Cuentos. Banco de materiales MJD.
Todos los cuentos, al menos los que son clásicos, se enorgullecen de enmarcarse en una época remota. No es éste el caso del presente relato, pues pudo muy bien haber pasado ayer por la tarde, o más bien todavía estar por ocurrir.
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CUENTO - La ciudad perfecta
1. La ciudad perfecta
Todos los cuentos, al menos los que son clásicos, se enorgullecen de
enmarcarse en una época remota. No es éste el caso del presente
relato, pues pudo muy bien haber pasado ayer por la tarde, o más
bien todavía estar por ocurrir.
En aquel tiempo, no sé ya si pasado o futuro, todos los habitantes
estaban muy orgullosos de su espléndida ciudad. ¿Qué nos falta?, se
preguntaban unos a otros con altivez. En realidad, no les faltaban
motivos para pavonearse frente a los forasteros que, sorprendidos,
visitaban las maravillas de semejante población. Una agradable
temperatura primaveral durante todo el año, atractivas figuras
masculinas y femeninas paseándose por sus calles, gente amable y
hospitalaria que nunca desatendía indicar a un turista; todo ello
generaba un ambiente acogedor y hogareño que, a quien se
marchaba, siempre le dejaba con el sueño de volver algún día. Se
ofrecían todo tipo de actividades deportivas, como natación en la
piscina olímpica, vela en las mansas aguas de la bahía, atletismo,
fútbol, baloncesto... No eran de extrañar todas estas instalaciones,
porque numerosas veces había sido escogida como sede olímpica.
Tampoco extrañaban la cantidad de museos interactivos, pinacotecas
y muestras feriales por su repetido nombramiento para la exposición
universal.
Pero últimamente la gente estaba un tanto alborotada, porque se
corría el rumor de que algo faltaba, aunque nadie sabía precisar bien
de qué se trataba. Era más bien una impresión vaga que desde hacía
algunos meses gentes de otros lugares habían percibido, o más bien
echado en falta. La verdad es que la cosa se había convertido en el
tema de conversación de todos los vecindarios, pero nadie sabía dar
cuenta de lo que pasaba con exactitud. Muchos achacaban los
rumores a las envidias de las ciudades convecinas que ni de lejos
podían hacer sombra a la acendrada reputación de la ciudad en
cuestión. Otros se preguntaban sorprendidos qué podía faltar en una
ciudad que en realidad lo tenía todo: buen comer, buen clima, buenas
gentes, buenos paseos y avenidas, poco tráfico y apenas ruido...
Con el tiempo, parece que la cosa fue a mayores y de las charlas de
los bares la preocupación pasó a los pasillos del ayuntamiento.
Concejales y tenientes de alcalde marchaban precipitadamente de
arriba a abajo barajando planes de urbanismo, redes de transporte,
informes sobre servicios de alcantarillado, luz, gas, teléfonos y hasta
vía digital e internet sin que nadie pudiera dar con ningún fallo.
2. Además los impuestos no hacían más que
bajar debido a la buena gestión de la
administración. ¿Qué podía estar ocurriendo?
El pleno del ayuntamiento se tuvo que reunir
en sesión extraordinaria, cosa que no ocurría
desde no se sabía cuándo, para tomar una
determinación al respecto. Una vez leídos
todos los informes elaborados, el alcalde
tomó la palabra.
- Ciertamente estamos muy por encima de la
media mundial, tal y como reflejan las cifras
del extraordinario informe que acabamos de
escuchar. Todos nuestros ciudadanos se encuentran más que
satisfechos en materia de educación, sanidad, ocio... y, sin embargo,
seguimos estando ante el hecho de que sigue faltando algo. Lo más
terrible de todo es que nadie sabe qué es, aunque todo el mundo lo
echa en falta. Propongo, como máximo responsable de esta insigne
ciudad, enviar a todos los lugares del mundo corresponsales para que
investiguen y comparen nuestra ciudad con el resto, a fin de que se
aclare esta cuestión.
Efectivamente así se hizo, e incluso, hubo muchos voluntarios para
realizar la misión propuesta por su alcalde. Pasaron los días, las
semanas y los meses y todos los ciudadanos acudían puntualmente a
las noticias municipales que diariamente retransmitía el canal
televisivo de la ciudad. Una y otra vez, el resultado era idéntico: no
se encontraba nada que mereciera la pena; es más, a muchos
corresponsales les habían ofrecido suculentas ofertas para solucionar
los problemas de las ciudades que habían visitado, dada la enorme
reputación de la ciudad de donde provenían. La verdad es que la
gente, con el transcurrir del tiempo, cada vez andaba más
decepcionada, porque el misterio no se resolvía y la ciudad parecía
haber perdido el encanto del que tanto alardeaba. Todo se había
vuelto más triste.
Una apacible tarde de otoño, cuando el misterio estaba casi olvidado,
una niña de unos seis o siete años salió de la fila que le conducía al
autobús escolar para cruzar la plaza central como una exhalación y
adentrarse en el ayuntamiento.
- ¡Quiero ver al alcalde! - repetía una voz chillona detrás del
mostrador. Al otro lado había una paciente secretaria que al parecer
no hacía caso al microorganismo de trenzas rubias y mochila roja que
intentaba alzarse para que se le pudiera apreciar.
- Pero a quién tenemos aquí - dijo la amable voz de la secretaria. ¿No deberías estar en clase?
3. - ¡Quiero ver al alcalde! - volvió a repetir con su infantil voz. - Yo sé
lo que falta a la ciudad.
- Pues dímelo y así yo se lo diré al alcalde - dijo tranquilizadoramente
saliendo del mostrador y poniéndose a la altura de la pequeña.
- ¡No!, tiene que ser al alcalde. - insistió obstinadamente la criatura.
En aquel preciso instante, bajaba el solicitado edil por las amplias
escaleras de lujoso mármol con todo su cortejo de concejales.
Inmediatamente, la pequeña de trenzas rubias y mochila roja salió
pitando para interponerse en el recorrido del consejo del
ayuntamiento con su alcalde a la cabeza.
- Yo sé lo que le falta a la ciudad, señor alcalde - dijo con infantil
autoridad ante el asombro de todos aquellos mayores trajeados y
encorbatados.
El alcalde no pudo contener su asombro ante el minúsculo obstáculo
de trenzas rubias y mochila roja que acababa de interponerse en su
camino. Se paró y con inusitada ternura y confianza alzó a la
pequeña en brazos y le preguntó en bajito.
- Cuéntame tu secreto. - susurró.
- La ciudad no tiene centro. - respondió con el mismo tono.
- ¿Cómo que la ciudad no tiene centro? Se puede calcular
geométricamente el centro de la ciudad.
- Sí, pero la ciudad no tiene centro. - insistió la niña.
Entonces, el alcalde, un hombre que había llegado donde había
llegado por su aguda perspicacia, entendió lo que la pequeña le
estaba diciendo. Efectivamente, la ciudad no tenía centro, porque
tampoco tenía historia. Todas las demás ciudades podían no tener los
maravillosos servicios que su ciudad disfrutaba, pero todas tenían
una raíz, un centro, del que manaba la identidad de la ciudad. En el
fondo, de lo que se trataba era de que la ciudad era homogénea, de
tal modo que cualquier barrio era idéntico al siguiente, con el mismo
tipo de casas, de calles, de farolas, de centros escolares y sanitarios.
Todo era absolutamente igual y la cuadrícula de calles constreñía la
ciudad en un angosto corsé racional. Por otro lado, todo se renovaba
con tanta rapidez y tan simultáneamente por toda la ciudad, que no
quedaba rastro de ninguna historia, de ninguna memoria.
Efectivamente, la pequeña muchachita de trenzas rubias y mochila
roja tenía razón, con esa razón inocente e indefensa que todos hemos
4. disfrutado alguna vez, con esa razón tan convincente: la ciudad no
tenía centro.
Todos estos pensamientos pasaron por la mente del alcalde más
rápidamente que un fogonazo, pero con una claridad tal que le
dejaron boquiabierto. Fue entonces cuando la estrechó entre sus
brazos y sólo pudo pronunciar suavemente: gracias.