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Amor y autoestima
© 2012 by Michel Esparza
© 2012 by EDICIONES RIALP, S.A., Alcalá, 290, 28027 Madrid
By Ediciones RIALP, S.A., 2012
Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España)
www.rialp.com
ediciones@rialp.com
Cubierta: El regreso del hijo pródigo(detalle), Murillo. Galería Nacional. Washington
ISBN eBook: 978-84-321-3906-2
ePub: Digitt.es
Todos los derechos reservados.
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de
ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos,
sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. El editor está a disposición de los titulares de
derechos de autor con los que no haya podido ponerse en contacto.
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ÍNDICE
ÍNDICE
Introducción
EL ORGULLO Y SUS PROBLEMAS
1. En busca de dignidad
Autoestima y humildad
Un problema grave que viene de lejos
El orgullo es competitivo y cegador
Toda una vida madurando
Tres estadios en la vida
Toda una vida buscando Amor
2. Progresar en el amor
Confianza recíproca
El amor ideal y sus cualidades
Orgullo y calidad de amor
Dependencia e independencia
Las energías del corazón
Afecto desprendido como entre amigos
El voluntarismo Aprender a comunicar
Querer, saber y poder
3. Actitud ideal hacia uno mismo
La humildad no consiste en infravalorarse
La humildad es la verdad entre dos extremos
El olvido de uno mismo y los autoengaños
Humildad y personalidad
Dos actitudes hacia uno mismo y hacia los demás
El orgullo pone en peligro la salud mental
HACIA UNA SOLUCIÓN DEFINITIVA
1. Conversión al Amor
Ir al fondo de los problemas
5
Una gracia que dignifica y sana La mayor dignidad
El Amor y los amores
Enfrentarse a la verdad sobre uno mismo
El hijo mayor de la parábola
Rectitud de intención en la vida cristiana
Reciprocidad: sintonía con el Amado
2. Diversas manifestaciones del Amor de Dios
Saber, sentir y palpar
Filiación divina
Amistad recíproca con Cristo
Corredimir con Cristo
3. El Amor misericordioso
Ante el tribunal de misericordia
¿Qué significa ser misericordioso?
Corazón misericordioso
Justicia y misericordia
Miseria y grandeza
¿Cabe un orgullo de la propia flaqueza?
Dos condiciones
Vida de infancia espiritual
Epílogo
6
INTRODUCCIÓN
Toda intuición es una extraña mezcla de vivencia y realidad. Avanzamos sobre la base
de un pensamiento personal que contrastamos y enriquecemos después con la
experiencia propia y ajena. El punto de partida estaría incompleto sin la firmeza que dan
el estudio y la reflexión, o quedaría menguado sin la aportación generosa del cruce de
pareceres. Han sido muchas las conversaciones mantenidas durante casi veinte años que
me han ayudado a cincelar y matizar una intuición y proyectarla a los demás. Y al
mismo tiempo han sido precisamente los demás los que han contribuido decisivamente a
fundamentar la certeza de aquella intuición original.
Este libro se dirige ante todo a cristianos corrientes que, a pesar de sus limitaciones, se
afanan día tras día por mejorar la calidad de su amor. También podría ser útil para
personas que no están familiarizadas con la vida cristiana. ¿A quién no le interesa
conocer algo capaz de proporcionar una paz interior estable, una autoestima sin engaños
y una mejora notable de su capacidad de amar? Mucho más si, viviendo inmersos en un
mundo estresante en el que a veces necesitamos recurrir a los psicofármacos, nos damos
cuenta de que ha llegado el momento de buscar una solución alternativa. Pienso que la
mejor publicidad para la vida cristiana consiste en mostrar la ayuda insustituible que nos
ofrece a la hora de progresar en la calidad de nuestros amores. En definitiva, intento
poner en evidencia que la conciencia de ese Amor que Cristo nos ha revelado, es capaz
de purificar nuestros amores y de colmar los anhelos más profundos del corazón,
procurándonos así, ya en esta vida, la mayor felicidad.
Al escribir estas líneas pienso de modo especial en hombres y mujeres que se
desaniman fácilmente cuando constatan sus fallos, ya sea en su vida cristiana, como en
cualquier otro ámbito existencial. Observo que suelen ser personas de buen corazón, con
cierta tendencia al perfeccionismo y, por tanto, permanentemente insatisfechas o, al
menos, nunca satisfechas del todo. Viven a disgusto consigo mismas porque no saben ser
indulgentes con sus propios errores. Incluso sus éxitos no logran compensar la negativa
opinión que tienen de sí mismas. Convierten casi todo lo que hacen en una pesada
obligación, de modo que les queda poco margen para disfrutar con lo que hacen. Saben
sufrir pero siempre ponen condiciones de futuro a su felicidad. Ese desasosiego interior
dificulta su relación con los demás. Quisiera hacer ver a esas personas que, en la vida
cristiana al menos, las imperfecciones y los fracasos, lejos de ser una causa de agobio o
de desaliento, pueden convertirse, paradójicamente, en motivo de agradecimiento.
Quisiera, en definitiva, darles las herramientas para entender que sabernos realmente
7
hijos de Dios es lo que más nos ayuda a vivir en paz con nosotros mismos y con los
demás.
A veces, cuando explico a esas personas que la vida cristiana bien entendida puede
ayudarles a asumir sus imperfecciones, aportando la mejor solución a sus desasosiegos,
me piden que les aconseje algún libro con el que profundizar en esas ideas. Al principio
no sé muy bien qué decirles. La abundante bibliografía que conozco oscila entre los
simples manuales de autoayuda y textos más profundos pero en los que esta cuestión es
tratada de un modo colateral (la autobiografía de Santa Teresa de Lisieux es un buen
ejemplo). Ésa es una de las razones que me llevó, hace cinco años, a escribir y publicar
estas líneas1. Las aportaciones recibidas desde entonces han contribuido a enriquecer mis
intuiciones originales con valiosos matices.
Lo humano y lo divino se entremezclan hacia una vida lograda. De ahí la importancia
de adquirir la madurez humana, que no es otra cosa que salud mental y sentido común, y,
paralelamente, la madurez cristiana, que se traduce en una vigorosa visión sobrenatural.
Ya que la madurez sobrenatural resulta ser el mejor complemento a la madurez humana,
el libro sigue el mismo guión. En la primera parte, se abordan principalmente cuestiones
de tipo antropológico, asequibles, por tanto, a lectores poco familiarizados con la fe
cristiana. En esa línea, al indagar en el desarrollo ideal de la afectividad y de la
personalidad, hacemos hincapié en la importancia de cultivar una actitud positiva hacia
uno mismo sin alejarse de la verdad. Para designar esa actitud positiva y realista
introducimos el término “humilde autoestima”. Ponemos en evidencia cómo la actitud
opuesta, que denominamos “orgullo”, genera todo tipo de conflictos y compromete la
calidad de todos nuestros amores. La segunda parte está centrada en la espiritualidad
cristiana como medio de solucionar de modo estable los problemas derivados del
orgullo. Consideramos aquellos aspectos del Amor de Dios que, al poner en evidencia
nuestra dignidad, más nos ayudan a consolidar una actitud ideal hacia nosotros mismos.
Este libro no es un manual de autoayuda con soluciones prefabricadas para personas
inseguras. Me centraré más en los principios aplicables a todos que en las recetas útiles
sólo para algunos. Las verdades inmutables muestran el fin a alcanzar; inspiran los
medios oportunos para lograrlo pero no los determinan. Se precisa firmeza en los
principios y flexibilidad en el arte de aplicarlos a las situaciones concretas de cada
persona. Hay que abrir puertas sin olvidar que cada cerradura tiene su llave. Por eso, al
sugerir soluciones a problemas universales, es posible que algunos lectores se sientan
retratados y otros, al contrario, piensen que nada tiene que ver con ellos. En cualquier
caso, hay un fondo que, en diferente medida, será útil para todos, puesto que nadie está
exento de los problemas que se derivan del orgullo: todos necesitamos aprender a asumir
la verdad sobre nosotros mismos. «Hay un vicio —escribe Lewis— del que ningún
hombre del mundo está libre, que todos los hombres detestan cuando lo ven en los demás
y del que apenas nadie, salvo los cristianos, imagina ser culpable. He oído a muchos
admitir que tienen mal carácter, o que no pueden abstenerse de las mujeres, o de la
bebida, o incluso que son cobardes. No creo haber oído a nadie que no fuera cristiano
acusarse de este otro vicio»2.
8
En mayor o menor medida, en todo ser humano hay miseria y grandeza. Todos
tenemos que aprender a conciliar nuestra personal imperfección con la grandeza de ser
hijos de Dios. La humildad cristiana, bien entendida, compagina miseria y dignidad.
Según San Josemaría Escrivá, la humildad «es la virtud que nos ayuda a conocer,
simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza»3. A primera vista, conciliar estos
dos extremos parece algo contradictorio. Espero que estas páginas ayuden al lector a
asimilar ese aparente antagonismo: a entender y a vivir el gozo de sentirse a la vez
miserable e inmensamente querido por Dios. Pienso que «conocer, simultáneamente,
nuestra miseria y nuestra grandeza» es la clave para vivir la humildad cristiana.
La humildad es una de las virtudes más difíciles y decisivas. Desarrollar y consolidar
una buena relación con uno mismo no es tarea fácil. Pero vale la pena intentarlo porque
de ello depende no sólo nuestra paz interior, sino también la felicidad en todos nuestros
amores. En efecto, la experiencia muestra que la calidad de la relación con uno mismo
determina la calidad de las relaciones con los demás. Es algo que ya observaron algunos
pensadores antiguos. Aristóteles, por ejemplo, decía que para ser buen amigo de los
demás, es preciso ser primero buen amigo de uno mismo.
Hay personas a quienes les resulta extraño que se mencione la importancia del amor a
uno mismo, como si se tratase de algún tipo de egoísmo, algo en todo caso incompatible
con la idea que tienen de la virtud de la humildad. Sin embargo, podemos constatar que
este recto amor a uno mismo y el amor propio egoísta son inversamente proporcionales.
Como veremos, una persona egoísta, en el fondo, más que amarse demasiado a sí misma,
se ama poco o se ama mal4. La persona humilde, en cambio, tiene paciencia y
comprensión con sus propias limitaciones, y eso le lleva a tener la misma actitud
comprensiva hacia las limitaciones ajenas.
Existe una estrecha relación entre ser amado, amarse a uno mismo y amar a los
demás. En primera instancia, necesitamos ser amados para poder amarnos a nosotros
mismos. Ver que alguien nos ama, nos hace conscientes de nuestra dignidad. Existe,
además, una relación entre la actitud hacia nosotros mismos y la calidad de nuestro amor
a los demás. Para vivir en paz con los que nos rodean, es preciso que primero vivamos
en paz con nosotros mismos. Nada nos separa tanto del prójimo como nuestra propia
insatisfacción. Sabemos por experiencia que los mayores criticones suelen ser aquellos
que han desarrollado una actitud hostil hacia sí mismos. Es lógico que una actitud
conflictiva hacia uno mismo dificulte el buen entendimiento con los demás. En primer
lugar, porque es difícil que quien esté absorbido por sus propias preocupaciones preste
atención a las inquietudes ajenas. En segundo lugar, porque quien está a disgusto
consigo mismo se suele volver susceptible con los demás. No es fácil soportar a los
demás en momentos en los que uno ni siquiera se soporta a sí mismo.
Nada nos ayuda tanto a valorarnos como experimentar un amor incondicional. Si no,
¿cómo podríamos amarnos a nosotros mismos sabiendo que tenemos tantos defectos?
Los complejos, tanto de inferioridad como de superioridad, deterioran nuestra paz
interior y las relaciones con los demás, y sólo desaparecen en la medida en que amamos
a alguien que nos ama tal como somos. Pero ¿podría cada uno recibir de una criatura un
9
amor estable e incondicional? ¿No es acaso Dios el único capaz de amarnos de ese
modo? Sin duda, el amor humano es más tangible, pero de una calidad muy inferior a la
del Amor divino. Sirva para ilustrar lo que estoy diciendo el ejemplo de amor de una
buena madre, del que brotan destellos que nos llevan a comprender mejor el Amor
divino. Pero ninguna madre puede estar toda la vida a nuestro lado, ni es capaz de
mostrarse siempre benévola hacia cada uno de nuestros defectos. El amor de los padres o
de los buenos amigos nos ayuda a asegurar nuestros primeros pasos en la vida, pero la
experiencia muestra que ese amor, a la larga, resulta insuficiente.
En definitiva, puesto que no somos capaces de amar de modo plenamente estable e
incondicional, concluiremos que el desarrollo de nuestra capacidad afectiva depende, en
última instancia y de modo decisivo, del descubrimiento del Amor de Dios. Para poder
amarnos a nosotros mismos tal como somos, sin ningún tipo de engaño fraudulento,
necesitamos descubrir las ventajas de nuestra propia flaqueza ante un Amante
misericordioso.
No basta con un conocimiento meramente teórico del Amor de Dios. Tiene que ser
algo palpado, vivido. Se necesita, para ello, una gracia especial. Ciertamente, ningún
progreso espiritual es posible sin la ayuda de la gracia divina. Los grandes cambios en la
vida son consecuencia de una estrecha colaboración entre la gracia de Dios y la libertad
del interesado. Pero en el tema que nos ocupa —vivir el humilde orgullo de los hijos de
Dios— se precisa un profundo y radical cambio de mentalidad. Se trata de una
progresiva y misteriosa transformación interior, al calor de la gracia y, a veces, en medio
de circunstancias vitales particularmente dolorosas, que hacen que el alma esté
especialmente receptiva a las mociones divinas.
Como todo en esta vida, el avance en este progresivo abandono de la propia estima en
las manos de Dios, implica querer, saber y poder: buena voluntad, formación y
capacitación. La ayuda divina facilita las tres cosas: fortalece nuestra voluntad, ilumina
nuestro entendimiento y cura nuestra incapacidad. Pero Dios, que tanto respeta nuestra
libertad, quiere siempre contar con nuestra colaboración: con nuestro empeño por
mejorar y por aprender a ser humildes. Si me he decidido a poner por escrito estas
intuiciones, es porque espero que faciliten la insustituible acción de la gracia de Dios en
el alma de cada uno de los lectores.
Decía San Josemaría que los libros no se terminan: se interrumpen5. Sin la inestimable
ayuda de mi hermano Rafa y de mi amigo Jos Collin, habría sido muy difícil interrumpir
estas páginas. Les agradezco esa crítica constructiva que fue la mejor manifestación de
su afecto.
Logroño, 28 de noviembre de 2008
10
PRIMERA PARTE
11
EL ORGULLO Y SUS PROBLEMAS
12
1. EN BUSCA DE DIGNIDAD
AUTOESTIMA Y HUMILDAD
En esta primera parte saldrán a relucir los principales problemas ligados a la malsana
relación con uno mismo. Por numerosas razones, hoy está de moda hablar de ello, lo que
no quiere decir que se trate de una cuestión novedosa. Hay textos muy antiguos en los
que se trata del orgullo y de la caridad hacia uno mismo, que apelan a la misma esencia,
aunque con otras palabras y desde otro prisma. Sin embargo, la creciente influencia del
campo de la psicología ha dado una nueva dimensión a la importancia de llevarnos bien
con nosotros mismos. Por ese motivo ha quedado acuñado el término “autoestima”, con
el que se pretende resumir, en el sentido más amplio, la actitud positiva hacia uno
mismo. El vocablo, prácticamente desconocido hasta hace muy poco, ha tomado cuerpo
desde hace unos años y ha pasado al uso común. Parece como si se cerniera sobre él un
halo mágico y recurrente. Basta entrar en cualquier librería para observar la proliferación
de libros de autoayuda y superación personal, en los que se insiste en lo decisivo de
encontrar, aceptar y desarrollar la propia identidad. El hilo conductor en muchos de ellos
es destacar el papel que juega la autoestima en el desarrollo equilibrado de la
personalidad.
No pongo en duda que potenciar la autoestima sea algo en sí mismo positivo, pero sí
que se plantee de cualquier modo y a cualquier precio. Prueba de ello es la dudosa
eficacia de los métodos que promueven muchos de esos libros. Un amigo muy dado a
este tipo de técnicas de autoayuda me mostró una vez, en su casa, una compleja —y cara
— instalación estereofónica capaz de enviar mensajes subliminales, apenas perceptibles,
durante sus horas de sueño. Dormía con unos cascos, oyendo una serie de cintas con
sugerentes frases como «eres formidable, vales mucho, eres único; aunque otros no se
den cuenta, eres genial...». Es obvio que esa vibrante ensoñación nunca logró el efecto
deseado. Pero el problema no queda ahí. Algunos de los métodos promovidos por los
libros de autoayuda están orientados erróneamente y, en esa medida, pueden resultar
nocivos si se trasladan al ámbito de la formación. Es el caso de los educadores que,
guiados por un miedo excesivo al sentimiento de culpa, tratan de convencer a sus pupilos
de que no tienen defectos. Intentan por ello inculcarles la autoestima incluso a costa de
la verdad sobre ellos mismos. Conviene prevenir y combatir los complejos de
inferioridad, pero nunca en detrimento de la realidad, haciendo creer a esos niños o
jóvenes que son mejores de lo que son. La verdad se impone siempre, tarde o temprano,
y el engaño, inevitablemente, siempre provoca una frustración mayor.
13
En Estados Unidos, desde hace décadas, se intenta fomentar la autoestima de los
jóvenes con una psicología simplista cuya máxima principal es: “Ante todo, siéntete
siempre bien contigo mismo, nunca olvides que, hagas lo que hagas, eres una persona
fabulosa”. Pero el balance puede ser tan nefasto como el que muestra un estudio,
realizado en 1989, en el que se comparaban las destrezas matemáticas de los estudiantes
de ocho países. Los alumnos norteamericanos obtenían los peores resultados, y los
coreanos, los mejores. Los investigadores evaluaban a continuación la autoestima de
esos mismos estudiantes, preguntándoles qué pensaban de sus aptitudes matemáticas. El
resultado de esas respuestas invertía la realidad objetiva: los norteamericanos se creían
los mejores, y los coreanos, los peores1.
Conviene, pues, hablar de autoestima, pero con fórmulas que ayuden a asumir toda la
verdad de uno mismo, en lo positivo y en lo negativo, lo que evitará tanto el complejo de
superioridad como el de inferioridad. Esos dos extremos, por exceso o por defecto,
reflejan de modo diferente el mismo orgullo dañino y frustrado. Es tan nocivo
pedagógicamente fomentar el autoengaño de no reconocer las propias carencias, como
incidir en ellas con personas que tienden a exagerar sus defectos. No se trata de «pensar
que todo lo que se hace está bien por el mero hecho de que lo hacemos nosotros, sino de
no tratarse demasiado duramente. Somos quienes somos, y al final debemos ser nuestro
mejor amigo. No cerraremos los ojos a todo cuanto hay en nosotros que podría o debería
mejorar, pero no nos obligaremos a esa mejoría mediante el castigo o el menosprecio.
[...] Reconozcamos lo bueno que hay en nosotros sin estridencias ni entusiasmos
desaforados, pero si hay motivos para estar orgullosos, pues vamos a estarlo, qué
caramba»2.
Humildad y autoestima están intrínsecamente relacionadas aunque son conceptos
diferentes. Mientras la humildad es una virtud moral, la autoestima proviene del ámbito
de la psicología. Ésta apela a un sentimiento positivo sobre uno mismo. La humildad, sin
embargo, es mucho más que un estado de ánimo: implica una profunda aceptación de la
verdad interior, en lo bueno y en lo malo. Y va más allá, como iremos viendo, al
cimentar también la conciencia de una dignidad.
En el fondo, uno de nuestros problemas fundamentales radica en no saber asumir, en
disimular o en rechazar nuestras propias carencias. Lo ideal sería reconocerlas y buscar
pacíficamente los medios para solucionarlas. Esta actitud verdadera y realista constituye
la esencia de la virtud de la humildad. El vicio contrario se llama orgullo o soberbia. El
término “soberbia” tiene siempre una connotación negativa, mientras que el término
“orgullo” no siempre es peyorativo. En sentido positivo, puedo estar orgulloso de mi
país o de mi familia; el orgullo malsano, en cambio, indica que tengo una deficiente
relación conmigo mismo que lleva a despreciar a quienes no comparten mis simpatías.
Algunas lenguas tienen un término que designa únicamente la acepción positiva del
orgullo (fierté, en francés; fierezza, en italiano). En lo sucesivo, emplearé el término
“orgullo” en sentido negativo. Servirá para designar de modo genérico lo referente a una
mala relación con uno mismo. El término “soberbia” incluye un rasgo distintivo: indica
una actitud de superioridad.
14
Los matices son importantes, y las generalizaciones, peligrosas. También en el ámbito
de la humildad debemos hacer matices similares a los que hemos hecho a propósito de la
autoestima. Como veremos más adelante3, la humildad nos enseña a cultivar una sana
relación con nosotros mismos asumiendo pacíficamente la realidad de nuestra miseria. El
orgullo, en cambio, nos aleja de la verdad impidiéndonos reconocer nuestras
limitaciones. Cuando no reconocemos nuestros defectos, tenemos básicamente dos
alternativas. Una, por defecto, consiste, simplemente, en hacernos creer que no tenemos
carencias. Esta soberbia clásica conlleva un optimismo ingenuo condenado a darse de
bruces con la realidad. La otra actitud, por exceso, nos lleva a exagerar nuestras
flaquezas. Se trata de una soberbia invertida, que entraña un pesimismo radical y puede
alimentar una autocompasión nociva para la salud psíquica. No sólo es orgulloso quien
exagera sus virtudes, sino también quien exagera sus defectos. El humilde, en cambio, se
rige por la verdad. Sabe que la falsa modestia es tan contraria a la humildad como lo es
la soberbia clásica. Evita darse tanto aires de superioridad como de inferioridad.
Entiende que no debe tomarse demasiado en serio a sí mismo, pero no se infravalora.
Todos estos matices tienen importantes consecuencias pedagógicas. A la hora de
prevenir contra la soberbia clásica, el educador no debe hacer apología de la soberbia
invertida. Si desconoce estas apreciaciones, corre el peligro de inculcar a toda costa en
sus pupilos una imagen negativa de sí mismos. De este modo, incurre en el error
contrario al que hemos visto al referirnos a la educación en la autoestima. Por un lado, la
autoestima nos sugiere una imagen positiva acerca de nosotros mismos pero nos puede
alejar de la verdad. Por otro lado, la humildad nos acerca a la verdad pero nos puede
inculcar una imagen malsana de nosotros mismos. Por tanto, con una mirada superficial,
autoestima y humildad, mal enfocadas, pueden parecer términos excluyentes. Para
quienes tienen un concepto erróneo de la humildad, la autoestima les sugerirá
inevitablemente una actitud orgullosa. Y quienes tienen un concepto erróneo de la
autoestima pensarán que la humildad resulta nociva para la salud mental. Si buceamos
un poco más, sin embargo, pronto advertimos que la auténtica humildad es el mejor
antídoto contra el complejo de inferioridad, y que la autoestima no conduce
necesariamente a encubrir algún tipo de egoísmo. Todavía recuerdo el desconcierto que
dibujó la cara de uno de mis amigos cuando le dije de sopetón que tenía problemas con
la humildad porque no se quería a sí mismo. Me pidió una explicación al respecto porque
era obvio que no concebía los dos términos unidos. Tuve que aclararle que la humildad
consiste básicamente en el olvido de uno mismo y que él no paraba de darse vueltas a sí
mismo precisamente porque sus imperfecciones le hacían sentirse despreciable.
En definitiva, autoestima y humildad se corrigen mutuamente. La humildad recuerda
que la autoestima debe estar ligada a la verdad. Y la autoestima contrarresta la visión
negativa que se puede tener de la humildad cuando no se ha entendido correctamente.
Puesto que la humildad necesita un complemento de dignidad, para referirme a la virtud
contraria al orgullo, utilizaré a lo largo de estas páginas esta expresión: la humilde
autoestima. La actitud ideal hacia uno mismo, a la vez que conlleva reconocer
15
humildemente la verdad acerca de la propia imperfección, va unida a un profundo
sentido de la propia dignidad.
UN PROBLEMA GRAVE QUE VIENE DE LEJOS
Calibrar en la dimensión adecuada lo que implica el orgullo, en todas sus variantes, es
clave para desentrañar muchos de los quebraderos de cabeza de los que somos capaces y
que, desde nuestro mundo interior, afectan negativamente a nuestra relación con los
demás. Lewis lo expresa con acierto cuando señala que el orgullo es «el mayor causante
de la desgracia en todos los países y en todas las familias desde el principio del mundo.
Otros vicios pueden a veces acercar a las personas: es posible encontrar camaradería y
buen talante entre borrachos o entre personas que no son castas. Pero el orgullo siempre
significa enemistad: es la enemistad»4. Las consecuencias de este defecto son patentes y,
a veces, graves. En un relato sobre las horribles matanzas entre tribus africanas,
preguntaba un niño: «¿Y por qué se odian tanto?» A lo que un anciano contestaba:
«Quizá se odian porque siendo iguales se empeñan en querer ser diferentes»5.
¿Cuál es el origen de tanta miseria? ¿De dónde procede el orgullo? Para responder hay
que remontarse muy lejos, tanto en la historia de la humanidad, como en la de las
existencias concretas. Todos nacemos con este problema. El egoísmo anida en el corazón
del hombre. Lo sabemos por experiencia. Incluso los niños, mucho antes de llegar al uso
de razón, dan muestras de ello. Son envidiosos, tienden a llamar la atención, quieren ser
el centro del universo. De ahí el paradójico síndrome del “príncipe destronado”, que
aparece en el hermano mayor tras la feliz bienvenida de otro miembro a la familia.
Me contaba un experto pediatra que incluso los niños de apenas unos meses de vida
pueden llegar a comportarse de modo histérico. Me relató, en concreto, el caso de un
niño de sólo seis meses con episodios de apnea. Cuando el niño detectó la lógica
preocupación que despertaba en su madre que no pudiera respirar, recurrió con
frecuencia a ese truco. El niño encontró en esa simulación el mejor reclamo para que su
madre le prestara más atención. «Yo se lo curo —le dijo el pediatra a la madre—: basta
con que me lo deje una semana en la clínica». En efecto, pasados unos días el niño
estaba totalmente curado. Cuando la madre preguntó al médico qué tratamiento había
empleado, éste le dijo que simplemente había bastado con no hacer caso al niño cada vez
que parecía que no podía respirar.
El mal del orgullo y sus secuelas están dentro de nosotros desde el principio. ¿Cómo
se explica esto? ¿Estamos mal hechos o ha sucedido algo que ha deteriorado nuestra
naturaleza? Resolver este misterio supera la capacidad de nuestra inteligencia. Según la
doctrina católica esta cuestión está relacionada con un grave pecado de soberbia en los
albores de la historia de la humanidad. Juan Pablo II afirmó que el pecado original «es
la verdadera clave para interpretar la realidad»6.
EL ORGULLO ES COMPETITIVO Y CEGADOR
16
Nos conviene detectar los mecanismos que utiliza el orgullo para atraparnos en sus
redes. Cada uno de nosotros nace con un pequeño tirano insaciable en su interior. Quien
se rige por el orgullo, aunque logre todos sus objetivos, jamás se siente plenamente
satisfecho. Nunca consigue llenar el vacío que le atenaza: necesitaría un aprecio absoluto
que este mundo no puede dar.
Además de insaciable, el orgullo es esencialmente competitivo. Si nos motiva el
orgullo, basta que alguien nos iguale en méritos para que nos sintamos inquietos,
desangelados. «El orgullo —observa Lewis— no deriva del placer de poseer algo, sino
sólo de poseer algo más de eso que el vecino. Decimos que la gente está orgullosa de ser
rica, o inteligente, o guapa, pero no es así. Cada uno está orgulloso de ser más rico, más
inteligente o más guapo que los demás. Si todos los demás se hicieran igualmente ricos,
o inteligentes o guapos, no habría nada de lo que estar orgulloso. Es la comparación lo
que nos vuelve orgullosos: el placer de estar por encima de los demás. Una vez que el
elemento de competición ha desaparecido, el orgullo desaparece. […] Casi todos los
males del mundo que la gente atribuye a la codicia o al egoísmo son, en mucha mayor
medida, el resultado del orgullo»7.
El orgullo, por ser competitivo e insaciable, engendra envidia e insatisfacción. Si no se
corrige a tiempo, genera todo tipo de tensiones. Lo vemos con frecuencia en la sociedad
actual, en la que «no se trata de ser competente, sino de ser competitivo. No basta con
ser rico: tengo que serlo más que mi cuñado. Lo importante no es escribir un buen libro,
lo importante es que se venda más que el anterior. Tengo prestigio, sí, pero todavía no el
suficiente»8. Conocí a una persona que siempre se sentía profesionalmente insatisfecha.
Había cursado ya seis carreras universitarias. Cuando conseguía un buen trabajo, lo
abandonaba para aspirar a otro que se le antojaba mejor.
Las personas que se centran con codicia sólo en el trabajo, descuidando todos sus
amores, dan lástima. Merecería la pena recordarles que el presente de su éxito
profesional es sólo el pasado del futuro, que llegará, tarde o temprano, con su jubilación
y un triste balance humano fuera del ámbito laboral. Aunque hayan construido todo un
emporio económico y estén rodeados de admiradores, llegará el momento en que
sentirán, o les harán sentir, que están de más. Al principio, quizá, se justificaban
diciendo que querían ganar dinero para sacar adelante una familia. Pero tarde o temprano
quedará en evidencia que lo que más los motivaba era el orgullo. «La codicia —observa
Lewis— hará sin duda que un hombre desee el dinero, para tener una casa mejor,
mejores vacaciones, mejores cosas que comer y beber. Pero sólo hasta cierto punto.
¿Qué es lo que hace que un hombre que gane 10.000 libras al año ansíe ganar 20.000
libras? No es la ambición de mayor placer. 10.000 libras le darán todos los lujos que un
hombre realmente pueda disfrutar. Es el orgullo... el deseo de ser más rico que algún otro
hombre rico, y (aún más) el deseo de poder. Puesto que, naturalmente, el poder es lo que
el orgullo disfruta realmente»9.
Además de competitivo, el orgullo es cegador: pone gafas que distorsionan la realidad.
Y si falta autocrítica cualquier avance se hace tortuoso. Es como el virus que se
introduce en lo más escondido del alma y es imposible combatirlo porque el interesado
17
no es consciente de estar infectado. Recuerda también al mecanismo del cáncer. Las
células cancerígenas, a pesar de ser extrañas al cuerpo, no son reconocidas como tales
por el sistema inmunológico. Análogamente, el orgullo tiende a presentarse de forma
más retorcida que otros vicios, al camuflarse en apariencias diversas. Su modus operandi
consiste en esconderse para ocultar su repulsivo rostro. Puede así contaminar incluso los
más nobles afanes. Se mete de tapadillo y se disfraza de afán por defender la verdad, de
sabiduría, de coherencia con uno mismo, de apasionada lucha por hacer justicia... A
medida que uno se va conociendo a sí mismo, descubre nuevos ámbitos infectados.
El orgullo introduce un elemento de falsedad tanto en la percepción de uno mismo,
como en la percepción de los demás. Siendo a la vez cegador y competitivo, lleva a
verlos como potenciales rivales que ponen en peligro la propia excelencia. Se les
proyecta así el propio afán de querer sentirse superior. Puesto que el ladrón piensa que
todos son de su condición, los demás se convierten en contrincantes o, lo que es peor,
aparecen como tiránicos dominadores que amenazan con subyugar la propia
independencia.
Ese mecanismo de autoproyección es especialmente peligroso en la relación con Dios
y ayuda a entender «el dato oscuro pero real del pecado original»10. El hombre soberbio
se cree superior y pretende jugar el papel de rey, aunque sólo sea en el reino de su propia
miseria. Se vuelve competitivo y desconfiado incluso ante su Creador. Cae así en una
especie de megalomanía, creyéndose capaz de igualar a Dios. De este modo, aunque con
menor lucidez, cae ante la misma tentación que, según el libro del Génesis, precedió al
primer pecado de la historia. Nuestros antepasados remotos, explica Lewis, sucumbieron
ante «la idea de que podían “ser como dioses”, que podían desenvolverse por sí solos
como si se hubieran creado a sí mismos, ser sus propios amos, inventar una especie de
felicidad para sí mismos fuera de Dios, aparte de Dios. Y de ese desesperado intento ha
salido casi todo lo que llamamos historia humana —el dinero, la pobreza, la ambición, la
guerra, la prostitución, las clases, los imperios, la esclavitud—, la larga y terrible historia
del hombre intentando encontrar otra cosa fuera de Dios que lo haga feliz»11.
La proyección sobre Dios de la propia soberbia pone de relieve una dramática
inversión de la realidad. El amor es el único motivo de la creación, pero el hombre
desconfía. Dios quiere ser ante todo un padre amantísimo, pero la criatura le convierte en
una especie de déspota celoso por custodiar su supremacía. Según Juan Pablo II, en el
origen del ateísmo se encuentra la reacción del hombre que huye ante la imagen falsa de
Dios que se ha forjado, puesto que ha cambiado la actitud padre-hijo que Dios siempre
quiso por una relación amo-esclavo: «El Señor aparece como celoso de su poder sobre el
mundo y sobre el hombre; en consecuencia, el hombre se siente inducido a la lucha
contra Dios. Análogamente a cualquier época de la historia, el hombre esclavizado se ve
empujado a tomar posiciones en contra del amo que le tenía esclavizado»12.
La rebelión contra Dios acaba perjudicando al hombre: al perder su mayor fuente de
dignidad, es lógico que deje de ser respetado como persona. «Comienza el hombre
devaluando a Dios —observa Pilar Urbano—, y acaba él reducido a un dígito estadístico
[…]. Empequeñecer a Dios es, indefectiblemente, enanizar al hombre. […] Al doblar la
18
esquina donde se ignora a Dios, se encuentra uno en el suburbio ciego donde se ignora al
hombre»13. La historia reciente corrobora dolorosamente que la negación teórica o
práctica de Dios trae consigo el desprecio de la dignidad humana. No me refiero sólo a
los genocidios del siglo xx, sino también a los actuales atentados contra la incipiente
vida humana. Como advirtió Juan Pablo II en el año 2000, la humanidad «ha logrado una
extraordinaria capacidad de intervenir en las fuentes mismas de la vida; puede usarlas
para el bien, dentro del marco de la ley moral, o ceder al orgullo miope de una ciencia
que no acepta límites, llegando incluso a pisotear el respeto debido a cada ser humano.
Hoy, como nunca en el pasado, la humanidad está en una encrucijada»14. El actual
relativismo ético se camufla en presuntos intentos de ayudar a los demás. Pero, detrás de
ese «orgullo miope», al igual que en los albores de la humanidad, se atisba una rebelión
contra el único Señor de la vida y de la muerte.
TODA UNA VIDA MADURANDO
Cultivar una humilde autoestima es una tarea para toda la vida. Aunque no nos
concierne a todos por igual, nadie está exento de esa tarea de maduración. Esta
aspiración tropieza, sin embargo, con muchos factores que dependen de la genética, de la
educación o del uso que hagamos de nuestra libertad. Todos nacemos con carencias que
eventualmente pueden agravarse por motivos vitales adversos y por errores personales.
Es preciso por ello hacer una breve incursión en el campo de la pedagogía, ya que las
circunstancias desfavorables más nocivas se sitúan en el periodo en el que más
vulnerables somos: la infancia y la adolescencia.
Cuando el niño da los primeros pasos, comienza a percatarse de su propia indigencia,
pero es incapaz de racionalizarla: no es consciente de la inalienable dignidad que le
corresponde como persona. Tiende a llamar la atención en una espiral que sólo pueden
mitigar sus padres, enseñándole que lo vale todo a los ojos de Dios. Si los padres no
aciertan en este sentido es muy posible que sean los testigos mudos de muchas de las
inseguridades y dramas que emergerán con el tiempo. Los adultos, muchas veces, no son
conscientes de las heridas que pueden provocar en sus hijos. En ocasiones esa huella
profunda aflora al cabo de los años. Ayuda a entenderlo, por ejemplo, el siempre
desconcertante enfrentamiento entre hermanos por una herencia. La explicación hay que
buscarla a menudo en una larga y antigua historia de orgullo herido.
Acertar en la educación es siempre un difícil e inquietante desafío. Porque es
frecuente que los padres, lejos de una intuitiva labor que tiene tanto de ciencia como de
arte, transmitan inconscientemente a sus hijos sus propios defectos. La pedagogía sana
compatibiliza tanto el llamamiento a un comportamiento correcto como a asumir y amar
las propias limitaciones. Hay que mostrar a los hijos que se los quiere de modo
incondicional, y no por lo que tengan, sepan o consigan realizar: ¡que se los ama tal
como son! El chantaje afectivo es tan corriente como peligroso. Es un error educar a un
niño, haciéndole creer que el cariño que recibirá depende de cómo se ajuste a los gustos
19
de los mayores, en lugar de enseñarle a hacer el bien libremente y por una razón de
amor, no porque necesite granjearse el aprecio ajeno.
Educar a alguien en el deseo de perfección podría alimentar un falso yo irreal, si esa
meta no va en paralelo a enseñar la importancia de aceptarse como uno es. De lo
contrario, las tensiones están servidas. Si el sujeto en cuestión no se acepta a sí mismo
como es, tratará de satisfacer las imposibles exigencias que le impone su falso yo
idealizado. Intentará imitar a un personaje ideal, que no es, mientras reprime su
verdadera y legítima forma de ser.
Si no se aprende algo tan importante en el ambiente familiar, será mucho más difícil
percibirlo fuera del hogar. Lo pone de manifiesto el salto a la etapa escolar. Lo que un
niño encuentra en ese nuevo escenario, muchas veces, es lo más parecido a la ley de la
jungla: puede más, no el que más cualidades tiene, sino el que más grita o más intrépido
es. A partir de ahí, según los modos de ser, unos acentuarán su arrogancia y se autoa-
firmarán humillando a los demás, y otros serán víctimas de una timidez creciente, que
funciona como mecanismo de autodefensa, buscando la autoestima a través de los éxitos
escolares. Los introvertidos se aíslan y tienen pocos amigos; los arrogantes, en cambio,
llevan la voz cantante y, para no perder su prestigio, se ven obligados a comportarse de
modo cada vez más excéntrico. En ambos casos el detonante es el mismo, la falta de
aceptación, aunque las consecuencias lleven a unos a la exageración y a otros al
retraimiento.
TRES ESTADIOS EN LA VIDA
El itinerario para tomar conciencia de la propia valía lo trazan aquellas personas que
valoramos de un modo singular. Son los interlocutores relevantes15 que, al juzgarnos,
ejercen una influencia decisiva sobre la imagen que tenemos de nosotros mismos. Es
relativamente fácil localizar este fenómeno, con las lógicas variantes, en las tres etapas
de la vida: en la infancia, en la adolescencia y en la madurez.
En la infancia los interlocutores relevantes suelen ser los padres (de modo especial el
padre para un hijo, y la madre para una hija). Cuando el niño llega al uso de razón, se
percata de su propia indigencia y se acoge al parecer de sus padres para saber lo que
vale. Algo más tarde, con la pubertad, comienza un período difícil pero necesario, el de
la búsqueda de una identidad con independencia de la opinión de los padres. En los dos
casos, entre los seis y doce años, la receptividad con los padres y educadores es plena. Es
el mejor momento para sembrar.
La adolescencia es la segunda fase y se alarga, en rasgos generales, de los trece a los
veinte años. La nota distintiva respecto al periodo anterior es la pérdida progresiva de la
receptividad del niño, y se refleja en la formación de juicios propios al margen de la
opinión de los padres y educadores. La tarea rectora de los padres se complica. Es el
momento de ayudar a los hijos a construir un proyecto de vida propio respetando su
libertad, acompañándolos de cerca pero fomentando su legítima independencia. De
20
modo progresivo, la relación de autoridad debería dejar paso a una relación de amistad y
confianza. En el otro extremo, una actitud de los padres demasiado protectora y posesiva
impedirá con toda probabilidad la maduración de los hijos.
En la adolescencia, los interlocutores relevantes pasan a ser los amigos y la persona de
la que uno se enamora. El adolescente se da cuenta de que tiene que saber por sí mismo
lo que vale, pero no lo suele lograr y, para valorarse, sigue dependiendo del juicio de
quienes más admira. Si aprende a vencer los respetos humanos, a defender sus propias
opiniones, y sabe rodearse de buenos amigos —esto es, de personas que le valoran por lo
que es y no por lo que les pueda aportar—, todo irá bien. Si toma el camino contrario, no
se atreverá a mostrarse como es y se codeará con colegas desaprensivos. Las
consecuencias de su mimetismo de adolescente pueden ser funestas. Si se mueve en
ambientes escasos de valores, para no sentirse desplazado, imitará cualquier
comportamiento que esté de moda. La promiscuidad sexual, la delincuencia o las drogas
forman parte del largo elenco de posibilidades.
Dan especial pena esas chicas fáciles que se degradan a sí mismas entregando sus
encantos al primer postor. Y la razón de fondo no es tanto el atractivo sexual como la
vanidad. Para gustarse a sí mismas, necesitan experimentar que encantan a los chicos y
alardear después de sus triunfos ante sus emancipadas amigas. Lewis se preguntaba «si
no se habrá perdido en tiempos de promiscuidad más veces la virginidad por obedecer al
señuelo de la camarilla política que por someterse a Venus. Cuando está de moda la
promiscuidad, los castos quedan desplazados»16.
Entre los veinte y veinticinco años, en plena juventud, ya se espera que uno haya
adoptado una actitud personal y estable en la vida. Durante la adolescencia, los hijos,
para autoafirmarse, suelen adoptar posturas contrarias a las de sus padres. El despegue
definitivo viene cuando aprenden a dialogar, cuando adquieren convicciones íntimas
pero permanecen abiertos al efecto enriquecedor de escuchar otras opiniones. Tienen
seguridad en sí mismos, pero no de modo cerril, pues son también capaces de dudar
sanamente de sí mismos. Actúan siguiendo libremente su propio proyecto de vida, pero
son sensatos y se dejan asesorar. Son, en definitiva, lo suficientemente maduros como
para darse cuenta de que la vida es un aprendizaje que no termina nunca.
La tercera y definitiva toma de conciencia de la propia dignidad debería llegar en la
edad adulta, pero, por desgracia, muchas personas supuestamente adultas se rigen por los
mismos mecanismos de autoafirmación que observamos en la infancia y en la
adolescencia. Si fuesen personas realmente maduras, en vez de permitir que otros
dictaminen su valía, sabrían por sí mismas lo que valen. Sin embargo, siguen jugando
toda la vida una especie de comedia, con el agravante de que su afán de hacerse valer
suele ser más enmarañado que en los niños.
Muchos supuestamente adultos siguen dependiendo de la opinión ajena. Con tal de
quedar bien, son capaces de sacrificar cualquier cosa. Y, en el fondo, regirse por estos
respetos humanos no vale la pena, porque la gente nos suele juzgar según criterios
superficiales: si somos simpáticos, si tenemos un coche grande, etc. Sólo las personas
21
que nos quieren de verdad, se fijarán más en lo que somos que en lo que tenemos,
sabemos o podemos.
Los respetos humanos comprometen seriamente la autenticidad de nuestras relaciones.
En una sencilla novela encuentro esta aguda observación: «En cuanto nos reunimos unos
cuantos, no nos atrevemos a ser como somos en realidad, porque tememos ser distintos a
como creemos que son nuestros semejantes, y nuestros semejantes temen ser distintos a
como creen que somos nosotros. Y, en consecuencia, todos pretenden ser menos
piadosos, menos virtuosos y menos honrados de lo que realmente son. [...] Es lo que yo
llamo la nueva hipocresía [...]. Antes, la gente pretendía hacerse pasar por mejor de lo
que era, pero ahora todos pretenden parecer peores. Antes, un hombre decía que iba a
misa los domingos aunque no fuese, pero ahora dice que va a jugar al golf y le fastidiaría
mucho que sus amigos descubriesen que en realidad va a la iglesia. En otras palabras: la
hipocresía, que antes era lo que un escritor francés llamaba el tributo que el vicio paga a
la virtud, ahora es el tributo que la virtud paga al vicio»17.
Unos son inseguros y van mendigando aprecio; suelen ser personas que tienden a
verse a sí mismas a través de los ojos de los demás. Otros parece que han vencido los
respetos humanos; son personas independientes a quienes ya no les importa el qué dirán,
pero lo logran a base de autosuficiencia: no les importa lo que piensen los demás
simplemente porque pasan de ellos. Es posible que, en el fondo, se trate de un
mecanismo de defensa. A veces, esos que presumen de independientes, aunque no lo
reconozcan, se encierran en sí mismos precisamente por miedo a ser rechazados. En una
novela de Susana Tamaro, el protagonista, que siempre ha alardeado de ser un espíritu
independiente, reconoce al final de su vida que, en el fondo, es el miedo a no ser
apreciado el que ha guiado sus pasos. En la carta de despedida a su hija, escribe: «Puedo
decirte que ha sido el miedo lo que ha determinado mi vida, lo que yo llamaba audacia
era en realidad pánico. Miedo a que las cosas no fueran como yo había decidido, miedo
de superar un límite que no era de la mente sino del corazón, miedo de amar y de no ser
correspondido. Al final es, en realidad, sólo éste el terror del hombre y es por lo que cae
en la mediocridad. El amor es como un puente suspendido sobre el vacío… Por miedo
complicamos las cosas simples, con tal de perseguir los fantasmas de nuestra mente,
transformamos un camino recto en un laberinto del que no sabemos salir. Es tan difícil
aceptar el rigor de la simplicidad, la humildad de la entrega»18.
¿Qué podemos hacer para evitar la esclavitud de los respetos humanos? Es conocido
que los chinos suelen sentirse muy avergonzados si cometen un error en público. Lo
llaman “perder la cara”. Decía Confucio que el hombre necesita su cara como el árbol
necesita su corteza. Ese miedo a perder la cara desaparece ante quienes nos quieren de
verdad. De ahí la importancia de conocer a Aquel ante quien es imposible perder la
cara. Tenemos tendencia a reflejarnos en los demás como en un espejo, y no hay espejo
más adulador que los ojos del enamorado. Por eso, deberíamos aprender a vernos a
nosotros mismos a través de los ojos de Dios. Sólo quien toma a Dios como su más
relevante Interlocutor, va por la vida sin ningún tipo de complejos. Los niños dependen
de la estima que reciben de sus padres. Los adolescentes dependen del aprecio de sus
22
amigos y de la persona de la que se han enamorado. Pero la persona verdaderamente
madura se hace sanamente independiente de todos porque se ve a sí misma como la ve su
Padre Dios.
TODA UNA VIDA BUSCANDO AMOR
El amor que recibimos juega un papel decisivo en el camino hacia la madurez. El
orgullo hunde sus raíces en una necesidad de estima con la que todos nacemos. Y,
paralelamente, lo que más aplaca el hambre de estima es el amor. Nada nos dignifica
tanto como sentirnos —o sabernos— amados. Si palpamos el amor de alguien,
pensamos: «Eso significa que hay algo en mí que le atrae, algo que es digno de ser
amado». Aparte del amor, también influyen otros aspectos, como el éxito en el trabajo o
en las diversas aficiones, pero estas fuentes de autoestima no son tan sanas y eficaces
como el amor que damos y recibimos. Si tareas en principio tan nobles como las
destrezas laborales y deportivas no están orientadas hacia el amor, acabarán al servicio
del orgullo y seguiremos insatisfechos, al margen de los triunfos que cosechemos en la
vida. La gloria profesional y social es gratificante, pero pasajera. En épocas exitosas de
nuestra vida, advertimos menos el vacío interior, pero tarde o temprano resurge esa
profunda sed de amor que llevamos dentro. Si somos sinceros con nosotros mismos, nos
sucede como a Henri Nouwen que, al describir su estado interior antes de su conversión,
reconoce: «Seguía esclavo de mi corazón, hambriento de amor en busca de caminos
falsos para conseguir mi propia autoestima»19.
Tampoco terminan los problemas derivados del orgullo cuando nos decidimos a
buscar la felicidad únicamente a través del amor, dejando atrás, gracias a una madurez
tejida de tropiezos y avances, el falso eclipse de los pasajeros éxitos profesionales y
sociales. Hace falta algo más. Como veremos más adelante, sólo el Amor de Dios es
capaz de colmar plenamente nuestros más profundos anhelos20. Para resolver
establemente los problemas de orgullo, es preciso descubrir que la única fuente segura de
autoestima está en el Amor incondicional de Dios. El amor que recibimos de familiares y
amigos no nos reconcilia definitivamente con nosotros mismos. Este amor humano,
aparte de ser condicional, naufraga en muchas ocasiones entre la decepción y la
búsqueda de soluciones de recambio. Veámoslo en las distintas etapas de la vida.
La infancia es fascinante desde este punto de vista. El niño palpa inconscientemente lo
más parecido al amor incondicional. El amor de una madre, en concreto, es lo que más
se asemeja al amor sin condiciones de Dios. Sin embargo, ese estado de gracia que se
divisa a tan temprana edad no dura siempre. Es ley de vida. «Con la muerte de mi madre
—cuenta Lewis— desapareció de mi vida toda felicidad estable, todo lo que era
tranquilo y seguro. Iba a tener mucha diversión, muchos placeres, muchas ráfagas de
alegría; pero nunca más tendría la antigua seguridad. Sólo habría mar e islas; el gran
continente se había hundido, como la Atlántida»21.
23
En la adolescencia tomamos conciencia de que el amor de los padres no es tan
incondicional como parecía; entendemos por primera vez que el camino hacia la
independencia es saludable y comenzamos a saber por nosotros mismos lo que valemos.
Como primera solución de recambio, si no intentamos colmar el vacío a través de éxitos
académicos, esperamos encontrar en la amistad ese amor incondicional que tuvimos
siendo niños. A la larga, sin embargo, el problema no queda resuelto establemente, ya
que incluso nuestros mejores amigos tienen sus limitaciones.
Carmen Martín Gaite recoge en una de sus novelas el reencuentro, después de treinta
años, de dos amigas de adolescencia. Una de ellas escribe después en una carta: «Hemos
crecido. Crecer es empezar a separarse de los demás, claro, reconocer esa distancia y
aceptarla. El entusiasmo de aquellos encuentros juveniles con personas que despertaban
nuestro interés se basaba en que dábamos por supuesta una permeabilidad continua entre
nuestra vida y la de ellos, entre nuestros problemas y los de ellos, parecía posible la
anexión. Es cierto que aún se dan momentos en que surge esa ilusión de permeabilidad,
pero son momentos extraordinarios y fugaces, a los que no se puede pedir continuidad,
vigencia permanente. Yo de jovencita —y a ti te pasaba lo mismo— estaba segura de
que las gentes que me querían nunca se iban a desentender de mí, que mi vida era
indispensable para la suya. Pero en el fondo, lo que quería es que no me dejaran nunca
de necesitar. Pues no. Luego ves que no, y además, es mejor que nadie te necesite
mucho»22.
El amor entre hombre y mujer tiene una gran capacidad de satisfacer nuestra hambre
de estima. Por eso, con ocasión del primer éxito amoroso, suelen desaparecer bastantes
problemas de inseguridad. Sucede a menudo que quienes durante su adolescencia
tuvieron desvaríos de autoestima, se curen de golpe cuando se enamoran y se ven
correspondidos. Es lógico, ya que el enamoramiento suscita una especie de
encantamiento que a uno le hace pensar que vive un amor incondicional, divino, sin
mezquinos cálculos de conveniencia. El enamorado vive como fuera de sí mismo, como
enajenado, pensando de continuo en el objeto de su amor. En el fondo, lo que atrae a los
enamorados es un pálido destello de lo divino. Ya Platón decía que este tipo de amor es
un reflejo de la divinidad. Lo que se escriben los novios podría ser puesto en boca de
Dios mismo, con la diferencia de que, a Dios, el amor no le ciega. En cambio, el
espejismo del enamoramiento provoca que apenas veamos los defectos del otro, nos
lleva a pensar que no hay nadie mejor. No es de extrañar que las personas enamoradas se
digan «te adoro», algo que en sentido estricto sólo corresponde a Dios. Como expresa
Bécquer en uno de sus poemas:
«Lo que el salvaje que con torpe mano
Hace de un tronco a su capricho un dios,
Y luego ante su obra se arrodilla, eso hicimos tú y yo»23.
Sólo el Amor de Dios puede colmar plenamente la necesidad de estima, pero eso no
quita que también el amor de nuestros semejantes nos ayude a cimentar la autoestima. Al
fin y al cabo, todo amor humano es reflejo del Amor divino, y ese reflejo se intensifica a
medida que aumenta la calidad de ese amor humano. La relación entre calidad de amor y
24
humilde autoestima va en dos direcciones. Por un lado, el amor que recibimos, más aún
si es de alta calidad, mejora nuestra autoestima; por otro lado, como veremos a lo largo
del siguiente capítulo, una actitud de humilde autoestima resulta imprescindible para
mejorar la calidad del amor que damos.
El amor humano, en suma, es un buen punto de partida, aunque necesita ser
completado por el Amor divino, único capaz de fundamentar establemente la calidad de
nuestra autoestima y de nuestros amores. A esa misma conclusión llegó un psiquiatra
que, tras sufrir un accidente de tráfico, palpó el cariño de sus familiares y amigos. «Has
aprendido al fin —se dice a sí mismo— [...] que si no se tiene la experiencia de haber
sido querido es muy difícil que se pueda querer. Pero esa experiencia no es suficiente.
No basta con ese cariño horizontal entre padres e hijos, marido y mujer. Es necesaria,
además, la experiencia vertical, la de la persona con Dios. Entre otras cosas, porque el
amor humano por sí solo es insuficiente. El amor humano sólo se esclarece y adquiere su
sentido y pleno significado en el amor divino»24.
25
2. PROGRESAR EN EL AMOR
CONFIANZA RECÍPROCA
Conviene insistir en la importancia de cultivar una humilde autoestima, no sólo
porque es una de las mejores vías para combatir los problemas derivados del orgullo,
sino también porque es un requisito indispensable para mejorar la calidad de nuestros
amores. Hasta ahora he incidido en los múltiples problemas que se derivan del orgullo.
En este capítulo, con un enfoque más positivo, me centraré en la relación entre la
humilde autoestima y la calidad del amor.
Esta cuestión es decisiva, ya que nada nos proporciona tanta felicidad como el amor
de alta calidad. De ahí la singular trascendencia de progresar por esa vía. Sin duda, el
bienestar material contribuye algo a nuestra felicidad, pero el grado más alto de dicha
proviene de dar y de recibir amor. A esa conclusión llegó un especialista de la
Universidad de Róterdam que había inventariado más de seis mil trabajos sobre esta
cuestión. El estudio destacaba que las personas con menores ingresos mostraban un nivel
de satisfacción más alto1. Por otra parte, cuanto más perfecto es el amor, mayor felicidad
procura. En el amor de calidad, «lo esencial no es gozar, sino compartir»2, y quien
comparte goza más. El egoísta busca poseer y siempre está insatisfecho. En cambio,
quien no busca el propio provecho sino el bien de la persona que ama, experimenta un
inesperado gozo cada vez que lo logra. Y si esa calidad de amor es recíproca, entonces se
produce una sorprendente espiral que da lugar a insospechados niveles de felicidad.
Antes de estudiar las cualidades del amor ideal, conviene recordar que el primer
requisito para incoar una relación de amor es la confianza. Amar conlleva «poner todo lo
propio en manos de alguien querido en quien confiamos plenamente»3. El amor se
asienta sobre una base de mutua confianza y culmina, a través de la entrega recíproca,
con la unión entre los amantes. Si uno de ellos da el otro recibe. Por tanto, la unión
amorosa sólo es posible si ambos son capaces de dar y de recibir. Sin ese don recíproco,
todo quedaría a mitad de camino y no sería posible llegar a esa íntima unión en la que
dos corazones laten al unísono y dos almas se funden en una.
En el fondo, la confianza ya es un modo de donación. La palabra “entrega” tiene un
significado a la vez activo y pasivo: significa donación y rendimiento. Entregarse es
querer y dejarse querer, darse generosamente y rendirse confiadamente. Confianza y
donación se potencian mutuamente. Abrir la propia intimidad otorga cierto poder al otro:
entraña un riesgo que sólo la confianza en su amor puede superar. En una buena relación
de amor, no hay secretos. En cambio, cuando desaparecen las confidencias, la relación se
26
paraliza. Fe y fidelidad (fides y fidelitas en latín) van de la mano. Tener fe en una
persona significa confiar en que nos será fiel. Y, como observa Thibon, «el hombre que
no es capaz de fe, no es capaz de fidelidad»4.
¿De dónde procede la desconfianza? Unos no confían simplemente porque fueron
educados de ese modo, pero también hay quienes no se fían de los demás porque
proyectan sobre ellos su propia inseguridad. En algunos, este problema de autoestima
está ligado a antiguas decepciones. El orgullo herido puede distorsionar tanto la realidad,
que incluso detalles objetivamente amables se vuelven sospechosos. Si estas personas no
curan sus heridas cultivando una humilde autoestima, se vuelven autosuficientes: les
cuesta aceptar que necesitan el amor de los demás. Incluso podrían sentirse humillados
por el simple hecho de que alguien les ofrezca su ayuda.
En el amor, nos solemos mover entre dos extremos: entrega y reserva. El orgullo y el
miedo impiden darlo o recibirlo del todo. Como expresa el protagonista de una novela de
Sándor Márai, «hace falta mucho valor para dejarse amar sin reservas. Un valor que es
casi heroísmo. La mayoría de la gente no puede dar ni recibir amor porque es cobarde y
orgullosa, porque tiene miedo al fracaso. Le da vergüenza entregarse a otra persona y
más aún rendirse a ella porque teme que descubra su secreto… el triste secreto de cada
ser humano: que necesita mucha ternura, que no puede vivir sin amor»5. Hay quienes se
curan en salud y prefieren mantenerse inmunes ante las perturbaciones del amor, pero lo
pagan muy caro, porque terminan en una tremenda soledad. Y, como decía el filósofo
francés Gabriel Marcel, «nada está perdido para un hombre que vive un gran amor o una
verdadera amistad; pero todo está perdido para quien está solo»6.
Dejarse querer no es signo de debilidad. Reconocer la propia indigencia requiere una
buena dosis de humildad y de fortaleza. Es curiosa esa reticencia nuestra a admitir que
necesitamos ser amados. Crecemos, pero, en el fondo, seguimos siendo como niños.
Somos débiles por dentro, aunque hacia fuera lo ocultemos, por miedo al rechazo. Sin
humilde autoestima, no hay veracidad, ni hacia uno mismo ni hacia los demás. Son
pocos los que se atreven «a manifestar la verdad de modo total, sin atenuar ni retocar
nada, sin ningún tipo de arreglo más o menos fraudulento»7. Lo ideal sería que no
hubiera diferencia entre como somos realmente, como creemos que somos y como nos
manifestamos ante los demás. Quien oculta su debilidad, suele ponerse a la defensiva
cuando salen a relucir sus flaquezas. Y, como veremos más adelante8, no es fácil
arrancar esa coraza de hierro si uno se ha acostumbrado a jugar cierto papel de comedia,
tanto ante sí mismo como ante los demás. «A veces pienso —dice la protagonista de una
novela de Carmen Martín Gaite— que se miente por incapacidad de pedir a gritos que
los demás te acepten como eres. Cuando te resistes a confesar el desamparo de tu vida,
ya te estás disfrazando de otra cosa, le coges el tranquillo al invento y de ahí en adelante
es el puro extravío, no paras de dar tumbos con la careta puesta, alejándote del camino
que podría llevarte a saber quién eres [...] Cada vez me doy más cuenta, sed de aprecio, o
como lo quieras llamar»9. La careta de la mentira sólo desaparece ante quien nos quiere
de verdad. Sólo entonces nos comportamos de modo espontáneo. Sin duda, si
27
conociéramos a fondo el Amor de Dios desde nuestra infancia y viviéramos de continuo
en su presencia, no haríamos tanta comedia a lo largo de nuestra vida.
EL AMOR IDEAL Y SUS CUALIDADES
Sin humilde autoestima, no sólo se compromete la capacidad de recibir amor, sino
también la rectitud de intención y la libertad interior a la hora de darlo. Quizá no
estemos familiarizados con esas nociones. Por eso conviene analizar en qué consiste el
amor ideal. Estas consideraciones se sitúan ante todo en el contexto de una relación
amorosa entre un hombre y una mujer, aunque pueden ser también aplicadas a otras
relaciones de amor: con Dios, con familiares y con amigos.
Los comienzos de una relación de amor entre un hombre y una mujer —los
preparativos de ese viaje— son muy atractivos (hay quienes se hacen adictos a ellos),
pero no aseguran el éxito del trayecto. Es sabido que el enamoramiento es un
sentimiento que no dura. Es un buen punto de partida que hay que superar gracias a un
amor más maduro. «Si el amor es entendido como un mero sentimiento, tarde o
temprano se concluirá que no se ama»10. A medida que el amor progresa, lo interior se
hace más importante que lo exterior. Ridiculizando el amor meramente sentimental,
escribe Albert Cohen: «Si al pobre Romeo le hubiera quedado tronchada de repente la
nariz por algún accidente, Julieta habría huido horrorizada al verlo. Treinta gramos
menos de carne, y el alma de Julieta deja de experimentar nobles emociones. Treinta
gramos menos y se acabaron los sublimes gargarismos al claro de la luna»11.
Las películas de los últimos años nos han acostumbrado a pensar que la atracción
físico-romántica es el colmo del amor. Pero se olvidan de recordar (no sería
dramáticamente correcto) que cuando eso ocurre, desgraciadamente, el amor se esfuma
con la misma facilidad con que nos deslumbró. Recuerdo un filme reciente, entre tantos,
rodado con ese formato12. Hay un momento en el que el protagonista se ve obligado a
explicar a sus hijos las razones de su divorcio alegando que ya sus sentimientos han
cambiado, pero no espera la réplica, expresada con temor y curiosidad, del más pequeño
de ellos: «¿Y podrías desenamorarte también de tus hijos?». Refleja con realismo la
decepción frecuente a la que se llega cuando se confunde amor con pasión de amor.
«Por desgracia —escribe Cronin— la idea del atractivo sexual como base fundamental
del matrimonio, empapada en un dulzón romanticismo y almibarada con la falsa
promesa de una eterna luna de miel, se ha convertido en parte integrante del sueño
moderno»13.
Para que el amor sea estable y duradero, es preciso pasar del amor como atracción al
amor como donación, pues nada une tanto a dos personas como la voluntad recíproca de
querer el bien para el otro. En el amor maduro desaparecen las razones egocéntricas y se
hace hincapié en las posibilidades de aportar felicidad. «Es posible que todo empezara
con alguna razón —apunta Josef Pieper—, pero cuando el amor se ha encendido no
necesita razones»14. Ya no se ama tanto por lo atractivo que tenga la persona amada,
28
cuanto por lo que es en sí misma. Ya no se ama tanto su «mero ropaje físico», cuanto el
núcleo de su persona, « incomparable e insustituible»15. Este amor sólido y maduro es
imperecedero. Quienes lo experimentan entienden la célebre y repetida exclamación de
Gabriel Marcel: «amar a un ser es decirle: tú no morirás»16. Más allá de los límites de la
muerte, la persona amada sigue viviendo en el amante.
Si bien la pasión no es lo más importante, no se trata de excluirla, porque el amor
también se nutre de ella. Sin embargo, a medida que los amantes progresan en el amor,
su relación se convierte en «una profunda unidad, mantenida por la voluntad y
deliberadamente reforzada por el hábito»17. Se trata de asumir la pasión y, a la vez, de
ponerla al servicio de la entrega. El amor es comparable a un avión con dos motores: un
motor principal (la voluntad) y un motor auxiliar (la pasión). El motor auxiliar se puede
apagar aunque no queramos, por enfermedad o cansancio; pero el motor principal no se
apaga sin nuestro consentimiento. Si falta el motor de la voluntad, observa Thibon,
«basta la menor prueba física o moral para sumergir en su soledad esencial a los
enamorados que sólo están unidos por la carne o por el sueño»18.
Es posible distinguir tres tipos de amor humano: gustar (que apela a lo físico, al
cuerpo), querer (algo más emocional, afectivo, propio del corazón) y amar
(definitivamente volcado a la esfera más espiritual del hombre, al alma). Lo ideal sería
que los amantes se gusten, se quieran y sean buenos amigos. También, en sentido
inverso, se pueden encontrar tres tipos de egoísmo: físico (acaparamiento sexual),
afectivo (afán posesivo) y espiritual (orgullo). Esas tres esferas se corresponden también
con tres tipos de felicidad y de infelicidad: buena comida o dolor de muelas, alegría o
desencuentro afectivo, paz interior o remordimientos. Cuanto más profunda es la
felicidad o la infelicidad, menos se ve desde fuera. Un dolor de muelas es difícil de
disimular, pero la soledad que atenaza al alma suele pasar inadvertida. Quien busca una
felicidad únicamente sensorial, si tiene éxito, no es infeliz, pero se pierde la mejor
felicidad, la que está ligada al amor. En francés “infeliz” se dice “malheureux”, que
literalmente significa “malfeliz”.
El amante ideal pone esas tres esferas al servicio de la felicidad de la persona amada.
La atracción física y el enamoramiento son, en efecto, de gran ayuda como antesala a la
entrega de lo más íntimo del alma, que llegará con el tiempo. Por eso reclaman una
purificación que los sitúe en el lugar que les corresponde. Según las disposiciones del
alma, se combate o se acrecienta el egoísmo sexual y afectivo. Una buena relación con
uno mismo, con el siempre gratificante balance de una humilde autoestima, ayuda a
purificar las intenciones sexuales y afectivas, mientras que una mala relación con uno
mismo, viciada por el orgullo, pervierte la pasión. A lo largo de este capítulo, quedará
más aclarada la relación entre orgullo y egoísmo afectivo.
Veamos ahora las cuatro propiedades que determinan la calidad del amor. El amor
ideal es sacrificado, desinteresado, respetuoso y libre. La mayoría de la gente no está
acostumbrada a hacer un chequeo a su relación de amor. Esos cuatro parámetros —
entrega operativa, rectitud de intención, desprendimiento y libertad interior—, tan
difíciles de casar con una mirada superficial, van más allá de la pregunta más habitual:
29
«¿Qué tal evoluciona ese noviazgo o ese matrimonio?», y de la respuesta más fácil y
frecuente: «Nos llevamos bien, nos queremos mucho».
Las dos primeras cualidades están ligadas a la verdad del amor, y las dos últimas, a la
libertad en el amor. En efecto, el amor de alta calidad se rige a partes iguales por la
verdad y la libertad. La verdad del amor tiene que ver con obras y con intenciones:
amamos de verdad si somos movidos por intenciones rectas y si las obras avalan nuestro
amor. Y amamos en libertad si evitamos la rigidez interior y si no coaccionamos a la
persona amada. Por tanto, para determinar la calidad de una relación de amor, los
amantes tendrían que responder a estas cuatro preguntas: ¿cuánto están dispuestos a
sacrificarse para hacer feliz al otro?, ¿respetan la libertad del otro o se rigen por
imposiciones?, ¿qué los motiva realmente a la hora de entregarse? y ¿se entregan
libremente o se sienten interiormente coaccionados? La perfección del amor consta,
pues, de dos cualidades visibles, la capacidad de sacrificio y el respeto de la libertad
ajena, y de dos cualidades invisibles, la rectitud de intención y la libertad interior. Se
podría hablar, por tanto, del cuerpo y del alma del amor. Nos detenemos primero en las
cualidades que constituyen el cuerpo del amor.
La capacidad de sacrificio, lo que hacemos concretamente para contribuir al bien de
la persona amada, pone de manifiesto la verdad de nuestro amor: «obras son amores y no
buenas razones», dice el refrán. Al preguntarnos si alguien nos quiere de veras, más que
juzgar sus intenciones, debemos ceñirnos a los hechos. ¿Qué hace para manifestarnos su
amor? ¿Se sacrifica por nosotros con independencia de las ganas que tenga o del
esfuerzo que le cueste? Quien nos ame de verdad estará dispuesto a cualquier sacrificio
con tal de contribuir a nuestra felicidad. En principio, debemos confiar en el amor de los
demás, pero sólo estaremos seguros en la medida en que lo demuestren con hechos,
porque «la certeza del cariño la da el sacrificio»19. Solo en momentos de adversidad
podemos saber quiénes son nuestros verdaderos amigos.
El sacrificio revela, pues, tanto la verdad como la intensidad del amor. El tipo de
sacrificio que alguien realiza por nosotros, nos dará información acerca de lo mucho que
nos quiere. ¿Cuánto me quieres?, suelen preguntar los amantes. No es fácil responder a
esa pregunta. Más bien habría que preguntar: ¿en momentos de apuro, qué estarías
dispuesto a hacer por mí? Sólo así se puede cuantificar tangiblemente el amor. Amo
tanto cuanto me sacrifico. Todos tenemos un precio.
La segunda cualidad visible del amor ideal, el respeto a la libertad de la persona
amada, implica ante todo evitar las imposiciones. La falta de respeto recorre un amplio
espectro. Va desde el acaparamiento espiritual, propio de una mente autoritaria en las
formas, los gustos o las opiniones, al acaparamiento sexual, propio de quien convierte a
la persona amada en mero objeto de placer, pasando por el acaparamiento afectivo,
propio de quien necesita recibir, como si estuviera enfermo, innumerables muestras de
cariño.
El acaparamiento afectivo, que llamamos “afán posesivo”, es propio de personas
absorbentes y celosas. «Me quiere mucho, tanto que a veces me agobia», dice uno de los
personajes de Carmen Martín Gaite20. En esas condiciones, todo es posible: la
30
imposición, la creencia en unos derechos exclusivos, la coacción, el chantaje afectivo, el
reproche sólo en apariencia bienintencionado... Todo vale para imponer la propia
voluntad. En las antípodas del afán posesivo está el “desprendimiento”. Más adelante, al
estudiar la afectividad, indagaremos en la relación existente entre orgullo y afán
posesivo, entre humilde autoestima y desprendimiento afectivo.
Lejos de este paisaje de sombras, en la pareja ideal —se suele decir— nadie manda:
los dos obedecen. Es el contrapunto que brinda el respeto a la libertad, una meta tan
difícil como necesaria en toda relación en la que el amor está por medio. Es el escenario
que dibuja Delibes en una de sus novelas inspiradas en la relación con su difunta esposa:
«La nuestra era una empresa de dos, uno producía y el otro administraba. Normal, ¿no?
Ella nunca se sintió postergada por eso. Al contrario, le sobró habilidad para erigirse en
cabeza sin derrocamiento previo. Declinaba la apariencia de autoridad, pero sabía
ejercerla. Cabía que yo diese alguna vez una voz más alta que otra pero, en definitiva,
ella era la que en cada caso resolvía lo que convenía hacer o dejar de hacer. En toda
pareja existe un elemento activo y otro pasivo; uno que ejecuta y otro que se allana. Yo,
aunque otra cosa pareciese, me plegaba a su buen criterio, aceptaba su autoridad»21.
Veamos ahora la primera de las cualidades invisibles del amor ideal: la rectitud de
intención. Un mismo acto puede estar motivado por intenciones diversas. Éstas son
rectas cuando no se antepone el propio provecho al bien de la persona amada. Amar es lo
contrario de utilizar22. El utilitarista se aprovecha de la persona que ama en la medida en
que da con el único fin de recibir. Conviene hacer algunos matices para evitar posibles
quebraderos de cabeza en ese aspecto. «No se trata —afirma Carlos Cardona— de
perseguir desaforadamente y escrupulosamente la ausencia de todo interés. Se trata de
tenerlo todo debidamente jerarquizado»23. Los seres humanos no somos capaces de un
amor plenamente desinteresado, entre otras cosas porque necesitamos amar para poder
perfeccionarnos. Sólo Dios, que no carece de nada, es capaz de un amor del todo
gratuito. Lo que sí se nos puede pedir son intenciones sinceras, esto es, que de modo
consciente no escondamos motivos egoístas, que, a sabiendas, no demos gato por liebre.
La rectitud de intención no indica sólo una voluntad actual para no buscar el propio
provecho, es también una capacidad que adquirimos poco a poco a medida que
progresamos en la virtud. Aparte de esos claros motivos egoístas que llevan a utilizar a
los demás, existen otros motivos egocéntricos más profundos y, por tanto, menos
conscientes, que también enturbian la rectitud de nuestras acciones. Piénsese, por
ejemplo, en la vanidad y en el amor propio. No es fácil controlar con la voluntad esos
defectos de fondo. Para poder asegurar, también a ese nivel, la rectitud de intención, se
precisa toda una purificación interior, de modo que el grado de desinterés en nuestras
acciones puede aumentar indefinidamente en la medida en que nos perfeccionamos.
La segunda cualidad invisible del amor es la libertad interior. La libertad, más que un
ámbito, es una capacidad de autodeterminación. No soy libre sólo porque nadie me
obligue, sino sobre todo porque soy capaz de hacer las cosas porque me da la gana. En
otras palabras, la libertad apela tanto a la inexistencia de coacción externa, como a la
ausencia de cierta coacción interna. Unos, por falta de generosidad, no saben decir que
31
sí, mientras que otros, desprovistos de una personalidad firme, no saben decir que no.
Éstos, a veces, se quejan de que otros no respeten su libertad, cuando, en el fondo, el
problema consiste en que ellos mismos no saben ser libres.
La persona madura no se deja avasallar pero, por amor, es capaz de entregar con
señorío su propia libertad. Sabe siempre ser ella misma: se siente libre por dentro, al
margen de las presiones externas, de otras personas o circunstancias. No es que haga lo
que le da la gana, sino que hace el bien porque le da la gana. La libertad es capacidad
de autodeterminación, en el mejor de los casos hacia el bien, y más cuando arranca del
amor, no de la obligación. Por eso la persona verdaderamente libre interioriza la virtud y
no se guía por un obsesivo sentido del deber. Por amor, identifica su voluntad con la
voluntad de la persona amada. El amor es, en efecto, uno de los campos que mejor
visualizan la libertad interior. Somos capaces de entregarnos libremente a los demás en
la medida en que somos dueños de nosotros mismos. Amar es pertenecer libremente a
otro. El amante egoísta busca poseer a la persona amada; en cambio, el amante ideal
desea ante todo pertenecerle. Amar consiste en «no pertenecerse, estar sometido
venturosa y libremente, con el alma y el corazón, a una voluntad ajena... y a la vez
propia»24. Pero para que esa voluntad ajena sea a la vez propia, antes de pertenecer a
otro, es preciso primero que el amante se autoposea. Si por falta de libertad interior no es
soberano y señor de sí mismo, se entrega de modo servil, y eso, a la larga, no le satisface
ni a él ni a la persona amada. Sólo las personas verdaderamente maduras son capaces de
contraer vínculos amorosos con plena libertad interior.
La libertad interior arranca de la madurez, pero la principal fuente que la alimenta es
el amor, en cuanto que implica una sintonía con los deseos de la persona amada. Las
personas que se aman identifican sus voluntades en un horizonte compartido. Esa
libertad del amor25 ayuda a entender aquel «ama y haz lo que quieras» de San Agustín.
Quien desea ardientemente el bien de la persona amada, se decide libre y gustosamente a
no escatimar esfuerzos para hacerla feliz.
En conclusión, el amor es entrega recíproca, libre y desinteresada de lo más íntimo
entre un yo y un tú. He aquí una de las mejores definiciones acerca del amor: «Amar
significa dar y recibir lo que no se puede comprar ni vender, sino sólo regalar libre y
recíprocamente»26.
ORGULLO Y CALIDAD DE AMOR
Las cualidades invisibles del amor ideal, libertad interior y rectitud de intención, son
más difíciles de conseguir que las cualidades visibles, la capacidad de sacrificio y el
respeto al otro. Es más fácil mejorar el cuerpo, lo visible, que el alma, lo invisible, del
amor. La rectitud de intención y la libertad interior son el objeto de una ardua conquista
espiritual27. Para ello, no basta con el empeño de la voluntad; se precisa también una
buena dosis de humilde autoestima. Quienes viven en mala relación consigo mismos, si
tienen una gran fuerza de voluntad, pueden quizá sacrificarse y respetar la libertad ajena,
32
pero se toparán con grandes dificultades a la hora de no buscarse a sí mismos y de
entregarse porque les da la gana. Visto desde fuera, parecerá que todo va bien, pero
tarde o temprano surgirán dificultades que hunden sus raíces en el orgullo.
La humilde autoestima es un requisito indispensable para progresar en el amor. Sin
ella, quedan en entredicho, o se resienten, todas las cualidades del amor ideal.
Empecemos por las cualidades visibles. Cuando analicemos el fenómeno del
voluntarismo28, veremos cómo el orgullo puede pervertir la generosidad en la entrega.
También el respeto a la libertad ajena se resiente por falta de humilde autoestima. Como
veremos al estudiar la afectividad, el origen del afán posesivo está muchas veces en un
cierto miedo a no dar la talla porque está en cuestión la propia valía29. Si se descontrola
esa sed de aprecio, la afectividad se deteriora en susceptibilidad y abuso, ya que quien no
está satisfecho consigo mismo suele sentir una gran necesidad de acaparar a los demás.
El orgullo compromete también las cualidades invisibles del amor ideal. En cuanto a
la libertad interior, ya hemos visto que no se alimenta sólo de amor, sino también de la
madurez propia de quien se siente bien en su propia piel. Por último, el orgullo empaña
también la rectitud de intención. Las personas que dudan demasiado de sí mismos
necesitan tanto el aprecio ajeno, que tienden a portarse bien con el único fin de recibirlo.
Pero también las personas demasiado seguras de sí mismas pueden conducirse por
intenciones menos rectas. Es lo que ocurre si nos dejamos llevar por ese «poco claro afán
de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores»30. Los
autosuficientes saben dar pero no recibir. En el fondo, su generosidad tiene algo de
vanidad. Mientras se muestran serviciales, se ven a sí mismos desde una perspectiva
halagadora. Se diría que ayudan a los demás para poder sentirse bien consigo mismos,
como si necesitasen hacer favores con el fin de demostrarse que son buenos. Este
egoísmo de dar hace pensar en lo que decía irónicamente Chateaubriand de su amigo
Joubert: «Es un perfecto egoísta, pues sólo se ocupa de los demás...»31. En el fondo, es
pura autocomplacencia. Por eso, es impreciso afirmar sin más que el hombre generoso es
el que da y el egoísta el que recibe. El arte de amar requiere generosidad a la hora de
dar y humildad a la hora de recibir. Es difícil medir cuál de las dos virtudes es más
asequible. Lo que sí está claro es que una relación de amor sólo funciona si va en las dos
direcciones. Si uno no sabe recibir, el otro no puede dar.
Además, el autosuficiente sabe quizá dar, pero no sabe darse. El amor es el arte de
darse dando y de dar dándose. El don de algo invisible (como es el don de mí mismo, de
mi persona) necesita un vehículo visible para expresarse. Para refrendar nuestro amor,
podemos comprar un regalo material a la persona que amamos, por ejemplo. Pero, a la
vez, ese regalo podría estar viciado en sí mismo. Cualquier donación implica la entrega
de algo íntimo. El autosuficiente da pero no se da; hace favores pero con cierta frialdad:
no compromete su interioridad.
Esa malsana independencia enturbia las relaciones amorosas ya que, como veremos a
continuación, para alcanzar una alta calidad de amor, se requiere cultivar, sin
exclusiones, una gran personalidad y una gran capacidad afectiva. El mejor de los
amores se da entre personas maduras que se quieren con locura. Son saludablemente
33
independientes porque han superado de modo estable los problemas de autoestima, y son
amorosamente dependientes porque sólo quieren hacer feliz al otro. Así, en el
matrimonio ideal, los esposos que logran conciliar esa madurez humana y esa
generosidad afectiva, pueden decirse uno a otro: «en cierto sentido, no me importa lo que
pienses de mí, y, en otro sentido, me consume el deseo de hacerte feliz».
DEPENDENCIA E INDEPENDENCIA
Hemos visto32 que las experiencias de la vida nos ayudan a entender que no podemos
depender exclusivamente de los demás para calibrar nuestra valía personal. Es el proceso
natural que conduce a la madurez desde la adolescencia. La importancia que han tenido
hasta ese momento las opiniones ajenas para medirnos a nosotros mismos se diluyen
progresivamente con el conocimiento propio. Vamos conociendo nuestras posibilidades
y limitaciones y aprendemos a aceptarlas. Hay, no obstante, un peligro latente en ese
proceso, que puede llevar a romper el equilibrio que hemos mantenido hasta entonces
con los demás. Ocurre cuando se asocia la adquisición de la madurez al desinterés por lo
ajeno. Es un error creer que las dependencias afectivas hacia los demás son un estorbo
para la realización personal. El conflicto está servido. Este planteamiento conduce, en la
práctica, no al logro de la legítima independencia personal, sino a superar
infructuosamente las dependencias a base de desamor. Y no se habrá llegado a la
independencia, por tanto, sino a la indiferencia. La verdadera independencia no procede
de la frialdad o el distanciamiento, sino de la libertad interior y de la capacidad de amar
de modo desprendido. No se trata de pasar de los demás, sino de aprender a no depender
de su estima.
En la medida en que nos perfeccionamos, adquirimos esa libertad que nos permite
conjugar en el amor una sana independencia y una sana dependencia. No son aspectos
excluyentes, aunque a primera vista lo parezcan. La persona ideal es a la vez sensible y
fuerte. En su relación con los demás, tiene la bondad de decir que sí, sin que le falte
personalidad para decir tranquilamente que no. La madurez conjuga estos dos aspectos y
eso la hace atractiva. Por este motivo admiramos a esas personas a quienes su cariño les
hace ser vulnerables pero su sentido de dignidad les hace ser fuertes. Son capaces de
asumir gustosamente los lazos que crea el amor, a la vez que su humilde autoestima les
permite conservar una sana independencia. Análogamente nos provocan rechazo los
casos contrarios, tanto esas personas frágiles que reclaman continuas atenciones
(infantilismo), como esas personas arrogantes que no se dejan ayudar ni querer
(individualismo).
La síntesis entre independencia y dependencia se podría llamar autodependencia33.
Consiste en evitar tanto las falsas dependencias a costa de la legítima independencia,
como las falsas independencias a costa de la legítima dependencia. La falsa dependencia
conduce al servilismo. La vemos en esas personas inseguras que, por miedo a caer mal,
son incapaces de decir que no. La falsa independencia, en cambio, denota
34
autosuficiencia y egoísmo. Lo observamos en esas personas algo arrogantes que se
desentienden de los demás. Mientras el servilismo adolece de falta de libertad interior, el
deseo de preservar a toda costa la propia autonomía está emparentado con un concepto
erróneo de libertad. De poco sirve la libertad si no es para entregarla por amor.
La falsa independencia es más nociva que la falsa dependencia. Es preferible llamar la
atención a simular que no necesitamos a nadie. La autosuficiencia nos aísla de los
demás; la vanidad, al menos, nos lleva a tenerlos en cuenta. Es mejor amar mal que no
amar. «La vanidad —argumenta Lewis—, aunque es la clase de orgullo que más se
muestra en la superficie, es realmente la menos mala y la más digna de perdón. La
persona vanidosa quiere halagos, aplauso, admiración en demasía, y siempre los está
pidiendo. Es un defecto, pero un defecto infantil e incluso (de modo extraño) un defecto
humilde. Demuestra que no estás del todo satisfecho con tu autoestima. Das a los demás
el valor suficiente como para querer que te miren. Sigues de hecho siendo humano. El
orgullo auténticamente negro y diabólico viene cuando desprecias tanto a los demás que
no te importa lo que piensen de ti. Sin duda, está muy bien, y a menudo es un deber, el
no importarnos lo que los demás piensen de nosotros, si lo hacemos por razones
adecuadas; por ejemplo, porque nos importe muchísimo más lo que piense Dios. Pero la
razón por la que al hombre orgulloso no le importa lo que piensen los demás es
diferente. Él dice: “¿Por qué iba a importarme el aplauso de esa gentuza? […] ¿Soy yo
de esa clase de hombre que se ruboriza de placer ante un cumplido como una damisela
en su primer baile? No, yo soy una personalidad integrada y adulta”»34.
En la práctica, es difícil evitar tanto la autosuficiencia como la vanidad. Sólo los
santos lo logran; experimentan lo que afirma San Pablo: «Siendo libre de todos, me hice
siervo de todos»35. Los demás, dentro de nuestras limitaciones, buscamos equilibrios y
nos las arreglamos como podemos. Por lo general, unos, por temor a perder su
autonomía, no se entregan a nadie y viven en soledad; y otros, por un afán de aprecio
difícil de satisfacer, van con el corazón en la mano y se atan de modo servil al primer
postor. Sobre estas reflexiones, nos adentramos ahora en el complejo mundo de la
afectividad con el fin de explorar su relación con la calidad del amor, la autoestima y las
facultades espirituales del hombre, la inteligencia y la voluntad.
LAS ENERGÍAS DEL CORAZÓN
Nada nos hace tan dependientes, en el mejor y en el peor de los sentidos, como el
cariño. El corazón es un arma de doble filo. Su cara amable está en la perspicacia y la
capacidad de sacrificio; su lado amargo, en la sinrazón y el afán posesivo. En el mejor
caso, el afecto agudiza el ingenio36 y pone alas a la voluntad. En el peor, dificulta la
sensatez y el desprendimiento. La madurez emocional es una tarea vital que requiere
continuos ajustes y equilibrios. En el plano de la inteligencia, la pasión afectiva facilita
la empatía, pero también puede cegar la razón. La afectividad favorece la sintonía entre
dos corazones, pero el apasionamiento impide ese «natural recato que es siempre
35
atractivo, porque se nota en la conducta el señorío de la inteligencia»37. Gracias al
cariño, una madre capta de inmediato lo que le ocurre a su hijo, por ejemplo, pero la
pasión afectiva puede nublarle el juicio y provocar todo tipo de comportamientos
irracionales. La misma moneda con dos caras contrapuestas se repite en el plano de la
voluntad. La afectividad facilita la generosidad, especialmente a la hora del sacrificio,
pero potencia el afán posesivo.
El corazón es a la vez fuerte y débil. Asegura la perseverancia ante la adversidad, pero
aumenta la vulnerabilidad ante el desamor. La persona sensible, mientras no purifique su
afectividad, muestra una excesiva necesidad de sentirse querida. Si no cuenta con otros
recursos, se expone a hirientes decepciones y su fortaleza se fragmenta con facilidad.
Cuanto más se resiente su autoestima y más aumenta su tristeza, mayor es su tendencia a
reclamar aprecio y a alimentar fantasías. Su deseo ciego de ver confirmada su propia
valía no ofrece alentadoras perspectivas de futuro. Parece abocada a un túnel sin salida
entre las expectativas afectivas que ha alimentado con su imaginación y la imposibilidad
real de colmar una excesiva sed de atenciones.
Pero dejemos para el siguiente apartado los aspectos negativos de la afectividad y
centrémonos antes en las grandes ventajas que ofrece. El corazón es un motor que
empuja a amar, a darse. «Poned atención —observa Antonio Machado—: un corazón
solitario no es un corazón»38. Si el corazón rebosa afecto, toda su fuerza se vuelca en el
deseo de procurar felicidad a la persona amada, sin tener en cuenta el sacrificio que
implique. Y si se consigue, esa felicidad compensará con creces cualquier sufrimiento o
esfuerzo. La felicidad de hacer feliz es proporcional al cariño.
En una persona madura, corazón y voluntad se apoyan mutuamente. Ante todo, «amar
es querer el bien para alguien»39. El amor reside en la voluntad, pero cuando el corazón
ayuda, la entrega va sobre ruedas. En el caso contrario, cuando el afecto es reticente y la
donación se hace ardua, el motor de la voluntad pone lo que falta para lograr un
sacrificio gustoso, aunque sea sin ganas. Aunque el corazón esté fisiológicamente frío, la
voluntad inflama el corazón.
«La perfección moral consiste en que el hombre no sea movido al bien sólo por su
voluntad, sino también por su “corazón”»40. La bondad debe ir impregnando la
inteligencia, la voluntad y el corazón. «Una buena formación del carácter —afirma
Alejandro Llano— es aquélla que consiste en que llegue a gustarme lo bueno y a
desagradarme lo malo. Porque entonces será señal de que mi libertad está dejando poso
en mi propio cuerpo, de que la sensibilidad recta se me está entrañando en la masa de mi
sangre. Consigo así superar la esquizofrenia, tan típica de hoy en día, entre el frío
racionalismo que domina de lunes a viernes, y la fiebre de la dispersión que campea el
fin de semana. Voy logrando una vida unitaria, aunque no unívoca ni monocorde.
Integro progresivamente en mi vida aquellos bienes que se encuentran en la base de mi
propia personalidad. La poesía del corazón va penetrando en la prosa de la
inteligencia»41. Se trata de aunar nuestros recursos —inteligencia, voluntad y afectividad
36
— al servicio del amor. El intelecto inspira buenas intenciones y la voluntad, sostenida
por el corazón, las pone en práctica.
Es asombrosa la bondad que puede irradiar el corazón. «Yo todo lo que he hecho en
mi vida, en todos los terrenos, lo he hecho a base de cariño», decía Eduardo Ortiz de
Landázuri42. Algo parecido podrían decir tantos padres, y especialmente tantas madres.
«¡Admirable energía la del amor maternal, santo destello del amor divino que para todo
encuentra fuerzas y jamás se cansa de los sacrificios y fatigas más insoportables!»43. A
primera vista, la persona insensible parece más fuerte, pero, a la larga, es menos
perseverante en la adversidad. Es llamativa, en cambio, la capacidad de abnegación de
quienes tienen un gran corazón. Sucumben quizá superficialmente ante las pequeñas
contradicciones, pero ante el gran dolor muestran la mayor entereza. Lo vemos más en
las mujeres. Son capaces, mientras se sienten queridas, de los mayores sacrificios.
«Dadle amor a una mujer y no habrá nada que ella no haga, sufra o arriesgue», sentencia
Wilkie Collins44.
El corazón contribuye también a humanizar todo cuanto nos rodea. Lo notamos
cuando falta, por ejemplo, en el escenario económico-laboral, en el que muchas veces
pueden más las cifras y los cálculos que el respeto a la dignidad. La ausencia del factor
humano lleva a dar más relieve a las cosas que a las personas o a sacrificar lo importante
en aras de lo urgente. Ayuda a entender todo este entramado la célebre distinción de
Gabriel Marcel entre el ser y el tener45. El mundo del tener responde a realidades
objetivas como la de la técnica, donde no hay comunicación posible, sino soledad y
vacío porque el hombre queda reducido a una mera función. Por el contrario, el mundo
del ser es el mundo de la disponibilidad, de la comunicación auténtica, de lo
trascendente.
Aparte del ámbito laboral, también las relaciones familiares y sociales quedan muchas
veces contaminadas por la falta de esa humanidad que brota del afecto. Se ve, por
ejemplo, en familias distinguidas en las que la urbanidad, por falta de cariño, degenera
en formalismo. «En ambientes especialmente refinados se respira con frecuencia una
frialdad que hiela el alma convirtiendo la misma convivencia en artificial»46. Incluso una
concepción errónea del cristianismo podría dar lugar a «una caridad oficial, seca y sin
alma»47. En cualquier caso, como dice Marcel, el mundo en el que han desaparecido las
relaciones interpersonales da lugar a una «asfixiante tristeza»48.
AFECTO DESPRENDIDO COMO ENTRE AMIGOS
El afecto ideal es desprendido. Lleva a ser consciente de que amar no obliga a ser
amado y que, por tanto, carece de sentido cualquier tipo de coacción en busca de una
correspondencia obligada. Por eso es sutil en las sugerencias y amable en las
indicaciones. Un sucedido puede ilustrar este “arte de no imponerse”. Había un chico
profundamente enamorado de una chica que, debido a su inseguridad, a pesar de llevar
mucho tiempo saliendo juntos, no acababa de decidirse a comprometerse con él. En estas
37
circunstancias, el chico pidió a un amigo común el siguiente favor: «Si por casualidad
ella te comentase que piensa dejarme, te ruego que me lo digas; así podré evitarle ese
mal trago: le enviaré una carta dándole las gracias por todo y me despediré de ella para
siempre... Es que mi objetivo principal consiste en hacerla feliz, pero si ella no me
quiere, nunca lo podré lograr... ». Era todo un ejemplo de respeto y de rectitud de
intención.
En el lado contrario al desprendimiento está el afán posesivo, que encubre mil formas
de egoísmo. En este amor imperfecto, hay «una especie de autoconfirmación
egocéntrica»49. Tiene su explicación, aunque no está justificado. Lewis lo pone en
relación con «la necesidad que siente el afecto de ser necesario»50. En los rincones del
afán posesivo se esconden muchas veces un clamor por sentirse útil, un deseo ciego de
confirmar la propia valía, que uno pone enfermizamente en duda, o mil manifestaciones
del miedo al rechazo. Es un puzzle en el que se entremezclan las razonables heridas del
corazón y las secuelas del orgullo. «Cuánto podemos hacer sufrir a quienes nos aman y
qué horrendo poder para herir tenemos sobre ellos», constata Albert Cohen recordando a
su madre, ya fallecida51. A la hora de examinar nuestras tristezas, para distinguir entre lo
bueno y lo malo del corazón, nos conviene distinguir entre corazón herido y orgullo
herido. Si una persona querida nos desprecia, quizá no nos duela sólo el corazón, sino
también el orgullo. Si sólo nos hiriese el corazón, la pena sería legítima; no nos
enfadaríamos, a lo sumo lloraríamos en silencio. El amor propio, en cambio, engendra
susceptibilidad.
En todo caso, en el plano más noble, el amor siempre está salpicado de incertidumbre
y de apuestas arriesgadas, pero vale la pena asumirlas. «Amar —afirma Lewis—, de
cualquier manera es ser vulnerable. Basta que amemos algo para que nuestro corazón,
con seguridad, se retuerza y, posiblemente, se rompa. Si uno quiere estar seguro de
mantenerlo intacto, no debe dar su corazón a nadie, ni siquiera a un animal. Hay que
rodearlo cuidadosamente de caprichos y de pequeños lujos; evitar todo compromiso;
guardarlo a buen recaudo bajo llave en el cofre o en el ataúd de nuestro egoísmo. Pero en
ese cofre —seguro, oscuro, inmóvil, sin aire— cambiará, no se romperá, se volverá
irrompible, impenetrable, irredimible»52.
El riesgo de afán posesivo está presente en todas las formas de amor —entre amigos,
entre amantes y entre padres e hijos— pero aumenta con la intensidad del afecto. Por esa
razón, el desprendimiento es más frecuente entre amigos que entre amantes, aunque tiene
más mérito si se da entre personas unidas por fuertes lazos afectivos. Nos detenemos en
el amor de amistad, ya que su calidad sirve de modelo para los demás tipos de amor
humano. Lo ideal sería que quienes se quieren con locura evitaran el afán posesivo
inspirándose en el comportamiento de los buenos amigos. «Los enamorados —observa
Lewis— están siempre hablándose de su amor; los amigos, casi nunca de su amistad.
Normalmente los enamorados están frente a frente, absortos el uno en el otro; los amigos
van el uno al lado del otro, absortos en algún interés común»53.
38
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  • 4. Amor y autoestima © 2012 by Michel Esparza © 2012 by EDICIONES RIALP, S.A., Alcalá, 290, 28027 Madrid By Ediciones RIALP, S.A., 2012 Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España) www.rialp.com ediciones@rialp.com Cubierta: El regreso del hijo pródigo(detalle), Murillo. Galería Nacional. Washington ISBN eBook: 978-84-321-3906-2 ePub: Digitt.es Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. El editor está a disposición de los titulares de derechos de autor con los que no haya podido ponerse en contacto. 4
  • 5. ÍNDICE ÍNDICE Introducción EL ORGULLO Y SUS PROBLEMAS 1. En busca de dignidad Autoestima y humildad Un problema grave que viene de lejos El orgullo es competitivo y cegador Toda una vida madurando Tres estadios en la vida Toda una vida buscando Amor 2. Progresar en el amor Confianza recíproca El amor ideal y sus cualidades Orgullo y calidad de amor Dependencia e independencia Las energías del corazón Afecto desprendido como entre amigos El voluntarismo Aprender a comunicar Querer, saber y poder 3. Actitud ideal hacia uno mismo La humildad no consiste en infravalorarse La humildad es la verdad entre dos extremos El olvido de uno mismo y los autoengaños Humildad y personalidad Dos actitudes hacia uno mismo y hacia los demás El orgullo pone en peligro la salud mental HACIA UNA SOLUCIÓN DEFINITIVA 1. Conversión al Amor Ir al fondo de los problemas 5
  • 6. Una gracia que dignifica y sana La mayor dignidad El Amor y los amores Enfrentarse a la verdad sobre uno mismo El hijo mayor de la parábola Rectitud de intención en la vida cristiana Reciprocidad: sintonía con el Amado 2. Diversas manifestaciones del Amor de Dios Saber, sentir y palpar Filiación divina Amistad recíproca con Cristo Corredimir con Cristo 3. El Amor misericordioso Ante el tribunal de misericordia ¿Qué significa ser misericordioso? Corazón misericordioso Justicia y misericordia Miseria y grandeza ¿Cabe un orgullo de la propia flaqueza? Dos condiciones Vida de infancia espiritual Epílogo 6
  • 7. INTRODUCCIÓN Toda intuición es una extraña mezcla de vivencia y realidad. Avanzamos sobre la base de un pensamiento personal que contrastamos y enriquecemos después con la experiencia propia y ajena. El punto de partida estaría incompleto sin la firmeza que dan el estudio y la reflexión, o quedaría menguado sin la aportación generosa del cruce de pareceres. Han sido muchas las conversaciones mantenidas durante casi veinte años que me han ayudado a cincelar y matizar una intuición y proyectarla a los demás. Y al mismo tiempo han sido precisamente los demás los que han contribuido decisivamente a fundamentar la certeza de aquella intuición original. Este libro se dirige ante todo a cristianos corrientes que, a pesar de sus limitaciones, se afanan día tras día por mejorar la calidad de su amor. También podría ser útil para personas que no están familiarizadas con la vida cristiana. ¿A quién no le interesa conocer algo capaz de proporcionar una paz interior estable, una autoestima sin engaños y una mejora notable de su capacidad de amar? Mucho más si, viviendo inmersos en un mundo estresante en el que a veces necesitamos recurrir a los psicofármacos, nos damos cuenta de que ha llegado el momento de buscar una solución alternativa. Pienso que la mejor publicidad para la vida cristiana consiste en mostrar la ayuda insustituible que nos ofrece a la hora de progresar en la calidad de nuestros amores. En definitiva, intento poner en evidencia que la conciencia de ese Amor que Cristo nos ha revelado, es capaz de purificar nuestros amores y de colmar los anhelos más profundos del corazón, procurándonos así, ya en esta vida, la mayor felicidad. Al escribir estas líneas pienso de modo especial en hombres y mujeres que se desaniman fácilmente cuando constatan sus fallos, ya sea en su vida cristiana, como en cualquier otro ámbito existencial. Observo que suelen ser personas de buen corazón, con cierta tendencia al perfeccionismo y, por tanto, permanentemente insatisfechas o, al menos, nunca satisfechas del todo. Viven a disgusto consigo mismas porque no saben ser indulgentes con sus propios errores. Incluso sus éxitos no logran compensar la negativa opinión que tienen de sí mismas. Convierten casi todo lo que hacen en una pesada obligación, de modo que les queda poco margen para disfrutar con lo que hacen. Saben sufrir pero siempre ponen condiciones de futuro a su felicidad. Ese desasosiego interior dificulta su relación con los demás. Quisiera hacer ver a esas personas que, en la vida cristiana al menos, las imperfecciones y los fracasos, lejos de ser una causa de agobio o de desaliento, pueden convertirse, paradójicamente, en motivo de agradecimiento. Quisiera, en definitiva, darles las herramientas para entender que sabernos realmente 7
  • 8. hijos de Dios es lo que más nos ayuda a vivir en paz con nosotros mismos y con los demás. A veces, cuando explico a esas personas que la vida cristiana bien entendida puede ayudarles a asumir sus imperfecciones, aportando la mejor solución a sus desasosiegos, me piden que les aconseje algún libro con el que profundizar en esas ideas. Al principio no sé muy bien qué decirles. La abundante bibliografía que conozco oscila entre los simples manuales de autoayuda y textos más profundos pero en los que esta cuestión es tratada de un modo colateral (la autobiografía de Santa Teresa de Lisieux es un buen ejemplo). Ésa es una de las razones que me llevó, hace cinco años, a escribir y publicar estas líneas1. Las aportaciones recibidas desde entonces han contribuido a enriquecer mis intuiciones originales con valiosos matices. Lo humano y lo divino se entremezclan hacia una vida lograda. De ahí la importancia de adquirir la madurez humana, que no es otra cosa que salud mental y sentido común, y, paralelamente, la madurez cristiana, que se traduce en una vigorosa visión sobrenatural. Ya que la madurez sobrenatural resulta ser el mejor complemento a la madurez humana, el libro sigue el mismo guión. En la primera parte, se abordan principalmente cuestiones de tipo antropológico, asequibles, por tanto, a lectores poco familiarizados con la fe cristiana. En esa línea, al indagar en el desarrollo ideal de la afectividad y de la personalidad, hacemos hincapié en la importancia de cultivar una actitud positiva hacia uno mismo sin alejarse de la verdad. Para designar esa actitud positiva y realista introducimos el término “humilde autoestima”. Ponemos en evidencia cómo la actitud opuesta, que denominamos “orgullo”, genera todo tipo de conflictos y compromete la calidad de todos nuestros amores. La segunda parte está centrada en la espiritualidad cristiana como medio de solucionar de modo estable los problemas derivados del orgullo. Consideramos aquellos aspectos del Amor de Dios que, al poner en evidencia nuestra dignidad, más nos ayudan a consolidar una actitud ideal hacia nosotros mismos. Este libro no es un manual de autoayuda con soluciones prefabricadas para personas inseguras. Me centraré más en los principios aplicables a todos que en las recetas útiles sólo para algunos. Las verdades inmutables muestran el fin a alcanzar; inspiran los medios oportunos para lograrlo pero no los determinan. Se precisa firmeza en los principios y flexibilidad en el arte de aplicarlos a las situaciones concretas de cada persona. Hay que abrir puertas sin olvidar que cada cerradura tiene su llave. Por eso, al sugerir soluciones a problemas universales, es posible que algunos lectores se sientan retratados y otros, al contrario, piensen que nada tiene que ver con ellos. En cualquier caso, hay un fondo que, en diferente medida, será útil para todos, puesto que nadie está exento de los problemas que se derivan del orgullo: todos necesitamos aprender a asumir la verdad sobre nosotros mismos. «Hay un vicio —escribe Lewis— del que ningún hombre del mundo está libre, que todos los hombres detestan cuando lo ven en los demás y del que apenas nadie, salvo los cristianos, imagina ser culpable. He oído a muchos admitir que tienen mal carácter, o que no pueden abstenerse de las mujeres, o de la bebida, o incluso que son cobardes. No creo haber oído a nadie que no fuera cristiano acusarse de este otro vicio»2. 8
  • 9. En mayor o menor medida, en todo ser humano hay miseria y grandeza. Todos tenemos que aprender a conciliar nuestra personal imperfección con la grandeza de ser hijos de Dios. La humildad cristiana, bien entendida, compagina miseria y dignidad. Según San Josemaría Escrivá, la humildad «es la virtud que nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza»3. A primera vista, conciliar estos dos extremos parece algo contradictorio. Espero que estas páginas ayuden al lector a asimilar ese aparente antagonismo: a entender y a vivir el gozo de sentirse a la vez miserable e inmensamente querido por Dios. Pienso que «conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza» es la clave para vivir la humildad cristiana. La humildad es una de las virtudes más difíciles y decisivas. Desarrollar y consolidar una buena relación con uno mismo no es tarea fácil. Pero vale la pena intentarlo porque de ello depende no sólo nuestra paz interior, sino también la felicidad en todos nuestros amores. En efecto, la experiencia muestra que la calidad de la relación con uno mismo determina la calidad de las relaciones con los demás. Es algo que ya observaron algunos pensadores antiguos. Aristóteles, por ejemplo, decía que para ser buen amigo de los demás, es preciso ser primero buen amigo de uno mismo. Hay personas a quienes les resulta extraño que se mencione la importancia del amor a uno mismo, como si se tratase de algún tipo de egoísmo, algo en todo caso incompatible con la idea que tienen de la virtud de la humildad. Sin embargo, podemos constatar que este recto amor a uno mismo y el amor propio egoísta son inversamente proporcionales. Como veremos, una persona egoísta, en el fondo, más que amarse demasiado a sí misma, se ama poco o se ama mal4. La persona humilde, en cambio, tiene paciencia y comprensión con sus propias limitaciones, y eso le lleva a tener la misma actitud comprensiva hacia las limitaciones ajenas. Existe una estrecha relación entre ser amado, amarse a uno mismo y amar a los demás. En primera instancia, necesitamos ser amados para poder amarnos a nosotros mismos. Ver que alguien nos ama, nos hace conscientes de nuestra dignidad. Existe, además, una relación entre la actitud hacia nosotros mismos y la calidad de nuestro amor a los demás. Para vivir en paz con los que nos rodean, es preciso que primero vivamos en paz con nosotros mismos. Nada nos separa tanto del prójimo como nuestra propia insatisfacción. Sabemos por experiencia que los mayores criticones suelen ser aquellos que han desarrollado una actitud hostil hacia sí mismos. Es lógico que una actitud conflictiva hacia uno mismo dificulte el buen entendimiento con los demás. En primer lugar, porque es difícil que quien esté absorbido por sus propias preocupaciones preste atención a las inquietudes ajenas. En segundo lugar, porque quien está a disgusto consigo mismo se suele volver susceptible con los demás. No es fácil soportar a los demás en momentos en los que uno ni siquiera se soporta a sí mismo. Nada nos ayuda tanto a valorarnos como experimentar un amor incondicional. Si no, ¿cómo podríamos amarnos a nosotros mismos sabiendo que tenemos tantos defectos? Los complejos, tanto de inferioridad como de superioridad, deterioran nuestra paz interior y las relaciones con los demás, y sólo desaparecen en la medida en que amamos a alguien que nos ama tal como somos. Pero ¿podría cada uno recibir de una criatura un 9
  • 10. amor estable e incondicional? ¿No es acaso Dios el único capaz de amarnos de ese modo? Sin duda, el amor humano es más tangible, pero de una calidad muy inferior a la del Amor divino. Sirva para ilustrar lo que estoy diciendo el ejemplo de amor de una buena madre, del que brotan destellos que nos llevan a comprender mejor el Amor divino. Pero ninguna madre puede estar toda la vida a nuestro lado, ni es capaz de mostrarse siempre benévola hacia cada uno de nuestros defectos. El amor de los padres o de los buenos amigos nos ayuda a asegurar nuestros primeros pasos en la vida, pero la experiencia muestra que ese amor, a la larga, resulta insuficiente. En definitiva, puesto que no somos capaces de amar de modo plenamente estable e incondicional, concluiremos que el desarrollo de nuestra capacidad afectiva depende, en última instancia y de modo decisivo, del descubrimiento del Amor de Dios. Para poder amarnos a nosotros mismos tal como somos, sin ningún tipo de engaño fraudulento, necesitamos descubrir las ventajas de nuestra propia flaqueza ante un Amante misericordioso. No basta con un conocimiento meramente teórico del Amor de Dios. Tiene que ser algo palpado, vivido. Se necesita, para ello, una gracia especial. Ciertamente, ningún progreso espiritual es posible sin la ayuda de la gracia divina. Los grandes cambios en la vida son consecuencia de una estrecha colaboración entre la gracia de Dios y la libertad del interesado. Pero en el tema que nos ocupa —vivir el humilde orgullo de los hijos de Dios— se precisa un profundo y radical cambio de mentalidad. Se trata de una progresiva y misteriosa transformación interior, al calor de la gracia y, a veces, en medio de circunstancias vitales particularmente dolorosas, que hacen que el alma esté especialmente receptiva a las mociones divinas. Como todo en esta vida, el avance en este progresivo abandono de la propia estima en las manos de Dios, implica querer, saber y poder: buena voluntad, formación y capacitación. La ayuda divina facilita las tres cosas: fortalece nuestra voluntad, ilumina nuestro entendimiento y cura nuestra incapacidad. Pero Dios, que tanto respeta nuestra libertad, quiere siempre contar con nuestra colaboración: con nuestro empeño por mejorar y por aprender a ser humildes. Si me he decidido a poner por escrito estas intuiciones, es porque espero que faciliten la insustituible acción de la gracia de Dios en el alma de cada uno de los lectores. Decía San Josemaría que los libros no se terminan: se interrumpen5. Sin la inestimable ayuda de mi hermano Rafa y de mi amigo Jos Collin, habría sido muy difícil interrumpir estas páginas. Les agradezco esa crítica constructiva que fue la mejor manifestación de su afecto. Logroño, 28 de noviembre de 2008 10
  • 12. EL ORGULLO Y SUS PROBLEMAS 12
  • 13. 1. EN BUSCA DE DIGNIDAD AUTOESTIMA Y HUMILDAD En esta primera parte saldrán a relucir los principales problemas ligados a la malsana relación con uno mismo. Por numerosas razones, hoy está de moda hablar de ello, lo que no quiere decir que se trate de una cuestión novedosa. Hay textos muy antiguos en los que se trata del orgullo y de la caridad hacia uno mismo, que apelan a la misma esencia, aunque con otras palabras y desde otro prisma. Sin embargo, la creciente influencia del campo de la psicología ha dado una nueva dimensión a la importancia de llevarnos bien con nosotros mismos. Por ese motivo ha quedado acuñado el término “autoestima”, con el que se pretende resumir, en el sentido más amplio, la actitud positiva hacia uno mismo. El vocablo, prácticamente desconocido hasta hace muy poco, ha tomado cuerpo desde hace unos años y ha pasado al uso común. Parece como si se cerniera sobre él un halo mágico y recurrente. Basta entrar en cualquier librería para observar la proliferación de libros de autoayuda y superación personal, en los que se insiste en lo decisivo de encontrar, aceptar y desarrollar la propia identidad. El hilo conductor en muchos de ellos es destacar el papel que juega la autoestima en el desarrollo equilibrado de la personalidad. No pongo en duda que potenciar la autoestima sea algo en sí mismo positivo, pero sí que se plantee de cualquier modo y a cualquier precio. Prueba de ello es la dudosa eficacia de los métodos que promueven muchos de esos libros. Un amigo muy dado a este tipo de técnicas de autoayuda me mostró una vez, en su casa, una compleja —y cara — instalación estereofónica capaz de enviar mensajes subliminales, apenas perceptibles, durante sus horas de sueño. Dormía con unos cascos, oyendo una serie de cintas con sugerentes frases como «eres formidable, vales mucho, eres único; aunque otros no se den cuenta, eres genial...». Es obvio que esa vibrante ensoñación nunca logró el efecto deseado. Pero el problema no queda ahí. Algunos de los métodos promovidos por los libros de autoayuda están orientados erróneamente y, en esa medida, pueden resultar nocivos si se trasladan al ámbito de la formación. Es el caso de los educadores que, guiados por un miedo excesivo al sentimiento de culpa, tratan de convencer a sus pupilos de que no tienen defectos. Intentan por ello inculcarles la autoestima incluso a costa de la verdad sobre ellos mismos. Conviene prevenir y combatir los complejos de inferioridad, pero nunca en detrimento de la realidad, haciendo creer a esos niños o jóvenes que son mejores de lo que son. La verdad se impone siempre, tarde o temprano, y el engaño, inevitablemente, siempre provoca una frustración mayor. 13
  • 14. En Estados Unidos, desde hace décadas, se intenta fomentar la autoestima de los jóvenes con una psicología simplista cuya máxima principal es: “Ante todo, siéntete siempre bien contigo mismo, nunca olvides que, hagas lo que hagas, eres una persona fabulosa”. Pero el balance puede ser tan nefasto como el que muestra un estudio, realizado en 1989, en el que se comparaban las destrezas matemáticas de los estudiantes de ocho países. Los alumnos norteamericanos obtenían los peores resultados, y los coreanos, los mejores. Los investigadores evaluaban a continuación la autoestima de esos mismos estudiantes, preguntándoles qué pensaban de sus aptitudes matemáticas. El resultado de esas respuestas invertía la realidad objetiva: los norteamericanos se creían los mejores, y los coreanos, los peores1. Conviene, pues, hablar de autoestima, pero con fórmulas que ayuden a asumir toda la verdad de uno mismo, en lo positivo y en lo negativo, lo que evitará tanto el complejo de superioridad como el de inferioridad. Esos dos extremos, por exceso o por defecto, reflejan de modo diferente el mismo orgullo dañino y frustrado. Es tan nocivo pedagógicamente fomentar el autoengaño de no reconocer las propias carencias, como incidir en ellas con personas que tienden a exagerar sus defectos. No se trata de «pensar que todo lo que se hace está bien por el mero hecho de que lo hacemos nosotros, sino de no tratarse demasiado duramente. Somos quienes somos, y al final debemos ser nuestro mejor amigo. No cerraremos los ojos a todo cuanto hay en nosotros que podría o debería mejorar, pero no nos obligaremos a esa mejoría mediante el castigo o el menosprecio. [...] Reconozcamos lo bueno que hay en nosotros sin estridencias ni entusiasmos desaforados, pero si hay motivos para estar orgullosos, pues vamos a estarlo, qué caramba»2. Humildad y autoestima están intrínsecamente relacionadas aunque son conceptos diferentes. Mientras la humildad es una virtud moral, la autoestima proviene del ámbito de la psicología. Ésta apela a un sentimiento positivo sobre uno mismo. La humildad, sin embargo, es mucho más que un estado de ánimo: implica una profunda aceptación de la verdad interior, en lo bueno y en lo malo. Y va más allá, como iremos viendo, al cimentar también la conciencia de una dignidad. En el fondo, uno de nuestros problemas fundamentales radica en no saber asumir, en disimular o en rechazar nuestras propias carencias. Lo ideal sería reconocerlas y buscar pacíficamente los medios para solucionarlas. Esta actitud verdadera y realista constituye la esencia de la virtud de la humildad. El vicio contrario se llama orgullo o soberbia. El término “soberbia” tiene siempre una connotación negativa, mientras que el término “orgullo” no siempre es peyorativo. En sentido positivo, puedo estar orgulloso de mi país o de mi familia; el orgullo malsano, en cambio, indica que tengo una deficiente relación conmigo mismo que lleva a despreciar a quienes no comparten mis simpatías. Algunas lenguas tienen un término que designa únicamente la acepción positiva del orgullo (fierté, en francés; fierezza, en italiano). En lo sucesivo, emplearé el término “orgullo” en sentido negativo. Servirá para designar de modo genérico lo referente a una mala relación con uno mismo. El término “soberbia” incluye un rasgo distintivo: indica una actitud de superioridad. 14
  • 15. Los matices son importantes, y las generalizaciones, peligrosas. También en el ámbito de la humildad debemos hacer matices similares a los que hemos hecho a propósito de la autoestima. Como veremos más adelante3, la humildad nos enseña a cultivar una sana relación con nosotros mismos asumiendo pacíficamente la realidad de nuestra miseria. El orgullo, en cambio, nos aleja de la verdad impidiéndonos reconocer nuestras limitaciones. Cuando no reconocemos nuestros defectos, tenemos básicamente dos alternativas. Una, por defecto, consiste, simplemente, en hacernos creer que no tenemos carencias. Esta soberbia clásica conlleva un optimismo ingenuo condenado a darse de bruces con la realidad. La otra actitud, por exceso, nos lleva a exagerar nuestras flaquezas. Se trata de una soberbia invertida, que entraña un pesimismo radical y puede alimentar una autocompasión nociva para la salud psíquica. No sólo es orgulloso quien exagera sus virtudes, sino también quien exagera sus defectos. El humilde, en cambio, se rige por la verdad. Sabe que la falsa modestia es tan contraria a la humildad como lo es la soberbia clásica. Evita darse tanto aires de superioridad como de inferioridad. Entiende que no debe tomarse demasiado en serio a sí mismo, pero no se infravalora. Todos estos matices tienen importantes consecuencias pedagógicas. A la hora de prevenir contra la soberbia clásica, el educador no debe hacer apología de la soberbia invertida. Si desconoce estas apreciaciones, corre el peligro de inculcar a toda costa en sus pupilos una imagen negativa de sí mismos. De este modo, incurre en el error contrario al que hemos visto al referirnos a la educación en la autoestima. Por un lado, la autoestima nos sugiere una imagen positiva acerca de nosotros mismos pero nos puede alejar de la verdad. Por otro lado, la humildad nos acerca a la verdad pero nos puede inculcar una imagen malsana de nosotros mismos. Por tanto, con una mirada superficial, autoestima y humildad, mal enfocadas, pueden parecer términos excluyentes. Para quienes tienen un concepto erróneo de la humildad, la autoestima les sugerirá inevitablemente una actitud orgullosa. Y quienes tienen un concepto erróneo de la autoestima pensarán que la humildad resulta nociva para la salud mental. Si buceamos un poco más, sin embargo, pronto advertimos que la auténtica humildad es el mejor antídoto contra el complejo de inferioridad, y que la autoestima no conduce necesariamente a encubrir algún tipo de egoísmo. Todavía recuerdo el desconcierto que dibujó la cara de uno de mis amigos cuando le dije de sopetón que tenía problemas con la humildad porque no se quería a sí mismo. Me pidió una explicación al respecto porque era obvio que no concebía los dos términos unidos. Tuve que aclararle que la humildad consiste básicamente en el olvido de uno mismo y que él no paraba de darse vueltas a sí mismo precisamente porque sus imperfecciones le hacían sentirse despreciable. En definitiva, autoestima y humildad se corrigen mutuamente. La humildad recuerda que la autoestima debe estar ligada a la verdad. Y la autoestima contrarresta la visión negativa que se puede tener de la humildad cuando no se ha entendido correctamente. Puesto que la humildad necesita un complemento de dignidad, para referirme a la virtud contraria al orgullo, utilizaré a lo largo de estas páginas esta expresión: la humilde autoestima. La actitud ideal hacia uno mismo, a la vez que conlleva reconocer 15
  • 16. humildemente la verdad acerca de la propia imperfección, va unida a un profundo sentido de la propia dignidad. UN PROBLEMA GRAVE QUE VIENE DE LEJOS Calibrar en la dimensión adecuada lo que implica el orgullo, en todas sus variantes, es clave para desentrañar muchos de los quebraderos de cabeza de los que somos capaces y que, desde nuestro mundo interior, afectan negativamente a nuestra relación con los demás. Lewis lo expresa con acierto cuando señala que el orgullo es «el mayor causante de la desgracia en todos los países y en todas las familias desde el principio del mundo. Otros vicios pueden a veces acercar a las personas: es posible encontrar camaradería y buen talante entre borrachos o entre personas que no son castas. Pero el orgullo siempre significa enemistad: es la enemistad»4. Las consecuencias de este defecto son patentes y, a veces, graves. En un relato sobre las horribles matanzas entre tribus africanas, preguntaba un niño: «¿Y por qué se odian tanto?» A lo que un anciano contestaba: «Quizá se odian porque siendo iguales se empeñan en querer ser diferentes»5. ¿Cuál es el origen de tanta miseria? ¿De dónde procede el orgullo? Para responder hay que remontarse muy lejos, tanto en la historia de la humanidad, como en la de las existencias concretas. Todos nacemos con este problema. El egoísmo anida en el corazón del hombre. Lo sabemos por experiencia. Incluso los niños, mucho antes de llegar al uso de razón, dan muestras de ello. Son envidiosos, tienden a llamar la atención, quieren ser el centro del universo. De ahí el paradójico síndrome del “príncipe destronado”, que aparece en el hermano mayor tras la feliz bienvenida de otro miembro a la familia. Me contaba un experto pediatra que incluso los niños de apenas unos meses de vida pueden llegar a comportarse de modo histérico. Me relató, en concreto, el caso de un niño de sólo seis meses con episodios de apnea. Cuando el niño detectó la lógica preocupación que despertaba en su madre que no pudiera respirar, recurrió con frecuencia a ese truco. El niño encontró en esa simulación el mejor reclamo para que su madre le prestara más atención. «Yo se lo curo —le dijo el pediatra a la madre—: basta con que me lo deje una semana en la clínica». En efecto, pasados unos días el niño estaba totalmente curado. Cuando la madre preguntó al médico qué tratamiento había empleado, éste le dijo que simplemente había bastado con no hacer caso al niño cada vez que parecía que no podía respirar. El mal del orgullo y sus secuelas están dentro de nosotros desde el principio. ¿Cómo se explica esto? ¿Estamos mal hechos o ha sucedido algo que ha deteriorado nuestra naturaleza? Resolver este misterio supera la capacidad de nuestra inteligencia. Según la doctrina católica esta cuestión está relacionada con un grave pecado de soberbia en los albores de la historia de la humanidad. Juan Pablo II afirmó que el pecado original «es la verdadera clave para interpretar la realidad»6. EL ORGULLO ES COMPETITIVO Y CEGADOR 16
  • 17. Nos conviene detectar los mecanismos que utiliza el orgullo para atraparnos en sus redes. Cada uno de nosotros nace con un pequeño tirano insaciable en su interior. Quien se rige por el orgullo, aunque logre todos sus objetivos, jamás se siente plenamente satisfecho. Nunca consigue llenar el vacío que le atenaza: necesitaría un aprecio absoluto que este mundo no puede dar. Además de insaciable, el orgullo es esencialmente competitivo. Si nos motiva el orgullo, basta que alguien nos iguale en méritos para que nos sintamos inquietos, desangelados. «El orgullo —observa Lewis— no deriva del placer de poseer algo, sino sólo de poseer algo más de eso que el vecino. Decimos que la gente está orgullosa de ser rica, o inteligente, o guapa, pero no es así. Cada uno está orgulloso de ser más rico, más inteligente o más guapo que los demás. Si todos los demás se hicieran igualmente ricos, o inteligentes o guapos, no habría nada de lo que estar orgulloso. Es la comparación lo que nos vuelve orgullosos: el placer de estar por encima de los demás. Una vez que el elemento de competición ha desaparecido, el orgullo desaparece. […] Casi todos los males del mundo que la gente atribuye a la codicia o al egoísmo son, en mucha mayor medida, el resultado del orgullo»7. El orgullo, por ser competitivo e insaciable, engendra envidia e insatisfacción. Si no se corrige a tiempo, genera todo tipo de tensiones. Lo vemos con frecuencia en la sociedad actual, en la que «no se trata de ser competente, sino de ser competitivo. No basta con ser rico: tengo que serlo más que mi cuñado. Lo importante no es escribir un buen libro, lo importante es que se venda más que el anterior. Tengo prestigio, sí, pero todavía no el suficiente»8. Conocí a una persona que siempre se sentía profesionalmente insatisfecha. Había cursado ya seis carreras universitarias. Cuando conseguía un buen trabajo, lo abandonaba para aspirar a otro que se le antojaba mejor. Las personas que se centran con codicia sólo en el trabajo, descuidando todos sus amores, dan lástima. Merecería la pena recordarles que el presente de su éxito profesional es sólo el pasado del futuro, que llegará, tarde o temprano, con su jubilación y un triste balance humano fuera del ámbito laboral. Aunque hayan construido todo un emporio económico y estén rodeados de admiradores, llegará el momento en que sentirán, o les harán sentir, que están de más. Al principio, quizá, se justificaban diciendo que querían ganar dinero para sacar adelante una familia. Pero tarde o temprano quedará en evidencia que lo que más los motivaba era el orgullo. «La codicia —observa Lewis— hará sin duda que un hombre desee el dinero, para tener una casa mejor, mejores vacaciones, mejores cosas que comer y beber. Pero sólo hasta cierto punto. ¿Qué es lo que hace que un hombre que gane 10.000 libras al año ansíe ganar 20.000 libras? No es la ambición de mayor placer. 10.000 libras le darán todos los lujos que un hombre realmente pueda disfrutar. Es el orgullo... el deseo de ser más rico que algún otro hombre rico, y (aún más) el deseo de poder. Puesto que, naturalmente, el poder es lo que el orgullo disfruta realmente»9. Además de competitivo, el orgullo es cegador: pone gafas que distorsionan la realidad. Y si falta autocrítica cualquier avance se hace tortuoso. Es como el virus que se introduce en lo más escondido del alma y es imposible combatirlo porque el interesado 17
  • 18. no es consciente de estar infectado. Recuerda también al mecanismo del cáncer. Las células cancerígenas, a pesar de ser extrañas al cuerpo, no son reconocidas como tales por el sistema inmunológico. Análogamente, el orgullo tiende a presentarse de forma más retorcida que otros vicios, al camuflarse en apariencias diversas. Su modus operandi consiste en esconderse para ocultar su repulsivo rostro. Puede así contaminar incluso los más nobles afanes. Se mete de tapadillo y se disfraza de afán por defender la verdad, de sabiduría, de coherencia con uno mismo, de apasionada lucha por hacer justicia... A medida que uno se va conociendo a sí mismo, descubre nuevos ámbitos infectados. El orgullo introduce un elemento de falsedad tanto en la percepción de uno mismo, como en la percepción de los demás. Siendo a la vez cegador y competitivo, lleva a verlos como potenciales rivales que ponen en peligro la propia excelencia. Se les proyecta así el propio afán de querer sentirse superior. Puesto que el ladrón piensa que todos son de su condición, los demás se convierten en contrincantes o, lo que es peor, aparecen como tiránicos dominadores que amenazan con subyugar la propia independencia. Ese mecanismo de autoproyección es especialmente peligroso en la relación con Dios y ayuda a entender «el dato oscuro pero real del pecado original»10. El hombre soberbio se cree superior y pretende jugar el papel de rey, aunque sólo sea en el reino de su propia miseria. Se vuelve competitivo y desconfiado incluso ante su Creador. Cae así en una especie de megalomanía, creyéndose capaz de igualar a Dios. De este modo, aunque con menor lucidez, cae ante la misma tentación que, según el libro del Génesis, precedió al primer pecado de la historia. Nuestros antepasados remotos, explica Lewis, sucumbieron ante «la idea de que podían “ser como dioses”, que podían desenvolverse por sí solos como si se hubieran creado a sí mismos, ser sus propios amos, inventar una especie de felicidad para sí mismos fuera de Dios, aparte de Dios. Y de ese desesperado intento ha salido casi todo lo que llamamos historia humana —el dinero, la pobreza, la ambición, la guerra, la prostitución, las clases, los imperios, la esclavitud—, la larga y terrible historia del hombre intentando encontrar otra cosa fuera de Dios que lo haga feliz»11. La proyección sobre Dios de la propia soberbia pone de relieve una dramática inversión de la realidad. El amor es el único motivo de la creación, pero el hombre desconfía. Dios quiere ser ante todo un padre amantísimo, pero la criatura le convierte en una especie de déspota celoso por custodiar su supremacía. Según Juan Pablo II, en el origen del ateísmo se encuentra la reacción del hombre que huye ante la imagen falsa de Dios que se ha forjado, puesto que ha cambiado la actitud padre-hijo que Dios siempre quiso por una relación amo-esclavo: «El Señor aparece como celoso de su poder sobre el mundo y sobre el hombre; en consecuencia, el hombre se siente inducido a la lucha contra Dios. Análogamente a cualquier época de la historia, el hombre esclavizado se ve empujado a tomar posiciones en contra del amo que le tenía esclavizado»12. La rebelión contra Dios acaba perjudicando al hombre: al perder su mayor fuente de dignidad, es lógico que deje de ser respetado como persona. «Comienza el hombre devaluando a Dios —observa Pilar Urbano—, y acaba él reducido a un dígito estadístico […]. Empequeñecer a Dios es, indefectiblemente, enanizar al hombre. […] Al doblar la 18
  • 19. esquina donde se ignora a Dios, se encuentra uno en el suburbio ciego donde se ignora al hombre»13. La historia reciente corrobora dolorosamente que la negación teórica o práctica de Dios trae consigo el desprecio de la dignidad humana. No me refiero sólo a los genocidios del siglo xx, sino también a los actuales atentados contra la incipiente vida humana. Como advirtió Juan Pablo II en el año 2000, la humanidad «ha logrado una extraordinaria capacidad de intervenir en las fuentes mismas de la vida; puede usarlas para el bien, dentro del marco de la ley moral, o ceder al orgullo miope de una ciencia que no acepta límites, llegando incluso a pisotear el respeto debido a cada ser humano. Hoy, como nunca en el pasado, la humanidad está en una encrucijada»14. El actual relativismo ético se camufla en presuntos intentos de ayudar a los demás. Pero, detrás de ese «orgullo miope», al igual que en los albores de la humanidad, se atisba una rebelión contra el único Señor de la vida y de la muerte. TODA UNA VIDA MADURANDO Cultivar una humilde autoestima es una tarea para toda la vida. Aunque no nos concierne a todos por igual, nadie está exento de esa tarea de maduración. Esta aspiración tropieza, sin embargo, con muchos factores que dependen de la genética, de la educación o del uso que hagamos de nuestra libertad. Todos nacemos con carencias que eventualmente pueden agravarse por motivos vitales adversos y por errores personales. Es preciso por ello hacer una breve incursión en el campo de la pedagogía, ya que las circunstancias desfavorables más nocivas se sitúan en el periodo en el que más vulnerables somos: la infancia y la adolescencia. Cuando el niño da los primeros pasos, comienza a percatarse de su propia indigencia, pero es incapaz de racionalizarla: no es consciente de la inalienable dignidad que le corresponde como persona. Tiende a llamar la atención en una espiral que sólo pueden mitigar sus padres, enseñándole que lo vale todo a los ojos de Dios. Si los padres no aciertan en este sentido es muy posible que sean los testigos mudos de muchas de las inseguridades y dramas que emergerán con el tiempo. Los adultos, muchas veces, no son conscientes de las heridas que pueden provocar en sus hijos. En ocasiones esa huella profunda aflora al cabo de los años. Ayuda a entenderlo, por ejemplo, el siempre desconcertante enfrentamiento entre hermanos por una herencia. La explicación hay que buscarla a menudo en una larga y antigua historia de orgullo herido. Acertar en la educación es siempre un difícil e inquietante desafío. Porque es frecuente que los padres, lejos de una intuitiva labor que tiene tanto de ciencia como de arte, transmitan inconscientemente a sus hijos sus propios defectos. La pedagogía sana compatibiliza tanto el llamamiento a un comportamiento correcto como a asumir y amar las propias limitaciones. Hay que mostrar a los hijos que se los quiere de modo incondicional, y no por lo que tengan, sepan o consigan realizar: ¡que se los ama tal como son! El chantaje afectivo es tan corriente como peligroso. Es un error educar a un niño, haciéndole creer que el cariño que recibirá depende de cómo se ajuste a los gustos 19
  • 20. de los mayores, en lugar de enseñarle a hacer el bien libremente y por una razón de amor, no porque necesite granjearse el aprecio ajeno. Educar a alguien en el deseo de perfección podría alimentar un falso yo irreal, si esa meta no va en paralelo a enseñar la importancia de aceptarse como uno es. De lo contrario, las tensiones están servidas. Si el sujeto en cuestión no se acepta a sí mismo como es, tratará de satisfacer las imposibles exigencias que le impone su falso yo idealizado. Intentará imitar a un personaje ideal, que no es, mientras reprime su verdadera y legítima forma de ser. Si no se aprende algo tan importante en el ambiente familiar, será mucho más difícil percibirlo fuera del hogar. Lo pone de manifiesto el salto a la etapa escolar. Lo que un niño encuentra en ese nuevo escenario, muchas veces, es lo más parecido a la ley de la jungla: puede más, no el que más cualidades tiene, sino el que más grita o más intrépido es. A partir de ahí, según los modos de ser, unos acentuarán su arrogancia y se autoa- firmarán humillando a los demás, y otros serán víctimas de una timidez creciente, que funciona como mecanismo de autodefensa, buscando la autoestima a través de los éxitos escolares. Los introvertidos se aíslan y tienen pocos amigos; los arrogantes, en cambio, llevan la voz cantante y, para no perder su prestigio, se ven obligados a comportarse de modo cada vez más excéntrico. En ambos casos el detonante es el mismo, la falta de aceptación, aunque las consecuencias lleven a unos a la exageración y a otros al retraimiento. TRES ESTADIOS EN LA VIDA El itinerario para tomar conciencia de la propia valía lo trazan aquellas personas que valoramos de un modo singular. Son los interlocutores relevantes15 que, al juzgarnos, ejercen una influencia decisiva sobre la imagen que tenemos de nosotros mismos. Es relativamente fácil localizar este fenómeno, con las lógicas variantes, en las tres etapas de la vida: en la infancia, en la adolescencia y en la madurez. En la infancia los interlocutores relevantes suelen ser los padres (de modo especial el padre para un hijo, y la madre para una hija). Cuando el niño llega al uso de razón, se percata de su propia indigencia y se acoge al parecer de sus padres para saber lo que vale. Algo más tarde, con la pubertad, comienza un período difícil pero necesario, el de la búsqueda de una identidad con independencia de la opinión de los padres. En los dos casos, entre los seis y doce años, la receptividad con los padres y educadores es plena. Es el mejor momento para sembrar. La adolescencia es la segunda fase y se alarga, en rasgos generales, de los trece a los veinte años. La nota distintiva respecto al periodo anterior es la pérdida progresiva de la receptividad del niño, y se refleja en la formación de juicios propios al margen de la opinión de los padres y educadores. La tarea rectora de los padres se complica. Es el momento de ayudar a los hijos a construir un proyecto de vida propio respetando su libertad, acompañándolos de cerca pero fomentando su legítima independencia. De 20
  • 21. modo progresivo, la relación de autoridad debería dejar paso a una relación de amistad y confianza. En el otro extremo, una actitud de los padres demasiado protectora y posesiva impedirá con toda probabilidad la maduración de los hijos. En la adolescencia, los interlocutores relevantes pasan a ser los amigos y la persona de la que uno se enamora. El adolescente se da cuenta de que tiene que saber por sí mismo lo que vale, pero no lo suele lograr y, para valorarse, sigue dependiendo del juicio de quienes más admira. Si aprende a vencer los respetos humanos, a defender sus propias opiniones, y sabe rodearse de buenos amigos —esto es, de personas que le valoran por lo que es y no por lo que les pueda aportar—, todo irá bien. Si toma el camino contrario, no se atreverá a mostrarse como es y se codeará con colegas desaprensivos. Las consecuencias de su mimetismo de adolescente pueden ser funestas. Si se mueve en ambientes escasos de valores, para no sentirse desplazado, imitará cualquier comportamiento que esté de moda. La promiscuidad sexual, la delincuencia o las drogas forman parte del largo elenco de posibilidades. Dan especial pena esas chicas fáciles que se degradan a sí mismas entregando sus encantos al primer postor. Y la razón de fondo no es tanto el atractivo sexual como la vanidad. Para gustarse a sí mismas, necesitan experimentar que encantan a los chicos y alardear después de sus triunfos ante sus emancipadas amigas. Lewis se preguntaba «si no se habrá perdido en tiempos de promiscuidad más veces la virginidad por obedecer al señuelo de la camarilla política que por someterse a Venus. Cuando está de moda la promiscuidad, los castos quedan desplazados»16. Entre los veinte y veinticinco años, en plena juventud, ya se espera que uno haya adoptado una actitud personal y estable en la vida. Durante la adolescencia, los hijos, para autoafirmarse, suelen adoptar posturas contrarias a las de sus padres. El despegue definitivo viene cuando aprenden a dialogar, cuando adquieren convicciones íntimas pero permanecen abiertos al efecto enriquecedor de escuchar otras opiniones. Tienen seguridad en sí mismos, pero no de modo cerril, pues son también capaces de dudar sanamente de sí mismos. Actúan siguiendo libremente su propio proyecto de vida, pero son sensatos y se dejan asesorar. Son, en definitiva, lo suficientemente maduros como para darse cuenta de que la vida es un aprendizaje que no termina nunca. La tercera y definitiva toma de conciencia de la propia dignidad debería llegar en la edad adulta, pero, por desgracia, muchas personas supuestamente adultas se rigen por los mismos mecanismos de autoafirmación que observamos en la infancia y en la adolescencia. Si fuesen personas realmente maduras, en vez de permitir que otros dictaminen su valía, sabrían por sí mismas lo que valen. Sin embargo, siguen jugando toda la vida una especie de comedia, con el agravante de que su afán de hacerse valer suele ser más enmarañado que en los niños. Muchos supuestamente adultos siguen dependiendo de la opinión ajena. Con tal de quedar bien, son capaces de sacrificar cualquier cosa. Y, en el fondo, regirse por estos respetos humanos no vale la pena, porque la gente nos suele juzgar según criterios superficiales: si somos simpáticos, si tenemos un coche grande, etc. Sólo las personas 21
  • 22. que nos quieren de verdad, se fijarán más en lo que somos que en lo que tenemos, sabemos o podemos. Los respetos humanos comprometen seriamente la autenticidad de nuestras relaciones. En una sencilla novela encuentro esta aguda observación: «En cuanto nos reunimos unos cuantos, no nos atrevemos a ser como somos en realidad, porque tememos ser distintos a como creemos que son nuestros semejantes, y nuestros semejantes temen ser distintos a como creen que somos nosotros. Y, en consecuencia, todos pretenden ser menos piadosos, menos virtuosos y menos honrados de lo que realmente son. [...] Es lo que yo llamo la nueva hipocresía [...]. Antes, la gente pretendía hacerse pasar por mejor de lo que era, pero ahora todos pretenden parecer peores. Antes, un hombre decía que iba a misa los domingos aunque no fuese, pero ahora dice que va a jugar al golf y le fastidiaría mucho que sus amigos descubriesen que en realidad va a la iglesia. En otras palabras: la hipocresía, que antes era lo que un escritor francés llamaba el tributo que el vicio paga a la virtud, ahora es el tributo que la virtud paga al vicio»17. Unos son inseguros y van mendigando aprecio; suelen ser personas que tienden a verse a sí mismas a través de los ojos de los demás. Otros parece que han vencido los respetos humanos; son personas independientes a quienes ya no les importa el qué dirán, pero lo logran a base de autosuficiencia: no les importa lo que piensen los demás simplemente porque pasan de ellos. Es posible que, en el fondo, se trate de un mecanismo de defensa. A veces, esos que presumen de independientes, aunque no lo reconozcan, se encierran en sí mismos precisamente por miedo a ser rechazados. En una novela de Susana Tamaro, el protagonista, que siempre ha alardeado de ser un espíritu independiente, reconoce al final de su vida que, en el fondo, es el miedo a no ser apreciado el que ha guiado sus pasos. En la carta de despedida a su hija, escribe: «Puedo decirte que ha sido el miedo lo que ha determinado mi vida, lo que yo llamaba audacia era en realidad pánico. Miedo a que las cosas no fueran como yo había decidido, miedo de superar un límite que no era de la mente sino del corazón, miedo de amar y de no ser correspondido. Al final es, en realidad, sólo éste el terror del hombre y es por lo que cae en la mediocridad. El amor es como un puente suspendido sobre el vacío… Por miedo complicamos las cosas simples, con tal de perseguir los fantasmas de nuestra mente, transformamos un camino recto en un laberinto del que no sabemos salir. Es tan difícil aceptar el rigor de la simplicidad, la humildad de la entrega»18. ¿Qué podemos hacer para evitar la esclavitud de los respetos humanos? Es conocido que los chinos suelen sentirse muy avergonzados si cometen un error en público. Lo llaman “perder la cara”. Decía Confucio que el hombre necesita su cara como el árbol necesita su corteza. Ese miedo a perder la cara desaparece ante quienes nos quieren de verdad. De ahí la importancia de conocer a Aquel ante quien es imposible perder la cara. Tenemos tendencia a reflejarnos en los demás como en un espejo, y no hay espejo más adulador que los ojos del enamorado. Por eso, deberíamos aprender a vernos a nosotros mismos a través de los ojos de Dios. Sólo quien toma a Dios como su más relevante Interlocutor, va por la vida sin ningún tipo de complejos. Los niños dependen de la estima que reciben de sus padres. Los adolescentes dependen del aprecio de sus 22
  • 23. amigos y de la persona de la que se han enamorado. Pero la persona verdaderamente madura se hace sanamente independiente de todos porque se ve a sí misma como la ve su Padre Dios. TODA UNA VIDA BUSCANDO AMOR El amor que recibimos juega un papel decisivo en el camino hacia la madurez. El orgullo hunde sus raíces en una necesidad de estima con la que todos nacemos. Y, paralelamente, lo que más aplaca el hambre de estima es el amor. Nada nos dignifica tanto como sentirnos —o sabernos— amados. Si palpamos el amor de alguien, pensamos: «Eso significa que hay algo en mí que le atrae, algo que es digno de ser amado». Aparte del amor, también influyen otros aspectos, como el éxito en el trabajo o en las diversas aficiones, pero estas fuentes de autoestima no son tan sanas y eficaces como el amor que damos y recibimos. Si tareas en principio tan nobles como las destrezas laborales y deportivas no están orientadas hacia el amor, acabarán al servicio del orgullo y seguiremos insatisfechos, al margen de los triunfos que cosechemos en la vida. La gloria profesional y social es gratificante, pero pasajera. En épocas exitosas de nuestra vida, advertimos menos el vacío interior, pero tarde o temprano resurge esa profunda sed de amor que llevamos dentro. Si somos sinceros con nosotros mismos, nos sucede como a Henri Nouwen que, al describir su estado interior antes de su conversión, reconoce: «Seguía esclavo de mi corazón, hambriento de amor en busca de caminos falsos para conseguir mi propia autoestima»19. Tampoco terminan los problemas derivados del orgullo cuando nos decidimos a buscar la felicidad únicamente a través del amor, dejando atrás, gracias a una madurez tejida de tropiezos y avances, el falso eclipse de los pasajeros éxitos profesionales y sociales. Hace falta algo más. Como veremos más adelante, sólo el Amor de Dios es capaz de colmar plenamente nuestros más profundos anhelos20. Para resolver establemente los problemas de orgullo, es preciso descubrir que la única fuente segura de autoestima está en el Amor incondicional de Dios. El amor que recibimos de familiares y amigos no nos reconcilia definitivamente con nosotros mismos. Este amor humano, aparte de ser condicional, naufraga en muchas ocasiones entre la decepción y la búsqueda de soluciones de recambio. Veámoslo en las distintas etapas de la vida. La infancia es fascinante desde este punto de vista. El niño palpa inconscientemente lo más parecido al amor incondicional. El amor de una madre, en concreto, es lo que más se asemeja al amor sin condiciones de Dios. Sin embargo, ese estado de gracia que se divisa a tan temprana edad no dura siempre. Es ley de vida. «Con la muerte de mi madre —cuenta Lewis— desapareció de mi vida toda felicidad estable, todo lo que era tranquilo y seguro. Iba a tener mucha diversión, muchos placeres, muchas ráfagas de alegría; pero nunca más tendría la antigua seguridad. Sólo habría mar e islas; el gran continente se había hundido, como la Atlántida»21. 23
  • 24. En la adolescencia tomamos conciencia de que el amor de los padres no es tan incondicional como parecía; entendemos por primera vez que el camino hacia la independencia es saludable y comenzamos a saber por nosotros mismos lo que valemos. Como primera solución de recambio, si no intentamos colmar el vacío a través de éxitos académicos, esperamos encontrar en la amistad ese amor incondicional que tuvimos siendo niños. A la larga, sin embargo, el problema no queda resuelto establemente, ya que incluso nuestros mejores amigos tienen sus limitaciones. Carmen Martín Gaite recoge en una de sus novelas el reencuentro, después de treinta años, de dos amigas de adolescencia. Una de ellas escribe después en una carta: «Hemos crecido. Crecer es empezar a separarse de los demás, claro, reconocer esa distancia y aceptarla. El entusiasmo de aquellos encuentros juveniles con personas que despertaban nuestro interés se basaba en que dábamos por supuesta una permeabilidad continua entre nuestra vida y la de ellos, entre nuestros problemas y los de ellos, parecía posible la anexión. Es cierto que aún se dan momentos en que surge esa ilusión de permeabilidad, pero son momentos extraordinarios y fugaces, a los que no se puede pedir continuidad, vigencia permanente. Yo de jovencita —y a ti te pasaba lo mismo— estaba segura de que las gentes que me querían nunca se iban a desentender de mí, que mi vida era indispensable para la suya. Pero en el fondo, lo que quería es que no me dejaran nunca de necesitar. Pues no. Luego ves que no, y además, es mejor que nadie te necesite mucho»22. El amor entre hombre y mujer tiene una gran capacidad de satisfacer nuestra hambre de estima. Por eso, con ocasión del primer éxito amoroso, suelen desaparecer bastantes problemas de inseguridad. Sucede a menudo que quienes durante su adolescencia tuvieron desvaríos de autoestima, se curen de golpe cuando se enamoran y se ven correspondidos. Es lógico, ya que el enamoramiento suscita una especie de encantamiento que a uno le hace pensar que vive un amor incondicional, divino, sin mezquinos cálculos de conveniencia. El enamorado vive como fuera de sí mismo, como enajenado, pensando de continuo en el objeto de su amor. En el fondo, lo que atrae a los enamorados es un pálido destello de lo divino. Ya Platón decía que este tipo de amor es un reflejo de la divinidad. Lo que se escriben los novios podría ser puesto en boca de Dios mismo, con la diferencia de que, a Dios, el amor no le ciega. En cambio, el espejismo del enamoramiento provoca que apenas veamos los defectos del otro, nos lleva a pensar que no hay nadie mejor. No es de extrañar que las personas enamoradas se digan «te adoro», algo que en sentido estricto sólo corresponde a Dios. Como expresa Bécquer en uno de sus poemas: «Lo que el salvaje que con torpe mano Hace de un tronco a su capricho un dios, Y luego ante su obra se arrodilla, eso hicimos tú y yo»23. Sólo el Amor de Dios puede colmar plenamente la necesidad de estima, pero eso no quita que también el amor de nuestros semejantes nos ayude a cimentar la autoestima. Al fin y al cabo, todo amor humano es reflejo del Amor divino, y ese reflejo se intensifica a medida que aumenta la calidad de ese amor humano. La relación entre calidad de amor y 24
  • 25. humilde autoestima va en dos direcciones. Por un lado, el amor que recibimos, más aún si es de alta calidad, mejora nuestra autoestima; por otro lado, como veremos a lo largo del siguiente capítulo, una actitud de humilde autoestima resulta imprescindible para mejorar la calidad del amor que damos. El amor humano, en suma, es un buen punto de partida, aunque necesita ser completado por el Amor divino, único capaz de fundamentar establemente la calidad de nuestra autoestima y de nuestros amores. A esa misma conclusión llegó un psiquiatra que, tras sufrir un accidente de tráfico, palpó el cariño de sus familiares y amigos. «Has aprendido al fin —se dice a sí mismo— [...] que si no se tiene la experiencia de haber sido querido es muy difícil que se pueda querer. Pero esa experiencia no es suficiente. No basta con ese cariño horizontal entre padres e hijos, marido y mujer. Es necesaria, además, la experiencia vertical, la de la persona con Dios. Entre otras cosas, porque el amor humano por sí solo es insuficiente. El amor humano sólo se esclarece y adquiere su sentido y pleno significado en el amor divino»24. 25
  • 26. 2. PROGRESAR EN EL AMOR CONFIANZA RECÍPROCA Conviene insistir en la importancia de cultivar una humilde autoestima, no sólo porque es una de las mejores vías para combatir los problemas derivados del orgullo, sino también porque es un requisito indispensable para mejorar la calidad de nuestros amores. Hasta ahora he incidido en los múltiples problemas que se derivan del orgullo. En este capítulo, con un enfoque más positivo, me centraré en la relación entre la humilde autoestima y la calidad del amor. Esta cuestión es decisiva, ya que nada nos proporciona tanta felicidad como el amor de alta calidad. De ahí la singular trascendencia de progresar por esa vía. Sin duda, el bienestar material contribuye algo a nuestra felicidad, pero el grado más alto de dicha proviene de dar y de recibir amor. A esa conclusión llegó un especialista de la Universidad de Róterdam que había inventariado más de seis mil trabajos sobre esta cuestión. El estudio destacaba que las personas con menores ingresos mostraban un nivel de satisfacción más alto1. Por otra parte, cuanto más perfecto es el amor, mayor felicidad procura. En el amor de calidad, «lo esencial no es gozar, sino compartir»2, y quien comparte goza más. El egoísta busca poseer y siempre está insatisfecho. En cambio, quien no busca el propio provecho sino el bien de la persona que ama, experimenta un inesperado gozo cada vez que lo logra. Y si esa calidad de amor es recíproca, entonces se produce una sorprendente espiral que da lugar a insospechados niveles de felicidad. Antes de estudiar las cualidades del amor ideal, conviene recordar que el primer requisito para incoar una relación de amor es la confianza. Amar conlleva «poner todo lo propio en manos de alguien querido en quien confiamos plenamente»3. El amor se asienta sobre una base de mutua confianza y culmina, a través de la entrega recíproca, con la unión entre los amantes. Si uno de ellos da el otro recibe. Por tanto, la unión amorosa sólo es posible si ambos son capaces de dar y de recibir. Sin ese don recíproco, todo quedaría a mitad de camino y no sería posible llegar a esa íntima unión en la que dos corazones laten al unísono y dos almas se funden en una. En el fondo, la confianza ya es un modo de donación. La palabra “entrega” tiene un significado a la vez activo y pasivo: significa donación y rendimiento. Entregarse es querer y dejarse querer, darse generosamente y rendirse confiadamente. Confianza y donación se potencian mutuamente. Abrir la propia intimidad otorga cierto poder al otro: entraña un riesgo que sólo la confianza en su amor puede superar. En una buena relación de amor, no hay secretos. En cambio, cuando desaparecen las confidencias, la relación se 26
  • 27. paraliza. Fe y fidelidad (fides y fidelitas en latín) van de la mano. Tener fe en una persona significa confiar en que nos será fiel. Y, como observa Thibon, «el hombre que no es capaz de fe, no es capaz de fidelidad»4. ¿De dónde procede la desconfianza? Unos no confían simplemente porque fueron educados de ese modo, pero también hay quienes no se fían de los demás porque proyectan sobre ellos su propia inseguridad. En algunos, este problema de autoestima está ligado a antiguas decepciones. El orgullo herido puede distorsionar tanto la realidad, que incluso detalles objetivamente amables se vuelven sospechosos. Si estas personas no curan sus heridas cultivando una humilde autoestima, se vuelven autosuficientes: les cuesta aceptar que necesitan el amor de los demás. Incluso podrían sentirse humillados por el simple hecho de que alguien les ofrezca su ayuda. En el amor, nos solemos mover entre dos extremos: entrega y reserva. El orgullo y el miedo impiden darlo o recibirlo del todo. Como expresa el protagonista de una novela de Sándor Márai, «hace falta mucho valor para dejarse amar sin reservas. Un valor que es casi heroísmo. La mayoría de la gente no puede dar ni recibir amor porque es cobarde y orgullosa, porque tiene miedo al fracaso. Le da vergüenza entregarse a otra persona y más aún rendirse a ella porque teme que descubra su secreto… el triste secreto de cada ser humano: que necesita mucha ternura, que no puede vivir sin amor»5. Hay quienes se curan en salud y prefieren mantenerse inmunes ante las perturbaciones del amor, pero lo pagan muy caro, porque terminan en una tremenda soledad. Y, como decía el filósofo francés Gabriel Marcel, «nada está perdido para un hombre que vive un gran amor o una verdadera amistad; pero todo está perdido para quien está solo»6. Dejarse querer no es signo de debilidad. Reconocer la propia indigencia requiere una buena dosis de humildad y de fortaleza. Es curiosa esa reticencia nuestra a admitir que necesitamos ser amados. Crecemos, pero, en el fondo, seguimos siendo como niños. Somos débiles por dentro, aunque hacia fuera lo ocultemos, por miedo al rechazo. Sin humilde autoestima, no hay veracidad, ni hacia uno mismo ni hacia los demás. Son pocos los que se atreven «a manifestar la verdad de modo total, sin atenuar ni retocar nada, sin ningún tipo de arreglo más o menos fraudulento»7. Lo ideal sería que no hubiera diferencia entre como somos realmente, como creemos que somos y como nos manifestamos ante los demás. Quien oculta su debilidad, suele ponerse a la defensiva cuando salen a relucir sus flaquezas. Y, como veremos más adelante8, no es fácil arrancar esa coraza de hierro si uno se ha acostumbrado a jugar cierto papel de comedia, tanto ante sí mismo como ante los demás. «A veces pienso —dice la protagonista de una novela de Carmen Martín Gaite— que se miente por incapacidad de pedir a gritos que los demás te acepten como eres. Cuando te resistes a confesar el desamparo de tu vida, ya te estás disfrazando de otra cosa, le coges el tranquillo al invento y de ahí en adelante es el puro extravío, no paras de dar tumbos con la careta puesta, alejándote del camino que podría llevarte a saber quién eres [...] Cada vez me doy más cuenta, sed de aprecio, o como lo quieras llamar»9. La careta de la mentira sólo desaparece ante quien nos quiere de verdad. Sólo entonces nos comportamos de modo espontáneo. Sin duda, si 27
  • 28. conociéramos a fondo el Amor de Dios desde nuestra infancia y viviéramos de continuo en su presencia, no haríamos tanta comedia a lo largo de nuestra vida. EL AMOR IDEAL Y SUS CUALIDADES Sin humilde autoestima, no sólo se compromete la capacidad de recibir amor, sino también la rectitud de intención y la libertad interior a la hora de darlo. Quizá no estemos familiarizados con esas nociones. Por eso conviene analizar en qué consiste el amor ideal. Estas consideraciones se sitúan ante todo en el contexto de una relación amorosa entre un hombre y una mujer, aunque pueden ser también aplicadas a otras relaciones de amor: con Dios, con familiares y con amigos. Los comienzos de una relación de amor entre un hombre y una mujer —los preparativos de ese viaje— son muy atractivos (hay quienes se hacen adictos a ellos), pero no aseguran el éxito del trayecto. Es sabido que el enamoramiento es un sentimiento que no dura. Es un buen punto de partida que hay que superar gracias a un amor más maduro. «Si el amor es entendido como un mero sentimiento, tarde o temprano se concluirá que no se ama»10. A medida que el amor progresa, lo interior se hace más importante que lo exterior. Ridiculizando el amor meramente sentimental, escribe Albert Cohen: «Si al pobre Romeo le hubiera quedado tronchada de repente la nariz por algún accidente, Julieta habría huido horrorizada al verlo. Treinta gramos menos de carne, y el alma de Julieta deja de experimentar nobles emociones. Treinta gramos menos y se acabaron los sublimes gargarismos al claro de la luna»11. Las películas de los últimos años nos han acostumbrado a pensar que la atracción físico-romántica es el colmo del amor. Pero se olvidan de recordar (no sería dramáticamente correcto) que cuando eso ocurre, desgraciadamente, el amor se esfuma con la misma facilidad con que nos deslumbró. Recuerdo un filme reciente, entre tantos, rodado con ese formato12. Hay un momento en el que el protagonista se ve obligado a explicar a sus hijos las razones de su divorcio alegando que ya sus sentimientos han cambiado, pero no espera la réplica, expresada con temor y curiosidad, del más pequeño de ellos: «¿Y podrías desenamorarte también de tus hijos?». Refleja con realismo la decepción frecuente a la que se llega cuando se confunde amor con pasión de amor. «Por desgracia —escribe Cronin— la idea del atractivo sexual como base fundamental del matrimonio, empapada en un dulzón romanticismo y almibarada con la falsa promesa de una eterna luna de miel, se ha convertido en parte integrante del sueño moderno»13. Para que el amor sea estable y duradero, es preciso pasar del amor como atracción al amor como donación, pues nada une tanto a dos personas como la voluntad recíproca de querer el bien para el otro. En el amor maduro desaparecen las razones egocéntricas y se hace hincapié en las posibilidades de aportar felicidad. «Es posible que todo empezara con alguna razón —apunta Josef Pieper—, pero cuando el amor se ha encendido no necesita razones»14. Ya no se ama tanto por lo atractivo que tenga la persona amada, 28
  • 29. cuanto por lo que es en sí misma. Ya no se ama tanto su «mero ropaje físico», cuanto el núcleo de su persona, « incomparable e insustituible»15. Este amor sólido y maduro es imperecedero. Quienes lo experimentan entienden la célebre y repetida exclamación de Gabriel Marcel: «amar a un ser es decirle: tú no morirás»16. Más allá de los límites de la muerte, la persona amada sigue viviendo en el amante. Si bien la pasión no es lo más importante, no se trata de excluirla, porque el amor también se nutre de ella. Sin embargo, a medida que los amantes progresan en el amor, su relación se convierte en «una profunda unidad, mantenida por la voluntad y deliberadamente reforzada por el hábito»17. Se trata de asumir la pasión y, a la vez, de ponerla al servicio de la entrega. El amor es comparable a un avión con dos motores: un motor principal (la voluntad) y un motor auxiliar (la pasión). El motor auxiliar se puede apagar aunque no queramos, por enfermedad o cansancio; pero el motor principal no se apaga sin nuestro consentimiento. Si falta el motor de la voluntad, observa Thibon, «basta la menor prueba física o moral para sumergir en su soledad esencial a los enamorados que sólo están unidos por la carne o por el sueño»18. Es posible distinguir tres tipos de amor humano: gustar (que apela a lo físico, al cuerpo), querer (algo más emocional, afectivo, propio del corazón) y amar (definitivamente volcado a la esfera más espiritual del hombre, al alma). Lo ideal sería que los amantes se gusten, se quieran y sean buenos amigos. También, en sentido inverso, se pueden encontrar tres tipos de egoísmo: físico (acaparamiento sexual), afectivo (afán posesivo) y espiritual (orgullo). Esas tres esferas se corresponden también con tres tipos de felicidad y de infelicidad: buena comida o dolor de muelas, alegría o desencuentro afectivo, paz interior o remordimientos. Cuanto más profunda es la felicidad o la infelicidad, menos se ve desde fuera. Un dolor de muelas es difícil de disimular, pero la soledad que atenaza al alma suele pasar inadvertida. Quien busca una felicidad únicamente sensorial, si tiene éxito, no es infeliz, pero se pierde la mejor felicidad, la que está ligada al amor. En francés “infeliz” se dice “malheureux”, que literalmente significa “malfeliz”. El amante ideal pone esas tres esferas al servicio de la felicidad de la persona amada. La atracción física y el enamoramiento son, en efecto, de gran ayuda como antesala a la entrega de lo más íntimo del alma, que llegará con el tiempo. Por eso reclaman una purificación que los sitúe en el lugar que les corresponde. Según las disposiciones del alma, se combate o se acrecienta el egoísmo sexual y afectivo. Una buena relación con uno mismo, con el siempre gratificante balance de una humilde autoestima, ayuda a purificar las intenciones sexuales y afectivas, mientras que una mala relación con uno mismo, viciada por el orgullo, pervierte la pasión. A lo largo de este capítulo, quedará más aclarada la relación entre orgullo y egoísmo afectivo. Veamos ahora las cuatro propiedades que determinan la calidad del amor. El amor ideal es sacrificado, desinteresado, respetuoso y libre. La mayoría de la gente no está acostumbrada a hacer un chequeo a su relación de amor. Esos cuatro parámetros — entrega operativa, rectitud de intención, desprendimiento y libertad interior—, tan difíciles de casar con una mirada superficial, van más allá de la pregunta más habitual: 29
  • 30. «¿Qué tal evoluciona ese noviazgo o ese matrimonio?», y de la respuesta más fácil y frecuente: «Nos llevamos bien, nos queremos mucho». Las dos primeras cualidades están ligadas a la verdad del amor, y las dos últimas, a la libertad en el amor. En efecto, el amor de alta calidad se rige a partes iguales por la verdad y la libertad. La verdad del amor tiene que ver con obras y con intenciones: amamos de verdad si somos movidos por intenciones rectas y si las obras avalan nuestro amor. Y amamos en libertad si evitamos la rigidez interior y si no coaccionamos a la persona amada. Por tanto, para determinar la calidad de una relación de amor, los amantes tendrían que responder a estas cuatro preguntas: ¿cuánto están dispuestos a sacrificarse para hacer feliz al otro?, ¿respetan la libertad del otro o se rigen por imposiciones?, ¿qué los motiva realmente a la hora de entregarse? y ¿se entregan libremente o se sienten interiormente coaccionados? La perfección del amor consta, pues, de dos cualidades visibles, la capacidad de sacrificio y el respeto de la libertad ajena, y de dos cualidades invisibles, la rectitud de intención y la libertad interior. Se podría hablar, por tanto, del cuerpo y del alma del amor. Nos detenemos primero en las cualidades que constituyen el cuerpo del amor. La capacidad de sacrificio, lo que hacemos concretamente para contribuir al bien de la persona amada, pone de manifiesto la verdad de nuestro amor: «obras son amores y no buenas razones», dice el refrán. Al preguntarnos si alguien nos quiere de veras, más que juzgar sus intenciones, debemos ceñirnos a los hechos. ¿Qué hace para manifestarnos su amor? ¿Se sacrifica por nosotros con independencia de las ganas que tenga o del esfuerzo que le cueste? Quien nos ame de verdad estará dispuesto a cualquier sacrificio con tal de contribuir a nuestra felicidad. En principio, debemos confiar en el amor de los demás, pero sólo estaremos seguros en la medida en que lo demuestren con hechos, porque «la certeza del cariño la da el sacrificio»19. Solo en momentos de adversidad podemos saber quiénes son nuestros verdaderos amigos. El sacrificio revela, pues, tanto la verdad como la intensidad del amor. El tipo de sacrificio que alguien realiza por nosotros, nos dará información acerca de lo mucho que nos quiere. ¿Cuánto me quieres?, suelen preguntar los amantes. No es fácil responder a esa pregunta. Más bien habría que preguntar: ¿en momentos de apuro, qué estarías dispuesto a hacer por mí? Sólo así se puede cuantificar tangiblemente el amor. Amo tanto cuanto me sacrifico. Todos tenemos un precio. La segunda cualidad visible del amor ideal, el respeto a la libertad de la persona amada, implica ante todo evitar las imposiciones. La falta de respeto recorre un amplio espectro. Va desde el acaparamiento espiritual, propio de una mente autoritaria en las formas, los gustos o las opiniones, al acaparamiento sexual, propio de quien convierte a la persona amada en mero objeto de placer, pasando por el acaparamiento afectivo, propio de quien necesita recibir, como si estuviera enfermo, innumerables muestras de cariño. El acaparamiento afectivo, que llamamos “afán posesivo”, es propio de personas absorbentes y celosas. «Me quiere mucho, tanto que a veces me agobia», dice uno de los personajes de Carmen Martín Gaite20. En esas condiciones, todo es posible: la 30
  • 31. imposición, la creencia en unos derechos exclusivos, la coacción, el chantaje afectivo, el reproche sólo en apariencia bienintencionado... Todo vale para imponer la propia voluntad. En las antípodas del afán posesivo está el “desprendimiento”. Más adelante, al estudiar la afectividad, indagaremos en la relación existente entre orgullo y afán posesivo, entre humilde autoestima y desprendimiento afectivo. Lejos de este paisaje de sombras, en la pareja ideal —se suele decir— nadie manda: los dos obedecen. Es el contrapunto que brinda el respeto a la libertad, una meta tan difícil como necesaria en toda relación en la que el amor está por medio. Es el escenario que dibuja Delibes en una de sus novelas inspiradas en la relación con su difunta esposa: «La nuestra era una empresa de dos, uno producía y el otro administraba. Normal, ¿no? Ella nunca se sintió postergada por eso. Al contrario, le sobró habilidad para erigirse en cabeza sin derrocamiento previo. Declinaba la apariencia de autoridad, pero sabía ejercerla. Cabía que yo diese alguna vez una voz más alta que otra pero, en definitiva, ella era la que en cada caso resolvía lo que convenía hacer o dejar de hacer. En toda pareja existe un elemento activo y otro pasivo; uno que ejecuta y otro que se allana. Yo, aunque otra cosa pareciese, me plegaba a su buen criterio, aceptaba su autoridad»21. Veamos ahora la primera de las cualidades invisibles del amor ideal: la rectitud de intención. Un mismo acto puede estar motivado por intenciones diversas. Éstas son rectas cuando no se antepone el propio provecho al bien de la persona amada. Amar es lo contrario de utilizar22. El utilitarista se aprovecha de la persona que ama en la medida en que da con el único fin de recibir. Conviene hacer algunos matices para evitar posibles quebraderos de cabeza en ese aspecto. «No se trata —afirma Carlos Cardona— de perseguir desaforadamente y escrupulosamente la ausencia de todo interés. Se trata de tenerlo todo debidamente jerarquizado»23. Los seres humanos no somos capaces de un amor plenamente desinteresado, entre otras cosas porque necesitamos amar para poder perfeccionarnos. Sólo Dios, que no carece de nada, es capaz de un amor del todo gratuito. Lo que sí se nos puede pedir son intenciones sinceras, esto es, que de modo consciente no escondamos motivos egoístas, que, a sabiendas, no demos gato por liebre. La rectitud de intención no indica sólo una voluntad actual para no buscar el propio provecho, es también una capacidad que adquirimos poco a poco a medida que progresamos en la virtud. Aparte de esos claros motivos egoístas que llevan a utilizar a los demás, existen otros motivos egocéntricos más profundos y, por tanto, menos conscientes, que también enturbian la rectitud de nuestras acciones. Piénsese, por ejemplo, en la vanidad y en el amor propio. No es fácil controlar con la voluntad esos defectos de fondo. Para poder asegurar, también a ese nivel, la rectitud de intención, se precisa toda una purificación interior, de modo que el grado de desinterés en nuestras acciones puede aumentar indefinidamente en la medida en que nos perfeccionamos. La segunda cualidad invisible del amor es la libertad interior. La libertad, más que un ámbito, es una capacidad de autodeterminación. No soy libre sólo porque nadie me obligue, sino sobre todo porque soy capaz de hacer las cosas porque me da la gana. En otras palabras, la libertad apela tanto a la inexistencia de coacción externa, como a la ausencia de cierta coacción interna. Unos, por falta de generosidad, no saben decir que 31
  • 32. sí, mientras que otros, desprovistos de una personalidad firme, no saben decir que no. Éstos, a veces, se quejan de que otros no respeten su libertad, cuando, en el fondo, el problema consiste en que ellos mismos no saben ser libres. La persona madura no se deja avasallar pero, por amor, es capaz de entregar con señorío su propia libertad. Sabe siempre ser ella misma: se siente libre por dentro, al margen de las presiones externas, de otras personas o circunstancias. No es que haga lo que le da la gana, sino que hace el bien porque le da la gana. La libertad es capacidad de autodeterminación, en el mejor de los casos hacia el bien, y más cuando arranca del amor, no de la obligación. Por eso la persona verdaderamente libre interioriza la virtud y no se guía por un obsesivo sentido del deber. Por amor, identifica su voluntad con la voluntad de la persona amada. El amor es, en efecto, uno de los campos que mejor visualizan la libertad interior. Somos capaces de entregarnos libremente a los demás en la medida en que somos dueños de nosotros mismos. Amar es pertenecer libremente a otro. El amante egoísta busca poseer a la persona amada; en cambio, el amante ideal desea ante todo pertenecerle. Amar consiste en «no pertenecerse, estar sometido venturosa y libremente, con el alma y el corazón, a una voluntad ajena... y a la vez propia»24. Pero para que esa voluntad ajena sea a la vez propia, antes de pertenecer a otro, es preciso primero que el amante se autoposea. Si por falta de libertad interior no es soberano y señor de sí mismo, se entrega de modo servil, y eso, a la larga, no le satisface ni a él ni a la persona amada. Sólo las personas verdaderamente maduras son capaces de contraer vínculos amorosos con plena libertad interior. La libertad interior arranca de la madurez, pero la principal fuente que la alimenta es el amor, en cuanto que implica una sintonía con los deseos de la persona amada. Las personas que se aman identifican sus voluntades en un horizonte compartido. Esa libertad del amor25 ayuda a entender aquel «ama y haz lo que quieras» de San Agustín. Quien desea ardientemente el bien de la persona amada, se decide libre y gustosamente a no escatimar esfuerzos para hacerla feliz. En conclusión, el amor es entrega recíproca, libre y desinteresada de lo más íntimo entre un yo y un tú. He aquí una de las mejores definiciones acerca del amor: «Amar significa dar y recibir lo que no se puede comprar ni vender, sino sólo regalar libre y recíprocamente»26. ORGULLO Y CALIDAD DE AMOR Las cualidades invisibles del amor ideal, libertad interior y rectitud de intención, son más difíciles de conseguir que las cualidades visibles, la capacidad de sacrificio y el respeto al otro. Es más fácil mejorar el cuerpo, lo visible, que el alma, lo invisible, del amor. La rectitud de intención y la libertad interior son el objeto de una ardua conquista espiritual27. Para ello, no basta con el empeño de la voluntad; se precisa también una buena dosis de humilde autoestima. Quienes viven en mala relación consigo mismos, si tienen una gran fuerza de voluntad, pueden quizá sacrificarse y respetar la libertad ajena, 32
  • 33. pero se toparán con grandes dificultades a la hora de no buscarse a sí mismos y de entregarse porque les da la gana. Visto desde fuera, parecerá que todo va bien, pero tarde o temprano surgirán dificultades que hunden sus raíces en el orgullo. La humilde autoestima es un requisito indispensable para progresar en el amor. Sin ella, quedan en entredicho, o se resienten, todas las cualidades del amor ideal. Empecemos por las cualidades visibles. Cuando analicemos el fenómeno del voluntarismo28, veremos cómo el orgullo puede pervertir la generosidad en la entrega. También el respeto a la libertad ajena se resiente por falta de humilde autoestima. Como veremos al estudiar la afectividad, el origen del afán posesivo está muchas veces en un cierto miedo a no dar la talla porque está en cuestión la propia valía29. Si se descontrola esa sed de aprecio, la afectividad se deteriora en susceptibilidad y abuso, ya que quien no está satisfecho consigo mismo suele sentir una gran necesidad de acaparar a los demás. El orgullo compromete también las cualidades invisibles del amor ideal. En cuanto a la libertad interior, ya hemos visto que no se alimenta sólo de amor, sino también de la madurez propia de quien se siente bien en su propia piel. Por último, el orgullo empaña también la rectitud de intención. Las personas que dudan demasiado de sí mismos necesitan tanto el aprecio ajeno, que tienden a portarse bien con el único fin de recibirlo. Pero también las personas demasiado seguras de sí mismas pueden conducirse por intenciones menos rectas. Es lo que ocurre si nos dejamos llevar por ese «poco claro afán de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores»30. Los autosuficientes saben dar pero no recibir. En el fondo, su generosidad tiene algo de vanidad. Mientras se muestran serviciales, se ven a sí mismos desde una perspectiva halagadora. Se diría que ayudan a los demás para poder sentirse bien consigo mismos, como si necesitasen hacer favores con el fin de demostrarse que son buenos. Este egoísmo de dar hace pensar en lo que decía irónicamente Chateaubriand de su amigo Joubert: «Es un perfecto egoísta, pues sólo se ocupa de los demás...»31. En el fondo, es pura autocomplacencia. Por eso, es impreciso afirmar sin más que el hombre generoso es el que da y el egoísta el que recibe. El arte de amar requiere generosidad a la hora de dar y humildad a la hora de recibir. Es difícil medir cuál de las dos virtudes es más asequible. Lo que sí está claro es que una relación de amor sólo funciona si va en las dos direcciones. Si uno no sabe recibir, el otro no puede dar. Además, el autosuficiente sabe quizá dar, pero no sabe darse. El amor es el arte de darse dando y de dar dándose. El don de algo invisible (como es el don de mí mismo, de mi persona) necesita un vehículo visible para expresarse. Para refrendar nuestro amor, podemos comprar un regalo material a la persona que amamos, por ejemplo. Pero, a la vez, ese regalo podría estar viciado en sí mismo. Cualquier donación implica la entrega de algo íntimo. El autosuficiente da pero no se da; hace favores pero con cierta frialdad: no compromete su interioridad. Esa malsana independencia enturbia las relaciones amorosas ya que, como veremos a continuación, para alcanzar una alta calidad de amor, se requiere cultivar, sin exclusiones, una gran personalidad y una gran capacidad afectiva. El mejor de los amores se da entre personas maduras que se quieren con locura. Son saludablemente 33
  • 34. independientes porque han superado de modo estable los problemas de autoestima, y son amorosamente dependientes porque sólo quieren hacer feliz al otro. Así, en el matrimonio ideal, los esposos que logran conciliar esa madurez humana y esa generosidad afectiva, pueden decirse uno a otro: «en cierto sentido, no me importa lo que pienses de mí, y, en otro sentido, me consume el deseo de hacerte feliz». DEPENDENCIA E INDEPENDENCIA Hemos visto32 que las experiencias de la vida nos ayudan a entender que no podemos depender exclusivamente de los demás para calibrar nuestra valía personal. Es el proceso natural que conduce a la madurez desde la adolescencia. La importancia que han tenido hasta ese momento las opiniones ajenas para medirnos a nosotros mismos se diluyen progresivamente con el conocimiento propio. Vamos conociendo nuestras posibilidades y limitaciones y aprendemos a aceptarlas. Hay, no obstante, un peligro latente en ese proceso, que puede llevar a romper el equilibrio que hemos mantenido hasta entonces con los demás. Ocurre cuando se asocia la adquisición de la madurez al desinterés por lo ajeno. Es un error creer que las dependencias afectivas hacia los demás son un estorbo para la realización personal. El conflicto está servido. Este planteamiento conduce, en la práctica, no al logro de la legítima independencia personal, sino a superar infructuosamente las dependencias a base de desamor. Y no se habrá llegado a la independencia, por tanto, sino a la indiferencia. La verdadera independencia no procede de la frialdad o el distanciamiento, sino de la libertad interior y de la capacidad de amar de modo desprendido. No se trata de pasar de los demás, sino de aprender a no depender de su estima. En la medida en que nos perfeccionamos, adquirimos esa libertad que nos permite conjugar en el amor una sana independencia y una sana dependencia. No son aspectos excluyentes, aunque a primera vista lo parezcan. La persona ideal es a la vez sensible y fuerte. En su relación con los demás, tiene la bondad de decir que sí, sin que le falte personalidad para decir tranquilamente que no. La madurez conjuga estos dos aspectos y eso la hace atractiva. Por este motivo admiramos a esas personas a quienes su cariño les hace ser vulnerables pero su sentido de dignidad les hace ser fuertes. Son capaces de asumir gustosamente los lazos que crea el amor, a la vez que su humilde autoestima les permite conservar una sana independencia. Análogamente nos provocan rechazo los casos contrarios, tanto esas personas frágiles que reclaman continuas atenciones (infantilismo), como esas personas arrogantes que no se dejan ayudar ni querer (individualismo). La síntesis entre independencia y dependencia se podría llamar autodependencia33. Consiste en evitar tanto las falsas dependencias a costa de la legítima independencia, como las falsas independencias a costa de la legítima dependencia. La falsa dependencia conduce al servilismo. La vemos en esas personas inseguras que, por miedo a caer mal, son incapaces de decir que no. La falsa independencia, en cambio, denota 34
  • 35. autosuficiencia y egoísmo. Lo observamos en esas personas algo arrogantes que se desentienden de los demás. Mientras el servilismo adolece de falta de libertad interior, el deseo de preservar a toda costa la propia autonomía está emparentado con un concepto erróneo de libertad. De poco sirve la libertad si no es para entregarla por amor. La falsa independencia es más nociva que la falsa dependencia. Es preferible llamar la atención a simular que no necesitamos a nadie. La autosuficiencia nos aísla de los demás; la vanidad, al menos, nos lleva a tenerlos en cuenta. Es mejor amar mal que no amar. «La vanidad —argumenta Lewis—, aunque es la clase de orgullo que más se muestra en la superficie, es realmente la menos mala y la más digna de perdón. La persona vanidosa quiere halagos, aplauso, admiración en demasía, y siempre los está pidiendo. Es un defecto, pero un defecto infantil e incluso (de modo extraño) un defecto humilde. Demuestra que no estás del todo satisfecho con tu autoestima. Das a los demás el valor suficiente como para querer que te miren. Sigues de hecho siendo humano. El orgullo auténticamente negro y diabólico viene cuando desprecias tanto a los demás que no te importa lo que piensen de ti. Sin duda, está muy bien, y a menudo es un deber, el no importarnos lo que los demás piensen de nosotros, si lo hacemos por razones adecuadas; por ejemplo, porque nos importe muchísimo más lo que piense Dios. Pero la razón por la que al hombre orgulloso no le importa lo que piensen los demás es diferente. Él dice: “¿Por qué iba a importarme el aplauso de esa gentuza? […] ¿Soy yo de esa clase de hombre que se ruboriza de placer ante un cumplido como una damisela en su primer baile? No, yo soy una personalidad integrada y adulta”»34. En la práctica, es difícil evitar tanto la autosuficiencia como la vanidad. Sólo los santos lo logran; experimentan lo que afirma San Pablo: «Siendo libre de todos, me hice siervo de todos»35. Los demás, dentro de nuestras limitaciones, buscamos equilibrios y nos las arreglamos como podemos. Por lo general, unos, por temor a perder su autonomía, no se entregan a nadie y viven en soledad; y otros, por un afán de aprecio difícil de satisfacer, van con el corazón en la mano y se atan de modo servil al primer postor. Sobre estas reflexiones, nos adentramos ahora en el complejo mundo de la afectividad con el fin de explorar su relación con la calidad del amor, la autoestima y las facultades espirituales del hombre, la inteligencia y la voluntad. LAS ENERGÍAS DEL CORAZÓN Nada nos hace tan dependientes, en el mejor y en el peor de los sentidos, como el cariño. El corazón es un arma de doble filo. Su cara amable está en la perspicacia y la capacidad de sacrificio; su lado amargo, en la sinrazón y el afán posesivo. En el mejor caso, el afecto agudiza el ingenio36 y pone alas a la voluntad. En el peor, dificulta la sensatez y el desprendimiento. La madurez emocional es una tarea vital que requiere continuos ajustes y equilibrios. En el plano de la inteligencia, la pasión afectiva facilita la empatía, pero también puede cegar la razón. La afectividad favorece la sintonía entre dos corazones, pero el apasionamiento impide ese «natural recato que es siempre 35
  • 36. atractivo, porque se nota en la conducta el señorío de la inteligencia»37. Gracias al cariño, una madre capta de inmediato lo que le ocurre a su hijo, por ejemplo, pero la pasión afectiva puede nublarle el juicio y provocar todo tipo de comportamientos irracionales. La misma moneda con dos caras contrapuestas se repite en el plano de la voluntad. La afectividad facilita la generosidad, especialmente a la hora del sacrificio, pero potencia el afán posesivo. El corazón es a la vez fuerte y débil. Asegura la perseverancia ante la adversidad, pero aumenta la vulnerabilidad ante el desamor. La persona sensible, mientras no purifique su afectividad, muestra una excesiva necesidad de sentirse querida. Si no cuenta con otros recursos, se expone a hirientes decepciones y su fortaleza se fragmenta con facilidad. Cuanto más se resiente su autoestima y más aumenta su tristeza, mayor es su tendencia a reclamar aprecio y a alimentar fantasías. Su deseo ciego de ver confirmada su propia valía no ofrece alentadoras perspectivas de futuro. Parece abocada a un túnel sin salida entre las expectativas afectivas que ha alimentado con su imaginación y la imposibilidad real de colmar una excesiva sed de atenciones. Pero dejemos para el siguiente apartado los aspectos negativos de la afectividad y centrémonos antes en las grandes ventajas que ofrece. El corazón es un motor que empuja a amar, a darse. «Poned atención —observa Antonio Machado—: un corazón solitario no es un corazón»38. Si el corazón rebosa afecto, toda su fuerza se vuelca en el deseo de procurar felicidad a la persona amada, sin tener en cuenta el sacrificio que implique. Y si se consigue, esa felicidad compensará con creces cualquier sufrimiento o esfuerzo. La felicidad de hacer feliz es proporcional al cariño. En una persona madura, corazón y voluntad se apoyan mutuamente. Ante todo, «amar es querer el bien para alguien»39. El amor reside en la voluntad, pero cuando el corazón ayuda, la entrega va sobre ruedas. En el caso contrario, cuando el afecto es reticente y la donación se hace ardua, el motor de la voluntad pone lo que falta para lograr un sacrificio gustoso, aunque sea sin ganas. Aunque el corazón esté fisiológicamente frío, la voluntad inflama el corazón. «La perfección moral consiste en que el hombre no sea movido al bien sólo por su voluntad, sino también por su “corazón”»40. La bondad debe ir impregnando la inteligencia, la voluntad y el corazón. «Una buena formación del carácter —afirma Alejandro Llano— es aquélla que consiste en que llegue a gustarme lo bueno y a desagradarme lo malo. Porque entonces será señal de que mi libertad está dejando poso en mi propio cuerpo, de que la sensibilidad recta se me está entrañando en la masa de mi sangre. Consigo así superar la esquizofrenia, tan típica de hoy en día, entre el frío racionalismo que domina de lunes a viernes, y la fiebre de la dispersión que campea el fin de semana. Voy logrando una vida unitaria, aunque no unívoca ni monocorde. Integro progresivamente en mi vida aquellos bienes que se encuentran en la base de mi propia personalidad. La poesía del corazón va penetrando en la prosa de la inteligencia»41. Se trata de aunar nuestros recursos —inteligencia, voluntad y afectividad 36
  • 37. — al servicio del amor. El intelecto inspira buenas intenciones y la voluntad, sostenida por el corazón, las pone en práctica. Es asombrosa la bondad que puede irradiar el corazón. «Yo todo lo que he hecho en mi vida, en todos los terrenos, lo he hecho a base de cariño», decía Eduardo Ortiz de Landázuri42. Algo parecido podrían decir tantos padres, y especialmente tantas madres. «¡Admirable energía la del amor maternal, santo destello del amor divino que para todo encuentra fuerzas y jamás se cansa de los sacrificios y fatigas más insoportables!»43. A primera vista, la persona insensible parece más fuerte, pero, a la larga, es menos perseverante en la adversidad. Es llamativa, en cambio, la capacidad de abnegación de quienes tienen un gran corazón. Sucumben quizá superficialmente ante las pequeñas contradicciones, pero ante el gran dolor muestran la mayor entereza. Lo vemos más en las mujeres. Son capaces, mientras se sienten queridas, de los mayores sacrificios. «Dadle amor a una mujer y no habrá nada que ella no haga, sufra o arriesgue», sentencia Wilkie Collins44. El corazón contribuye también a humanizar todo cuanto nos rodea. Lo notamos cuando falta, por ejemplo, en el escenario económico-laboral, en el que muchas veces pueden más las cifras y los cálculos que el respeto a la dignidad. La ausencia del factor humano lleva a dar más relieve a las cosas que a las personas o a sacrificar lo importante en aras de lo urgente. Ayuda a entender todo este entramado la célebre distinción de Gabriel Marcel entre el ser y el tener45. El mundo del tener responde a realidades objetivas como la de la técnica, donde no hay comunicación posible, sino soledad y vacío porque el hombre queda reducido a una mera función. Por el contrario, el mundo del ser es el mundo de la disponibilidad, de la comunicación auténtica, de lo trascendente. Aparte del ámbito laboral, también las relaciones familiares y sociales quedan muchas veces contaminadas por la falta de esa humanidad que brota del afecto. Se ve, por ejemplo, en familias distinguidas en las que la urbanidad, por falta de cariño, degenera en formalismo. «En ambientes especialmente refinados se respira con frecuencia una frialdad que hiela el alma convirtiendo la misma convivencia en artificial»46. Incluso una concepción errónea del cristianismo podría dar lugar a «una caridad oficial, seca y sin alma»47. En cualquier caso, como dice Marcel, el mundo en el que han desaparecido las relaciones interpersonales da lugar a una «asfixiante tristeza»48. AFECTO DESPRENDIDO COMO ENTRE AMIGOS El afecto ideal es desprendido. Lleva a ser consciente de que amar no obliga a ser amado y que, por tanto, carece de sentido cualquier tipo de coacción en busca de una correspondencia obligada. Por eso es sutil en las sugerencias y amable en las indicaciones. Un sucedido puede ilustrar este “arte de no imponerse”. Había un chico profundamente enamorado de una chica que, debido a su inseguridad, a pesar de llevar mucho tiempo saliendo juntos, no acababa de decidirse a comprometerse con él. En estas 37
  • 38. circunstancias, el chico pidió a un amigo común el siguiente favor: «Si por casualidad ella te comentase que piensa dejarme, te ruego que me lo digas; así podré evitarle ese mal trago: le enviaré una carta dándole las gracias por todo y me despediré de ella para siempre... Es que mi objetivo principal consiste en hacerla feliz, pero si ella no me quiere, nunca lo podré lograr... ». Era todo un ejemplo de respeto y de rectitud de intención. En el lado contrario al desprendimiento está el afán posesivo, que encubre mil formas de egoísmo. En este amor imperfecto, hay «una especie de autoconfirmación egocéntrica»49. Tiene su explicación, aunque no está justificado. Lewis lo pone en relación con «la necesidad que siente el afecto de ser necesario»50. En los rincones del afán posesivo se esconden muchas veces un clamor por sentirse útil, un deseo ciego de confirmar la propia valía, que uno pone enfermizamente en duda, o mil manifestaciones del miedo al rechazo. Es un puzzle en el que se entremezclan las razonables heridas del corazón y las secuelas del orgullo. «Cuánto podemos hacer sufrir a quienes nos aman y qué horrendo poder para herir tenemos sobre ellos», constata Albert Cohen recordando a su madre, ya fallecida51. A la hora de examinar nuestras tristezas, para distinguir entre lo bueno y lo malo del corazón, nos conviene distinguir entre corazón herido y orgullo herido. Si una persona querida nos desprecia, quizá no nos duela sólo el corazón, sino también el orgullo. Si sólo nos hiriese el corazón, la pena sería legítima; no nos enfadaríamos, a lo sumo lloraríamos en silencio. El amor propio, en cambio, engendra susceptibilidad. En todo caso, en el plano más noble, el amor siempre está salpicado de incertidumbre y de apuestas arriesgadas, pero vale la pena asumirlas. «Amar —afirma Lewis—, de cualquier manera es ser vulnerable. Basta que amemos algo para que nuestro corazón, con seguridad, se retuerza y, posiblemente, se rompa. Si uno quiere estar seguro de mantenerlo intacto, no debe dar su corazón a nadie, ni siquiera a un animal. Hay que rodearlo cuidadosamente de caprichos y de pequeños lujos; evitar todo compromiso; guardarlo a buen recaudo bajo llave en el cofre o en el ataúd de nuestro egoísmo. Pero en ese cofre —seguro, oscuro, inmóvil, sin aire— cambiará, no se romperá, se volverá irrompible, impenetrable, irredimible»52. El riesgo de afán posesivo está presente en todas las formas de amor —entre amigos, entre amantes y entre padres e hijos— pero aumenta con la intensidad del afecto. Por esa razón, el desprendimiento es más frecuente entre amigos que entre amantes, aunque tiene más mérito si se da entre personas unidas por fuertes lazos afectivos. Nos detenemos en el amor de amistad, ya que su calidad sirve de modelo para los demás tipos de amor humano. Lo ideal sería que quienes se quieren con locura evitaran el afán posesivo inspirándose en el comportamiento de los buenos amigos. «Los enamorados —observa Lewis— están siempre hablándose de su amor; los amigos, casi nunca de su amistad. Normalmente los enamorados están frente a frente, absortos el uno en el otro; los amigos van el uno al lado del otro, absortos en algún interés común»53. 38