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Hilario Barrero
Nueva York a diario
Impronta
Hilario Barrero
nueva york
a diario
(2010-2011)
Impronta
2010
11
enero
Viernes, 1.– A las doce en punto desde Prospect Park los fuegos arti-
ficiales se disparan entre la lluvia y la humedad con la misma rapidez
con que se desvanecen a través de la espesa oscuridad de la primera
noche del nuevo año. Aunque sé que es la vida quien me nubla el
brillo de la pólvora le echo la culpa a la lluvia de que el despliegue
luminoso y festivo aparezca opaco y gris.
Martes, 5.– A las siete y media de la mañana comienzan a apagarse las
farolas a medida que la luz sopla en ellas. Es uno de los días más fríos
del año. Las pocas personas que van hacia el metro, abrigadas como
si fueran momias, caminan muy deprisa, casi corren. Empiezan a
pasar algunos coches. El asfalto parece de estaño. Corren también un
hombre y su perro. Todos parecen llevar prisa. No es una prisa que
denote tardanza, no es una prisa para hacer ejercicio, no es una prisa
de urgencia hospitalaria. A todos les persigue alguien, les empuja
alguien. Es la prisa del viento helado que quema lo poco de rostro
que va al descubierto. Es la prisa del frío.
	 La publicación en La Nueva España de una reseña de jlgm sobre
Dirección Brooklyn ha desencadenado una abundancia de correo in-
esperado que se agradece. Todos coinciden en que el artículo les ha
abierto el apetito por leer el libro.
	
Miércoles, 6.– Cuando era niño, en la iglesia de los jesuitas había una
enorme imagen del Corazón de Jesús que sacaban en procesión el
último viernes de junio. A mí me parecía un gigante bondadoso en-
vuelto en una túnica de colores, una especie de cíclope de cuento
coronado con una diadema de rayos plateados, un Polifemo católico
que enseñaba su corazón sangrando fuera de la caja torácica. Bajo la
tutela y la vigilancia de mi padre, mis hermanos y yo hicimos varias
veces los Nueve Primeros Viernes de mes al Corazón de Jesús, que te
12
aseguraban ir derecho al cielo si los hacías sin interrupción. También
hicimos los Cinco Primeros Sábados a la Virgen que, en verdad, no
sé qué beneficio te traían. Eran tiempos difíciles. Había que estar en
ayunas desde las doce de la noche para recibir a la mañana siguiente el
Cuerpo de Jesús. Eran tiempos felices, a pesar de todo. Al volver a casa
comprábamos una rosca de cohombros que mojábamos en un espeso
chocolate que hacía mi madre. Después, cuando la vida fue pasando,
los cohombros se enfriaron, el chocolate se aguó y mi padre perdió la
fe en algún camino y ya no volvió a encontrarla. Dicen que cuando
los paramédicos lo sacaron del coche donde murió aplastado por un
camión, miraron en la cartera para obtener información y le encon-
traron un crucifijo que había llevado durante toda su vida. Al perder
la fe nosotros encontramos que ya no teníamos que levantarnos a las
cinco de la madrugada para ir al Rosario de la Aurora, ni visitar los
monumentos en la tarde de Jueves Santo, ni ir a misa de diez o de
doce los domingos, ni hacer ayuno por Cuaresma, ni confesión gene-
ral… Y nos perdimos todos un poco.
Yo conozco otro corazón de Jesús del que soy fiel devoto, cuyo lati-
do llevo oyendo muchos años y que conozco como si fuera mi propio
corazón. No iré al cielo después de mi muerte porque ya estoy en él.
A veces se equivoca y se desboca como un potro al que dejaran en
libertad. Hace días que se sale de cauce, escondiéndose como si jugara
al escondite del sobresalto, siendo un poco un Guadiana de sangre,
saltándose escalones y preocupándome. A las seis de la madrugada,
como si fuéramos a ir a algún Rosario de la Aurora de mi infancia, (en
este caso a un via crucis) estamos en pie para ir al cardiólogo. Hace
frío en el metro, un frío que se clava en mi costado. En la sala de espe-
ra hay un letrero que dice: «Staff is not allowed to eat or drink in pa-
tient areas». La recepcionista, sin embargo, abre un cartucho marrón
que hace un ruido rugoso como si carraspeara el papel y saca un trozo
de cruasán que se come un poco a hurtadillas. Se llevan al corazón
de Jesús y mientras lo veo perderse recuerdo que hoy es el día de los
Reyes Magos y que en España a estas primeras horas de la mañana de
aquí algunos juguetes, como tu corazón, habrán comenzado a fallar y
la ilusión de algún niño se habrá perdido para siempre.
244
septiembre
Jueves, 1.– Al final de su vida, y no tan al final, Jorge Guillen escribió
poemas que, a medida que el tiempo pasa, desdicen y desmerecen
su obra mayor. Poemas de ocasión, ripios, anécdotas, poemas geo-
gráficos, a Rosa María Lida o a Ana María Barrenechea… Hay uno
que titula «Pasaporte» en el que se pregunta «¿Por qué español?» y
responde «Lo quiso mi destino. / Años, años y años extranjero, / fui
lo que soy, no lo que me convino. / Hado con libertad: soy lo que
quiero». Aire suyo.
Viernes, 2.– De ser actor hubiera sido un Don Quijote perfecto: alto,
delgado, mirada pérdida, de la edad del Caballero de la Triste Figura,
dado a la lectura y soltero. Hasta hace poco llevaba melena, barba
y modales de hippie, vivía en un mundo pasado. Un día se cortó la
melena, se afeitó la barba, pero siguió con la mentalidad de hippie:
pantalón vaquero, camisa, zapatos todo terreno. Somos vecinos desde
hace veinte años. Vivimos en el mismo rellano y cuando nos ve salir y
él está saliendo, se mete en la casa pretendiendo que se le ha olvidado
algo. De las pocas veces que hemos coincidido en el ascensor (tiene
una sorprendente gama de trucos para no encontrarse con nosotros),
la conversación ha sido como si fuéramos personajes de Esperando a
Godot: minimalista, existencial, al borde de la angustia vital.
Así hasta dentro de cinco meses, más o menos, que cambiaremos
el «cold» por el «hot». Es demócrata rabioso, no trabaja, o al me-
nos no sale a la «vida», se pasa todo el tiempo en el apartamento.
Un lugar que ningún vecino conoce. Es meticuloso, preciso, frío y
calculador y tiene una sonrisa de plástico con un toque de cristal.
Su mayor atractivo para mí, lo que me hace mirarle como un perso-
naje de novela o de cuento borgiano es su afición a The Wall Street
Journal, que recibe a primera hora de la mañana en la puerta de su
coto. A veces he visto como la abre, saca la mano, como si fuera a
robar, agarra la presa y la mete rápidamente, para que no se le escape.
Se pasa el día entero leyéndolo como si fueran cartas de amor, de
ese amor imposible que no ha tenido ni tendrá. Subraya en negro
245
los editoriales, en rojo la bolsa, en azul las noticias relacionadas con
bonos, intereses, compañías y bancos. Lo recorta como si fuera un
coleccionable de castillos, guerreros o catedrales. Se lo aprende de
memoria y por la noche, cuando no hay nadie, lo pone en el cesto de
papeles en el cuarto de la basura. Por las mañanas, cuando voy a tirar
yo la mía, miro el periódico iluminado, recortado y ahí está como un
esqueleto de papel, todavía respirando, dando las últimas bocanadas
de números, dividendos y porcentajes. Entre tanto el misterioso ve-
cino está detrás de la puerta esperando el golpe del nuevo periódico
para cazarlo, meterlo en la guarida y destriparlo lentamente como un
cirujano de la Bolsa.
Sábado, 3.– Antes había sido una farmacia y cuando la convirtieron
en café, los nuevos dueños dejaron las estanterías de color caoba,
conservaron los letreros, en letras negras, de cosméticos, perfumes
y pomadas, las vitrinas cerradas con cristales rayados y desvaídos, el
mostrador desvencijado y tambaleante y el local se convirtió en una
rebotica grande y familiar, con aire de farmacia y con olor a café y a
cloroformo. Se llamaba Ozzie’s y fue el primer café que tuvimos en
el barrio, antes de que Starbucks y otros parecidos aparecieran como
hongos. Por él pasaron José Luis García Martín, Martín López-Vega,
Andrés Neuman, Marta Reyero, Enrique Bueres y un largo etcétera
de amigos que, ante mi insistencia, venían desde Manhattan a cono-
cer Brooklyn. Ozzie’s me acogió en días de nieve y frío y en mañanas
luminosas de verano. Desde su ventana, que era como un cuadro
de Hopper, pasó el tiempo y escuché, arropado por un cálido olor
a café, lamentos, angustias, sentimientos de clientes solitarios que,
temprano en la mañana, se contaban sus penas unos a otros, mientras
fuera llovía. Vi pasar la luz, la gente y la vida y fui yo mismo pasando
y envejeciendo al mismo tiempo que el café, con olor a penicilina y
a cocina de mi madre, iba subiendo de precio y perdiendo clientela.
Alegra saber que el espíritu de este Ozzie’s sigue en otro Ozzie’s que
han abierto en la Quinta Avenida. Aunque se llama igual, no es el
mismo. Nosotros, los de entonces, que olíamos a vida olemos ahora a
ungüento medieval. Y pronto tendremos que cerrar.
246
Domingo, 4.– Como ya va siendo tradicional por estas fechas, Sergio
Suárez, amigo mío y sobre todo de Pepe, el amigo Muñoz, ha vuelto
a Nueva York. Sergio es muy meticuloso y exquisito y trae unas listas,
escritas a mano, con lugares que quiere visitar: librerías legendarias,
misteriosas o minoritarias, restaurantes con saber literario, edificios
cinematográficos, casas de escritores, libros extraños y secretos, casi
imposibles de localizar. Nos encontramos, como ya también parece
que es tradicional, en la librería Strand donde se pasa horas explo-
rando el laberinto. Él se va por su lado y José por el suyo. A veces
coincidimos y los veo encaramados en escaleras alcanzando un libro
que está casi cerca del techo o tirados repasando la estantería a ras del
suelo. Converso un rato con el diplomático x, que también ha veni-
do; hacía casi dos años que no nos veíamos y me habla de un proyecto
que me deja pensativo. Al final veo a Sergio tachando algo de la lista
y con una cara de gran satisfacción. Se acerca cargado con siete libros.
Terminada la visita a Strand nos acercamos a la librería Three lives
& Company que está en el Village, en la calle 10, en el número 154
del lado oeste. Sergio se compra un libro del poeta Jack Gilbert que
le recomiendo. Parece ser que es uno de los poetas favoritos de m.b.,
amigo nuestro. Aquí va un poema como regalo a Sergio y a m.b.
casado // Regresé del entierro y me arrastré / por el apartamento llo-
rando a mares, / en busca del cabello de mi mujer. / Durante dos meses
los hallé en el desagüe, / en la aspiradora, debajo del refrigerador, / y en
la ropa del armario. / Pero después que otras mujeres japonesas vinie-
ron, / no hubo manera de estar seguro de cuáles eran / los suyos, así que
paré. Un año después, / al trasplantar el avocado de Michiko, / encontré
una larga hebra de pelo negro enredada en la tierra.
married // I came back from the funeral and crawled / around the apartment, crying
hard, / searching for my wife’s hair. / For two months got them, from drain, / from va-
cuum. cleaner, under the refrigerator, / and off the clothes in the closet. / But after other
Japanese women came, / there was no way to he sure which were / hers, and I stopped. A
year later, / repotting Michiko’s avocado, I find / a long black hair tangled in the dirt.
Martes, 6.– Muere a los cuarenta y tres años el tenor Salvatore
Licitra, que fue considerado en algún momento como el sucesor de
247
Pavarotti. Éste, ya enfermo, suspendió una función de Tosca en la
que tenía que cantar el papel de Mario Cavaradossi y Licitra lo sus-
tituyó. Nosotros le vimos varias veces y no pensábamos que fuera
el sucesor de Pavarotti. Por otro lado la hija de Montserrat Caballé,
Monsita para los amigos, ha tenido una niña a los treinta y nueve
años. Nadie dice que sea la sucesora de su madre aunque la madre
se empeñe en darle muchas oportunidades. Nada peor que ser hija
de una famosa. Hoy ha amanecido nublado, ha llovido y ahora que
anochece se ha levantado una brisa fría y destemplada que a mí me
ha recordado una escena, es lo único que recuerdo, de la película
Los pianos mecánicos, de Juan Antonio Bardem. Estaba basada en la
novela de Henri-François Rey que casi todos los jóvenes de aquella
época leímos. Al final de la película llegaba la lluvia a «Caldeya» y se
llevaba la gloria del verano. Yo salí con frío en el alma.
Miércoles, 7.– Porque creían poseer la clave del amor, largas noches
alejados del mundo, pensaban que el verano nunca se acabaría. Llegó
el invierno y llamados por voces urgentes abandonaron el lecho don-
de habían dejado lo mejor de sus cuerpos y salieron a enterrar a sus
muertos. Al pasar por el puente de los arcos de hierro tuvieron frío
y se sintieron solos en medio de la gente que pasaba a su lado y era
feliz. Al llegar a la casa traían la ceniza de la muerte entre sus labios y
sus manos. Se les hizo difícil besarse aquella noche. Tanta muerte les
había robado lo mejor del verano.
Viernes, 9.– Me encuentro con Ricardo, un aventurero, un román-
tico, un hombre inquieto que quiere poner «el taxi patas arriba y
hacer, modestia aparte, lo que ha hecho Ferran Adrià con la cocina».
Viene a los Estados Unidos en busca de una aventura que comienza
en Nueva York. Desde aquí viajará a Canadá, volverá a ese país y lle-
gará hasta Nueva Orleans, pasará por Chicago, por las tierras hondas
de la América «que no es Nueva York», «donde me han dicho que se
puede dormir por 25 dólares», hasta terminar en San Francisco. Me
pide que le acompañe a cruzar el puente de Brooklyn. Antes lo llevo
a que vea las cicatrices de las Torres Gemelas y, de paso, la Bolsa y la
248
iglesia de San Pablo y la de Trinity. En la de San Pablo, en vísperas del
once de septiembre, han atado cientos de cintas blancas en las verjas
que cierran el cementerio y la iglesia. En cada cinta blanca que rega-
lan, aparte de la frase que el público ha escrito, hay impresa en una
de las puntas lo siguiente: «Remember to Love». Ricardo escribe en la
suya: «Vivir cada segundo de cada minuto, como homenaje a los que
ya no están» y la ata al lado de una de las tumbas del cementerio que
rodea la iglesia. Al hacerlo se le apaga toda la fuerza que traía en su
mirada. Cruzando el puente comienza a sonreír y a sentir la puñalada
neoyorquina que se le clava muy dentro de sus ojos asturianos. Nos
perdemos en el laberinto de Brooklyn Heights y caminando por la
Calle Montague pasamos por el restaurante polaco Teresa’s, que otros
asturianos conocen y desembocamos en el Promenade donde nos da-
mos de bruces con el perfil de Manhattan que Ricardo, que viene
cargado con varios iphones, aparatos para conectarse desde cualquier
rincón del mundo, brújulas del siglo xxi, fotografía de mil posturas.
Rixar, que es su nombre de guerra, es un experto en redes sociales de
las que lo sabe todo. Entramos en Sahadi’s, una tienda donde venden
productos árabes y que ya visitaron otros asturianos y nos embriaga-
mos con el perfume a dátiles, almendras, quesos, especias y aromas
de las Mil y una noches. Ya de vuelta al hotel me envía un correo
electrónico en el que me dice: «me has ayudado a domar un poco esta
ciudad tan hostil y tan bella».
Sábado, 10.– Vuelvo a quedar con Ricardo. Subimos a Columbia
Univesity, vemos la tumba del presidente Grant y su esposa Julia,
pasamos por las calles por las que pasearon Juan Ramón Jiménez y
un largo índice de ilustres republicanos y terminamos en una de las
tiendas Mac. Ricardo va cargado con varias cruces de aparatos elec-
trónicos que le vigilan y, según él, le protegen; admira la arquitectura
minimalista del recinto. Yo le digo que es como una catedral atea en
donde cientos de archivos están adorando a plateados dioses. Algunos
en trance, otros en altura mística, otros reverentes y piadosos, los que
hablan lo hacen en voz baja. A la entrada y a la salida te saluda uno de
los oficiantes con la «biblia» electrónica en mano. Lo saben todo, te
249
aclaran las dudas, los misterios de fe. Al ser el edificio de cristal, la luz
entra como si fuera una catarata, un aviso divinamente electrónico de
que Mac es la nueva religión para millones de personas que necesitan
creer en algo y en alguien. Ricardo me dice: «dentro de unos años la
cruz será remplazada por la manzana, el símbolo de Mac». Al salir del
recinto sagrado, tengo la sensación de que he asistido a misa de doce.
El becerro de plata es el nuevo tabernáculo.
Domingo, 11.– A las siete de la mañana depositan, en las puertas del
cuartel de bomberos de mi barrio, dos enormes torres hechas con
flores blancas, rojas y blancas. Alguien deja un ramo de claveles a
los pies del monumento que pusieron a los pocos meses del atenta-
do. Vuelan muy bajo dos helicópteros. Una mujer mayor enciende
una vela roja. Los bomberos han sacado a la calle uno de los coches
bomba. Su presencia parece tener un doble significado: el rojo es
más rojo, quema, y el armazón es carroza para la muerte y para el
fuego y nos recuerda los cientos de bomberos que murieron el 11 de
septiembre de 2001. A las diez y media salen todos los miembros
del cuartel, se cuadran al lado del coche y permanecen en silencio
un minuto. Hay unas treinta personas asistiendo a la ceremonia. La
mayoría está llorando. Al mediodía el monumento se ha llenado
de flores y de velas. Una madre acompañada de su hijo pequeño
deposita un ramo de flores y ayuda al niño a poner una bandera
americana junto al ramo. Al caer el día la luz de las velas se espesa y
crea sombras rojas y negras. Una lluvia ligerísima cae sobre la mon-
taña de flores. En una iglesia cercana suena el Réquiem de Fauré.
Anochece y dos columnas de luz azul se disparan hacia el infinito,
hacia el cielo. Como si el mar se hubiera puesto de pie. A las nueve
y media de la noche la Orquesta Sinfónica de Nueva York, dirigida
por su nuevo y joven titular Alan Gilbert, dirige la Sinfonía número
2, Resurrección, de Mahler. Algunos textos, en esta ocasión, tienen
un doble sentido:
¡Te elevarás, sí, te elevarás / Mi ceniza, después de breve descanso!
Rise up, yes you will rise up / My dust, after short rest!
250
Martes, 13.– «No infoxiques», le dice un amigo a otro en un mensaje
desde una de esas llamadas redes sociales. Ya lo dijo Gracián hace
siglos, pero mejor: «Lo bueno, si breve, dos veces bueno».
Domingo, 18.– Nuestra amiga Eloísa nos invita a su casa, en Laurelton,
en las afueras de la ciudad, a comer sardinas asadas, que sabe que nos
gustan mucho. Encontrar sardinas frescas aquí tiene su intríngulis.
Vienen también María y el profesor de la Campa. Todos, excepto el
marido de la hermana de Eloísa y yo, son cubanos. Empezamos los
aperitivos en el jardín, pero el tiempo se enfría, aparecen unos nu-
barrones y María siente frío y decidimos pasarnos dentro de la casa.
La madre de Eloísa tiene noventa y seis años y María ha cumplido
ochenta y cinco. Se habla de Cuba, como siempre. Se repiten mo-
mentos, se localizan lugares, calles, cines, se recuerdan olores, sabo-
res, se intenta agarrar el tiempo perdido. Hablan como quien habla
de un muerto, como si estuviéramos en un velatorio. Hablan sin ira,
el tiempo les ha apagado la rabia y no mencionan para nada a Castro,
solo se lamentan de la destrucción de la ciudad, de la miseria, del
caos. Citan nombres de calles como quien cita algo familiar, se saben
los autobuses que pasaban por tal o cual esquina, recuerdan a sus
profesores, los colegios donde estudiaron, los amores que tuvieron.
Uno de ellos, cuando parece que la conversación decae, anota que
no hay que olvidar que de todo lo que se ha hablado es historia, que
nada existe, que todos o la mayoría han muerto, que su colegio es
ahora un edificio en ruinas, que el cine de su barrio está apuntalado
y parece ser que todos comienzan a sentir frío.
	 María dice: «Llevo cincuenta y un años fuera de Cuba y con mi
estado de salud no creo que vuelva. Lo que me quede de vida lo
pasaré en Miami». María vive en el Village, en un quinto piso de un
edificio sin ascensor. Durante cincuenta años ha estado subiendo y
bajando sin ninguna dificultad. «La mayoría de la gente se preocupa
de las escaleras, esas son las que menos me preocupan. Desde que
me fui a vivir una temporada a Miami los dueños de la casa me han
querido echar y me amenazan con sacarme los muebles a la calle». Al
decir esto es cuando María comienza a sentir frío. Frío en el cuerpo,
251
tiene un cáncer, y frío en el alma, tendrá que dejar Nueva York defi-
nitivamente e irse a Miami. El cáncer la ha deteriorado, anda despa-
cio, come poco, apenas si bebe y, antes del postre, abre el bolso, saca
una caja de pastillas y veo que se toma siete. Es cuando María vuelve
a tener frío y veo cómo le tiembla la mano al ir cogiendo una por una
las pastillas. La madre de Eloísa en una silla de ruedas sueña con vol-
ver a Cuba, de nuevo. A diferencia de María y de los otros invitados
que no han vuelto ni desean hacerlo, ella fue hace unos meses. «Es
que allí tengo a mis hijos que son mi tesoro y uno de ellos está enfer-
mo y no hago más que pensar en él». Ella no tiene frío, nos mira con
unos ojos grandes y abiertos, come con dificultad, el tiempo y la vida
la han atado de pies y manos y no se puede mover, pero su actitud
ante la vida es valiente. «Cuando sus hijas la llevan al casino parece
que tiene veinticinco años menos», dice el yerno, que es quien la
sube y la baja en la silla de ruedas. La tarde se nubla definitivamente
cuando veo entrar a María al jardín. Y por un momento las sardinas
me saben a madera, los frijoles me queman y los plátanos fritos me
amargan. María tiene frío y yo, que me siento a su lado, también
lo tengo. Volvemos en tren y la noche se nos ha echado encima en
la estación. Un andén con gente que viene del trabajo, con mujeres
solas que no sé muy bien a quién esperan, con niños que miran llegar
el tren con alegría. Aunque tengo frío mientras esperamos el tren y
somos dos sombras en la noche, te siento a mi lado y es como si una
noche calurosa de julio hubiera llegado de pronto. Envejecer juntos
da mucho menos frío que hacerlo solo.
Jueves, 22.– Hay días que en los que parecen ocurrir muchas cosas
seguidas, como una secuencia cinematográfica. El portero te sonríe,
ves cruzar la calle a una amiga con el perro, el semáforo está en ver-
de, el tren no tarda en llegar, el hombre bajito con la guitarra que lle-
va años cantando las mismas canciones sigue con La flor de la canela,
una mujer con poca blusa y generosa de escote y pechos se pinta de
un rojo rabioso las uñas de los dedos de la mano, al terminar, como
están frescas, coge el bolso y el periódico entre los brazos sin usar
las yemas de los dedos, hay un asiento libre en el vagón, no pasa
252
nadie que vende biblias, ni amenazando, ni contando historias que
nadie cree de locuras, violaciones, enfermedades y muertes, al llegar
al trabajo tienes poco correo en el buzón, te saluda la secretaria, te
sonríe tu enemigo, te habla tu enemiga, los alumnos se emocionan
al leer las «Nanas de la cebolla» y un estudiante habla del significado
de pecho, la luna y la cebolla, al volver a casa encuentras asiento
otra vez, dos mujeres musulmanas vestidas con túnicas negras que
solo dejan los ojos visibles, suben las escaleras del metro al mismo
tiempo que tú, un grupo de estudiantes baja las escaleras, un hom-
bre indigente en la calle hurga en una papelera buscando algo que
comer, un hombre sentado en un banco mira un iphone, los chorros
en la fuente de la plaza están como envueltos en plata, la sombra de
los árboles reposa suavemente en la acera, huele el aire a otoño, el
correo está repartido, miras y ves que te están esperando, sientes un
vuelco dentro de ti, las ventanas parece que se iluminan, la puerta
está cerrada pero la cerradura sin pasar, la abres y te están esperando.
Entras al paraíso y es jueves.
Viernes, 23.– Estamos cenando cuatro amigos en un restaurante ita-
liano que está a la orilla del East River, en el barrio de Brooklyn.
Hemos venido pronto, «la prima sera», y apenas si ponemos aten-
ción al escenario que tenemos delante. De pronto, uno de nosotros
que está enfrente del gran ventanal nos avisa. Dejamos la conversa-
ción, paramos de comer y de beber y miramos a través del ventanal.
Un poco antes de atardecer aparece encima del perfil de Brooklyn,
que tenemos a la izquierda, una luz rosa, como un cometa de fuego,
una enorme rosa, unas nubes como si las hubiera pintado Tiépolo,
un decorado para la llegada del Espíritu Santo. Los edificios se ilu-
minaron como si comenzaran a arder y el río se tiñó de carmesí.
Es ese momento incierto en que se unen, como el agua de un río
que va a dar a la mar, la luz de la tarde con la de la noche. Tenemos
enfrente de nosotros, casi al alcance de la mano, el perfil de Nueva
York. Volvemos a la conversación y a la cena. Yo tengo delante de
mí a Manhattan y la observo minuto a minuto. Cuando la luz co-
mienza a tambalearse y se siente incierta, ya las sombras atacando
253
las ventanas de Manhattan comienzan a hacer guiños y se van en-
cendiendo. Aparece una estrella sobre el Chrysler Building, algunas
otras cúpulas se iluminan con una luz de plata, el Empire State cobra
volumen, se solidifica y parece que crece al ser perforado de luz en
sus ventanas. Las luces del puente delinean los arcos y las curvas. La
noche lo ha envuelto todo y las luces bajan hasta el río a lavarse y
lo dejan plateado. Es una vista que uno no sabe si la está soñando
o la está viviendo, una vista que deja huella, que se queda con uno
para siempre. Al terminar de cenar, ya noche cerrada, la vista es una
orgía de luces y de sombras, de chispas, de reflejos, de fulgores, una
apoteosis de destellos engarzados en cóncavas oscuridades.
Sábado, 24.– Hace veinticinco años caminábamos por la misma ca-
lle y llegábamos al mismo edificio para ver «l’opéra du roy» que no
conocíamos. Eran tiempos aparentemente felices, los amigos no se
morían en serie como ocurriría años más tarde. La mayoría estaba en
la sala para asistir a un espectáculo que recordarían durante toda su
vida. El teatro estaba lleno, había venido mucha gente de Manhattan
y se notaba que no era un público de ópera; era un público «moder-
no», conectado con la última moda, cazadores de piezas raras que
luego exhibirían en sus conversaciones entre cócteles y güisquis de
marca. Olía a perfume hondo y la seda brillaba como una pieza ba-
rroca. La ópera fue un éxito, descubrimos a un compositor olvida-
do, tuvimos la ocasión única de escuchar a una orquesta insuperable
y dedicada y salimos emocionados y sabedores de haber asistido a
una función para hablar en días de lluvias y en tiempo de soledad.
Caminábamos anoche en medio de una lluvia aparatosa y ostentosa
con veinticinco años encima por el mismo camino que lo hicimos
hace ya tanto tiempo. Los amigos no están, han muerto o han desa­
parecido, a alguno de los que quedan les cuesta trabajo bajar o subir
las escaleras para llegar a la butaca, vienen mojados de tiempo y, en
vez de tomar el metro que les lleve a Manhattan, al apartamento
donde eran felices, les espera un coche o un autobús especial que
los dejará en un chalet a las afueras de la ciudad o en un lujoso
piso de Manhattan. De vuelta a casa, con la lluvia insistiendo en los

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  • 4. 11 enero Viernes, 1.– A las doce en punto desde Prospect Park los fuegos arti- ficiales se disparan entre la lluvia y la humedad con la misma rapidez con que se desvanecen a través de la espesa oscuridad de la primera noche del nuevo año. Aunque sé que es la vida quien me nubla el brillo de la pólvora le echo la culpa a la lluvia de que el despliegue luminoso y festivo aparezca opaco y gris. Martes, 5.– A las siete y media de la mañana comienzan a apagarse las farolas a medida que la luz sopla en ellas. Es uno de los días más fríos del año. Las pocas personas que van hacia el metro, abrigadas como si fueran momias, caminan muy deprisa, casi corren. Empiezan a pasar algunos coches. El asfalto parece de estaño. Corren también un hombre y su perro. Todos parecen llevar prisa. No es una prisa que denote tardanza, no es una prisa para hacer ejercicio, no es una prisa de urgencia hospitalaria. A todos les persigue alguien, les empuja alguien. Es la prisa del viento helado que quema lo poco de rostro que va al descubierto. Es la prisa del frío. La publicación en La Nueva España de una reseña de jlgm sobre Dirección Brooklyn ha desencadenado una abundancia de correo in- esperado que se agradece. Todos coinciden en que el artículo les ha abierto el apetito por leer el libro. Miércoles, 6.– Cuando era niño, en la iglesia de los jesuitas había una enorme imagen del Corazón de Jesús que sacaban en procesión el último viernes de junio. A mí me parecía un gigante bondadoso en- vuelto en una túnica de colores, una especie de cíclope de cuento coronado con una diadema de rayos plateados, un Polifemo católico que enseñaba su corazón sangrando fuera de la caja torácica. Bajo la tutela y la vigilancia de mi padre, mis hermanos y yo hicimos varias veces los Nueve Primeros Viernes de mes al Corazón de Jesús, que te
  • 5. 12 aseguraban ir derecho al cielo si los hacías sin interrupción. También hicimos los Cinco Primeros Sábados a la Virgen que, en verdad, no sé qué beneficio te traían. Eran tiempos difíciles. Había que estar en ayunas desde las doce de la noche para recibir a la mañana siguiente el Cuerpo de Jesús. Eran tiempos felices, a pesar de todo. Al volver a casa comprábamos una rosca de cohombros que mojábamos en un espeso chocolate que hacía mi madre. Después, cuando la vida fue pasando, los cohombros se enfriaron, el chocolate se aguó y mi padre perdió la fe en algún camino y ya no volvió a encontrarla. Dicen que cuando los paramédicos lo sacaron del coche donde murió aplastado por un camión, miraron en la cartera para obtener información y le encon- traron un crucifijo que había llevado durante toda su vida. Al perder la fe nosotros encontramos que ya no teníamos que levantarnos a las cinco de la madrugada para ir al Rosario de la Aurora, ni visitar los monumentos en la tarde de Jueves Santo, ni ir a misa de diez o de doce los domingos, ni hacer ayuno por Cuaresma, ni confesión gene- ral… Y nos perdimos todos un poco. Yo conozco otro corazón de Jesús del que soy fiel devoto, cuyo lati- do llevo oyendo muchos años y que conozco como si fuera mi propio corazón. No iré al cielo después de mi muerte porque ya estoy en él. A veces se equivoca y se desboca como un potro al que dejaran en libertad. Hace días que se sale de cauce, escondiéndose como si jugara al escondite del sobresalto, siendo un poco un Guadiana de sangre, saltándose escalones y preocupándome. A las seis de la madrugada, como si fuéramos a ir a algún Rosario de la Aurora de mi infancia, (en este caso a un via crucis) estamos en pie para ir al cardiólogo. Hace frío en el metro, un frío que se clava en mi costado. En la sala de espe- ra hay un letrero que dice: «Staff is not allowed to eat or drink in pa- tient areas». La recepcionista, sin embargo, abre un cartucho marrón que hace un ruido rugoso como si carraspeara el papel y saca un trozo de cruasán que se come un poco a hurtadillas. Se llevan al corazón de Jesús y mientras lo veo perderse recuerdo que hoy es el día de los Reyes Magos y que en España a estas primeras horas de la mañana de aquí algunos juguetes, como tu corazón, habrán comenzado a fallar y la ilusión de algún niño se habrá perdido para siempre.
  • 6. 244 septiembre Jueves, 1.– Al final de su vida, y no tan al final, Jorge Guillen escribió poemas que, a medida que el tiempo pasa, desdicen y desmerecen su obra mayor. Poemas de ocasión, ripios, anécdotas, poemas geo- gráficos, a Rosa María Lida o a Ana María Barrenechea… Hay uno que titula «Pasaporte» en el que se pregunta «¿Por qué español?» y responde «Lo quiso mi destino. / Años, años y años extranjero, / fui lo que soy, no lo que me convino. / Hado con libertad: soy lo que quiero». Aire suyo. Viernes, 2.– De ser actor hubiera sido un Don Quijote perfecto: alto, delgado, mirada pérdida, de la edad del Caballero de la Triste Figura, dado a la lectura y soltero. Hasta hace poco llevaba melena, barba y modales de hippie, vivía en un mundo pasado. Un día se cortó la melena, se afeitó la barba, pero siguió con la mentalidad de hippie: pantalón vaquero, camisa, zapatos todo terreno. Somos vecinos desde hace veinte años. Vivimos en el mismo rellano y cuando nos ve salir y él está saliendo, se mete en la casa pretendiendo que se le ha olvidado algo. De las pocas veces que hemos coincidido en el ascensor (tiene una sorprendente gama de trucos para no encontrarse con nosotros), la conversación ha sido como si fuéramos personajes de Esperando a Godot: minimalista, existencial, al borde de la angustia vital. Así hasta dentro de cinco meses, más o menos, que cambiaremos el «cold» por el «hot». Es demócrata rabioso, no trabaja, o al me- nos no sale a la «vida», se pasa todo el tiempo en el apartamento. Un lugar que ningún vecino conoce. Es meticuloso, preciso, frío y calculador y tiene una sonrisa de plástico con un toque de cristal. Su mayor atractivo para mí, lo que me hace mirarle como un perso- naje de novela o de cuento borgiano es su afición a The Wall Street Journal, que recibe a primera hora de la mañana en la puerta de su coto. A veces he visto como la abre, saca la mano, como si fuera a robar, agarra la presa y la mete rápidamente, para que no se le escape. Se pasa el día entero leyéndolo como si fueran cartas de amor, de ese amor imposible que no ha tenido ni tendrá. Subraya en negro
  • 7. 245 los editoriales, en rojo la bolsa, en azul las noticias relacionadas con bonos, intereses, compañías y bancos. Lo recorta como si fuera un coleccionable de castillos, guerreros o catedrales. Se lo aprende de memoria y por la noche, cuando no hay nadie, lo pone en el cesto de papeles en el cuarto de la basura. Por las mañanas, cuando voy a tirar yo la mía, miro el periódico iluminado, recortado y ahí está como un esqueleto de papel, todavía respirando, dando las últimas bocanadas de números, dividendos y porcentajes. Entre tanto el misterioso ve- cino está detrás de la puerta esperando el golpe del nuevo periódico para cazarlo, meterlo en la guarida y destriparlo lentamente como un cirujano de la Bolsa. Sábado, 3.– Antes había sido una farmacia y cuando la convirtieron en café, los nuevos dueños dejaron las estanterías de color caoba, conservaron los letreros, en letras negras, de cosméticos, perfumes y pomadas, las vitrinas cerradas con cristales rayados y desvaídos, el mostrador desvencijado y tambaleante y el local se convirtió en una rebotica grande y familiar, con aire de farmacia y con olor a café y a cloroformo. Se llamaba Ozzie’s y fue el primer café que tuvimos en el barrio, antes de que Starbucks y otros parecidos aparecieran como hongos. Por él pasaron José Luis García Martín, Martín López-Vega, Andrés Neuman, Marta Reyero, Enrique Bueres y un largo etcétera de amigos que, ante mi insistencia, venían desde Manhattan a cono- cer Brooklyn. Ozzie’s me acogió en días de nieve y frío y en mañanas luminosas de verano. Desde su ventana, que era como un cuadro de Hopper, pasó el tiempo y escuché, arropado por un cálido olor a café, lamentos, angustias, sentimientos de clientes solitarios que, temprano en la mañana, se contaban sus penas unos a otros, mientras fuera llovía. Vi pasar la luz, la gente y la vida y fui yo mismo pasando y envejeciendo al mismo tiempo que el café, con olor a penicilina y a cocina de mi madre, iba subiendo de precio y perdiendo clientela. Alegra saber que el espíritu de este Ozzie’s sigue en otro Ozzie’s que han abierto en la Quinta Avenida. Aunque se llama igual, no es el mismo. Nosotros, los de entonces, que olíamos a vida olemos ahora a ungüento medieval. Y pronto tendremos que cerrar.
  • 8. 246 Domingo, 4.– Como ya va siendo tradicional por estas fechas, Sergio Suárez, amigo mío y sobre todo de Pepe, el amigo Muñoz, ha vuelto a Nueva York. Sergio es muy meticuloso y exquisito y trae unas listas, escritas a mano, con lugares que quiere visitar: librerías legendarias, misteriosas o minoritarias, restaurantes con saber literario, edificios cinematográficos, casas de escritores, libros extraños y secretos, casi imposibles de localizar. Nos encontramos, como ya también parece que es tradicional, en la librería Strand donde se pasa horas explo- rando el laberinto. Él se va por su lado y José por el suyo. A veces coincidimos y los veo encaramados en escaleras alcanzando un libro que está casi cerca del techo o tirados repasando la estantería a ras del suelo. Converso un rato con el diplomático x, que también ha veni- do; hacía casi dos años que no nos veíamos y me habla de un proyecto que me deja pensativo. Al final veo a Sergio tachando algo de la lista y con una cara de gran satisfacción. Se acerca cargado con siete libros. Terminada la visita a Strand nos acercamos a la librería Three lives & Company que está en el Village, en la calle 10, en el número 154 del lado oeste. Sergio se compra un libro del poeta Jack Gilbert que le recomiendo. Parece ser que es uno de los poetas favoritos de m.b., amigo nuestro. Aquí va un poema como regalo a Sergio y a m.b. casado // Regresé del entierro y me arrastré / por el apartamento llo- rando a mares, / en busca del cabello de mi mujer. / Durante dos meses los hallé en el desagüe, / en la aspiradora, debajo del refrigerador, / y en la ropa del armario. / Pero después que otras mujeres japonesas vinie- ron, / no hubo manera de estar seguro de cuáles eran / los suyos, así que paré. Un año después, / al trasplantar el avocado de Michiko, / encontré una larga hebra de pelo negro enredada en la tierra. married // I came back from the funeral and crawled / around the apartment, crying hard, / searching for my wife’s hair. / For two months got them, from drain, / from va- cuum. cleaner, under the refrigerator, / and off the clothes in the closet. / But after other Japanese women came, / there was no way to he sure which were / hers, and I stopped. A year later, / repotting Michiko’s avocado, I find / a long black hair tangled in the dirt. Martes, 6.– Muere a los cuarenta y tres años el tenor Salvatore Licitra, que fue considerado en algún momento como el sucesor de
  • 9. 247 Pavarotti. Éste, ya enfermo, suspendió una función de Tosca en la que tenía que cantar el papel de Mario Cavaradossi y Licitra lo sus- tituyó. Nosotros le vimos varias veces y no pensábamos que fuera el sucesor de Pavarotti. Por otro lado la hija de Montserrat Caballé, Monsita para los amigos, ha tenido una niña a los treinta y nueve años. Nadie dice que sea la sucesora de su madre aunque la madre se empeñe en darle muchas oportunidades. Nada peor que ser hija de una famosa. Hoy ha amanecido nublado, ha llovido y ahora que anochece se ha levantado una brisa fría y destemplada que a mí me ha recordado una escena, es lo único que recuerdo, de la película Los pianos mecánicos, de Juan Antonio Bardem. Estaba basada en la novela de Henri-François Rey que casi todos los jóvenes de aquella época leímos. Al final de la película llegaba la lluvia a «Caldeya» y se llevaba la gloria del verano. Yo salí con frío en el alma. Miércoles, 7.– Porque creían poseer la clave del amor, largas noches alejados del mundo, pensaban que el verano nunca se acabaría. Llegó el invierno y llamados por voces urgentes abandonaron el lecho don- de habían dejado lo mejor de sus cuerpos y salieron a enterrar a sus muertos. Al pasar por el puente de los arcos de hierro tuvieron frío y se sintieron solos en medio de la gente que pasaba a su lado y era feliz. Al llegar a la casa traían la ceniza de la muerte entre sus labios y sus manos. Se les hizo difícil besarse aquella noche. Tanta muerte les había robado lo mejor del verano. Viernes, 9.– Me encuentro con Ricardo, un aventurero, un román- tico, un hombre inquieto que quiere poner «el taxi patas arriba y hacer, modestia aparte, lo que ha hecho Ferran Adrià con la cocina». Viene a los Estados Unidos en busca de una aventura que comienza en Nueva York. Desde aquí viajará a Canadá, volverá a ese país y lle- gará hasta Nueva Orleans, pasará por Chicago, por las tierras hondas de la América «que no es Nueva York», «donde me han dicho que se puede dormir por 25 dólares», hasta terminar en San Francisco. Me pide que le acompañe a cruzar el puente de Brooklyn. Antes lo llevo a que vea las cicatrices de las Torres Gemelas y, de paso, la Bolsa y la
  • 10. 248 iglesia de San Pablo y la de Trinity. En la de San Pablo, en vísperas del once de septiembre, han atado cientos de cintas blancas en las verjas que cierran el cementerio y la iglesia. En cada cinta blanca que rega- lan, aparte de la frase que el público ha escrito, hay impresa en una de las puntas lo siguiente: «Remember to Love». Ricardo escribe en la suya: «Vivir cada segundo de cada minuto, como homenaje a los que ya no están» y la ata al lado de una de las tumbas del cementerio que rodea la iglesia. Al hacerlo se le apaga toda la fuerza que traía en su mirada. Cruzando el puente comienza a sonreír y a sentir la puñalada neoyorquina que se le clava muy dentro de sus ojos asturianos. Nos perdemos en el laberinto de Brooklyn Heights y caminando por la Calle Montague pasamos por el restaurante polaco Teresa’s, que otros asturianos conocen y desembocamos en el Promenade donde nos da- mos de bruces con el perfil de Manhattan que Ricardo, que viene cargado con varios iphones, aparatos para conectarse desde cualquier rincón del mundo, brújulas del siglo xxi, fotografía de mil posturas. Rixar, que es su nombre de guerra, es un experto en redes sociales de las que lo sabe todo. Entramos en Sahadi’s, una tienda donde venden productos árabes y que ya visitaron otros asturianos y nos embriaga- mos con el perfume a dátiles, almendras, quesos, especias y aromas de las Mil y una noches. Ya de vuelta al hotel me envía un correo electrónico en el que me dice: «me has ayudado a domar un poco esta ciudad tan hostil y tan bella». Sábado, 10.– Vuelvo a quedar con Ricardo. Subimos a Columbia Univesity, vemos la tumba del presidente Grant y su esposa Julia, pasamos por las calles por las que pasearon Juan Ramón Jiménez y un largo índice de ilustres republicanos y terminamos en una de las tiendas Mac. Ricardo va cargado con varias cruces de aparatos elec- trónicos que le vigilan y, según él, le protegen; admira la arquitectura minimalista del recinto. Yo le digo que es como una catedral atea en donde cientos de archivos están adorando a plateados dioses. Algunos en trance, otros en altura mística, otros reverentes y piadosos, los que hablan lo hacen en voz baja. A la entrada y a la salida te saluda uno de los oficiantes con la «biblia» electrónica en mano. Lo saben todo, te
  • 11. 249 aclaran las dudas, los misterios de fe. Al ser el edificio de cristal, la luz entra como si fuera una catarata, un aviso divinamente electrónico de que Mac es la nueva religión para millones de personas que necesitan creer en algo y en alguien. Ricardo me dice: «dentro de unos años la cruz será remplazada por la manzana, el símbolo de Mac». Al salir del recinto sagrado, tengo la sensación de que he asistido a misa de doce. El becerro de plata es el nuevo tabernáculo. Domingo, 11.– A las siete de la mañana depositan, en las puertas del cuartel de bomberos de mi barrio, dos enormes torres hechas con flores blancas, rojas y blancas. Alguien deja un ramo de claveles a los pies del monumento que pusieron a los pocos meses del atenta- do. Vuelan muy bajo dos helicópteros. Una mujer mayor enciende una vela roja. Los bomberos han sacado a la calle uno de los coches bomba. Su presencia parece tener un doble significado: el rojo es más rojo, quema, y el armazón es carroza para la muerte y para el fuego y nos recuerda los cientos de bomberos que murieron el 11 de septiembre de 2001. A las diez y media salen todos los miembros del cuartel, se cuadran al lado del coche y permanecen en silencio un minuto. Hay unas treinta personas asistiendo a la ceremonia. La mayoría está llorando. Al mediodía el monumento se ha llenado de flores y de velas. Una madre acompañada de su hijo pequeño deposita un ramo de flores y ayuda al niño a poner una bandera americana junto al ramo. Al caer el día la luz de las velas se espesa y crea sombras rojas y negras. Una lluvia ligerísima cae sobre la mon- taña de flores. En una iglesia cercana suena el Réquiem de Fauré. Anochece y dos columnas de luz azul se disparan hacia el infinito, hacia el cielo. Como si el mar se hubiera puesto de pie. A las nueve y media de la noche la Orquesta Sinfónica de Nueva York, dirigida por su nuevo y joven titular Alan Gilbert, dirige la Sinfonía número 2, Resurrección, de Mahler. Algunos textos, en esta ocasión, tienen un doble sentido: ¡Te elevarás, sí, te elevarás / Mi ceniza, después de breve descanso! Rise up, yes you will rise up / My dust, after short rest!
  • 12. 250 Martes, 13.– «No infoxiques», le dice un amigo a otro en un mensaje desde una de esas llamadas redes sociales. Ya lo dijo Gracián hace siglos, pero mejor: «Lo bueno, si breve, dos veces bueno». Domingo, 18.– Nuestra amiga Eloísa nos invita a su casa, en Laurelton, en las afueras de la ciudad, a comer sardinas asadas, que sabe que nos gustan mucho. Encontrar sardinas frescas aquí tiene su intríngulis. Vienen también María y el profesor de la Campa. Todos, excepto el marido de la hermana de Eloísa y yo, son cubanos. Empezamos los aperitivos en el jardín, pero el tiempo se enfría, aparecen unos nu- barrones y María siente frío y decidimos pasarnos dentro de la casa. La madre de Eloísa tiene noventa y seis años y María ha cumplido ochenta y cinco. Se habla de Cuba, como siempre. Se repiten mo- mentos, se localizan lugares, calles, cines, se recuerdan olores, sabo- res, se intenta agarrar el tiempo perdido. Hablan como quien habla de un muerto, como si estuviéramos en un velatorio. Hablan sin ira, el tiempo les ha apagado la rabia y no mencionan para nada a Castro, solo se lamentan de la destrucción de la ciudad, de la miseria, del caos. Citan nombres de calles como quien cita algo familiar, se saben los autobuses que pasaban por tal o cual esquina, recuerdan a sus profesores, los colegios donde estudiaron, los amores que tuvieron. Uno de ellos, cuando parece que la conversación decae, anota que no hay que olvidar que de todo lo que se ha hablado es historia, que nada existe, que todos o la mayoría han muerto, que su colegio es ahora un edificio en ruinas, que el cine de su barrio está apuntalado y parece ser que todos comienzan a sentir frío. María dice: «Llevo cincuenta y un años fuera de Cuba y con mi estado de salud no creo que vuelva. Lo que me quede de vida lo pasaré en Miami». María vive en el Village, en un quinto piso de un edificio sin ascensor. Durante cincuenta años ha estado subiendo y bajando sin ninguna dificultad. «La mayoría de la gente se preocupa de las escaleras, esas son las que menos me preocupan. Desde que me fui a vivir una temporada a Miami los dueños de la casa me han querido echar y me amenazan con sacarme los muebles a la calle». Al decir esto es cuando María comienza a sentir frío. Frío en el cuerpo,
  • 13. 251 tiene un cáncer, y frío en el alma, tendrá que dejar Nueva York defi- nitivamente e irse a Miami. El cáncer la ha deteriorado, anda despa- cio, come poco, apenas si bebe y, antes del postre, abre el bolso, saca una caja de pastillas y veo que se toma siete. Es cuando María vuelve a tener frío y veo cómo le tiembla la mano al ir cogiendo una por una las pastillas. La madre de Eloísa en una silla de ruedas sueña con vol- ver a Cuba, de nuevo. A diferencia de María y de los otros invitados que no han vuelto ni desean hacerlo, ella fue hace unos meses. «Es que allí tengo a mis hijos que son mi tesoro y uno de ellos está enfer- mo y no hago más que pensar en él». Ella no tiene frío, nos mira con unos ojos grandes y abiertos, come con dificultad, el tiempo y la vida la han atado de pies y manos y no se puede mover, pero su actitud ante la vida es valiente. «Cuando sus hijas la llevan al casino parece que tiene veinticinco años menos», dice el yerno, que es quien la sube y la baja en la silla de ruedas. La tarde se nubla definitivamente cuando veo entrar a María al jardín. Y por un momento las sardinas me saben a madera, los frijoles me queman y los plátanos fritos me amargan. María tiene frío y yo, que me siento a su lado, también lo tengo. Volvemos en tren y la noche se nos ha echado encima en la estación. Un andén con gente que viene del trabajo, con mujeres solas que no sé muy bien a quién esperan, con niños que miran llegar el tren con alegría. Aunque tengo frío mientras esperamos el tren y somos dos sombras en la noche, te siento a mi lado y es como si una noche calurosa de julio hubiera llegado de pronto. Envejecer juntos da mucho menos frío que hacerlo solo. Jueves, 22.– Hay días que en los que parecen ocurrir muchas cosas seguidas, como una secuencia cinematográfica. El portero te sonríe, ves cruzar la calle a una amiga con el perro, el semáforo está en ver- de, el tren no tarda en llegar, el hombre bajito con la guitarra que lle- va años cantando las mismas canciones sigue con La flor de la canela, una mujer con poca blusa y generosa de escote y pechos se pinta de un rojo rabioso las uñas de los dedos de la mano, al terminar, como están frescas, coge el bolso y el periódico entre los brazos sin usar las yemas de los dedos, hay un asiento libre en el vagón, no pasa
  • 14. 252 nadie que vende biblias, ni amenazando, ni contando historias que nadie cree de locuras, violaciones, enfermedades y muertes, al llegar al trabajo tienes poco correo en el buzón, te saluda la secretaria, te sonríe tu enemigo, te habla tu enemiga, los alumnos se emocionan al leer las «Nanas de la cebolla» y un estudiante habla del significado de pecho, la luna y la cebolla, al volver a casa encuentras asiento otra vez, dos mujeres musulmanas vestidas con túnicas negras que solo dejan los ojos visibles, suben las escaleras del metro al mismo tiempo que tú, un grupo de estudiantes baja las escaleras, un hom- bre indigente en la calle hurga en una papelera buscando algo que comer, un hombre sentado en un banco mira un iphone, los chorros en la fuente de la plaza están como envueltos en plata, la sombra de los árboles reposa suavemente en la acera, huele el aire a otoño, el correo está repartido, miras y ves que te están esperando, sientes un vuelco dentro de ti, las ventanas parece que se iluminan, la puerta está cerrada pero la cerradura sin pasar, la abres y te están esperando. Entras al paraíso y es jueves. Viernes, 23.– Estamos cenando cuatro amigos en un restaurante ita- liano que está a la orilla del East River, en el barrio de Brooklyn. Hemos venido pronto, «la prima sera», y apenas si ponemos aten- ción al escenario que tenemos delante. De pronto, uno de nosotros que está enfrente del gran ventanal nos avisa. Dejamos la conversa- ción, paramos de comer y de beber y miramos a través del ventanal. Un poco antes de atardecer aparece encima del perfil de Brooklyn, que tenemos a la izquierda, una luz rosa, como un cometa de fuego, una enorme rosa, unas nubes como si las hubiera pintado Tiépolo, un decorado para la llegada del Espíritu Santo. Los edificios se ilu- minaron como si comenzaran a arder y el río se tiñó de carmesí. Es ese momento incierto en que se unen, como el agua de un río que va a dar a la mar, la luz de la tarde con la de la noche. Tenemos enfrente de nosotros, casi al alcance de la mano, el perfil de Nueva York. Volvemos a la conversación y a la cena. Yo tengo delante de mí a Manhattan y la observo minuto a minuto. Cuando la luz co- mienza a tambalearse y se siente incierta, ya las sombras atacando
  • 15. 253 las ventanas de Manhattan comienzan a hacer guiños y se van en- cendiendo. Aparece una estrella sobre el Chrysler Building, algunas otras cúpulas se iluminan con una luz de plata, el Empire State cobra volumen, se solidifica y parece que crece al ser perforado de luz en sus ventanas. Las luces del puente delinean los arcos y las curvas. La noche lo ha envuelto todo y las luces bajan hasta el río a lavarse y lo dejan plateado. Es una vista que uno no sabe si la está soñando o la está viviendo, una vista que deja huella, que se queda con uno para siempre. Al terminar de cenar, ya noche cerrada, la vista es una orgía de luces y de sombras, de chispas, de reflejos, de fulgores, una apoteosis de destellos engarzados en cóncavas oscuridades. Sábado, 24.– Hace veinticinco años caminábamos por la misma ca- lle y llegábamos al mismo edificio para ver «l’opéra du roy» que no conocíamos. Eran tiempos aparentemente felices, los amigos no se morían en serie como ocurriría años más tarde. La mayoría estaba en la sala para asistir a un espectáculo que recordarían durante toda su vida. El teatro estaba lleno, había venido mucha gente de Manhattan y se notaba que no era un público de ópera; era un público «moder- no», conectado con la última moda, cazadores de piezas raras que luego exhibirían en sus conversaciones entre cócteles y güisquis de marca. Olía a perfume hondo y la seda brillaba como una pieza ba- rroca. La ópera fue un éxito, descubrimos a un compositor olvida- do, tuvimos la ocasión única de escuchar a una orquesta insuperable y dedicada y salimos emocionados y sabedores de haber asistido a una función para hablar en días de lluvias y en tiempo de soledad. Caminábamos anoche en medio de una lluvia aparatosa y ostentosa con veinticinco años encima por el mismo camino que lo hicimos hace ya tanto tiempo. Los amigos no están, han muerto o han desa­ parecido, a alguno de los que quedan les cuesta trabajo bajar o subir las escaleras para llegar a la butaca, vienen mojados de tiempo y, en vez de tomar el metro que les lleve a Manhattan, al apartamento donde eran felices, les espera un coche o un autobús especial que los dejará en un chalet a las afueras de la ciudad o en un lujoso piso de Manhattan. De vuelta a casa, con la lluvia insistiendo en los