Este escrito proclama que n hay material que permita cabalmente el análisis de las alternativas conservadoras. Agrega que la división del país es grave. Y concluye que no estamos ante disyuntivas de carácter económico. Se trata de otra cosa.
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EL BALANCE ECONOMICO DEL GOBIERNO DE SANCHEZ.
Manfred Nolte
El 1 de junio de 2018 se celebró la moción de censura contra Mariano Rajoy. Su
aprobación provocó la dimisión del Gobierno y condujo a la investidura de Pedro Sánchez
como séptimo presidente del Gobierno de España, cargo que ostenta en la actualidad.
El paulatino derrumbe de la popularidad del actual mandatario, desmoronamiento
ratificado en buena medida en las recientes elecciones municipales-autonómicas invita
a reflexionar en qué medida ha contribuido la gestión económica de su gobierno a tal
estado o si son otras las razones de mayor calado las responsables de su
cuestionamiento.
Hay que considerar, en primera instancia, que una misma medida o situación puede
interpretarse como buena o como mala según el talante y la información de la
ciudadanía. Sorprende, por ejemplo, que las zonas arrasadas por los recientes
terremotos de Turquía hayan mantenido intacto el apoyo al dignatario en las últimas
elecciones. El sentimiento general de indignación ante desastre en la construcción de las
viviendas y posterior gestión de los seísmos ha cedido ante otro tolerante y compasivo
en el que el presidente “hace lo que puede, porque la ruina es muy grande”.
Con esta premisa cabría preguntarse si está penalizando la ciudadanía al Gobierno por
su gestión económica o hay otras razones de fondo, más viscerales y al cabo menos
objetivas. Debe advertirse que cualquier decisión es criticable, y si acaso las económicas
aún más. Con lentes puritanas, recurriendo a los viejos manuales universitarios,
cualquier medida es susceptible de objeción, porque toda política económica es fruto
de unos juicios de valor. Sobre una misma coyuntura, entra en juego la ideología
considerando que ‘a juicio del gobernante’ tal o cual acción es más conveniente que otra
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alternativa. Las decisiones de un gobierno no son tanto consecuencia de una minuciosa
reflexión científica como de su ideología.
En un aceptable número de casos tan defendible es una estrategia como la contraria,
incluyendo toda la gama de claroscuros que pueda existir entre ambas. Tan criticable es
una política de austeridad como el exceso de audacia inundando el mercado de
subvenciones, activando una oferta monetaria laxa y provocando finalmente un estallido
inflacionario que castiga la capacidad adquisitiva a la ciudadanía, cercena salarios y
pensiones, encarece la financiación de la vivienda y desestabiliza el sistema.
Las medidas económicas, añadidamente, no son fácilmente interpretables por la
ciudadanía media y solo son valorables con certeza a posteriori. Si el fármaco alivia
alguna enfermedad se reputa como bueno sin analizar los efectos secundarios.
Hoy sabemos que los confinamientos radicales, como el producido entre nosotros con
la eclosión Covid en 2020, son contraproducentes, pero nadie hace bandera de esta
conclusión, ni reprocha evidencias que llegan con retraso. La subida del SMI, desde los
735 euros a los 1080 en cinco años que ha afectado a 2,5 millones de trabajadores habrá
suscitado las quejas de muchos autónomos perjudicados, pero lamentablemente no se
ganan batallas sin producirse algunas bajas. La política antiinflacionista ha sido exitosa
al igual que la implantación de los ERTEs. La política de subvenciones, por el contrario,
ha sido indiscriminada y ha disparado nuestra deuda pública, un atraco perfecto: ‘todo
para los de hoy y ya lo pagaréis los que venís detrás’. Pero era necesaria en un escenario
de dos crisis sucesivas y hay que aplaudir que 600.000 hogares perciban el ingreso
mínimo vital o que 1,4 millones de ciudadanos disfruten del bono eléctrico. Crecemos
bien, aunque somos los últimos de Europa en aumento de PIB per cápita. La creación de
empleo es gratificante, con más de 20 millones de cotizantes a la seguridad social,
aunque seamos al tiempo el país con mayor paro de la OCDE. La mini reforma laboral ha
recortado los contratos temporales, pero se ocultan los datos de ese fantasma llamado
fijo transitorio y nuestra productividad continúe siendo famélica. Con todo, nada de esto
subleva a las masas ni tuerce el rumbo del voto.
Más criticable resulta la ley de la vivienda, que claramente obtendrá en pocos meses
resultados opuestos a los deseados. O la reforma de las pensiones, que se come todo el
margen fiscal del país, asestando una puntilla desviada a la viabilidad de las mismas. El
mecanismo de equidad intergeneracional es un insulto a los jóvenes. Pero once millones
de jubilados que han visto incrementadas sus pagas en un 8,5%, sin considerar si las
pensiones serán más sostenibles en el futuro, no van a rebelarse contra sus
benefactores. Los impuestos ‘exprés’ a las entidades financieras y empresas energéticas
solo han enfadado a unos pocos. Son sumas cuantiosas y posiblemente inprocedentes,
pero los perjudicados no se han subido a la parra: su enojo es razonable y civilizado. La
gran nebulosa que encierra la asignación de los fondos del ‘Plan de recuperación’ nos
desconcierta y nos hace encogernos de hombros. Pero no provoca una manifestación
callejera de nadie. Los resultados de PISA son malísimos y deberían incitar a una
protesta. Pero no pasa nada. Nadie convoca una reclamación colectiva pidiendo una
mejor educación para nuestros menores. De modo que gran parte de las políticas
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económicas del gobierno de coalición está llamada a perdurar, quizá con algunos
retoques.
Lo que nos lleva a inferir, que tiene que haber algo de más calado que esté actuando de
revulsivo de la conciencia de muchos españoles. Y lo hay. Y va de ‘ismos’. Se trata de una
madeja de acciones de naturaleza ajena a lo económico que se recoge en el término de
´sanchismo’.
Si repasamos la profusión con que se emplea el término el sanchismo en los medios,
destacamos su sinónimo de codicia política -sobrevivir a cualquier precio-, y de un
personalismo sin límite. Son múltiples los flancos abiertos a la arbitrariedad hasta
constituir una perversa fantasía, empezando por uno particularmente grave: no respetar
sus propios dogmas y cambiarlos reiteradamente al calor de la coyuntura y de la
conveniencia. Otros temas han agredido a la conciencia colectiva del país. Como la
formación de un gobierno coaligado con quienes declaran sin tapujos su propósito de
desanexión e independencia. O la manipulación legal, pero vergonzante del código penal
para atenuar el rencor de los golpistas y consolidar su adhesión. O la exhortación ‘urbi
et orbi’ de la Ley de memoria democrática, probablemente la acción que más daño ha
producido en la convivencia del país, reabriendo a machetazos las heridas
trabajosamente cerradas en el consenso constitucional de 1977. O las rebajas penales a
los violadores. O el fiasco de la Ley solo sí es sí. O su gestión decretista, el gobierno por
decreto. Y otras más.
Esta columna no va de pronóstico sobre las elecciones generales. Ni condena ni exalta.
Nadie es de fiar hasta que lo demuestre cabalmente. Pero la realidad es que la pleamar
emocional del país apunta al desbordamiento, aunque no quepa la simplificación de
clasificar nuestra sociedad en inocentes y culpables. La conversación y el dialogo sereno
brillan por su ausencia, las reuniones y tertulias de amigos o familiares evitan la
presencia incomoda del miembro hostil, del que ‘piensa de otra manera’ y las redes se
han transformado en un lamentable escenario de descalificaciones donde el análisis de
las ideas queda sistemáticamente pisoteado por el insulto personal y la negación a
ultranza de cualquier iniciativa de ‘la otra parte’. Admitir o consentir cualquier enunciado
del adversario adquiere rango de traición. Tal vez esto no sea culpa de unos o de otros
sino un gran pecado compartido.
Mi admirado Mikel Mancisidor, experto en Derechos humanos, ha escrito recientemente
que “nos invaden sensaciones de incertidumbre, desilusión y frustración. Frente a la
desafección política, la batalla por la confianza basada en el rigor se hace cada vez más
difícil. La democracia es una forma de elegir, sí, pero también una forma de ejercer el
poder, de someterse a unas reglas, de organizarnos institucionalmente, de dar cuentas,
de respetarnos, de fomentar la participación, la transparencia y el conocimiento, y de
promover las condiciones para una deliberación seria.”
Este escrito proclama que tampoco hay material que permita cabalmente el análisis de
las alternativas conservadoras. Agrega que la división del país es grave. Y concluye que
no estamos ante disyuntivas de carácter económico. Se trata de otra cosa.