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1. Los deseos
Fernán Caballero
Había un matrimonio anciano, que aunque pobre, toda su vida la había pasado muy bien trabajando y cuidando de su
pequeña hacienda. Una noche de invierno estaban sentados marido y mujer a la lumbre de su tranquilo hogar en amor y
compaña, y en lugar de dar gracias a Dios por el bien y la paz de que disfrutaban, estaban enumerando los bienes de mayor
cuantía que lograban otros, y deseando gozarlos también.
-¡Si yo en lugar de mi hacecilla -decía el viejo-, que es de mal terruño y no sirve sino para revolcadero,tuviese elrancho del
tío Polainas!
-¡Y si yo -añadía su mujer-, en lugar de esta, que está en pie porque no le han dado un empujón, tuviese la casa de nuestra
vecina, que está en primera vida!
-¡Si yo -proseguía el marido-, en lugar de la burra, que no puede ya ni con unas alforjas llenas de humo, tuviese el mulo del
tío Polainas!
-¡Si yo -añadió la mujer- pudiese matar un puerco de 200 libras como la vecina! Esa gente, para tener las cosas, no tienen
sino desearlas. ¡Quién tuviera la dicha de ver cumplidos sus deseos!
Apenas hubo dicho estas palabras, cuando vieron que bajaba por la chimenea una mujer hermosísima; era tan pequeña,
que su altura no llegaba a media vara; traía, como una reina, una corona de oro en la cabeza. La túnica y el velo que la
cubrían eran diáfanos y formados de blanco humo, y las chispas que alegres se levantaron con un pequeño estallido,como
cohetitos de fuego de regocijo,se colocaronsobre ellos,salpicándolos de relumbrantes lentejuelas.En la mano traía un cetro
chiquito, de oro, que remataba en un carbunclo deslumbrador.
-Soy el Hada Fortunata -les dijo-; pasaba por aquí, y he oído vuestras quejas; y ya que tanto ansiáis por que se cumplan
vuestros deseos, vengo a concederos la realización de tres: uno a ti, dijo a la mujer; otro a ti, dijo al marido; y el tercero ha
de ser mutuo, y en él habéis de convenir los dos; este último lo otorgaré en persona mañana a estas horas, que volveré;
hasta allá, tenéis tiempo de pensar cuál ha de ser.
Dicho que hubo esto, se alzó entre las llamas una bocanada de humo, en la que la bella Hechicera desapareció.
Dejo a la consideración de ustedes la alegría del buen matrimonio, y la cantidad de deseos que como pretendientes a la
puerta de un ministro les asediaron a ellos. Fueron tantos, que no acertando a cual atender, determinaron dejar la elección
definitiva para la mañana siguiente, y toda la noche para consultarla con la almohada, y se pusieron a hablar de otras cosas
indiferentes.
A poco recayó la conversación sobre sus afortunados vecinos.
-Hoy estuve allí; estaban haciendo las morcillas -dijo el marido-. ¡Pero qué morcillas! Daba gloria verlas.
-¡Quién tuviera una de ellas aquí -repuso la mujer- para asarla sobre las brasas y cenárnosla!
Apenas lo había dicho, cuando apareció sobre las brasas la morcilla más hermosa que hubo, hay y habrá en el mundo.
La mujer se quedó mirándola con la boca abierta y los ojos asombrados. Pero el marido se levantó desesperado, y dando
vueltas al cuarto, se arrancaba el cabello, diciendo:
-Por ti, que eres más golosa y comilona que la tierra, se ha desperdiciado uno de los deseos. ¡Mire usted, señor, qué mujer
esta! ¡Más tonta que un habar! Esto es para desesperarse. ¡Reniego de ti y de la morcilla, y no quisiese más sino que te se
pegase a las narices!
No bien lo hubo dicho, cuando ya estaba la morcilla colgando del sitio indicado.
Ahora toca el asombrarse al viejo, y desesperarse a la vieja.
-¡Te luciste, mal hablado! -exclamaba esta, haciendo inútiles esfuerzos por arrancarse el apéndice de las narices-. Si yo
empleé mal mi deseo, al menos fue en perjuicio propio, y no en perjuicio ajeno; pero en el pecado llevas la penitencia, pues
nada deseo, ni nada desearé sino que se me quite la morcilla de las narices.
-¡Mujer, por Dios! ¿Y el rancho?
-Nada.
-¡Mujer, por Dios! ¿Y la casa?
-Nada.
-Desearemos una mina, hija, y te haré una funda de oro para la morcilla.
-Ni que lo pienses.
-Pues qué, ¿nos vamos a quedar como estábamos?
-Este es todo mi deseo.
Por más que siguió rogando el marido, nada alcanzó de su mujer, que estaba por momentos más desesperada con su doble
nariz, y apartando a duras penas al perro y al gato, que se querían abalanzar a ella.
Cuando a la noche siguiente apareció el hada y le dijeron cuál era su último deseo, les dijo:
-Ya veis cuán ciegos y necios son los hombres, creyendo que la satisfacción de sus deseos les ha de hacer felices.
No está la felicidad en el cumplimiento de los deseos, sino que está en no tenerlos; que rico es el que posee, pero feliz el
que nada desea.
FIN
2. La niña de los tres maridos
Fernán Caballero
Había un padre que tenía una hija muy hermosa, pero muy voluntariosa y terca. Se presentaron tres novios a cual más
apuestos, que le pidieron su hija; él contestó que los tres tenían su beneplácito, y que preguntaría a su hija a cuál de ellos
prefería.
Así lo hizo, y la niña le contestó que a los tres.
-Pero, hija, si eso no puede ser.
-Elijo a los tres -contestó la niña.
-Habla en razón, mujer -volvió a decir el padre-. ¿A cuál de ellos doy el sí?
-A los tres -volvió a contestar la niña, y no hubo quien la sacase de ahí.
El pobre padre se fue mohíno, y les dijo a los tres pretendientes que su hija los quería a los tres; pero que como eso no era
posible,que él había determinado que se fuesen por esos mundos de Dios a buscar y traerles una cosa única en su especie,
y aquel que trajese la mejor y más rara sería el que se casase con su hija.
Pusiéronse en camino, cada cual por su lado, y al cabo de mucho tiempo se volvieron a reunir allende los mares, en lejanas
tierras, sin que ninguno hubiese hallado cosa hermosa y única en su especie. Estando en estas tribulaciones, sin cesar de
procurar lo que buscaban, se encontró el primero que había llegado con un viejecito, que le dijo si le quería comprar un
espejito.
Contestó que no, puesto que para nada le podía servir aquel espejo, tan chico y tan feo.
Entonces el vendedor le dijo que tenía aquel espejo una gran virtud, y era que se veían en él las personas que su dueño
deseaba ver; y habiéndose cerciorado de que ello era cierto, se lo compró por lo que le pidió.
El que había llegado el segundo, al pasar por una calle se encontró al mismo viejecito, que le preguntó si le quería comprar
un botecito con bálsamo.
-¿Para qué me ha de servir ese bálsamo? -preguntó al viejecito.
-Dios sabe -respondió este-; pues este bálsamo tiene una gran virtud, que es la de hacer resucitar a los muertos.
En aquel momento acertó a pasar por allí un entierro; se fue a la caja, le echó una gota de bálsamo en la boca al difunto,
que se levantó tan bueno y dispuesto, cargó con su ataúd y se fue a su casa; lo que visto por el segundo pretendiente,
compró al viejecito su bálsamo por lo que le pidió.
Mientras el tercer pretendiente paseaba metido en sus conflictos por la orilla del mar, vio llegar sobre las olas un arca muy
grande, y acercándose a la playa, se abrió, y salieron saltando en tierra infinidad de pasajeros.
El último, que era un viejecito, se acercó a él y le dijo si le quería comprar aquella arca.
-¿Para qué la quiero yo -respondió el pretendiente-, si no puede servir sino para hacer una hoguera?
-No, señor -repuso el viejecito-, que posee una gran virtud, pues que en pocas horas lleva a su dueño y a los que con él se
embarcan adonde apetecen ir y donde deseen. Ello es cierto; puede usted cerciorarse por estos pasajeros, que hace pocas
horas se hallaban en las playas de España.
Cerciorose el caballero, y compró el arca por lo que le pidió su dueño.
Al día siguiente se reunieron los tres,y cadacual contó muy satisfecho que ya había hallado lo que deseaba,y que iba,pues,
a regresar a España.
El primero dijo cómo había comprado un espejo, en el que se veía, con solo desearlo, la persona ausente que se quería ver;
y para probarlo presentó su espejo, deseando ver a la niña que todos tres pretendían.
¡Pero cual sería su asombro cuando la vieron tendida en un ataúd y muerta!
-Yo tengo -exclamó el que había comprado el bote- un bálsamo, que la resucitaría; pero de aquía que lleguemos, ya estará
enterrada y comida de gusanos,
-Pues yo tengo -dijo a su vez el que había comprado el arca- un arca que en pocas horas nos pondrá en España.
Corrieron entonces a embarcarse en el arca, y a las pocas horas saltaron en tierra, y se encaminaron al pueblo en que se
hallaba el padre de su pretendida.
Hallaron a este en el mayor desconsuelo, por la muerte de su hija, que aún se hallaba de cuerpo presente.
Ellos le pidieron que los llevase a verla; y cuando estuvieron en el cuarto en que se encontraba el féretro, se acercó el que
tenía el bálsamo, echó unas gotas sobre los labios de la difunta, la que se levantó tan buena y risueña de su ataúd, y
volviéndose a su padre, le dijo:
-¿Lo ve usted, padre, cómo los necesitaba a los tres?
FIN
3. Semejante a la noche
Alejo Carpentier
Y caminaba, semejante a la noche
Ilíada, Canto I
El mar empezaba a verdecer entre los promontorios todavía en sombras, cuando la caracola del vigía anunció las cincuenta
naves negras que nos enviaba el rey Agamemnón. Al oír la señal, los que esperaban desde hacía tantos días sobre las
boñigas de las eras, empezaron a bajar el trigo hacia la playa donde ya preparábamos los rodillos que servirían para subir
las embarcaciones hasta las murallas de la fortaleza. Cuando las quillas tocaron la arena, hubo algunas riñas con los
timoneles, pues tanto se había dicho a los micenianos que carecíamos de toda inteligencia para las faenas marítimas, que
trataron de alejarnos con sus pértigas. Además, la playa se había llenado de niños que se metían entre las piernas de los
soldados,entorpecían las maniobras, y se trepaban a las bordas para robar nueces de bajo los banquillos de los remeros.
Las olas claras del alba se rompían entre gritos, insultos y agarradas a puñetazos, sin que los notables pudieran pronunciar
sus palabras de bienvenida, en medio de la barahúnda. Como yo había esperado algo más solemne,más festivo,de nuestro
encuentro con los que venían a buscarnos para la guerra, me retiré, algo decepcionado, hacia la higuera en cuya rama
gruesa gustaba de montarme, apretando un poco las rodillas sobre la madera, porque tenía un no sé qué de flancos de
mujer.
A medida que las naves eran sacadas del agua, al pie de las montañas que ya veían el sol, se iba atenuando en mí la mala
impresión primera, debida sin duda al desvelo de la noche de espera, y también al haber bebido demasiado, eldía anterior,
con los jóvenes de tierras adentro, recién llegados a esta costa, que habrían de embarcar con nosotros, un poco después
del próximo amanecer. Al observar las filas de cargadores de jarras, de odres negros, de cestas, que ya se movían hacia las
naves, crecía en mí, con un calor de orgullo, la conciencia de la superioridad del guerrero. Aquel aceite, aquel vino resinado,
aquel trigo sobre todo, con el cual se cocerían, bajo ceniza, las galletas de las noches en que dormiríamos al amparo de las
proas mojadas, en el misterio de alguna ensenada desconocida, camino de la Magna Cita de Naves, aquellos granos que
habían sido echados conayudade mipala,erancargados ahora para mí, sinque yo tuviese que fatigar estos largos músculos
que tengo, estos brazos hechos al manejo de la pica de fresno, en tareas buenas para los que sólo sabían de oler la tierra;
hombres, porque la miraban por sobre el sudor de sus bestias, aunque vivieran encorvados encima de ella, en el hábito de
deshierbar y arrancar y rascar, como los que sobre la tierra pacían. Ellos nunca pasarían bajo aquellas nubes que siempre
ensombrecían,enestahora, los verdes de las lejanas islas de dondetraían elsilfiónde acre perfume.Ellos nunca conocerían
la ciudad de anchas calles de los troyanos, que ahora íbamos a cercar, atacar y asolar. Durante días y días nos habían
hablado, los mensajeros delRey de Micenas, de la insolencia de Príamo, de la miseria que amenazaba a nuestro pueblo por
la arrogancia de sus súbditos,que hacíanmofa de nuestras viriles costumbres;trémulos de ira,supimos delos retos lanzados
por los de Ilios a nosotros, acaienos de largas cabelleras, cuya valentía no es igualada por la de pueblo alguno. Y fueron
clamores de furia, puños alzados, juramentos hechos con las palmas en alto, escudos arrojados a las paredes, cuando
supimos del rapto de Elena de Esparta. A gritos nos contaban los emisarios de su maravillosa belleza, de su porte y de su
adorable andar, detallando las crueldades a que era sometida en su abyecto cautiverio, mientras los odres derramaban el
vino en los cascos. Aquella misma tarde, cuando la indignación bullía en el pueblo, se nos anunció el despacho de las
cincuenta naves. El fuego se encendió entonces en las fundiciones de los bronceros, mientras las viejas traían leña del
monte. Y ahora, transcurridos los días, yo contemplaba las embarcaciones alineadas a mis pies, con sus quillas potentes,
sus mástiles al descanso entre las bordas como la virilidad entre los muslos del varón, y me sentía un poco dueño de esas
maderas que un portentoso ensamblaje,cuyas artes ignoraban los de acá, transformaba en corceles de corrientes, capaces
de llevarnos a donde desplegábase en acta de grandezas el máximo acontecimiento de todos los tiempos. Y me tocaría a
mí, hijo de talabartero, nieto de un castrador de toros, la suerte de ir al lugar en que nacían las gestas cuyo relumbre nos
alcanzaba por los relatos de los marinos; me tocaría a mí, la honra de contemplar las murallas de Troya, de obedec er a los
jefes insignes, y de dar mi ímpetu y mi fuerza a la obra del rescate de Elena de Esparta -másculo empeño,suprema victoria
de una guerra que nos daría, por siempre, prosperidad,dicha y orgullo. Aspiré hondamente la brisa que bajaba por la ladera
de los olivares, y pensé que sería hermosos morir en tan justiciera lucha, por la causa misma de la Razón. La idea de ser
traspasado por una lanza enemiga me hizo pensar, sin embargo, en el dolor de mi madre, y en el dolor, más hondo tal vez,
de quientuviera que recibirla noticia con los ojos secos -porsereljefe de lacasa. Bajé lentamente hacia elpueblo,siguiendo
la senda de los pastores. Tres cabritos retozaban en el olor del tomillo. En la playa, seguía embarcándose el trigo.
II
Con bordoneos de vihuela y repiques de tejoletas, festejábase, en todas partes, la próxima partida de las naves. Los marinos
de La Gallarda andaban ya en zarambeques de negras horras, alternando el baile con coplas de sobado, como aquella de
la Moza del Retoño, en que las manos tentaban el objeto de la rima dejado en puntos por las voces. Seguía el trasiego del
vino, el aceite y el trigo, con ayuda de los criados indios del Veedor, impacientes por regresar a sus lejanas tierras. Camino
del puerto, el que iba a ser nuestro capellán arreaba dos bestias que cargaban con los fuelles y flautas de un órgano de palo.
Cuando me tropezaba con gente de la armada, eran abrazos ruidosos, de muchos aspavientos, con risas y alardes para
sacar las mujeres a sus ventanas. Éramos como hombres de distinta raza, forjados para culminar empresas que nunca
conocerían el panadero ni el cardador de ovejas, y tampoco el mercader que andaba pregonando camisas de Holanda,
ornadas de caireles de monjas, en patios de comadres.En medio de la plaza, con los cobres al sol, los seis trompetas del
Adelantado se habían concertado enfolías, en tanto que los atambores borgoñones atronabanlos parches,y bramaba,como
queriendo morder, un sacabuche con fauces de tarasca.
Mi padre estaba, en su tienda oliente a pellejos y cordobanes,hincando la lezna en un acción con el desgano de quien tiene
puesta la mente en espera. Al verme, me tomó en brazos con serena tristeza, recordando tal vez la horrible muerte de
Cristobalillo, compañero de mis travesuras juveniles, que había sido traspasado por las flechas de los indios de la Boca del
Drago.Pero él sabiaque era locura de todos,enaquellos días,embarcarparalas Indias, aunque ya dijeranmuchos hombres
cuerdos que aquello era engaño común de muchos y remedio particular de pocos.Algo alabó de los bienes de la artesanía,
del honor -tan honor como el que se logra en riesgosas empresas- de llevar el estandarte de los talabarteros en la procesión
del Corpus; ponderó la olla segura, el arca repleta, la vejez apacible. Pero, habiendo advertido tal vez que la fiesta crecía en
la ciudad y que miánimo no estabapara cuerdas razones,me llevó suavemente haciala puerta de la habitación de mimadre.
Aquél era el momento que más temía, y tuve que contener mis lágrimas ante el llanto de la que sólo habíamos advertido de
mi partida cuando todos me sabían ya asentado en los libros de la Casa de la Contratación. Agradecílas promesas hechas
a la Virgende los Mareantes pormi pronto regreso,prometiendocuanto quiso que prometiera,encuanto a no tener comercio
deshonesto con las mujeres de aquellas tierras, que el Diablo tenía en desnudez mentidamente edénica para mayor
confusión y extravío de cristianos incautos, cuando no maleados por la vista de tanta carne al desgaire. Luego, sabiendo que
era inútil rogar a quien sueña ya con lo que hay detrás de los horizontes, mi madre empezó a preguntarme, con voz dolorida,
por la seguridad de las naves y la pericia de los pilotos. Yo exageré la solidez y marinería de La Gallarda, afirmando que su
práctico era veterano de Indias, compañero de Nuño García. Y, para distraerla de sus dudas, le hablé de los portentos de
aquel mundo nuevo, donde la Uña de la Gran Bestia y la Piedra Bezar curaban todos los males, y existía, en tierra de
Omeguas, una ciudad toda hecha de oro, que un buen caminador tardaba una noche y dos días en atravesar, a la que
llegaríamos, sin duda, a menos de que halláramos nuestra fortuna en comarcas aún ignoradas, cunas de ricos pueblos por
sojuzgar. Moviendo suavemente la cabeza, mi madre habló entonces de las mentiras y jactancias de los indianos, de
amazonas y antropófagos, de las tormentas de las Bermudas, y de las lanzas enherboladas que dejaban como estatua al
que hincaban. Viendo que a discursos de buen augurio ella oponía verdades de mala sombra, le hablé de altos propósitos,
haciéndole ver la miseria de tantos pobres idólatras, desconocedores del signo de la cruz. Eran millones de almas, las que
ganaríamos a nuestra santa religión, cumpliendo con el mandato de Cristo a los Apóstoles. Éramos soldados de Dios,a la
vez que soldados del Rey, y por aquellos indios bautizados y encomendados, librados de sus bárbaras supersticiones por
nuestra obra, conocería nuestra nación el premio de una grandeza inquebrantable, que nos daría felicidad, riquezas, y
poderío sobre todos los reinos de la Europa. Aplacada por mis palabras, mi madre me colgó un escapulario del cuello y me
dio varios ungüentos contra las mordeduras de alimañas ponzoñosas, haciéndome prometer, ade más, que siempre me
pondría, para dormir, unos escarpines de lana que ella misma hubiera tejido. Y como entonces repicaron las campanas de
la catedral, fue a buscar el chal bordado que sólo usaba en las grandes oportunidades. Camino del templo, observé que a
pesar de todo, mis padres estaban como acrecidos de orgullo por tener un hijo alistado en la armada del Adelantado.
Saludaban mucho y con más demostraciones que de costumbre. Y es que siempre es grato tener un mozo de pelo en pecho,
que sale a combatir por una causa grande y justa. Miré hacia el puerto. El trigo seguía entrando en las naves.
III
Yo la llamaba mi prometida, aunque nadie supiera aún de nuestros amores.Cuando vi a su padre cerca de las naves,pensé
que estaría sola,y seguíaquelmuelle triste, batido porel viento,salpicado de aguaverde,abarandado de cadenas y argollas
verdecidas por el salitre, que conducía a la última casa de ventanas verdes, siempre cerradas. Apenas hice sonar la aldaba
vestida de verdín, se abrió la puerta y, con una ráfaga de viento que traía garúa de olas, entré en la estancia donde ya ardían
las lámparas, a causa de la bruma. Mi prometida se sentó a mi lado, en un hondo butacón de brocado antiguo, y recostó la
cabeza sobre mi hombro con tan resignada tristeza que no me atreví a interrogar sus ojos que yo amaba, porque siempre
parecían contemplar cosas invisibles con aire asombrado. Ahora, los extraños objetos que llenaban la sala cobraban un
significado nuevo para mí. Algo parecía ligarme al astrolabio, la brújula y la Rosa de los Vientos; algo, también, al pez-sierra
que colgaba de las vigas del techo, y a las cartas de Mercator y Ortellius que se abrían a los lados de la chimenea, revueltos
con mapas celestiales habitados por Osas, Canes y Sagitarios. La voz de mi prometida se alzó sobre el silbido del viento
que se colaba por debajo de las puertas, preguntando por el estado de los preparativos. Aliviado por la posibilidad de hablar
de algo ajeno a nosotros mismos,le conté de los sulpicianos y recoletos que embarcarían con nosotros, alabando la piedad
de los gentileshombres y cultivadores escogidos por quien hubiera tomado posesión de las tierras lejanas en nombre del
Rey de Francia. Le dije cuanto sabía del gigantesco río Colbert, todo orlado de árboles centenarios de los que colgaban
como musgos plateados, cuyas aguas rojas corrían majestuosamente bajo un cielo blanco de garzas. Llevábamos víveres
para seis meses. El trigo llenaba los sollados de La Bella y La Amable. Íbamos a cumplir una gran tarea civilizadora en
aquellos inmensos territorios selváticos,que se extendíandesde elardiente Golfo de Méxicohastalas regiones de Chicagúa,
enseñando nuevas artes a las naciones que enellos residían.Cuando yo creía a miprometidamás atenta a lo que le narraba,
la vi erguirse ante mí con sorprendente energía, afirmando que nada glorioso había en la empresa que estaba haciendo
repicar, desde el alba, todas las campanas de la ciudad. La noche anterior, con los ojos ardidos por el llanto, había querido
saber algo de ese mundo de allende el mar, hacia el cual marcharía yo ahora, y, tomando los ensayos de Montaigne,en el
capítulo que trata de los carruajes, había leído cuanto a América se refería. Así se había enterado de la perfidia de los
españoles, de cómo, con el caballo y las lombardas, se habían hecho pasar por dioses. Encendida de virginal indignación,
mi prometida me señalaba el párrafo en que el bordelés escéptico afirmaba que “nos habíamos valido de la ignorancia e
inexperiencia de los indios, para atraerlos a la traición, lujuria, avaricia y crueldades, propias de nuestras costumbres”.
Cegada por tan pérfida lectura, la joven que piadosamente lucía una cruz de oro en el escote, aprobaba a quien impíamente
afirmara que los salvajes del Nuevo Mundo no tenían por qué trocar su religión por la nuestra, puesto que se habían servido
muy útilmente de la suya durante largo tiempo. Yo comprendía que, en esos errores, no debía ver más que el despecho de
la doncella enamorada, dotada de muy ciertos encantos,ante el hombre que le impone una larga espera, sin otro motivo que
la azarosa pretensión de hacer rápida fortuna en una empresa muy pregonada. Pero, aun comprendiendo esa verdad, me
sentía profundamente herido por el desdén a mi valentía, la falta de consideración por una aventura que daría relumbre a
mi apellido, lográndose, tal vez, que la noticia de alguna hazaña mía, la pacificación de alguna comarca, me valiera algún
título otorgado por el Rey aunque para ello hubieran de perecer, por mi mano, algunos indios más o me nos. Nada grande se
hacía sin lucha, y en cuanto a nuestra santa fe, la letra con sangre entraba. Pero ahora eran celos los que se traslucían en
el feo cuadro que ella me trazaba de la isla de Santo Domingo, en la que haríamos escala, y que mi prometida, c on
expresiones adorablemente impropias, calificaba de “paraíso de mujeres malditas”. Era evidente que, a pesar de su pureza,
sabía de qué clase eran las mujeres que solían embarcar para el Cabo Francés, en muelle cercano, bajo la vigilancia de los
corchetes, entre risotadas y palabrotas de los marineros; alguien -una criada tal vez- podía haberle dicho que la salud del
hombre no se aviene con ciertas abstinencias y vislumbraba, en un misterioso mundo de desnudeces edénicas, de calores
enervantes, peligros mayores que los ofrecidos por inundaciones, tormentas, y mordeduras de los dragones de agua que
pululan en los ríos de América. Al fin empecé a irritarme ante una terca discusión que venía a sustituirse, en tales momentos,
a la tierna despedida que yo hubiera apetecido. Comencé a renegar de la pusilanimidad de las mujeres, de su incapacidad
de heroísmo, de sus filosofías de pañales y costureros, cuando sonaron fuertes aldabonazos, anunciando el intempestivo
regreso del padre. Salté por una ventana trasera sin que nadie, en el mercado, se percatara de mi escapada, pues los
transeúntes, los pescaderos, los borrachos -ya numerosos en esta hora de la tarde- se habían aglomerado en torno a una
mesa sobre la que a gritos hablaba alguien que en el instante tomé por un pregonero delElixir de Orvieto, pero que resultó
ser un ermitaño que clamaba por la liberación de los Santos Lugares. Me encogíde hombros y seguí mi camino. Tiempo
atrás había estado a punto de alistarme en la cruzada predicada por Fulco de Neuilly. En buena hora una fiebre maligna -
curada, gracias a Dios y a los ungüentos de mi santa madre- me tuvo en cama, tiritando, eldía de la partida: aquellaempresa
había terminado, como todos saben, en guerra de cristianos contra cristianos. Las cruzadas estaban desacreditadas.
Además, yo tenía otras cosas en qué pensar.
El viento se había aplacado. Todavía enojado por la tonta disputa con mi prometida, me fui hacia el puerto, para ver los
navíos.Estaban todos arrimados alos muelles,lado alado,conlas escotillas abiertas,recibiendomillares de sacosde harina
de trigo entre sus bordas pintadas de arlequín. Los regimientos de infantería subían lentamente por las pasarelas, en medio
de los gritos de los estibadores, los silbatos de los contramaestres, las señales que rasgaban la bruma, promoviendo
rotaciones de grúas. Sobre las cubiertas se amontonaban trastos informes, mecánicas amenazadoras, envueltas en telas
impermeables. Un ala de aluminio giraba lentamente, a veces, por encima de una borda, antes de hund irse en la oscuridad
de un sollado. Los caballos de los generales, colgados de cinchas, viajaban por sobre los techos de los almacenes, como
corceles wagnerianos. Yo contemplaba los últimos preparativos desde lo alto de una pasarela de hierro, cuando, de pronto,
tuve la angustiosa sensación de que faltaban pocas horas -apenas trece- para que yo también tuviese que acercarme a
aquellos buques, cargando con mis armas. Entonces pensé en la mujer; en los días de abstinencia que me esperaban; en la
tristeza de morir sin haber dado mi placer, una vez más, al calor de otro cuerpo. Impaciente por llegar, enojado aún por no
haber recibido unbeso,siquiera,de miprometida,me encaminé agrandes pasos haciaelhotelde las bailarinas. Christopher,
muy borracho, se había encerrado ya con la suya. Mi amiga se me abrazó, riendo y llorando,afirmando que estaba orgullosa
de mí, que lucía más guapo con el uniforme, y que una cartomántica le había asegurado que nada me ocurriría en el Gran
Desembarco. Varias veces me llamó héroe, como si tuviese una conciencia del duro contraste que este halago establecía
con las frases injustas de mi prometida. Salí a la azotea. Las luces se encendían ya en la ciudad, precisando en puntos
luminosos la gigantesca geometría de los edificios. Abajo, en las calles, era un confuso hormigueo de cabezas y sombreros.
No era posible, desde este alto piso,distinguir a las mujeres de los hombres en la neblina del atardecer. Y era, sin embargo,
por la permanencia de ese pulular de seres desconocidos,que me encaminaría hacia las naves, poco después delalba. Yo
surcaría el Océano tempestuoso de estos meses, arribaría a una orilla lejana bajo el acero y el fuego, para defender los
Principios de los de mi raza. Por última vez, una espada había sido arrojada sobre los mapas de Occidente. Pero ahora
acabaríamos para siempre con la nueva Orden Teutónica, y entraríamos, victoriosos,en el tan esperado futuro del hombre
reconciliado con el hombre. Mi amiga puso una mano trémula en mi cabeza, adivinando, tal vez, la magnanimidad de mi
pensamiento. Estaba desnuda bajo los vuelos de su peinador entreabierto.
IV
Cuando regresé a mi casa, con los pasos inseguros de quien ha pretendido burlar con el vino la fatiga del cuerpo ahíto de
holgarse sobre otro cuerpo, faltaban pocas horas para el alba. Tenía hambre y sueño, y estaba desasosegado,al propio
tiempo, por las angustias de la partida próxima. Dispuse mis armas y correajes sobre un escabel y me dejé caer en el lecho.
Noté entonces, con sobresalto, que alguien estaba acostado bajo la gruesa manta de lana, y ya iba a echar mano al cuchillo
cuando me vi preso entre brazos encendidos de fiebre, que buscaban mi cuello como brazos de náufrago, mientras unas
piernas indeciblemente suaves se trepaban a las mías. Mudo de asombro quedé al ver que la que de tal manera se había
deslizado en el lecho era mi prometida. Entre sollozos me contó su fuga nocturna, la carrera temerosa de ladridos, el paso
furtivo por la huerta de mi padre, hasta alcanzar la ventana, y las impaciencias y los miedos de la espera. Después de la
tonta disputa de la tarde, había pensado en los peligros y sufrimientos que me aguardaban, sintiendo esa impotencia de
enderezar el destino azaroso del guerrero que se traduce, en tantas mujeres, por la entrega de sí mismas, como si ese
sacrificio de la virginidad, tan guardada y custodiada, en el momento mismo de la partida, sin esperanzas de placer, dando
el desgarre propio para el goce ajeno,tuviese un propiciatorio poder de ablación ritual. El contacto de un cuerpo puro, jamás
palpado por manos de amante, tiene un frescor único y peculiar dentro de sus crispaciones, una torpeza que sin embargo
acierta, un candor que intuye, se amolda y encuentra, por oscuro mandato, las actitudes que más estrechamente
machihembran los miembros. Bajo el abrazo de mi prometida, cuyo tímido vellón parecía endurecerse sobre uno de mis
muslos, crecía mi enojo por haber extenuado mi carne en trabazones de harto tiempo conocidas,con la absurda pretensión
de hallar la quietud de días futuros en los excesos presentes.Y ahora que se me ofrecía el más codiciable consentimiento,
me hallaba casi insensible bajo el cuerpo estremecido que se impacientaba. No diré que mi juventud no fuera capaz de
enardecerse una vez más aquella noche, ante la incitación de tan deleitosa novedad. Pero la idea de que era una virgen la
que así se me entregaba, y que la carne intacta y cerrada exigiría un lento y sostenido empeño por mi parte, se me impuso
con el temor al acto fallido. Eché a mi prometida a un lado, besándola dulcemente en los hombros, y empecé a hablarle, con
sinceridad en falsete, de lo inhábil que sería malograr júbilos nupciales en la premura de una partida; de su vergüenza al
resultar empreñada; de la tristeza de los niños que crecen sin un padre que les enseñe a sacar la miel verde de los troncos
huecos, y a buscar pulpos debajo de las piedras. Ella me escuchaba, con sus grandes ojos claros encendidos en la noche,
y yo advertía que, irritada por un despecho sacado de los trasmundos del instinto, despreciaba al varón que, en semejante
oportunidad, invocara la razón y la cordura, en vez de roturarla, y dejarla sobre el lecho,sangrante como un trofeo de caza,
de pechos mordidos, sucia de zumos; pero hecha mujer en la derrota. En aquel momento bramaron las reses que iban a ser
sacrificadas en la playa y sonaron las caracolas de los vigías. Mi prometida, con el desprecio pintado en el rostro, se levantó
bruscamente, sin dejarse tocar, ocultando ahora, menos con gesto de pudor que con ademán de q uien recupera algo que
estuviera a punto de malbaratar, lo que de súbito estaba encendiendo mi codicia. Antes de que pudiera alcanzarla, saltó por
la ventana. La vi alejarse a todo correr por entre los olivos, y comprendíen aquel instante que más fácil me sería entrar sin
un rasguño en la ciudad de Troya, que recuperar a la Persona perdida.
Cuando bajé hacia las naves, acompañado de mis padres, mi orgullo de guerrero había sido desplazado en mi ánimo por
una intolerable sensación de hastío, de vacío interior, de descontento de mímismo.Y cuando los timoneles hubieron alejado
las naves de la playa con sus fuertes pértigas, y se enderezaron los mástiles entre las filas de remeros, supe que habían
terminado las horas de alardes, de excesos,de regalos,que preceden las partidas de soldados hacia los campos de batalla.
Había pasado el tiempo de las guirnaldas, las coronas de laurel, el vino en cada casa, la envidia de los canijos,y el favor de
las mujeres. Ahora, serían las dianas, el lodo, el pan llovido, la arrogancia de los jefes, la sangre derramada por error, la
gangrena que huele a almíbares infectos. No estaba tan seguro ya de que mi valor acrecería la grandeza y la dicha de los
acaienos de largas cabelleras. Un soldado viejo que iba a la guerra por oficio, sin más entusiasmo que el trasquilador de
ovejas que camina hacia el establo, andaba contando ya, a quien quisiera escucharlo, que Elena de Esparta vivía muy
gustosa en Troya, y que cuando se refocilaba en el lecho de Paris sus estertores de gozo encendían las mejillas de las
vírgenes que moraban en el palacio de Príamo. Se decía que toda la historia del doloroso cautiverio de la hija de Leda,
ofendida y humillada por los troyanos, era mera propaganda de guerra, alentada por Agamemnón, con el asentimiento de
Menelao. En realidad, detrás de la empresa que se escudaba con tan elevados propósitos, había muchos negocios que en
nada beneficiarían a los combatientes de poco más o menos. Se trataba, sobre todo -afirmaba el viejo soldado- de vender
más alfarería, más telas, más vasos con escenas de carreras de carros, y de abrirse nuevos caminos hacia las gentes
asiáticas, amantes de trueques, acabándose de una vez con la competencia troyana. La nave, demasiado cargada de harina
y de hombres,bogaba despacio. Contemplé largamente las casas de mi pueblo, a las que el soldaba de frente. Tenía ganas
de llorar. Me quité el casco y oculté mis ojos tras de las crines enhiestas de la cimera que tanto trabajo me hubiera costado
redondear -a semejanza de las cimeras magníficas de quienes podían encargar sus equipos de guerra a los artesanos de
gran estilo, y que, por cierto, viajaban en la nave más velera y de mayor eslora.
4. Los testigos
[Cuento - Texto completo.]
Julio Cortázar
Cuando le conté a Polanco que en mi casa había una mosca que volaba de espaldas, siguió uno de esos silencios que
parecen agujeros en el gran queso del aire. Claro que Polanco es un amigo, y acabó por preguntarme cortésmente si estaba
seguro. Como no soy susceptible le expliqué en detalle que había descubierto la mosca en la página 231 de Olver Twist, es
decirque yo estabaleyendo OliverTwist conpuertas y ventanas cerradas,y que ellevantar la vistajustamente en elmomento
en que el maligno Sykes iba a matar a la pobre Nancy, vi tres moscas que volaban cerca del cielorraso,y una de las moscas
volaba patas arriba. Lo que entonces dijo Polanco es totalmente idiota, pero no vale la pena transcribirlo sin explicar antes
cómo pasaron las cosas.
Al principio a mí no me pareció tan raro que una mosca volara patas arriba si le daba la gana, porque aunque jamás había
visto semejante comportamiento, la ciencia enseña que eso no es una razón para rechazar los datos de los sentidos frente
a cualquier novedad. Se me ocurrió que a lo mejor el pobre animalito era tonto o tenía lesionados los centros de orientación
y estabilidad,pero pocome bastó paradarme cuenta de que esamoscaeratan vivaracha y alegre como sus dos compañeras
que volaban con gran ortodoxia patas abajo. Sencillamente esta mosca volaba de espaldas, lo que entre otras cosas le
permitía posarse cómodamente en el cielo raso; de tanto en tanto se acercaba y se adhería a él sin el menor esfuerzo. Como
todo tiene su compensación, cada vez que se le antojaba descansar sobre mi caja de habanos se veía precisada a rizar el
rizo, como tan bien traducen en Barcelona los textos ingleses de aviación, mientras sus dos compañeras se posaban como
reinas sobre la etiqueta «made in Havana» donde Romeo abraza enérgicamente a Julieta. Apenas se cansaba de
Shakespeare, la mosca despegaba de espaldas y revoloteaba en compañía de las otras dos formando esos dos insensatos
que Pauwels y Bergier se obstinan en llamar brownianos. La cosa era extraña, pero a la vez tenía un aire curiosamente
natural, como si no pudiera ser de otra manera; abandonando a la pobre Nancy en manos de Sykes (¿qué se puede hacer
contra un crimen cometido hace un siglo?), me trepé al sillón y traté de lidiar más de cerca un comportamiento en el que
rivalizaban lo supino y lo insólito. Cuando la señora Fotheringham vino a avisarme que la cena estaba servida (vivo en una
pensión), le contesté sin abrir la puerta que bajaría en dos minutos y, de paso, ya que la tenía orientada en el tema temporal,
le pregunté cuánto vivía una mosca. La señora Fotheringham, que conoce a sus huéspedes, me contestó sin la menor
sorpresa que entre diez y quince días, y que no dejara enfriar el pastel de conejo. Me bastó la primera de las dos noticias
para decidirme -esas decisiones son como el salto de la pantera- a investigar y a comunicar al mundo de la ciencia mi
diminuto aunque alarmante descubrimiento.
Tal corno se lo conté después aPolanco,vienseguidalas dificultades prácticas.Vuele bocaabajo o de espaldas,unamosca
se escapa de cualquier parte con probada soltura aprisionada en un bocal e incluso en una caja de vidrio puede perturbar su
comportamiento o acelerar su muerte. De los diez o quince días de vida, ¿cuántos le quedaba a este animalito que ahora
flotaba patas arriba en un estado de gran placidez, a treinta centímetros de mi cara? Comprendíque si avisaba al Museo de
Historia Natural, mandarían a algún gallego armado de una red que acabaría en un plaf con mi increíble hallazgo. Si la
filmaba (Polanco hace cine, aunque con mujeres), corría el doble riesgo de que los reflectores estropeasen el mecanismo de
vuelo de mi mosca, devolviéndolo en una de esas a la normalidad con enorme desencanto de Polanco, de mímismo y hasta
probablemente de la mosca, aparte de que los espectadores futuros nos acusarían sin duda de un innoble truco fotográfico.
En menos de una hora (había que pensar que la vida de la mosca corría con una aceleración enorme si se la comparaba
con la mía) decidíque la única solución era ir reduciendo poco a poco las dimensiones de mi habitación hasta que la mosca
y yo quedáramos incluidos en un mínimo de espacio,condición científica imprescindible para que mis observaciones fuesen
de una precisiónintachable (llevaríaun diario,tomaría fotos,etc.) y me permitieranpreparar la comunicacióncorrespondiente,
no sin antes llamar a Polanco para que testimoniara tranquilizadoramente no tanto sobre el vuelo de la mosca como acerca
de mi estado mental.
Abreviaré la descripción de los infinitos trabajos que siguieron, de la lucha contra el reloj y la señora Fotheringham. Resuelto
el problema de entrar y salir siempre que la mosca estuviera lejos de la puerta (una de las otras dos se había escapado la
primeravez,lo cual era una suerte;a la otra la aplasté implacablemente contraun cenicero)empecéaacarrear los materiales
necesarios para la reducción del espacio,no sin antes explicarle a la señora Fotheringham que se trataba de modificaciones
transitorias, y alcanzarle por la puerta apenas entornada sus ovejas de porcelana, el retrato de lady Hamilton y la mayoría
de los muebles, esto último con el riesgo terrible de tener que abrir de par en par la puerta mientras la mosca dormía en el
cielo raso o se lavaba la cara sobre mi escritorio.Durante la primera parte de estas actividades me viforzado a observar con
mayor atención a la señora Fotheringham que a la mosca, pues veía en ella una creciente tendencia a llamar a la policía,
con la que desde luego no hubiese podido entenderme por un resquicio de la puerta. Lo que más inquietó a la señora
Fotheringham fue elingreso de las enormes planchas de cartón prensado,pues naturalmente no podíacomprendersuobjeto
y yo no me hubiera arriesgado a confiarle la verdad pues la conocía lo bastante como para saber que la manera de volar de
las moscas la tenía majestuosamente sin cuidado; me limité a asegurarle que estaba empeñado en unas proyecciones
arquitectónicas vagamente vinculadas con las ideas de Palladio sobre la perspectiva en los teatros elípticos, concepto que
recibió conlamismaexpresiónde unatortuga en circunstancias parecidas.Prometíademás indemnizarlaporcualquierdaño,
y unas horas después ya tenía instaladas las planchas a dos metros de las paredes y del cielo raso, gracias a múltiples
prodigios de ingenio, “scotchtape” y ganchitos. La mosca no me parecía descontenta ni alarmada; seguía volando patas
arriba, y ya llevaba consumida buena parte del terrón de azúcar y del dedalito de agua amorosamente colocados por míen
el lugar más cómodo. No debo olvidarme de señalar (todo era prolijamente anotado en mi diario) que Polanco no estaba en
su casa, y que una señora de acento panameño atendía el teléfono para manifestarme su profunda ignorancia del paradero
de mi amigo. Solitario y retraído como vivo, sólo en Polanco podía confiar; a la espera de su reaparición decidícontinuar el
estrechamiento del “habitat” de la mosca a fin de que la experiencia se cumpliera en condiciones óptimas. Tuve la suerte de
que la segunda tanda de planchas de cartón fuera mucho más pequeña que la anterior, como puede imaginarlo todo
propietario de una muñeca rusa, y que la señora Fotheringham me viera acarrearla e introducirla en mi aposento sin tomar
otras medidas que llevarse una mano a la boca mientras con la otra elevaba por el aire un plumero tornasolado.
Preví, con el temor consiguiente, que el ciclo vital de mi mosca se estuviera acercando a su fin; aunque no ignoro que el
subjetivismo vicia las experiencias,me pareció advertir que se quedaba más tiempo descansando o lavándose la cara, como
si el vuelo la fatigara o la aburriera. La estimulaba levemente con un vaivén de la mano, para cerciorarme de sus reflejos, y
la verdad era que el animalito salía como una flecha patas arriba, sobrevolaba el espacio cúbico cada vez más reducido,
siempre de espaldas, y a ratos se acercaba a la plancha que hacía de cielo raso y se adhería con una negligente perfección
que le faltaba, me duele decirlo, cuando aterrizaba sobre el azúcar o mi nariz. Polanco no estaba en su casa.
Al tercer día, mortalmente aterrado ante la idea de que la mosca podía llegar a su término en cualquier momento (era irrisorio
pensar que me la encontraría de espaldas en el suelo, inmóvil para siempre e idéntica a todas las otras moscas) traje la
última serie de planchas, que redujeron el espacio de observación a un punto tal que ya me era imposible seguir de pie y
tuve que fabricarme un ángulo de observación a ras del suelo con ayuda de los almohadones y una colchoneta que la señora
Fotheringham me alcanzó llorando. A esta altura de mis trabajos el problema era entrar y salir: cada vez había que apartar
y reponer con mucho cuidado tres planchas sucesivas, cuidando no dejar el menor resquicio, hasta llegar a la puerta de mi
pieza tras de la cual tendían a amontonarse algunos pensionistas. Por eso, cuando escuché la voz en el teléfono, solté un
grito que él y su otorrinolaringólogo calificarían más tarde severamente. Inicié entonces un balbuceo explicativo, que Polanco
cortó ofreciéndose a venir inmediatamente a casa, pero como los dos y la mosca no íbamos a caber en un pequeño espacio,
entendíque primero tenía que ponerlo en conocimiento de los hechos para que más tarde entrara como único observador y
fuera testigo de que la mosca podía estar loca, pero yo no. Lo cité en el café de la esquina de su casa, y ahí, entre dos
cervezas, le conté.
Polanco encendió la pipa y me miró un rato. Evidentemente estaba impresionado,y hasta se me ocurre que un poco pálido.
Creo haber dicho ya que al comienzo me preguntó cortésmente si yo estaba seguro de lo que le decía. Debió convencerse,
porque siguió fumando y meditando,sin ver que ya no quería perder tiempo (¿y si ya estaba muerta, y si ya estaba muerta?)
y que pagaba las cervezas para decidirlo de una vez por todas.
Como no se decidíame encolericéy aludía su obligaciónmoralde secundarme enalgo que sólo seríacreído cuando hubiera
un testigo digno de fe. Se encogió de hombros, como si de pronto hubiera caído sobre él una abrumadora melancolía.
-Es inútil, pibe -me dijo al fin-. A vos a lo mejor te van a creer aunque yo no te acompañe. En cambio a mí…
-¿A vos? ¿Y por qué no te van a creer a vos?
-Porque es todavía peor, hermano -murmuró Polanco-. Mirá, no es normal ni decente que una mosca vuele de espaldas. No
es ni siquiera lógico si vamos al caso.
-¡Te digo que vuela así! -grité, sobresaltando a varios parroquianos.
-Claro que vuela, así. Pero en realidad esa mosca sigue volando como cualquier mosca, sólo que le tocó ser la excepción.
Lo que ha dado media vuelta es todo el resto -dijo Polanco-. Ya te podés dar cuenta de que nadie me lo va a creer,
sencillamente porque no se puede demostrar y en cambio la mosca está ahí bien clarita. De manera que mejor vamos y te
ayudo a desarmar los cartones antes de que te echen de la pensión, no te parece.
FIN
5. Una flor amarilla
[Cuento - Texto completo.]
Julio Cortázar
Parece una broma, pero somos inmortales. Lo sé por la negativa, lo sé porque conozco al único mortal. Me contó su historia
en un bistró de la rue Cambronne, tan borracho que no le costaba nada decir la verdad aunque el patrón y los viejos clientes
del mostrador se rieran hasta que el vino se les salía por los ojos. A mídebió verme algún interés pintado en la cara, porque
se me apiló firme y acabamos dándonos el lujo de una mesa en un rincón donde se podía beber y hablar en paz. Me contó
que era jubilado de la municipalidad y que su mujer se había vuelto con sus padres por una temporada, un modo como otro
cualquiera de admitir que lo había abandonado. Era un tipo nada viejo y nada ignorante, de cara reseca y ojos tuberculosos.
Realmente bebía para olvidar, y lo proclamaba a partir del quinto vaso de tinto. No le sentí ese olor que es la firma de París
pero que al parecer solo olemos los extranjeros. Y tenía las uñas cuidadas, y nada de caspa.
Contó que en un autobús de la línea 95 había visto a un chico de unos trece años, y que al rato de mirarlo descubrió que el
chico se parecía mucho a él, por lo menos se parecía al recuerdo que guardaba de símismo a esa edad. Poco a poco fue
admitiendo que se le parecía en todo, la cara y las manos, el mechón cayéndole en la frente, los ojos muy separados, y más
aun en la timidez, la forma en que se refugiaba en una revista de historietas, el gesto de echarse el pelo hacia atrás, la
torpeza irremediable de los movimientos. Se le parecía de tal manera que casi le dio risa, pero cuando el chico bajó en la
rue de Rennes, él bajó también y dejó plantado a un amigo que lo esperaba en Montparnasse. Buscó un pretexto para hablar
con el chico, le preguntó por una calle y oyó ya sin sorpresa una voz que era su voz de la infancia. El chico iba hacia esa
calle, caminaron tímidamente juntos unas cuadras. A esa altura una especie de revelación cayó sobre él. Nada estaba
explicado pero era algo que podía prescindir de explicación, que se volvía borroso o estúpido cuando se pretendía —como
ahora— explicarlo.
Resumiendo, se las arregló para conocer la casa del chico, y con el prestigio que le daba un pasado de instructor de boy
scouts se abrió paso hasta esa fortaleza de fortalezas, un hogar francés. Encontró una miseria decorosa y una madre
avejentada,un tío jubilado,dos gatos.Despuésno le costó demasiadoque unhermano suyo le confiara a su hijo que andaba
por los catorce años, y los dos chicos se hicieron amigos. Empezó a ir todas las semanas a casa de Luc; la madre lo recibía
con café recocido, hablaban de la guerra, de la ocupación, también de Luc. Lo que había empezado como una revelación se
organizabageométricamente,ibatomando ese perfildemostrativo que ala gente le gusta llamar fatalidad. Incluso era posible
formularlo con las palabras de todos los días: Luc era otra vez él, no había mortalidad, éramos todos inmortales.
—Todos inmortales, viejo. Fíjese, nadie había podido comprobarlo y me toca a mí, en un 95. Un pequeño error en el
mecanismo, un pliegue del tiempo, un avatar simultáneo en vez de consecutivo,Luc hubiera tenido que nacer después de
mi muerte, y en cambio… Sin contar la fabulosa casualidad de encontrármelo en el autobús. Creo que ya se lo dije, fue una
especie de seguridad total, sin palabras. Era eso y se acabó. Pero después empezaron las dudas, porque en esos casos
uno se trata de imbécil o toma tranquilizantes. Y junto con las dudas, matándolas una por una, las demostraciones de que
no estaba equivocado,de que no había razón para dudar. Lo que le voy a decir es lo que más risa les da a esos imbéciles,
cuando a veces se me ocurre contarles. Luc no solamente era yo otra vez, sino que iba a ser como yo, como este pobre
infeliz que le habla. No había más que verlo jugar, verlo caerse siempre mal, torciéndose un pie o sacándose una clavícula,
esos sentimientos a flor de piel, ese rubor que le subía a la cara apenas se le preguntaba cualquier cosa. La madre, en
cambio, cómo les gusta hablar, cómo le cuentan a uno cualquier cosa aunque el chico esté ahí muriéndose de ve rgüenza,
las intimidades más increíbles, las anécdotas del primer diente, los dibujos de los ocho años, las enfermedades… La buena
señora no sospechaba nada, claro, y el tío jugaba conmigo al ajedrez, yo era como de la familia, hasta les adelanté dinero
para llegar a un fin de mes. No me costó ningún trabajo conocer el pasado de Luc, bastaba intercalar preguntas entre los
temas que interesabana los viejos:elreumatismo deltío,las maldades de laportera,la política.Asífui conociendolainfancia
de Luc entre jaques al rey y reflexiones sobre el precio de la carne, y así la demostración se fue cumpliendo infalible. Pero
entiéndame, mientras pedimos otra copa: Luc era yo, lo que yo había sido de niño, pero no se lo imagine como un calco.
Más bien una figura análoga, comprende, es decir que a los siete años yo me había dislocado una muñeca y Luc la clavícula,
y a los nueve habíamos tenido respectivamente el sarampión y la escarlatina, y además la historia intervenía, viejo, a mí el
sarampiónme había durado quince días mientras que a Luc lo habían curado encuatro, los progresos de lamedicinay cosas
porelestilo.Todo era análogo y por eso,paraponerle unejemplo alcaso,bienpodríasucederque elpanadero de laesquina
fuese un avatar de Napoleón, y él no lo sabe porque el orden no se ha alterado, porque no podrá encontrarse nunca con la
verdad en un autobús; pero si de alguna manera llegara a darse cuenta de esa verdad, podría comprender que ha repetido
y que está repitiendo a Napoleón, que pasar de lavaplatos a dueño de una buena panadería en Montparnasse es la misma
figura que saltar de Córcega al trono de Francia, y que escarbando despacio en la historia de su vida encontraría los
momentos que corresponden a la campaña de Egipto, al consulado y a Austerlitz, y hasta se daría cuenta de que algo le va
a pasar con su panadería dentro de unos años, y que acabará en una Santa Helena que a lo mejor es una piecita en un
sexto piso, pero también vencido, también rodeado por el agua de la soledad, también orgulloso de su panadería que fue
como un vuelo de águilas. Usted se da cuenta, no.
Yo me daba cuenta, pero opiné que en la infancia todos tenemos enfermedades típicas a plazo fijo, y que casi todos nos
rompemos alguna cosa jugando al fútbol.
—Ya sé,no le he hablado más que de las coincidencias visibles.Porejemplo,que Luc se parecieraamíno tenía importancia,
aunque sí la tuvo para la revelación en el autobús. Lo verdaderamente importante eran las secuencias, y eso es difícil de
explicar porque tocan al carácter, a recuerdos imprecisos, a fábulas de la infancia. En ese tiempo, quiero decir cuando tenía
la edad de Luc, yo había pasado por una época amarga que empezó con una enfermedad interminable, después en plena
convalecencia me fui a jugar con los amigos y me rompíun brazo, y apenas había salido de eso me enamoré de la hermana
de un condiscípulo y sufrícomo se sufre cuando se es incapaz de mirar en los ojos a una chica que se está burlando de uno.
Luc se enfermó también, apenas convaleciente lo invitaron al circo y al bajar de las graderías resbaló y se dislocó un tobillo.
Poco después su madre lo sorprendió una tarde llorando al lado de la ventana, con un pañuelito azul estrujado en la mano,
un pañuelo que no era de la casa.
Como alguien tiene que hacer de contradictor en esta vida, dije que los amores infantiles son el complemento inevitable de
los machucones y las pleuresías. Pero admití que lo del avión ya era otra cosa. Un avión con hélice a resorte, que él había
traído para su cumpleaños.
—Cuando se lo di me acordé una vez más del Meccano que mi madre me había regalado a los catorce años, y de lo que me
pasó. Pasó que estaba en el jardín, a pesar de que se venía una tormenta de verano y se oían ya los truenos, y me había
puesto a armar una grúa sobre la mesa de la glorieta, cerca de la puerta de calle. Alguien me llamó desde la casa, y tuve
que entrar un minuto. Cuando volví,lacaja delMeccano habíadesaparecido y lapuertaestabaabierta.Gritando desesperado
corrí a la calle donde ya no se veía a nadie, y en ese mismo instante cayó un rayo en el chaletde enfrente. Todo eso ocurrió
como en un solo acto, y yo lo estaba recordando mientras le daba el avión a Luc y él se quedaba mirándolo con la misma
felicidad con que yo había mirado mi Meccano. La madre vino a traerme una taza de café, y cambiábamos las frases de
siempre cuando oímos un grito. Luc había corrido a la ventana como si quisiera tirarse al vacío. Tenía la cara blanca y los
ojos llenos de lágrimas,alcanzó a balbucear que elavión se había desviado en su vuelo, pasando exactamente por el hueco
de la ventana entreabierta. «No se lo ve más,no se lo ve más», repetíallorando.Oímos gritar más abajo,eltío entró corriendo
para anunciar que había un incendio en la casa de enfrente. ¿Comprende, ahora? Sí, mejor nos tomamos otra copa.
Después, como yo me callaba, el hombre dijo que había empezado a pensar solamente en Luc, en la suerte de Luc. Su
madre lo destinaba a una escuela de artes y oficios, para que modestamente se abriera lo que ella llamaba su camino en la
vida, pero ese camino ya estaba abierto y solamente él, que no hubiera podido hablar sin que lo tomaran por loco y lo
separaran para siempre de Luc, podía decirle a la madre y al tío que todo era inútil, que cualquier cosa que hicieran el
resultado sería el mismo, la humillación, la rutina lamentable, los años monótonos, los fracasos que van royendo la ropa y el
alma, el refugio en una soledad resentida, en un bistró de barrio. Pero lo peor de todo no era el destino de Luc; lo peor era
que Luc moriría a su vez y otro hombre repetiría la figura de Luc y su propia figura, hasta morir para que otro hombre entrara
a su vez en la rueda. Luc ya casi no le importaba; de noche, su insomnio se proyectaba más allá hasta otro Luc, hasta otros
que se llamarían Roberto Claude o Michel,una teoría al infinito de pobres diablosrepitiendo lafigurasin saberlo,convencidos
de su libertad y su albedrío. El hombre tenía el vino triste, no había nada que hacerle.
—Ahora se ríen de mícuando les digo que Luc murió unos meses después,son demasiado estúpidos para entender que…
Sí, no se ponga usted también a mirarme con esos ojos. Murió unos meses después,empezó por una especie de bronquitis,
así como a esa misma edad yo había tenido una infección hepática. A míme internaron en el hospital, pero la madre de Luc
se empeñó en cuidarlo en casa, y yo iba casi todos los días, y a veces llevaba a mi sobrino para que jugara con Luc. Había
tanta miseria en esa casa que mis visitas eran un consuelo en todo sentido, la compañía para Luc, el paquete de arenques
o el pastel de damascos. Se acostumbraron a que yo me encargara de comprar los medicamentos, después que les hablé
de una farmacia donde me hacían un descuento especial.Terminaronporadmitirme como enfermero de Luc,y ya se imagina
que en una casa como esa, donde el médico entra y sale sin mayor interés, nadie se fija mucho si los síntomas finales
coinciden del todo con el primer diagnóstico… ¿Por qué me mira así? ¿He dicho algo que no esté bien?
No, no había dicho nada que no estuviera bien, sobre todo a esa altura del vino. Muy al contrario, a menos de imaginar algo
horrible la muerte del pobre Luc venía a demostrar que cualquiera dado a la imaginación puede empezar un fantaseo en un
autobús 95 y terminarlo al lado de la cama donde se está muriendo calladamente un niño. Para tranquilizarlo, se lo dije. Se
quedó mirando un rato el aire antes de volver a hablar.
—Bueno, como quiera. La verdad es que en esas semanas después del entierro sentí por primera vez algo que podía
parecerse a la felicidad. Todavía iba cada tanto a visitar a la madre de Luc, le llevaba un paquete de bizcochos, pero poco
me importaba ya de ella o de la casa, estaba como anegado por la certidumbre maravillosa de ser el prime r mortal, de sentir
que mi vida se seguía desgastando día tras día, vino tras vino, y que al final se acabaría en cualquier parte y a cualquier
hora, repitiendo hasta lo último el destino de algún desconocido muerto vaya a saber dónde y cuándo, pero yo sí que estaría
muerto de verdad,sinun Luc que entrara en la rueda para repetirestúpidamente una estúpidavida.Comprendaesaplenitud,
viejo, envídieme tanta felicidad mientras duró.
Porque, al parecer, no había durado. El bistró y el vino barato lo probaban, y esos ojos donde brillaba una fiebre que no era
delcuerpo.Ysinembargo habíavivido algunos mesessaboreandocadamomento desumediocridadcotidiana,de sufracaso
conyugal, de su ruina a los cincuenta años, seguro de su mortalidad inalienable. Una tarde, cruzando elLuxemburgo,vio una
flor.
—Estaba al borde de un cantero, una flor amarilla cualquiera. Me había detenido a encender un cigarrillo y me distraje
mirándola. Fue un poco como si también la flor me mirara, esos contactos, a veces… Usted sabe, cualquiera los siente,eso
que llaman la belleza. Justamente eso,la flor era bella, era una lindísima flor. Y yo estaba condenado,yo me iba a morir un
día para siempre. La flor era hermosa, siempre habría flores para los hombres futuros. De golpe comprendíla nada, eso que
había creído la paz, el término de la cadena. Yo me iba a morir y Luc ya estaba muerto, no habría nunca más una flor para
alguien como nosotros, no habría nada, no habría absolutamente nada, y la nada era eso, que no hubiera nunca más una
flor. El fósforo encendido me abrasó los dedos. En la plaza salté a un autobús que iba a cualquier lado y me puse
absurdamente a mirar, a mirar todo lo que se veía en la calle y todo lo que había en el autobús. Cuando llegamos al término,
bajé y subí a otro autobús que llevaba a los suburbios. Toda la tarde, hasta entrada la noche, subíy bajé de los autobuses
pensando en la flor y en Luc, buscando entre los pasajeros a alguien que se pareciera a Luc, a alguien que se pareciera a
mí o a Luc, a alguien que pudiera ser yo otra vez, a alguien a quien mirar sabiendo que era yo, y luego dejarlo irse sin decirle
nada, casi protegiéndolo para que siguiera por su pobre vida estúpida, su imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida
fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra…
Pagué.
FIN
6. El presidente del jurado
[Cuento - Texto completo.]
Charles Dickens
Han pasado yaalgunos años desde que se cometió enInglaterra un asesinato que atrajo poderosamente laatenciónpública.
En nuestro país se oye hablar con bastante frecuencia de asesinos que adquieren una triste celebridad. Pero yo hubiese
enterrado con gusto el recuerdo de aquel hombre feroz de haber podido sepultarlo tan fácilmente como su cuerpo lo está en
la prisión de Newgate. Advierto, desde luego,que omito deliberadamente hacer aquí alusión alguna a la personalidad de
aquel hombre.
Cuando el asesinato fue descubierto, nadie sospechó -o, mejor dicho, nadie insinuó públicamente sospecha alguna- del
hombre que después fue procesado.Porlacircunstancia antes expresada,los periódicos no pudieron,naturalmente,publicar
en aquellos días descripciones del criminal. Es esencial que se recuerde este hecho.
Al abrir, durante el desayuno, mi periódico matutino, que contenía el relato del descubrimiento del crimen, lo encontré muy
interesante y lo leí con atención. Volví, incluso, a leerlo otra vez, o quizá dos. El descubrimiento había tenido lugar en un
dormitorio. Cuando dejé el diario tuve la impresión, fugaz, como un relámpago, de que veía pasar ante mis ojos aquella
alcoba. Semejante visión, aunque instantánea, fue clarísima, tanto que hasta pude observar, con alivio, la ausencia del
cuerpo de la víctima en el lecho mortuorio.
Esta curiosa sensación no se produjo en ningún lugar misterioso, sino en una de las vulgares habitaciones de Piccadilly en
que me alojaba, próxima a la esquina de St. James Street. Y fue una experiencia nueva en mi vida.
En aquel instante me hallaba sentado en mi butaca, y la visión fue acompañada de un estremecimiento tan fuerte, que la
desplazó del lugar en que se encontraba; si bien procede advertir que las patas de la butaca terminaban en sendas
ruedecillas. A continuación me acerqué a una ventana (la habitación, situada en un segundo piso, tenía dos) a fin de
tranquilizarme con la visión del animado tráfago de Piccadilly.
Era una luminosa mañana de otoño y la calle se extendía ante mí resplandeciente y animada. Soplaba un fuerte viento. Al
asomarme, el viento acababa de levantar numerosas hojas caídas en el parque, elevándolas y formando con ellas una
columna en espiral. Cuando la columna se derrumbó y las hojas se dispersaron, vi a dos hombres en el lado opuesto de la
calle, caminando de oeste a este. Iban uno tras otro. El primero miraba con frecuencia hacia atrás, por encima del hombro.
El segundo lo seguíaa una distancia de unos treinta pasos,conla mano derechalevantadaamenazadoramente.Al principio,
la singularidad de tal actitud en una avenida tan frecuentada atrajo mi atención, pero en seguida se desvió hacia otra y más
notable particularidad: nadie reparaba en ellos. Ambos hombres se movían entre los demás peatones con una suavidad
increíble, aun sobre aquel pavimento tan liso, y nadie, según pude observar, los rozaba, los miraba o les abría paso. Al llegar
ante mi ventana los dos dirigieron su mirada hacia mí. Entonces distinguí sus rostros con toda claridad y me di cuenta de
que podría reconocerlos en cualquier parte; no se crea por esto que yo aprecié conscientemente nada de extraordinario en
sus rostros, excepto el detalle de que el hombre que iba en primer lugar tenía un aspecto muy abatido y que la faz de su
perseguidor era del mismo tono de la cera sin refinar.
Soy soltero y todami servidumbre se limitaa un criado y su mujer. Trabajo en la filial de un banco,como jefe de unnegociado,
y debo agregarque desearíasinceramente que mis deberes fuesentan leves como generalmente se supone.Lo digoporque
esos deberes me retenían en la ciudad aquel otoño, a pesar de hallarme muy necesitado de reposo y de un cambio de
ambiente. No es que estuviese enfermo, pero no me encontraba bien. El lector se hará cargo de mi estado si le digo que me
sentía cansado, deprimido por la sensación de llevar una vida monótona y “ligeramente dispéptico”. Mi médico, hombre de
mucho prestigio profesional, me aseguró, a requerimiento mío, que éste era mi verdadero estado de salud en aquella época;
que no padecía ninguna enfermedad ni grave depresión, y yo cito sus palabras al pie de la letra.
A medida que las circunstancias del asesinato iban intrigando gradualmente al público,yo procuraba alejarlas de mi cerebro
tanto como era posible alejar un objeto del interés y comentarios generales. Supe que se había dictado un veredicto previo
de asesinato con premeditación y alevosía contra el presunto criminal, y que éste había sido conducido a Newgate para que
estuviese presente cuando se dictara sentencia definitiva. Me enteré, igualmente, de que el proceso quedaba aplazado para
una de las próximas audiencias de la Sala Central de lo Criminal, fundándose en algún precepto de la Ley y en la necesidad
de dejar tiempo al abogado para preparar la defensa. Es posible también que yo me enterase, aunque creo que no, de la
fecha exacta o aproximada en que debía celebrarse la vista de la causa.
Mi salón, dormitorio y tocador se encuentran en el mismo piso. La última de dichas habitaciones sólo tiene entrada por el
dormitorio. Cierto que tiene también una puerta que da a la escalera, pero, en el tiempo que nos ocupa, hacía años ya que
mi baño la obstruía, por tanto la habíamos inutilizado, cubriéndola de arpillera claveteada.
Una noche, a hora bastante avanzada, estaba yo en mi alcoba, dando instrucciones al criado antes de acostarme; la puerta
que comunicaba con el cuarto de baño que daba frente a mí, en aquel momento estaba cerrada. Mi criado daba la espalda
a la puerta. Y he aquí que, de repente, vi abrirse aquella puerta y aparecer a un hombre que reconocíen el acto y que me
hizo una misteriosa señal. Era el segundo de los dos que caminaban aquel día en Piccadilly,el que tenía la cara del color de
la cera sin refinar.
Hecho aquel signo, la figura retrocedió y cerró la puerta de nuevo. Rápidamente me acerqué a la puerta del tocador, la abrí
y miré. Yo tenía en la mano una vela encendida. No esperaba encontrar a nadie allí, y, en efecto, no encontré a nadie.
Comprendiendo que mi criado estaba sorprendido, me volví hacia él y le dije:
-¿Creería usted, Derrick, que a pesar de encontrarme en la plenitud de mis facultades he imaginado ver…?
Al hablar, apoyé mi mano en su hombro. Con un repentino sobresalto, él exclamó:
-¡Oh, Dios mío, sí! Ha visto usted a un muerto que le hacía señales.
No creo que Juan Derrick, devoto y honrado servidor mío durante más de veinte años, hubiese captado la situación antes de
que yo lo tocase. Su reacción, cuando apoyé mi mano sobre él, fue tan súbita, que albergo la firme certeza de que la provocó
aquel contacto.
Pedí a Derrick que me trajese coñac, le ofrecí una copa y yo tomé otra. No le dije ni una palabra sobre lo que me había
sucedido anteriormente. Me sentía seguro de no haber visto nunca aquel rostro fantasma, salvo la mañana de Piccadilly.
Pasé la noche muy inquieto,aunque sintiendo cierta certidumbre,difícilde explicar,deque laapariciónno volvería.Al apuntar
el día caí en un pesado sueño, del que me despertó Derrick cuando entró en mi habitación con una papel en la mano.
Aquel papel había motivado una ligera discusión entre su portador y mi sirviente. Era una citación para concurrir como jurado
a una próxima sesión de la Audiencia. Yo nunca había sido requerido como jurado, y Juan Derrick lo sabía. Él opinaba -aun
hoy no sé a punto fijo si con razón o no- que era costumbre nombrar jurados a personas de menor categoría que yo y no
quiso, en consecuencia, aceptar la citación. El hombre que la llevaba tomó la negativa de mi criado con mucha frialdad. Dijo
que mi asistencia o no asistencia al tribunal le tenía sin cuidado, y que su cometido se limitaba a entregar la citación.
Durante un par de días estuve indeciso entre asistir o no. No sentí, en verdad, la menor influencia misteriosa en ningún
sentido. Estoy tan absolutamente seguro de esto como de todo lo que estoy narrando. Por último, resolvíasistir, ya que de
este modo rompería la monotonía de mi vida.
La mañana de la cita resultó ser una muy cruda delmes de noviembre.EnPiccadillyhabíauna densanieblaque se oscurecía
por momentos hasta adquirir una negrura opresiva.
Cuando llegué al Palacio de Justicia, encontré los pasillos y escaleras que conducían a la sala del tribunal iluminados por
luces de gas. La sala estaba alumbrada de igual modo. Creo sinceramente que hasta que los ujieres no me condujeron a
ella y vi la concurrencia que se apiñaba allí, no recordé que la vista del proceso por el mencionado asesinato se celebraba
aquel día. Incluso me parece que hasta que, no sin considerables dificultades por el mucho gentío, fui introducido en la sala
de lo criminal, ignoré si se me citaba a ésta o a otra. Pero lo que ahora señalo no debe considerarse como un aserto positivo,
porque este extremo no está suficientemente aclarado en mi mente.
Me senté en el lugar de los jurados y,mientras esperaba, contemplé la sala a través del espeso vapor mixto de niebla y vaho
de respiraciones que constituía su atmósfera. Observé la negra bruma que se cernía, como sombrío cortinón, más allá de
las ventanas, y escuché el rumor de las ruedas de los vehículos sobre la paja o el serrín que alfombraba el pavimento de la
calle. Oí también el murmullo de la concurrencia, sobre el que a veces se elevaba alguna palabra más fuerte, alguna
exclamaciónenvoz alta,algún agudo silbido.Pocodespuésentraronlos magistrados,que erandos,y ocuparonsus asientos.
Se acalló el rumor en la sala, y se dio la orden de hacer comparecer al acusado. En el mismo instante en que se presentó lo
reconocí como el primero de los dos hombres que yo viera caminando por Piccadilly.
Si mi nombre hubiese sido pronunciado en aquel instante, creo que no hubiese tenido ánimos para responder. Pero como lo
mencionaron en sexto u octavo lugar, me encontré con fuerzas para contestar: “¡Presente!”
Y ahora, lector, fíjese en lo que sigue. Apenas hube ocupado mi lugar, el preso,que nos estaba mirando a todos con fijeza,
pero sindar muestras de interés particular, experimentó unaagitación violentae hizo una señal a su abogado.Tan manifiesto
era el deseo del acusado de que me sustituyesen, que ello provocó una pausa, en el curso de la cual el defensor, apoyando
la mano en la barra, cuchicheó con su defendido,moviendo la cabeza. Supe luego -por el propio abogado- que las primeras
y presurosas palabras del acusado habían sido éstas: “Haga sustituir a ese hombre como sea”. Pero, al no alegar razón
alguna para ello, y habiendo de reconocer que no me conocía ni había oído mi nombre hasta que lo pronunciaron en la sala,
no fue atendido su deseo.
Como no deseo avivar la memoria de la gente respecto a aquel asesino, y también porque no es indispensable para mi relato
narrar al detalle los incidentes del largo proceso, me limitaré a citar las particularidades que nos acontecieron a los jurados
y a mí durante los diez días, con sus noches, en que estuvimos juntos. Mencionaré, sobre todo, las curiosas experiencias
personales que atravesé.Es en este aspecto,y no acerca del asesino, sobre lo que quiero despertar el interés del lector.
Me designaron presidente del jurado. En la segunda mañana del proceso, después de invertir más de dos horas en examinar
las piezas de convicción -yo podía saber el transcurso del tiempo porque oía la campana del reloj de una iglesia-,
habiéndoseme ocurrido dirigir la mirada a mis compañeros de jurado, encontré una inexplicable dificultad en contarlos. Los
enumeré varias veces y siempre con la misma dificultad. En resumen, contaba uno de más.
Toqué suavemente al más próximo a mí y le cuchicheé:
-Hágame el favor de contarnos.
Él, aunque pareció sorprendido por la petición, volvió la cabeza y nos contó a todos.
-¡Pero si somos trece! -exclamó-. No, no es posible. Uno, dos… Somos doce.
A través de mis cálculos de aquel día saqué en limpio que éramos siempre doce si se nos enumeraba individualmente,pero
que siempre salía uno de más si nos considerábamos en conjunto. Éramos doce, pero alguien se nos agregaba con
insistencia, y yo, en mi fuero interno, sabía de quién se trataba.
Nos alojaron en la London Taverns. Dormíamos todos en un amplio aposento, en lechos individuales, y estábamos
constantemente atendidos y vigilados por un funcionario. No veo razón alguna para omitir el verdadero nombre de aquel
funcionario. Era un hombre inteligente, amabilísimo, cortés y muy respetado. Tenía una agradable apariencia, bellos ojos,
patillas envidiablemente negras y voz agradable y bien timbrada. Se llamaba Harker.
Nos acostamos en nuestros lechos respectivos. El de Harker estaba colocado transversalmente ante la puerta. La segunda
noche, como no sentía deseos de dormir y vi que Harker permanecía sentado en su cama, me acerqué a él, me senté a su
lado y le ofrecíun poco de rapé.Sumano rozó la mía al tocar la tabaquera y en elacto le agitó un estremecimiento y exclamó:
-¿Qué es eso?
Siguiendo la dirección de su mirada divisé a quien esperaba ver: el segundo de los hombres de Piccadilly. Me incorporé,
anduve unos cuantos pasos,me paré y miré a Harker.Éste,que ya no sentía la menorturbación,me dijo contodanaturalidad,
riendo:
-Me había parecido por un momento que había un jurado de más, aunque sin cama. Pero es un efecto de la luz de la luna.
Sin hacer revelación alguna al señor Harker, me limité a proponerle que diéramos una paseíto de un extremo a otro de la
habitación. Mientras andábamos procuré vigilar los movimientos de la misteriosa figura. Ésta se detenía por unos instantes
a la cabecera de cada uno de mis once compañeros de jurado, acercándose mucho a la almohada. Seguía siempre el lado
derecho de cada cama, y cruzaba ante los pies para dirigirse a la siguiente. Por los movimientos de su cabeza parecía que
se limitaba a mirar, pensativo, a cada uno de los que descansaban. No reparó en míni en mi lecho, que era el más próximo
al rayo de luz lunar que penetraba por una ventana alta. Aquella figura desapareció como por una escalera aérea. Por la
mañana, al desayunar, resultó que todos habían soñado con la víctima del crimen, excepto Harker y yo.
Acabé por quedar convencido de que el segundo de los hombres que yo viera en Piccadilly -si podía aplicársele la expresión
“hombre”- era el asesinado, persuasión que tuve mediante su testimonio directo. Pero esto sucedió de una manera para la
cual yo no estaba preparado.
El quinto día de la vista, cuando iba a cerrarse el capítulo de cargos, fue mostrada una miniatura del asesinado que se había
echado de menos en el lugar del crimen, encontrándose después en un lugar recóndito donde el asesino había estado
practicando una fosa. Una vez identificada por los testigos, fue pasada al tribunal y examinada por el jurado. Mientras un
funcionario vestido con una toga negra nos la iba entregando a todos,la figura del hombre que yo viera en segundo lugar en
Piccadilly surgió impetuosamente de entre la multitud, asió la miniatura de manos del funcionario, la puso en las mías y,
antes de que yo viera la miniatura, que iba en un dije, me dijo, en tono bajo y profundo:
-Yo era entonces más joven y la sangre no había desaparecido de mi rostro como ahora.
Luego la aparición se situó entre mi persona y la del siguiente jurado a quien yo había de entregar la miniatura, y a
continuación entre éste y el otro jurado, y asísucesivamente hasta que el objeto volvió a mi poder. Ninguno, salvo yo, reparó
en la aparición.
Cuando nos sentábamos a la mesa y, en general, siempre que nos encerrábamos juntos bajo la custodia del señor Harker,
los componentes del jurado discutíamos mucho acerca del asunto que nos ocupaba. El quinto día, terminado el capítulo de
cargos y teniendo, por lo tanto, este lado de la cuestión completamente claro ante nosotros, nuestra discusión se hizo más
reflexiva y seria.
Figuraba entre nosotros cierto sacristán -el hombre más obtuso que he visto en mi vida- que oponía a las más claras
evidencias las más absurdas objeciones, apoyado por dos hombres de poco carácter que le conocían por frecuentar su
misma parroquia. Por cierto que aquellas gentes pertenecían a un distrito tan castigado por las fiebres epidémicas, que más
bien debían haber solicitado un proceso contra ellas como causantes de quinientos asesinatos, por lo menos. Cuando
aquellos testarudos se hallaban en la cúspide de su elocuencia, que fue hacia medianoche, y todos nos disponíamos a
abandonarlos e irnos a la cama, volvía a ver al hombre asesinado. Se detuvo detrás de ellos y me hizo una señal. Al
acercarme a aquellos hombres e intervenirensuconversación,lo perdíde vista. Éste fue elprincipio deunaserie interminable
de apariciones, limitadas por entonces al vasto aposento en que el jurado se hallaba reunido. En cuanto varios se agrupaban
para hablar, yo veía surgir entre ellos la cabeza del asesinado. Siempre que los comentarios lo desfavorecían, me hacía
imperiosos e irresistibles signos para que lo defendiera.
Téngase en cuenta que desde el quinto día, cuando se exhibió la miniatura, yo no había vuelto a ver la aparición en la sala
del juicio. Tres novedades se produjeron en esta situación tan pronto como entramos en el tribunal para oír el alegato de la
defensa. En primer lugar mencionaré juntos dos de ellos. La figura permanecía continuamente en la sala y no me miraba
nunca; dedicaba su atención a la persona que estaba hablando en el momento. El asesinato se había cometido mediante el
degüello delavíctima, y en elcurso de la defensase insinuó la posibilidadde que setratase no de un crimen,sino de suicidio.
En aquel instante, la aparición, colocándose ante los mismos ojos del defensor, y situando la garganta en la horrible postura
en que fuera descubierta, comenzó a accionar ante la tráquea, ora con la mano derecha, ora con la izquierda, como para
sugerir al abogado la imposibilidad de que semejante herida pudiese ser causada por la víctima. La segunda novedad
consistió en que, habiendo comparecido como testigo de descargo una mujer respetable, que afirmó que el asesino era el
mejor de los hombres, la aparición se plantó ante ella, mirándola al rostro, y señaló con el brazo extendido la mala catadura
del asesino.
Pero fue la tercera de las aludidas novedades la que consiguió emocionarme con más intensidad. No trato de teorizar sobre
ello: me limito a someterlo a la consideración del lector. Aunque la aparición no era vista por la persona a quien se dirigía,
no es menos cierto que tal persona sufría invariablemente algún estremecimiento o desasosiego súbito. Me parecía que a
aquel ser le estuviera vedado, por leyes desconocidas, hacerse visible,pero por el contrario podía influir sobre sus mentes.
Así, por ejemplo, cuando el defensor expuso la hipótesis de una muerte voluntaria y la aparición se situó ante él realizando
aquel lúgubre simulacro de degüello, es innegable que el defensor se alteró, perdió por unos instantes el hilo de su hábil
discurso, se puso extremadamente pálido y hasta hubo de secarse la frente con un pañuelo. Y cuando la aparición se colocó
ante la respetable testigo de descargo, los ojos de ésta siguieron, sin duda alguna, la dirección indicada por el fantasma y se
fijaron, con evidente duda y titubeo, en el rostro del acusado. Bastarán, para que el lector se haga cargo completo de todo,
dos detalles más. El octavo día de las sesiones, tras una pausa que hacía diariamente a primera hora de la tarde para
descansar y tomar algún alimento, yo regresé a la sala con los demás jurados poco antes que los jueces. Al instalarme en
mi asiento y mirar en torno, no distinguíla aparición, hasta que, alzando los ojos hacia la tribuna, vi al espectro inclinarse por
encima de una mujer de atractivo aspecto, como para asegurarse de si los magistrados estaban ya en sus sitiales o no.
Inmediatamente, la mujer lanzó un grito, se desmayó y hubo que sacarla de la sala. Algo análogo sucedió con el respetable
y prudente juez instructor que había incoado el proceso. Cuando la causa estuvo concluida y él comenzaba a ordenar los
autos correspondientes,el hombre asesinado, entrando por la puerta de los jueces, se acercó al pupitre y por encima de su
hombro miró los papeles que hojeaba el magistrado. En el rostro del magistrado se produjo un cambio, su mano se detuvo,
su cuerpo se estremeció con el peculiar temblor que yo conocía tan bien, y al fin hubo de murmurar:
-Perdónenme unos momentos, señores. Este aire tan viciado me ha producido cierta opresión…
No se repuso hasta después de beber un vaso de agua.
A través de lamonotonía de seis de aquellos interminables días,siemprelos mismosjurados y jueces enelestrado,elmismo
asesino en el banquillo, los mismos letrados en la barra, las mismas preguntas y respuestas elevándose hacia el techo de la
sala, el mismo raspar de la pluma del juez, los mismos ujieres entrando y saliendo, las mismas luces encendidas a la misma
hora cuando el día había sido relativamente claro, la misma cortina de niebla fuera de la ventana cuando había bruma, la
misma lluvia batiente y goteante cuando llovía, las mismas huellas de los pies de los celadores y del acusado sobre el serrín,
las mismas llaves abriendo y cerrando las mismas pesadas puertas; a través, repito, de aquella fatigosa monotonía que me
llevaba a sentirme presidente de jurado desde una época remotísima, y me recordaba el episodio de Piccadilly como si se
hubiera producido en tiempos contemporáneos a los de Babilonia, la figura del hombre asesinado no perdió ni un ápice de
nitidez ante mis ojos. No debo omitir tampoco el hecho de que la aparición que designo con la expresión “el hombre
asesinado” no fijó ni una sola vez la vista en el criminal. Yo me preguntaba repetidamente: “¿Por qué no lo mira?” Pero no lo
miró.
Tampoco me miró a mí, desde el día en que se mostró la miniatura, hasta los últimos minutos de la vista, ya conclusa del
todo la causa. Nos retiramos a estudiarla a las diez menos siete minutos de la noche. El estúpido sacristán y sus dos amigos
nos originaron tantas complicaciones, que hubimos de volver dos veces a la sala para pedir que se nos releyesen los
extractos de las notas del juez instructor. Ninguno de nosotros, y creo que nadie en la sala, tenía la menor duda sobre
aquellos pasajes,pero eltestarudo triunvirato, que no se proponía más que obstruir, discutía sobre ellos sólo por esta razón.
Al fin prevaleció el criterio de los demás y el jurado volvió a la sala a las doce y diez.
Esta vez el muerto permanecía de cara al jurado en el extremo opuesto de la sala. Cuando me senté, sus ojos se fijaron en
mí con gran detenimiento. El examen pareció dejarlo satisfecho, porque a continuación extendió lentamente, primero sobre
su cabeza y luego sobre toda su figura, un amplio velo gris que llevaba al brazo por primera vez.
Cuando yo emitínuestro veredicto de culpabilidad,el velo se dibujó, todo desapareció ante mis ojos,y el lugar que ocupaba
el hombre asesinado quedó vacío.
El asesino, interrogado por el juez, como de costumbre, acerca de si tenía algo que alegar antes de que se pronunciase la
sentencia, murmuró algunas confusas palabras que los periódicos del día siguiente calificaron de “breves frases titubeantes,
incoherentes y casi ininteligibles, en las que pareció entenderse que se lamentaba de no haber sido condenado con justicia,
ya que el presidente del jurado estaba predispuesto contra él”. Pero la extraordinaria declaración que el acusado hizo en
realidad fue ésta:
-Señoría: me constaba que yo era hombre perdidodesdeque visentarse ensu puesto al presidente deljurado.Me constaba,
Señoría, que no permitiría que saliese libre, porque, antes de que me detuviesen, él, no sé cómo,penetró una noche en mi
habitación, se acercó a mi cama, me despertó y me pasó una cuerda alrededor del cuello.
FIN
7. La historia de los duendes que secuestraron a un enterrador
[Cuento - Texto completo.]
Charles Dickens
En una antigua ciudad abacial,en elsur de esta parte delpaís,hace mucho,pero que muchísimo tiempo -tanto que la historia
debe ser cierta porque nuestros tatarabuelos creían realmente en ella-, trabajaba como enterrador y sepulturero del campo
santo un tal Gabriel Grub. No se deduce en absoluto de ello que porque un hombre sea enterrador y esté rodeado
constantemente por los emblemas de la mortalidad, tenga que ser un hombre melancólico y triste; entre los funerarios se
encuentran los tipos más alegres del mundo; en una ocasión tuve el honor de trabar amistad íntima con uno muy silencioso
que en su vida privada, fuera de ser necio, era el tipo más cómico y jocoso que haya gorjeado nunca canciones procaces,
sin el menor tropiezo en su memoria, ni que haya vaciado nunca el contenido de un buen vaso sin detenerse ni a respirar.
Pero no obstante estos precedentes que parecencontrariarla historia, GabrielGrub era un tipo malparado,intratable y arisco,
un hombre taciturno y solitario que no se asociaba con nadie sino consigo mismo, aparte de con una antigua botella forrada
de mimbre que ajustaba en el amplio bolsillo de chaleco,y que contemplaba cada rostro alegre que pasaba junto a él con
tan poderoso gesto de malicia y mal humor que resultaba difícil enfrentarlo sin tener una sensación terrible.
Poco antes del crepúsculo,el día de Nochebuena, Gabriel se echó al hombro el azadón, encendió el farol y se dirigió hacia
elcementerio viejo,pues teníaque terminar una tumba para la mañana siguiente,y como se sentíaalgo bajo de ánimo pensó
que quizá levantara su espíritu si se ponía a trabajar enseguida. En el camino, al subir por una antigua calle, vio la alegre luz
de los fuegos chispeantes que brillaban tras los viejos ventanales, y escuchó las fuertes risotadas y los alegres gritos de
aquellos que se encontraban reunidos; observó los ajetreados preparativos de la alegría del día siguiente y olfateó los
numerosos y sabrosos olores consiguientes que ascendíanenforma de nubes vaporosas desdelas ventanas de las cocinas.
Todo aquello producía rencor y amargura en el corazón de Gabriel Grub; y cuando grupos de niños salían dando saltos de
las casas, cruzaban la carretera a la carrera y antes de que pudieran llamar a la puerta de enfrente, eran recibidos por media
docena de pillastres de cabello rizado que se ponían a cacarear a su alrededor mientras subían todos en bandada a pasar
la tarde dedicados a sus juegos de Navidad,Gabriel sonreía taciturno y aferraba con mayor firmeza el mango de su azadón
mientras pensaba en el sarampión, la escarlatina, el afta, la tos ferina y otras muchas fuentes de consuelo.
Gabrielcaminaba a zancadas enese feliz estado mental:devolviendo ungruñido brevey hoscoalos saludos bienhumorados
de aquellos vecinos que pasaban junto a él, hasta que se metía en el oscuro callejón que conducía al cementerio. Gabriel
llevaba ya tiempo deseando llegar al callejón oscuro, porque hablando en términos generales era un lugar agradable,
taciturno y triste que las gentes de la ciudad no gustaban de frecuentar, salvo a plena luz del día cuando brillaba el sol; por
ello se sintió no poco indignado al oír a un joven granuja que cantaba estruendosamente una festiva canción sobre unas
navidades alegres en aquel mismo santuario que había recibido el nombre de CALLEJÓN DEL ATAÚD desde la época de
la viejaabadía y de los monjes decabezaafeitada.Mientras Gabrielavanzaba la voz fue haciéndose más cercanay descubrió
que procedía de un muchacho pequeño que corría a solas con la intención de unirse a uno de los pequeños grupos de la
calle vieja, y que en parte para hacerse compañía a mismo, y en parte como preparativo de la ocasión, vociferaba la canción
con la mayor potencia de sus pulmones.Gabriel aguardó a que llegara el muchacho, lo acorraló en una esquina y lo golpeó
cinco seis veces en la cabeza con el farol para enseñarle a modular la voz. Y mientras el muchacho escapó corriendo con la
mano en la cabeza y cantando una melodía muy distinta, Gabriel Grub sonrió cordialmente para sí mismo y entró en el
cementerio, cerrando la puerta tras de sí.
Se quitó el abrigo, dejó en el suelo el farol y metiéndose en la tumba sin terminar trabajó en ella durante una hora con muy
buena voluntad. Pero la tierra se había endurecido con la helada y no era asunto fácil desmenuzarla y sacarla fuera con la
pala; y aunque había luna, ésta era muy joven e iluminaba muy poco la tumba, que estaba a la sombra de la iglesia. En
cualquier otro momento estos obstáculos hubieran hecho que Gabriel Grub se sintiera desanimado y de sgraciado, pero
estaba tan complacido de haber acallado los cantos del muchachito que apenas se preocupó por los escasos progresos que
hacía. Cuando llegadala noche hubo terminado eltrabajo, miró la tumba conmelancólicasatisfacción,murmurando mientras
recogía sus herramientas:
Valiente acomodo para cualquiera,
valiente acomodo para cualquiera,
unos pies de tierra fría cuando la vida ha terminado,
una piedra en la cabeza, una piedra en los pies,
una comida rica y jugosa para los gusanos,
la hierba sobre la cabeza, y la tierra húmeda alrededor,
¡valiente acomodo para cualquiera,
aquí en el camposanto!
-¡Ja, ja! -echó a reír Gabriel Grub sentándose en una lápida que era su lugar de descanso favorito; fue a buscar entonces su
botella-. ¡Un ataúd en Navidad! ¡Una caja de Navidad! ¡Ja, ja, ja!
-¡Ja, ja, ja! -repitió una voz que sonó muy cerca detrás de él.
En el momento en el que iba a llevarse la botella a los labios, Gabriel se detuvo algo alarmado y miró a su alrededor. El fondo
de la tumba más vieja que estaba a su lado no se encontraba más quieto e inmóvil que el cementerio bajo la luz pálida de la
luna. La fría escarcha brillaba sobre las tumbas lanzando destellos como filas de gemas entre las tallas de piedra de la vieja
iglesia. La nieve yacía dura y crujiente sobre el suelo, y se extendía sobre los montículos apretados de tierra como una
cubierta blanca y lisa que daba la impresión de que los cadáveres yacieran allí ocultos sólo por las sábanas en las que los
habían enrollado. Ni el más débil crujido interrumpía la tranquilidad profunda de aquel escenario solemne. Tan frío y quieto
estaba todo que el sonido mismo parecía congelado.
-Fue el eco -dijo Gabriel Grub llevándose otra vez la botella a los labios.
-¡No lo fue! -replicó una voz profunda.
Gabriel se sobresaltó y levantándose se quedó firme en aquel mismo lugar, lleno de asombro y terror, pues sus ojos se
posaron en una forma que hizo que se le helara la sangre.
Sentada en una lápida vertical, cerca de él, había una figura extraña, no terrenal, que Gabriel comprendió enseguida que no
pertenecía a este mundo. Sus piernas fantásticas y largas, que podrían haber llegado al suelo, las tenía levantadas y
cruzadas de manera extraña y rara; sus fuertes brazos estaban desnudos y apoyaba las manos en las rodillas. Sobre el
cuerpo,corto y redondeado,llevabaunvestido ajustado adornado conpequeñas cuchilladas;colgabaasu espaldaun manto
corto; el cuello estaba recortado en curiosos picos que le servían al duende de gorguera o pañuelo; y los zapatos estaban
curvados hacia arriba con los dedos metidos en largas puntas. En la cabeza llevaba un sombrero de pan de azúcar de ala
ancha, adornado con una única pluma. Llevaba el sombrero cubierto de escarcha blanca, y el duende parecía encontrarse
cómodamente sentado en esa misma lápida desde hacía doscientos o trescientos años. Estaba absolutamente quieto, con
la lengua fuera, a modo de burla; le sonreía a Gabriel Grub con esa sonrisa que sólo un duende puede mostrar.
-No fue el eco -dijo el duende.
Gabriel Grub quedó paralizado y no pudo dar respuesta alguna.
-¿Qué haces aquí en Nochebuena? -le preguntó el duende con un tono grave.
-He venido a cavar una tumba, señor- contestó, tartamudeando, Gabriel Grub.
-¿Y qué hombre se dedica a andar entre tumbas y cementerios en una noche como ésta? -gritó el duende.
-¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub! -contestó a gritos un salvaje coro de voces que pareció llenarelcementerio.Temeroso,Gabriel
miró a su alrededor sin que pudiera ver nada.
-¿Qué llevas en esa botella? -preguntó el duende.
-Ginebra holandesa, señor -contestó el enterrador temblando más que nunca, pues la había comprado a unos
contrabandistas y pensó que quizá el que le preguntaba perteneciera al impuesto de consumos de los duendes.
-¿Y quién bebe ginebra holandesa a solas, en un cementerio, en una noche como ésta? -preguntó el duende.
-¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub! -exclamaron de nuevo las voces salvajes.
El duende miró maliciosamente y de soslayo al aterrado enterrador, y luego, elevando la voz, exclamó:
-¿Y quién, entonces, es nuestro premio justo y legítimo?
Ante esa pregunta, el coro invisible contestó de una manera que sonaba como las voces de muchos cantantes entonando,
con el poderoso volumen del órgano de la vieja iglesia, una melodía que parecía llevar hasta los oídos del enterrador un
viento desbocado, y desaparecer al seguir avanzando; pero la respuesta seguía siendo la misma:
-¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub!
El duende mostró una sonrisa más amplia que nunca mientras decía:
-Y bien, Gabriel, ¿qué tienes que decir a eso?
El enterrador se quedó con la boca abierta, falto de aliento.
-¿Qué es lo que piensas de esto, Gabriel? -preguntó el duende pateando con los pies el aire a ambos lados de la lápida y
mirándose las puntas vueltas hacia arriba de su calzado con la misma complacencia que si hubiera estado contemplando en
Bond Street las botas Wellingtons más a la moda.
-Es… resulta… muy curioso, señor -contestó el enterrador, medio muerto de miedo-. Muy curioso, y bastante bonito, pero
creo que tengo que regresar a terminar mi trabajo, señor, si no le importa.
-¡Trabajo! -exclamó el duende-. ¿Qué trabajo?
-La tumba, señor; preparar la tumba -volvió a contestar tartamudeando el enterrador.
-Ah, ¿la tumba, eh? -preguntó el duende-. ¿Y quién cava tumbas en un momento en el que todos los demás hombres están
alegres y se complacen en ello?
-¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub! -volvieron a contestar las misteriosas voces.
-Me temo que mis amigos te quieren, Gabriel -dijo el duende sacando más que nunca la lengua y dirigiéndola a una de sus
mejillas… y era una lengua de lo más sorprendente-. Me temo que mis amigos te quieren, Gabriel -repitió el duende.
-Por favor, señor -replicó el enterrador sobrecogido por el horror-. No creo que sea así, señor; no me conocen, señor; no
creo que esos caballeros me hayan visto nunca, señor.
-Oh, claro que te han visto -contestó el duende-. Conocemos al hombre de rostro taciturno, ceñudo y triste que vino esta
noche por la calle lanzando malas miradas a los niños y agarrando con fuerza su azadón de enterrador. Conocemos al
hombre que golpeó al muchacho con la malicia envidiosa de su corazón porque el muchacho podía estar alegre y él no. Lo
conocemos, lo conocemos.
En ese momento el duende lanzó una risotada fuerte y aguda que el eco devolvió multiplicada por veinte, y levantando las
piernas en el aire, se quedó de pie sobre su cabeza, o más bien sobre la punta misma del sombrero de pan de azúcar en el
borde más estrecho de la lápida, desde donde con extraordinaria agilidad dio un salto mortal cayendo directamente a los
pies del enterrador, plantándose allí en la actitud en que suelen sentarse los sastres sobre su tabla.
-Me… me… temo que debo abandonarlo, señor -dijo el enterrador haciendo un esfuerzo por ponerse en movimiento.
-¡Abandonarnos! -exclamó el duende-. Gabriel Grub va a abandonarnos. ¡Ja, ja, ja!
Mientras el duende se echaba a reír, el sepulturero observó por un instante una iluminación brillante tras las ventanas de la
iglesia,como sieledificio dentro hubierasido iluminado;lailuminacióndesapareció,elórganoatronó conuna tonada animosa
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  • 1. 1. Los deseos Fernán Caballero Había un matrimonio anciano, que aunque pobre, toda su vida la había pasado muy bien trabajando y cuidando de su pequeña hacienda. Una noche de invierno estaban sentados marido y mujer a la lumbre de su tranquilo hogar en amor y compaña, y en lugar de dar gracias a Dios por el bien y la paz de que disfrutaban, estaban enumerando los bienes de mayor cuantía que lograban otros, y deseando gozarlos también. -¡Si yo en lugar de mi hacecilla -decía el viejo-, que es de mal terruño y no sirve sino para revolcadero,tuviese elrancho del tío Polainas! -¡Y si yo -añadía su mujer-, en lugar de esta, que está en pie porque no le han dado un empujón, tuviese la casa de nuestra vecina, que está en primera vida! -¡Si yo -proseguía el marido-, en lugar de la burra, que no puede ya ni con unas alforjas llenas de humo, tuviese el mulo del tío Polainas! -¡Si yo -añadió la mujer- pudiese matar un puerco de 200 libras como la vecina! Esa gente, para tener las cosas, no tienen sino desearlas. ¡Quién tuviera la dicha de ver cumplidos sus deseos! Apenas hubo dicho estas palabras, cuando vieron que bajaba por la chimenea una mujer hermosísima; era tan pequeña, que su altura no llegaba a media vara; traía, como una reina, una corona de oro en la cabeza. La túnica y el velo que la cubrían eran diáfanos y formados de blanco humo, y las chispas que alegres se levantaron con un pequeño estallido,como cohetitos de fuego de regocijo,se colocaronsobre ellos,salpicándolos de relumbrantes lentejuelas.En la mano traía un cetro chiquito, de oro, que remataba en un carbunclo deslumbrador. -Soy el Hada Fortunata -les dijo-; pasaba por aquí, y he oído vuestras quejas; y ya que tanto ansiáis por que se cumplan vuestros deseos, vengo a concederos la realización de tres: uno a ti, dijo a la mujer; otro a ti, dijo al marido; y el tercero ha de ser mutuo, y en él habéis de convenir los dos; este último lo otorgaré en persona mañana a estas horas, que volveré; hasta allá, tenéis tiempo de pensar cuál ha de ser. Dicho que hubo esto, se alzó entre las llamas una bocanada de humo, en la que la bella Hechicera desapareció. Dejo a la consideración de ustedes la alegría del buen matrimonio, y la cantidad de deseos que como pretendientes a la puerta de un ministro les asediaron a ellos. Fueron tantos, que no acertando a cual atender, determinaron dejar la elección definitiva para la mañana siguiente, y toda la noche para consultarla con la almohada, y se pusieron a hablar de otras cosas indiferentes. A poco recayó la conversación sobre sus afortunados vecinos. -Hoy estuve allí; estaban haciendo las morcillas -dijo el marido-. ¡Pero qué morcillas! Daba gloria verlas. -¡Quién tuviera una de ellas aquí -repuso la mujer- para asarla sobre las brasas y cenárnosla! Apenas lo había dicho, cuando apareció sobre las brasas la morcilla más hermosa que hubo, hay y habrá en el mundo. La mujer se quedó mirándola con la boca abierta y los ojos asombrados. Pero el marido se levantó desesperado, y dando vueltas al cuarto, se arrancaba el cabello, diciendo: -Por ti, que eres más golosa y comilona que la tierra, se ha desperdiciado uno de los deseos. ¡Mire usted, señor, qué mujer esta! ¡Más tonta que un habar! Esto es para desesperarse. ¡Reniego de ti y de la morcilla, y no quisiese más sino que te se pegase a las narices! No bien lo hubo dicho, cuando ya estaba la morcilla colgando del sitio indicado.
  • 2. Ahora toca el asombrarse al viejo, y desesperarse a la vieja. -¡Te luciste, mal hablado! -exclamaba esta, haciendo inútiles esfuerzos por arrancarse el apéndice de las narices-. Si yo empleé mal mi deseo, al menos fue en perjuicio propio, y no en perjuicio ajeno; pero en el pecado llevas la penitencia, pues nada deseo, ni nada desearé sino que se me quite la morcilla de las narices. -¡Mujer, por Dios! ¿Y el rancho? -Nada. -¡Mujer, por Dios! ¿Y la casa? -Nada. -Desearemos una mina, hija, y te haré una funda de oro para la morcilla. -Ni que lo pienses. -Pues qué, ¿nos vamos a quedar como estábamos? -Este es todo mi deseo. Por más que siguió rogando el marido, nada alcanzó de su mujer, que estaba por momentos más desesperada con su doble nariz, y apartando a duras penas al perro y al gato, que se querían abalanzar a ella. Cuando a la noche siguiente apareció el hada y le dijeron cuál era su último deseo, les dijo: -Ya veis cuán ciegos y necios son los hombres, creyendo que la satisfacción de sus deseos les ha de hacer felices. No está la felicidad en el cumplimiento de los deseos, sino que está en no tenerlos; que rico es el que posee, pero feliz el que nada desea. FIN
  • 3. 2. La niña de los tres maridos Fernán Caballero Había un padre que tenía una hija muy hermosa, pero muy voluntariosa y terca. Se presentaron tres novios a cual más apuestos, que le pidieron su hija; él contestó que los tres tenían su beneplácito, y que preguntaría a su hija a cuál de ellos prefería. Así lo hizo, y la niña le contestó que a los tres. -Pero, hija, si eso no puede ser. -Elijo a los tres -contestó la niña. -Habla en razón, mujer -volvió a decir el padre-. ¿A cuál de ellos doy el sí? -A los tres -volvió a contestar la niña, y no hubo quien la sacase de ahí. El pobre padre se fue mohíno, y les dijo a los tres pretendientes que su hija los quería a los tres; pero que como eso no era posible,que él había determinado que se fuesen por esos mundos de Dios a buscar y traerles una cosa única en su especie, y aquel que trajese la mejor y más rara sería el que se casase con su hija. Pusiéronse en camino, cada cual por su lado, y al cabo de mucho tiempo se volvieron a reunir allende los mares, en lejanas tierras, sin que ninguno hubiese hallado cosa hermosa y única en su especie. Estando en estas tribulaciones, sin cesar de procurar lo que buscaban, se encontró el primero que había llegado con un viejecito, que le dijo si le quería comprar un espejito. Contestó que no, puesto que para nada le podía servir aquel espejo, tan chico y tan feo. Entonces el vendedor le dijo que tenía aquel espejo una gran virtud, y era que se veían en él las personas que su dueño deseaba ver; y habiéndose cerciorado de que ello era cierto, se lo compró por lo que le pidió. El que había llegado el segundo, al pasar por una calle se encontró al mismo viejecito, que le preguntó si le quería comprar un botecito con bálsamo. -¿Para qué me ha de servir ese bálsamo? -preguntó al viejecito. -Dios sabe -respondió este-; pues este bálsamo tiene una gran virtud, que es la de hacer resucitar a los muertos. En aquel momento acertó a pasar por allí un entierro; se fue a la caja, le echó una gota de bálsamo en la boca al difunto, que se levantó tan bueno y dispuesto, cargó con su ataúd y se fue a su casa; lo que visto por el segundo pretendiente, compró al viejecito su bálsamo por lo que le pidió. Mientras el tercer pretendiente paseaba metido en sus conflictos por la orilla del mar, vio llegar sobre las olas un arca muy grande, y acercándose a la playa, se abrió, y salieron saltando en tierra infinidad de pasajeros. El último, que era un viejecito, se acercó a él y le dijo si le quería comprar aquella arca. -¿Para qué la quiero yo -respondió el pretendiente-, si no puede servir sino para hacer una hoguera? -No, señor -repuso el viejecito-, que posee una gran virtud, pues que en pocas horas lleva a su dueño y a los que con él se embarcan adonde apetecen ir y donde deseen. Ello es cierto; puede usted cerciorarse por estos pasajeros, que hace pocas horas se hallaban en las playas de España. Cerciorose el caballero, y compró el arca por lo que le pidió su dueño. Al día siguiente se reunieron los tres,y cadacual contó muy satisfecho que ya había hallado lo que deseaba,y que iba,pues, a regresar a España.
  • 4. El primero dijo cómo había comprado un espejo, en el que se veía, con solo desearlo, la persona ausente que se quería ver; y para probarlo presentó su espejo, deseando ver a la niña que todos tres pretendían. ¡Pero cual sería su asombro cuando la vieron tendida en un ataúd y muerta! -Yo tengo -exclamó el que había comprado el bote- un bálsamo, que la resucitaría; pero de aquía que lleguemos, ya estará enterrada y comida de gusanos, -Pues yo tengo -dijo a su vez el que había comprado el arca- un arca que en pocas horas nos pondrá en España. Corrieron entonces a embarcarse en el arca, y a las pocas horas saltaron en tierra, y se encaminaron al pueblo en que se hallaba el padre de su pretendida. Hallaron a este en el mayor desconsuelo, por la muerte de su hija, que aún se hallaba de cuerpo presente. Ellos le pidieron que los llevase a verla; y cuando estuvieron en el cuarto en que se encontraba el féretro, se acercó el que tenía el bálsamo, echó unas gotas sobre los labios de la difunta, la que se levantó tan buena y risueña de su ataúd, y volviéndose a su padre, le dijo: -¿Lo ve usted, padre, cómo los necesitaba a los tres? FIN
  • 5. 3. Semejante a la noche Alejo Carpentier Y caminaba, semejante a la noche Ilíada, Canto I El mar empezaba a verdecer entre los promontorios todavía en sombras, cuando la caracola del vigía anunció las cincuenta naves negras que nos enviaba el rey Agamemnón. Al oír la señal, los que esperaban desde hacía tantos días sobre las boñigas de las eras, empezaron a bajar el trigo hacia la playa donde ya preparábamos los rodillos que servirían para subir las embarcaciones hasta las murallas de la fortaleza. Cuando las quillas tocaron la arena, hubo algunas riñas con los timoneles, pues tanto se había dicho a los micenianos que carecíamos de toda inteligencia para las faenas marítimas, que trataron de alejarnos con sus pértigas. Además, la playa se había llenado de niños que se metían entre las piernas de los soldados,entorpecían las maniobras, y se trepaban a las bordas para robar nueces de bajo los banquillos de los remeros. Las olas claras del alba se rompían entre gritos, insultos y agarradas a puñetazos, sin que los notables pudieran pronunciar sus palabras de bienvenida, en medio de la barahúnda. Como yo había esperado algo más solemne,más festivo,de nuestro encuentro con los que venían a buscarnos para la guerra, me retiré, algo decepcionado, hacia la higuera en cuya rama gruesa gustaba de montarme, apretando un poco las rodillas sobre la madera, porque tenía un no sé qué de flancos de mujer. A medida que las naves eran sacadas del agua, al pie de las montañas que ya veían el sol, se iba atenuando en mí la mala impresión primera, debida sin duda al desvelo de la noche de espera, y también al haber bebido demasiado, eldía anterior, con los jóvenes de tierras adentro, recién llegados a esta costa, que habrían de embarcar con nosotros, un poco después del próximo amanecer. Al observar las filas de cargadores de jarras, de odres negros, de cestas, que ya se movían hacia las naves, crecía en mí, con un calor de orgullo, la conciencia de la superioridad del guerrero. Aquel aceite, aquel vino resinado, aquel trigo sobre todo, con el cual se cocerían, bajo ceniza, las galletas de las noches en que dormiríamos al amparo de las proas mojadas, en el misterio de alguna ensenada desconocida, camino de la Magna Cita de Naves, aquellos granos que habían sido echados conayudade mipala,erancargados ahora para mí, sinque yo tuviese que fatigar estos largos músculos que tengo, estos brazos hechos al manejo de la pica de fresno, en tareas buenas para los que sólo sabían de oler la tierra; hombres, porque la miraban por sobre el sudor de sus bestias, aunque vivieran encorvados encima de ella, en el hábito de deshierbar y arrancar y rascar, como los que sobre la tierra pacían. Ellos nunca pasarían bajo aquellas nubes que siempre ensombrecían,enestahora, los verdes de las lejanas islas de dondetraían elsilfiónde acre perfume.Ellos nunca conocerían la ciudad de anchas calles de los troyanos, que ahora íbamos a cercar, atacar y asolar. Durante días y días nos habían hablado, los mensajeros delRey de Micenas, de la insolencia de Príamo, de la miseria que amenazaba a nuestro pueblo por la arrogancia de sus súbditos,que hacíanmofa de nuestras viriles costumbres;trémulos de ira,supimos delos retos lanzados por los de Ilios a nosotros, acaienos de largas cabelleras, cuya valentía no es igualada por la de pueblo alguno. Y fueron clamores de furia, puños alzados, juramentos hechos con las palmas en alto, escudos arrojados a las paredes, cuando supimos del rapto de Elena de Esparta. A gritos nos contaban los emisarios de su maravillosa belleza, de su porte y de su adorable andar, detallando las crueldades a que era sometida en su abyecto cautiverio, mientras los odres derramaban el vino en los cascos. Aquella misma tarde, cuando la indignación bullía en el pueblo, se nos anunció el despacho de las cincuenta naves. El fuego se encendió entonces en las fundiciones de los bronceros, mientras las viejas traían leña del monte. Y ahora, transcurridos los días, yo contemplaba las embarcaciones alineadas a mis pies, con sus quillas potentes, sus mástiles al descanso entre las bordas como la virilidad entre los muslos del varón, y me sentía un poco dueño de esas maderas que un portentoso ensamblaje,cuyas artes ignoraban los de acá, transformaba en corceles de corrientes, capaces de llevarnos a donde desplegábase en acta de grandezas el máximo acontecimiento de todos los tiempos. Y me tocaría a mí, hijo de talabartero, nieto de un castrador de toros, la suerte de ir al lugar en que nacían las gestas cuyo relumbre nos alcanzaba por los relatos de los marinos; me tocaría a mí, la honra de contemplar las murallas de Troya, de obedec er a los jefes insignes, y de dar mi ímpetu y mi fuerza a la obra del rescate de Elena de Esparta -másculo empeño,suprema victoria de una guerra que nos daría, por siempre, prosperidad,dicha y orgullo. Aspiré hondamente la brisa que bajaba por la ladera
  • 6. de los olivares, y pensé que sería hermosos morir en tan justiciera lucha, por la causa misma de la Razón. La idea de ser traspasado por una lanza enemiga me hizo pensar, sin embargo, en el dolor de mi madre, y en el dolor, más hondo tal vez, de quientuviera que recibirla noticia con los ojos secos -porsereljefe de lacasa. Bajé lentamente hacia elpueblo,siguiendo la senda de los pastores. Tres cabritos retozaban en el olor del tomillo. En la playa, seguía embarcándose el trigo. II Con bordoneos de vihuela y repiques de tejoletas, festejábase, en todas partes, la próxima partida de las naves. Los marinos de La Gallarda andaban ya en zarambeques de negras horras, alternando el baile con coplas de sobado, como aquella de la Moza del Retoño, en que las manos tentaban el objeto de la rima dejado en puntos por las voces. Seguía el trasiego del vino, el aceite y el trigo, con ayuda de los criados indios del Veedor, impacientes por regresar a sus lejanas tierras. Camino del puerto, el que iba a ser nuestro capellán arreaba dos bestias que cargaban con los fuelles y flautas de un órgano de palo. Cuando me tropezaba con gente de la armada, eran abrazos ruidosos, de muchos aspavientos, con risas y alardes para sacar las mujeres a sus ventanas. Éramos como hombres de distinta raza, forjados para culminar empresas que nunca conocerían el panadero ni el cardador de ovejas, y tampoco el mercader que andaba pregonando camisas de Holanda, ornadas de caireles de monjas, en patios de comadres.En medio de la plaza, con los cobres al sol, los seis trompetas del Adelantado se habían concertado enfolías, en tanto que los atambores borgoñones atronabanlos parches,y bramaba,como queriendo morder, un sacabuche con fauces de tarasca. Mi padre estaba, en su tienda oliente a pellejos y cordobanes,hincando la lezna en un acción con el desgano de quien tiene puesta la mente en espera. Al verme, me tomó en brazos con serena tristeza, recordando tal vez la horrible muerte de Cristobalillo, compañero de mis travesuras juveniles, que había sido traspasado por las flechas de los indios de la Boca del Drago.Pero él sabiaque era locura de todos,enaquellos días,embarcarparalas Indias, aunque ya dijeranmuchos hombres cuerdos que aquello era engaño común de muchos y remedio particular de pocos.Algo alabó de los bienes de la artesanía, del honor -tan honor como el que se logra en riesgosas empresas- de llevar el estandarte de los talabarteros en la procesión del Corpus; ponderó la olla segura, el arca repleta, la vejez apacible. Pero, habiendo advertido tal vez que la fiesta crecía en la ciudad y que miánimo no estabapara cuerdas razones,me llevó suavemente haciala puerta de la habitación de mimadre. Aquél era el momento que más temía, y tuve que contener mis lágrimas ante el llanto de la que sólo habíamos advertido de mi partida cuando todos me sabían ya asentado en los libros de la Casa de la Contratación. Agradecílas promesas hechas a la Virgende los Mareantes pormi pronto regreso,prometiendocuanto quiso que prometiera,encuanto a no tener comercio deshonesto con las mujeres de aquellas tierras, que el Diablo tenía en desnudez mentidamente edénica para mayor confusión y extravío de cristianos incautos, cuando no maleados por la vista de tanta carne al desgaire. Luego, sabiendo que era inútil rogar a quien sueña ya con lo que hay detrás de los horizontes, mi madre empezó a preguntarme, con voz dolorida, por la seguridad de las naves y la pericia de los pilotos. Yo exageré la solidez y marinería de La Gallarda, afirmando que su práctico era veterano de Indias, compañero de Nuño García. Y, para distraerla de sus dudas, le hablé de los portentos de aquel mundo nuevo, donde la Uña de la Gran Bestia y la Piedra Bezar curaban todos los males, y existía, en tierra de Omeguas, una ciudad toda hecha de oro, que un buen caminador tardaba una noche y dos días en atravesar, a la que llegaríamos, sin duda, a menos de que halláramos nuestra fortuna en comarcas aún ignoradas, cunas de ricos pueblos por sojuzgar. Moviendo suavemente la cabeza, mi madre habló entonces de las mentiras y jactancias de los indianos, de amazonas y antropófagos, de las tormentas de las Bermudas, y de las lanzas enherboladas que dejaban como estatua al que hincaban. Viendo que a discursos de buen augurio ella oponía verdades de mala sombra, le hablé de altos propósitos, haciéndole ver la miseria de tantos pobres idólatras, desconocedores del signo de la cruz. Eran millones de almas, las que ganaríamos a nuestra santa religión, cumpliendo con el mandato de Cristo a los Apóstoles. Éramos soldados de Dios,a la vez que soldados del Rey, y por aquellos indios bautizados y encomendados, librados de sus bárbaras supersticiones por nuestra obra, conocería nuestra nación el premio de una grandeza inquebrantable, que nos daría felicidad, riquezas, y poderío sobre todos los reinos de la Europa. Aplacada por mis palabras, mi madre me colgó un escapulario del cuello y me dio varios ungüentos contra las mordeduras de alimañas ponzoñosas, haciéndome prometer, ade más, que siempre me pondría, para dormir, unos escarpines de lana que ella misma hubiera tejido. Y como entonces repicaron las campanas de la catedral, fue a buscar el chal bordado que sólo usaba en las grandes oportunidades. Camino del templo, observé que a pesar de todo, mis padres estaban como acrecidos de orgullo por tener un hijo alistado en la armada del Adelantado. Saludaban mucho y con más demostraciones que de costumbre. Y es que siempre es grato tener un mozo de pelo en pecho, que sale a combatir por una causa grande y justa. Miré hacia el puerto. El trigo seguía entrando en las naves.
  • 7. III Yo la llamaba mi prometida, aunque nadie supiera aún de nuestros amores.Cuando vi a su padre cerca de las naves,pensé que estaría sola,y seguíaquelmuelle triste, batido porel viento,salpicado de aguaverde,abarandado de cadenas y argollas verdecidas por el salitre, que conducía a la última casa de ventanas verdes, siempre cerradas. Apenas hice sonar la aldaba vestida de verdín, se abrió la puerta y, con una ráfaga de viento que traía garúa de olas, entré en la estancia donde ya ardían las lámparas, a causa de la bruma. Mi prometida se sentó a mi lado, en un hondo butacón de brocado antiguo, y recostó la cabeza sobre mi hombro con tan resignada tristeza que no me atreví a interrogar sus ojos que yo amaba, porque siempre parecían contemplar cosas invisibles con aire asombrado. Ahora, los extraños objetos que llenaban la sala cobraban un significado nuevo para mí. Algo parecía ligarme al astrolabio, la brújula y la Rosa de los Vientos; algo, también, al pez-sierra que colgaba de las vigas del techo, y a las cartas de Mercator y Ortellius que se abrían a los lados de la chimenea, revueltos con mapas celestiales habitados por Osas, Canes y Sagitarios. La voz de mi prometida se alzó sobre el silbido del viento que se colaba por debajo de las puertas, preguntando por el estado de los preparativos. Aliviado por la posibilidad de hablar de algo ajeno a nosotros mismos,le conté de los sulpicianos y recoletos que embarcarían con nosotros, alabando la piedad de los gentileshombres y cultivadores escogidos por quien hubiera tomado posesión de las tierras lejanas en nombre del Rey de Francia. Le dije cuanto sabía del gigantesco río Colbert, todo orlado de árboles centenarios de los que colgaban como musgos plateados, cuyas aguas rojas corrían majestuosamente bajo un cielo blanco de garzas. Llevábamos víveres para seis meses. El trigo llenaba los sollados de La Bella y La Amable. Íbamos a cumplir una gran tarea civilizadora en aquellos inmensos territorios selváticos,que se extendíandesde elardiente Golfo de Méxicohastalas regiones de Chicagúa, enseñando nuevas artes a las naciones que enellos residían.Cuando yo creía a miprometidamás atenta a lo que le narraba, la vi erguirse ante mí con sorprendente energía, afirmando que nada glorioso había en la empresa que estaba haciendo repicar, desde el alba, todas las campanas de la ciudad. La noche anterior, con los ojos ardidos por el llanto, había querido saber algo de ese mundo de allende el mar, hacia el cual marcharía yo ahora, y, tomando los ensayos de Montaigne,en el capítulo que trata de los carruajes, había leído cuanto a América se refería. Así se había enterado de la perfidia de los españoles, de cómo, con el caballo y las lombardas, se habían hecho pasar por dioses. Encendida de virginal indignación, mi prometida me señalaba el párrafo en que el bordelés escéptico afirmaba que “nos habíamos valido de la ignorancia e inexperiencia de los indios, para atraerlos a la traición, lujuria, avaricia y crueldades, propias de nuestras costumbres”. Cegada por tan pérfida lectura, la joven que piadosamente lucía una cruz de oro en el escote, aprobaba a quien impíamente afirmara que los salvajes del Nuevo Mundo no tenían por qué trocar su religión por la nuestra, puesto que se habían servido muy útilmente de la suya durante largo tiempo. Yo comprendía que, en esos errores, no debía ver más que el despecho de la doncella enamorada, dotada de muy ciertos encantos,ante el hombre que le impone una larga espera, sin otro motivo que la azarosa pretensión de hacer rápida fortuna en una empresa muy pregonada. Pero, aun comprendiendo esa verdad, me sentía profundamente herido por el desdén a mi valentía, la falta de consideración por una aventura que daría relumbre a mi apellido, lográndose, tal vez, que la noticia de alguna hazaña mía, la pacificación de alguna comarca, me valiera algún título otorgado por el Rey aunque para ello hubieran de perecer, por mi mano, algunos indios más o me nos. Nada grande se hacía sin lucha, y en cuanto a nuestra santa fe, la letra con sangre entraba. Pero ahora eran celos los que se traslucían en el feo cuadro que ella me trazaba de la isla de Santo Domingo, en la que haríamos escala, y que mi prometida, c on expresiones adorablemente impropias, calificaba de “paraíso de mujeres malditas”. Era evidente que, a pesar de su pureza, sabía de qué clase eran las mujeres que solían embarcar para el Cabo Francés, en muelle cercano, bajo la vigilancia de los corchetes, entre risotadas y palabrotas de los marineros; alguien -una criada tal vez- podía haberle dicho que la salud del hombre no se aviene con ciertas abstinencias y vislumbraba, en un misterioso mundo de desnudeces edénicas, de calores enervantes, peligros mayores que los ofrecidos por inundaciones, tormentas, y mordeduras de los dragones de agua que pululan en los ríos de América. Al fin empecé a irritarme ante una terca discusión que venía a sustituirse, en tales momentos, a la tierna despedida que yo hubiera apetecido. Comencé a renegar de la pusilanimidad de las mujeres, de su incapacidad de heroísmo, de sus filosofías de pañales y costureros, cuando sonaron fuertes aldabonazos, anunciando el intempestivo regreso del padre. Salté por una ventana trasera sin que nadie, en el mercado, se percatara de mi escapada, pues los transeúntes, los pescaderos, los borrachos -ya numerosos en esta hora de la tarde- se habían aglomerado en torno a una mesa sobre la que a gritos hablaba alguien que en el instante tomé por un pregonero delElixir de Orvieto, pero que resultó ser un ermitaño que clamaba por la liberación de los Santos Lugares. Me encogíde hombros y seguí mi camino. Tiempo atrás había estado a punto de alistarme en la cruzada predicada por Fulco de Neuilly. En buena hora una fiebre maligna - curada, gracias a Dios y a los ungüentos de mi santa madre- me tuvo en cama, tiritando, eldía de la partida: aquellaempresa
  • 8. había terminado, como todos saben, en guerra de cristianos contra cristianos. Las cruzadas estaban desacreditadas. Además, yo tenía otras cosas en qué pensar. El viento se había aplacado. Todavía enojado por la tonta disputa con mi prometida, me fui hacia el puerto, para ver los navíos.Estaban todos arrimados alos muelles,lado alado,conlas escotillas abiertas,recibiendomillares de sacosde harina de trigo entre sus bordas pintadas de arlequín. Los regimientos de infantería subían lentamente por las pasarelas, en medio de los gritos de los estibadores, los silbatos de los contramaestres, las señales que rasgaban la bruma, promoviendo rotaciones de grúas. Sobre las cubiertas se amontonaban trastos informes, mecánicas amenazadoras, envueltas en telas impermeables. Un ala de aluminio giraba lentamente, a veces, por encima de una borda, antes de hund irse en la oscuridad de un sollado. Los caballos de los generales, colgados de cinchas, viajaban por sobre los techos de los almacenes, como corceles wagnerianos. Yo contemplaba los últimos preparativos desde lo alto de una pasarela de hierro, cuando, de pronto, tuve la angustiosa sensación de que faltaban pocas horas -apenas trece- para que yo también tuviese que acercarme a aquellos buques, cargando con mis armas. Entonces pensé en la mujer; en los días de abstinencia que me esperaban; en la tristeza de morir sin haber dado mi placer, una vez más, al calor de otro cuerpo. Impaciente por llegar, enojado aún por no haber recibido unbeso,siquiera,de miprometida,me encaminé agrandes pasos haciaelhotelde las bailarinas. Christopher, muy borracho, se había encerrado ya con la suya. Mi amiga se me abrazó, riendo y llorando,afirmando que estaba orgullosa de mí, que lucía más guapo con el uniforme, y que una cartomántica le había asegurado que nada me ocurriría en el Gran Desembarco. Varias veces me llamó héroe, como si tuviese una conciencia del duro contraste que este halago establecía con las frases injustas de mi prometida. Salí a la azotea. Las luces se encendían ya en la ciudad, precisando en puntos luminosos la gigantesca geometría de los edificios. Abajo, en las calles, era un confuso hormigueo de cabezas y sombreros. No era posible, desde este alto piso,distinguir a las mujeres de los hombres en la neblina del atardecer. Y era, sin embargo, por la permanencia de ese pulular de seres desconocidos,que me encaminaría hacia las naves, poco después delalba. Yo surcaría el Océano tempestuoso de estos meses, arribaría a una orilla lejana bajo el acero y el fuego, para defender los Principios de los de mi raza. Por última vez, una espada había sido arrojada sobre los mapas de Occidente. Pero ahora acabaríamos para siempre con la nueva Orden Teutónica, y entraríamos, victoriosos,en el tan esperado futuro del hombre reconciliado con el hombre. Mi amiga puso una mano trémula en mi cabeza, adivinando, tal vez, la magnanimidad de mi pensamiento. Estaba desnuda bajo los vuelos de su peinador entreabierto. IV Cuando regresé a mi casa, con los pasos inseguros de quien ha pretendido burlar con el vino la fatiga del cuerpo ahíto de holgarse sobre otro cuerpo, faltaban pocas horas para el alba. Tenía hambre y sueño, y estaba desasosegado,al propio tiempo, por las angustias de la partida próxima. Dispuse mis armas y correajes sobre un escabel y me dejé caer en el lecho. Noté entonces, con sobresalto, que alguien estaba acostado bajo la gruesa manta de lana, y ya iba a echar mano al cuchillo cuando me vi preso entre brazos encendidos de fiebre, que buscaban mi cuello como brazos de náufrago, mientras unas piernas indeciblemente suaves se trepaban a las mías. Mudo de asombro quedé al ver que la que de tal manera se había deslizado en el lecho era mi prometida. Entre sollozos me contó su fuga nocturna, la carrera temerosa de ladridos, el paso furtivo por la huerta de mi padre, hasta alcanzar la ventana, y las impaciencias y los miedos de la espera. Después de la tonta disputa de la tarde, había pensado en los peligros y sufrimientos que me aguardaban, sintiendo esa impotencia de enderezar el destino azaroso del guerrero que se traduce, en tantas mujeres, por la entrega de sí mismas, como si ese sacrificio de la virginidad, tan guardada y custodiada, en el momento mismo de la partida, sin esperanzas de placer, dando el desgarre propio para el goce ajeno,tuviese un propiciatorio poder de ablación ritual. El contacto de un cuerpo puro, jamás palpado por manos de amante, tiene un frescor único y peculiar dentro de sus crispaciones, una torpeza que sin embargo acierta, un candor que intuye, se amolda y encuentra, por oscuro mandato, las actitudes que más estrechamente machihembran los miembros. Bajo el abrazo de mi prometida, cuyo tímido vellón parecía endurecerse sobre uno de mis muslos, crecía mi enojo por haber extenuado mi carne en trabazones de harto tiempo conocidas,con la absurda pretensión de hallar la quietud de días futuros en los excesos presentes.Y ahora que se me ofrecía el más codiciable consentimiento, me hallaba casi insensible bajo el cuerpo estremecido que se impacientaba. No diré que mi juventud no fuera capaz de enardecerse una vez más aquella noche, ante la incitación de tan deleitosa novedad. Pero la idea de que era una virgen la que así se me entregaba, y que la carne intacta y cerrada exigiría un lento y sostenido empeño por mi parte, se me impuso con el temor al acto fallido. Eché a mi prometida a un lado, besándola dulcemente en los hombros, y empecé a hablarle, con
  • 9. sinceridad en falsete, de lo inhábil que sería malograr júbilos nupciales en la premura de una partida; de su vergüenza al resultar empreñada; de la tristeza de los niños que crecen sin un padre que les enseñe a sacar la miel verde de los troncos huecos, y a buscar pulpos debajo de las piedras. Ella me escuchaba, con sus grandes ojos claros encendidos en la noche, y yo advertía que, irritada por un despecho sacado de los trasmundos del instinto, despreciaba al varón que, en semejante oportunidad, invocara la razón y la cordura, en vez de roturarla, y dejarla sobre el lecho,sangrante como un trofeo de caza, de pechos mordidos, sucia de zumos; pero hecha mujer en la derrota. En aquel momento bramaron las reses que iban a ser sacrificadas en la playa y sonaron las caracolas de los vigías. Mi prometida, con el desprecio pintado en el rostro, se levantó bruscamente, sin dejarse tocar, ocultando ahora, menos con gesto de pudor que con ademán de q uien recupera algo que estuviera a punto de malbaratar, lo que de súbito estaba encendiendo mi codicia. Antes de que pudiera alcanzarla, saltó por la ventana. La vi alejarse a todo correr por entre los olivos, y comprendíen aquel instante que más fácil me sería entrar sin un rasguño en la ciudad de Troya, que recuperar a la Persona perdida. Cuando bajé hacia las naves, acompañado de mis padres, mi orgullo de guerrero había sido desplazado en mi ánimo por una intolerable sensación de hastío, de vacío interior, de descontento de mímismo.Y cuando los timoneles hubieron alejado las naves de la playa con sus fuertes pértigas, y se enderezaron los mástiles entre las filas de remeros, supe que habían terminado las horas de alardes, de excesos,de regalos,que preceden las partidas de soldados hacia los campos de batalla. Había pasado el tiempo de las guirnaldas, las coronas de laurel, el vino en cada casa, la envidia de los canijos,y el favor de las mujeres. Ahora, serían las dianas, el lodo, el pan llovido, la arrogancia de los jefes, la sangre derramada por error, la gangrena que huele a almíbares infectos. No estaba tan seguro ya de que mi valor acrecería la grandeza y la dicha de los acaienos de largas cabelleras. Un soldado viejo que iba a la guerra por oficio, sin más entusiasmo que el trasquilador de ovejas que camina hacia el establo, andaba contando ya, a quien quisiera escucharlo, que Elena de Esparta vivía muy gustosa en Troya, y que cuando se refocilaba en el lecho de Paris sus estertores de gozo encendían las mejillas de las vírgenes que moraban en el palacio de Príamo. Se decía que toda la historia del doloroso cautiverio de la hija de Leda, ofendida y humillada por los troyanos, era mera propaganda de guerra, alentada por Agamemnón, con el asentimiento de Menelao. En realidad, detrás de la empresa que se escudaba con tan elevados propósitos, había muchos negocios que en nada beneficiarían a los combatientes de poco más o menos. Se trataba, sobre todo -afirmaba el viejo soldado- de vender más alfarería, más telas, más vasos con escenas de carreras de carros, y de abrirse nuevos caminos hacia las gentes asiáticas, amantes de trueques, acabándose de una vez con la competencia troyana. La nave, demasiado cargada de harina y de hombres,bogaba despacio. Contemplé largamente las casas de mi pueblo, a las que el soldaba de frente. Tenía ganas de llorar. Me quité el casco y oculté mis ojos tras de las crines enhiestas de la cimera que tanto trabajo me hubiera costado redondear -a semejanza de las cimeras magníficas de quienes podían encargar sus equipos de guerra a los artesanos de gran estilo, y que, por cierto, viajaban en la nave más velera y de mayor eslora.
  • 10. 4. Los testigos [Cuento - Texto completo.] Julio Cortázar Cuando le conté a Polanco que en mi casa había una mosca que volaba de espaldas, siguió uno de esos silencios que parecen agujeros en el gran queso del aire. Claro que Polanco es un amigo, y acabó por preguntarme cortésmente si estaba seguro. Como no soy susceptible le expliqué en detalle que había descubierto la mosca en la página 231 de Olver Twist, es decirque yo estabaleyendo OliverTwist conpuertas y ventanas cerradas,y que ellevantar la vistajustamente en elmomento en que el maligno Sykes iba a matar a la pobre Nancy, vi tres moscas que volaban cerca del cielorraso,y una de las moscas volaba patas arriba. Lo que entonces dijo Polanco es totalmente idiota, pero no vale la pena transcribirlo sin explicar antes cómo pasaron las cosas. Al principio a mí no me pareció tan raro que una mosca volara patas arriba si le daba la gana, porque aunque jamás había visto semejante comportamiento, la ciencia enseña que eso no es una razón para rechazar los datos de los sentidos frente a cualquier novedad. Se me ocurrió que a lo mejor el pobre animalito era tonto o tenía lesionados los centros de orientación y estabilidad,pero pocome bastó paradarme cuenta de que esamoscaeratan vivaracha y alegre como sus dos compañeras que volaban con gran ortodoxia patas abajo. Sencillamente esta mosca volaba de espaldas, lo que entre otras cosas le permitía posarse cómodamente en el cielo raso; de tanto en tanto se acercaba y se adhería a él sin el menor esfuerzo. Como todo tiene su compensación, cada vez que se le antojaba descansar sobre mi caja de habanos se veía precisada a rizar el rizo, como tan bien traducen en Barcelona los textos ingleses de aviación, mientras sus dos compañeras se posaban como reinas sobre la etiqueta «made in Havana» donde Romeo abraza enérgicamente a Julieta. Apenas se cansaba de Shakespeare, la mosca despegaba de espaldas y revoloteaba en compañía de las otras dos formando esos dos insensatos que Pauwels y Bergier se obstinan en llamar brownianos. La cosa era extraña, pero a la vez tenía un aire curiosamente natural, como si no pudiera ser de otra manera; abandonando a la pobre Nancy en manos de Sykes (¿qué se puede hacer contra un crimen cometido hace un siglo?), me trepé al sillón y traté de lidiar más de cerca un comportamiento en el que rivalizaban lo supino y lo insólito. Cuando la señora Fotheringham vino a avisarme que la cena estaba servida (vivo en una pensión), le contesté sin abrir la puerta que bajaría en dos minutos y, de paso, ya que la tenía orientada en el tema temporal, le pregunté cuánto vivía una mosca. La señora Fotheringham, que conoce a sus huéspedes, me contestó sin la menor sorpresa que entre diez y quince días, y que no dejara enfriar el pastel de conejo. Me bastó la primera de las dos noticias para decidirme -esas decisiones son como el salto de la pantera- a investigar y a comunicar al mundo de la ciencia mi diminuto aunque alarmante descubrimiento. Tal corno se lo conté después aPolanco,vienseguidalas dificultades prácticas.Vuele bocaabajo o de espaldas,unamosca se escapa de cualquier parte con probada soltura aprisionada en un bocal e incluso en una caja de vidrio puede perturbar su comportamiento o acelerar su muerte. De los diez o quince días de vida, ¿cuántos le quedaba a este animalito que ahora flotaba patas arriba en un estado de gran placidez, a treinta centímetros de mi cara? Comprendíque si avisaba al Museo de Historia Natural, mandarían a algún gallego armado de una red que acabaría en un plaf con mi increíble hallazgo. Si la filmaba (Polanco hace cine, aunque con mujeres), corría el doble riesgo de que los reflectores estropeasen el mecanismo de vuelo de mi mosca, devolviéndolo en una de esas a la normalidad con enorme desencanto de Polanco, de mímismo y hasta probablemente de la mosca, aparte de que los espectadores futuros nos acusarían sin duda de un innoble truco fotográfico. En menos de una hora (había que pensar que la vida de la mosca corría con una aceleración enorme si se la comparaba con la mía) decidíque la única solución era ir reduciendo poco a poco las dimensiones de mi habitación hasta que la mosca y yo quedáramos incluidos en un mínimo de espacio,condición científica imprescindible para que mis observaciones fuesen de una precisiónintachable (llevaríaun diario,tomaría fotos,etc.) y me permitieranpreparar la comunicacióncorrespondiente, no sin antes llamar a Polanco para que testimoniara tranquilizadoramente no tanto sobre el vuelo de la mosca como acerca de mi estado mental.
  • 11. Abreviaré la descripción de los infinitos trabajos que siguieron, de la lucha contra el reloj y la señora Fotheringham. Resuelto el problema de entrar y salir siempre que la mosca estuviera lejos de la puerta (una de las otras dos se había escapado la primeravez,lo cual era una suerte;a la otra la aplasté implacablemente contraun cenicero)empecéaacarrear los materiales necesarios para la reducción del espacio,no sin antes explicarle a la señora Fotheringham que se trataba de modificaciones transitorias, y alcanzarle por la puerta apenas entornada sus ovejas de porcelana, el retrato de lady Hamilton y la mayoría de los muebles, esto último con el riesgo terrible de tener que abrir de par en par la puerta mientras la mosca dormía en el cielo raso o se lavaba la cara sobre mi escritorio.Durante la primera parte de estas actividades me viforzado a observar con mayor atención a la señora Fotheringham que a la mosca, pues veía en ella una creciente tendencia a llamar a la policía, con la que desde luego no hubiese podido entenderme por un resquicio de la puerta. Lo que más inquietó a la señora Fotheringham fue elingreso de las enormes planchas de cartón prensado,pues naturalmente no podíacomprendersuobjeto y yo no me hubiera arriesgado a confiarle la verdad pues la conocía lo bastante como para saber que la manera de volar de las moscas la tenía majestuosamente sin cuidado; me limité a asegurarle que estaba empeñado en unas proyecciones arquitectónicas vagamente vinculadas con las ideas de Palladio sobre la perspectiva en los teatros elípticos, concepto que recibió conlamismaexpresiónde unatortuga en circunstancias parecidas.Prometíademás indemnizarlaporcualquierdaño, y unas horas después ya tenía instaladas las planchas a dos metros de las paredes y del cielo raso, gracias a múltiples prodigios de ingenio, “scotchtape” y ganchitos. La mosca no me parecía descontenta ni alarmada; seguía volando patas arriba, y ya llevaba consumida buena parte del terrón de azúcar y del dedalito de agua amorosamente colocados por míen el lugar más cómodo. No debo olvidarme de señalar (todo era prolijamente anotado en mi diario) que Polanco no estaba en su casa, y que una señora de acento panameño atendía el teléfono para manifestarme su profunda ignorancia del paradero de mi amigo. Solitario y retraído como vivo, sólo en Polanco podía confiar; a la espera de su reaparición decidícontinuar el estrechamiento del “habitat” de la mosca a fin de que la experiencia se cumpliera en condiciones óptimas. Tuve la suerte de que la segunda tanda de planchas de cartón fuera mucho más pequeña que la anterior, como puede imaginarlo todo propietario de una muñeca rusa, y que la señora Fotheringham me viera acarrearla e introducirla en mi aposento sin tomar otras medidas que llevarse una mano a la boca mientras con la otra elevaba por el aire un plumero tornasolado. Preví, con el temor consiguiente, que el ciclo vital de mi mosca se estuviera acercando a su fin; aunque no ignoro que el subjetivismo vicia las experiencias,me pareció advertir que se quedaba más tiempo descansando o lavándose la cara, como si el vuelo la fatigara o la aburriera. La estimulaba levemente con un vaivén de la mano, para cerciorarme de sus reflejos, y la verdad era que el animalito salía como una flecha patas arriba, sobrevolaba el espacio cúbico cada vez más reducido, siempre de espaldas, y a ratos se acercaba a la plancha que hacía de cielo raso y se adhería con una negligente perfección que le faltaba, me duele decirlo, cuando aterrizaba sobre el azúcar o mi nariz. Polanco no estaba en su casa. Al tercer día, mortalmente aterrado ante la idea de que la mosca podía llegar a su término en cualquier momento (era irrisorio pensar que me la encontraría de espaldas en el suelo, inmóvil para siempre e idéntica a todas las otras moscas) traje la última serie de planchas, que redujeron el espacio de observación a un punto tal que ya me era imposible seguir de pie y tuve que fabricarme un ángulo de observación a ras del suelo con ayuda de los almohadones y una colchoneta que la señora Fotheringham me alcanzó llorando. A esta altura de mis trabajos el problema era entrar y salir: cada vez había que apartar y reponer con mucho cuidado tres planchas sucesivas, cuidando no dejar el menor resquicio, hasta llegar a la puerta de mi pieza tras de la cual tendían a amontonarse algunos pensionistas. Por eso, cuando escuché la voz en el teléfono, solté un grito que él y su otorrinolaringólogo calificarían más tarde severamente. Inicié entonces un balbuceo explicativo, que Polanco cortó ofreciéndose a venir inmediatamente a casa, pero como los dos y la mosca no íbamos a caber en un pequeño espacio, entendíque primero tenía que ponerlo en conocimiento de los hechos para que más tarde entrara como único observador y fuera testigo de que la mosca podía estar loca, pero yo no. Lo cité en el café de la esquina de su casa, y ahí, entre dos cervezas, le conté. Polanco encendió la pipa y me miró un rato. Evidentemente estaba impresionado,y hasta se me ocurre que un poco pálido. Creo haber dicho ya que al comienzo me preguntó cortésmente si yo estaba seguro de lo que le decía. Debió convencerse, porque siguió fumando y meditando,sin ver que ya no quería perder tiempo (¿y si ya estaba muerta, y si ya estaba muerta?) y que pagaba las cervezas para decidirlo de una vez por todas. Como no se decidíame encolericéy aludía su obligaciónmoralde secundarme enalgo que sólo seríacreído cuando hubiera un testigo digno de fe. Se encogió de hombros, como si de pronto hubiera caído sobre él una abrumadora melancolía. -Es inútil, pibe -me dijo al fin-. A vos a lo mejor te van a creer aunque yo no te acompañe. En cambio a mí…
  • 12. -¿A vos? ¿Y por qué no te van a creer a vos? -Porque es todavía peor, hermano -murmuró Polanco-. Mirá, no es normal ni decente que una mosca vuele de espaldas. No es ni siquiera lógico si vamos al caso. -¡Te digo que vuela así! -grité, sobresaltando a varios parroquianos. -Claro que vuela, así. Pero en realidad esa mosca sigue volando como cualquier mosca, sólo que le tocó ser la excepción. Lo que ha dado media vuelta es todo el resto -dijo Polanco-. Ya te podés dar cuenta de que nadie me lo va a creer, sencillamente porque no se puede demostrar y en cambio la mosca está ahí bien clarita. De manera que mejor vamos y te ayudo a desarmar los cartones antes de que te echen de la pensión, no te parece. FIN
  • 13. 5. Una flor amarilla [Cuento - Texto completo.] Julio Cortázar Parece una broma, pero somos inmortales. Lo sé por la negativa, lo sé porque conozco al único mortal. Me contó su historia en un bistró de la rue Cambronne, tan borracho que no le costaba nada decir la verdad aunque el patrón y los viejos clientes del mostrador se rieran hasta que el vino se les salía por los ojos. A mídebió verme algún interés pintado en la cara, porque se me apiló firme y acabamos dándonos el lujo de una mesa en un rincón donde se podía beber y hablar en paz. Me contó que era jubilado de la municipalidad y que su mujer se había vuelto con sus padres por una temporada, un modo como otro cualquiera de admitir que lo había abandonado. Era un tipo nada viejo y nada ignorante, de cara reseca y ojos tuberculosos. Realmente bebía para olvidar, y lo proclamaba a partir del quinto vaso de tinto. No le sentí ese olor que es la firma de París pero que al parecer solo olemos los extranjeros. Y tenía las uñas cuidadas, y nada de caspa. Contó que en un autobús de la línea 95 había visto a un chico de unos trece años, y que al rato de mirarlo descubrió que el chico se parecía mucho a él, por lo menos se parecía al recuerdo que guardaba de símismo a esa edad. Poco a poco fue admitiendo que se le parecía en todo, la cara y las manos, el mechón cayéndole en la frente, los ojos muy separados, y más aun en la timidez, la forma en que se refugiaba en una revista de historietas, el gesto de echarse el pelo hacia atrás, la torpeza irremediable de los movimientos. Se le parecía de tal manera que casi le dio risa, pero cuando el chico bajó en la rue de Rennes, él bajó también y dejó plantado a un amigo que lo esperaba en Montparnasse. Buscó un pretexto para hablar con el chico, le preguntó por una calle y oyó ya sin sorpresa una voz que era su voz de la infancia. El chico iba hacia esa calle, caminaron tímidamente juntos unas cuadras. A esa altura una especie de revelación cayó sobre él. Nada estaba explicado pero era algo que podía prescindir de explicación, que se volvía borroso o estúpido cuando se pretendía —como ahora— explicarlo. Resumiendo, se las arregló para conocer la casa del chico, y con el prestigio que le daba un pasado de instructor de boy scouts se abrió paso hasta esa fortaleza de fortalezas, un hogar francés. Encontró una miseria decorosa y una madre avejentada,un tío jubilado,dos gatos.Despuésno le costó demasiadoque unhermano suyo le confiara a su hijo que andaba por los catorce años, y los dos chicos se hicieron amigos. Empezó a ir todas las semanas a casa de Luc; la madre lo recibía con café recocido, hablaban de la guerra, de la ocupación, también de Luc. Lo que había empezado como una revelación se organizabageométricamente,ibatomando ese perfildemostrativo que ala gente le gusta llamar fatalidad. Incluso era posible formularlo con las palabras de todos los días: Luc era otra vez él, no había mortalidad, éramos todos inmortales. —Todos inmortales, viejo. Fíjese, nadie había podido comprobarlo y me toca a mí, en un 95. Un pequeño error en el mecanismo, un pliegue del tiempo, un avatar simultáneo en vez de consecutivo,Luc hubiera tenido que nacer después de mi muerte, y en cambio… Sin contar la fabulosa casualidad de encontrármelo en el autobús. Creo que ya se lo dije, fue una especie de seguridad total, sin palabras. Era eso y se acabó. Pero después empezaron las dudas, porque en esos casos uno se trata de imbécil o toma tranquilizantes. Y junto con las dudas, matándolas una por una, las demostraciones de que no estaba equivocado,de que no había razón para dudar. Lo que le voy a decir es lo que más risa les da a esos imbéciles, cuando a veces se me ocurre contarles. Luc no solamente era yo otra vez, sino que iba a ser como yo, como este pobre infeliz que le habla. No había más que verlo jugar, verlo caerse siempre mal, torciéndose un pie o sacándose una clavícula, esos sentimientos a flor de piel, ese rubor que le subía a la cara apenas se le preguntaba cualquier cosa. La madre, en cambio, cómo les gusta hablar, cómo le cuentan a uno cualquier cosa aunque el chico esté ahí muriéndose de ve rgüenza, las intimidades más increíbles, las anécdotas del primer diente, los dibujos de los ocho años, las enfermedades… La buena señora no sospechaba nada, claro, y el tío jugaba conmigo al ajedrez, yo era como de la familia, hasta les adelanté dinero para llegar a un fin de mes. No me costó ningún trabajo conocer el pasado de Luc, bastaba intercalar preguntas entre los temas que interesabana los viejos:elreumatismo deltío,las maldades de laportera,la política.Asífui conociendolainfancia de Luc entre jaques al rey y reflexiones sobre el precio de la carne, y así la demostración se fue cumpliendo infalible. Pero entiéndame, mientras pedimos otra copa: Luc era yo, lo que yo había sido de niño, pero no se lo imagine como un calco. Más bien una figura análoga, comprende, es decir que a los siete años yo me había dislocado una muñeca y Luc la clavícula,
  • 14. y a los nueve habíamos tenido respectivamente el sarampión y la escarlatina, y además la historia intervenía, viejo, a mí el sarampiónme había durado quince días mientras que a Luc lo habían curado encuatro, los progresos de lamedicinay cosas porelestilo.Todo era análogo y por eso,paraponerle unejemplo alcaso,bienpodríasucederque elpanadero de laesquina fuese un avatar de Napoleón, y él no lo sabe porque el orden no se ha alterado, porque no podrá encontrarse nunca con la verdad en un autobús; pero si de alguna manera llegara a darse cuenta de esa verdad, podría comprender que ha repetido y que está repitiendo a Napoleón, que pasar de lavaplatos a dueño de una buena panadería en Montparnasse es la misma figura que saltar de Córcega al trono de Francia, y que escarbando despacio en la historia de su vida encontraría los momentos que corresponden a la campaña de Egipto, al consulado y a Austerlitz, y hasta se daría cuenta de que algo le va a pasar con su panadería dentro de unos años, y que acabará en una Santa Helena que a lo mejor es una piecita en un sexto piso, pero también vencido, también rodeado por el agua de la soledad, también orgulloso de su panadería que fue como un vuelo de águilas. Usted se da cuenta, no. Yo me daba cuenta, pero opiné que en la infancia todos tenemos enfermedades típicas a plazo fijo, y que casi todos nos rompemos alguna cosa jugando al fútbol. —Ya sé,no le he hablado más que de las coincidencias visibles.Porejemplo,que Luc se parecieraamíno tenía importancia, aunque sí la tuvo para la revelación en el autobús. Lo verdaderamente importante eran las secuencias, y eso es difícil de explicar porque tocan al carácter, a recuerdos imprecisos, a fábulas de la infancia. En ese tiempo, quiero decir cuando tenía la edad de Luc, yo había pasado por una época amarga que empezó con una enfermedad interminable, después en plena convalecencia me fui a jugar con los amigos y me rompíun brazo, y apenas había salido de eso me enamoré de la hermana de un condiscípulo y sufrícomo se sufre cuando se es incapaz de mirar en los ojos a una chica que se está burlando de uno. Luc se enfermó también, apenas convaleciente lo invitaron al circo y al bajar de las graderías resbaló y se dislocó un tobillo. Poco después su madre lo sorprendió una tarde llorando al lado de la ventana, con un pañuelito azul estrujado en la mano, un pañuelo que no era de la casa. Como alguien tiene que hacer de contradictor en esta vida, dije que los amores infantiles son el complemento inevitable de los machucones y las pleuresías. Pero admití que lo del avión ya era otra cosa. Un avión con hélice a resorte, que él había traído para su cumpleaños. —Cuando se lo di me acordé una vez más del Meccano que mi madre me había regalado a los catorce años, y de lo que me pasó. Pasó que estaba en el jardín, a pesar de que se venía una tormenta de verano y se oían ya los truenos, y me había puesto a armar una grúa sobre la mesa de la glorieta, cerca de la puerta de calle. Alguien me llamó desde la casa, y tuve que entrar un minuto. Cuando volví,lacaja delMeccano habíadesaparecido y lapuertaestabaabierta.Gritando desesperado corrí a la calle donde ya no se veía a nadie, y en ese mismo instante cayó un rayo en el chaletde enfrente. Todo eso ocurrió como en un solo acto, y yo lo estaba recordando mientras le daba el avión a Luc y él se quedaba mirándolo con la misma felicidad con que yo había mirado mi Meccano. La madre vino a traerme una taza de café, y cambiábamos las frases de siempre cuando oímos un grito. Luc había corrido a la ventana como si quisiera tirarse al vacío. Tenía la cara blanca y los ojos llenos de lágrimas,alcanzó a balbucear que elavión se había desviado en su vuelo, pasando exactamente por el hueco de la ventana entreabierta. «No se lo ve más,no se lo ve más», repetíallorando.Oímos gritar más abajo,eltío entró corriendo para anunciar que había un incendio en la casa de enfrente. ¿Comprende, ahora? Sí, mejor nos tomamos otra copa. Después, como yo me callaba, el hombre dijo que había empezado a pensar solamente en Luc, en la suerte de Luc. Su madre lo destinaba a una escuela de artes y oficios, para que modestamente se abriera lo que ella llamaba su camino en la vida, pero ese camino ya estaba abierto y solamente él, que no hubiera podido hablar sin que lo tomaran por loco y lo separaran para siempre de Luc, podía decirle a la madre y al tío que todo era inútil, que cualquier cosa que hicieran el resultado sería el mismo, la humillación, la rutina lamentable, los años monótonos, los fracasos que van royendo la ropa y el alma, el refugio en una soledad resentida, en un bistró de barrio. Pero lo peor de todo no era el destino de Luc; lo peor era que Luc moriría a su vez y otro hombre repetiría la figura de Luc y su propia figura, hasta morir para que otro hombre entrara a su vez en la rueda. Luc ya casi no le importaba; de noche, su insomnio se proyectaba más allá hasta otro Luc, hasta otros que se llamarían Roberto Claude o Michel,una teoría al infinito de pobres diablosrepitiendo lafigurasin saberlo,convencidos de su libertad y su albedrío. El hombre tenía el vino triste, no había nada que hacerle. —Ahora se ríen de mícuando les digo que Luc murió unos meses después,son demasiado estúpidos para entender que… Sí, no se ponga usted también a mirarme con esos ojos. Murió unos meses después,empezó por una especie de bronquitis,
  • 15. así como a esa misma edad yo había tenido una infección hepática. A míme internaron en el hospital, pero la madre de Luc se empeñó en cuidarlo en casa, y yo iba casi todos los días, y a veces llevaba a mi sobrino para que jugara con Luc. Había tanta miseria en esa casa que mis visitas eran un consuelo en todo sentido, la compañía para Luc, el paquete de arenques o el pastel de damascos. Se acostumbraron a que yo me encargara de comprar los medicamentos, después que les hablé de una farmacia donde me hacían un descuento especial.Terminaronporadmitirme como enfermero de Luc,y ya se imagina que en una casa como esa, donde el médico entra y sale sin mayor interés, nadie se fija mucho si los síntomas finales coinciden del todo con el primer diagnóstico… ¿Por qué me mira así? ¿He dicho algo que no esté bien? No, no había dicho nada que no estuviera bien, sobre todo a esa altura del vino. Muy al contrario, a menos de imaginar algo horrible la muerte del pobre Luc venía a demostrar que cualquiera dado a la imaginación puede empezar un fantaseo en un autobús 95 y terminarlo al lado de la cama donde se está muriendo calladamente un niño. Para tranquilizarlo, se lo dije. Se quedó mirando un rato el aire antes de volver a hablar. —Bueno, como quiera. La verdad es que en esas semanas después del entierro sentí por primera vez algo que podía parecerse a la felicidad. Todavía iba cada tanto a visitar a la madre de Luc, le llevaba un paquete de bizcochos, pero poco me importaba ya de ella o de la casa, estaba como anegado por la certidumbre maravillosa de ser el prime r mortal, de sentir que mi vida se seguía desgastando día tras día, vino tras vino, y que al final se acabaría en cualquier parte y a cualquier hora, repitiendo hasta lo último el destino de algún desconocido muerto vaya a saber dónde y cuándo, pero yo sí que estaría muerto de verdad,sinun Luc que entrara en la rueda para repetirestúpidamente una estúpidavida.Comprendaesaplenitud, viejo, envídieme tanta felicidad mientras duró. Porque, al parecer, no había durado. El bistró y el vino barato lo probaban, y esos ojos donde brillaba una fiebre que no era delcuerpo.Ysinembargo habíavivido algunos mesessaboreandocadamomento desumediocridadcotidiana,de sufracaso conyugal, de su ruina a los cincuenta años, seguro de su mortalidad inalienable. Una tarde, cruzando elLuxemburgo,vio una flor. —Estaba al borde de un cantero, una flor amarilla cualquiera. Me había detenido a encender un cigarrillo y me distraje mirándola. Fue un poco como si también la flor me mirara, esos contactos, a veces… Usted sabe, cualquiera los siente,eso que llaman la belleza. Justamente eso,la flor era bella, era una lindísima flor. Y yo estaba condenado,yo me iba a morir un día para siempre. La flor era hermosa, siempre habría flores para los hombres futuros. De golpe comprendíla nada, eso que había creído la paz, el término de la cadena. Yo me iba a morir y Luc ya estaba muerto, no habría nunca más una flor para alguien como nosotros, no habría nada, no habría absolutamente nada, y la nada era eso, que no hubiera nunca más una flor. El fósforo encendido me abrasó los dedos. En la plaza salté a un autobús que iba a cualquier lado y me puse absurdamente a mirar, a mirar todo lo que se veía en la calle y todo lo que había en el autobús. Cuando llegamos al término, bajé y subí a otro autobús que llevaba a los suburbios. Toda la tarde, hasta entrada la noche, subíy bajé de los autobuses pensando en la flor y en Luc, buscando entre los pasajeros a alguien que se pareciera a Luc, a alguien que se pareciera a mí o a Luc, a alguien que pudiera ser yo otra vez, a alguien a quien mirar sabiendo que era yo, y luego dejarlo irse sin decirle nada, casi protegiéndolo para que siguiera por su pobre vida estúpida, su imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra… Pagué. FIN
  • 16. 6. El presidente del jurado [Cuento - Texto completo.] Charles Dickens Han pasado yaalgunos años desde que se cometió enInglaterra un asesinato que atrajo poderosamente laatenciónpública. En nuestro país se oye hablar con bastante frecuencia de asesinos que adquieren una triste celebridad. Pero yo hubiese enterrado con gusto el recuerdo de aquel hombre feroz de haber podido sepultarlo tan fácilmente como su cuerpo lo está en la prisión de Newgate. Advierto, desde luego,que omito deliberadamente hacer aquí alusión alguna a la personalidad de aquel hombre. Cuando el asesinato fue descubierto, nadie sospechó -o, mejor dicho, nadie insinuó públicamente sospecha alguna- del hombre que después fue procesado.Porlacircunstancia antes expresada,los periódicos no pudieron,naturalmente,publicar en aquellos días descripciones del criminal. Es esencial que se recuerde este hecho. Al abrir, durante el desayuno, mi periódico matutino, que contenía el relato del descubrimiento del crimen, lo encontré muy interesante y lo leí con atención. Volví, incluso, a leerlo otra vez, o quizá dos. El descubrimiento había tenido lugar en un dormitorio. Cuando dejé el diario tuve la impresión, fugaz, como un relámpago, de que veía pasar ante mis ojos aquella alcoba. Semejante visión, aunque instantánea, fue clarísima, tanto que hasta pude observar, con alivio, la ausencia del cuerpo de la víctima en el lecho mortuorio. Esta curiosa sensación no se produjo en ningún lugar misterioso, sino en una de las vulgares habitaciones de Piccadilly en que me alojaba, próxima a la esquina de St. James Street. Y fue una experiencia nueva en mi vida. En aquel instante me hallaba sentado en mi butaca, y la visión fue acompañada de un estremecimiento tan fuerte, que la desplazó del lugar en que se encontraba; si bien procede advertir que las patas de la butaca terminaban en sendas ruedecillas. A continuación me acerqué a una ventana (la habitación, situada en un segundo piso, tenía dos) a fin de tranquilizarme con la visión del animado tráfago de Piccadilly. Era una luminosa mañana de otoño y la calle se extendía ante mí resplandeciente y animada. Soplaba un fuerte viento. Al asomarme, el viento acababa de levantar numerosas hojas caídas en el parque, elevándolas y formando con ellas una columna en espiral. Cuando la columna se derrumbó y las hojas se dispersaron, vi a dos hombres en el lado opuesto de la calle, caminando de oeste a este. Iban uno tras otro. El primero miraba con frecuencia hacia atrás, por encima del hombro. El segundo lo seguíaa una distancia de unos treinta pasos,conla mano derechalevantadaamenazadoramente.Al principio, la singularidad de tal actitud en una avenida tan frecuentada atrajo mi atención, pero en seguida se desvió hacia otra y más notable particularidad: nadie reparaba en ellos. Ambos hombres se movían entre los demás peatones con una suavidad increíble, aun sobre aquel pavimento tan liso, y nadie, según pude observar, los rozaba, los miraba o les abría paso. Al llegar ante mi ventana los dos dirigieron su mirada hacia mí. Entonces distinguí sus rostros con toda claridad y me di cuenta de que podría reconocerlos en cualquier parte; no se crea por esto que yo aprecié conscientemente nada de extraordinario en sus rostros, excepto el detalle de que el hombre que iba en primer lugar tenía un aspecto muy abatido y que la faz de su perseguidor era del mismo tono de la cera sin refinar. Soy soltero y todami servidumbre se limitaa un criado y su mujer. Trabajo en la filial de un banco,como jefe de unnegociado, y debo agregarque desearíasinceramente que mis deberes fuesentan leves como generalmente se supone.Lo digoporque esos deberes me retenían en la ciudad aquel otoño, a pesar de hallarme muy necesitado de reposo y de un cambio de ambiente. No es que estuviese enfermo, pero no me encontraba bien. El lector se hará cargo de mi estado si le digo que me sentía cansado, deprimido por la sensación de llevar una vida monótona y “ligeramente dispéptico”. Mi médico, hombre de mucho prestigio profesional, me aseguró, a requerimiento mío, que éste era mi verdadero estado de salud en aquella época; que no padecía ninguna enfermedad ni grave depresión, y yo cito sus palabras al pie de la letra. A medida que las circunstancias del asesinato iban intrigando gradualmente al público,yo procuraba alejarlas de mi cerebro tanto como era posible alejar un objeto del interés y comentarios generales. Supe que se había dictado un veredicto previo de asesinato con premeditación y alevosía contra el presunto criminal, y que éste había sido conducido a Newgate para que estuviese presente cuando se dictara sentencia definitiva. Me enteré, igualmente, de que el proceso quedaba aplazado para
  • 17. una de las próximas audiencias de la Sala Central de lo Criminal, fundándose en algún precepto de la Ley y en la necesidad de dejar tiempo al abogado para preparar la defensa. Es posible también que yo me enterase, aunque creo que no, de la fecha exacta o aproximada en que debía celebrarse la vista de la causa. Mi salón, dormitorio y tocador se encuentran en el mismo piso. La última de dichas habitaciones sólo tiene entrada por el dormitorio. Cierto que tiene también una puerta que da a la escalera, pero, en el tiempo que nos ocupa, hacía años ya que mi baño la obstruía, por tanto la habíamos inutilizado, cubriéndola de arpillera claveteada. Una noche, a hora bastante avanzada, estaba yo en mi alcoba, dando instrucciones al criado antes de acostarme; la puerta que comunicaba con el cuarto de baño que daba frente a mí, en aquel momento estaba cerrada. Mi criado daba la espalda a la puerta. Y he aquí que, de repente, vi abrirse aquella puerta y aparecer a un hombre que reconocíen el acto y que me hizo una misteriosa señal. Era el segundo de los dos que caminaban aquel día en Piccadilly,el que tenía la cara del color de la cera sin refinar. Hecho aquel signo, la figura retrocedió y cerró la puerta de nuevo. Rápidamente me acerqué a la puerta del tocador, la abrí y miré. Yo tenía en la mano una vela encendida. No esperaba encontrar a nadie allí, y, en efecto, no encontré a nadie. Comprendiendo que mi criado estaba sorprendido, me volví hacia él y le dije: -¿Creería usted, Derrick, que a pesar de encontrarme en la plenitud de mis facultades he imaginado ver…? Al hablar, apoyé mi mano en su hombro. Con un repentino sobresalto, él exclamó: -¡Oh, Dios mío, sí! Ha visto usted a un muerto que le hacía señales. No creo que Juan Derrick, devoto y honrado servidor mío durante más de veinte años, hubiese captado la situación antes de que yo lo tocase. Su reacción, cuando apoyé mi mano sobre él, fue tan súbita, que albergo la firme certeza de que la provocó aquel contacto. Pedí a Derrick que me trajese coñac, le ofrecí una copa y yo tomé otra. No le dije ni una palabra sobre lo que me había sucedido anteriormente. Me sentía seguro de no haber visto nunca aquel rostro fantasma, salvo la mañana de Piccadilly. Pasé la noche muy inquieto,aunque sintiendo cierta certidumbre,difícilde explicar,deque laapariciónno volvería.Al apuntar el día caí en un pesado sueño, del que me despertó Derrick cuando entró en mi habitación con una papel en la mano. Aquel papel había motivado una ligera discusión entre su portador y mi sirviente. Era una citación para concurrir como jurado a una próxima sesión de la Audiencia. Yo nunca había sido requerido como jurado, y Juan Derrick lo sabía. Él opinaba -aun hoy no sé a punto fijo si con razón o no- que era costumbre nombrar jurados a personas de menor categoría que yo y no quiso, en consecuencia, aceptar la citación. El hombre que la llevaba tomó la negativa de mi criado con mucha frialdad. Dijo que mi asistencia o no asistencia al tribunal le tenía sin cuidado, y que su cometido se limitaba a entregar la citación. Durante un par de días estuve indeciso entre asistir o no. No sentí, en verdad, la menor influencia misteriosa en ningún sentido. Estoy tan absolutamente seguro de esto como de todo lo que estoy narrando. Por último, resolvíasistir, ya que de este modo rompería la monotonía de mi vida. La mañana de la cita resultó ser una muy cruda delmes de noviembre.EnPiccadillyhabíauna densanieblaque se oscurecía por momentos hasta adquirir una negrura opresiva. Cuando llegué al Palacio de Justicia, encontré los pasillos y escaleras que conducían a la sala del tribunal iluminados por luces de gas. La sala estaba alumbrada de igual modo. Creo sinceramente que hasta que los ujieres no me condujeron a ella y vi la concurrencia que se apiñaba allí, no recordé que la vista del proceso por el mencionado asesinato se celebraba aquel día. Incluso me parece que hasta que, no sin considerables dificultades por el mucho gentío, fui introducido en la sala de lo criminal, ignoré si se me citaba a ésta o a otra. Pero lo que ahora señalo no debe considerarse como un aserto positivo, porque este extremo no está suficientemente aclarado en mi mente. Me senté en el lugar de los jurados y,mientras esperaba, contemplé la sala a través del espeso vapor mixto de niebla y vaho de respiraciones que constituía su atmósfera. Observé la negra bruma que se cernía, como sombrío cortinón, más allá de las ventanas, y escuché el rumor de las ruedas de los vehículos sobre la paja o el serrín que alfombraba el pavimento de la
  • 18. calle. Oí también el murmullo de la concurrencia, sobre el que a veces se elevaba alguna palabra más fuerte, alguna exclamaciónenvoz alta,algún agudo silbido.Pocodespuésentraronlos magistrados,que erandos,y ocuparonsus asientos. Se acalló el rumor en la sala, y se dio la orden de hacer comparecer al acusado. En el mismo instante en que se presentó lo reconocí como el primero de los dos hombres que yo viera caminando por Piccadilly. Si mi nombre hubiese sido pronunciado en aquel instante, creo que no hubiese tenido ánimos para responder. Pero como lo mencionaron en sexto u octavo lugar, me encontré con fuerzas para contestar: “¡Presente!” Y ahora, lector, fíjese en lo que sigue. Apenas hube ocupado mi lugar, el preso,que nos estaba mirando a todos con fijeza, pero sindar muestras de interés particular, experimentó unaagitación violentae hizo una señal a su abogado.Tan manifiesto era el deseo del acusado de que me sustituyesen, que ello provocó una pausa, en el curso de la cual el defensor, apoyando la mano en la barra, cuchicheó con su defendido,moviendo la cabeza. Supe luego -por el propio abogado- que las primeras y presurosas palabras del acusado habían sido éstas: “Haga sustituir a ese hombre como sea”. Pero, al no alegar razón alguna para ello, y habiendo de reconocer que no me conocía ni había oído mi nombre hasta que lo pronunciaron en la sala, no fue atendido su deseo. Como no deseo avivar la memoria de la gente respecto a aquel asesino, y también porque no es indispensable para mi relato narrar al detalle los incidentes del largo proceso, me limitaré a citar las particularidades que nos acontecieron a los jurados y a mí durante los diez días, con sus noches, en que estuvimos juntos. Mencionaré, sobre todo, las curiosas experiencias personales que atravesé.Es en este aspecto,y no acerca del asesino, sobre lo que quiero despertar el interés del lector. Me designaron presidente del jurado. En la segunda mañana del proceso, después de invertir más de dos horas en examinar las piezas de convicción -yo podía saber el transcurso del tiempo porque oía la campana del reloj de una iglesia-, habiéndoseme ocurrido dirigir la mirada a mis compañeros de jurado, encontré una inexplicable dificultad en contarlos. Los enumeré varias veces y siempre con la misma dificultad. En resumen, contaba uno de más. Toqué suavemente al más próximo a mí y le cuchicheé: -Hágame el favor de contarnos. Él, aunque pareció sorprendido por la petición, volvió la cabeza y nos contó a todos. -¡Pero si somos trece! -exclamó-. No, no es posible. Uno, dos… Somos doce. A través de mis cálculos de aquel día saqué en limpio que éramos siempre doce si se nos enumeraba individualmente,pero que siempre salía uno de más si nos considerábamos en conjunto. Éramos doce, pero alguien se nos agregaba con insistencia, y yo, en mi fuero interno, sabía de quién se trataba. Nos alojaron en la London Taverns. Dormíamos todos en un amplio aposento, en lechos individuales, y estábamos constantemente atendidos y vigilados por un funcionario. No veo razón alguna para omitir el verdadero nombre de aquel funcionario. Era un hombre inteligente, amabilísimo, cortés y muy respetado. Tenía una agradable apariencia, bellos ojos, patillas envidiablemente negras y voz agradable y bien timbrada. Se llamaba Harker. Nos acostamos en nuestros lechos respectivos. El de Harker estaba colocado transversalmente ante la puerta. La segunda noche, como no sentía deseos de dormir y vi que Harker permanecía sentado en su cama, me acerqué a él, me senté a su lado y le ofrecíun poco de rapé.Sumano rozó la mía al tocar la tabaquera y en elacto le agitó un estremecimiento y exclamó: -¿Qué es eso? Siguiendo la dirección de su mirada divisé a quien esperaba ver: el segundo de los hombres de Piccadilly. Me incorporé, anduve unos cuantos pasos,me paré y miré a Harker.Éste,que ya no sentía la menorturbación,me dijo contodanaturalidad, riendo: -Me había parecido por un momento que había un jurado de más, aunque sin cama. Pero es un efecto de la luz de la luna. Sin hacer revelación alguna al señor Harker, me limité a proponerle que diéramos una paseíto de un extremo a otro de la habitación. Mientras andábamos procuré vigilar los movimientos de la misteriosa figura. Ésta se detenía por unos instantes a la cabecera de cada uno de mis once compañeros de jurado, acercándose mucho a la almohada. Seguía siempre el lado
  • 19. derecho de cada cama, y cruzaba ante los pies para dirigirse a la siguiente. Por los movimientos de su cabeza parecía que se limitaba a mirar, pensativo, a cada uno de los que descansaban. No reparó en míni en mi lecho, que era el más próximo al rayo de luz lunar que penetraba por una ventana alta. Aquella figura desapareció como por una escalera aérea. Por la mañana, al desayunar, resultó que todos habían soñado con la víctima del crimen, excepto Harker y yo. Acabé por quedar convencido de que el segundo de los hombres que yo viera en Piccadilly -si podía aplicársele la expresión “hombre”- era el asesinado, persuasión que tuve mediante su testimonio directo. Pero esto sucedió de una manera para la cual yo no estaba preparado. El quinto día de la vista, cuando iba a cerrarse el capítulo de cargos, fue mostrada una miniatura del asesinado que se había echado de menos en el lugar del crimen, encontrándose después en un lugar recóndito donde el asesino había estado practicando una fosa. Una vez identificada por los testigos, fue pasada al tribunal y examinada por el jurado. Mientras un funcionario vestido con una toga negra nos la iba entregando a todos,la figura del hombre que yo viera en segundo lugar en Piccadilly surgió impetuosamente de entre la multitud, asió la miniatura de manos del funcionario, la puso en las mías y, antes de que yo viera la miniatura, que iba en un dije, me dijo, en tono bajo y profundo: -Yo era entonces más joven y la sangre no había desaparecido de mi rostro como ahora. Luego la aparición se situó entre mi persona y la del siguiente jurado a quien yo había de entregar la miniatura, y a continuación entre éste y el otro jurado, y asísucesivamente hasta que el objeto volvió a mi poder. Ninguno, salvo yo, reparó en la aparición. Cuando nos sentábamos a la mesa y, en general, siempre que nos encerrábamos juntos bajo la custodia del señor Harker, los componentes del jurado discutíamos mucho acerca del asunto que nos ocupaba. El quinto día, terminado el capítulo de cargos y teniendo, por lo tanto, este lado de la cuestión completamente claro ante nosotros, nuestra discusión se hizo más reflexiva y seria. Figuraba entre nosotros cierto sacristán -el hombre más obtuso que he visto en mi vida- que oponía a las más claras evidencias las más absurdas objeciones, apoyado por dos hombres de poco carácter que le conocían por frecuentar su misma parroquia. Por cierto que aquellas gentes pertenecían a un distrito tan castigado por las fiebres epidémicas, que más bien debían haber solicitado un proceso contra ellas como causantes de quinientos asesinatos, por lo menos. Cuando aquellos testarudos se hallaban en la cúspide de su elocuencia, que fue hacia medianoche, y todos nos disponíamos a abandonarlos e irnos a la cama, volvía a ver al hombre asesinado. Se detuvo detrás de ellos y me hizo una señal. Al acercarme a aquellos hombres e intervenirensuconversación,lo perdíde vista. Éste fue elprincipio deunaserie interminable de apariciones, limitadas por entonces al vasto aposento en que el jurado se hallaba reunido. En cuanto varios se agrupaban para hablar, yo veía surgir entre ellos la cabeza del asesinado. Siempre que los comentarios lo desfavorecían, me hacía imperiosos e irresistibles signos para que lo defendiera. Téngase en cuenta que desde el quinto día, cuando se exhibió la miniatura, yo no había vuelto a ver la aparición en la sala del juicio. Tres novedades se produjeron en esta situación tan pronto como entramos en el tribunal para oír el alegato de la defensa. En primer lugar mencionaré juntos dos de ellos. La figura permanecía continuamente en la sala y no me miraba nunca; dedicaba su atención a la persona que estaba hablando en el momento. El asesinato se había cometido mediante el degüello delavíctima, y en elcurso de la defensase insinuó la posibilidadde que setratase no de un crimen,sino de suicidio. En aquel instante, la aparición, colocándose ante los mismos ojos del defensor, y situando la garganta en la horrible postura en que fuera descubierta, comenzó a accionar ante la tráquea, ora con la mano derecha, ora con la izquierda, como para sugerir al abogado la imposibilidad de que semejante herida pudiese ser causada por la víctima. La segunda novedad consistió en que, habiendo comparecido como testigo de descargo una mujer respetable, que afirmó que el asesino era el mejor de los hombres, la aparición se plantó ante ella, mirándola al rostro, y señaló con el brazo extendido la mala catadura del asesino. Pero fue la tercera de las aludidas novedades la que consiguió emocionarme con más intensidad. No trato de teorizar sobre ello: me limito a someterlo a la consideración del lector. Aunque la aparición no era vista por la persona a quien se dirigía, no es menos cierto que tal persona sufría invariablemente algún estremecimiento o desasosiego súbito. Me parecía que a aquel ser le estuviera vedado, por leyes desconocidas, hacerse visible,pero por el contrario podía influir sobre sus mentes. Así, por ejemplo, cuando el defensor expuso la hipótesis de una muerte voluntaria y la aparición se situó ante él realizando
  • 20. aquel lúgubre simulacro de degüello, es innegable que el defensor se alteró, perdió por unos instantes el hilo de su hábil discurso, se puso extremadamente pálido y hasta hubo de secarse la frente con un pañuelo. Y cuando la aparición se colocó ante la respetable testigo de descargo, los ojos de ésta siguieron, sin duda alguna, la dirección indicada por el fantasma y se fijaron, con evidente duda y titubeo, en el rostro del acusado. Bastarán, para que el lector se haga cargo completo de todo, dos detalles más. El octavo día de las sesiones, tras una pausa que hacía diariamente a primera hora de la tarde para descansar y tomar algún alimento, yo regresé a la sala con los demás jurados poco antes que los jueces. Al instalarme en mi asiento y mirar en torno, no distinguíla aparición, hasta que, alzando los ojos hacia la tribuna, vi al espectro inclinarse por encima de una mujer de atractivo aspecto, como para asegurarse de si los magistrados estaban ya en sus sitiales o no. Inmediatamente, la mujer lanzó un grito, se desmayó y hubo que sacarla de la sala. Algo análogo sucedió con el respetable y prudente juez instructor que había incoado el proceso. Cuando la causa estuvo concluida y él comenzaba a ordenar los autos correspondientes,el hombre asesinado, entrando por la puerta de los jueces, se acercó al pupitre y por encima de su hombro miró los papeles que hojeaba el magistrado. En el rostro del magistrado se produjo un cambio, su mano se detuvo, su cuerpo se estremeció con el peculiar temblor que yo conocía tan bien, y al fin hubo de murmurar: -Perdónenme unos momentos, señores. Este aire tan viciado me ha producido cierta opresión… No se repuso hasta después de beber un vaso de agua. A través de lamonotonía de seis de aquellos interminables días,siemprelos mismosjurados y jueces enelestrado,elmismo asesino en el banquillo, los mismos letrados en la barra, las mismas preguntas y respuestas elevándose hacia el techo de la sala, el mismo raspar de la pluma del juez, los mismos ujieres entrando y saliendo, las mismas luces encendidas a la misma hora cuando el día había sido relativamente claro, la misma cortina de niebla fuera de la ventana cuando había bruma, la misma lluvia batiente y goteante cuando llovía, las mismas huellas de los pies de los celadores y del acusado sobre el serrín, las mismas llaves abriendo y cerrando las mismas pesadas puertas; a través, repito, de aquella fatigosa monotonía que me llevaba a sentirme presidente de jurado desde una época remotísima, y me recordaba el episodio de Piccadilly como si se hubiera producido en tiempos contemporáneos a los de Babilonia, la figura del hombre asesinado no perdió ni un ápice de nitidez ante mis ojos. No debo omitir tampoco el hecho de que la aparición que designo con la expresión “el hombre asesinado” no fijó ni una sola vez la vista en el criminal. Yo me preguntaba repetidamente: “¿Por qué no lo mira?” Pero no lo miró. Tampoco me miró a mí, desde el día en que se mostró la miniatura, hasta los últimos minutos de la vista, ya conclusa del todo la causa. Nos retiramos a estudiarla a las diez menos siete minutos de la noche. El estúpido sacristán y sus dos amigos nos originaron tantas complicaciones, que hubimos de volver dos veces a la sala para pedir que se nos releyesen los extractos de las notas del juez instructor. Ninguno de nosotros, y creo que nadie en la sala, tenía la menor duda sobre aquellos pasajes,pero eltestarudo triunvirato, que no se proponía más que obstruir, discutía sobre ellos sólo por esta razón. Al fin prevaleció el criterio de los demás y el jurado volvió a la sala a las doce y diez. Esta vez el muerto permanecía de cara al jurado en el extremo opuesto de la sala. Cuando me senté, sus ojos se fijaron en mí con gran detenimiento. El examen pareció dejarlo satisfecho, porque a continuación extendió lentamente, primero sobre su cabeza y luego sobre toda su figura, un amplio velo gris que llevaba al brazo por primera vez. Cuando yo emitínuestro veredicto de culpabilidad,el velo se dibujó, todo desapareció ante mis ojos,y el lugar que ocupaba el hombre asesinado quedó vacío. El asesino, interrogado por el juez, como de costumbre, acerca de si tenía algo que alegar antes de que se pronunciase la sentencia, murmuró algunas confusas palabras que los periódicos del día siguiente calificaron de “breves frases titubeantes, incoherentes y casi ininteligibles, en las que pareció entenderse que se lamentaba de no haber sido condenado con justicia, ya que el presidente del jurado estaba predispuesto contra él”. Pero la extraordinaria declaración que el acusado hizo en realidad fue ésta: -Señoría: me constaba que yo era hombre perdidodesdeque visentarse ensu puesto al presidente deljurado.Me constaba, Señoría, que no permitiría que saliese libre, porque, antes de que me detuviesen, él, no sé cómo,penetró una noche en mi habitación, se acercó a mi cama, me despertó y me pasó una cuerda alrededor del cuello. FIN
  • 21. 7. La historia de los duendes que secuestraron a un enterrador [Cuento - Texto completo.] Charles Dickens En una antigua ciudad abacial,en elsur de esta parte delpaís,hace mucho,pero que muchísimo tiempo -tanto que la historia debe ser cierta porque nuestros tatarabuelos creían realmente en ella-, trabajaba como enterrador y sepulturero del campo santo un tal Gabriel Grub. No se deduce en absoluto de ello que porque un hombre sea enterrador y esté rodeado constantemente por los emblemas de la mortalidad, tenga que ser un hombre melancólico y triste; entre los funerarios se encuentran los tipos más alegres del mundo; en una ocasión tuve el honor de trabar amistad íntima con uno muy silencioso que en su vida privada, fuera de ser necio, era el tipo más cómico y jocoso que haya gorjeado nunca canciones procaces, sin el menor tropiezo en su memoria, ni que haya vaciado nunca el contenido de un buen vaso sin detenerse ni a respirar. Pero no obstante estos precedentes que parecencontrariarla historia, GabrielGrub era un tipo malparado,intratable y arisco, un hombre taciturno y solitario que no se asociaba con nadie sino consigo mismo, aparte de con una antigua botella forrada de mimbre que ajustaba en el amplio bolsillo de chaleco,y que contemplaba cada rostro alegre que pasaba junto a él con tan poderoso gesto de malicia y mal humor que resultaba difícil enfrentarlo sin tener una sensación terrible. Poco antes del crepúsculo,el día de Nochebuena, Gabriel se echó al hombro el azadón, encendió el farol y se dirigió hacia elcementerio viejo,pues teníaque terminar una tumba para la mañana siguiente,y como se sentíaalgo bajo de ánimo pensó que quizá levantara su espíritu si se ponía a trabajar enseguida. En el camino, al subir por una antigua calle, vio la alegre luz de los fuegos chispeantes que brillaban tras los viejos ventanales, y escuchó las fuertes risotadas y los alegres gritos de aquellos que se encontraban reunidos; observó los ajetreados preparativos de la alegría del día siguiente y olfateó los numerosos y sabrosos olores consiguientes que ascendíanenforma de nubes vaporosas desdelas ventanas de las cocinas. Todo aquello producía rencor y amargura en el corazón de Gabriel Grub; y cuando grupos de niños salían dando saltos de las casas, cruzaban la carretera a la carrera y antes de que pudieran llamar a la puerta de enfrente, eran recibidos por media docena de pillastres de cabello rizado que se ponían a cacarear a su alrededor mientras subían todos en bandada a pasar la tarde dedicados a sus juegos de Navidad,Gabriel sonreía taciturno y aferraba con mayor firmeza el mango de su azadón mientras pensaba en el sarampión, la escarlatina, el afta, la tos ferina y otras muchas fuentes de consuelo. Gabrielcaminaba a zancadas enese feliz estado mental:devolviendo ungruñido brevey hoscoalos saludos bienhumorados de aquellos vecinos que pasaban junto a él, hasta que se metía en el oscuro callejón que conducía al cementerio. Gabriel llevaba ya tiempo deseando llegar al callejón oscuro, porque hablando en términos generales era un lugar agradable, taciturno y triste que las gentes de la ciudad no gustaban de frecuentar, salvo a plena luz del día cuando brillaba el sol; por ello se sintió no poco indignado al oír a un joven granuja que cantaba estruendosamente una festiva canción sobre unas navidades alegres en aquel mismo santuario que había recibido el nombre de CALLEJÓN DEL ATAÚD desde la época de la viejaabadía y de los monjes decabezaafeitada.Mientras Gabrielavanzaba la voz fue haciéndose más cercanay descubrió que procedía de un muchacho pequeño que corría a solas con la intención de unirse a uno de los pequeños grupos de la calle vieja, y que en parte para hacerse compañía a mismo, y en parte como preparativo de la ocasión, vociferaba la canción con la mayor potencia de sus pulmones.Gabriel aguardó a que llegara el muchacho, lo acorraló en una esquina y lo golpeó cinco seis veces en la cabeza con el farol para enseñarle a modular la voz. Y mientras el muchacho escapó corriendo con la mano en la cabeza y cantando una melodía muy distinta, Gabriel Grub sonrió cordialmente para sí mismo y entró en el cementerio, cerrando la puerta tras de sí. Se quitó el abrigo, dejó en el suelo el farol y metiéndose en la tumba sin terminar trabajó en ella durante una hora con muy buena voluntad. Pero la tierra se había endurecido con la helada y no era asunto fácil desmenuzarla y sacarla fuera con la pala; y aunque había luna, ésta era muy joven e iluminaba muy poco la tumba, que estaba a la sombra de la iglesia. En cualquier otro momento estos obstáculos hubieran hecho que Gabriel Grub se sintiera desanimado y de sgraciado, pero estaba tan complacido de haber acallado los cantos del muchachito que apenas se preocupó por los escasos progresos que
  • 22. hacía. Cuando llegadala noche hubo terminado eltrabajo, miró la tumba conmelancólicasatisfacción,murmurando mientras recogía sus herramientas: Valiente acomodo para cualquiera, valiente acomodo para cualquiera, unos pies de tierra fría cuando la vida ha terminado, una piedra en la cabeza, una piedra en los pies, una comida rica y jugosa para los gusanos, la hierba sobre la cabeza, y la tierra húmeda alrededor, ¡valiente acomodo para cualquiera, aquí en el camposanto! -¡Ja, ja! -echó a reír Gabriel Grub sentándose en una lápida que era su lugar de descanso favorito; fue a buscar entonces su botella-. ¡Un ataúd en Navidad! ¡Una caja de Navidad! ¡Ja, ja, ja! -¡Ja, ja, ja! -repitió una voz que sonó muy cerca detrás de él. En el momento en el que iba a llevarse la botella a los labios, Gabriel se detuvo algo alarmado y miró a su alrededor. El fondo de la tumba más vieja que estaba a su lado no se encontraba más quieto e inmóvil que el cementerio bajo la luz pálida de la luna. La fría escarcha brillaba sobre las tumbas lanzando destellos como filas de gemas entre las tallas de piedra de la vieja iglesia. La nieve yacía dura y crujiente sobre el suelo, y se extendía sobre los montículos apretados de tierra como una cubierta blanca y lisa que daba la impresión de que los cadáveres yacieran allí ocultos sólo por las sábanas en las que los habían enrollado. Ni el más débil crujido interrumpía la tranquilidad profunda de aquel escenario solemne. Tan frío y quieto estaba todo que el sonido mismo parecía congelado. -Fue el eco -dijo Gabriel Grub llevándose otra vez la botella a los labios. -¡No lo fue! -replicó una voz profunda. Gabriel se sobresaltó y levantándose se quedó firme en aquel mismo lugar, lleno de asombro y terror, pues sus ojos se posaron en una forma que hizo que se le helara la sangre. Sentada en una lápida vertical, cerca de él, había una figura extraña, no terrenal, que Gabriel comprendió enseguida que no pertenecía a este mundo. Sus piernas fantásticas y largas, que podrían haber llegado al suelo, las tenía levantadas y cruzadas de manera extraña y rara; sus fuertes brazos estaban desnudos y apoyaba las manos en las rodillas. Sobre el cuerpo,corto y redondeado,llevabaunvestido ajustado adornado conpequeñas cuchilladas;colgabaasu espaldaun manto corto; el cuello estaba recortado en curiosos picos que le servían al duende de gorguera o pañuelo; y los zapatos estaban curvados hacia arriba con los dedos metidos en largas puntas. En la cabeza llevaba un sombrero de pan de azúcar de ala ancha, adornado con una única pluma. Llevaba el sombrero cubierto de escarcha blanca, y el duende parecía encontrarse cómodamente sentado en esa misma lápida desde hacía doscientos o trescientos años. Estaba absolutamente quieto, con la lengua fuera, a modo de burla; le sonreía a Gabriel Grub con esa sonrisa que sólo un duende puede mostrar. -No fue el eco -dijo el duende. Gabriel Grub quedó paralizado y no pudo dar respuesta alguna. -¿Qué haces aquí en Nochebuena? -le preguntó el duende con un tono grave. -He venido a cavar una tumba, señor- contestó, tartamudeando, Gabriel Grub. -¿Y qué hombre se dedica a andar entre tumbas y cementerios en una noche como ésta? -gritó el duende. -¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub! -contestó a gritos un salvaje coro de voces que pareció llenarelcementerio.Temeroso,Gabriel miró a su alrededor sin que pudiera ver nada. -¿Qué llevas en esa botella? -preguntó el duende.
  • 23. -Ginebra holandesa, señor -contestó el enterrador temblando más que nunca, pues la había comprado a unos contrabandistas y pensó que quizá el que le preguntaba perteneciera al impuesto de consumos de los duendes. -¿Y quién bebe ginebra holandesa a solas, en un cementerio, en una noche como ésta? -preguntó el duende. -¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub! -exclamaron de nuevo las voces salvajes. El duende miró maliciosamente y de soslayo al aterrado enterrador, y luego, elevando la voz, exclamó: -¿Y quién, entonces, es nuestro premio justo y legítimo? Ante esa pregunta, el coro invisible contestó de una manera que sonaba como las voces de muchos cantantes entonando, con el poderoso volumen del órgano de la vieja iglesia, una melodía que parecía llevar hasta los oídos del enterrador un viento desbocado, y desaparecer al seguir avanzando; pero la respuesta seguía siendo la misma: -¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub! El duende mostró una sonrisa más amplia que nunca mientras decía: -Y bien, Gabriel, ¿qué tienes que decir a eso? El enterrador se quedó con la boca abierta, falto de aliento. -¿Qué es lo que piensas de esto, Gabriel? -preguntó el duende pateando con los pies el aire a ambos lados de la lápida y mirándose las puntas vueltas hacia arriba de su calzado con la misma complacencia que si hubiera estado contemplando en Bond Street las botas Wellingtons más a la moda. -Es… resulta… muy curioso, señor -contestó el enterrador, medio muerto de miedo-. Muy curioso, y bastante bonito, pero creo que tengo que regresar a terminar mi trabajo, señor, si no le importa. -¡Trabajo! -exclamó el duende-. ¿Qué trabajo? -La tumba, señor; preparar la tumba -volvió a contestar tartamudeando el enterrador. -Ah, ¿la tumba, eh? -preguntó el duende-. ¿Y quién cava tumbas en un momento en el que todos los demás hombres están alegres y se complacen en ello? -¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub! -volvieron a contestar las misteriosas voces. -Me temo que mis amigos te quieren, Gabriel -dijo el duende sacando más que nunca la lengua y dirigiéndola a una de sus mejillas… y era una lengua de lo más sorprendente-. Me temo que mis amigos te quieren, Gabriel -repitió el duende. -Por favor, señor -replicó el enterrador sobrecogido por el horror-. No creo que sea así, señor; no me conocen, señor; no creo que esos caballeros me hayan visto nunca, señor. -Oh, claro que te han visto -contestó el duende-. Conocemos al hombre de rostro taciturno, ceñudo y triste que vino esta noche por la calle lanzando malas miradas a los niños y agarrando con fuerza su azadón de enterrador. Conocemos al hombre que golpeó al muchacho con la malicia envidiosa de su corazón porque el muchacho podía estar alegre y él no. Lo conocemos, lo conocemos. En ese momento el duende lanzó una risotada fuerte y aguda que el eco devolvió multiplicada por veinte, y levantando las piernas en el aire, se quedó de pie sobre su cabeza, o más bien sobre la punta misma del sombrero de pan de azúcar en el borde más estrecho de la lápida, desde donde con extraordinaria agilidad dio un salto mortal cayendo directamente a los pies del enterrador, plantándose allí en la actitud en que suelen sentarse los sastres sobre su tabla. -Me… me… temo que debo abandonarlo, señor -dijo el enterrador haciendo un esfuerzo por ponerse en movimiento. -¡Abandonarnos! -exclamó el duende-. Gabriel Grub va a abandonarnos. ¡Ja, ja, ja! Mientras el duende se echaba a reír, el sepulturero observó por un instante una iluminación brillante tras las ventanas de la iglesia,como sieledificio dentro hubierasido iluminado;lailuminacióndesapareció,elórganoatronó conuna tonada animosa