1. Rey, hasta en la cruz
34º Domingo ordinario – C
La carta de San Pablo, hoy, nos recuerda algo fundamental. Nos admira el universo y la belleza de
todo lo creado, y damos gracias a Dios por ello. Pero Dios ha hecho algo más que un mundo
magnífico. Nos ha creado a nosotros, a su imagen, y nos llama a vivir en su misma plenitud. Esta
era la intención inicial de Dios. Sin embargo, para hacernos semejantes a él, tenía que crearnos
libres. Y es la libertad la que nos da la opción de elegir. Podemos aceptar el plan de Dios, podemos
rechazarlo o enfrentarnos a él. Cuando concebimos otros planes, dándole la espalda, es cuando
comienzan las luchas de poder y el mundo entra poco a poco en el caos.
Pablo nos explica que la gran misión de Jesús fue venir a reconciliarnos con Dios. Él nos enseña
otra forma de vivir, en amistad con el Padre Creador. La reconciliación abarca no sólo a los seres
humanos, sino a toda creatura: «Dios ha querido reconciliarse con todo el universo, poniendo paz
en todo lo que hay en la tierra y en el cielo, por la sangre de la cruz de Jesucristo».
¿Qué sentido tiene la muerte de Jesús? Humanamente, es una tragedia, porque se trata de la
condena injusta de un hombre bueno. Un hombre que, según judíos y romanos, se atrevió a
proclamarse rey, desafiando la autoridad. Desde esta perspectiva, la muerte de Jesús es una
locura absurda. Pero Jesús no es sólo un hombre bueno, sino Dios. La muerte del mismo Dios, a
manos de sus hijos, tiene un sentido tremendamente más hondo.
Si podemos entender el gran amor de un padre o una madre que dan la vida por sus hijos,
podremos atisbar el amor de Dios, que sacrifica su propia vida humana para rescatar a todos. Su
muerte nos da vida; su resurrección nos resucita. Como dice Pablo,esa muerte nos libera del poder
de la tiniebla y nos abre la puerta al reino de la luz, es decir, de la vida eterna.
Un buen rey, en la mentalidad del antiguo Israel, es el que se entrega para servir a los suyos. Por
eso Cristo, en la cruz, herido, agonizante, con aspecto deplorable, es rey. Sigue siendo rey, aunque
está clavado de pies y manos, porque se ha entregado hasta el extremo. Es soberano porque sigue
siendo libre: se ha dado a sí mismo con plena consciencia y voluntad.
El ladrón crucificado a su lado es el único, entre todos los que contemplan la escena, que lo sabe
ver. A las puertas de la muerte quizás las cosas se ven más claras… Este bandido, mirando a Jesús,
descubre lo que nadie más ha descubierto: que ese hombre crucificado, bajo un cartel casi irónico,
es realmente quien dice ser. Y le suplica, como un vasallo a su monarca, que tenga piedad de él.
Jesús hace su último gesto de realeza: «Esta noche estarás conmigo en el paraíso». Es un gesto de
clemencia y magnanimidad, un gesto propio de Dios, que no quiere perder a ninguno, que quiere
salvarnos a todos. Aun muriendo, puede rescatar.
Esta es la realeza de Cristo, el único rey que no toma nada de sus súbditos, sino que da su vida por
ellos. Contemplémoslo en la cruz. Dejemos que su cuerpo herido nos hable y su sangre nos limpie
el corazón para poder sentir y experimentar la bondad tan grande que derrama sobre nosotros.
Del rostro de este rey, muerto de amor por nosotros, emana toda sabiduría y un caudal de vida
inmensa, que sólo espera ser acogida.