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I
Yo volvía a mi pueblo caminando rápido rápido por el camino de
Tocanca, en la Cordillera Negra. En el cielo, las nubes estaban que
lo oscurecían. Habría mangada, sin duda, y había que apurarse. Me
acercaba a la laguna de Wirí cuando, de pronto, lo veo a la distan-
cia, descansando sobre una peña situada en medio de las aguas: a
un oscollo, un enorme gato montés que, curiosamente, llevaba en
medio de la frente algo que despedía luz como del sol. «¿Qué cosa?
—pensé—. ¿Qué nomás puede ser eso? ¿Diamante que dicen tal
vez?». El oscollo me estaba mirando fijamente, sin moverse, como
sorprendido de verme. En eso, como aprovechando de su distrac-
ción, veo a un cóndor que veloz se lanza desde lo alto sobre el ani-
mal posado en la roca y, cogiéndolo con sus aceradas garras, intenta
levantarlo haciendo fuerza; mas el oscollo, reaccionando, logra
zafarse y sobreviene una feroz batalla. El uno que quiere levantarlo,
y el otro que, prendiéndose de su enemigo, busca lanzarlo al agua.
Con lo que se llevateaban para acá y para allá, las aguas de la laguna
se agitaban encrespadas. Ese mismo ratito, una tronazón se escuchó
en los cielos y la lluvia no tardó en precipitarse a cántaros. Un rayo
que casi lo atraviesa al cóndor lo hizo huir apuradamente, llevándo-
se entre las garras esa piedra brillante que era del oscollo, quien, en
su esfuerzo por evitarlo, había caído, ¡chaplún!, a las frías aguas de
la laguna, desapareciendo por unos instantes.
Asustado por lo que había visto, yo no acerté ni a moverme,
a pesar de que la lluvia me seguía empapando. Ahí nomás emergió
de las aguas, no el oscollo que vi caer, sino un anciano andrajoso
que con su ropa chorreando agua salió a la orilla a duras penas.
«¿Cómo? —me dije—, ¿y este hombre qué hace aquí?». Y antes
que le preguntara nada, él más bien me habló:
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—¡Cholito! —dijo como alegrándose—, ¿no me reconoces?
Sorprendido lo miré una y otra vez, hasta que por fin pro-
nuncié alborozado:
—¡Taita Wiracocha! ¿Tú?
—Sí, hijo, yo mismo.
¡Pucha!, quién iba a pensar verlo al taita en esa situación.
Recordé las varias veces que me había topado con él en los cami-
nos de los Andes, en donde a veces me dio socorrencia cuando me
hallaba en feos aprietos. Él siempre andaba afanado en comprobar
qué pueblos eran pecadores para darles su castigo, sea con tormen-
tas, desbordes de lagunas o huaycos.
—¿Qué hacía ese oscollo en esa peña, taita, sabes?
—Ese oscollo que has visto caer al agua, hijo, soy yo, ¿te
imaginas?
—¿Tú, taita?
—Sí, yo mismo. Así me aparecí por primera vez en el Lago
Titicaca cuando vine a crear el mundo.
—¿Y por qué tenías esa piedra relumbrando en tu frente?
—Ese es el carbunclo, hijo, un pedacito de sol, que yo
luzco a veces, como una muestra del poder que aún tengo en el
mundo.
—¿Y por qué te atacó el cóndor?, ¿se puede saber?
—El cóndor que has visto y que se ha llevado mi piedra bri-
llante, no es otro que mi terrible enemigo el wakón, demonio que
quiere destruirme para apoderarse de la tierra. Él fue el dios del
fuego en tiempos antiguos y ahora es sólo de la oscuridad. Preten-
de revivir su poder valiéndose del carbunclo. Tienes que ayudarme
a recuperarlo, hijo, sin él, yo pierdo mis fuerzas y, lo que es peor,
no tengo ya ningún dominio sobre la tierra.
Caray, era un fuerte compromiso para mí. En mi pueblo mi
madre y mis hermanitos estarían esperando mi retorno con ansias
luego de larga ausencia. Pero tratándose del taita, el dios creador
de los runas, ¿cómo podía negarme?
—Está bien, taita —le dije—, ¿y a dónde debo ir a buscarlo?
—Hacia el sur, hijo: Por las montañas de Canta, Huarochirí,
Yauyos y quizás por Huancayo; por esos lugares tiene su morada.
Cogí mi alforjita en la que llevaba mi fiambre y en la direc-
ción que me señaló el taita me encaminé, dejándolo descansando
en una cueva.
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El presagio de la llama 1
Yo soy el antiguo dios Pariacaca, el que nació de cinco huevos en Condorcoto,
un lugar de la Cordillera de los Andes sobre la que se asientan los pueblos de
Canta, Huarochirí y Yauyos, entre otros. Fui yo el que cuando Cholito llegó a
estos lugares en busca del carbunclo que el dios Wiracocha le había ordenado
rescatar, le conté varias historias de dioses y hombres en las que yo mismo fui
protagonista muchas veces, y que voy a relatarles en seguida a quienes las quie-
ran escuchar. Empezaré por «El presagio de la llama». Sí, dicen que en tiempos
muy antiguos, un hombre había dejado su llama en un lugar donde comiera
pasto bueno y abundante. Sin embargo, el animal sólo arrancaba una que otra
hierbita con mucho desgano, como si no tuviera hambre o se hallara inquieto
por algo. El hombre, amargo porque ya quería irse, le gritó asomándose:
—¡Come, so muerma! ¿Hasta cuándo voy a esperar?
Entonces la llama, reaccionando de fea manera, le dijo:
—¡Calla, imbécil! ¿No ves que el mar se va a salir?
Al oír eso, el hombre se asustó.
—¿De veras? —le preguntó—, ¿y cuándo?
—Dentro de cinco días.
¡Pucha!, el hombre, asustado, cargó él mismo sus cosas sin dejar de
consultarle.
—¿Y adónde iremos?
—A Huilcacoto —dijo la llama—. Sólo allí podremos salvarnos.
Huilcacoto era un cerro muy alto y allí se dirigieron.
Mas cuando llegaron, muchos animales lo copaban ya hasta la punta.
A las justas hallaron ellos un sitiecito.
Cuando el mar se desbordó, murió toda la gente de la tierra. Sólo
el hombre de la llama se salvó. Y a partir de él se multiplicaron los seres
humanos en el mundo.
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Este relato y los demás que aparecen en cursivas dentro de esta historia son una adaptación para niños y
jóvenes del manuscrito quechua de Huarochirí, recogido en el siglo XVII por Francisco de Ávila.
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II
El wakón tiene su reino abajo, en el interior de la tierra —me
contó un arriero que encontré en el camino—. Allí goza de abun-
dantes riquezas minerales. Es dueño también de caballos, mulas,
vacas. Sus caballos andan muy bien herrados. El pobre taita Wira-
cocha sólo anda con sus delgadas, viejas, ojotas.
Un día, se cayó el herraje de uno de los animales del wakón.
Pasó por allí Wiracocha y lo pisó. Se hizo daño. Pero cosa curiosa:
en vez de brotar sangre de la herida, brotó fuego. Eso lo alivió al
taita; pues como estaba hambriento, se preparó un buen desayuno
y el resto del fuego se lo llevó con él.
Enterado de que el taita no se hallaba muy lejos, el wakón
decidió salir en su persecución. Para tener fuego disponible, cargó
candela en sus mulas, las que, al sentir el ardor de la misma, gri-
taron «¡Ay!, ¡ay!…». Asustado, el wakón la apagó como pudo; sin
poder evitar que las pobres mulas quedaran llagadas. Desde enton-
ces, los caballos y las mulas padecen de ulceraciones.
El pobre taita Wiracocha andaba siempre hambriento. Un día
de tanto no tener qué comer lamió unas piedras que encontró en
el camino y, en el acto, estas se transformaron en deliciosas papas,
ollucos y ocas que él coció con el fuego que llevaba.
Wakón odiaba al pobre viejo y siempre estaba atrás, atrás,
persiguiéndolo para hacerle daño.
En su huida, Wiracocha hizo germinar los granos del maíz, del
trigo, la cebada, toda clase de granos. Pero como se enteró que el wakón
lo perseguía para matarlo, se escondió en la panza de un burro.
Cuando el wakón preguntó al burro: «¿Has visto a un viejito
haraposo pasar por aquí?»; el animal le respondió: «Sí, pasó sem-
brando esa quinua que ves». El wakón miró la quinua ondeando al
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viento, ya a punto de cosecharse, y entonces pensó: «El viejo debe
estar lejos». Pero algo le hizo sospechar que el burro mentía. A un
ciego que pasaba por allí, llamado José, le ordenó que matara al
burro y le abriera la panza.
Cuando el ciego cortaba la barriga al burro, taita Wiracocha
abrió los ojos a la luz y salió sin que lo vea el wakón, convirtién-
dolo antes en cerdo al invidente. Desde entonces existen esos
animales que aunque feos y sucios como aquel, son codiciados
por el hombre.
Creyendo que Wiracocha había muerto, los súbditos del
wakón, seguidos de sapos, culebras y lagartos, salieron a festejar,
saltando, bebiendo, dando gritos de alegría. El padre Wiracocha
esperó pacientemente a que el wakón se durmiera borracho para
escaparse.
Sólo mucho tiempo después, cuando el taita Wiracocha
descansaba en esa laguna donde lo encontré convertido en oscollo
y con el carbunclo brillando en su frente, fue que el wakón, trans-
formado en cóndor lo atacó y le quitó su poder.
En busca del carbunclo iba yo ahora, sin saber aún qué des-
tino tendría.
La muerte del Sol
¿Saben? Una vez el Sol se murió. Cinco días duró la oscuridad. Todo fue
un alboroto. Pensaron que se acabaría el mundo. No sólo la gente se des-
esperó, también los animales, los árboles y hasta las piedras. Dicen que las
muchcas —esos morteros de piedra tosca que se usan para dar de beber a los
animales— y también los batanes empezaron a comerse a la gente después
de darles muerte golpeándoles. Las llamas, igualmente, las perseguían que-
riendo comérselas. Menos mal que todo pasó y volvió a la normalidad. La
normalidad en esos tiempos era que los hombres regresaban a los cinco días
de haber muerto, como ya contaré después.