PALABRA
en carne VIVA
2 Domingo
Ordinario (A)
El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo
Is. 49, 3.5-6;
Sal. 39;
1Cor. 1, 1-3;
Jn. 1, 29-34
He de confesar que cuando me he dispuesto a
preparar la celebración de este domingo segundo del
tiempo ordinario, repasando todos los textos de la
celebración, no sólo la Palabra proclamada sino también
las distintas oraciones que nos ofrece como propias la
liturgia de este día, me he fijado de manera especial en
una de las oraciones, nos recuerda algo muy importante que siempre hemos de tener
presente en toda celebración de fe, en toda celebración cristiana. Es el ‘hoy’ de la
salvación que celebramos. No hacemos un mero recuerdo como podríamos recordar
otros hechos históricos. Es memorial del sacrificio de Cristo, decimos, que es lo mismo
que vivir ahora, hacer presente sacramentalmente el sacrificio pascual de nuestra
salvación.
Pediremos ‘participar dignamente de estos misterios, pues cada vez que
celebramos este memorial del sacrificio de Cristo se realiza la obra de nuestra
salvación’. Se realiza aquí y ahora. Aquí y ahora estamos viviendo la salvación en el
misterio de Cristo que celebramos. Algo hermoso que no hemos de olvidar. Algo, por
supuesto, que podemos vivir por la fe y desde la fe. Muchas consecuencias se tendrían
que sacar para la vivencia de nuestras celebraciones y que nos ayudaría tanto en
nuestra vida cristiana.
Litúrgicamente entramos en el tiempo ordinario el lunes pasado una vez
celebrado el Bautismo de Jesús. Pero por la Palabra del Señor que hoy se nos ha
proclamado, la Palabra que ‘hoy’ nos ha dicho el Señor, podemos decir sigue siendo
Epifanía. Es lo que se nos expresa en el texto del Evangelio que sigue teniendo
resonancias del Bautismo de Jesús en las palabras del Bautista.
Se nos está manifestando, se nos está señalando, como lo hace el profeta y como
lo hace Juan, quién es Jesús: Siervo, luz de las naciones, Cordero de Dios que quita el
pecado del mundo, Hijo de Dios. Con estas palabras, progresivamente, se nos va
manifestando quién es Jesús y su misión con una hondura grande y que podemos
llegar a descubrir porque el Espíritu de Dios nos lo va revelando en el corazón, como le
sucedió al Bautista.
‘Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso… desde el vientre me formó siervo
suyo’, que nos dice el profeta Isaías. Resuenan de alguna manera las palabras
escuchadas en el Jordán: ‘Tú eres mi Hijo, amado, mi predilecto’. El Hijo de Dios que se
humilló, se hizo el último, se hizo siervo para su entrega, para su inmolación como el
Cordero inmolado en el sacrificio, como el cordero pascual que al comerlo les hacía
hacer memoria del paso salvador del Señor que los sacó de Egipto.
Por eso ahora lo señalará Juan como el Cordero de Dios, el que se va a inmolar
para quitar el pecado del mundo. Es el Cordero de Dios, pero sobre quien va a bajar el
Espíritu en forma de paloma para estar sobre El porque es el Hijo de Dios. ‘Yo lo he
visto, dice Juan, y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios’. Juan dice, ‘no lo
conocía, pero he salido a bautizar con agua para que sea manifestado a Israel’. Pero ha
recibido revelación de Dios para que pueda dar testimonio. ‘El que me envió a bautizar
con agua me dijo: Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu Santo… ése es el que ha de
bautizar con Espíritu Santo… ése es el Hijo de Dios’.
Nos está haciendo referencia a todo lo sucedido en el Bautismo de Jesús en el
Jordán; lo que escuchábamos ya el domingo pasado en el relato de Mateo o de
cualquiera de los otros sinópticos. Por eso decíamos aunque litúrgicamente en tiempo
ordinario de alguna manera sigue siendo Epifanía, manifestación del Señor, de la
gloria del Señor.
También nosotros tenemos que escuchar lo que nos señala el Bautista. ‘Este es
el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo’. Y confesamos así nuestra fe en
Jesús, nuestra salvación, nuestra luz y nuestra vida. Por esa fe en Jesús somos
nosotros bautizados en ese bautismo nuevo en el Espíritu. Confesamos así nuestra fe
en Jesús el Hijo de Dios, como terminará Juan señalándonos. Pero al mismo tiempo
estaremos reconociendo todo lo que al ser bautizados en el Espíritu nosotros
recibimos al ser también en el Hijo hijos de Dios, con esa gracia y dignidad nueva que
Cristo nos regala.
La liturgia recogerá estas palabras del Bautista haciéndolas suyas para que así
nosotros en distintos momentos invoquemos también a Jesús. ‘Señor Dios, Cordero de
Dios, Hijo del Padre, tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros…
atiende nuestras súplicas’, cantamos y pedimos en el himno del Gloria. ‘Cordero de
Dios, tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros… danos la paz’,
volveremos a repetir como invocación y como súplica en el rito de la Comunión en la
Eucaristía.
Y finalmente al presentarnos a Cristo Eucaristía invitándonos a sentarnos y
participar de la mesa del Señor se nos vuelve a señalar: ‘Este es el Cordero de Dios,
que quita el pecado del mundo’. Ya no es el cordero de la antigua pascua que comían
los judíos cada año recordando el paso del Señor que les liberó de la esclavitud de
Egipto, sino que será Cristo mismo al que somos invitados a comer para que se
produzcan en nosotros los frutos de la nueva Pascua, la de la Alianza nueva y eterna.
La sangre de aquel cordero marcó las puertas de los judíos como señal para su
liberación. La Sangre del Cordero de la Nueva Alianza nos lava y nos purifica, nos da
vida, nos llena de gracia, nos marca como los hijos del Reino, nos hace miembros del
nuevo pueblo que es la Iglesia. Somos los santos y consagrados en la Sangre y en el
Espíritu que invocamos el nombre del Señor para cantar siempre su gloria, como nos
señalaba Pablo en la carta a los Corintios.
Dichosos nosotros, sí, que podemos comerle, sentarnos a su mesa, la mesa de
los hijos. Dichosos nosotros, sí, que al comerle nos sentiremos inundados de su
gracia, de su paz, de su amor, de su vida nueva. Dichosos nosotros por esa santidad a
la que nos llama cuando nos ha consagrado en el Espíritu al recibir el Bautismo.
Y todo eso lo celebramos y lo vivimos, como decíamos al principio, no como un
recuerdo, sino como algo presente ahora y aquí en nuestra celebración y en nuestra
vida. Aquí y ahora estamos viviendo ese momento salvador. Aquí y ahora está Cristo,
Cordero de Dios, presente en medio nuestro. Aquí y ahora estamos celebrando todo el
misterio de nuestra salvación.
¿Nuestra respuesta a todo este misterio de salvación que celebramos? Primero
que nada la fe que nos haga reconocer esa presencia salvadora de Cristo en medio
nuestro. Pero también, como hemos dicho en el salmo, ‘aquí estoy, Señor, para hacer
tu voluntad’; la ofrenda de nuestro corazón, de nuestro yo, de nuestra vida toda, de
nuestra obediencia de fe, del cumplimiento de su voluntad en todo momento. Vivir
como esos consagrados que somos, como esos santos tal como nos llama San Pablo.
Feliz, Pacífica y Fructífera Semana.
Un fraterno abrazo. José Gabriel.
PALABRA
en carne VIVA
3 Domingo
Ordinario (A)
Con Jesús llega la luz
y se disipan las tinieblas
Is. 8, 23-9, 3;
Sal. 26;
1 Cor 1,10-13.17;
Mt. 4, 12-23
En la navidad escuchamos que ‘la
Palabra era la Luz y que la Luz vino a las
tinieblas…’ Ese ha sido un mensaje repetido desde entonces muchas veces de una
forma o de otra en la Palabra que hemos ido escuchando y podríamos decir que de
alguna manera es el mensaje que hoy escuchamos.
Vuelve a hablársenos de tinieblas y de luz, de manera que incluso la primera
lectura de hoy, del profeta Isaías, es la misma que escuchamos en la noche del
nacimiento del Señor. Y Mateo en el evangelio para hablarnos de lo que significó la
aparición de Jesús anunciando el Reino de Dios en Galilea viene a citarnos también
ese mismo texto. ‘El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; a los que
habitaban en tierra y sombras de muerte una luz les brilló’. Y continúa el evangelista
diciéndonos: ‘Entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: Convertíos, porque está
cerca el Reino de los cielos’.
Ha aparecido la luz que viene a disipar todas las tinieblas. Ha aparecido la vida
que viene a arrancarnos de las sombras de la muerte. Comienza Jesús su predicación,
los signos y las llamadas. ‘Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y
proclamando el evangelio del Reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo’.
Pero había pasado también por la orilla del lago y había invitado a los primeros
discípulos. ‘Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres’.
Es todo un signo de gran significado que Jesús comience por Galilea y en
concreto por Cafarnaún. Podía haber ido directamente al templo y hablar con los
sacerdotes y los maestros de la ley donde se enseñaban las Escrituras; podría haber
comenzado por buscar a personajes influyentes que le hicieran caso y así atrajera a
mucha gente para el Reino de Dios que anunciaba. Sin embargo comienza por ‘la
Galilea de los gentiles’, por Cafarnaún una zona en cierto modo históricamente muy
paganizada. Allí estaban las tinieblas, y allí tenía que comenzar a brillar la luz.
Era el que se había desprendido de su categoría de Dios, no hacía alarde de su
categoría de Dios, sino que se había hecho el último pasando por uno de tantos; había
nacido entre los pobres como un desplazado que no tenía ni sitio en la posada para su
nacimiento, y un día diría que el Hijo del hombre no tenía donde reclinar la cabeza;
era el que se había escondido en la pequeña aldea de Nazaret perdida entre los valles
de Galilea, y ahora se había venido a estar con los pequeños, los pobres, los que
sufren, los pobres y sencillos pescadores del mar de Galilea.
Así brillaría la luz de Dios; la luz que un día había envuelto con su resplandor a
los sencillos pastores de Belén en su nacimiento; la luz que comenzaría ahora brillar
en la Galilea de los gentiles pero no desde la fuerza del poder o de las grandezas, sino
desde la misericordia y el amor de quien se compadecía de los que andaban como
ovejas sin pastor y de quien ofrecía ese amor y misericordia hecho salud, hecho
perdón y hecho vida a quienes quisieran escucharle y seguirle.
¿Quiénes iban a ser sus primeros seguidores y compañeros de camino? Unos
humildes pescadores que se entregaban con todo afán a sus tareas de la pesca, pero
en cuyo corazón había comenzado a arder la esperanza cuando le escuchaban
anunciar el Reino Nuevo que estaba llegando, y en quienes surgiría el fuego de la
generosidad y de la entrega para dejarlo todo y seguirle porque comprendían que era
algo grande lo que les anunciaba y a lo que les invitaba.
‘Pasando junto a la orilla del lago de Galilea vio a dos hermanos, a Simón al que
llaman Pedro y a Andrés su hermano, que estaban echando el copo en el lago, pues
eran pescadores… y más adelante, vio a otros dos hermanos; a Santiago, hijo de
Zebedeo, y a Juan que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su
padre… venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres…’
Las tinieblas comenzaron a disiparse en sus corazones porque en ellos nacía la
generosidad y la disponibilidad. ‘Inmediatamente dejaron las redes y la barca y lo
siguieron’. Comenzaba una tarea nueva para ellos, pero era algo luminoso porque era
estar con Jesús. Tenía que haber una alegría nueva en sus corazones como decía el
profeta: ‘Acreciste la alegría, aumentaste el gozo; se gozan en tu presencia como gozan
al segar…’
¿Será esa nuestra alegría también? ¿Sentiremos en verdad que Jesús es esa luz
para nuestra vida que nos arranca de las tinieblas? Creo que al escuchar hoy esta
Palabra del Señor a eso tendría que conducirnos. A encontrarnos con esa luz, a
llenarnos de esa alegría; a disipar todo lo que sea tinieblas en nuestra vida desde el
encuentro con Jesús. Y es que encontrarnos con Jesús y tener la disposición de
seguirle es la alegría más grande que podamos alcanzar. Que sintamos de verdad la
alegría de la fe, la alegría de seguir a Jesús.
Ojalá tuviéramos nosotros el ardor de la generosidad y de la disponibilidad que
tuvieron aquellos primeros discípulos. No es fácil como no les fue a ellos, porque
muchas veces los veremos a lo largo del evangelio aún con resabios de tinieblas en su
vida cuando pensaban quizá en primeros puestos o estaban midiendo hasta donde
llegaba su entrega y los beneficios que pudieran alcanzar. ‘Y a nosotros que lo hemos
dejado todo por seguirte, ¿qué nos va a alcanzar, qué vamos a ganar?’, se preguntaban
alguna vez. Y es que la tentación de las tinieblas siempre nos está acechando.
Pueden aparecernos muchas tinieblas que nos llenen de tristeza, pero sabemos
que Jesús es nuestra luz y nuestra alegría. También como les sucedería a los
discípulos en el largo camino que hicieron con Jesús a nosotros nos pueden aparecer
las tinieblas de la duda, de la envidia, del orgullo, de las discordias, de las
aspiraciones egoístas, del individualismo y hasta de las divisiones. San Pablo llama la
atención de la Iglesia de Corinto en la que iban apareciendo cosas así. Pero que
prevalezca la luz sobre la oscuridad en nuestra vida; que no abandonemos nuestra fe
en Jesús y desde ahí encontremos fuerzas para mantenernos siempre en su luz.
Pero, bueno, intentemos ponernos en marcha tras Jesús para conocerle y
seguirle, para aprender de su amor y amar con un amor como el de El, para llenar de
verdad nuestro corazón de esperanza desde la Buena Nueva del Evangelio que
escuchamos, para que lleguemos a comprender el camino de cruz que quizá tengamos
que tomar. Pero aunque nos puedan aparecer las tinieblas de la duda, que al final nos
reafirmemos en nuestro deseo de estar con Jesús, porque seamos capaces de decir
como diría un día Pedro ‘Señor, ¿adónde vamos a acudir si tu tienes palabras de vida
eterna?’
‘El Señor es mi luz y mi salvación'. ¿A quién temeré?... ¿qué me hará temblar?’
fuimos diciendo el salmo responsorial. Que gocemos en verdad de la dicha de su luz,
de su presencia, de su vida.
Feliz, Pacífica y Fructífera Semana.
Un fraterno abrazo. José Gabriel.
PALABRA
en carne VIVA
Presentación del
Señor en el Templo
3 Domingo Ordinario (A):
La Presentación en el Templo
un anuncio de Pascua
Mal. 3, 1-4;
Sal. 23;
Hebreos, 2, 14-18;
Lc. 2, 22-40
Este domingo coincide con la celebración litúrgica de la Presentación del Señor
en el Templo. Esta fiesta tiene aún rememoraciones de la Navidad, pero de alguna
manera puede ser anticipo y anuncio de Pascua; nos recuerda ofrendas y sacrificios
de acción de gracias como los ofrecidos en el templo de Jerusalén con motivo del
nacimiento de todo primogénito varón que había de ser consagrado al Señor, pero nos
está adelantando lo que va a ser el sacrificio definitivo del Cordero Pascual.
Por otra parte nos aparece la figura de María a la que se le está anunciando la
Pascua desde el propio nacimiento de su hijo, y que para nosotros los canarios tiene
un significado especial esa presencia de María porque a ella la contemplamos en todo
lo que ha representado y seguirá representando su figura de Candelaria, de portadora
de la luz para nuestra tierra y nuestra fe.
La liturgia de este día que ya ha tenido un significativo inicio con la bendición de
las candelas y esa procesión luminosa hasta el altar al encuentro del que viene como
luz de las naciones, nos ofrece por otra parte un salmo en medio de la proclamación
de la Palabra con ciertos aires de triunfo y de gloria. ‘¡Portones, alzad los dinteles, que
se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria! ¿quién es ese Rey de
la gloria?’
Si hubieran sido conscientes los sacerdotes y levitas del templo, como lo fueron
el anciano Simeón y la profetisa Ana, de quién era aquel niño que en brazos de José y
María era presentado al Señor con la ofrenda de los pobres, un par de tórtolas o dos
pichones, hubieran mandado a llamar a todos los cantores del templo de Jerusalén y
hubieran convocado al pueblo para aclamarle con este salmo de triunfo.
Aquel niño no era solamente el hijo de aquellos galileos pobres que ahora venían al
templo como mandaba la ley de Moisés para hacer la presentación y la ofrenda sino
que aquel niño era en verdad el Señor al que había que aclamar y recibir. Era el que
había anunciado el profeta. ‘De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros
buscáis, el mensajero de la Alianza que vosotros deseáis: miradlo entrar’. Los ángeles
en su nacimiento así lo habían anunciado a los pastores, ‘en la ciudad de David os ha
nacido un salvador, es el Mesías, es el Señor’. Claro que tenemos que cantar con el
Salmo: ‘Que se alcen las antiguas compuertas, va a entrar el Rey de la gloria’
Pero allí estaba sí aquel niño primogénito por quien se iba a pagar la ofrenda de los
pobres, pero que en verdad era el Cordero que se iba a inmolar y que un día sería
señalado como el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Era el Sacerdote,
el Pontífice, pero era también la Víctima que se iba a ofrecer, como Cordero
inmaculado del que eran signos aquellos corderos que cada pascua se inmolaban y se
comían. Este si que es el verdadero Cordero, que se inmola, que nos quita el pecado,
pero que además se nos da en comida cuando se nos da en la Eucaristía.
Por eso decía que tiene esta celebración rememoraciones de la navidad, pero
tiene también esa connotación pascual, porque además así se estará anunciando a
María proféticamente por aquel anciano Simeón. Anciano que recogía en sí lo que eran
todas las esperanzas de Israel, el deseo profundo de todos los corazones que quieren
sentir a Dios, vivir su salvación. ‘Hombre honrado y piadoso que aguardaba el
Consuelo de Israel y en quien moraba el Espíritu Santo’.
Hombre de fe y de esperanza firme que confiaba poder ver un día con sus ojos al
Salvador porque así se lo había revelado el Espíritu en lo hondo de su corazón. Allí
estaba siendo testigo, el más cualificado lleno como estaba del Espíritu del Señor, de
la entrada del ‘mensajero de la Alianza’, de aquel en cuya sangre se iba a realizar la
Alianza nueva y eterna, la Alianza definitiva.
El sería el que anunciaría a María la Pascua. ‘Mira: Este está puesto para que
muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida; así quedará
clara la actitud de muchos corazones. Y a ti una espada te traspasará el alma’. María
feliz y dichosa por ser la Madre del Señor, feliz y dichosa por su fe y porque ha
plantado como nadie la Palabra de Dios en su corazón se convertirá en Madre
dolorosa, porque si ahora está con su hijo haciendo esta primera ofrenda al Padre ¿estará diciendo Jesús lo que nos dice la carta a los Hebreos, ‘aquí estoy, oh, Padre,
para hacer tu voluntad’? –; pero María estará también en el momento supremo de la
Pascua, en el momento de la ofrenda definitiva de la Sangre de la Nueva Alianza en el
Altar de la Cruz junto a su Hijo, el Pontífice y Sacerdote, pero junto a su Hijo que es
también la Víctima, Cordero Inmaculado que se ofrece al Padre.
Y a María la contemplamos hoy conduciéndonos a Jesús. En sus manos está la
luz, porque en sus manos está Jesús. Con su Si hizo posible la encarnación del Verbo
de Dios en sus entrañas y que el Enmanuel estuviera con nosotros. En sus manos
está la luz porque ella siempre nos lleva hasta Jesús para que en El encontremos la
Palabra de vida y nos llenemos de su salvación.
Bendita imagen de María con la luz en sus manos fue la primera misionera en
estas tierras porque hacía mirar a lo alto para que viendo en ella la Madre del Sol,
pudiera un día contemplar a quien era el verdadero sol, la verdadera luz de nuestra
salvación. Así esa imagen bendita de María fue la primera misionera, la que preparó
los caminos cual precursora para que un día pudiéramos conocer, seguir y amar a
Jesús.
Así ha estado María siempre presente entre nosotros y así surge esa devoción
filial a la Madre que nos cuida y nos protege y nos alcanza la gracia salvadora del
Señor para nosotros. Es la Madre más hermosa que tenemos y a quien amamos desde
lo más profundo de nuestro corazón porque es la Madre del Señor y porque es nuestra
Madre. Que no se enturbie ni se difumine nunca esa presencia de María de Candelaria
entre nosotros, que no la desterremos nunca de nuestro corazón. Tenemos que cuidar
mucho nuestra devoción a María, purificándola quizá de muchas impurezas y
confusiones, y manteniendo lo más puro posible nuestro amor a María.
Que nos dejemos iluminar por su luz que no es otra que la de Cristo. Hemos
comenzado hoy con la liturgia en esa procesión de entrada con nuestras luces
encendidas porque queremos que así el Señor nos encuentre cuando venga a nosotros
porque mantengamos encendida nuestra fe, porque en verdad resplandezcamos
siempre por nuestras obras de amor, y así nos haga pasar al Banquete eterno de su
gloria, al Banquete del Reino de los Cielos; podamos ser presentados ante el Señor con
el alma limpia, como pedíamos en la oración litúrgica.
Que María nos ayude a mantenernos en esa fe, en ese amor y en esa santidad.
En la jornada de la vida consagrada , que también se celebra hoy, oramos por
tantos hombres y mujeres que por entero han dicho sí a Dios y le han entregado sin
reservas ni condiciones sus vidas.
Feliz, Pacífica y Fructífera Semana.
Un fraterno abrazo. José Gabriel.
PALABRA
en carne VIVA
5 Domingo
Ordinario (A)
Construyamos un mundo con sabor y lleno de luz,
llevémosle a Jesús
Is. 58, 7-10;
Sal. 111;
1Cor. 2, 1-5;
Mt. 5, 13-16
‘A esto le falta sal, no sabe a nada’, habremos dicho en más de una ocasión. O
‘qué oscuro está este lugar, necesitaría unas luces para poder ver por donde se camina’.
Al escucharme estas frases podemos estar pensado en una comida que nos ha salido
insípida o podemos pensar en un lugar cualquiera al que le harían falta unas luces
para poder caminar sin peligro en la noche. Pero seguro que podríamos estar
pensando en algo más, que no sea referirnos a una comida o a unas luces en la calle.
Creo que es en lo que quiere hacernos pensar hoy la Palabra de Dios que se nos ha
proclamado. Porque realmente nos está diciendo Jesús que nosotros tenemos que ser
esa sal y esa luz. Mal nos podrían disolver en un alimento o ponernos de luminarias
en una vía. Pero sí nos dice Jesús: ‘Vosotros sois la sal de la tierra… vosotros sois la
luz del mundo…’
Después de habernos proclamado el mensaje de las Bienaventuranzas como
escuchamos el pasado domingo, hoy nos viene a decir esto Jesús. Y que la sal no se
puede desvirtuar, perder su sabor, ni la luz se puede ocultar, sino que tiene que dar
sabor y tiene que alumbrar. Gran mensaje y gran exigencia nos está planteando
Jesús.
Triste sería que nos dijeran que al mundo le falta sabor porque nosotros no se lo
hemos sabido dar. Aunque hemos de reconocer que desgraciadamente nuestro mundo
cada vez más en muchos va perdiendo ese sabor de Cristo. Somos conscientes de
cómo muchos van perdiendo el sentido de una religiosidad auténtica, pero cómo
también se van perdiendo los valores cristianos en nuestra sociedad. Cuántas
violencias, cuántos resentimientos, cuánta venganza, cuánto odio, cuánto
individualismo… Pero eso ha de hacernos sentir inquietud en nuestro corazón.
Creer en Jesús y ser su discípulo para seguirle significaría que tanto nos hemos
impregnado del mensaje del Reino de Dios, del mensaje del Evangelio que tendríamos
que ser como quienes tanto se han empapado de una fuerte colonia que vamos
dejando el rastro de su olor allá por donde quiera que vamos. Pero que no es sólo olor,
aunque ya san Pablo nos dirá también que tenemos que dar ‘el buen olor de Cristo’,
sino que nosotros hemos de ser como la sal que se diluye de tal manera en nuestro
mundo, en quienes nos rodean, que van a adquirir un nuevo sabor, el sabor y el
sentido de Cristo.
Esto claro, tiene sus exigencias para nuestra vida. Porque no vamos a llevar
nuestro sabor sino el de Cristo, no vamos a llevar nuestra luz sino la de Cristo. Es así,
entonces, como tenemos que empaparnos nosotros de ese sabor de Cristo y de su
evangelio. Eso significará cómo tenemos que estar unidos a Cristo, cómo tenemos que
dejar conducir por su Espíritu.
Para ser esa sal que lleve el sabor de Cristo allí donde estemos tenemos que
cada día más dejarnos transformar por el Espíritu del Señor. Eso entraña ese cultivo
de nuestra vida espiritual y cristiana en la escucha de la Palabra, en la oración, en ese
crecimiento espiritual. No podemos dejar que esa sal que tenemos que ser se
desvirtúe, pierda sabor.
Por eso, siempre espíritu de superación y crecimiento. De ahí que nos revisemos
continuamente para no decaer en rutinas y frialdades. Porque si no nos cuidamos
espiritualmente también podemos enfriarnos y ya sabemos en que termina una
frialdad espiritual. Es necesario estar atentos para vivir intensamente todas esas
virtudes y valores cristianos. Y eso tenemos que hacerlo en todas las etapas de
nuestra vida, seamos jóvenes o seamos mayores, en cualquier situación.
Cuando Jesús nos ha dicho que tenemos que ser luz, ha terminado diciéndonos:
‘alumbre así vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den
gloria a vuestro Padre que está en el cielo’. Tenemos que iluminar y serán nuestra
buenas obras, las obras de nuestro amor las que harán resplandecer nuestra luz.
De forma muy concreta nos ha hablado el profeta Isaías. ¿Cómo romperá a
brillar nuestra luz para hacer desaparecer toda oscuridad? ‘Parte tu pan con el
hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que ves desnudo, no te cierres a tu
propia carne’, nos dice. Más adelante continúa: ‘cuando destierres de ti la opresión, el
gesto amenazador y la maledicencia… brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se
volverá mediodía’.
Son las obras del amor las que tienen que resplandecer para hacer desaparecer
toda oscuridad. Cuánto negativo tenemos que quitar y purificar de nuestra vida:
egoísmo, maldad, malos tratos, violencia, insultos, envidias y resentimientos, orgullos
que nos envanecen, desprecios que humillan a los demás, malos gestos que pueden
herir a los que nos rodean, injusticia, corrupción, hipocresía, mentira… todo eso son
sombras y oscuridades que fácilmente se nos pueden meter en la vida. Tenemos que
revisarnos, como decíamos antes, porque algunas veces nos cegamos tanto que no nos
queremos dar cuenta de lo negativo que podamos tener.
A la contra, actuando en positivo, tiene que resplandecer nuestra generosidad,
nuestra capacidad de desprendernos de lo nuestro para compartir; hemos de tener un
corazón puro y limpio para abrirlo generosamente con amor y seamos capaces de ser
siempre acogedores con los demás; la compasión y la misericordia han de ser tan
fervientes en nosotros para ser siempre comprensivos con los otros, dispuestos
siempre a perdonar y a disculpar, a mirar siempre en positivo a los que nos rodean y
ser colaboradores generosos en todo lo bueno que hay o se puede hacer a nuestro
lado.
Qué mundo tan feliz lograríamos si fuéramos capaces de impregnar de este
sabor del amor, este sabor de Cristo a cuantos nos rodean. Ese tendría que ser
siempre nuestro compromiso, nuestra tarea. Así estaríamos llevando la luz de Cristo a
nuestro mundo. No nos quejaríamos de oscuridades, como decíamos al principio, y
todo tendría otro sabor más gustoso porque nos haría felices a todos.
Y eso no es necesario ir muy lejos para realizarlo. Empecemos ahí donde
estamos, en la familia, en donde realizamos nuestra convivencia, en el círculo de
nuestros amigos o nuestros vecinos, en nuestro lugar de trabajo. Vayamos poniendo
esos granitos de sal y de luz, con esa palabra buena, con ese gesto de cariño y
amistad, con ese compartir generoso ante cualquier necesidad.
Seremos buena sal, seremos hermosa luz. Nuestro mundo sería mejor.
Estaríamos plantando así a Jesús y el Reino de Dios en nuestra sociedad.
Feliz, Pacífica y Fructífera Semana.
Un fraterno abrazo. José Gabriel.
PALABRA
en carne VIVA
6 Domingo
Ordinario (A)
En camino hacia la plenitud
del mandamiento del Señor
Eclesiástico, 15, 16-21;
Sal. 118;
1Cor. 2, 6-10;
Mt. 5, 17-37
‘Dichoso el que camina en la voluntad del Señor, con vida intachable, guardando los
mandamientos del Señor, buscándolo de todo corazón’. Así rezábamos en el salmo. Es
nuestra oración. Creo que ese es nuestro deseo, buscar de todo corazón al Señor, caminar
buscando siempre su voluntad.
Jesús nos habla hoy de plenitud en el cumplimiento de la ley del Señor. Quienes
escuchábamos llenos de esperanza el mensaje de las bienaventuranzas, sentíamos que
por eso mismo teníamos que ser luz y sal en medio de nuestro mundo, con el resplandor y
el sentido nuevo de nuestra vida. Se puede pensar a veces en revoluciones que todo lo
cambien poco menos que queriendo partir en todo de cero.
Se suele decir que Jesús es un revolucionario. Muchas veces escuchamos ese
sentir. Jesús es cierto que viene a hacer un mundo nuevo, el Reino de Dios que el anuncia
desde el principio, pero al mismo tiempo que nos enseña actitudes nuevas que todo tienen
que transformarlo, sin embargo nos dice que El no ha venido a abolir la ley sino a dar
plenitud. ‘No creáis que he venido a abolir la ley los y los profetas; no he venido a abolir
sino a dar plenitud’.
Era la ley del Señor que en el Sinaí a través de Moisés se les había dado de parte de
Dios con el que habían hecho Alianza; aquellos profetas eran los enviados de Dios
precisamente para mantener el espíritu de la Alianza y fueran capaces de irla renovando
en sus corazones.
¿Vendría Jesús a abolir todo eso? No tendría sentido, porque era la ley del Señor.
Pero esos mandamientos del Señor con tantas interpretaciones y añadidos quizá había
perdido su hondo sentido o algunos quizá sólo se quedaran en la letra. Jesús viene a dar
plenitud. Jesús viene a darle hondo sentido. Jesús quiere que no nos quedemos
raquíticamente en la letra sino que vayamos más allá para que en verdad envolvamos toda
nuestra vida de ese sentido de Dios.
Por eso nos dice, ‘si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el
Reino de los cielos’. No nos podemos quedar en ritualismos o en literalidades olvidando lo
que viene a ser más importante. Jesús irá desgranando a través de todo el sermón del
monte todo ese sentido nuevo, toda esa plenitud con que hemos de vivir la voluntad del
Señor. No se trata ya solamente de no matar o no cometer adulterio, de no jurar en falso o
de cumplir los votos hechos al Señor. Es algo más hondo, más profundo; algo que tendrá
que envolver con un sentido nuevo toda la vida, todas las actitudes, todo lo que vayamos
haciendo.
‘Se os dijo… pero yo os digo…’ nos irá repitiendo, para que no nos quedemos en
raquitismos, en líneas que pongan límites a ver por lo más bajo posible, sino que sepamos
mirar hacia arriba para buscar siempre lo más alto, lo más grande, lo mejor, la plenitud.
Son las actitudes nuevas del amor que tendrán que reflejarse en mil detalles
pequeños; será la mirada limpia que supera el buscarse a si mismo, para buscar siempre
lo que sea vida, donde brillará siempre el respeto y la valoración del otro por encima de
cualquier pasión egoísta; será la búsqueda en todo momento de reconciliación y
reencuentro y será el evitar el más pequeño detalle que pueda hacer daño bien a nosotros
mismos o bien a los demás; será la autenticidad y la verdad de la vida en la que no hay
engaño y que no necesita de apoyos como muletas para ser creídos o aceptados porque la
verdad y la autenticidad brillarán por sí mismas.
Es una nueva sabiduría la que nos está enseñando Jesús. Una nueva sabiduría que
nos enseña a saborear de modo nuevo nuestra relación con Dios, pero una nueva
sabiduría que nos llevará a ese saber entenderse para vivir una comunión nueva de amor
con los que nos rodean. San Pablo la llama ‘sabiduría que no es de este mundo’, pero que
sin embargo está impresa en lo más hondo de nuestros corazones ‘desde antes de los
siglos’, pero que quizá habíamos oscurecidos desde nuestros intereses egoístas o
pasionales, y que Jesús y su Espíritu han venido a hacer brillar de modo nuevo en
nuestra vida. ‘Dios nos lo ha revelado por el Espíritu’, termina diciéndonos san Pablo.
Son hermosos los detalles, incluso de las cosas pequeñas, con los que nos va
señalando Jesús esa plenitud que le hemos de dar al cumplimiento de la ley del Señor.
Detalles en la paz que hemos de buscar en todo momento, de manera que nos dirá que
esa paz nacida del perdón y de la reconciliación tienen que preceder incluso al culto y la
ofrenda que queramos presentarle al Señor. ‘Si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el
altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda
sobre el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu
ofrenda’.
No podrán haber palabras hirientes en nuestros labios y si en algún momento
surgió algo entre nosotros hemos de procurar arreglarlo antes de que se pueda llegar a
mayores cosas como consecuencia de esa espiral de violencia en la que somos tan fáciles
en entrar. ‘Si uno llama a su hermano imbécil, tendrá que comparecer ante el tribunal, y si
lo llama renegado, merece la condena… con el que te pone pleito, procura arreglarte
enseguida…’
Ya sabemos lo que nos pasa en situaciones así; ninguno queremos callar ni quedar
por debajo del otro, y a una palabra fuerte surgirá otra más fuerte y así ya sabemos cómo
vamos a terminar. Pero en los hijos del Reino no podrá ser así; los que viven el espíritu de
las bienaventuranzas han de tener otro estilo para poder ser merecedores del Reino de los
cielos.
Hay algo en cierto modo fuerte que nos dice Jesús hoy. Es la lucha que hemos de
hacer contra el pecado y la tentación, contra todo aquello que pudiera ser ocasión o
motivo de pecado para nosotros. Tenemos que arrancarlo de nuestra vida. No podemos
andar con componendas con la tentación o las cosas que pudieran volverse pecaminosas
en nuestra vida.
‘Si tu ojo te hacer caer… si tu mano te hace caer… arráncalo… córtala… que es mejor
entrar tuerto o manco en el reino de los cielos que con los dos ojos o los dos brazos’. Es la
radicalidad con la que tenemos que luchar contra el pecado. Son las actitudes nuevas que
hemos de poner en nuestra vida y los actos buenos en los que han de reflejarse. Son los
vicios que tenemos que arrancar y las virtudes en las que hemos de brillar.
No es necesario que sigamos entrando en más detalles en nuestra reflexión. Quizá
lo que necesitamos es volver a leer el Evangelio para seguirlo rumiando en nuestro
corazón. Una cosa, cuando nos dispongamos a leer y meditar el evangelio hagámoslo con
fe; primero que nada hagamos una profesión de fe en que es la Palabra del Señor la que
vamos a escuchar, y al mismo tiempo invoquemos al Espíritu Santo para que nos ilumine,
para que allá en nuestro interior podamos ir descubriendo todo eso que nos quiere decir el
Señor y nos lo ayude a comprender y a aplicar de forma concreta a nuestra vida.
‘Que busquemos siempre las fuentes de donde brota la vida verdadera’, vamos a
pedir en las oraciones de la liturgia. Esas fuentes de gracia las tenemos en el Señor, en su
Palabra, en los Sacramentos. Acudamos a beber el agua viva que nos da la vida
verdadera. Nos sentiremos en verdad renovados en el Señor.
Feliz, Pacífica y Fructífera Semana.
Un fraterno abrazo. José Gabriel.
PALABRA
en carne VIVA
7 Domingo
Ordinario (A)
La sublimidad del amor para perdonar,
para amar e, incluso, orar por todos
Lev. 19, 1-2.17-18;
Sal. 102;
1Cor. 3, 16-23;
Mt. 5, 38-48
‘Yo soy amigo de mis amigos’ es una frase que
escuchamos decir en muchas ocasiones a quienes
quieren expresarnos su bondad o buena voluntad. ‘Yo
ayudo al que me ayuda… soy bueno con los que son
buenos conmigo…’ solemos decir también. Está bien
quizá para definirnos en los perfiles de las redes
sociales cibernéticas, pero si lo tratamos de entender a la luz del evangelio que hoy
hemos escuchado nos damos cuenta de que nos quedamos pobres.
Con ser ya algo bueno todo eso que expresamos el amor cristiano es algo mucho
más sublime. Como nos dirá Jesús ‘si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Si
saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario?’ Eso lo hace
cualquiera. La meta y el ideal que nos propone Jesús es bien alto. Ya nos había dicho
el Levítico ‘Sed santos, porque yo, el Señor, soy santo’. Ahora nos dice Jesús: ‘sed
perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto’. Lucas en su evangelio por su parte
nos dice: ‘Sed misericordiosos, compasivos como vuestro Padre es compasivo’.
Y ¿qué es lo que hemos dicho en el salmo? ‘El Señor es compasivo y
misericordioso’. El Dios del amor y de la misericordia es nuestro modelo. El Dios que
siempre nos está manifestando su amor y su misericordia es el que llenará también
nuestro corazón de amor y de misericordia.
Claro que en la cabeza quizá podemos tenerlo muy claro, pero en el día a día de
nuestra vida cuando nos vamos encontrando y conviviendo con los que nos rodean,
familiares, amigos, vecinos, compañeros de trabajo, gente con la que nos vamos
tropezando por la calle o en nuestra vida social, ya nos costará más. Cuando le
ponemos rostro a ese amor, cuando le ponemos nombre y apellidos a las personas a
las que tenemos que amar, cuando las contemplamos con sus luces o con sus
sombras hay que hacer un esfuerzo para vivir un amor como el que nos enseña Jesús.
Nos habla Jesús de quienes nos ofenden o hacen daño, de aquellos que quizá
nos caen mal o son exigentes con nosotros y nos reclaman, o de aquellos a los que
podríamos considerar enemigos y nos pone la antítesis de lo que habitualmente
hacemos y de lo que quiere El que aprendamos a hacer. ‘Habéis oído que se dijo… yo,
en cambio, os digo…’ ¡Con qué autoridad nos habla Jesús! Puede hacerlo. Es nuestro
Maestro. Es el Verbo de Dios, la Palabra de Dios.
‘No hagáis frente al que os agravia…’ Es una nueva manera de hacer las cosas.
Es la respuesta del amor a la violencia. Es la respuesta de la generosidad frente a la
exigencia y al egoísmo. Es la respuesta de la concordia frente al que quiere dividir o
enfrentar. Es la respuesta del amor y del perdón a la venganza o al resentimiento.
Desarmemos las armas de la violencia, del egoísmo, de la división o de la venganza
con el bálsamo del amor, de la generosidad y del perdón.
Rompe Jesús la ley del talión para sembrar en nosotros unas actitudes nuevas
de amor, generosidad, misericordia y compasión. Aunque solemos considerar la ley del
talión como una concesión a una venganza sin límites que aparentemente me diera
derecho en la venganza a hacer todo el daño posible a quien me haya tratado mal,
realmente la ley del talión, entendámoslo bien, ya era en sí una limitación a esa
venganza ilimitada, porque en justicia sólo se podría hacer daño al otro en la misma
medida en que me haya hecho daño a mí. De ahí lo del ‘ojo por ojo y diente por diente’.
Pero Jesús quiere romper totalmente esa espiral de venganza justiciera y de violencia,
poniéndonos en camino de otras actitudes de misericordia, compasión y perdón,
nacidas de un amor verdadero.
‘Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen…’ No cabe en el
camino del Reino el odio y el rechazo del otro porque no sea del grupo de los amigos o
de los que piensen o actúen como yo. El amor ha de tener una categoría universal y
nadie puede quedar excluido. Y si aún te cuesta amar al otro cuando le has puesto
nombre y puede resultar ser un enemigo o contrincante, reza por él. Cuando se sea
capaz de rezar por el otro aunque no sea de mis amigos, o incluso de mis enemigos, ya
estaré comenzando a ponerle en mi corazón y al final terminaré amándole. Claro que
cuando entramos en estas categorías del amor se están comenzando a desaparecer las
listas de los considerados como enemigos, porque a quien se ama nunca se le podrá
ya considerar como un enemigo.
Y es que hay una razón muy poderosa. Esas personas están en el corazón de
Dios, son amados de Dios, porque Dios ama a todos, ¿por qué no les voy a amar yo
también? Intentemos, pues, irlos poniendo en nuestro corazón, en nuestras entrañas,
siendo capaces de ponerles en nuestra oración, y así llegaremos amar también
entrañablemente como nos ama Dios. ‘Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el
cielo, que hace salir el sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos’.
Son las sublimidades del amor cristiano, de un amor al estilo del amor de Jesús.
Es así el amor que Dios nos tiene. Es así la ternura de Dios, de un Dios que nos ama
desde lo más hondo de sus entrañas, nos ama entrañablemente. ‘El Señor es
compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; no nos trata como
merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas… como un padre siente
ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles’. Así hemos rezado en el
salmo. Que no sean solo unas palabras que hayamos dicho, sino que sea algo que
tengamos bien anclado en nuestra vida.
Es lo que recordamos al principio y nos decía Jesús. ‘¿Qué hacéis de
extraordinario? ¿Qué premio tendréis si solo amáis a los que os aman…’ De ahí esa
invitación de Jesús que nos hace entrar en un camino de mayor perfección y santidad,
que es entrar en un camino de mayor amor, de más misericordia y compasión. ‘Seréis
santos, porque yo, el Señor, soy santo… y no odiarás sino amarás, no guardarás rencor
sino que al menos amarás a tu hermano como a ti mismo’, como decía el Levítico.
Aunque Jesús, cuando nos propone ese camino de perfección como la del Padre
del cielo, nos llegará a decir que tenemos que amar como El nos ha amado. Y entonces
sí entenderemos toda esa sublimidad del amor que nos pide Jesús. Es que no vamos a
hacer otra cosa que amar con su amor. Será su Espíritu en nosotros quien nos dé
fuerza y haga posible en nosotros un amor así
Feliz, Pacífica y Fructífera Semana.
Un fraterno abrazo. José Gabriel.
PALABRA
en carne VIVA
8 Domingo
Ordinario (A)
¿Qué es lo que merece en verdad
todo el afán de nuestra vida?
Is. 49, 14-15
Sal. 61;
1Cor. 4, 1-5;
Mt. 6, 24-34
Parece que hoy en la vida todos andamos agobiados y con prisas. Hoy se vive un
ritmo trepidante y casi no nos podemos detener porque hay muchas cosas que hacer. Si
nos encontramos con alguien que se toma las cosas con calma y no pierde la paz hasta
nos parece un ‘bicho raro’ porque hasta parecería que nos diéramos más importancia por
dar la impresión que estamos muy ocupados.
Hay diversas formas de sentirse agobiados. Es cierto que algunas veces nos surgen
problemas a los que vemos difícil solución y todo se nos vuelve oscuro, o nos aparece una
enfermedad o un accidente, y eso nos desestabiliza. Pero quizá otras veces el agobio nos lo
buscamos nosotros por una parte en ese afán de tener más que muchas veces nos
persigue, o porque queremos aparentar de una forma u otra en nuestra posición o nuestra
figura o no sé qué cosas buscamos a veces, y también porque perdemos la paz fácilmente
al enfrentarnos a lo que deseamos o buscamos si no lo alcanzamos, o por los problemas
que nos afectan; o vivimos agobiados también porque podemos haber perdido los puntos
de apoyo de nuestra fe o nuestra esperanza.
Hoy hasta cuatro veces en el texto del evangelio Jesús nos dice que no andemos
agobiados. ‘No estéis agobiados por la vida, pensando que vais a comer o beber, ni por el
cuerpo pensando con qué os vais a vestir - que nos lo dice dos veces - … ¿quién a fuerza de
agobiarse podrá añadir una hora al tiempo de su vida?... ¿por qué os agobiáis por el
vestido?... no os agobiéis por el mañana…’
Tendríamos que pararnos un poco y preguntarnos por qué son esos agobios con
que andamos en la vida. ¿No será que de alguna manera hemos perdido libertad interior y
andamos como esclavizados por las cosas, por el tener o por el aparentar? Algunas veces
parece que no creemos ni en nosotros mismos, ¡cuánto más quizá hemos perdido la fe, la
confianza, la esperanza en el Dios que nos ha dado la vida y nos ama! Sin esa fe y esa
esperanza, qué dura se nos puede volver la vida.
De entrada Jesús nos ha dicho que ‘nadie puede estar al servicio de dos amos.
Porque despreciará a uno y querrá al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará
caso del segundo’. Pero terminará Jesús sentenciando en ese momento: ‘No podéis servir a
Dios y al dinero’. ¡Cuántos apegos del corazón! Lo podemos llamar dinero, o lo podemos
llamar cosas que tenemos aunque algunas veces parece que las cosas nos tienen a
nosotros por lo esclavizados que de ellas estamos, o lo podemos llamar también
apariencias, lujo, vanidad, amor propio y muchas cosas más.
Hoy quiere Jesús que nos liberemos de todas esas cosas para poder vivir en paz.
Nos está invitando en todo el evangelio a poner nuestra confianza en Dios que es nuestro
Padre que nos ama. Dios alimenta a las aves del cielo, viste de belleza a los lirios del
campo y de color a las hierbas y flores de la naturaleza y nos dice, ‘¿no valéis vosotros
más que todas esas cosas?... Ya sabe vuestro Padre del cielo que tenéis necesidad de todo
eso…’ Es una invitación a confiar en la providencia amorosa de Dios.
¿Significa eso que tenemos o podemos desentendernos de nuestra obligaciones y
responsabilidades y olvidar todos nuestros trabajos? De ninguna manera. Tenemos una
vida en nuestras manos y tenemos que vivirla y hacerlo con intensidad; tenemos unas
responsabilidades con nosotros mismos, con la familia, y también con la sociedad y el
mundo en que vivimos. Podemos pensar y recordar que en la creación Dios ha puesto la
vida y el mundo en nuestras manos y es responsabilidad nuestra el hacerlo progresar y
hacer que todos seamos felices en él. El trabajo que realizamos no es simplemente una
carga o castigo por el pecado – eso será quizá su dureza – sino una responsabilidad que
nos ha confiado desde la misma creación y un mandato que Dios nos ha dado.
Pero esa responsabilidad no puede ser nunca un agobio ni causa de pérdida de la
paz interior. Esos aspectos negativos nos aparecen cuando perdemos el sentido de
nuestra vida y quizá no buscamos lo que verdaderamente es importante; cuando nos
dejamos arrastrar por nuestros egoísmos y nuestras ambiciones con las que queremos
quizá ponernos como en pedestales para no estar nunca por debajo del otro o para
alardear de lo que somos o tenemos.
La revelación que Jesús nos está haciendo de Dios dará sentido, valor, fuerza a
nuestra vida. Todo lo vamos a mirar con ojos distintos desde que nos sentimos amados de
Dios. Nos vamos a encontrar con un sentido distinto para todo lo que hacemos o vivimos.
Nuestra vida ya no podrá ser un seguir arrastrándonos por ella sin saber a donde vamos o
el sentido de lo que hacemos. Tampoco tenemos por qué seguir apegados y esclavizados a
lo material y terreno como si no hubiera algo superior por lo que luchar o que dé sentido a
nuestro vivir. Tenemos otras metas que nos llenan de esperanza y nos darán alegría aún
en los momentos duros o difíciles que tengamos que vivir porque nos aceche el dolor o el
sufrimiento o cuando nos veamos envueltos en problemas que nos puedan llenar de
sombras e incertidumbres.
Qué hermoso es sentirnos amados de Dios. Qué gozo el saber que Dios nos ama, es
nuestro Padre y su amor es más grande incluso que el de una madre que nunca llegaría a
olvidar a su hijo. Qué ilusión y esperanza nos da, por ejemplo, lo que nos decía el profeta.
‘¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus
entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré’. Así es Dios. Así es su amor. Dios
Padre-Madre. Somos los hijos de sus entrañas. Así nos ama con amor entrañable.
De ahí, esa confianza en la Providencia de Dios. La Divina Providencia, que decimos
en el Catecismo. Dios, por supuesto, conoce todas nuestras necesidades mejor que
nosotros mismos y se ocupará de ellas si se las dejamos a El. Bien nos lo dice Jesucristo:
“No anden tan preocupados ni digan: ¿tendremos alimento? ¿qué beberemos?, o ¿tendremos
ropas para vestirnos? Los que no conocen a Dios se afanan por eso, pero el Padre del Cielo,
Padre de ustedes, sabe que necesitan todo eso”.
Tenemos la seguridad de que Dios conoce nuestras necesidades y que nos da cada
cosa a su tiempo: “Todas esas criaturas de Ti esperan que les des a su tiempo el alimento.
Apenas se lo das, ellos lo toman, abres tu mano y se sacian de bienes” (Sal. 104, 27-28).
Esta atención amorosa de Dios y el gobierno y la dirección que Dios ejerce en el universo
es lo que se denomina “Divina Providencia”. “Providencia” viene del verbo latino
“providére” que significa “proveer”. Así nos lo enseña el Catecismo.
Sintiéndonos así amados de Dios lo que nosotros tenemos que hacer será buscar su
Reino. Es lo importante y por lo que hemos de darlo todo. ‘Sobre todo buscad el Reino de
Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el
mañana, porque el mañana traerá su propio agobio…’ Será, pues, nuestra esperanza. Será
el sentido de nuestro vivir. Será por lo que en verdad merece que nos afanemos y
luchemos. Será lo que nos dará la más profunda alegría y satisfacción.
En la espera de reencontrarnos el próximo miércoles, para con la imposición de la
ceniza, comenzar personal y comunitariamente el camino de la Santa Cuaresma 2014, te
deseo Feliz, Pacífica y Fructífera Semana.
Un fraterno abrazo. José Gabriel.