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«En virtud de la primacía absoluta reservada a Cristo, los monasterios están
llamados a ser lugares en los que se realice la celebración de la gloria de Dios,
se adore y se cante la presencia divina en el mundo, misteriosa pero real; se trata
de vivir el mandamiento nuevo del amor y del servicio recíproco, preparando
así la “revelación final de los hijos de Dios” (cf. Rm 8, 19).
    Cuando los monjes viven el Evangelio de forma radical, cuando los que
se dedican a la vida totalmente contemplativa cultivan en profundidad la
unión esponsal con Cristo, de la que habla ampliamente la instrucción de esta
Congregación «Verbi Sponsa» (13 de mayo de 1999), el monaquismo puede
constituir para todas las formas de vida religiosa y de consagración una memoria
de lo que es esencial y tiene la primacía en toda vida bautismal: buscar a Cristo
y no anteponer nada a su amor.
    El camino indicado por Dios para esta búsqueda y para este amor es su
Palabra misma, que en los libros de la Sagrada Escritura se ofrece en abundancia
a la reflexión de los hombres. Por tanto, el deseo de Dios y el amor a su Palabra
se alimentan recíprocamente y suscitan en la vida monástica la exigencia
insuprimible del opus Dei, del studium orationis y de la lectio divina, que es
escucha de la Palabra de Dios, acompañada por las grandes voces de la tradición
de los Padres y de los santos; y es también oración orientada y sostenida por esta
Palabra.
    La reciente Asamblea general del Sínodo de los Obispos, que se celebró en
Roma el pasado mes de octubre sobre el tema: “La Palabra de Dios en la vida
y en la misión de la Iglesia”, al renovar el llamamiento a todos los cristianos a
arraigar su existencia en la escucha de la Palabra de Dios contenida en la Sagrada
Escritura, invitó en especial a las comunidades religiosas y a cada hombre y
mujer consagrados a hacer de la Palabra de Dios su alimento diario, en particular
por medio de la práctica de la lectio divina (cf. Elenchus praepositionum, n. 4).
    Queridos hermanos y hermanas, quienes entran en un monasterio buscan
en él un oasis espiritual donde aprender a vivir como verdaderos discípulos
de Cristo, en serena y perseverante comunión fraterna, acogiendo también
a posibles huéspedes como a Cristo mismo (cf. Regla de san Benito, 53, 1).
Este es el testimonio que la Iglesia pide al monaquismo también en nuestro
tiempo. Invoquemos a María, Madre del Señor, la “mujer de la escucha”, que
no antepuso nada al amor del Hijo de Dios nacido de ella, para que ayude a las
comunidades de vida consagrada y especialmente a las monásticas a ser fieles
a su vocación y misión».
    Los monasterios han de ser cada vez más oasis de vida ascética, donde
se perciba la fascinación de la unión esponsal con Cristo y donde la opción
por lo Absoluto de Dios esté envuelta en un clima constante de silencio y de
contemplación.

   Benedicto XVI, A la Asamblea de la Congregación para los Institutos de Vida
  Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, 20 de noviembre de 2008).
JORNADA PRO ORANTIBUS
                 Vida Consagrada Contemplativa
                       7 de junio de 2009




Objetivos del Día Pro Orantibus

  1. Oración a favor de los religiosos y religiosas de vida contemplativa,
     como expresión de reconocimiento, estima y gratitud por lo que repre-
     sentan ellos y ellas, y el rico patrimonio espiritual de sus institutos en la
     Iglesia.

  2. Catequesis para dar a conocer la vocación específicamente contempla-
     tiva, tan actual y tan necearia en la Iglesia.

  3. Iniciativas pastorales dirigidas a promover la vida de oración y la di-
     mensión contemplativa en las iglesias particulares; dando ocasión a los
     fieles, donde sea posible, para que participen en las celebraciones litúr-
     gicas de algún monasterio, salvaguardando, en todo caso, las debidas
     exigencias y las leyes de la clausura.
Los gemidos del Espíritu y otros más

          El domingo de la Santísima Trinidad celebramos en España la Jornada
    Pro Orantibus, una jornada en la que orar por aquellos que a diario oran por
    nosotros en sus monasterios y eremitorios.
            En una de las expresiones más audaces y bellas de san Pablo, leemos
    en la importante carta a los Romanos lo que algunos biblistas han llamado la
    «teología de los tres gemidos». Siempre que he meditado sobre esta epístola
    fundamental del apóstol Pablo, al llegar al capítulo 8 donde se explican los
    mencionados tres gemidos, he pensado que estamos todas las vocaciones
    cristianas ahí incluidas, pero si cabe hablar así, más todavía las almas que han
    sido llamadas por el Señor a una vocación contemplativa en los diferentes
    monasterios claustrales y eremitorios.
            Porque es esta una pedagogía que nos enseña al resto del Pueblo de
    Dios: aprender a orar desde la escucha de los gemidos. En primer lugar, el ge-
    mido de la creación: toda la tierra gime como con dolores de parto, dice san
    Pablo. En realidad, la historia de la humanidad es una crónica de este gemido
    materno, el propio del trance de un nacimiento de algo que no termina de
    ver la luz. ¡Cuántos intentos a través de los siglos para hacer un mundo en el
    que se respire la paz, Dios no sea un extraño y el prójimo sea un verdadero
    hermano! El gemido de la creación tiene que ver con ese mundo inacabado,
    como si de una sinfonía incompleta se tratase. Y por este motivo gime la tie-
    rra, gime la historia, gime la humanidad en cada una de sus generaciones:
    viejos y nuevos pecados, antiguos y modernos desastres, siembran de errores
    y horrores el paso de los hombres hasta el punto de gemir como se gime en un
    parto en el que no se consigue que nazca la nueva creación deseada.
           Hay un segundo gemido al que se refiere Pablo: el gemido de aquellos
    que hemos recibido las primicias de la fe. Es decir, también nosotros gemimos
    en nuestro interior, porque también nosotros, los creyentes, tenemos dificul-
    tades, lagunas, inmadureces, lentitudes, también nosotros tenemos pecados.
    Estamos hechos de la misma pasta, y nuestra libertad se juega a diario en el
    noble intento de responder a la gracia que nos llama y nos acompaña. Nues-
    tro gemido es una pregunta a flor de piel, esas preguntas de las que el poeta
    Rainer María Rilke hablaba para indicar las cosas no resueltas en el corazón.
    El gemido de nuestra vida nos hace mendigos junto a una creación mendiga
    también, con la que solidariamente reconocemos que algo nos está faltando
    porque no terminamos de descubrirlo o porque lo hemos descuidado.
           Si todo quedase aquí, estaríamos ante el triste relato de una impoten-
    cia, de un fracaso, que termina en incapacidad y que acaba en llanto. Pero
este doble gemido nos pone en una actitud de espera, que coincide con lo
que el mismo Dios ha querido también asumir: gemir con nosotros. Efectiva-
mente, el tercer gemido es para san Pablo el gemido del Espíritu que clama
en nosotros: «Abba, Padre». Toda la realidad inacabada de la historia de la
humanidad y de la historia personal de cada hombre no concluye fatalmente
en la llantina desesperada y estéril de nuestra orfandad, sino en ese grito de
Dios con el que su Espíritu nos vuelve a hacer hijos. «Abba, Padre», pone
en nuestra condición huérfana la alegría de la filiación divina como última e
inmerecida palabra.
        Los contemplativos son los custodios de estos tres gemidos, haciendo
suyo el de la historia, el de cada corazón, en una incesante plegaria, y ha-
ciendo especialmente suyo el gemido de Dios con el que dar a la Iglesia y a la
entera humanidad la filiación y su cobijo. De este modo interceden ellos, los
contemplativos, por todos los demás hermanos en la Iglesia. Para esto guardan
el silencio y cuidan la soledad, para poder escuchar los tres gemidos junto a
la Palabra de Dios y para poderlos testimoniar en la Presencia del Señor.



   + Jesús Sanz Montes, OFM
   Obispo de Huesca y de Jaca
   Presidente de la C.E. para la Vida Consagrada
Subsidio litúrgico
    ÷ Monición de entrada

        En este domingo, Dies Domini, la Iglesia celebra a la Santísima Trinidad,
    misterio fontal de nuestra fe cristiana. El Santo Dios, Santo Fuerte y Santo
    Inmortal se nos ha revelado como Padre, Hijo y Espíritu, Misterio de Amor y
    de Luz por el cual vivimos, nos movemos y existimos.

        Nuestra vida ajetreada y entregada a la misión apostólica que la Iglesia
    nos ha confiado puede deslizarse, en ocasiones, por la pendiente del activis-
    mo. Necesita, pues, espacios de calma y silencio, tiempos de oración y de
    paz. Un silencio y una oración donde acontezca con más claridad la Palabra
    del Señor, a quien se lo hemos entregado todo. Los monasterios y la misma
    vida monástica y eremítica son estos desiertos santos convertidos en vergel,
    donde la liturgia, el trabajo y la contemplación conducen al consagrado en
    comunidad a ser testigo del Dios Vivo y Verdadero.

        La presencia de Cristo Jesús, y el protagonismo de su Espíritu, producen
    radicalmente la alabanza y la comunión en el silencio de adoración.

         Hoy bendecimos al Dios Trinidad por la vida contemplativa; en ella y por
    ella la Iglesia, Casa de Salvación, monta la guardia incesante del amor que
    espera al Amor que viene, que vino y que vendrá.




    ÷ Preces

    [A las preces completas de la Solemnidad se propone añadir estas tres espe-
    cíficas.]

       • Por todos los consagrados a la contemplación del amor divino, para
    que, acogiendo el gemido del Espíritu que clama ¡Abba!, hagan de sus vidas
    un canto de acción de gracias a nuestro Padre Celestial. Oremos.

       • Por cada familia cristiana, Iglesia doméstica y tierra de la primera siem-
    bra vocacional, para que, abiertas a la vida y al amor, a imitación de la Sagra-
    da Familia de Nazaret, sean lugares donde se escucha con nitidez la llamada
    de Dios a la santidad bautismal en la consagración religiosa. Oremos.
• Por todos cuantos participamos en la belleza, verdad y bondad de esta
Solemnidad dedicada a la Santísima Trinidad, para que demos fiel testimonio
ante el mundo de la alegría de nuestra filiación divina. Oremos.



÷ Monición de envío

    En la comunión de la Iglesia hemos celebrado el Misterio de nuestra fe.
Somos el Pueblo adquirido por Dios, llamados a salir de la tiniebla para en-
trar en su luz maravillosa. ¡CRISTO, es nuestra Luz y nuestra Salvación! Uni-
dos a todos los redimidos por su sangre y en la comunión de tantos hermanos
y hermanas que viven el silencio contemplativo y la soledad sonora en sus
conventos, monasterios y eremitorios, exultamos y bendecimos a la Santa Tri-
nidad por el precioso don de sus vocaciones, y manifestamos nuestro deseo
de vivir para gloria de Dios y bien de todos los hombres, nuestros hermanos.
A la Santísima Virgen María, le encomendamos el deseo de nuestro corazón:
¡Que el fuego del Amor divino arda en el mundo entero y todos conozcan su
Salvación!
Desde un Carmelo Descalzo

        Preguntar a una monja carmelita por qué lo es, qué la ha llevado al claus-
    tro, a la vida contemplativa, es algo que quizá puede hacer sonreír, pero tras
    la sonrisa de una descalza se esconde un secreto, el secreto de una historia
    de Amor. Una carmelita descalza es un alma enamorada. Un día el Hijo de
    María la enamoró, y ella se dejó prender en sus redes, y de la mano de su
    Madre, que le levantó el velo, pudo ver su Corazón blando, manso, humilde
    y paciente. Fue Él, el Hijo de Dios, el que la llamó y le abrió la Casa de su
    Madre, el jardín de santa María, ese huertecillo cerrado donde mora el Dios
    Vivo, percibido en ese viento suave y delicado de nuestro padre san Elías; esa
    Montaña Santa en donde se oyen resonar las frescas palabras de nuestra ma-
    dre santa Teresa: «el estilo que pretendemos llevar es no sólo de ser monjas,
    sino ermitañas, y así se desasen de todo lo criado».
        Sí, la carmelita es una ermitaña, una ermitaña de la Virgen María a quien
    está consagrada, a quien pertenece desde su entrada en su palomarcico. Des-
    de que aprende la monja a hacer su celdilla en el Pecho de esta Madre dulcí-
    sima, empieza a serlo de veras; su santo escapulario son los brazos purísimos
    que la asen a su regazo, y le hacen sentir que el yugo de Cristo es suave y su
    carga ligera; así se pierde en María para encontrarse en Jesús, ese Jesús cuyo
    Espíritu clama en ella «Abba, Padre».
        La carmelita es feliz en su Carmelo, inmensamente feliz. Con frecuencia
    se siente indigna, muy indigna de estar en este lugar sagrado, por eso se des-
    calza, porque la tierra que pisa es santa, porque sabe que está ante la zarza
    ardiente, que Dios la llama a hablar con Él cara a cara, y necesita dejarlo todo
    y dejarse a sí misma para volar libre y ligera hasta el Corazón de su Señor. Por
    eso permanece siempre en «su sitio», su nido, su amada celda. Desde su cel-
    da contempla el pedacito de cielo que se ve desde el Carmelo, y piensa cuán
    atinada estuvo su santa Madre al decir: «Esta Casa es un Cielo, si lo puede
    haber en la tierra, para quien se contenta sólo de contentar a Dios y no hace
    caso de contento suyo.»
        En su celda no hay nada, es pobre, muy pobre, por eso sospecha que le
    gusta tanto a Dios. Y sueña la carmelita con Cristo pobre, y el corazón se le
    ensancha y lo vierte en su Esposo, y con Él trata de amores y le canta y le lla-
    ma: ¡Ven, Señor Jesús! Ama a su Dios sobre todas las cosas y ama por todos y
    cada uno de sus hermanos los hombres. Ora intensamente por los que hablan
    a los hombres de Dios, mientras ella habla a Dios de los hombres.
        Sabe que es como la raíz de un bello rosal, por eso desaparece. Su presencia
    es oculta y silenciosa, pero real; ella sabe que cuanto más profundice en el arte
divino de esconderse, que cuanto más hondo sea su sacrificio y su silencio, más
fecundo será su apostolado y más auténtica y genuina su vida carmelitana.
    Se siente dichosa de vivir en todo instante de una vida sólo para Dios. ¿No es
acaso Él digno de que haya almas que se le consagren así, para vivir dedicadas
sólo a su amor y su culto? Así se siente feliz al ser llamada a esta vida esponsal,
y este amor la impulsa a inmolarse sin descanso por la Iglesia y sus pastores, por
la extensión del Reino de Dios en el mundo. Y es que en el pecho de la descalza
bulle un corazón sacerdotal. Y acaricia el ideal de ser madre espiritual de todos
los sacerdotes del mundo, de los capitanes de este castillo. Y suplica a su Ma-
jestad le conceda dar su vida por ellos, para presentárselos a su Esposo como el
fruto fecundo de su Amor. «Por ellos me consagro yo...». Y aletea el espíritu de
su Madre Fundadora que pone a sus sacerdotes y Príncipes de la Iglesia como
el centro de una llamada y una misión: «Y cuando vuestras oraciones y deseos
y disciplinas y ayunos no se emplearen por esto que he dicho, pensad que no
hacéis ni cumplís el fin para que aquí os juntó el Señor». Para ello aspira a la
perfección de la caridad, guardando su corazón sólo para Cristo, con el fin de
poder llegar a transformarse por amor, en Él, para poder gozar de su Esposo
amado, que es el Tesoro escondido en el campo de su alma.
    Todo es pobre en los carmelos, todo en ellos recuerda al santo portalico de
Belén, y así la Santa Madre apremia amorosamente a vivir esta virtud evangé-
lica «en casa, en vestidos, en palabras y mucho más en el pensamiento». Su
pobre hábito de sayal, su capa blanca y sus pies descalzos le recuerdan que es
toda de Cristo al que ama, al que quiere imitar por el camino del Evangelio, es
un eco de la coplilla teresiana: «Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa,
Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene, nada le
falta; sólo Dios, basta.»
    Se puede ser feliz sin nada en absoluto, sólo con Él, que llena nuestras almas y
nuestros días de un amor incomparable y «compañero nuestro es en el Santísimo
Sacramento». Y quiere la carmelita imitarle, y seguir ese camino real de silencio,
ocultamiento e inmolación de nuestros sagrarios, y así se siente inmensamente
feliz de ser la lámpara viva que se gaste a sus pies. «Qué bien sé yo la fonte que
mana y corre, aunque es de noche...», y se pierde en el amor de Dios.
    La labor de manos sencilla –que no ocupe la mente–, la oración, la Eu-
caristía, la Liturgia de las Horas, el silencio y el recreo, nos recuerdan que
nuestra vida es un reflejo de Nazaret, y de la Virgen María que nos grita en
el hondón del alma que en esta casa lo primero es Dios, que Él es el cen-
tro, nuestro corazón y nuestra vida. «Puede representarse delante de Cristo
y acostumbrarse a enamorarse mucho de su sagrada Humanidad y traerle
consigo y hablar con Él... sin procurar oraciones compuestas, sino palabras
conforme a sus deseos y necesidad.»
Y así siente la monja descalza fluir de sus labios esta sencilla oración:
    Bendito Carmelo, donde reinan la Caridad y el Amor, ¿cómo te pagaré tantos
    beneficios?
        Decir Carmelo, es decir oración y también decir Caridad, la más pura ca-
    ridad evangélica. Los palomarcicos de la Virgen Nuestra Señora son casas lle-
    nas de equilibrio humano y sobrenatural. El perfume y el calor de Jesús invade
    el Carmelo y el distintivo de sus discípulos reina entre sus esposas. Este es el
    cimiento del «estilo de hermandad» legado en herencia por la Santa Madre.
    La carmelita percibe dulcemente la sorpresa de las almas que se acercan a sus
    rejas y sienten la alegría que brota de dentro. ¿Cómo no estar alegre, cómo no
    irradiar una gran alegría si Cristo las llena desde dentro?
       La soledad y el silencio no impiden la comunión fraterna, sino que la vi-
    gorizan y la hacen sólida y ardiente de caridad.
       En su vida comunitaria la carmelita es una «cristiana en acción», que pasa
    de puntillas por el convento, haciendo el bien y llevando prendido en el alma
    el Mandamiento Nuevo, siempre en aras de la santa obediencia, virtud muy
    querida para ella, pues le transmite, juntamente con la regla, constituciones y
    costumbres santas, lo más sagrado y lo más importante para ella: la Voluntad
    Divina, que es lo mismo que decir el mismo Dios. Así se sirve de los signos
    externos inspirados por el Espíritu Santo como medio y trampolín para saltar
    a su Dios, y vivir hacia dentro, hacia el interior del castillo donde ocurren las
    cosas de mucho secreto entre Dios y el alma.
       ¿Qué más puede decir una carmelita? Dar gracias y mil gracias por el don
    de la vida contemplativa, que le ha enseñado a amar como Cristo y que es
    realmente fuente y llama de amor viva, foco luminoso para que el mundo no
    pierda la capacidad de amar.
        Esta es la perla preciosa; este el tesoro escondido, la preciosa margarita
    que un día se nos dio en herencia y que no acaba aquí, sino que se prolonga-
    rá en un amor eterno. «¿Qué será cuando veamos a la Eterna Majestad?», si
    aquí de tanto quererle, ¡qué dulce se hace la vida!
        Si la intimidad divina es el carisma y el apostolado específico de la carme-
    lita descalza, ¡qué gozo saber que está llamada a saborear, ya desde ahora,
    la vida del Cielo!
       «¿Quién os trajo acá, doncella del valle de la tristura?: Dios y mi bue-
    na ventura». Dios, María, Cristo, ese Cristo cuyo Espíritu clama en nosotros:
    «Abba, ¡Padre!».

                                                          Una hija de santa Teresa
Reflexión
Corazón de hijos
    «Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis el corazón», dice el salmista (cf.
Sal 94). La voz de Dios es voz del Espíritu, afirma san José de Calasanz. La
voz de Dios nos habla del Hijo en el Jordán y en el Tabor, en el Bautismo y
en la Transfiguración. La voz del Padre y del Espíritu son el fuego de un Dios
que se nos revela en su ocultamiento (cf. Dt 4, 12) y pronuncia la Palabra en
la historia y en nuestros corazones. En el Antiguo Testamento muchos afirman
que no se puede ver a Dios sin morir... En cambio sí se le puede escuchar, sí
se puede oír su voz; y precisamente en ello nos va la vida (cf. Dt 5, 24. 6,4 /
Lc 10, 25-28). Escuchar a Dios vivifica al hombre y lo salva.

    En la Biblia toda escucha de la voz de Dios es una llamada a secundar en
la obediencia confiada aquello que Dios ha dicho. La voz se muestra como
símbolo de la voluntad y de la autoridad de Dios que habla. Pero ¿dónde se
escucha esta voz de Dios? La experiencia del profetismo en Israel es que Dios
habla, inicialmente, dentro, en la conciencia de cada uno, en el corazón
profundo de cada creyente. Y desde ahí, el hombre fiel, se constituye en vocero
de Dios, de manera que la Palabra que rebosa en su corazón la habla sin cesar
su boca y la pronuncian sus labios. Cuando llega la plenitud de los tiempos,
Dios, que antiguamente nos habló de diversos modos, se nos comunica ahora
por el Hijo (cf. Hb 1, 2), que es su Palabra hecha carne (cf. Jn 1). En el Nuevo
Testamento, el Padre nunca dice: «Escuchadme», sino siempre: «Escuchadlo»
(cf. Mc 9, 7), es decir: Escuchad a mi Hijo, porque el Padre está en Él (cf. Jn 14,
8-11). De manera que podemos afirmar que el Padre, tras habérnoslo hablado
todo en el Hijo, no tiene nada más que decirnos, se ha quedado mudo, afirma
san Juan de la Cruz (cf. Subida del Monte Carmelo II, 22, 4-5).

    Jesús nos ha dado su Palabra, que es la Palabra del Padre (cf. Jn 14, 24); y
se nos ha dado a sí mismo. Tras su Pascua nos envía el Paráclito, el Espíritu
Santo, que tiene como misión primordial recordarnos la Palabra del Señor y
llevarnos a la plenitud de la Verdad (cf. Jn 14, 26. 16, 13), y obrar en nosotros
la consagración a su Palabra Verdadera (cf. Jn 17,17).

   En el día en que celebramos a la Santa Trinidad y culminando ya el Año
Jubilar de san Pablo, nuestra meditación-reflexión para la Jornada Pro Orantibus
quiere centrarse en la experiencia de tantos hermanos y hermanas nuestras
entregados a la escucha incesante de la voz de Dios y a la meditación continua
de su Palabra revelada. Hermanos y hermanas en pura contemplación del
divino amor, ocultos en los cientos de monasterios y conventos que pueblan
nuestra Iglesia; hombres y mujeres llenos del Espíritu que, viviendo una vida
     transfigurada, sostienen al mundo con una oración sin tregua.

         En los corazones de todos los contemplativos arde un fuego de amor que
     nunca se apaga: el fuego de la filiación divina. «Cuando se cumplió el tiempo,
     envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a
     los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción.
     Y como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que
     clama: ¡Abba, Padre!» (Gál 4, 4-6).

         Es el Espíritu Santo quien hace a los hijos de Dios. Somos hijos por adopción.
     Sólo Cristo lo es por naturaleza. Hasta Pascua y Pentecostés los discípulos no
     habían recibido ese «Espíritu de hijos adoptivos» que les hace gritar «¡Abba,
     Padre!» Sólo con la Pascua y Pentecostés pasaron a ser en verdad miembros
     del Cuerpo de Cristo, y por lo tanto, hijos. San Pablo insiste: Los que se dejan
     llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Y vosotros habéis recibido,
     no un espíritu de esclavitud para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos
     adoptivos que nos hace gritar: “¡Abba, Padre!”. Ese Espíritu y nuestro espíritu
     dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios. (Rm 8, 14-16). No sólo
     «nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos en verdad» (1 Jn 3, 1). El Espíritu
     Santo infunde en nuestro corazón «el amor de Dios» (Rm 5, 5). Hace nacer en
     nosotros el sentimiento filial y la conciencia de la filiación.

         ¡Cómo resuena todo esto en el corazón de nuestros hermanos los
     contemplativos! Ellos –de un modo muy singular– han experimentado el proceso
     de conversión por el cual se nace a una nueva vida en Cristo, participando
     plenamente de la filiación divina. Jesús, con su muerte y resurrección, nos
     ofrece su Espíritu de Hijo, y el Padre lo envía a nuestros corazones uniéndonos
     de este modo definitivamente a su único Hijo Jesucristo, haciéndonos «un solo
     cuerpo» con Él. Nace así la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Cada contemplativo,
     unido a Cristo como miembro de su Cuerpo, se sabe hijo de Dios e hijo de la
     Iglesia. Cada contemplativo experimenta en su interior los gemidos inefables
     del Espíritu que pone en sus labios el grito más genuinamente filial: «¡Abbà,
     Padre!», pero también: «¡Immà, Madre!» ¡Hijos de Dios e hijos de la Virgen
     María en la Iglesia!

         El Espíritu de Cristo hace posible que los contemplativos puedan vivir, en
     las celdas de sus corazones, la vida misma de Dios y, precisamente por ello,
     la misma vida de María en la Iglesia. Los contemplativos no están apartados
     de la Iglesia, antes al contrario, están situados en su más profundo centro.
     Están ocultos, ciertamente, pero son con la Iglesia un solo corazón y una sola
     alma.
0
Los contemplativos son hijos de María, la primera consagrada de la historia
que adoró al Padre en espíritu y en verdad (cf. Jn 4, 23). Ella, el Arca de la
Nueva Alianza y la Zarza ardiente de Moisés que arde sin consumirse, nos
hace descubrir que no hay misión más alta encomendada al hombre que la
misma contemplación (cf. Lc 21, 36). Ella, la Hendidura de la Roca que Dios
cubre con su mano y la Nube del Desierto que conduce la marcha del nuevo
Israel, es la que mejor y más ha contemplado a Cristo, y en Él al Padre, por
el Espíritu.

   Los contemplativos escuchan la voz de Dios y guardan su Palabra. Hacen
de ella su meditación constante y aprenden a susurrar sin interrupción el
nombre de Jesús en una oración continua y en una intercesión permanente
por toda la humanidad. Los contemplativos montan guardia incesante a la
espera de la venida del Señor. En relación íntima con el Espíritu Santo reciben
secretos de amor para amar secretamente a todos los hombres en el corazón
del Padre.

    Toda contemplación es una escucha siempre nueva «de lo que el Espíritu
dice a la Iglesia» (Ap 2,17.11,17). El Espíritu es indisolublemente espíritu
cristológico y espíritu trinitario, y, por lo tanto, espíritu eclesiológico que
infunde su vida en los sacramentos, en la Escritura, en la liturgia, en la oración,
en la vida fraterna, en la caridad para con el prójimo, en la comunión de los
santos, en la consagración de una vida escondida con Cristo en Dios. Los
contemplativos son testigos privilegiados de todo esto; y porque testigos, son
maestros.

   El Espíritu de Cristo que clama en nuestro interior «¡Abbà, Padre! - ¡Immà,
Madre!», es el único artífice de la vida contemplativa. Y hoy, toda la Iglesia,
en la comunión del Espíritu, suplica al Señor por cuantos han sido llamados
a esta vocación tan excelsa como profunda, tan humilde como necesaria, tan
manifiesta como oculta.


Lourdes Grosso García, M. Id
Directora del Secretariado de la Comisión Episcopal
para la Vida Consagrada
«El Sínodo evidencia la importancia de la vida contemplativa y su
     valiosa aportación a la tradición de la Lectio Divina. Las comunidades
     monásticas son escuelas de espiritualidad y dan fuerza a la vida de las
     Iglesias particulares. “El monasterio, como oasis espiritual, señala al
     mundo de hoy lo que es más importante, en definitiva la única cosa
     decisiva: existe una razón última por la que vale la pena vivir, es decir,
     Dios y su Amor inescrutable” (Benedicto XVI, Ángelus, 18 de noviembre
     de 2007).
     En la vida contemplativa, la Palabra es acogida, orada y celebrada. Se
     debe vigilar, por tanto, para que estas comunidades reciban la formación
     bíblica y teológica adecuada a su vida y misión».


                                                        (De la Proposición 24.
                                             Sínodo sobre La Palabra de Dios
                                        en la vida y en la misión de la Iglesia)
Comisión Episcopal para la Vida Consagrada
C/ Añastro, 1 • 28033 Madrid • Telf.: 91 343 96 52
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Pro Orantibus 2009

  • 1.
  • 2. «En virtud de la primacía absoluta reservada a Cristo, los monasterios están llamados a ser lugares en los que se realice la celebración de la gloria de Dios, se adore y se cante la presencia divina en el mundo, misteriosa pero real; se trata de vivir el mandamiento nuevo del amor y del servicio recíproco, preparando así la “revelación final de los hijos de Dios” (cf. Rm 8, 19). Cuando los monjes viven el Evangelio de forma radical, cuando los que se dedican a la vida totalmente contemplativa cultivan en profundidad la unión esponsal con Cristo, de la que habla ampliamente la instrucción de esta Congregación «Verbi Sponsa» (13 de mayo de 1999), el monaquismo puede constituir para todas las formas de vida religiosa y de consagración una memoria de lo que es esencial y tiene la primacía en toda vida bautismal: buscar a Cristo y no anteponer nada a su amor. El camino indicado por Dios para esta búsqueda y para este amor es su Palabra misma, que en los libros de la Sagrada Escritura se ofrece en abundancia a la reflexión de los hombres. Por tanto, el deseo de Dios y el amor a su Palabra se alimentan recíprocamente y suscitan en la vida monástica la exigencia insuprimible del opus Dei, del studium orationis y de la lectio divina, que es escucha de la Palabra de Dios, acompañada por las grandes voces de la tradición de los Padres y de los santos; y es también oración orientada y sostenida por esta Palabra. La reciente Asamblea general del Sínodo de los Obispos, que se celebró en Roma el pasado mes de octubre sobre el tema: “La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia”, al renovar el llamamiento a todos los cristianos a arraigar su existencia en la escucha de la Palabra de Dios contenida en la Sagrada Escritura, invitó en especial a las comunidades religiosas y a cada hombre y mujer consagrados a hacer de la Palabra de Dios su alimento diario, en particular por medio de la práctica de la lectio divina (cf. Elenchus praepositionum, n. 4). Queridos hermanos y hermanas, quienes entran en un monasterio buscan en él un oasis espiritual donde aprender a vivir como verdaderos discípulos de Cristo, en serena y perseverante comunión fraterna, acogiendo también a posibles huéspedes como a Cristo mismo (cf. Regla de san Benito, 53, 1). Este es el testimonio que la Iglesia pide al monaquismo también en nuestro tiempo. Invoquemos a María, Madre del Señor, la “mujer de la escucha”, que no antepuso nada al amor del Hijo de Dios nacido de ella, para que ayude a las comunidades de vida consagrada y especialmente a las monásticas a ser fieles a su vocación y misión». Los monasterios han de ser cada vez más oasis de vida ascética, donde se perciba la fascinación de la unión esponsal con Cristo y donde la opción por lo Absoluto de Dios esté envuelta en un clima constante de silencio y de contemplación. Benedicto XVI, A la Asamblea de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, 20 de noviembre de 2008).
  • 3. JORNADA PRO ORANTIBUS Vida Consagrada Contemplativa 7 de junio de 2009 Objetivos del Día Pro Orantibus 1. Oración a favor de los religiosos y religiosas de vida contemplativa, como expresión de reconocimiento, estima y gratitud por lo que repre- sentan ellos y ellas, y el rico patrimonio espiritual de sus institutos en la Iglesia. 2. Catequesis para dar a conocer la vocación específicamente contempla- tiva, tan actual y tan necearia en la Iglesia. 3. Iniciativas pastorales dirigidas a promover la vida de oración y la di- mensión contemplativa en las iglesias particulares; dando ocasión a los fieles, donde sea posible, para que participen en las celebraciones litúr- gicas de algún monasterio, salvaguardando, en todo caso, las debidas exigencias y las leyes de la clausura.
  • 4. Los gemidos del Espíritu y otros más El domingo de la Santísima Trinidad celebramos en España la Jornada Pro Orantibus, una jornada en la que orar por aquellos que a diario oran por nosotros en sus monasterios y eremitorios. En una de las expresiones más audaces y bellas de san Pablo, leemos en la importante carta a los Romanos lo que algunos biblistas han llamado la «teología de los tres gemidos». Siempre que he meditado sobre esta epístola fundamental del apóstol Pablo, al llegar al capítulo 8 donde se explican los mencionados tres gemidos, he pensado que estamos todas las vocaciones cristianas ahí incluidas, pero si cabe hablar así, más todavía las almas que han sido llamadas por el Señor a una vocación contemplativa en los diferentes monasterios claustrales y eremitorios. Porque es esta una pedagogía que nos enseña al resto del Pueblo de Dios: aprender a orar desde la escucha de los gemidos. En primer lugar, el ge- mido de la creación: toda la tierra gime como con dolores de parto, dice san Pablo. En realidad, la historia de la humanidad es una crónica de este gemido materno, el propio del trance de un nacimiento de algo que no termina de ver la luz. ¡Cuántos intentos a través de los siglos para hacer un mundo en el que se respire la paz, Dios no sea un extraño y el prójimo sea un verdadero hermano! El gemido de la creación tiene que ver con ese mundo inacabado, como si de una sinfonía incompleta se tratase. Y por este motivo gime la tie- rra, gime la historia, gime la humanidad en cada una de sus generaciones: viejos y nuevos pecados, antiguos y modernos desastres, siembran de errores y horrores el paso de los hombres hasta el punto de gemir como se gime en un parto en el que no se consigue que nazca la nueva creación deseada. Hay un segundo gemido al que se refiere Pablo: el gemido de aquellos que hemos recibido las primicias de la fe. Es decir, también nosotros gemimos en nuestro interior, porque también nosotros, los creyentes, tenemos dificul- tades, lagunas, inmadureces, lentitudes, también nosotros tenemos pecados. Estamos hechos de la misma pasta, y nuestra libertad se juega a diario en el noble intento de responder a la gracia que nos llama y nos acompaña. Nues- tro gemido es una pregunta a flor de piel, esas preguntas de las que el poeta Rainer María Rilke hablaba para indicar las cosas no resueltas en el corazón. El gemido de nuestra vida nos hace mendigos junto a una creación mendiga también, con la que solidariamente reconocemos que algo nos está faltando porque no terminamos de descubrirlo o porque lo hemos descuidado. Si todo quedase aquí, estaríamos ante el triste relato de una impoten- cia, de un fracaso, que termina en incapacidad y que acaba en llanto. Pero
  • 5. este doble gemido nos pone en una actitud de espera, que coincide con lo que el mismo Dios ha querido también asumir: gemir con nosotros. Efectiva- mente, el tercer gemido es para san Pablo el gemido del Espíritu que clama en nosotros: «Abba, Padre». Toda la realidad inacabada de la historia de la humanidad y de la historia personal de cada hombre no concluye fatalmente en la llantina desesperada y estéril de nuestra orfandad, sino en ese grito de Dios con el que su Espíritu nos vuelve a hacer hijos. «Abba, Padre», pone en nuestra condición huérfana la alegría de la filiación divina como última e inmerecida palabra. Los contemplativos son los custodios de estos tres gemidos, haciendo suyo el de la historia, el de cada corazón, en una incesante plegaria, y ha- ciendo especialmente suyo el gemido de Dios con el que dar a la Iglesia y a la entera humanidad la filiación y su cobijo. De este modo interceden ellos, los contemplativos, por todos los demás hermanos en la Iglesia. Para esto guardan el silencio y cuidan la soledad, para poder escuchar los tres gemidos junto a la Palabra de Dios y para poderlos testimoniar en la Presencia del Señor. + Jesús Sanz Montes, OFM Obispo de Huesca y de Jaca Presidente de la C.E. para la Vida Consagrada
  • 6. Subsidio litúrgico ÷ Monición de entrada En este domingo, Dies Domini, la Iglesia celebra a la Santísima Trinidad, misterio fontal de nuestra fe cristiana. El Santo Dios, Santo Fuerte y Santo Inmortal se nos ha revelado como Padre, Hijo y Espíritu, Misterio de Amor y de Luz por el cual vivimos, nos movemos y existimos. Nuestra vida ajetreada y entregada a la misión apostólica que la Iglesia nos ha confiado puede deslizarse, en ocasiones, por la pendiente del activis- mo. Necesita, pues, espacios de calma y silencio, tiempos de oración y de paz. Un silencio y una oración donde acontezca con más claridad la Palabra del Señor, a quien se lo hemos entregado todo. Los monasterios y la misma vida monástica y eremítica son estos desiertos santos convertidos en vergel, donde la liturgia, el trabajo y la contemplación conducen al consagrado en comunidad a ser testigo del Dios Vivo y Verdadero. La presencia de Cristo Jesús, y el protagonismo de su Espíritu, producen radicalmente la alabanza y la comunión en el silencio de adoración. Hoy bendecimos al Dios Trinidad por la vida contemplativa; en ella y por ella la Iglesia, Casa de Salvación, monta la guardia incesante del amor que espera al Amor que viene, que vino y que vendrá. ÷ Preces [A las preces completas de la Solemnidad se propone añadir estas tres espe- cíficas.] • Por todos los consagrados a la contemplación del amor divino, para que, acogiendo el gemido del Espíritu que clama ¡Abba!, hagan de sus vidas un canto de acción de gracias a nuestro Padre Celestial. Oremos. • Por cada familia cristiana, Iglesia doméstica y tierra de la primera siem- bra vocacional, para que, abiertas a la vida y al amor, a imitación de la Sagra- da Familia de Nazaret, sean lugares donde se escucha con nitidez la llamada de Dios a la santidad bautismal en la consagración religiosa. Oremos.
  • 7. • Por todos cuantos participamos en la belleza, verdad y bondad de esta Solemnidad dedicada a la Santísima Trinidad, para que demos fiel testimonio ante el mundo de la alegría de nuestra filiación divina. Oremos. ÷ Monición de envío En la comunión de la Iglesia hemos celebrado el Misterio de nuestra fe. Somos el Pueblo adquirido por Dios, llamados a salir de la tiniebla para en- trar en su luz maravillosa. ¡CRISTO, es nuestra Luz y nuestra Salvación! Uni- dos a todos los redimidos por su sangre y en la comunión de tantos hermanos y hermanas que viven el silencio contemplativo y la soledad sonora en sus conventos, monasterios y eremitorios, exultamos y bendecimos a la Santa Tri- nidad por el precioso don de sus vocaciones, y manifestamos nuestro deseo de vivir para gloria de Dios y bien de todos los hombres, nuestros hermanos. A la Santísima Virgen María, le encomendamos el deseo de nuestro corazón: ¡Que el fuego del Amor divino arda en el mundo entero y todos conozcan su Salvación!
  • 8. Desde un Carmelo Descalzo Preguntar a una monja carmelita por qué lo es, qué la ha llevado al claus- tro, a la vida contemplativa, es algo que quizá puede hacer sonreír, pero tras la sonrisa de una descalza se esconde un secreto, el secreto de una historia de Amor. Una carmelita descalza es un alma enamorada. Un día el Hijo de María la enamoró, y ella se dejó prender en sus redes, y de la mano de su Madre, que le levantó el velo, pudo ver su Corazón blando, manso, humilde y paciente. Fue Él, el Hijo de Dios, el que la llamó y le abrió la Casa de su Madre, el jardín de santa María, ese huertecillo cerrado donde mora el Dios Vivo, percibido en ese viento suave y delicado de nuestro padre san Elías; esa Montaña Santa en donde se oyen resonar las frescas palabras de nuestra ma- dre santa Teresa: «el estilo que pretendemos llevar es no sólo de ser monjas, sino ermitañas, y así se desasen de todo lo criado». Sí, la carmelita es una ermitaña, una ermitaña de la Virgen María a quien está consagrada, a quien pertenece desde su entrada en su palomarcico. Des- de que aprende la monja a hacer su celdilla en el Pecho de esta Madre dulcí- sima, empieza a serlo de veras; su santo escapulario son los brazos purísimos que la asen a su regazo, y le hacen sentir que el yugo de Cristo es suave y su carga ligera; así se pierde en María para encontrarse en Jesús, ese Jesús cuyo Espíritu clama en ella «Abba, Padre». La carmelita es feliz en su Carmelo, inmensamente feliz. Con frecuencia se siente indigna, muy indigna de estar en este lugar sagrado, por eso se des- calza, porque la tierra que pisa es santa, porque sabe que está ante la zarza ardiente, que Dios la llama a hablar con Él cara a cara, y necesita dejarlo todo y dejarse a sí misma para volar libre y ligera hasta el Corazón de su Señor. Por eso permanece siempre en «su sitio», su nido, su amada celda. Desde su cel- da contempla el pedacito de cielo que se ve desde el Carmelo, y piensa cuán atinada estuvo su santa Madre al decir: «Esta Casa es un Cielo, si lo puede haber en la tierra, para quien se contenta sólo de contentar a Dios y no hace caso de contento suyo.» En su celda no hay nada, es pobre, muy pobre, por eso sospecha que le gusta tanto a Dios. Y sueña la carmelita con Cristo pobre, y el corazón se le ensancha y lo vierte en su Esposo, y con Él trata de amores y le canta y le lla- ma: ¡Ven, Señor Jesús! Ama a su Dios sobre todas las cosas y ama por todos y cada uno de sus hermanos los hombres. Ora intensamente por los que hablan a los hombres de Dios, mientras ella habla a Dios de los hombres. Sabe que es como la raíz de un bello rosal, por eso desaparece. Su presencia es oculta y silenciosa, pero real; ella sabe que cuanto más profundice en el arte
  • 9. divino de esconderse, que cuanto más hondo sea su sacrificio y su silencio, más fecundo será su apostolado y más auténtica y genuina su vida carmelitana. Se siente dichosa de vivir en todo instante de una vida sólo para Dios. ¿No es acaso Él digno de que haya almas que se le consagren así, para vivir dedicadas sólo a su amor y su culto? Así se siente feliz al ser llamada a esta vida esponsal, y este amor la impulsa a inmolarse sin descanso por la Iglesia y sus pastores, por la extensión del Reino de Dios en el mundo. Y es que en el pecho de la descalza bulle un corazón sacerdotal. Y acaricia el ideal de ser madre espiritual de todos los sacerdotes del mundo, de los capitanes de este castillo. Y suplica a su Ma- jestad le conceda dar su vida por ellos, para presentárselos a su Esposo como el fruto fecundo de su Amor. «Por ellos me consagro yo...». Y aletea el espíritu de su Madre Fundadora que pone a sus sacerdotes y Príncipes de la Iglesia como el centro de una llamada y una misión: «Y cuando vuestras oraciones y deseos y disciplinas y ayunos no se emplearen por esto que he dicho, pensad que no hacéis ni cumplís el fin para que aquí os juntó el Señor». Para ello aspira a la perfección de la caridad, guardando su corazón sólo para Cristo, con el fin de poder llegar a transformarse por amor, en Él, para poder gozar de su Esposo amado, que es el Tesoro escondido en el campo de su alma. Todo es pobre en los carmelos, todo en ellos recuerda al santo portalico de Belén, y así la Santa Madre apremia amorosamente a vivir esta virtud evangé- lica «en casa, en vestidos, en palabras y mucho más en el pensamiento». Su pobre hábito de sayal, su capa blanca y sus pies descalzos le recuerdan que es toda de Cristo al que ama, al que quiere imitar por el camino del Evangelio, es un eco de la coplilla teresiana: «Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene, nada le falta; sólo Dios, basta.» Se puede ser feliz sin nada en absoluto, sólo con Él, que llena nuestras almas y nuestros días de un amor incomparable y «compañero nuestro es en el Santísimo Sacramento». Y quiere la carmelita imitarle, y seguir ese camino real de silencio, ocultamiento e inmolación de nuestros sagrarios, y así se siente inmensamente feliz de ser la lámpara viva que se gaste a sus pies. «Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche...», y se pierde en el amor de Dios. La labor de manos sencilla –que no ocupe la mente–, la oración, la Eu- caristía, la Liturgia de las Horas, el silencio y el recreo, nos recuerdan que nuestra vida es un reflejo de Nazaret, y de la Virgen María que nos grita en el hondón del alma que en esta casa lo primero es Dios, que Él es el cen- tro, nuestro corazón y nuestra vida. «Puede representarse delante de Cristo y acostumbrarse a enamorarse mucho de su sagrada Humanidad y traerle consigo y hablar con Él... sin procurar oraciones compuestas, sino palabras conforme a sus deseos y necesidad.»
  • 10. Y así siente la monja descalza fluir de sus labios esta sencilla oración: Bendito Carmelo, donde reinan la Caridad y el Amor, ¿cómo te pagaré tantos beneficios? Decir Carmelo, es decir oración y también decir Caridad, la más pura ca- ridad evangélica. Los palomarcicos de la Virgen Nuestra Señora son casas lle- nas de equilibrio humano y sobrenatural. El perfume y el calor de Jesús invade el Carmelo y el distintivo de sus discípulos reina entre sus esposas. Este es el cimiento del «estilo de hermandad» legado en herencia por la Santa Madre. La carmelita percibe dulcemente la sorpresa de las almas que se acercan a sus rejas y sienten la alegría que brota de dentro. ¿Cómo no estar alegre, cómo no irradiar una gran alegría si Cristo las llena desde dentro? La soledad y el silencio no impiden la comunión fraterna, sino que la vi- gorizan y la hacen sólida y ardiente de caridad. En su vida comunitaria la carmelita es una «cristiana en acción», que pasa de puntillas por el convento, haciendo el bien y llevando prendido en el alma el Mandamiento Nuevo, siempre en aras de la santa obediencia, virtud muy querida para ella, pues le transmite, juntamente con la regla, constituciones y costumbres santas, lo más sagrado y lo más importante para ella: la Voluntad Divina, que es lo mismo que decir el mismo Dios. Así se sirve de los signos externos inspirados por el Espíritu Santo como medio y trampolín para saltar a su Dios, y vivir hacia dentro, hacia el interior del castillo donde ocurren las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma. ¿Qué más puede decir una carmelita? Dar gracias y mil gracias por el don de la vida contemplativa, que le ha enseñado a amar como Cristo y que es realmente fuente y llama de amor viva, foco luminoso para que el mundo no pierda la capacidad de amar. Esta es la perla preciosa; este el tesoro escondido, la preciosa margarita que un día se nos dio en herencia y que no acaba aquí, sino que se prolonga- rá en un amor eterno. «¿Qué será cuando veamos a la Eterna Majestad?», si aquí de tanto quererle, ¡qué dulce se hace la vida! Si la intimidad divina es el carisma y el apostolado específico de la carme- lita descalza, ¡qué gozo saber que está llamada a saborear, ya desde ahora, la vida del Cielo! «¿Quién os trajo acá, doncella del valle de la tristura?: Dios y mi bue- na ventura». Dios, María, Cristo, ese Cristo cuyo Espíritu clama en nosotros: «Abba, ¡Padre!». Una hija de santa Teresa
  • 11. Reflexión Corazón de hijos «Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis el corazón», dice el salmista (cf. Sal 94). La voz de Dios es voz del Espíritu, afirma san José de Calasanz. La voz de Dios nos habla del Hijo en el Jordán y en el Tabor, en el Bautismo y en la Transfiguración. La voz del Padre y del Espíritu son el fuego de un Dios que se nos revela en su ocultamiento (cf. Dt 4, 12) y pronuncia la Palabra en la historia y en nuestros corazones. En el Antiguo Testamento muchos afirman que no se puede ver a Dios sin morir... En cambio sí se le puede escuchar, sí se puede oír su voz; y precisamente en ello nos va la vida (cf. Dt 5, 24. 6,4 / Lc 10, 25-28). Escuchar a Dios vivifica al hombre y lo salva. En la Biblia toda escucha de la voz de Dios es una llamada a secundar en la obediencia confiada aquello que Dios ha dicho. La voz se muestra como símbolo de la voluntad y de la autoridad de Dios que habla. Pero ¿dónde se escucha esta voz de Dios? La experiencia del profetismo en Israel es que Dios habla, inicialmente, dentro, en la conciencia de cada uno, en el corazón profundo de cada creyente. Y desde ahí, el hombre fiel, se constituye en vocero de Dios, de manera que la Palabra que rebosa en su corazón la habla sin cesar su boca y la pronuncian sus labios. Cuando llega la plenitud de los tiempos, Dios, que antiguamente nos habló de diversos modos, se nos comunica ahora por el Hijo (cf. Hb 1, 2), que es su Palabra hecha carne (cf. Jn 1). En el Nuevo Testamento, el Padre nunca dice: «Escuchadme», sino siempre: «Escuchadlo» (cf. Mc 9, 7), es decir: Escuchad a mi Hijo, porque el Padre está en Él (cf. Jn 14, 8-11). De manera que podemos afirmar que el Padre, tras habérnoslo hablado todo en el Hijo, no tiene nada más que decirnos, se ha quedado mudo, afirma san Juan de la Cruz (cf. Subida del Monte Carmelo II, 22, 4-5). Jesús nos ha dado su Palabra, que es la Palabra del Padre (cf. Jn 14, 24); y se nos ha dado a sí mismo. Tras su Pascua nos envía el Paráclito, el Espíritu Santo, que tiene como misión primordial recordarnos la Palabra del Señor y llevarnos a la plenitud de la Verdad (cf. Jn 14, 26. 16, 13), y obrar en nosotros la consagración a su Palabra Verdadera (cf. Jn 17,17). En el día en que celebramos a la Santa Trinidad y culminando ya el Año Jubilar de san Pablo, nuestra meditación-reflexión para la Jornada Pro Orantibus quiere centrarse en la experiencia de tantos hermanos y hermanas nuestras entregados a la escucha incesante de la voz de Dios y a la meditación continua de su Palabra revelada. Hermanos y hermanas en pura contemplación del divino amor, ocultos en los cientos de monasterios y conventos que pueblan
  • 12. nuestra Iglesia; hombres y mujeres llenos del Espíritu que, viviendo una vida transfigurada, sostienen al mundo con una oración sin tregua. En los corazones de todos los contemplativos arde un fuego de amor que nunca se apaga: el fuego de la filiación divina. «Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción. Y como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba, Padre!» (Gál 4, 4-6). Es el Espíritu Santo quien hace a los hijos de Dios. Somos hijos por adopción. Sólo Cristo lo es por naturaleza. Hasta Pascua y Pentecostés los discípulos no habían recibido ese «Espíritu de hijos adoptivos» que les hace gritar «¡Abba, Padre!» Sólo con la Pascua y Pentecostés pasaron a ser en verdad miembros del Cuerpo de Cristo, y por lo tanto, hijos. San Pablo insiste: Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Y vosotros habéis recibido, no un espíritu de esclavitud para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos que nos hace gritar: “¡Abba, Padre!”. Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios. (Rm 8, 14-16). No sólo «nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos en verdad» (1 Jn 3, 1). El Espíritu Santo infunde en nuestro corazón «el amor de Dios» (Rm 5, 5). Hace nacer en nosotros el sentimiento filial y la conciencia de la filiación. ¡Cómo resuena todo esto en el corazón de nuestros hermanos los contemplativos! Ellos –de un modo muy singular– han experimentado el proceso de conversión por el cual se nace a una nueva vida en Cristo, participando plenamente de la filiación divina. Jesús, con su muerte y resurrección, nos ofrece su Espíritu de Hijo, y el Padre lo envía a nuestros corazones uniéndonos de este modo definitivamente a su único Hijo Jesucristo, haciéndonos «un solo cuerpo» con Él. Nace así la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Cada contemplativo, unido a Cristo como miembro de su Cuerpo, se sabe hijo de Dios e hijo de la Iglesia. Cada contemplativo experimenta en su interior los gemidos inefables del Espíritu que pone en sus labios el grito más genuinamente filial: «¡Abbà, Padre!», pero también: «¡Immà, Madre!» ¡Hijos de Dios e hijos de la Virgen María en la Iglesia! El Espíritu de Cristo hace posible que los contemplativos puedan vivir, en las celdas de sus corazones, la vida misma de Dios y, precisamente por ello, la misma vida de María en la Iglesia. Los contemplativos no están apartados de la Iglesia, antes al contrario, están situados en su más profundo centro. Están ocultos, ciertamente, pero son con la Iglesia un solo corazón y una sola alma. 0
  • 13. Los contemplativos son hijos de María, la primera consagrada de la historia que adoró al Padre en espíritu y en verdad (cf. Jn 4, 23). Ella, el Arca de la Nueva Alianza y la Zarza ardiente de Moisés que arde sin consumirse, nos hace descubrir que no hay misión más alta encomendada al hombre que la misma contemplación (cf. Lc 21, 36). Ella, la Hendidura de la Roca que Dios cubre con su mano y la Nube del Desierto que conduce la marcha del nuevo Israel, es la que mejor y más ha contemplado a Cristo, y en Él al Padre, por el Espíritu. Los contemplativos escuchan la voz de Dios y guardan su Palabra. Hacen de ella su meditación constante y aprenden a susurrar sin interrupción el nombre de Jesús en una oración continua y en una intercesión permanente por toda la humanidad. Los contemplativos montan guardia incesante a la espera de la venida del Señor. En relación íntima con el Espíritu Santo reciben secretos de amor para amar secretamente a todos los hombres en el corazón del Padre. Toda contemplación es una escucha siempre nueva «de lo que el Espíritu dice a la Iglesia» (Ap 2,17.11,17). El Espíritu es indisolublemente espíritu cristológico y espíritu trinitario, y, por lo tanto, espíritu eclesiológico que infunde su vida en los sacramentos, en la Escritura, en la liturgia, en la oración, en la vida fraterna, en la caridad para con el prójimo, en la comunión de los santos, en la consagración de una vida escondida con Cristo en Dios. Los contemplativos son testigos privilegiados de todo esto; y porque testigos, son maestros. El Espíritu de Cristo que clama en nuestro interior «¡Abbà, Padre! - ¡Immà, Madre!», es el único artífice de la vida contemplativa. Y hoy, toda la Iglesia, en la comunión del Espíritu, suplica al Señor por cuantos han sido llamados a esta vocación tan excelsa como profunda, tan humilde como necesaria, tan manifiesta como oculta. Lourdes Grosso García, M. Id Directora del Secretariado de la Comisión Episcopal para la Vida Consagrada
  • 14. «El Sínodo evidencia la importancia de la vida contemplativa y su valiosa aportación a la tradición de la Lectio Divina. Las comunidades monásticas son escuelas de espiritualidad y dan fuerza a la vida de las Iglesias particulares. “El monasterio, como oasis espiritual, señala al mundo de hoy lo que es más importante, en definitiva la única cosa decisiva: existe una razón última por la que vale la pena vivir, es decir, Dios y su Amor inescrutable” (Benedicto XVI, Ángelus, 18 de noviembre de 2007). En la vida contemplativa, la Palabra es acogida, orada y celebrada. Se debe vigilar, por tanto, para que estas comunidades reciban la formación bíblica y teológica adecuada a su vida y misión». (De la Proposición 24. Sínodo sobre La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia)
  • 15. Comisión Episcopal para la Vida Consagrada C/ Añastro, 1 • 28033 Madrid • Telf.: 91 343 96 52