Muestra de "Enigmas con jardín", libro editado por Impronta en septiembre de 2012.
Viajero estable y rutinario intrépido, lector de jardines y paseante de bibliotecas, García Martín hace realidad sus navegantes sueños infantiles para vivir en primera persona la jovial camaradería y las soledades marítimas. Siempre solo y siempre acompañado, de la mano de Borges o Pessoa, de Botas o Calvino, poco parece importarle estar en Venecia o en Aldeanueva, en Nueva York o en Avilés, en Ginebra o en Oviedo. Siempre dispuesto a celebrar el milagro de la vida, el viaje es su espacio natural, saboreando por igual la llegada y la partida. Cada segundo cuenta para este insaciable coleccionista de paradojas, ciudades, instantes, amaneceres, bibliotecas, viejos cafés, hoteles… Solo parece detenerse fugazmente el tiempo dentro de algún viejo caserón abandonado o en sus dilectos jardines, recurrente teatro de apariciones y encuentros, soñados o imposibles, con difuntos y fantasmas del pasado.
3. EL MAR, EL MAR
Antes de embarcar
S olo, en el muelle desierto, esta mañana de verano… Así co-
mienza la «Oda marítima», de Álvaro de Campos. No estoy
yo solo esta mañana de verano en la dársena de San Agustín,
entre las vías y las grúas, mientras espero para embarcar a bordo
del Creoula. Con igual impaciencia aguardan el momento de
iniciar su primera singladura los instruendos, los alumnos de la
Universidad Itinerante de la Mar.
El Creoula, un lugre de cuatro palos (me cuentan que es el
único de estas características que sigue todavía navegando por
el mundo), fue construido en 1937. Era un barco bacaladero
destinado a faenar en los mares de Terranova, en las heladas
aguas de Groenlandia. Ese mismo año llenó de emoción las
pantallas del mundo otro bacaladero, el We’re Here de Capitanes
intrépidos, quizá el más famoso que haya existido nunca. Tam-
bién aquel, como ahora este, fue un barco escuela, convirtió en
un hombre a un niño malcriado.
¿Qué pensarían los pescadores portugueses de entonces cuando
en un cine de Aveiro o de Lisboa vieron la película de Víctor
Fleming? ¿Se sentirían reflejados en el bondadoso Manuel, que
«hablaba lenta y gentilmente acerca de las chicas bonitas de Ma-
deira que lavan la ropa en los arroyos de la isla, a la luz de la
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4. luna, bajo los grandes árboles», y que componía melancólicas
canciones?
Las imágenes en blanco y negro de Capitanes intrépidos,
la airosa arboladura de las goletas de dos palos avanzando
raudas contra un cielo sombrío, vuelve a mi memoria ahora
que, en la dársena de San Agustín, al otro lado de la ría de
Avilés, contemplo la ciudad: el arbolado del parque, las torres
neogóticas de Sabugo, la casona de Larrañaga, las naves de
Balsera, el largo paseo desde el que nunca llega a divisarse
el mar, todos los años que «aquí gasté, perdí o destruí», para
decirlo con el verso de Cavafis... Hundido por la marea baja,
el Creoula aguarda.
con baroja
Me embarqué por primera vez en las novelas de Baroja. To-
davía resuenan en mi memoria aquellos pasajes líricos en que
gustaba de remansar su prosa nerviosamente eficaz. «La can-
ción de la libertad del mar», por ejemplo, de El laberinto de
las sirenas: «¡El mar! ¡El mar! Todos los caminos, todas las
rutas; las cuatro direcciones, como en el signo de Thor, y…
la libertad. Por la mañana, cuando el mar, aún bajo la estrella
matutina, se disuelve en la gasa de la bruma; al mediodía,
al verlo inundado de luz como metal fundido; al anochecer,
cuando el sol hunde sus llamas en las aguas y el cielo se lle-
na de dragones de fuego, y una estrella brilla dulcemente, al
aparecer las velas de los barcos, alas mágicas y alucinadas; al
oír de noche el diálogo de la ola y del viento; al respirar las
auras salinas, sentimos nuestra libertad y balbuceamos con
reconocimiento mirando la superficie de las olas turbulentas:
¡El mar! ¡El mar!»
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5. capitanes intrépidos
Suenan las sirenas, se escuchan las voces de mando, comienza el
ballet milenario de la tripulación, y el barco lenta, majestuosa-
mente se aleja del muelle. No soy yo quien va a bordo, sino el
niño que fui. Compré Capitanes intrépidos, la novela de Kipling,
en uno de aquellos tomitos de la Austral que fueron el maná de
mi adolescencia y comencé a leerla en esa playa desierta —hace
tiempo que en ella no se baña nadie— que ahora aparece a mi
derecha, San Balandrán. Cuando yo era niño, a pesar de la con-
taminación de ensidesa, todavía se llenaba de gente domingue-
ra, emigrantes llegados de los más diversos lugares. Recuerdo
bien su incómodo bullicio. A mí no me gustaba nadar ni jugar
al fútbol en la arena. Prefería mirar los barcos que pasaban hacia
un mar que no podía verse, y soñar con un libro en las manos.
Antes de pisar la cubierta del Creoula, ya subí a bordo de un
barco bacaladero, donde parecía que «había sitio para todo y
para cualquier cosa, salvo para una persona», según releo en la
novela de Kipling. «En proa se encontraba el cabrestante con
su palanca, y las cuerdas de cáñamo, obstáculos muy desagra-
dables para saltar sobre ellos. Cerca de la escotilla se encontra-
ban la chimenea de la estufa y los depósitos, donde se guar-
daban los hígados de bacalao. Más allá de estos, hacia popa,
estaba la escotilla principal, que ocupaba todo el espacio que
no era estrictamente necesario para las bombas y las mesas de
salar. Venían después los botes, el castillo y el botalón principal
de unos veinte metros de largo, con sus horquetas, que dividía
todo longitudinalmente, debajo del cual había que pasar, para
lo cual era necesario agacharse».
Cierro ahora también lo ojos y me imagino que el lugar
hacia el que vamos es «un triángulo de doscientas cincuenta
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6. millas de lado, un desierto de olas, embozado en un húmedo
manto de niebla, alborotado por las tempestades, acosado por
los hielos flotantes, surcado por las proas de los veloces navíos
de pasajeros, y adornado con las manchas blancas del velamen
de los barcos de pesca».
Pero no. Hace treinta y cinco años que el Creoula dejó las
peligrosas travesías en busca del bacalao. Otro, más grato, es
ahora su destino.
en mar abierto
Yo me he encaramado en la proa y veo, a un lado y otro, des-
filar las dos orillas de la ría: el muelle de San Juan, con sus
grandes navíos a la espera de la carga, los antiguos muelles de
ensidesa, las colinas verdes, las altas grúas, el faro señero sobre
un promontorio, como una estampa de Hopper. Toda la me-
lancolía de la infancia, y también todo su afán de aventuras,
vuelve a mí en estos lentos minutos en que nos arrastran fuera
del seguro refugio de la ría.
Por fin el barco entra en el mar abierto. Y a mi memoria
vuelven los versos de Álvaro de Campos: «¡Ah las líneas de
las costas distantes, achatadas por el horizonte! / ¡Ah los ca-
bos, las islas, las playas arenosas! / ¡Las soledades marítimas,
como ciertos momentos en el Pacífico / en que no sé por qué
sugestión aprendida en la escuela / se siente pesar sobre los
nervios el hecho de ser aquel el mayor de los océanos, / y el
mundo y el sabor de las cosas se tornan un desierto dentro
de nosotros! / ¡La extensión más humana, más salpicada, del
Atlántico! / ¡El Índico, el más misterioso de todos los océa-
nos! / ¡El Mediterráneo, dulce, sin misterio alguno, clásico
mar para romper / contra explanadas contempladas por es-
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7. tatuas desde jardines cercanos! / Todos los mares, todos los
estrechos, todas las bahías, todos los golfos, / y vosotras, oh
cosas navales, mis viejos juguetes soñados! / Quillas, másti-
les, velas, ruedas de timón, cordajes, / chimeneas de vapor,
hélices, gavias, gallardetes, / galdropes, escotillas, calderas,
colectores, válvulas…»
El Creoula se deja acariciar por las olas, surfea feliz como un
adolescente, el mar sonríe en torno nuestro, el cielo es de un
azul de otro mundo. ¿Adónde vamos?, me pregunta uno de los
invitados. No importa la meta, lo que cuenta es el camino. Íta-
ca no nos dará nada mejor que lo que nos regala el viaje a Ítaca.
¿Adónde vamos?, me vuelven a preguntar. Yo voy, como
siempre, de un lado a otro de mi biblioteca y ahora me deten-
go en un libro de Juan Ramón Jiménez, su Diario de un poeta
recién casado: «En ti estás todo, mar, y sin embargo / qué sin ti
estás, qué solo, / qué lejos siempre de ti mismo».
la pesca del bacalao
Qué lejos siempre de mí mismo. Pienso en otras posibles vidas.
En la del vigía que, de pie en la proa, como una estampa antigua,
de vez en cuando alza los prismáticos y contempla el horizonte; en
la del comandante, que todo lo controla con una sonrisa, siempre
cordial, pero que ahora se sienta apartado, mira dentro de sí y na-
die se atreve a acercarse a él, salvo su perra Giba; en la de cualquie-
ra de estos estudiantes de veinte años, españoles y portugueses,
dispuestos a vivir su primera aventura… Cuando yo tenía su edad,
pienso con melancolía, todavía este barco navegaba cada tempora-
da hacia los grandes bancos del Atlántico, con su aparejo de velas
de cuchillo y escandalosas, para recibir el viento de través, y allí
echaba al mar los doris, las barcas que con un hombre a bordo se
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8. alejaban a fuerza de remo para pescar con palangre, esto es, con la
línea o largo sedal punteado de anzuelos que se desenrollaba de un
cesto. Los bacalaos no solían hacerse de rogar y uno tras otro iban
cayendo sobre la barca. Pero no todas las jornadas eran felices. A
veces llegaba repentina la niebla, o se avecinaba tormenta, y enton-
ces en el lugre sonaba la llamada a sus cachorros dispersos. Había
quien no encontraba el camino de regreso.
Todo eran riesgos. Podían ser embestidos por un barco de
vapor, que seguiría su raudo rumbo sin siquiera percatarse de
lo que dejaba atrás. Por eso en los doris, como todavía veo en
los que siguen apilados sobre cubierta, había una bocina, que
sonaba lastimera entre la niebla.
Pero hacer picar el anzuelo del palangre era el menor de los
trabajos en la pesca del bacalao. Luego había que prepararlo. Un
pescador de un solo golpe de certero cuchillo abría el pescado
hasta el vientre; otro le retiraba el hígado y le cortaba la cabeza;
un tercero, lo aplanaba, dándole la forma que todavía conser-
vaba cuando llegaba a las tiendas de ultramarinos. Luego había
que lavarlo, escurrirlo, trasladarlo a un cajón de madera en la
bodega (lo hacía el ganchero por medio de una manga de lona
fijada a la escotilla). Y todavía quedaba el trabajo más duro: el
salado, del que dependía la calidad del producto final. La estiba
debía de hacerse con sumo cuidado, para que cupiera la mayor
cantidad posible. Si había suerte, al volver el barco se hundía
hasta la borda y tantas fatigas no habían sido en vano. Eran se-
senta los doris que el Creoula solía llevar a bordo, apilados sobre
el combés. Eran sesenta los pescadores que, como el Manuel de
Capitanes intrépidos, competían cada jornada por volver con el
mayor número posible de bacalaos a bordo. No se sabe de nin-
guno que volviera con un adolescente millonario y caprichoso,
como imaginó Kipling, sí de muchos que no volvieron.
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9. Como si quisiera facilitarme la evocación de los tiempos he-
roicos, el tiempo cambia de pronto. El lugre deja de deslizarse
feliz por las aguas tranquilas y comienza a zarandearse igual que
la goleta de la novela y la película. Las olas caen «las unas sobre
las otras con un ruido incesante como si se desgarrara algo». Y al
igual que Harvey Cheney, hijo único y mimado, empiezo yo a
comprender «la prisa del viento que se desliza por aquellos espa-
cios abiertos, reuniendo como un pastor el rebaño de nubes de
un azul purpúreo, la espléndida orgía de luces y sombras de la
aurora, la desaparición de la niebla matutina, el fulgor de la luna,
la lluvia que besaba aquella extensa superficie desierta, el frío que
se sentía al descender el sol, los millones de pliegues ondulantes
que revelaba la luz de la luna en la superficie de las aguas cuando
el botalón de bauprés estaba dirigido hacia las estrellas».
falsa alarma
El mar ya no nos sonríe, juega con nosotros, trata de meter-
nos miedo. Yo miro fascinado la danza de los mástiles. Trin-
quete, contratrinquete, mayor y mesana, con el pentagrama
de su cordaje, interpretan a Wagner en un oscuro escenario.
Lo vivido, en mi caso, no es más que una ilustración de lo
leído, y en este momento en que todo se zarandea, en que el
Cantábrico nos recuerda que no hay que tomarse con él dema-
siadas confianzas, que solo respeta a quien le respeta, me viene
a la memoria el momento en que la goleta We’re Here «se echó
por babor como si quisiera abrazar el azul del cielo, sobre el
cabrestante; el agua que hacía saltar el navío formó durante un
momento un arco iris. Entonces las garras de los botalones cla-
maron contra el palo mayor, crujieron las escotas y aullaron las
velas. Cuando el velero se metió en un abismo, tropezó como
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10. una mujer cuyos pies se enredan en su propio vestido. Salió
de allí con el foque húmedo, anhelando encontrar las grandes
luces gemelas de la isla de Thatcher».
Pero ya ha pasado lo que yo creí tormenta, y apenas si fue
marejadilla, vuelve la monotonía del viaje. Hemos izado una
única vela, la de mesana, para equilibrar el navío, y solo se
escucha el chapoteo del mar, el ronroneo del motor. Muchos
se han mareado, otros tratan de dormir, agotados los temas de
conversación. Solo llevamos navegando unas horas, pero aquí
el tiempo se mide de otra manera. Cualquiera de nosotros ju-
raría que han pasado días desde la fresca mañana de verano en
que, en la dársena de San Agustín, esperábamos impacientes el
momento de subir a bordo.
Yo me vuelvo a sentar solitario cerca de la proa. Dicen que
allí el riesgo de mareo es mayor, y por eso el pasaje busca aco-
modo en el combés. Ante mí, erguido, el vigía, dispuesto a dar
la alerta en cuanto se divise, a lo lejos, la ballena blanca. Pare-
cemos los únicos habitantes de este fantasmal navío.
sueño con ser otro
Tiene mucho de hipnótico el zumbido de las máquinas, el ca-
brilleo de las aguas, y a la memoria vienen los versos de Manuel
Machado: «para mi amarga vida fatigada, / el mar amado, el
mar apetecido, / el mar, el mar, y no pensar en nada».
¿Mi vida fatigada? Sí, porque también fatiga no vivir, salvo
en sueños y en tinta y en papel, no ser nadie para poder ser
cualquiera. En este viaje —«el viaje aquel de todos a la niebla»
de que nos habla Francisco Brines— sueño con ser otro, cual-
quier otro: el comandante, João Silva, que con un gesto dirige
toda esta sinfonía y a veces se queda pensativo, en otro mundo
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11. al que solo tiene acceso su perra Giba; uno de estos estudiantes
que ahora se embarca por primera vez y por primera vez va a
pasar noches y noches lejos de casa, bajo las estrellas, o uno de
aquellos pescadores de altura que en el Creoula de 1937 «tra-
bajaban como un caballo, comían como un cerdo y dormían
como un muerto». Y eran felices, o eso me imagino yo, mien-
tras se deslizan sigilosas las horas, y el mar, que primero sonreía
y luego nos mostró su ceño furibundo, parece ahora sestear
indiferente a todo y a todos, como antes de que hubiéramos
nacido, como cuando ni el recuerdo de nosotros quede.
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