1. Cuántas veces el electrón había mirado embelesado al objeto
de su deseo. Algo, una fuerza magnética de un origen que no sabía
explicarse, le llevaba una y otra vez a querer acercarse al magnífico
protón que ocupaba día y noche sus pensamientos. Daba vueltas
incesantemente alrededor de él, deseando penetrar en el núcleo de
su existencia, sin hallar nunca la energía suficiente para traspasar ese
límite invisible que los separaba.
Era aquel protón una partícula tan majestuosa que el electrón no
se sentía merecedor de él. A su lado, desde la distancia, no se podía
considerar a sí mismo nada más que un insignificante leptón,
esquivo, raquítico y pesimista. El protón, en cambio, en su grandeza,
tenía acceso al conocimiento del núcleo de la vida, a toda la sabiduría
propia del centro del pequeño universo atómico, núcleo que con su
fuerza procuraba la unión necesaria para conformar la materia del
cosmos.
- ¿No es admirable y maravilloso? – le dijo una vez el electrón a un
amigo neutrón que le acompañaba en uno de sus paseos orbitales,
suspirando ahogadamente mientras señalaba al protón en la
distancia.
- ¿Es que hay algo en este mundo que no lo sea? – dijo el neutrón,
sin ni siquiera mirar hacia dónde le indicaba el electrón. – La
verdad es que prefiero mantenerme al margen de tus problemas
sentimentales.
- Serás neutrón… - masculló el electrón molesto por la habitual
asepsia de su amigo.
Tan sólo unos pocos armstrongs le separaban de su sueño... pero
se le antojaban lejanos centímetros. El protón, distante, parecía
formar parte de otra dimensión espacio-temporal: la de la
profundidad de las pasiones. "Si pudiera ir a ti, formaría el fotón más
luminoso que el Tiempo haya visto...". Tendría que conformarse con
ese anhelo, porque su destino le marcaba permanecer al son de las
fuerzas físicas de la naturaleza, dando vueltas alrededor del núcleo y
saboreando el agridulzor de lo inalcanzable.