1. PENSAR COMO DIOS
22º DOMINGO ORDINARIO – CICLO A
Nuestra manera de pensar es importante. Los pensamientos modelan
nuestra visión de la vida y condicionan nuestras decisiones. Las ideas
que tenemos, aprendidas o maduradas por la experiencia, son el
fundamento de cuanto hacemos y decimos.
Por eso, si queremos vivir en clave cristiana, siguiendo los pasos de
Jesús, es imprescindible aprender a pensar como Dios. Hemos de
penetrar en la mentalidad de Jesús para que nuestra vida cambie de
verdad. La lectura del evangelio de hoy nos muestra que el pensamiento
de Jesús es bastante diferente de la forma de pensar predominante en
el mundo.
Sus discípulos tampoco lo comprendían. Les gustaba oír hablar del reino
de Dios, acogían con entusiasmo la parte gloriosa de la misión de Jesús,
su filiación con Dios, su poder y su libertad. Pero no les gustaba tanto la
otra parte: la oscura y penosa, la difícil. No entendían nada cuando Jesús
les vaticinaba su muerte ajusticiado.
Pedro, que aún saboreaba la visión luminosa del monte Tabor y los
elogios que Jesús le había dirigido por haber recibido la revelación del
Padre (“Tú eres el Hijo de Dios vivo”), se atreve, con toda su buena
voluntad y confianza, a reprender a Jesús. ¿Ejecución? ¿Muerte? ¡Eso
no puede pasarte! ¡No a ti! ¡No es digno de un hijo de Dios!
La respuesta de Jesús es rotunda. ¡Aparta de mí, Satanás! Su
compañero, que ha recibido el mensaje de Dios y ha comprendido quién
es realmente su maestro, ahora es llamado diablo, tentador. ¿Por qué?
Jesús lo explica. Tú no piensas como Dios, sino como los hombres. Para
ellos no es concebible un Dios perdedor, un Dios condenado, un Dios
muerto. Dios tiene que venir con poder y con gloria. No hay fracaso
posible, ni muerte de por medio. Los discípulos aún sueñan en un mesías
regio y triunfante, envuelto en poder y prodigios, ante el que nadie podrá
resistirse. ¡Sueños!
Jesús dirige a Pedro las mismas palabras que, unos años antes, lanzara
ante el tentador, en el desierto. ¡Lejos de mí, Satanás! ¿Qué le proponía
el demonio? Justamente lo mismo que Pedro. Una carrera triunfante,
plagada de éxitos, sin dolor y sin cruz. Salvar al mundo sin tener que
2. pasar por la muerte. Empleando los medios propios de un rey, de un
hacedor de milagros, de un proveedor de pan y circo para todos. La gran
tentación, para Jesús, era utilizar medios humanos para conseguir sus
fines. Medios que parecen buenos, pero que suponen siempre dominar,
someter, ahogar la libertad humana: esgrimir el poder aplastante de Dios
ante el que nadie puede oponerse.
Y este no es el estilo de Dios. No es el estilo del Dios que se hace niño y
nace en la pobreza. No es el estilo de un Dios carpintero, que pasa la
mayor parte de su vida en el anonimato, viviendo en una aldea perdida
de Galilea. No es la mentalidad de un Dios que se arrodilla para lavar los
pies a sus criaturas. No es la forma de hacer de un Dios que, antes que
todopoderoso, es todo amor.
Jesús tampoco está diciendo nada extraño. Ya los profetas de Israel
conocieron el camino de la cruz. Como Jeremías, que en la primera
lectura se rebela ante la dureza de su misión. Quisiera dejarlo, arrojar la
toalla y callar… pero la palabra de Dios le arde dentro, le quema el pecho
y no puede abandonar. Acepta su cruz y sigue adelante.
¿Qué quiere decir tomar la cruz y seguir a Jesús? La cruz somos
nosotros. La cruz es nuestra vida y nuestras circunstancias. La cruz es la
parte penosa de la misión que puede cambiarnos la vida. La cruz es
aceptar el rechazo y la incomprensión por seguir los caminos de Dios:
un camino de servicio, de reconciliación, de amor humilde e intrépido.
Un camino con espinas, sí, pero un camino que lleva a la Vida con
mayúsculas.
San Pablo ahonda en esta idea. ¿Cómo cambiar de mentalidad y
aprender a pensar al modo de Dios? ¿Cómo renovar la mente? Es difícil
y con nuestras fuerzas solas no podremos. Pero sí podemos hacer algo:
ofrecernos a Dios. Cuando le ofrecemos toda nuestra vida: no sólo el
corazón y el alma, sino el cuerpo (es decir, nuestro tiempo, nuestras
acciones, nuestras fuerzas), entonces él transforma esta ofrenda y nos
da la gracia suficiente y necesaria para cambiar. No somos nosotros
quienes nos convertimos: es él quien nos cambia. Sin dificultad, con
suavidad y alegría, porque Dios no quiere aniquilarnos, sino vernos
crecer y florecer… Esa es su voluntad para cada uno de nosotros.
¿Queremos cambiar? Entreguémonos a él. Abandonémonos en sus
manos. Del todo. Y él nos transformará para que vivamos de verdad.