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LITERATURA Y CINE
                                  Prof. Dr. Rafael del Moral




                  Conferencia. Alcalá de Henares, 23 de abril de 2004




E
              l hecho social que más ha conmocionado la vida diaria durante el
              siglo que acaba de extinguirse ha sido la popularización del
              séptimo arte, el cine. Aquellas tardes, aquellas historias, aquellas
              imágenes despertaban y exportaban la imaginación, arrastraban
              los espíritus y alimentaban los deseos, las ambiciones, las preten-
siones y las esperanzas. Por entonces, antes de que la televisión fragmentara el
tiempo, una película, la concentración en una película, ocupaba gratamente el
pensamiento desde sus prolegómenos hasta un tiempo indefinido posterior.
Un regodeo en imágenes y formas, un placer estético del recuerdo se instalaba
intensamente en el pensamiento y luego se iba borrando a medida que se dis-
tanciaba en el tiempo.
       Desde entonces ha habido muchos cambios. Hablar de todos ellos, anali-
zarlos y ajustarlos en sus épocas y dimensiones exigiría unas… cuarenta horas…
Afortunadamente no vamos a dedicarle ese tiempo. Unas pinceladas, a veces
certeras, a veces alusivas, a veces persuasivas, y no he querido añadir las sub-
versivas, han de dibujar los variados y complejos encuentros, tan conflictivos
como sugestivos, entre literatura y cine. Nada que ver, en las referencias de
hoy, con los modernos gestos de observar una pantalla de televisión: fragmen-
tados, ansiosos, cambiantes, ociosos, lerdos, torpes, ingratos al fin.
Rafael del Moral

       Entendemos el cine cómo actividad independiente y única, contemplada
ininterrumpidamente, porque así fue concebido, de principio a fin. La acción,
placentera y relajada, exige a veces un esfuerzo, un grado de concentración pa-
ra su seguimiento. La llegada de aquel acto festivo a todos las clases sociales,
popularización que nunca logró el teatro, transformó, como digo, los modos
estéticos del ocio de la humanidad.




                                                                                    2
      Navegaremos por los cauces y veredas que fueron acomodando, herma-
nando, fundiendo al cine con la literatura, hasta convertirlos en expresiones de
un mismo sentimiento artístico. Se produjo esta fusión en tres generaciones de
técnicas y estilos, la distante del cine mudo los primeros pasos del sonoro, la
gran revelación de los años sesenta, y la crisis y refundación acuñada en los
años setenta y que parece extenderse en el tiempo como definitiva.

EL CINE EN LOS GÉNEROS LITERARIOS
Parece ser que la primera creación artística, el primer género literario de los
grupos organizados en sociedades es la poesía. Unir dos o tres o una docena de
palabras que, sin saber por qué conmocionan, es uno de los primitivos placeres
estéticos del hombre. Se apilaron aquellas frases para convertirse en narracio-
nes: los romances castellanos medievales lo fueron, y luego vino el teatro, pa-
dre del cine moderno. A nuestros antepasados les llegó hace ahora unos cua-
trocientos años, y desde entonces fue actividad reservada para quienes tenían
en privilegio de frecuentar las salas, casi como también lo eran los libros. Cer-
vantes nos cuenta que don Quijote vendió gran parte de su hacienda para
hacerse con el privilegio de aquella biblioteca que lo condujo a la locura. Algo
LITERATURA Y CINE

parecido les ha sucedido a muchos cinéfilos del siglo XX con tantas produccio-
nes solo merecedoras de un galardón: el olvido.
       Oír un breve relato en verso en el siglo XIII, escuchar durante un par de
horas el recital de uno de aquellos cantares de gesta en el siglo XIV, asistir a la
representación rememorativa de la navidad o la pasión de Cristo en el siglo XV,
sorprenderse con las comedias laicas de Lope de Rueda en el siglo XVI, asistir a
una representación de Lope de Vega en el XVII, deleitarse entre la clase aris-
tocrática que frecuenta los teatros en el siglo XVIII, gozar, sentir, sufrir con el
Don Juan Tenorio de Zorrilla en el siglo XIX, y pasar una tarde de ensueño y fan-
tasía en el siglo XX, en la oscura sala de un cine, todo ello, todo, tan alejado en
el tiempo, pretende, en la dimensión literaria en que aquí lo tratamos, el mis-
mo fin: la evasión y el placer estético. Algunas películas sobre gánsters, algunos
largometrajes del cine negro norteamericano, son la forma más actual de la
tragedia griega. Un ejemplo con nombre propio podría desvirtuar esta afirma-
ción, pero por la mente de todos pasea alguno de esos dramas del cine negro
norteamericano como El cartero siempre llama dos veces, por hacer una alu-
sión conocida.
       Primero, por tanto, fue la poesía, luego el teatro, el anónimo autor de El
Lazarillo de Tormes inventó, según tantos teóricos, la novela moderna con su          3
capacidad para llegar a la interioridad del personaje, y el último género de la
historia hasta hoy, teñido de imágenes, nació hace aproximadamente un siglo.

NACE EL CINE
El cine brota con el azar de tantos inventos y se pone al servicio del ocio y pla-
cer literario, aunque también algo más. La primera proyección tuvo lugar cinco
años antes del final del siglo XIX. Pocos meses después, el 15 de mayo de 1896,
festividad de san Isidro, un técnico de los hermanos Lumière alquila y acondi-
ciona un local en los bajos del hotel Rusia, situado en la Carrera de San Jeróni-
mo, en Madrid, y proyecta la primera sesión cinematográfica en España. Que el
invento no tenía nada de literario lo muestra el nombre que recibió, una com-
posición de raíces griegas: si foto es luz y cine (kínema) movimiento, el añadido
de grafía creó, de manera simétrica, fotografía y cinematografía, luego abre-
viadas en foto y cine. En octubre de aquel mismo año se rueda en Zaragoza la
Salida de misa de doce de la catedral de El Pilar. Son los primeros minutos del
cine Español.
       Estamos, decíamos, en 1885. Aún no ha muerto Clarín, que lo hará en
1901, ni Galdós que muere en 1920. Pero sí Dikens, y Dumas padre, que vivie-
ron solo hasta 1870, y Dostoiesvski (1881), y Herman Melville (1891), y Alejan-
dro Dumas hijo (1893). Ninguno de estos hubiera podido sospechar las versio-
Rafael del Moral

nes cinematográficas de sus obras. Por entonces eran niños el
norteamericano David Wark Griffith, nacido en 1875, guionista,
productor y compositor de El nacimiento de una nación, el
danés Carl Dreyer (nacido en 1889, autor de La pasión de Juana
de Arco, el estadounidense de origen austríaco Fritz Lang, na-
cido en 1890, director de Metrópolis, el francés Jean Renoir,
nacido en 1894, hijo del impresionista Auguste Renoir y direc-
tor de Comida sobre la hierba o La regla del juego; el también
norteamericano John Ford, (nacido el año del cine, en 1895), y creador de El
hombre tranquilo, y el letón, y luego soviético, Sergei Mikhailovitch Eisenstein,
nacido en 1898 y autor de El acorazado Potemkim.
       Despierta el siglo XX y en medio de la crisis de los sentimientos artísticos,
se alza el joven cine adueñado de un estilo, salpicado de posibilidades. Luis Lu-
mière se contenta con cinematografiar como antes había fotografiado, con una
ciencia discreta de la composición: filma la salida de las fábricas, la entrada del
tren en una estación, Venecia, la coronación del zar Nicolás II… El cine permite
registrar un acontecimiento, desde el más insignificante al más considerable,
en su duración real, dando así cuerpo a la fugacidad misma. El cine fija a razón
de 16, y más tarde de 24 imágenes por segundo. En seguida empiezan a descu-             4
brirse las posibilidades. El nuevo arte ha de alimentarse abundantemente de
los dos géneros literarios mayores: la novela y el teatro. Toma prestado de
ellos su poder de evocación, su capacidad persuasiva, el ensueño, anudado al
apetito que anhela conquistar a una sociedad industrial en pleno desarrollo.
Luego la cinematografía estalla, se multiplica, se introduce en los más recóndi-
tos rincones y se derrama por el mundo con vocación literaria y principios uni-
versales: duración ajustada a lo que un espectador puede soportar sin impa-
cientarse, sin necesidad de fragmentar su atención, personajes que evolucio-
nan, argumento que conmociona, espacio y tiempo. Se ajusta al teatro en ex-
tensión y a la novela en técnica, y añade la imagen. Pero ningún manual de lite-
ratura incluye la cinematografía en su lista de géneros literarios. Todas las uni-
versidades, sin embargo, acabarán por concederle un espacio de estudio, dis-
tinto, especial, separado. Así lo prueba la distancia que formalmente hemos
establecido entre el guión de una obra de teatro, libro frecuente en las librerías
y recomendado en las lecturas de nuestros estudiantes, y el guión de una pelí-
cula, nunca, o muy rara vez, publicado como independiente. El cine, está claro,
no se rebaja para permitir que el lector cree sus propias imágenes.
       Alexandre Astruc, uno de los teóricos más relevantes de los años 40, de-
claró: “Escribir para el cine, escribir películas, es escribir con el vocabulario más
LITERATURA Y CINE

rico que ningún artista haya tenido hasta ahora a su disposición, es escribir con
la materia prima del mundo.”
       Pronto el cine abandonó el realismo para desarrollar la ficción. Los per-
sonajes aparecen y desaparecen, se sustituyen unos a otros, actúan en lo impo-
sible. Es la magia de la literatura. Decía Guillaume Apollinaire que se trataba de
transformar en encantamiento la realidad de lo vulgar: la fantasía, la fiebre alu-
cinatoria, la maravilla… Y pronto, tras la fotografía y la imaginación, el cine des-
cubre su tercera y más fiel función: el relato visual. Es el momento en que cine
y literatura se hermanan. Los italianos entonces inventan la epopeya histórico-
legendaria, construyen las murallas de Troya, despliegan las legiones romanas,
echan cristianos a los leones en los circos y no sé cuantas cosas más. Se trata
de filmar la historia.
       Las primeras muestras del cine sonoro tuvieron lugar, también en París,
en 1927, el año en que en España nacía la famosa generación de poetas. La
nueva promoción de cineastas se llama Luis Buñuel, Jean Vigo, Jean Cocteau y
Jean Renoir. Aquello se inició mediante una filmación especial, un grito silen-
cioso y revolucionario contenía Perro andaluz de Luis Buñuel. Luego rueda en
España Las Hurdes, primer documento cinematográfico sobre la miseria y, en
su amplia filmografía, dos admirables logros de novelas de Galdós: Nazarín y           5
Tristona. Buñuel dio el tono, y abrió los cauces cinematográficos a la poesía. Su
estilo imitado por quienes le siguieron, y también por sus compañeros de viaje.
Entre ellos, el jovencísimo Jean Vigo, sorprendido por una muerte prematura a
los 29 años después de dos películas que nadie entendió hasta muchos años
después: Cero en conducta y La Atlanta. Vigo desnudó la realidad, la hizo tem-
blar, convirtió en angustia tanto lo maravilloso como lo sórdido. Sus imágenes
                                 nos asustan.
                                        El otro cineasta literario, y aún seguimos
                                 en Francia, es Jean Renoir. Renoir descubre la
                                 poesía de París y sus alrededores, el teatro de la
                                 vida, la magia inquietante de la noche, y la fasci-
                                 nación de la narrativa. Y nos desnuda a una so-
                                 ciedad al borde del abismo. Por entonces apare-
                                 ce en España la primera versión cinematográfica
                                 de una novela: Zalacaín el aventurero. Es el año
                                 1927. El nuevo arte se afianza con sólidas raíces.
                                 En 1931 se estrenan quinientas películas en Ma-
                                 drid. En 1932 se constituye la sociedad Cea, Ci-
                                 nematografía Española Americana, y en su con-
                                 sejo de administración aparecen los más conoci-
Rafael del Moral

dos dramaturgos del momento: los hermanos Álvarez Quintero, Carlos Arni-
ches, Jacinto Benavente, Jacinto Guerrero, Juan Ignacio Luca de Tena, Pedro
Muñoz Seca… El cine sonoro parece el patrimonio de los hombres de teatro, y
poco después se añade la nómina de los novelistas. En 1934 se proyecta una
novela de éxito hoy casi olvidada, La hermana san Sulpicio de Armando Palacio
Valdés. La pantalla se acerca a las clases altas, a las bajas, a los sentimientos y a
las conciencias. En 1935 se rueda Angelina o el honor de un brigadier sobre un
guión del dramaturgo de moda, Enrique Jardiel Poncela, que ve en el cine, jun-
to con José López Rubio, Gregorio Martínez Sierra y Edgar Neville un caudal de
posibilidades tan amplio que considera acabado el teatro. A aquel mismo año
pertenece Es mi hombre y La señorita de Trevélez de Carlos Arniches. El fértil
novelista Vicente Blasco Ibáñez se inspiró, con el estallido de la guerra, en te-
mas bélicos, y acabó dando a la imprenta una narración que, en poco tiempo,
lo consagró como una de las cumbres de la literatura occidental de la época. Se
trataba de Los cuatro jinetes del Apocalipsis. La fama de un libro siempre ha
inspirado a los cineastas, y aquella novela, publicada en 1916, se llevó al cine
en 1921. El protagonista era un joven actor norteamericano de origen italiano:
Rodolfo Valentino. Cuarenta años después el relato del escritor levantino ins-
piró otra adaptación cinematográfica, la segunda, de la misma novela, esta vez          6
rodada por el director estadounidense Vicente Minelli.
       Y por aquellos años de desarrollo asistimos a un paso excepcional. En la
ciudad de Marsella un hombre menospreciado por la crítica, pero adorado por
los espectadores, que se inspira en Vigo y Renoir, inventa la expresión libre,
despojada de toda voluntad expresionista. Era hijo de un maestro. Él mismo
empezó siendo profesor, pero de inglés. Luego se inició como novelista, y des-
pués como hombre de teatro. Se llamaba Marcel Pagnol. Su audacia estética
consistió en desposeer al cine de su sesgo aristocrático, y ocupó la pantalla con
el estilo del pueblo, con el decir cotidiano, con la frase diaria y viva, con el in-
genio de las clases populares. En 1935 Marcel Pagnol invitó a Jean Renoir a ro-
dar en decorados naturales, cerca de Marsella, un drama popular, Toni. Con
gran audacia, el famoso marsellés, se atrevió a declarar:
       “El cine mudo va a desaparecer para siempre. Le toca hablar al cine so-
noro. El cine sonoro está al servicio de todas las artes y de todas las ciencias,
pero no ha descubierto ninguno de los fines que podemos sospechar. Solo es
un admirable medio de expresión”.
       El cine neorrealista de los años 1950 y 1960 se inspiró en Pagnol, lo imitó,
y se vio recompensado por el éxito de público y de crítica, y convirtió a aquel
hombre cuestionado en el maestro de ceremonias de una nueva senda que
ahora sí que había contraído matrimonio con los lenguajes literarios.
LITERATURA Y CINE

LA SEGUNDA GENERACIÓN
       Y si la primera generación de cineastas había nacido al mismo tiempo
que el cine, habrá que esperar a los años sesenta para asistir al nacimiento de
la segunda generación.
       Lo sorprendente, lo interesante es que esta renovación se produce en
todos los países a la vez, incluso en aquellos donde la industria del cine estaba
poco desarrollada o no existía.
       Por entonces el cine francés respetaba y se concentraba alrededor de un
crítico, André Bazin, y del equipo de una revista, Cahiers du cinéma. Y desde
América se abría paso la ciudad del cine, Hollywood, donde la filmografía se
renovaba hacia un nuevo rumbo con la llegada del londinense Alfred Hitchcock.
La obra del tímido cineasta inglés es hoy imitada y respetada en todo el mundo.
Hitchcock filmó más de 50 largometrajes. Su teoría cinematográfica quedó re-
cogida en una larga entrevista que realizó y publicó el también director de cine
François Truffaut difundida en España con el título Hitchcock-Truffaut y hoy
                      considerada como una de las obras cumbres de la teoría y
                      técnica cinematográfica. Como los novelistas, como todos
                      los artistas de la ansiedad, como todos los genios, Alfred
                      Hitchcock era un neurótico del arte, y no debió serle fácil    7
                      imponer su genialidad al mundo entero. Y acuñó en sus
                      formas un principio absolutamente literario:
                             «Lo esencial es conmover al público –decía-, y la
                      emoción nace de la manera de contar la historia, de la ma-
                      nera de yuxtaponer las secuencias. »
                             A lo largo de su carrera Hitchcock intentó en sus
mensajes de pantalla que cada momento, que cada segundo fuera un instante
privilegiado. Esa voluntad huraña de mantener la atención cueste lo que cues-
te, y de crear y después preservar la emoción con el fin de mantener la tirantez
entre la pantalla y el espectador, convierte a sus películas en únicas, en inimi-
tables. El lenguaje que él inventó se transformó en un medio poético: su finali-
dad es conmovernos más, persuadirnos, implicarnos. Se encadenaba así el ci-
neasta inglés a los cuatro principios que inspiran el aprecio, el acercamiento del
lector de ficción: el interés propio, la suscitación de emociones, la genialidad y
la posesión de un universo narrativo.
       a) El interés propio, el interés del espectador, es en cine el mismo que el
del lector. Las historias nos interesan en la medida en que se ajustan a nuestras
vivencias. Hay directores de cine y novelistas que, alejados de lectores y espec-
tadores, se muestran encantados de haberse conocido, y cuyas obras merecer-
ían, lo sabemos todos, el fin que tienen tantas y tantas novelas de circunstan-
Rafael del Moral

cias, de esas que desaparecen de las librerías, de las bibliotecas y de la memo-
ria. Pero mientras tanto nos interesa lo nuestro, lo que nos envuelve, lo que
nos afecta, y en la medida en que nos toca. Nos gusta oír o leer historias por-
que nos interesan, para pasar el rato o por la necesidad de evasión. Las histo-
rias, las lecturas, fortalecen nuestra personalidad y nos ayudan a descubrir cuá-
les son nuestros auténticos deseos. Este proceso de maduración y aprendizaje
nos hace sentir placer, un placer estético más individual que colectivo. Las
grandes obras de cine o de literatura tienen tantas interpretaciones como lec-
tores o espectadores y no defienden férreamente una idea. Las grandes obras
tienen esa extraña y raptora capacidad de ajustarse a la medida de quienes se
acercan a ella. El placer buscado en la obra narrativa, con o sin imágenes, es el
placer de pensar, de recrearse en una idea agradable, en el recuerdo de unos
momentos de emoción, de una persona querida, o de un pasaje o secuencia.
Leemos a Dickens, a Galdós, a Stendhal y a Tolstoi y demás escritores de su ca-
tegoría, porque la vida que describen es, por sorpresa para nuestra limitada
visión del mundo, de tamaño mayor que el natural. Contemplamos una película
de autor por los mismos motivos, porque deseamos ampliar el horizonte, por-
que necesitamos observar el mundo con perspectiva más amplia, porque sen-
timos la necesidad de conocer cómo somos mirándonos en el espejo de los              8
otros. El motivo más profundo y auténtico para la lectura personal de tan mal-
tratado canon es la búsqueda de un placer privado y difícil. Hay una versión de
lo sublime para cada lector, para cada espectador.
        b) Veamos en segundo lugar la llamada, el flechazo, la incisión en las
emociones, y también las aproximaciones y correlaciones entre los modos de
despertar la emoción que comparten la novela, el teatro y en el cine. El ejem-
plo, sacado de un principio elemental, lo aporta François Truffaut en su comen-
tario sobre el cine de Hitchcock:
        Un personaje sale de su casa, sube a un taxi y va hacia la estación para
coger el tren. Es una escena normal en el interior de una película media. Ahora
bien, si antes de subir al taxi este hombre mira su reloj y dice: Dios mío, es te-
rrible, nunca llegaré al tren, el trayecto se convierte en una pura escena de
emoción, de sorpresa, de concentración, puesto que cada semáforo en rojo,
cada cruce, cada agente de la circulación, cada señal de tráfico, cada pisada al
freno, cada movimiento de la palanca del cambio de marcha, van a intensificar
el valor emocional de la escena. La evidencia y la fuerza persuasiva de la ima-
gen son tales que el público no se dirá: en el fondo, tampoco tiene tanta prisa,
o bien: cogerá el siguiente tren. Gracias a la tensión creada por el frenesí de la
imagen, la urgencia de la acción no podrá ponerse en duda. La novela lo sugiere
con la palabra. El cine debe persuadir de tal manera, el buen cine ha de captar
LITERATURA Y CINE

la atención el espectador con tanta fuerza que impida que los despreocupados
pelen cacahuetes, que los indiferentes coman palomitas, que los indolentes se
muevan en el asiento, que los enamorados se manoseen, que los despreocupa-
dos o indiferentes sientan la necesidad de mirar el reloj… El principio técnico es
el mismo para la novela.
       c) Hemos hablado del interés propio, hemos hablado de la importancia
del despliegue de la emoción, veamos en tercer lugar el talento del cineasta, así
como el del escritor. Ambos se arrodillan con orgullo ante el lector o el espec-
tador para convertir cada una de sus líneas, cada una de sus escenas, en un
momento privilegiado: sin vacíos, sin manchas, sin simplezas.
       Esta voluntad esquiva de mantener la atención cueste lo que cueste, de
crear, y luego conservar la emoción para mantenerla, encumbra a determina-
dos artistas, y castiga a otros con la indiferencia. El director de cine ejerce su
imperio y su dominio no solo en las crestas o vértices de las historias, sino tam-
bién en las escenas de exposición, en las de transición y en todas las acciones
habitualmente ingratas de las películas. El artista de talento deshecha por
horrible a lo ordinario. Y para huir de lo ordinario, Hitchcock retuerce el cuello
a lo cotidiano. Recuperemos un ejemplo. Un muchacho presenta a su madre a
una muchacha que ha conocido. Naturalmente la chica está ansiosa por agra-            9
dar a la señora que es, tal vez, su futura suegra. Muy sosegado, el muchacho
hace las presentaciones mientras que, algo enrojecida y confusa, la muchacha
avanza tímidamente. La señora, cuyo rostro se ha visto cambiar de expresión
mientras que su hijo terminaba las presentaciones, mira fijamente ahora a la
muchacha, de frente, los ojos en los ojos. Todos los cinéfilos conocen esta mi-
rada puramente hitchcockiana que se posa casi en el objetivo de la cámara. Un
ligero retroceso de la muchacha marca su primer signo de perturbación, y
Hitchcock, una vez más, acaba de desnudar con, con una sola mirada, a una de
esas terribles madres abusivas en las que él es especialista. A partir de ahora,
todas las escenas familiares de la película serán tensas, crispadas, en conflicto,
agudas. Para Hitchcock, como para los grandes novelistas, todo sucede con una
intención que inspira, tinta y enluce toda su obra: se trata de impedir que la
banalidad se instale en la pantalla.
       El autor litero-cinematográfico londinense fue el maestro de toda una
generación. Desde los de más talento a los mediocres miraron atentamente sus
películas, y descubrieron en el conjunto de ellas una obra que examina con
admiración y con deseo, con envidia o con provecho, pero siempre apasionada.
       d) Y en la cuarta reverencia esencial del cine a la literatura, detengámo-
nos en la posesión del universo narrativo. Mucha gente hace un viaje a la ciu-
dad de Praga, lugar muy atractivo durante los últimos años. Si el viajero visita la
Rafael del Moral

ciudad un par de días, guardará en su memoria una idea de ella: sus calles, sus
construcciones, sus gentes, la lengua que ha oído... Si además ha tenido un
buen guía, podrá identificar muchos asuntos más: épocas, evolución de la gen-
te, situación económica y política del país... Si su estancia ha sido de dos sema-
nas, podrá haber entrado con mayor profundidad en el temperamento de la
gente. Si además había aprendido un poco de checo, y ya había leído algo sobre
la historia del país, su universo se agranda. Pero si su estancia ha sido de más
de unas semanas, y también sabe algo o mucho de checo para hablar con la
gente, y ha conocido amigos del país a los que a partir de ahora les va a escri-
bir, y si además ha intimado con un amigo o amiga con mucha más intensidad y
confianza y este amigo le ha presentado a otros amigos, y juntos han salido por
las tardes, han compartido las experiencias habituales de la vida diaria de la
ciudad, y ha oído hablar de sus inquietudes, si todo esto ha sucedido en uno u
otro grado, la ciudad de Praga entra en la vida del individuo como una dimen-
sión más de su mundo. Está en él. Le gustará hablar de ello, recibir noticias de
allí, fijarse en la que los medios de comunicación dan en España, añadir a sus
conocimientos los de la historia del país, sus pensadores, sus escritores, el
mundo político... Habrá creado un universo nuevo que forma parte de su per-
sonalidad, de su manera de ser, de sus deseos e inquietudes. Será el universo        10
de Praga a través de la historia o historias que conoce de sus amigos. Muchos
lectores han sentido algo muy parecido con Guerra y paz de Tolstoi, o La Re-
genta de Clarín o Fortunata y Jacinta de Galdós. Nuestro universo narrativo
como lectores no exige identificación con ninguno de los personajes, pero aca-
bamos conociéndolos mejor que a muchos de nuestros amigos, nos congratula
saber que, como sucede en la vida misma, allí no hay héroes, sino gente con
cualidades y defectos, con modos de ser que atraen y gustaría imitar, y otros
detestables. Acabamos por conocer a Fortunata como al mejor de nuestros
amigos, la descubrimos por las calles de Madrid entre gentes como los Arnáiz,
o los Santa Cruz; conocemos a Maximiliano Rubín y unas veces nos apiadamos
de él, y otras lo ensalzamos o sencillamente experimentamos con él la vida que
le tocó vivir. Nuestro universo narrativo de Fortunata y Jacinta, a cuyas páginas
tantas veces nos hemos asomado los lectores, es uno de los más bellos que
jamás ha proporcionado una novela. Con quienes también la conocen satisface
gusta hablar de ella, jugar a comparar a la gente de la calle con los personajes,
y descubrimos asombrados que sabemos mucho más de los de ficción, cons-
truidos como seres reales, que de los que hemos visto en carne y hueso.
         Ese universo narrativo que proporciona la novela no se vive con la misma
experiencia que el real, pero se instala en nuestro entendimiento como si lo
hubiéramos vivido, se instala en nosotros como se acomoda la experiencia real,
LITERATURA Y CINE

y nos consideramos poseedores de las vivencias como si hubiéramos pasado
por ellas. Conocemos el Madrid de Fortunata, lo tenemos en nosotros, lo po-
seemos y pasamos muchos momentos de nuestras vidas enormemente gratos
gracias a esa parcela tan particularmente brillante de nuestro opulento, media-
no o desmedrado patrimonio cultural.
       Difícilmente cualquier otra experiencia artística alcanza el mismo poder o
goza del semejante privilegio.
       No podríamos caer en el error de dar el ejemplo de una obra cinema-
tográfica para prolongar el efecto de Fortunata y Jacinta. Ninguna película so-
nora, ninguna película de la segunda etapa del cine ha cumplido cien años, nin-
guna, por tanto, ha sido sometida a esa prueba que convierte en clásicos a los
escritores. Pero muchos guardamos en nuestro pensamiento decenas de
ejemplos magistrales. Todos recordamos, tal vez, aunque no voy a citar, por si
no pudiera servir de ejemplo, cual era la película preferida de Borges, la que
inspiraba su universo narrativo. Todos sabemos cuál es esa cinta que colmó
nuestro mundo de ficción, aquella de la que nos gusta hablar y recordar cada
vez que tenemos ocasión. Son los universos narrativos de nuestro patrimonio
cinematográfico.
                                                                                      11
LA TERCERA ÉPOCA
Pasemos a hablar ahora de la tercera época del cine, la que nace, por poner
una fecha orientadora, hacia la década de los setenta.
       Por entonces, tras el rico periodo anterior, se abre una crisis de incerti-
dumbre, de pesimismo. Realizadores, críticos y teorizadores se preguntan por
el papel social que desempeña el cine. Parecería como si fuera un arte que ha
sido capaz de cautivar a las multitudes apropiándose de la fascinación de las
imágenes, del ingenuo bienestar del espectador transportado ahora por bellas
historias y personajes excepcionales. Nace el cine de compromiso, el mensaje
político, la idea al servicio de la lucha revolucionaria. En Francia, Costa-Gravas,
acaba de realizar Z. Es también época de escepticismo, de crisis de valores. La
década de los setenta levanta un muro entre el público y las películas. Los es-
pectadores, que han aprendido a desconfiar de críticas y propagandas, pierden
seguridad. El publico, los productores y los directores asisten a una explosión
de referencias, de gustos y de valores que han de conducir el arte cinematográ-
fico a una nueva mutación.
       Europa por entonces inventó el cine de autor en un acercamiento a los
principios que inspiran la obra de arte, en este caso la obra del arte narrativo
que conjuga dos unidades: la palabra y la imagen. El cine de autor toma como
referencia a algunos realizadores afincados en Hollywood: Alfred Hitchcock (ci-
Rafael del Moral

taremos, por recordar sus principios, Frenesí, Con la muerte en los talones y
Vértigo), el director, y productor Joseph Leo Mankiewicz guionista de casi todas
sus películas, entre ellas Un americano tranquilo y De repente, el último verano.
Ernst Lubitsch, autor de Ser o no ser; John Huston, adaptador de una de las más
clásicas novelas negras, El halcón Maltés y otra de amplia fama, Moby Dick, y,
sin ánimo de cerrar la lista también se inspiran en John Ford, adaptador de Las
uvas de la ira.
                                  Tres franceses de la Nouvelle Vague, de la nueva
                            tendencia, consiguen continuar una obra de autor sin
                            cortar con el público: François Truffaut, Eric Rohmer y
                            Claude Chabrol. Aunque sus películas no siempre han
                            tenido éxito, sí suscitan un interés cada vez más vivo.
                            Guiones ejemplares, personajes densos, situaciones
                            teñidas de sabor que traducen con elegancia y refina-
                            miento la realidad contemporánea.
                                  La obra de Truffaut, recordada en películas como
                            Las dos inglesas y el amor (1971) o La mujer de al lado
                            (1981) es heredera de la de Renoir y la de Hitchcock. El
realismo, la pasión y la efusión lírica están en sus imágenes. Eric Rhomer, guio-      12
nista de todas sus películas, es el auténtico explorador de la dimensión literaria
del cine. En su observación de la juventud contemporánea busca el punto de
encuentro entre la novela, el teatro la cinematografía y la vida. En su riguroso
programa de trabajo descubrimos una frescura y una invención ilimitadas, y
reconocemos también la puesta en práctica de la teoría de aquel gran crítico
cinematográfico que fue André Bazin acerca de las relaciones que conectan al
cine con la literatura y con la imagen. Los títulos de Rhomer pierden tanto su
lirismo en la traducción al español que pocas veces citamos sus películas como
El amor después del mediodía, La rodilla de Clara o Paulina en la playa, sino
como L’amour l’après midi, Le genou de Claire o Pauline a la plage.
        Claude Chabrol, el más pueblerino de los cineastas franceses, da conti-
nuidad a la “comédie humaine”, pero en ella no se inspira en Balzac, autor de
aquella inmensa colección de historias, sino más bien en Flaubert, generoso en
sueños, quimeras y figuraciones. Aunque Chabrol rodó algunas películas más
para su placer que para el público, ahí quedaron otros momentos inolvidables
como El carnicero o su versión de Madame Bovary.
        Y llegamos así a la que podría ser la cuarta generación de relaciones en-
tre literatura y cine, a la generación de las últimas décadas. De ella no sabemos
donde ni cuando se inicia, y también ignoramos su especificidad, porque aún
no hemos conseguido el suficiente distanciamiento para observarla.
LITERATURA Y CINE

        Como toda obra de arte, nuestro análisis del cine ha de ser eminente-
mente artístico. Y el cine añade la imagen a la tradición literaria y coincide con
la literatura en sus objetivos. Se acerca a la narrativa en la técnica, en todo tipo
de técnicas, y se aleja de ella porque añade la imagen. Se hermana con al teatro
en casi todo, y se aleja del él en la ilimitada posibilidad de escenarios; se acerca
a la poesía con todos los elementos de ésta, y con lo que algunos teóricos lla-
man la poetización de la imagen.
        Y a todo esto se añade un contexto, un lugar, un espacio y el condicio-
namiento de un determinado potencial de espectadores. Nadie le reprocha hoy
al Cantar de Mío Cid su militarismo, ni discute la fe religiosa en que se sustenta
la poesía mística, ni pretendemos compartir las visiones o interpretaciones de
Teresa de Jesús o de Juan de la Cruz, y, admirados por la brillantez de su obra,
ya no tenemos en cuenta el pensamiento ideológico de muchos novelistas, cu-
yo nombre no es necesario citar, escorados hacia tendencias absolutamente
inaceptables en nuestra convivencia actual.
        La literatura del cine está en la palabra, y la palabra es el guión. Un guión
cinematográfico es el relato escrito de los acontecimientos que se van a des-
arrollar en una película. El guión cinematográfico atraviesa dos fases: la del
guión literario y la del guión técnico. El guión literario es similar a una novela o    13
cuento: narra, en estilo novelado, la trama de la película. Debe tener dos resú-
menes: un primer resumen de unas cinco a 10 líneas, en las que se explique la
idea general, y otro de una página, algo más extenso, antes de comenzar la lec-
tura del guión en sí. El guión técnico consiste en asignar a cada parte del guión
literario un escenario, un diálogo, unos actores y unos movimientos de cámara.
Las situaciones se dividen en secuencias y planos, y a cada secuencia y a cada
plano se le asigna un número. Es la guía que va a tener todo el equipo de rodaje
para saber qué día trabaja cada actor, dónde se rueda, qué instrumentos van a
hacer falta, los ropajes, cómo se mueve la cámara, si hace falta algún tipo de
grúa, etc.
        En fin, en el cine, como en el teatro, el diálogo expresa los pensamientos
de los personajes y la cámara, además, puede acercarse a los gestos en primer
plano para leer otros sentimientos más íntimos e indescriptibles. Si asistimos,
pongamos por caso, a una reunión espontánea, a una tertulia, a una reunión
familiar, nos damos perfecta cuenta de que las palabras que pronunciamos son
secundarias, de conveniencia, y que lo esencial tiene lugar en otra parte, en los
pensamientos de los invitados, pensamientos que podemos identificar obser-
vando las miradas. Supongamos que, invitado a una recepción, pero en plan
observador, miro al señor Equis que cuenta a tres personas las vacaciones que
acaba de pasar con su mujer en, pongamos por caso, Portugal. Observando
Rafael del Moral

atentamente su rostro, puedo seguir sus miradas y constatar que, en realidad,
se interesa sobre todo por las piernas de una señora ataviada con unas cortas
faldas rojas. Me acerco entonces a la señora de la minifalda. Habla de la difícil
escolarización de sus dos hijos, pero su mirada fría vuelve con frecuencia a los
detalles de la elegante silueta de una joven señorita inglesa… Así, lo esencial de
la escena a la que acabo de asistir no está en el diálogo, que es estrictamente
mundano y de pura conveniencia, sino en los pensamientos de los personajes:
el deseo mecánico y corporal del señor que ha estado en Portugal por la señora
de rojo, la envidia de la señora de rojo por la inglesa, y tal vez los anhelos de la
inglesa por abandonar aquel ambiente. La literatura, con su mirada omniscien-
te, podría entrar en los sentimientos de los personajes y desnudarnos su inti-
midad. El director de cine, usuario de un instrumento, la cámara, meramente
testimonial, necesita armarse de una habilidad extrema para firmar la realidad
humana de esa escena tal y como queda descrita. Pocos directores son capaces
de ofrecerla con la claridad y prudencia que exige el medio, con elegancia. La
mayoría de las novelas que son llevadas al cine fallan en la transmisión de estos
mensajes, casi siempre teñidos de frivolidad. Solo los directores más hábiles
filman la circunstancia humana, la de lo creado en la interioridad, la de lo secre-
to, en busca de una eficacia dramática estrictamente visual. Pocos son capaces         14
de filmar directamente, es decir, sin recurrir al diálogo explicativo, sentimientos
como la sospecha, el deseo, los celos, la envidia… La simplicidad y la claridad no
es incompatible con los sentimientos más sutiles de los seres humanos.
        El lenguaje del cine exige
una especialización casi absolu-
ta. El director no puede ser dies-
tro de tal o cual aspecto, sino
gestor y responsable de cada
imagen, de cada plano, de cada
escena, del guión, del argumen-
to, del montaje, de la fotografía,
del sonido… y de muchísimas
especialidades más que han
hecho del cine un verdadero
cúmulo industrial de las artes.
Como sucede con las demás ex-
periencias artísticas, las inver-
siones más atrevidas no obtienen la mejor valoración crítica, y en ocasiones
con pequeños presupuestos se obtienen grandes obras.
LITERATURA Y CINE

        La antigua inquietud por transformar El Quijote, Ana Karenina, Guerra y
Paz, Madame Bovary o El lazarillo y otras grandes obras literarias en grandes
obras cinematográficas ha cosechado más fracasos que éxitos. Novelas medio-
cres, sin embargo, se convirtieron en brillantes películas. Todo esto y la con-
ciencia de estar ante un nuevo lenguaje artístico ha catapultado el estudio del
cine más que otras disciplinas, en un incremento que casi resulta alarmante en
la nueva vida académica.
        Y veamos, para terminar, un ejemplo de cómo se acomoda al cine la tra-
dición de determinados usos literarios. Desde los inicios del arte de las letras,
las formas narrativas plantearon un juego de metáforas útiles para plasmar de
forma evocadora las muy diversas facetas del encuentro amoroso. Ese juego
retórico de ocultación y misterio es particularmente incitador, puesto que ani-
ma el deseo, excita la fantasía y provoca la pasión. La tradición literaria que usa
estos recursos, a medio camino entre la relación amorosa y el erotismo, tiene
raíces tan lejanas en el tiempo como los relatos de Las mil y una noches en las
recónditas literaturas orientales, El arte de amar de Ovidio y el Satiricón de Pe-
tronio, El Decamerón, de Giovanni Boccaccio; el Libro de buen amor de Juan
Ruiz; La Celestina de Fernando de Rojas; y tiene su continuidad en la literatura
francesa (Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos) y la inglesa (El            15
amante de lady Chaterlay) y la italiana (La romana de Alberto Moravia), solo
por citar algunos ejemplos. El cine no se olvidad de esa tradición y la trata con
los mismos principios y similares metáforas e imágenes. Muchos, y con variada
destreza, son sus cultivadores. Recordemos a Fellini (Amarcord) o a Buñuel (Be-
lle de jour). Y sin entrar en más valoraciones, pues las épocas recientes están
tan pegadas a nuestros ojos que no podemos observarlas y probablemente la
mayoría de las películas de moda serán olvidadas, esa corriente recuperó im-
pulso comercial a través de títulos como Instinto básico, y en España las pro-
ducciones de Vicente Aranda y Bigas Luna.
        Pero no nos engañemos: la mejor película no es la de mayor presupues-
to, ni la que logra un mayor éxito de taquilla, ni la del director más reconocido,
ni la del actor de moda, ni la más publicitada, ni siquiera la dirigida con talento:
la mejor película es la recreada por nuestra mente, por nuestro altísimo poder
imaginativo. Y en ese sentido la mejor película no siempre se instala para dejar-
se acariciar por nuestra memoria tras haberla visto, muchas veces la mejor
película se adueña de nuestro pensamiento y se acomoda en nuestra razón du-
rante la lectura de una gran novela porque la literatura es el mejor cine de
nuestra vida. Muchas gracias.

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LITERATURA Y CINE

  • 1. LITERATURA Y CINE Prof. Dr. Rafael del Moral Conferencia. Alcalá de Henares, 23 de abril de 2004 E l hecho social que más ha conmocionado la vida diaria durante el siglo que acaba de extinguirse ha sido la popularización del séptimo arte, el cine. Aquellas tardes, aquellas historias, aquellas imágenes despertaban y exportaban la imaginación, arrastraban los espíritus y alimentaban los deseos, las ambiciones, las preten- siones y las esperanzas. Por entonces, antes de que la televisión fragmentara el tiempo, una película, la concentración en una película, ocupaba gratamente el pensamiento desde sus prolegómenos hasta un tiempo indefinido posterior. Un regodeo en imágenes y formas, un placer estético del recuerdo se instalaba intensamente en el pensamiento y luego se iba borrando a medida que se dis- tanciaba en el tiempo. Desde entonces ha habido muchos cambios. Hablar de todos ellos, anali- zarlos y ajustarlos en sus épocas y dimensiones exigiría unas… cuarenta horas… Afortunadamente no vamos a dedicarle ese tiempo. Unas pinceladas, a veces certeras, a veces alusivas, a veces persuasivas, y no he querido añadir las sub- versivas, han de dibujar los variados y complejos encuentros, tan conflictivos como sugestivos, entre literatura y cine. Nada que ver, en las referencias de hoy, con los modernos gestos de observar una pantalla de televisión: fragmen- tados, ansiosos, cambiantes, ociosos, lerdos, torpes, ingratos al fin.
  • 2. Rafael del Moral Entendemos el cine cómo actividad independiente y única, contemplada ininterrumpidamente, porque así fue concebido, de principio a fin. La acción, placentera y relajada, exige a veces un esfuerzo, un grado de concentración pa- ra su seguimiento. La llegada de aquel acto festivo a todos las clases sociales, popularización que nunca logró el teatro, transformó, como digo, los modos estéticos del ocio de la humanidad. 2 Navegaremos por los cauces y veredas que fueron acomodando, herma- nando, fundiendo al cine con la literatura, hasta convertirlos en expresiones de un mismo sentimiento artístico. Se produjo esta fusión en tres generaciones de técnicas y estilos, la distante del cine mudo los primeros pasos del sonoro, la gran revelación de los años sesenta, y la crisis y refundación acuñada en los años setenta y que parece extenderse en el tiempo como definitiva. EL CINE EN LOS GÉNEROS LITERARIOS Parece ser que la primera creación artística, el primer género literario de los grupos organizados en sociedades es la poesía. Unir dos o tres o una docena de palabras que, sin saber por qué conmocionan, es uno de los primitivos placeres estéticos del hombre. Se apilaron aquellas frases para convertirse en narracio- nes: los romances castellanos medievales lo fueron, y luego vino el teatro, pa- dre del cine moderno. A nuestros antepasados les llegó hace ahora unos cua- trocientos años, y desde entonces fue actividad reservada para quienes tenían en privilegio de frecuentar las salas, casi como también lo eran los libros. Cer- vantes nos cuenta que don Quijote vendió gran parte de su hacienda para hacerse con el privilegio de aquella biblioteca que lo condujo a la locura. Algo
  • 3. LITERATURA Y CINE parecido les ha sucedido a muchos cinéfilos del siglo XX con tantas produccio- nes solo merecedoras de un galardón: el olvido. Oír un breve relato en verso en el siglo XIII, escuchar durante un par de horas el recital de uno de aquellos cantares de gesta en el siglo XIV, asistir a la representación rememorativa de la navidad o la pasión de Cristo en el siglo XV, sorprenderse con las comedias laicas de Lope de Rueda en el siglo XVI, asistir a una representación de Lope de Vega en el XVII, deleitarse entre la clase aris- tocrática que frecuenta los teatros en el siglo XVIII, gozar, sentir, sufrir con el Don Juan Tenorio de Zorrilla en el siglo XIX, y pasar una tarde de ensueño y fan- tasía en el siglo XX, en la oscura sala de un cine, todo ello, todo, tan alejado en el tiempo, pretende, en la dimensión literaria en que aquí lo tratamos, el mis- mo fin: la evasión y el placer estético. Algunas películas sobre gánsters, algunos largometrajes del cine negro norteamericano, son la forma más actual de la tragedia griega. Un ejemplo con nombre propio podría desvirtuar esta afirma- ción, pero por la mente de todos pasea alguno de esos dramas del cine negro norteamericano como El cartero siempre llama dos veces, por hacer una alu- sión conocida. Primero, por tanto, fue la poesía, luego el teatro, el anónimo autor de El Lazarillo de Tormes inventó, según tantos teóricos, la novela moderna con su 3 capacidad para llegar a la interioridad del personaje, y el último género de la historia hasta hoy, teñido de imágenes, nació hace aproximadamente un siglo. NACE EL CINE El cine brota con el azar de tantos inventos y se pone al servicio del ocio y pla- cer literario, aunque también algo más. La primera proyección tuvo lugar cinco años antes del final del siglo XIX. Pocos meses después, el 15 de mayo de 1896, festividad de san Isidro, un técnico de los hermanos Lumière alquila y acondi- ciona un local en los bajos del hotel Rusia, situado en la Carrera de San Jeróni- mo, en Madrid, y proyecta la primera sesión cinematográfica en España. Que el invento no tenía nada de literario lo muestra el nombre que recibió, una com- posición de raíces griegas: si foto es luz y cine (kínema) movimiento, el añadido de grafía creó, de manera simétrica, fotografía y cinematografía, luego abre- viadas en foto y cine. En octubre de aquel mismo año se rueda en Zaragoza la Salida de misa de doce de la catedral de El Pilar. Son los primeros minutos del cine Español. Estamos, decíamos, en 1885. Aún no ha muerto Clarín, que lo hará en 1901, ni Galdós que muere en 1920. Pero sí Dikens, y Dumas padre, que vivie- ron solo hasta 1870, y Dostoiesvski (1881), y Herman Melville (1891), y Alejan- dro Dumas hijo (1893). Ninguno de estos hubiera podido sospechar las versio-
  • 4. Rafael del Moral nes cinematográficas de sus obras. Por entonces eran niños el norteamericano David Wark Griffith, nacido en 1875, guionista, productor y compositor de El nacimiento de una nación, el danés Carl Dreyer (nacido en 1889, autor de La pasión de Juana de Arco, el estadounidense de origen austríaco Fritz Lang, na- cido en 1890, director de Metrópolis, el francés Jean Renoir, nacido en 1894, hijo del impresionista Auguste Renoir y direc- tor de Comida sobre la hierba o La regla del juego; el también norteamericano John Ford, (nacido el año del cine, en 1895), y creador de El hombre tranquilo, y el letón, y luego soviético, Sergei Mikhailovitch Eisenstein, nacido en 1898 y autor de El acorazado Potemkim. Despierta el siglo XX y en medio de la crisis de los sentimientos artísticos, se alza el joven cine adueñado de un estilo, salpicado de posibilidades. Luis Lu- mière se contenta con cinematografiar como antes había fotografiado, con una ciencia discreta de la composición: filma la salida de las fábricas, la entrada del tren en una estación, Venecia, la coronación del zar Nicolás II… El cine permite registrar un acontecimiento, desde el más insignificante al más considerable, en su duración real, dando así cuerpo a la fugacidad misma. El cine fija a razón de 16, y más tarde de 24 imágenes por segundo. En seguida empiezan a descu- 4 brirse las posibilidades. El nuevo arte ha de alimentarse abundantemente de los dos géneros literarios mayores: la novela y el teatro. Toma prestado de ellos su poder de evocación, su capacidad persuasiva, el ensueño, anudado al apetito que anhela conquistar a una sociedad industrial en pleno desarrollo. Luego la cinematografía estalla, se multiplica, se introduce en los más recóndi- tos rincones y se derrama por el mundo con vocación literaria y principios uni- versales: duración ajustada a lo que un espectador puede soportar sin impa- cientarse, sin necesidad de fragmentar su atención, personajes que evolucio- nan, argumento que conmociona, espacio y tiempo. Se ajusta al teatro en ex- tensión y a la novela en técnica, y añade la imagen. Pero ningún manual de lite- ratura incluye la cinematografía en su lista de géneros literarios. Todas las uni- versidades, sin embargo, acabarán por concederle un espacio de estudio, dis- tinto, especial, separado. Así lo prueba la distancia que formalmente hemos establecido entre el guión de una obra de teatro, libro frecuente en las librerías y recomendado en las lecturas de nuestros estudiantes, y el guión de una pelí- cula, nunca, o muy rara vez, publicado como independiente. El cine, está claro, no se rebaja para permitir que el lector cree sus propias imágenes. Alexandre Astruc, uno de los teóricos más relevantes de los años 40, de- claró: “Escribir para el cine, escribir películas, es escribir con el vocabulario más
  • 5. LITERATURA Y CINE rico que ningún artista haya tenido hasta ahora a su disposición, es escribir con la materia prima del mundo.” Pronto el cine abandonó el realismo para desarrollar la ficción. Los per- sonajes aparecen y desaparecen, se sustituyen unos a otros, actúan en lo impo- sible. Es la magia de la literatura. Decía Guillaume Apollinaire que se trataba de transformar en encantamiento la realidad de lo vulgar: la fantasía, la fiebre alu- cinatoria, la maravilla… Y pronto, tras la fotografía y la imaginación, el cine des- cubre su tercera y más fiel función: el relato visual. Es el momento en que cine y literatura se hermanan. Los italianos entonces inventan la epopeya histórico- legendaria, construyen las murallas de Troya, despliegan las legiones romanas, echan cristianos a los leones en los circos y no sé cuantas cosas más. Se trata de filmar la historia. Las primeras muestras del cine sonoro tuvieron lugar, también en París, en 1927, el año en que en España nacía la famosa generación de poetas. La nueva promoción de cineastas se llama Luis Buñuel, Jean Vigo, Jean Cocteau y Jean Renoir. Aquello se inició mediante una filmación especial, un grito silen- cioso y revolucionario contenía Perro andaluz de Luis Buñuel. Luego rueda en España Las Hurdes, primer documento cinematográfico sobre la miseria y, en su amplia filmografía, dos admirables logros de novelas de Galdós: Nazarín y 5 Tristona. Buñuel dio el tono, y abrió los cauces cinematográficos a la poesía. Su estilo imitado por quienes le siguieron, y también por sus compañeros de viaje. Entre ellos, el jovencísimo Jean Vigo, sorprendido por una muerte prematura a los 29 años después de dos películas que nadie entendió hasta muchos años después: Cero en conducta y La Atlanta. Vigo desnudó la realidad, la hizo tem- blar, convirtió en angustia tanto lo maravilloso como lo sórdido. Sus imágenes nos asustan. El otro cineasta literario, y aún seguimos en Francia, es Jean Renoir. Renoir descubre la poesía de París y sus alrededores, el teatro de la vida, la magia inquietante de la noche, y la fasci- nación de la narrativa. Y nos desnuda a una so- ciedad al borde del abismo. Por entonces apare- ce en España la primera versión cinematográfica de una novela: Zalacaín el aventurero. Es el año 1927. El nuevo arte se afianza con sólidas raíces. En 1931 se estrenan quinientas películas en Ma- drid. En 1932 se constituye la sociedad Cea, Ci- nematografía Española Americana, y en su con- sejo de administración aparecen los más conoci-
  • 6. Rafael del Moral dos dramaturgos del momento: los hermanos Álvarez Quintero, Carlos Arni- ches, Jacinto Benavente, Jacinto Guerrero, Juan Ignacio Luca de Tena, Pedro Muñoz Seca… El cine sonoro parece el patrimonio de los hombres de teatro, y poco después se añade la nómina de los novelistas. En 1934 se proyecta una novela de éxito hoy casi olvidada, La hermana san Sulpicio de Armando Palacio Valdés. La pantalla se acerca a las clases altas, a las bajas, a los sentimientos y a las conciencias. En 1935 se rueda Angelina o el honor de un brigadier sobre un guión del dramaturgo de moda, Enrique Jardiel Poncela, que ve en el cine, jun- to con José López Rubio, Gregorio Martínez Sierra y Edgar Neville un caudal de posibilidades tan amplio que considera acabado el teatro. A aquel mismo año pertenece Es mi hombre y La señorita de Trevélez de Carlos Arniches. El fértil novelista Vicente Blasco Ibáñez se inspiró, con el estallido de la guerra, en te- mas bélicos, y acabó dando a la imprenta una narración que, en poco tiempo, lo consagró como una de las cumbres de la literatura occidental de la época. Se trataba de Los cuatro jinetes del Apocalipsis. La fama de un libro siempre ha inspirado a los cineastas, y aquella novela, publicada en 1916, se llevó al cine en 1921. El protagonista era un joven actor norteamericano de origen italiano: Rodolfo Valentino. Cuarenta años después el relato del escritor levantino ins- piró otra adaptación cinematográfica, la segunda, de la misma novela, esta vez 6 rodada por el director estadounidense Vicente Minelli. Y por aquellos años de desarrollo asistimos a un paso excepcional. En la ciudad de Marsella un hombre menospreciado por la crítica, pero adorado por los espectadores, que se inspira en Vigo y Renoir, inventa la expresión libre, despojada de toda voluntad expresionista. Era hijo de un maestro. Él mismo empezó siendo profesor, pero de inglés. Luego se inició como novelista, y des- pués como hombre de teatro. Se llamaba Marcel Pagnol. Su audacia estética consistió en desposeer al cine de su sesgo aristocrático, y ocupó la pantalla con el estilo del pueblo, con el decir cotidiano, con la frase diaria y viva, con el in- genio de las clases populares. En 1935 Marcel Pagnol invitó a Jean Renoir a ro- dar en decorados naturales, cerca de Marsella, un drama popular, Toni. Con gran audacia, el famoso marsellés, se atrevió a declarar: “El cine mudo va a desaparecer para siempre. Le toca hablar al cine so- noro. El cine sonoro está al servicio de todas las artes y de todas las ciencias, pero no ha descubierto ninguno de los fines que podemos sospechar. Solo es un admirable medio de expresión”. El cine neorrealista de los años 1950 y 1960 se inspiró en Pagnol, lo imitó, y se vio recompensado por el éxito de público y de crítica, y convirtió a aquel hombre cuestionado en el maestro de ceremonias de una nueva senda que ahora sí que había contraído matrimonio con los lenguajes literarios.
  • 7. LITERATURA Y CINE LA SEGUNDA GENERACIÓN Y si la primera generación de cineastas había nacido al mismo tiempo que el cine, habrá que esperar a los años sesenta para asistir al nacimiento de la segunda generación. Lo sorprendente, lo interesante es que esta renovación se produce en todos los países a la vez, incluso en aquellos donde la industria del cine estaba poco desarrollada o no existía. Por entonces el cine francés respetaba y se concentraba alrededor de un crítico, André Bazin, y del equipo de una revista, Cahiers du cinéma. Y desde América se abría paso la ciudad del cine, Hollywood, donde la filmografía se renovaba hacia un nuevo rumbo con la llegada del londinense Alfred Hitchcock. La obra del tímido cineasta inglés es hoy imitada y respetada en todo el mundo. Hitchcock filmó más de 50 largometrajes. Su teoría cinematográfica quedó re- cogida en una larga entrevista que realizó y publicó el también director de cine François Truffaut difundida en España con el título Hitchcock-Truffaut y hoy considerada como una de las obras cumbres de la teoría y técnica cinematográfica. Como los novelistas, como todos los artistas de la ansiedad, como todos los genios, Alfred Hitchcock era un neurótico del arte, y no debió serle fácil 7 imponer su genialidad al mundo entero. Y acuñó en sus formas un principio absolutamente literario: «Lo esencial es conmover al público –decía-, y la emoción nace de la manera de contar la historia, de la ma- nera de yuxtaponer las secuencias. » A lo largo de su carrera Hitchcock intentó en sus mensajes de pantalla que cada momento, que cada segundo fuera un instante privilegiado. Esa voluntad huraña de mantener la atención cueste lo que cues- te, y de crear y después preservar la emoción con el fin de mantener la tirantez entre la pantalla y el espectador, convierte a sus películas en únicas, en inimi- tables. El lenguaje que él inventó se transformó en un medio poético: su finali- dad es conmovernos más, persuadirnos, implicarnos. Se encadenaba así el ci- neasta inglés a los cuatro principios que inspiran el aprecio, el acercamiento del lector de ficción: el interés propio, la suscitación de emociones, la genialidad y la posesión de un universo narrativo. a) El interés propio, el interés del espectador, es en cine el mismo que el del lector. Las historias nos interesan en la medida en que se ajustan a nuestras vivencias. Hay directores de cine y novelistas que, alejados de lectores y espec- tadores, se muestran encantados de haberse conocido, y cuyas obras merecer- ían, lo sabemos todos, el fin que tienen tantas y tantas novelas de circunstan-
  • 8. Rafael del Moral cias, de esas que desaparecen de las librerías, de las bibliotecas y de la memo- ria. Pero mientras tanto nos interesa lo nuestro, lo que nos envuelve, lo que nos afecta, y en la medida en que nos toca. Nos gusta oír o leer historias por- que nos interesan, para pasar el rato o por la necesidad de evasión. Las histo- rias, las lecturas, fortalecen nuestra personalidad y nos ayudan a descubrir cuá- les son nuestros auténticos deseos. Este proceso de maduración y aprendizaje nos hace sentir placer, un placer estético más individual que colectivo. Las grandes obras de cine o de literatura tienen tantas interpretaciones como lec- tores o espectadores y no defienden férreamente una idea. Las grandes obras tienen esa extraña y raptora capacidad de ajustarse a la medida de quienes se acercan a ella. El placer buscado en la obra narrativa, con o sin imágenes, es el placer de pensar, de recrearse en una idea agradable, en el recuerdo de unos momentos de emoción, de una persona querida, o de un pasaje o secuencia. Leemos a Dickens, a Galdós, a Stendhal y a Tolstoi y demás escritores de su ca- tegoría, porque la vida que describen es, por sorpresa para nuestra limitada visión del mundo, de tamaño mayor que el natural. Contemplamos una película de autor por los mismos motivos, porque deseamos ampliar el horizonte, por- que necesitamos observar el mundo con perspectiva más amplia, porque sen- timos la necesidad de conocer cómo somos mirándonos en el espejo de los 8 otros. El motivo más profundo y auténtico para la lectura personal de tan mal- tratado canon es la búsqueda de un placer privado y difícil. Hay una versión de lo sublime para cada lector, para cada espectador. b) Veamos en segundo lugar la llamada, el flechazo, la incisión en las emociones, y también las aproximaciones y correlaciones entre los modos de despertar la emoción que comparten la novela, el teatro y en el cine. El ejem- plo, sacado de un principio elemental, lo aporta François Truffaut en su comen- tario sobre el cine de Hitchcock: Un personaje sale de su casa, sube a un taxi y va hacia la estación para coger el tren. Es una escena normal en el interior de una película media. Ahora bien, si antes de subir al taxi este hombre mira su reloj y dice: Dios mío, es te- rrible, nunca llegaré al tren, el trayecto se convierte en una pura escena de emoción, de sorpresa, de concentración, puesto que cada semáforo en rojo, cada cruce, cada agente de la circulación, cada señal de tráfico, cada pisada al freno, cada movimiento de la palanca del cambio de marcha, van a intensificar el valor emocional de la escena. La evidencia y la fuerza persuasiva de la ima- gen son tales que el público no se dirá: en el fondo, tampoco tiene tanta prisa, o bien: cogerá el siguiente tren. Gracias a la tensión creada por el frenesí de la imagen, la urgencia de la acción no podrá ponerse en duda. La novela lo sugiere con la palabra. El cine debe persuadir de tal manera, el buen cine ha de captar
  • 9. LITERATURA Y CINE la atención el espectador con tanta fuerza que impida que los despreocupados pelen cacahuetes, que los indiferentes coman palomitas, que los indolentes se muevan en el asiento, que los enamorados se manoseen, que los despreocupa- dos o indiferentes sientan la necesidad de mirar el reloj… El principio técnico es el mismo para la novela. c) Hemos hablado del interés propio, hemos hablado de la importancia del despliegue de la emoción, veamos en tercer lugar el talento del cineasta, así como el del escritor. Ambos se arrodillan con orgullo ante el lector o el espec- tador para convertir cada una de sus líneas, cada una de sus escenas, en un momento privilegiado: sin vacíos, sin manchas, sin simplezas. Esta voluntad esquiva de mantener la atención cueste lo que cueste, de crear, y luego conservar la emoción para mantenerla, encumbra a determina- dos artistas, y castiga a otros con la indiferencia. El director de cine ejerce su imperio y su dominio no solo en las crestas o vértices de las historias, sino tam- bién en las escenas de exposición, en las de transición y en todas las acciones habitualmente ingratas de las películas. El artista de talento deshecha por horrible a lo ordinario. Y para huir de lo ordinario, Hitchcock retuerce el cuello a lo cotidiano. Recuperemos un ejemplo. Un muchacho presenta a su madre a una muchacha que ha conocido. Naturalmente la chica está ansiosa por agra- 9 dar a la señora que es, tal vez, su futura suegra. Muy sosegado, el muchacho hace las presentaciones mientras que, algo enrojecida y confusa, la muchacha avanza tímidamente. La señora, cuyo rostro se ha visto cambiar de expresión mientras que su hijo terminaba las presentaciones, mira fijamente ahora a la muchacha, de frente, los ojos en los ojos. Todos los cinéfilos conocen esta mi- rada puramente hitchcockiana que se posa casi en el objetivo de la cámara. Un ligero retroceso de la muchacha marca su primer signo de perturbación, y Hitchcock, una vez más, acaba de desnudar con, con una sola mirada, a una de esas terribles madres abusivas en las que él es especialista. A partir de ahora, todas las escenas familiares de la película serán tensas, crispadas, en conflicto, agudas. Para Hitchcock, como para los grandes novelistas, todo sucede con una intención que inspira, tinta y enluce toda su obra: se trata de impedir que la banalidad se instale en la pantalla. El autor litero-cinematográfico londinense fue el maestro de toda una generación. Desde los de más talento a los mediocres miraron atentamente sus películas, y descubrieron en el conjunto de ellas una obra que examina con admiración y con deseo, con envidia o con provecho, pero siempre apasionada. d) Y en la cuarta reverencia esencial del cine a la literatura, detengámo- nos en la posesión del universo narrativo. Mucha gente hace un viaje a la ciu- dad de Praga, lugar muy atractivo durante los últimos años. Si el viajero visita la
  • 10. Rafael del Moral ciudad un par de días, guardará en su memoria una idea de ella: sus calles, sus construcciones, sus gentes, la lengua que ha oído... Si además ha tenido un buen guía, podrá identificar muchos asuntos más: épocas, evolución de la gen- te, situación económica y política del país... Si su estancia ha sido de dos sema- nas, podrá haber entrado con mayor profundidad en el temperamento de la gente. Si además había aprendido un poco de checo, y ya había leído algo sobre la historia del país, su universo se agranda. Pero si su estancia ha sido de más de unas semanas, y también sabe algo o mucho de checo para hablar con la gente, y ha conocido amigos del país a los que a partir de ahora les va a escri- bir, y si además ha intimado con un amigo o amiga con mucha más intensidad y confianza y este amigo le ha presentado a otros amigos, y juntos han salido por las tardes, han compartido las experiencias habituales de la vida diaria de la ciudad, y ha oído hablar de sus inquietudes, si todo esto ha sucedido en uno u otro grado, la ciudad de Praga entra en la vida del individuo como una dimen- sión más de su mundo. Está en él. Le gustará hablar de ello, recibir noticias de allí, fijarse en la que los medios de comunicación dan en España, añadir a sus conocimientos los de la historia del país, sus pensadores, sus escritores, el mundo político... Habrá creado un universo nuevo que forma parte de su per- sonalidad, de su manera de ser, de sus deseos e inquietudes. Será el universo 10 de Praga a través de la historia o historias que conoce de sus amigos. Muchos lectores han sentido algo muy parecido con Guerra y paz de Tolstoi, o La Re- genta de Clarín o Fortunata y Jacinta de Galdós. Nuestro universo narrativo como lectores no exige identificación con ninguno de los personajes, pero aca- bamos conociéndolos mejor que a muchos de nuestros amigos, nos congratula saber que, como sucede en la vida misma, allí no hay héroes, sino gente con cualidades y defectos, con modos de ser que atraen y gustaría imitar, y otros detestables. Acabamos por conocer a Fortunata como al mejor de nuestros amigos, la descubrimos por las calles de Madrid entre gentes como los Arnáiz, o los Santa Cruz; conocemos a Maximiliano Rubín y unas veces nos apiadamos de él, y otras lo ensalzamos o sencillamente experimentamos con él la vida que le tocó vivir. Nuestro universo narrativo de Fortunata y Jacinta, a cuyas páginas tantas veces nos hemos asomado los lectores, es uno de los más bellos que jamás ha proporcionado una novela. Con quienes también la conocen satisface gusta hablar de ella, jugar a comparar a la gente de la calle con los personajes, y descubrimos asombrados que sabemos mucho más de los de ficción, cons- truidos como seres reales, que de los que hemos visto en carne y hueso. Ese universo narrativo que proporciona la novela no se vive con la misma experiencia que el real, pero se instala en nuestro entendimiento como si lo hubiéramos vivido, se instala en nosotros como se acomoda la experiencia real,
  • 11. LITERATURA Y CINE y nos consideramos poseedores de las vivencias como si hubiéramos pasado por ellas. Conocemos el Madrid de Fortunata, lo tenemos en nosotros, lo po- seemos y pasamos muchos momentos de nuestras vidas enormemente gratos gracias a esa parcela tan particularmente brillante de nuestro opulento, media- no o desmedrado patrimonio cultural. Difícilmente cualquier otra experiencia artística alcanza el mismo poder o goza del semejante privilegio. No podríamos caer en el error de dar el ejemplo de una obra cinema- tográfica para prolongar el efecto de Fortunata y Jacinta. Ninguna película so- nora, ninguna película de la segunda etapa del cine ha cumplido cien años, nin- guna, por tanto, ha sido sometida a esa prueba que convierte en clásicos a los escritores. Pero muchos guardamos en nuestro pensamiento decenas de ejemplos magistrales. Todos recordamos, tal vez, aunque no voy a citar, por si no pudiera servir de ejemplo, cual era la película preferida de Borges, la que inspiraba su universo narrativo. Todos sabemos cuál es esa cinta que colmó nuestro mundo de ficción, aquella de la que nos gusta hablar y recordar cada vez que tenemos ocasión. Son los universos narrativos de nuestro patrimonio cinematográfico. 11 LA TERCERA ÉPOCA Pasemos a hablar ahora de la tercera época del cine, la que nace, por poner una fecha orientadora, hacia la década de los setenta. Por entonces, tras el rico periodo anterior, se abre una crisis de incerti- dumbre, de pesimismo. Realizadores, críticos y teorizadores se preguntan por el papel social que desempeña el cine. Parecería como si fuera un arte que ha sido capaz de cautivar a las multitudes apropiándose de la fascinación de las imágenes, del ingenuo bienestar del espectador transportado ahora por bellas historias y personajes excepcionales. Nace el cine de compromiso, el mensaje político, la idea al servicio de la lucha revolucionaria. En Francia, Costa-Gravas, acaba de realizar Z. Es también época de escepticismo, de crisis de valores. La década de los setenta levanta un muro entre el público y las películas. Los es- pectadores, que han aprendido a desconfiar de críticas y propagandas, pierden seguridad. El publico, los productores y los directores asisten a una explosión de referencias, de gustos y de valores que han de conducir el arte cinematográ- fico a una nueva mutación. Europa por entonces inventó el cine de autor en un acercamiento a los principios que inspiran la obra de arte, en este caso la obra del arte narrativo que conjuga dos unidades: la palabra y la imagen. El cine de autor toma como referencia a algunos realizadores afincados en Hollywood: Alfred Hitchcock (ci-
  • 12. Rafael del Moral taremos, por recordar sus principios, Frenesí, Con la muerte en los talones y Vértigo), el director, y productor Joseph Leo Mankiewicz guionista de casi todas sus películas, entre ellas Un americano tranquilo y De repente, el último verano. Ernst Lubitsch, autor de Ser o no ser; John Huston, adaptador de una de las más clásicas novelas negras, El halcón Maltés y otra de amplia fama, Moby Dick, y, sin ánimo de cerrar la lista también se inspiran en John Ford, adaptador de Las uvas de la ira. Tres franceses de la Nouvelle Vague, de la nueva tendencia, consiguen continuar una obra de autor sin cortar con el público: François Truffaut, Eric Rohmer y Claude Chabrol. Aunque sus películas no siempre han tenido éxito, sí suscitan un interés cada vez más vivo. Guiones ejemplares, personajes densos, situaciones teñidas de sabor que traducen con elegancia y refina- miento la realidad contemporánea. La obra de Truffaut, recordada en películas como Las dos inglesas y el amor (1971) o La mujer de al lado (1981) es heredera de la de Renoir y la de Hitchcock. El realismo, la pasión y la efusión lírica están en sus imágenes. Eric Rhomer, guio- 12 nista de todas sus películas, es el auténtico explorador de la dimensión literaria del cine. En su observación de la juventud contemporánea busca el punto de encuentro entre la novela, el teatro la cinematografía y la vida. En su riguroso programa de trabajo descubrimos una frescura y una invención ilimitadas, y reconocemos también la puesta en práctica de la teoría de aquel gran crítico cinematográfico que fue André Bazin acerca de las relaciones que conectan al cine con la literatura y con la imagen. Los títulos de Rhomer pierden tanto su lirismo en la traducción al español que pocas veces citamos sus películas como El amor después del mediodía, La rodilla de Clara o Paulina en la playa, sino como L’amour l’après midi, Le genou de Claire o Pauline a la plage. Claude Chabrol, el más pueblerino de los cineastas franceses, da conti- nuidad a la “comédie humaine”, pero en ella no se inspira en Balzac, autor de aquella inmensa colección de historias, sino más bien en Flaubert, generoso en sueños, quimeras y figuraciones. Aunque Chabrol rodó algunas películas más para su placer que para el público, ahí quedaron otros momentos inolvidables como El carnicero o su versión de Madame Bovary. Y llegamos así a la que podría ser la cuarta generación de relaciones en- tre literatura y cine, a la generación de las últimas décadas. De ella no sabemos donde ni cuando se inicia, y también ignoramos su especificidad, porque aún no hemos conseguido el suficiente distanciamiento para observarla.
  • 13. LITERATURA Y CINE Como toda obra de arte, nuestro análisis del cine ha de ser eminente- mente artístico. Y el cine añade la imagen a la tradición literaria y coincide con la literatura en sus objetivos. Se acerca a la narrativa en la técnica, en todo tipo de técnicas, y se aleja de ella porque añade la imagen. Se hermana con al teatro en casi todo, y se aleja del él en la ilimitada posibilidad de escenarios; se acerca a la poesía con todos los elementos de ésta, y con lo que algunos teóricos lla- man la poetización de la imagen. Y a todo esto se añade un contexto, un lugar, un espacio y el condicio- namiento de un determinado potencial de espectadores. Nadie le reprocha hoy al Cantar de Mío Cid su militarismo, ni discute la fe religiosa en que se sustenta la poesía mística, ni pretendemos compartir las visiones o interpretaciones de Teresa de Jesús o de Juan de la Cruz, y, admirados por la brillantez de su obra, ya no tenemos en cuenta el pensamiento ideológico de muchos novelistas, cu- yo nombre no es necesario citar, escorados hacia tendencias absolutamente inaceptables en nuestra convivencia actual. La literatura del cine está en la palabra, y la palabra es el guión. Un guión cinematográfico es el relato escrito de los acontecimientos que se van a des- arrollar en una película. El guión cinematográfico atraviesa dos fases: la del guión literario y la del guión técnico. El guión literario es similar a una novela o 13 cuento: narra, en estilo novelado, la trama de la película. Debe tener dos resú- menes: un primer resumen de unas cinco a 10 líneas, en las que se explique la idea general, y otro de una página, algo más extenso, antes de comenzar la lec- tura del guión en sí. El guión técnico consiste en asignar a cada parte del guión literario un escenario, un diálogo, unos actores y unos movimientos de cámara. Las situaciones se dividen en secuencias y planos, y a cada secuencia y a cada plano se le asigna un número. Es la guía que va a tener todo el equipo de rodaje para saber qué día trabaja cada actor, dónde se rueda, qué instrumentos van a hacer falta, los ropajes, cómo se mueve la cámara, si hace falta algún tipo de grúa, etc. En fin, en el cine, como en el teatro, el diálogo expresa los pensamientos de los personajes y la cámara, además, puede acercarse a los gestos en primer plano para leer otros sentimientos más íntimos e indescriptibles. Si asistimos, pongamos por caso, a una reunión espontánea, a una tertulia, a una reunión familiar, nos damos perfecta cuenta de que las palabras que pronunciamos son secundarias, de conveniencia, y que lo esencial tiene lugar en otra parte, en los pensamientos de los invitados, pensamientos que podemos identificar obser- vando las miradas. Supongamos que, invitado a una recepción, pero en plan observador, miro al señor Equis que cuenta a tres personas las vacaciones que acaba de pasar con su mujer en, pongamos por caso, Portugal. Observando
  • 14. Rafael del Moral atentamente su rostro, puedo seguir sus miradas y constatar que, en realidad, se interesa sobre todo por las piernas de una señora ataviada con unas cortas faldas rojas. Me acerco entonces a la señora de la minifalda. Habla de la difícil escolarización de sus dos hijos, pero su mirada fría vuelve con frecuencia a los detalles de la elegante silueta de una joven señorita inglesa… Así, lo esencial de la escena a la que acabo de asistir no está en el diálogo, que es estrictamente mundano y de pura conveniencia, sino en los pensamientos de los personajes: el deseo mecánico y corporal del señor que ha estado en Portugal por la señora de rojo, la envidia de la señora de rojo por la inglesa, y tal vez los anhelos de la inglesa por abandonar aquel ambiente. La literatura, con su mirada omniscien- te, podría entrar en los sentimientos de los personajes y desnudarnos su inti- midad. El director de cine, usuario de un instrumento, la cámara, meramente testimonial, necesita armarse de una habilidad extrema para firmar la realidad humana de esa escena tal y como queda descrita. Pocos directores son capaces de ofrecerla con la claridad y prudencia que exige el medio, con elegancia. La mayoría de las novelas que son llevadas al cine fallan en la transmisión de estos mensajes, casi siempre teñidos de frivolidad. Solo los directores más hábiles filman la circunstancia humana, la de lo creado en la interioridad, la de lo secre- to, en busca de una eficacia dramática estrictamente visual. Pocos son capaces 14 de filmar directamente, es decir, sin recurrir al diálogo explicativo, sentimientos como la sospecha, el deseo, los celos, la envidia… La simplicidad y la claridad no es incompatible con los sentimientos más sutiles de los seres humanos. El lenguaje del cine exige una especialización casi absolu- ta. El director no puede ser dies- tro de tal o cual aspecto, sino gestor y responsable de cada imagen, de cada plano, de cada escena, del guión, del argumen- to, del montaje, de la fotografía, del sonido… y de muchísimas especialidades más que han hecho del cine un verdadero cúmulo industrial de las artes. Como sucede con las demás ex- periencias artísticas, las inver- siones más atrevidas no obtienen la mejor valoración crítica, y en ocasiones con pequeños presupuestos se obtienen grandes obras.
  • 15. LITERATURA Y CINE La antigua inquietud por transformar El Quijote, Ana Karenina, Guerra y Paz, Madame Bovary o El lazarillo y otras grandes obras literarias en grandes obras cinematográficas ha cosechado más fracasos que éxitos. Novelas medio- cres, sin embargo, se convirtieron en brillantes películas. Todo esto y la con- ciencia de estar ante un nuevo lenguaje artístico ha catapultado el estudio del cine más que otras disciplinas, en un incremento que casi resulta alarmante en la nueva vida académica. Y veamos, para terminar, un ejemplo de cómo se acomoda al cine la tra- dición de determinados usos literarios. Desde los inicios del arte de las letras, las formas narrativas plantearon un juego de metáforas útiles para plasmar de forma evocadora las muy diversas facetas del encuentro amoroso. Ese juego retórico de ocultación y misterio es particularmente incitador, puesto que ani- ma el deseo, excita la fantasía y provoca la pasión. La tradición literaria que usa estos recursos, a medio camino entre la relación amorosa y el erotismo, tiene raíces tan lejanas en el tiempo como los relatos de Las mil y una noches en las recónditas literaturas orientales, El arte de amar de Ovidio y el Satiricón de Pe- tronio, El Decamerón, de Giovanni Boccaccio; el Libro de buen amor de Juan Ruiz; La Celestina de Fernando de Rojas; y tiene su continuidad en la literatura francesa (Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos) y la inglesa (El 15 amante de lady Chaterlay) y la italiana (La romana de Alberto Moravia), solo por citar algunos ejemplos. El cine no se olvidad de esa tradición y la trata con los mismos principios y similares metáforas e imágenes. Muchos, y con variada destreza, son sus cultivadores. Recordemos a Fellini (Amarcord) o a Buñuel (Be- lle de jour). Y sin entrar en más valoraciones, pues las épocas recientes están tan pegadas a nuestros ojos que no podemos observarlas y probablemente la mayoría de las películas de moda serán olvidadas, esa corriente recuperó im- pulso comercial a través de títulos como Instinto básico, y en España las pro- ducciones de Vicente Aranda y Bigas Luna. Pero no nos engañemos: la mejor película no es la de mayor presupues- to, ni la que logra un mayor éxito de taquilla, ni la del director más reconocido, ni la del actor de moda, ni la más publicitada, ni siquiera la dirigida con talento: la mejor película es la recreada por nuestra mente, por nuestro altísimo poder imaginativo. Y en ese sentido la mejor película no siempre se instala para dejar- se acariciar por nuestra memoria tras haberla visto, muchas veces la mejor película se adueña de nuestro pensamiento y se acomoda en nuestra razón du- rante la lectura de una gran novela porque la literatura es el mejor cine de nuestra vida. Muchas gracias.