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EL RAYO Y EL TRUENO

       A semejanza del musicógrafo inglés del siglo XVII, Charles Burney, voy
a presentar el panorama europeo en sus aspectos diferenciadores. Si Burney
nos ofrece encuentros con personajes culturales de la época, por ejemplo
Voltaire, aquí vamos a echar un vistazo a los intereses de las personas
comunes. Se dice que estamos en crisis, es decir en crisis económica después
de un despilfarro financiero que le viene de aplicarle su creencia de que todo el
mundo es jauja. Sépase que me refiero al mundo occidental o sea poco más
que lo que acoge en sus bancos a Europa y Estados Unidos de América (mejor
sería llamarlo Yanquilandia). Y esto ocurre expresamente desde la caída del
llamado “muro de Berlín”, cuando, según el comportamiento de la Theacher,
Reagan y todos sus seguidores, ya no había fronteras y sí se podía hacer lo
que se quisiera con el dinero. Pero, bueno, todavía, a pesar de las amenazas y
del número creciente de parados, lo que abunda son los viajes, en tren (Ave),
en avión o en coche de turismo: tanto en los días hábiles como en puentes.
Luego se pueden ver multitudes en los estadios de fútbol, en procesiones
(sobre todo en Sevilla), en manifestaciones tanto obreras como religiosas (el 1
de mayo y el día de la familia cristiana, por ejemplo).
       Por cierto, por lo que tiene de cercanía con lo más tradicional, me atraen
las celebraciones religiosas y los ritos que, desde tiempo inmemorial, han
creado todo ese patrimonio arquitectónico que son las catedrales (incluidas las
pequeñas iglesias que personalizan los pueblos de nuestra patria). Y es ahora,
desde las variaciones del concilio del Vaticano II, cuando esos ritos se acercan
más a los fieles, se puede entender algo mejor lo que antes sólo llegaba de
alguna manera a quienes sabían algo de latín o se conformaban con, por
ejemplo, el “dominus vobiscum” o simplemente “amen”. Cada vez son menos
quienes van a la iglesia habitualmente, pero sí asisten notablemente en las
fiestas de bodas, bautizos y comuniones. Los dirigentes de las iglesias se
conforman con subsistir de esa manera. Pero uno, que siempre ha sido curioso
y amante de interpretar, y de entender las lápidas más antiguas, se siente
atraído por determinadas expresiones de esos ritos, que no puede dejar de
analizar, dentro de lo que cabe.
       Así encontramos en la historia la repetida aparición de nombres propios
como Zeus, Júpiter, Dios, sobre todo refiriéndose a un dios supremo que
aparece primeramente en la literatura griega. En la Ilíada se repite la expresión
Zeus tronante cuando se refiere al que hoy llamaríamos el Dios supremo.
Parece clara la alusión como onomatopeya: el adjetivo tronante es el trueno
que acompaña al rayo en la tormenta. Siendo Zeus el rayo, como intérprete.
Tronante se atenúa en las traducciones como “tonante”, como luego se hará en
Escandinavia (-thur). Muy sencilla es la denominación de esa casa de seguros
que se llama Winterthur (el Dios del invierno).
       Veamos ahora la procedencia de la palabra Dios. Veremos únicamente
dos caminos lingüísticos: los que tenemos en Europa (Zeus-Deus-Dios, y Thur-
Thor) y por esas dificultades prescindiremos del trueno, pues es suficiente la
expresión de la Ilíada y las relaciones con el Dios (Zhur) escandinavo. Según
las distintas evoluciones habidas en las lenguas, tanto en la fonética como en
la escritura, hemos de recurrir a observaciones parecidas así como a las
relaciones que esos parecidos han ido teniendo y ahora tienen (hemos
estudiado, por ejemplo, las relaciones geográficas e históricas de la familia
cuya base es UR y que suponemos origen de E-UR-OPA; de UR también
suponemos la procedencia de EBRO, cuya B es igual a V y ésta a U, así
ÇIBDAD, CIVIL,CIUDAD. (ÇIBDAD aparece así en el Cantar de Mío Çid).
        ¿De dónde procede, o cómo aparece la palabra Zeus? Estudiemos: Z
nos ha parecido siempre extraña a la lengua griega (como la W al castellano).
Esa extrañez nos viene de que sólo se utiliza (refiriéndose al mismo sujeto) en
el caso nominativo, siendo en los demás casos (genitivo ∆iós) lo más cercano
al Dios de nuestros días y de nuestra lengua.
        Después, en el Júpiter romano, se nos dará una pista de la
onomatopeya pronunciativa de lo que Homero escribía Zeus: es la fonética del
rayo, es la silbante de la Z en tantas lenguas acompañada como en francés
con una e que es muda por sí sola pero modificando la consonante a que
acompaña. Ejemplo en el mismo francés: peugeot (la e como en Zeus la
extraña Z la hace silbar así como la g, con la e de por sí muda, silba como
escrita peyot) se diferencia fonéticamente si aparece escrita sin la muda e
(peugot), sin la muda e la sílaba go, o got, sería, como en castellano, con una g
gutural suave. La u sería también como en francés, pero eso es lo de menos; lo
que sí queda es el sonido silbante (cercano al sonido eléctrico, y energético si
nos acercamos en el razonamiento), lo que se reafirma después con el latino
Júpiter, o sea Ju-piter , Zeus-piter, Deus-pater, Dios-padre.
        ¿Recordáis haber visto alguna vez esa estatuilla de Zeus o de Júpiter
lanzando rayos? No olvidemos, después del razonamiento lingüístico que
hemos hecho, que la expresión Zeus sería la onomatopeya, o sea la
abstracción sonora, del rayo acompañado del trueno.
        La otra pista nos la proporciona el efecto que produce: el temor o el
miedo. Puede que de risa esta afirmación. Yo pongo por testigo a mi gato (y no
sólo como luego, en esta misma línea diré). Muy sencillo: cuando hay tormenta,
el gato se esconde donde más oscuro tiene al alcance. Fíjense cómo algo tan
sencillo de explicar da, como el terremoto, lo que se llama temor y por tanto se
identifica como algo que se produce tan “naturalmente” más que en principio,
en vez de que la naturaleza de un día de primavera, no nos da otra opción que
resguardarnos, tanto como del terremoto como de la lluvia. La tormenta es algo
intermedio entre la lluvia y el terremoto, por lo que un investigador de la
naturaleza, Benjamin Franklin, ideó crear el pararrayos; entonces, en que
todavía la Iglesia tenía poderes, uno de los Santos Padres expuso su parecer,
bajo amenaza de excomunión, de oponerse a tal idea con el argumento de que
a Dios no se podían poner trabas a su actuación: argumento muy firme y señal
de que aquel Santo Padre tenía suficiente conocimiento de que cuando dijo “a
Dios” había querido dar a Dios el mismo nombre que Homero había dado al
Todopoderoso Zeus.
        Todo ello nos descubre significados que no se dejan notar fácilmente
mas no es difícil ni extraño el encontrarlos y así, como en el caso del invento
del pararrayos, emparenta la función de ciertos fenómenos físicos con la
ideología que manifiestan ciertas actitudes humanas que tienen su expresión
en un comportamiento social que repercute o puede repercutir en la acción
política cotidiana.


      Tomás Alonso Fernández.- Madrid, a 10 de mayo de 2009.

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  • 2. estudiado, por ejemplo, las relaciones geográficas e históricas de la familia cuya base es UR y que suponemos origen de E-UR-OPA; de UR también suponemos la procedencia de EBRO, cuya B es igual a V y ésta a U, así ÇIBDAD, CIVIL,CIUDAD. (ÇIBDAD aparece así en el Cantar de Mío Çid). ¿De dónde procede, o cómo aparece la palabra Zeus? Estudiemos: Z nos ha parecido siempre extraña a la lengua griega (como la W al castellano). Esa extrañez nos viene de que sólo se utiliza (refiriéndose al mismo sujeto) en el caso nominativo, siendo en los demás casos (genitivo ∆iós) lo más cercano al Dios de nuestros días y de nuestra lengua. Después, en el Júpiter romano, se nos dará una pista de la onomatopeya pronunciativa de lo que Homero escribía Zeus: es la fonética del rayo, es la silbante de la Z en tantas lenguas acompañada como en francés con una e que es muda por sí sola pero modificando la consonante a que acompaña. Ejemplo en el mismo francés: peugeot (la e como en Zeus la extraña Z la hace silbar así como la g, con la e de por sí muda, silba como escrita peyot) se diferencia fonéticamente si aparece escrita sin la muda e (peugot), sin la muda e la sílaba go, o got, sería, como en castellano, con una g gutural suave. La u sería también como en francés, pero eso es lo de menos; lo que sí queda es el sonido silbante (cercano al sonido eléctrico, y energético si nos acercamos en el razonamiento), lo que se reafirma después con el latino Júpiter, o sea Ju-piter , Zeus-piter, Deus-pater, Dios-padre. ¿Recordáis haber visto alguna vez esa estatuilla de Zeus o de Júpiter lanzando rayos? No olvidemos, después del razonamiento lingüístico que hemos hecho, que la expresión Zeus sería la onomatopeya, o sea la abstracción sonora, del rayo acompañado del trueno. La otra pista nos la proporciona el efecto que produce: el temor o el miedo. Puede que de risa esta afirmación. Yo pongo por testigo a mi gato (y no sólo como luego, en esta misma línea diré). Muy sencillo: cuando hay tormenta, el gato se esconde donde más oscuro tiene al alcance. Fíjense cómo algo tan sencillo de explicar da, como el terremoto, lo que se llama temor y por tanto se identifica como algo que se produce tan “naturalmente” más que en principio, en vez de que la naturaleza de un día de primavera, no nos da otra opción que resguardarnos, tanto como del terremoto como de la lluvia. La tormenta es algo intermedio entre la lluvia y el terremoto, por lo que un investigador de la naturaleza, Benjamin Franklin, ideó crear el pararrayos; entonces, en que todavía la Iglesia tenía poderes, uno de los Santos Padres expuso su parecer, bajo amenaza de excomunión, de oponerse a tal idea con el argumento de que a Dios no se podían poner trabas a su actuación: argumento muy firme y señal de que aquel Santo Padre tenía suficiente conocimiento de que cuando dijo “a Dios” había querido dar a Dios el mismo nombre que Homero había dado al Todopoderoso Zeus. Todo ello nos descubre significados que no se dejan notar fácilmente mas no es difícil ni extraño el encontrarlos y así, como en el caso del invento del pararrayos, emparenta la función de ciertos fenómenos físicos con la ideología que manifiestan ciertas actitudes humanas que tienen su expresión en un comportamiento social que repercute o puede repercutir en la acción política cotidiana. Tomás Alonso Fernández.- Madrid, a 10 de mayo de 2009.