarelas más prestigiosas y
la de artista de los más espectaculares musicales de Broadway. Pero
realmente daba igual la profesión, lo que realmente quería era que mi
vida mereciera tanto la pena que, al final, hicieran un libro con la
historia de mi vida y que la gente lo guardara en su casa con el mismo
cariño que se guarda un CD de tu grupo favorito. Quería sentirme
especial, ser especial. Crear un cuento de hadas y vivir en él. Que todos
recordaran quién fui.
Es irónico recordar eso ahora, porque solo tengo que mirar a mi
alrededor para ver las ruinas de lo que algún día consideré felicidad. Y
más pensando que solo tengo veintitrés años y que ahora mis
memorias no estarían llenas de aventuras donde al final saldría como
una chica que ha conseguido sus sueños. Pero bueno... no estaría mal
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entrar en esa parte de mí que hace tiempo que cerré con llave y traté de
olvidar. Al fin y al cabo estoy en esta vieja casa; puestos a recordar mi
historia, mejor hacerlo del todo, ¿no? Daré una vuelta por la casa
mientras me atrevo a hacer memoria... Este viejo salón me está
poniendo los pelos de punta.
Finales de agosto de finales de los ochenta. Estábamos volviendo
de nuestras últimas vacaciones en esta casa. Recuerdo ir dormida todo
el viaje, teniendo como banda sonora un cassette con las canciones
famosas del año. Y cuando desperté, vi que estábamos en el parking de
un restaurante, haciendo la parada de la comida. Después, sentados allí
mis padres, mis abuelos y yo, mi madre, de pronto, dijo la frase que, sin
saberlo, nos cambiaría a todos la vida para siempre: "Papá, mamá...
Tenemos una sorpresa por vuestro cuarenta aniversario de casados" y
mirando hacia mis abuelos sacó dos billetes de avión con destino a la
ciudad que, desde pequeña, siempre había querido visitar mi abuela.
Sonriendo, leyó en voz alta: Roma.
Tres días después estábamos todos en el aeropuerto más cercano,
a hora y media en coche, despidiendo a mis abuelos, realmente
ilusionados por ir allí y devorar la ciudad que ellos denominaban la
auténtica ciudad del amor. La abuela era la que mostraba estar más
emocionada, ella siempre ha sido más expresiva, pero jamás olvidaré el
brillo que tenía mi abuelo en los ojos... Nunca le había visto así. Le
temblaban las piernas, sonreía y hacía chinchar a la abuela diciéndole
que ellos ya eran muy viejos para hacer turismo. Y embarcaron, y se
fueron volando. Y mi imaginación, con ellos. Mis padres y yo pasamos
todo el viaje de vuelta del aeropuerto imaginando cómo pasarían esa
semana los dos solos en Roma, la de cosas que visitarían, la de helados
que comerían... Soñaba, como la niña que era, en que yo también haría
el mismo viaje, con el abuelo de mis nietos de la mano... Y sonreía por
lo que me esperaba la vida.
4
Una semana después, yo ya había empezado a ir a clase y ya iba
recuperando el ritmo normal, así que fue mi padre el que tuvo que ir a
recogerles mientras mi madre se quedaba para cuidarme. Yo estaba tan
emocionada por oír las historias de los abuelos en Roma que esa
mañana me desperté pronto, más pronto que lo normal para ir a clase,
y vi a mi padre preparándose para salir rumbo al aeropuerto. Al verme
me echó un poco la bronca y me dijo que me fuera a la cama. Le hice
caso, pero antes de entrar a mi habitación, me giré y le dije: "¿Tú
también irás a buscarme cuando sea yo la que me vaya a Roma?". Mi
padre me miró con su media sonrisa característica, me abrazó y me
dijo: "Si no me obedeces, no"; y al ver que bajaba la cabeza añadió:
"Claro que sí cariño, yo te iría a buscar hasta la misma Roma", y me dio
un beso en la frente. Cuando me volví a la cama, escuché el ruido de la
puerta de la calle y a mi padre bajando las escaleras.
Aquel día fue eterno. Las horas de clase no pasaban y cuando
llegué a casa, contando con que mis abuelos ya deberían haber llegado,
me extrañé al ver solo a mi madre. Me dijo que el avión se habría
retrasado, que solían pasar cosas así, que no me preocupara. Pero una
hora más tarde, tras una llamada telefónica un poco más larga de lo
normal, mi madre me dejó con la vecina de enfrente, me dijo que me
portara bien y se marchó corriendo. Yo no entendía nada, pero
tampoco me preocupó mucho; pero cuando regresó mi madre a casa,
con el ánimo caído y los ojos rojos, me sentó en el sofá y me explicó lo
que había pasado, sin muchos rodeos, pero con mucho tacto. Mi padre
y mis abuelos, mientras volvían, habían tenido un accidente de coche
muy grave... Y no había sobrevivido ninguno.
A partir de entonces tengo un vacío. Solo recuerdo que no podía
dormir, ya que cada vez que cerraba los ojos, me venía a la cabeza la
imagen del coche azul de mi padre volcado, con los cristales rotos, el
maletero abierto y todas las maletas de mis abuelos por la carretera.
5
Eso sí, en mi sueño no aparecía ninguno de los tres pasajeros y, aunque
así me ahorraba la imagen de ver a los tres cadáveres, eso me hacía
darme más cuenta de que no iban a aparecer nunca más. Y eso, para
una niña de ocho años, es duro. Y para una de veintitrés, también.
Es ese espacio de tiempo, mi madre cambió de una manera
totalmente drástica. Aunque todo el mundo, yo creo que ella incluida,
sabía que realmente había sido un accidente, no paraba de culparse a sí
misma de todo. Argumentaba que, si no se le hubiera ocurrido aquel
regalo, nada de esto habría pasado. Y, progresivamente, fue a peor. Lo
primero fue perder su trabajo. Después, no salía de casa casi nunca.
Empezó a pasarse el día en la cama y a descuidar su higiene personal. Y
por mucho que yo lo intentaba, no conseguía hacer volver a mi madre
de verdad.
Vi como, poco a poco, todo iba cayendo. Yo tenía diez años y
preparaba la cena a diario porque, si no lo hacía, ninguna de las dos
cenábamos. Empecé a dejar de lado a mis colegas de recreo y llegó un
momento en el que prefería estar sola. Mis notas empezaron a bajar,
poco a poco. Y entonces ocurrió el hecho que lo cambió todo un
poquito.
Uno de los vecinos había informado sobre la situación que
vivíamos mi madre y yo diciendo que ya no veía a mi madre nunca y
que, casi siempre que se cruzaba conmigo, llevaba una bolsa de la
compra en la mano y un gesto de saturación en la cara. Yo entonces
tenía doce años. Mi madre fue examinada por unos psiquiatras y fue
declarada como no apta para cuidarme. Yo no sabía qué iba a pasar. No
era consciente de tener más familia que un tío. Y no sabía nada de él.
Pero la sentencia fue clara, mi custodia pasó a sus manos y yo llevé el
poco equipaje que necesitaba a su casa.
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Era un piso un poco pequeño, dos habitaciones, una pequeña
salita de estar, una cocina un tanto raquítica y un baño. Mi tío era un
hombre un poco más joven que mi madre y, por un problema ocurrido
bastantes años antes de que yo naciera, había roto todo contacto con la
familia. Temía lo peor; un hombre, que no quiere saber nada de su
familia y por circunstancias de la vida acaba con la custodia de su
sobrina, no ofrece mucha confianza. Pero todo lo que había imaginado
no se cumplió nunca. Mi tío resultó ser una persona muy cercana y
agradable. Es verdad que al principio tuvimos que amoldarnos, y que
las comidas eras algo frías sin una conversación acompañándola, pero
al final terminó siendo mi salvavidas.
Si tenía un problema, él me ayudaba. Y era agradable cruzarte con
alguien por el pasillo o ver una película compartiendo unas palomitas.
De mi tío tengo muchos recuerdos y son casi todos positivos. Pero hay
uno que jamás se me olvidará, por mucho tiempo que pase. Me tocaba
limpiar la cocina y había puesto la radio para que todo fuera más
ameno. Mientras fregaba los platos empezó a sonar mi canción
favorita. Y yo empecé a cantarla en bajito. O eso creía yo. Llegó mi tío y
apagó la radio. Yo me callé y bajé la cabeza, acostumbrada a que la
gente me recriminara mi manía de pasarme el día cantando; pero
entonces me dijo: "No, no. No dejes de cantar. Solo he apagado la radio
para poder oírte mejor". Me hizo recordar los momentos felices,
cuando soñaba con ser cantante. Y entonces una lágrima salió de mi
ojo. Mi tío me abrazó y mirándome a los ojos me dijo: "No llores, tonta.
Todo irá bien mientras sigas cantando. Nunca dejes de hacerlo.", y me
dio un beso en la frente. Siempre que pienso sobre ello no puedo evitar
acordarme de la última vez que vi a mi padre y en todo en lo que se
había convertido mi tío para mí, casi como un segundo padre.
Visitaba a mi madre una vez al mes, pero cada vez iba a peor. Al
principio veíamos la televisión y lo comentábamos, o me contaba su día
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o algo... Pero llegó un día en la que se negó a hablar. Era mi puente a
todo lo que había pasado antes de irme a vivir con mi tío. Era algo así
como el Ying y el Yang. Si lo que inclinaba la balanza al lado positivo
era la relación con mi tío, lo que la inclinaba al lado negativo era mi
relación con mi madre. Bueno, mi vida no era perfecta, pero iba a
mejor. O eso creía. Hasta que llegó ese día.
Era un jueves y fui a visitar a mi madre. Ya iba más o menos
preparada para ver a la mujer que algún día fue mi madre, sentada en
un sofá sin decir nada. Pero lo que ocurrió fue mil veces peor... Y jamás
me imaginé que podría pasar. Entré en la habitación y le saludé con un
rutinario "Hola, mamá"; pero ella, en vez de responderme con un
gruñido o directamente no responder, dijo siete palabras que cayeron,
una a una, sobre mi cabeza. "¿Quién eres? Yo no tengo ninguna hija".
No me lo podía creer. Me entraron ganas de salir corriendo. Mi propia
madre negaba que fuera su hija... Salí de la habitación como pude,
aguantando las lágrimas y llegué hasta casa. Allí estaba mi tío, que no
debía volver hasta más tarde... Y, por su cara, algo le pasaba.
Me estuvo contando que había ido al hospital porque algo de la
revisión no había salido bien. Y acto seguido me dijo otras siete
palabras que acabaron de romperme... "Tengo un tumor... Y es muy
grave". No pude más. Lloré, lloré como nunca antes lo había hecho y,
por primera vez, mi tío lloró conmigo...
Poco después entró en el hospital y yo me pasaba las largas horas
con él... Haciendo lo que fuera, pero a su lado. Cada vez estaba más
débil y cada día se le quitaba un poco del brillo en sus ojos... Aunque
nunca en su sonrisa. La última vez que le vi fue ayer cuando, al irme,
me encargó un trabajo. "Mira el último cajón de la mesa de mi cuarto".
Nada más llegar miré y me encontré con un sobre en el que ponía
"Léelo si te lo digo". Así que lo abrí... Y comencé a leer.
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"Gracias. Gracias por haber aparecido en mi vida y haberla
cambiado. No sé si lo sabes pero, si estás leyendo esto, es que no voy a
durar mucho aquí. Te toca continuar sola... Y no te preocupes, sé que
estás preparada. Recuerda no dejar nunca de cantar... Por cierto, en la
carta hay una copia de la llave de la casa del pueblo. La parte que me
corresponde ahora es tuya, por si quieres volver y recordar. Ya no
vengas más a verme... Quizás encuentres la cama vacía y eso no quiero
que lo veas".
Y por eso estoy aquí. Una cosa llevó a la otra y... Bueno. Total, ya
no puedo llorar más. Nada más leer la carta me di cuenta de que le
había fallado a mi tío. Ya no podía cantar.... No me salía.
Ya he recorrido toda la casa, pero todavía me queda un pequeño
cuarto. Un viejo trastero que llevaba vacío mucho tiempo. Hasta que yo
le di un significado personal. Era muy pequeña y un viejo peluche se
había destrozado. Me daba mucha pena tirarlo, así que lo metí en una
vieja caja de zapatos y lo guardé en este trastero. Poco a poco lo fui
llenando de los juguetes que se me rompían, de pequeños coches,
balones pinchados... Lo usé tanto que incluso decidí ponerle un cartel
en la puerta. "El Cementerio de los Juguetes Rotos". Recordar esta
anécdota me hace sonreír.
Ya está... Ya ha llegado. De mi mochila saco una gran soga que
había encontrado en el piso de abajo. Hago el nudo que había
practicado y lo cuelgo de una viga. Toda mi vida está pasando por
delante de mis ojos y es duro, pero ya no hay vuelta atrás. Al fin y al
cabo, mi tío necesita un comité de bienvenida ahí arriba. Me ajusto la
soga al cuello...
Y salto. Porque, al fin y al cabo, ¿qué mejor para una rota
marioneta a manos del cruel destino, que perder la vida en el
cementerio de los juguetes rotos?

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Regreso a la casa de la infancia

  • 1.
  • 2. 1 Aquí estoy. Jamás pensé que volvería a pisar la alfombra del recibidor de esta vieja casa. No creo que seáis conscientes de los recuerdos que me trae esta casa, con sus paredes llenas de fotografías de tiempos mejores, con su amplio jardín lleno de fantasmas de niños jugando al escondite o con su cocina que, si te fijas bien, aún huele a bizcocho recién hecho. Es imposible dar un paso aquí sin que me vengan flashes de mi niñez y de los largos días de verano al sol. Y claro, sonrisas rotas y lágrimas de emoción. Como siempre. No imaginaba que iba a sentir tanto por el simple hecho de venir aquí... Pero bueno, esto tampoco se aleja mucho de mis planes. Aún resuena en mi cabeza la idea de darme la vuelta e irme, que no merece la pena... Pero hay viejas heridas que hay que volver a abrir. Y hacía mucho que sentía que tenía que cerrar un círculo. Lo recuerdo bien, final del verano de hace quince años y yo, con mis ocho años, me estaba despidiendo de todos mis amigos del pueblo, aquellos con los que hacía guerras de agua y bailaba en las verbenas del pueblo. "Hasta el año que viene", nos decíamos; total, qué iba a cambiar, la historia seguía repitiéndose desde hacía muchos años. Con la maleta llena de de ropa de verano, los bañadores aún húmedos y las ganas de no marcharse, nos montamos en el coche, rumbo hacia un nuevo septiembre que no sería más que el principio del final. El final de esta historia. No es justo. Los ocho años es la edad en la que empiezas a descubrir la verdad sobre los Reyes Magos, comienzas a ir más allá de comer, jugar y dormir, la mochila de clase va perdiendo sus ruedines y empieza a retumbar a tu alrededor los ecos de la palabra "sexo". "Los ocho es la edad perfecta", me dijo mi madre el día de mi cumpleaños, "es el momento en el que te das cuenta de que te vas haciendo mayor, pero todavía no tienes demasiadas responsabilidades como para tener que demostrarlo". En ese momento solo sonreí a mi madre y le di un
  • 3. 2 beso. Pero realmente no pude entender lo que decía. Ojalá me hubiera dado cuenta antes. Necesito sentarme en el sofá, el olor a cerrado y a sueños rotos me está poniendo dolor de cabeza. Quiero gritar. Cada cosa de esta casa me hace volver un paso más atrás, pero sin conseguir llegar nunca a la época feliz, solo cubriéndome más de mi yo más oscuro. En este sofá no se han dormido más siestas, ni esa radio ha vuelto a empapar de música una habitación y desde el salón ya no se escucha a la abuela preparando las tortitas del desayuno ni al abuelo leyendo el periódico desde el butacón de este mismo tresillo. Solo hay un horroroso silencio. Un frío y tétrico silencio. De pequeña siempre fantaseaba con ser famosa. Unos días decidía que iba a ser la mejor cantante de todo el mundo y que en todas las radios pondrían mis éxitos una y otra vez. Otros días practicaba para ser la mejor pintora de todas, para que mis cuadros valieran millones y para que decoraran las casas de las personas con más renombre. También estuvo la época de ser la autora de los próximos Best-Seller, la diseñadora de moda que desfilaría en las pasarelas más prestigiosas y la de artista de los más espectaculares musicales de Broadway. Pero realmente daba igual la profesión, lo que realmente quería era que mi vida mereciera tanto la pena que, al final, hicieran un libro con la historia de mi vida y que la gente lo guardara en su casa con el mismo cariño que se guarda un CD de tu grupo favorito. Quería sentirme especial, ser especial. Crear un cuento de hadas y vivir en él. Que todos recordaran quién fui. Es irónico recordar eso ahora, porque solo tengo que mirar a mi alrededor para ver las ruinas de lo que algún día consideré felicidad. Y más pensando que solo tengo veintitrés años y que ahora mis memorias no estarían llenas de aventuras donde al final saldría como una chica que ha conseguido sus sueños. Pero bueno... no estaría mal
  • 4. 3 entrar en esa parte de mí que hace tiempo que cerré con llave y traté de olvidar. Al fin y al cabo estoy en esta vieja casa; puestos a recordar mi historia, mejor hacerlo del todo, ¿no? Daré una vuelta por la casa mientras me atrevo a hacer memoria... Este viejo salón me está poniendo los pelos de punta. Finales de agosto de finales de los ochenta. Estábamos volviendo de nuestras últimas vacaciones en esta casa. Recuerdo ir dormida todo el viaje, teniendo como banda sonora un cassette con las canciones famosas del año. Y cuando desperté, vi que estábamos en el parking de un restaurante, haciendo la parada de la comida. Después, sentados allí mis padres, mis abuelos y yo, mi madre, de pronto, dijo la frase que, sin saberlo, nos cambiaría a todos la vida para siempre: "Papá, mamá... Tenemos una sorpresa por vuestro cuarenta aniversario de casados" y mirando hacia mis abuelos sacó dos billetes de avión con destino a la ciudad que, desde pequeña, siempre había querido visitar mi abuela. Sonriendo, leyó en voz alta: Roma. Tres días después estábamos todos en el aeropuerto más cercano, a hora y media en coche, despidiendo a mis abuelos, realmente ilusionados por ir allí y devorar la ciudad que ellos denominaban la auténtica ciudad del amor. La abuela era la que mostraba estar más emocionada, ella siempre ha sido más expresiva, pero jamás olvidaré el brillo que tenía mi abuelo en los ojos... Nunca le había visto así. Le temblaban las piernas, sonreía y hacía chinchar a la abuela diciéndole que ellos ya eran muy viejos para hacer turismo. Y embarcaron, y se fueron volando. Y mi imaginación, con ellos. Mis padres y yo pasamos todo el viaje de vuelta del aeropuerto imaginando cómo pasarían esa semana los dos solos en Roma, la de cosas que visitarían, la de helados que comerían... Soñaba, como la niña que era, en que yo también haría el mismo viaje, con el abuelo de mis nietos de la mano... Y sonreía por lo que me esperaba la vida.
  • 5. 4 Una semana después, yo ya había empezado a ir a clase y ya iba recuperando el ritmo normal, así que fue mi padre el que tuvo que ir a recogerles mientras mi madre se quedaba para cuidarme. Yo estaba tan emocionada por oír las historias de los abuelos en Roma que esa mañana me desperté pronto, más pronto que lo normal para ir a clase, y vi a mi padre preparándose para salir rumbo al aeropuerto. Al verme me echó un poco la bronca y me dijo que me fuera a la cama. Le hice caso, pero antes de entrar a mi habitación, me giré y le dije: "¿Tú también irás a buscarme cuando sea yo la que me vaya a Roma?". Mi padre me miró con su media sonrisa característica, me abrazó y me dijo: "Si no me obedeces, no"; y al ver que bajaba la cabeza añadió: "Claro que sí cariño, yo te iría a buscar hasta la misma Roma", y me dio un beso en la frente. Cuando me volví a la cama, escuché el ruido de la puerta de la calle y a mi padre bajando las escaleras. Aquel día fue eterno. Las horas de clase no pasaban y cuando llegué a casa, contando con que mis abuelos ya deberían haber llegado, me extrañé al ver solo a mi madre. Me dijo que el avión se habría retrasado, que solían pasar cosas así, que no me preocupara. Pero una hora más tarde, tras una llamada telefónica un poco más larga de lo normal, mi madre me dejó con la vecina de enfrente, me dijo que me portara bien y se marchó corriendo. Yo no entendía nada, pero tampoco me preocupó mucho; pero cuando regresó mi madre a casa, con el ánimo caído y los ojos rojos, me sentó en el sofá y me explicó lo que había pasado, sin muchos rodeos, pero con mucho tacto. Mi padre y mis abuelos, mientras volvían, habían tenido un accidente de coche muy grave... Y no había sobrevivido ninguno. A partir de entonces tengo un vacío. Solo recuerdo que no podía dormir, ya que cada vez que cerraba los ojos, me venía a la cabeza la imagen del coche azul de mi padre volcado, con los cristales rotos, el maletero abierto y todas las maletas de mis abuelos por la carretera.
  • 6. 5 Eso sí, en mi sueño no aparecía ninguno de los tres pasajeros y, aunque así me ahorraba la imagen de ver a los tres cadáveres, eso me hacía darme más cuenta de que no iban a aparecer nunca más. Y eso, para una niña de ocho años, es duro. Y para una de veintitrés, también. Es ese espacio de tiempo, mi madre cambió de una manera totalmente drástica. Aunque todo el mundo, yo creo que ella incluida, sabía que realmente había sido un accidente, no paraba de culparse a sí misma de todo. Argumentaba que, si no se le hubiera ocurrido aquel regalo, nada de esto habría pasado. Y, progresivamente, fue a peor. Lo primero fue perder su trabajo. Después, no salía de casa casi nunca. Empezó a pasarse el día en la cama y a descuidar su higiene personal. Y por mucho que yo lo intentaba, no conseguía hacer volver a mi madre de verdad. Vi como, poco a poco, todo iba cayendo. Yo tenía diez años y preparaba la cena a diario porque, si no lo hacía, ninguna de las dos cenábamos. Empecé a dejar de lado a mis colegas de recreo y llegó un momento en el que prefería estar sola. Mis notas empezaron a bajar, poco a poco. Y entonces ocurrió el hecho que lo cambió todo un poquito. Uno de los vecinos había informado sobre la situación que vivíamos mi madre y yo diciendo que ya no veía a mi madre nunca y que, casi siempre que se cruzaba conmigo, llevaba una bolsa de la compra en la mano y un gesto de saturación en la cara. Yo entonces tenía doce años. Mi madre fue examinada por unos psiquiatras y fue declarada como no apta para cuidarme. Yo no sabía qué iba a pasar. No era consciente de tener más familia que un tío. Y no sabía nada de él. Pero la sentencia fue clara, mi custodia pasó a sus manos y yo llevé el poco equipaje que necesitaba a su casa.
  • 7. 6 Era un piso un poco pequeño, dos habitaciones, una pequeña salita de estar, una cocina un tanto raquítica y un baño. Mi tío era un hombre un poco más joven que mi madre y, por un problema ocurrido bastantes años antes de que yo naciera, había roto todo contacto con la familia. Temía lo peor; un hombre, que no quiere saber nada de su familia y por circunstancias de la vida acaba con la custodia de su sobrina, no ofrece mucha confianza. Pero todo lo que había imaginado no se cumplió nunca. Mi tío resultó ser una persona muy cercana y agradable. Es verdad que al principio tuvimos que amoldarnos, y que las comidas eras algo frías sin una conversación acompañándola, pero al final terminó siendo mi salvavidas. Si tenía un problema, él me ayudaba. Y era agradable cruzarte con alguien por el pasillo o ver una película compartiendo unas palomitas. De mi tío tengo muchos recuerdos y son casi todos positivos. Pero hay uno que jamás se me olvidará, por mucho tiempo que pase. Me tocaba limpiar la cocina y había puesto la radio para que todo fuera más ameno. Mientras fregaba los platos empezó a sonar mi canción favorita. Y yo empecé a cantarla en bajito. O eso creía yo. Llegó mi tío y apagó la radio. Yo me callé y bajé la cabeza, acostumbrada a que la gente me recriminara mi manía de pasarme el día cantando; pero entonces me dijo: "No, no. No dejes de cantar. Solo he apagado la radio para poder oírte mejor". Me hizo recordar los momentos felices, cuando soñaba con ser cantante. Y entonces una lágrima salió de mi ojo. Mi tío me abrazó y mirándome a los ojos me dijo: "No llores, tonta. Todo irá bien mientras sigas cantando. Nunca dejes de hacerlo.", y me dio un beso en la frente. Siempre que pienso sobre ello no puedo evitar acordarme de la última vez que vi a mi padre y en todo en lo que se había convertido mi tío para mí, casi como un segundo padre. Visitaba a mi madre una vez al mes, pero cada vez iba a peor. Al principio veíamos la televisión y lo comentábamos, o me contaba su día
  • 8. 7 o algo... Pero llegó un día en la que se negó a hablar. Era mi puente a todo lo que había pasado antes de irme a vivir con mi tío. Era algo así como el Ying y el Yang. Si lo que inclinaba la balanza al lado positivo era la relación con mi tío, lo que la inclinaba al lado negativo era mi relación con mi madre. Bueno, mi vida no era perfecta, pero iba a mejor. O eso creía. Hasta que llegó ese día. Era un jueves y fui a visitar a mi madre. Ya iba más o menos preparada para ver a la mujer que algún día fue mi madre, sentada en un sofá sin decir nada. Pero lo que ocurrió fue mil veces peor... Y jamás me imaginé que podría pasar. Entré en la habitación y le saludé con un rutinario "Hola, mamá"; pero ella, en vez de responderme con un gruñido o directamente no responder, dijo siete palabras que cayeron, una a una, sobre mi cabeza. "¿Quién eres? Yo no tengo ninguna hija". No me lo podía creer. Me entraron ganas de salir corriendo. Mi propia madre negaba que fuera su hija... Salí de la habitación como pude, aguantando las lágrimas y llegué hasta casa. Allí estaba mi tío, que no debía volver hasta más tarde... Y, por su cara, algo le pasaba. Me estuvo contando que había ido al hospital porque algo de la revisión no había salido bien. Y acto seguido me dijo otras siete palabras que acabaron de romperme... "Tengo un tumor... Y es muy grave". No pude más. Lloré, lloré como nunca antes lo había hecho y, por primera vez, mi tío lloró conmigo... Poco después entró en el hospital y yo me pasaba las largas horas con él... Haciendo lo que fuera, pero a su lado. Cada vez estaba más débil y cada día se le quitaba un poco del brillo en sus ojos... Aunque nunca en su sonrisa. La última vez que le vi fue ayer cuando, al irme, me encargó un trabajo. "Mira el último cajón de la mesa de mi cuarto". Nada más llegar miré y me encontré con un sobre en el que ponía "Léelo si te lo digo". Así que lo abrí... Y comencé a leer.
  • 9. 8 "Gracias. Gracias por haber aparecido en mi vida y haberla cambiado. No sé si lo sabes pero, si estás leyendo esto, es que no voy a durar mucho aquí. Te toca continuar sola... Y no te preocupes, sé que estás preparada. Recuerda no dejar nunca de cantar... Por cierto, en la carta hay una copia de la llave de la casa del pueblo. La parte que me corresponde ahora es tuya, por si quieres volver y recordar. Ya no vengas más a verme... Quizás encuentres la cama vacía y eso no quiero que lo veas". Y por eso estoy aquí. Una cosa llevó a la otra y... Bueno. Total, ya no puedo llorar más. Nada más leer la carta me di cuenta de que le había fallado a mi tío. Ya no podía cantar.... No me salía. Ya he recorrido toda la casa, pero todavía me queda un pequeño cuarto. Un viejo trastero que llevaba vacío mucho tiempo. Hasta que yo le di un significado personal. Era muy pequeña y un viejo peluche se había destrozado. Me daba mucha pena tirarlo, así que lo metí en una vieja caja de zapatos y lo guardé en este trastero. Poco a poco lo fui llenando de los juguetes que se me rompían, de pequeños coches, balones pinchados... Lo usé tanto que incluso decidí ponerle un cartel en la puerta. "El Cementerio de los Juguetes Rotos". Recordar esta anécdota me hace sonreír. Ya está... Ya ha llegado. De mi mochila saco una gran soga que había encontrado en el piso de abajo. Hago el nudo que había practicado y lo cuelgo de una viga. Toda mi vida está pasando por delante de mis ojos y es duro, pero ya no hay vuelta atrás. Al fin y al cabo, mi tío necesita un comité de bienvenida ahí arriba. Me ajusto la soga al cuello... Y salto. Porque, al fin y al cabo, ¿qué mejor para una rota marioneta a manos del cruel destino, que perder la vida en el cementerio de los juguetes rotos?