Este presente, estas páginas, son una invitación a la reminiscencia de algunos pasajes que entre risa, enojo y sus términos medios, de alguna manera, nos pellizcan y nos recuerdan que nosotros mismos somo y seguimos haciendo historia. Una evocación en el tiempo con relatos por contar, para recordar, momentos tristes para olvidar y superar - como los de la violencia - y otros un tanto más amables para compartir y disfrutar.
4. CAICEDONIA
Un Centenario
Marco Aurelio Barrios Henao
Magister en Filosofía Latinoamericana, Univ. San Tomás Bogotá.
Estudios de especialización en Colonia Alemania.
5. Barrios Henao, Marco Aurelio
Caicedonia, Un Centenario/ Marco Aurelio Barrios Henao.-Caicedonia
Tipografía Atalaya, Caicedonia 2010
188 p. ; fot. ; 22 cm
ISBN: 978-958-44-6848-2
Marco Aurelio Barrios Henao
barriosmarco88@hotmail.com
Diseño y diagramación: Victoria Andrea Martínez Barrios
Fotografía: Jorge Díaz (portada), Uverney Antonio González y Rubén Darío García
Printed and made in Colombia / Impreso y hecho en Colombia por Tipografía Atalaya
Este libro no puede ser reproducido total o parcialmente por ningún medio sin la
autorización del editor.
6. AGRADECIMIENTOS
En primer lugar, agradecer a todos los integrantes de la familia
Barrios Henao que, entre hermanos, cuñados, tíos, primos,
sobrinos, parientes cercanos, lejanos, conocidos, amigos y amigos
de los amigos, aportaron, corrigieron y complementaron la
información que hoy se entrega en este ejemplar. Fueron largas y
relajadas jornadas de tertulia donde espontáneamente se hizo
memoria de todas aquellas vivencias de muchacho, de adolescente,
la remembranza del primer amor, de la primera tusa, de los deberes
que se quedaron sin cumplir y de las promesas y propósitos que -
aún medio siglo después- siguen pendientes.
Agradezco a la Administración municipal por la acogida y el
Aval que le dio a este proyecto, a quienes contribuyeron con sus
aportes; igualmente a Octavio Castaño A. y al Dr. Fernando
Arbeláez S. por la valiosa colaboración con su extenso archivo
histórico privado.
A quienes con su aporte afectuoso y espontáneo de paisanos
me corrigieron con precisión un sinnúmero de detalles: María Inés
Jiménez D, Miguel Gualteros F, Fernando Baena D, Octavio
Osorio S, Lida Piedrahita O, Yolanda Piedrahita O, Félix Alberto
Villa R, Egerzayn Arenas O, Ligia Valencia L, Adriana Giraldo G,
Humberto Escobar R, Henry Espinal M, Gabriel Echeverry I.
A Victoria Andrea Martínez Barrios quien tomó la batuta en
la elaboración del diseño y a quienes profesionalmente estuvieron
a la altura de los mejores en la calidad fotográfica: Jorge Díaz,
Uverney Antonio González y Rubén Darío García.
A la tipografía Atalaya quien con su trabajo de edición cierra el
círculo de un producto 100% caicedonita.
7.
8. Índice
Prefacio
Primera parte: Aquí entre nosotros
Los castigos, las pelas 15
El culebrero 21
Pachorqueta 25
Josébejuco 27
Vamos a misa 31
Mi sentido pésame 39
El Willys 43
Dinosaurios en Caicedonia 50
Israel Motato 60
Juntos y también revueltos 66
Un monumento a la empanada 72
Caicedonia, un nombre ya centenario 80
Segunda parte: Nosotros con el mundo
El agua se agota, pero aún estamos a tiempo 89
Amigos paralelos
Introducción 97
Primer recorrido: a lo ancho 100
Segundo recorrido: a lo largo 111
Conclusión 120
Anexos 125
10. CAICEDONIA, Un Centenario ISBN: 978-958-44-6848-2
Prefacio
Año 2010 de nuestra era, una fecha convergente de
aniversarios. Una celebración local que conmemora del Centenario
de un municipio fundado el 3 de agosto de 1910, municipio al que
se le dio el nombre de Caicedonia. Igual motivo de celebración
regional para un departamento fundado el 16 de abril del mismo
año al que se le dio el nombre de Valle del Cauca, igual año de
creación de la Arquidiócesis de Cali —primera Jurisdicción
Eclesiástica del municipio de Caicedonia—. A nivel nacional y de
países vecinos, fecha que conmemora el bicentenario de
independencia. A nivel global es de destacar que La Organización
de las Naciones Unidas ha declarado el año 2010 como el Año
Internacional de la Diversidad Biológica. Una campaña que busca
sensibilizarnos en el cuidado y protección de la biodiversidad. De
hecho, el calentamiento global, es una amenaza de extinción que
involucra a la especie humana y a la biósfera en general y de costos
demenciales de no actuar con prontitud.
Todo aniversario es siempre motivo de celebración, más aún,
tratándose de un centenario. A lo anterior hay que sumar que toda
celebración va siempre acompañada de un presente. Estas páginas
son justamente eso, un presente a nosotros mismos que somos la
historia viva de aquellos colonos que, forzados por la pobreza,
forjaron el inicio de una historia que hoy cumple cien años. Eran
pobladores con incontables necesidades por satisfacer, con tantas
ilusiones como cabían en sus almas, con uno que otro coroto en su
haber y con una docena o más de hijos por alimentar. Machete en
mano para abrirse paso y azadón para sembrar futuro, fue la receta
de éxito que los alentó a crear caminos, a abrir trochas, a levantar
cercos, a sembrar arados y a recoger cosechas.
Entre todos, unos con otros, junto a los que seguían llegando,
hicieron minga a todo lo que fuera amenaza, limitación o
vergüenza. Fue así como vencieron a la fiebre amarilla, al
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paludismo y, también, como a punta de escopeta y decisión,
espantaron o consumieron a los animales que aún se encontraban
en estado salvaje. A lomo de mula y con la mansedumbre del buey
levantaron fincas, haciendas, trapiches, calles y carreras,
levantaron casas, edificios modestos de bahareque, parques, plaza
de mercado, escuelas, colegios, iglesia, capillas, hospital, cárcel y
puestos de policía. Cuando llegó el momento de ordenar el puñado
de toldas y ranchos que ya eran municipio, adoptaron los únicos
recetarios de leyes y normas que había a la mano. Uno, herencia
del Derecho Romano para el orden civil y 10 mandamientos, más
el derecho canónico para los asuntos del orden espiritual. Igual
suerte de dominio y adoctrinamiento cultural ya se había hecho
presente en ciudades vecinas de la región, en diferentes regiones
del país y también en la mayoría de los países del continente.
Una vez llegaron y se establecieron, cultivaron para el
sustento diario; luego un poco más organizados o a medio
organizar, adoptaron vitaliciamente a una pepa de nombre café que
domesticaron a tal perfección que la convirtieron en industria
nacional; un quehacer urbano y rural con el cual hicieron sentir a
nivel nacional el pulso viviente de un grupo de hombres y mujeres
que se negaron a morir en la miseria en un paraíso que tenía todo
para ofrecerles. Cien años de continuos desafíos, de arduas
jornadas de aserradores, de jornadas eternas de arrieros con recuas
de mulas, de pellejos tostados por una implacable y húmeda
canícula tropical, de incontables injusticias sociales que recayeron
como siempre en los más débiles, de quienes perdieron sus tierras
a manos de una zozobra permanente llamada violencia y que
copaba todos los rincones del diario vivir, de los que escupían en
sus manos callosas para darle agarre a sus nuevos
emprendimientos, de los que iniciaban y reiniciaban todo lo que su
sentido común les dibujaba como progreso, de los que bendijeron
y de los que recibieron bendiciones en espera de retribuciones
celestiales, de los que celebraban a manos llenas en tiempos de
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bonanzas. Todo eso y mucho más hace parte de un andamiaje de
forjadores que se traduce hoy en una fuerza viva de 50 mil
habitantes, que seguirá el destino de todos los pueblos: ser y hacer
historia.
Este presente, estas páginas, son una invitación a la
reminiscencia de algunos pasajes que entre risa, enojo y sus
términos medios, de alguna manera, nos pellizcan y nos recuerdan
que nosotros mismos somos y seguimos haciendo historia. Una
evocación en el tiempo con relatos por contar, motivos de
reflexión, descripciones de sentimientos siempre para recordar,
momentos tristes para olvidar y superar -como los de la violencia-
y otros un tanto más amables para compartir y disfrutar.
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Dinosaurios en Caicedonia
Cuando mi hijo tenía eso de seis años y había visto ya varias
películas de dinosaurios, había disfrutado largas horas con
videojuegos del mismo tema y había coleccionado figuras y fotos del
Tiranosaurio Rex y otros tantos, me preguntó si aquí en Cali habían
habitado ejemplares de esta excepcional especie. Me tomó por
sorpresa y en verdad no recuerdo que le respondí.
Para variar, en uno de mis viajes familiares a Caicedonia, un
sobrino en la misma edad de mi hijo con el mismo consumo de
información y con la misma colección de fotos y caramelos de estos
fascinantes ovíparos, en compañía de mi hijo me hizo la misma
pregunta. Ambos notaron mi estado de incertidumbre y sin anestesia
y sin compasión, mi sobrino apuntalado en la complicidad de mi hijo,
contraatacó y familiarmente me preguntó: ¿Tío, no sabe o no habían?
Me quedé frío; pero me salvó la campana, porque el llamado de una
de las tías a la hora del algo con olor a ponqué de chocolate y a helado
de vainilla hizo que de momento estos enanos inquisidores se
olvidaran del asunto.
La cuestión era que estaba frente a un imaginario inofensivo, un
acertijo entretenido, que me despertó curiosidad y que creí valdría la
pena dedicarle algo de mi tiempo libre.
Pensé que la respuesta, ante ausencia de evidencias científicas
locales, sería solamente cuestión de un ejercicio puramente teórico,
un ejercicio lógico, es decir, preguntas y respuestas ordenadas hasta
llegar a una conclusión que más o menos coincidiera con lo que la
gente normalmente dice que cree o que sabe.
En primer lugar había que aclarar que negar algo, no es lo mismo
que negar su existencia. Decir que no sé, si una cosa existe, no es lo
mismo decir que no existe. Para empezar había que tener claro que
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ambos enunciados, bien sea que se les mire desde una sana lógica o
desde el mero sentido común, son enunciados del todo diferentes.
Cuando menos pensé, la manía de los dinos y de los saurios ya
me había poseído y el acertijo del triásico, jurásico y cretácico
empezaba a zumbarme en la cabeza. Le eché un vistazo de nuevo al
asunto y constaté una vez más que se trataba de una historia con edad
millonaria, más antigua que la misma historia sagrada y con un peso
pesado, pesado en centenares de toneladas. Y claro está que responder
a preguntas de vecinos que pudieron haber existido alrededor de cien,
doscientos o trescientos millones de años atrás, es cosa seria, como
dicen hoy en día los muchachos.
Decidí poner orden en mi cabeza.
Empecé por preguntarle a alguien que yo suponía que sabía lo
que yo no sabía. Para mi sorpresa, fallé. Mi amigo tampoco sabía; ni
se le había ocurrido pensar si por acá por estos lares de Caicedonia
alguna vez deambularon tales reptiles. Ambos de manera
desprevenida y con actitud casi olímpica, habíamos creído siempre
que este tema de la paleontología era propiedad intelectual y exclusiva
del primer mundo. Sin embargo mi amigo confesó haber sido objeto
de acoso por parte de sus hijos y sobrinos respecto al tema.
Siendo mi amigo como es, un estudioso de academia, curioso y
sensible a todo lo que huela a ciencia, y a todo lo que le alimente su
saber, de una se interesó en el tema y nos dimos a la cacería sáurica
de conceptos, datos y cualquier tipo de información que nos pudiera
llevar a buen puerto. Sin saber qué tan seguro era el puerto al que
llegaríamos, inauguramos nuestro empeño con un refrescante ¡salud!,
con olor y sabor a cebada.
El resultado final de esta buena intención de búsqueda
intelectual quedó dividido en dos partes: una reflexión desatinada que
nos llevó a la creación de una malformación teórica y una segunda
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parte, corrección de la primera, que esperará a ser confirmada en
tiempo futuro. La primera parte de este acertijo fue un ejercicio
puramente teórico, fruto de una conversación informal iniciada en una
de las bancas del parque central.
Para responder la pregunta, del tema en cuestión, hicimos
memoria de algunos programas de Discovery, algo que habíamos
visto en la internet y alguna que otra cosa que habíamos leído en
periódicos, revistas y uno que otro libro que habíamos ojeado.
Así, atando cabos, fuimos juntando una cosa con otra y
encadenando argumentos: llegamos a la conclusión de que aquí en
nuestro vecindario, efectivamente deben existir fósiles gigantes de
dinosaurios.
Las consideraciones que tuvimos en cuenta fueron las
siguientes: primero, cuando aparecieron los dinosaurios, hace 300
millones de años, estaban todos los continentes juntos en uno solo
llamado Pangea, es decir, estaban todos los dinosaurios en un solo,
único y extenso territorio. Segundo: cuando Pangea inicia su proceso
de separación, quedaron dinosaurios esparcidos en cada uno de los
cincos continentes. Tercero: A la fecha se han hallado fósiles en todos
los continentes: África, Asia, Australia, Europa, Norteamérica y
Sudamérica, que es el que nos interesa.
Estos tres eventos corroborados por la paleontología, nos daban
pie para concluir que efectivamente, aquí también debieron haber
existido ejemplares de este grupo de criaturas. Para concluir
contundentemente, mi amigo elaboró una apreciación, por supuesto
teórica, que parecía ser el argumento definitivo. Dijo que por la ley
universal de los líquidos, llamada también ley de los vasos
comunicantes, sólo bastaba dar un vistazo a lo que teníamos y
llegaríamos a la conclusión correcta. Es decir que si en los extremos
de un fluido homogéneo, había positivos, se concluye que en su centro
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tendría que existir lo mismo que en sus extremos. Y como Colombia,
concretamente Caicedonia, es más o menos equidistante al lugar de
los hallazgos, es decir, está más o menos a mitad de camino entre
Estados Unidos y Argentina, donde se han hallado restos de
dinosaurios, entonces aquí debía haber lo mismo que en sus extremos.
Así de sencillo.
Las evidencias de los hallazgos en Norteamérica, Centroamérica
y Suramérica, eran las pistas convertidas en premisas con las cuales
nosotros habíamos armado la conclusión de nuestro rompecabezas.
Juntamos todas estas consideraciones teóricas a una estructura lógica
y planteamos la pregunta: ¿si los hay en todas partes, por qué aquí no?
Ya andábamos por la tercera cerveza.
Ese fue el recorrido que hicimos para llegar a la conclusión de
que aquí en Caicedonia también existieron dinosaurios. “Una
conclusión contundente para una fecha soberbia: la celebración de
nuestro primer centenario”; dijo mi amigo y con inspirado acento,
remató: “¡salud!”.
Coincidimos en el hecho de que si nuestros arqueólogos,
paleontólogos y a la vez geólogos, llamados cariñosa y
profesionalmente guaqueros, aún no han encontrado a la fecha
ejemplar alguno, no valida para nada la negación de su existencia. Es
solo cuestión de tiempo, de encontrar el sitio que tiene que ser, el sitio
que está esperando a ser descubierto.
Consideramos también la posibilidad de que las fuerzas
colosales de los movimientos telúricos en la formación de nuestras
cordilleras hayan sepultado a estos descomunales lagartos a
profundidades de igual proporción. Ahí la solución sería la misma:
seguir insistiendo, ajustar la precisión del cateo y cavar tan profundo
como sea necesario.
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Una cerveza más y ya habíamos decidido que la generación de
nuestros sobrinos y primos, que entre ambos suman como quinientos,
tendrían la obligación moral de ocuparse del tema y quedaba de una
vez establecido como tema central para el próximo cincuentenario. Y
también acordamos presentar al Concejo Municipal un proyecto de
ley para que con antelación se decretara día cívico a la fecha del día
del hallazgo del primer esqueleto genuino. En el entusiasmo, mi
amigo desafió toda posibilidad de error: “No importa que a la fecha
no hayamos desenterrado ni siquiera una pestaña de estas lagartijas
gigantes”: “Ya llegará su día para encontrarlas. No olvide que la teoría
jalona la ciencia y que el hallazgo o el experimento, lo único que hace
es echarle la bendición del bautizo”, cerró con broche de oro; sin dar
tregua añadió: “la humanidad primero fue teóricamente a la luna, el
viaje de ida y regreso, fue solo la comprobación de que la teoría era
correcta y que el desempeño técnico estuvo ajustado”. Todo parecía
andar sobre ruedas: todas las preguntas parecían tener su respuesta
correcta; todo encajaba.
Terminó la sesión porque mi amigo se desbordó de alegría: se
enlagunó. Le fluyeron deseos incontenibles de bailar y cantar en la
mitad de la calle a eso de las dos de la tarde. Quería celebrar su
discurso, su invento, su teoría. Le lidié la rasca, pagué la cuenta y a
media noche lo llevé a su casa.
Días después, pasada la rasca, ya en sano juicio, a mí me quedó
sonando el asunto éste y me preguntaba qué tan probable era, en
verdad, la existencia física de estos ejemplares que andábamos
buscando, y qué tan probable era que algún día, en algún recodo de
nuestra geografía municipal se diera tal hallazgo. En mi estómago
algo me decía que estábamos como despistados. Coincidencialmente
me llamó mi amigo y me dijo que nos olvidáramos de todo lo dicho,
porque a él ese cuento de los guaqueros, de los hallazgos en todo el
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suelo americano, de los vasos comunicante, del día cívico y demás
cuentos de borrachos, no era más que el engendro de un espantoso
mamarracho, que había que reconstruir totalmente.
Así que volvimos a la mesa de diseño y empezamos de cero. De
un solo tajo abandonamos nuestra fallida creación porque, por
cualquier lado que se le mirara, no tenía arreglo; así que borrón y
cuenta nueva fue la nueva consigna.
Sugirió mi amigo que nos contactáramos con alguien que él
conocía y de quien estaba seguro, que sí sabía lo que nosotros no
sabíamos. Esta vez, ambos, menos efusivos escuchamos con atención,
con mucha atención.
El nuevo miembro de la cofradía, sí que sabía bastante del tema;
graduado de geofísico de la Universidad de Leipzig leyó las
conclusiones a las que habíamos llegado y de entrada descubrió que
habíamos hecho una casa en el aire; con una sola pregunta, nos
derrumbó todo el castillo; para finalizar, el especialista contrapuso
que el modelo de la ley de los vasos comunicantes no guarda ninguna
semejanza, ni proporción, ni sentido, ni validez en su aplicación con
la presencia de los dinosaurios en esta localidad. Hasta se nos puso
filósofo porque con la autoridad que manejaba su discurso y el halo
de sabiduría que contrastaba con nuestro silencio absoluto, se colocó
el mismo en un púlpito desde donde se explanaba a sus anchas. Sabía
que estábamos atentos a lo que dijera; producía miedo y a la vez
inspiraba reverencia.
Retomó la comparación de los vasos comunicantes y dijo que
eso era como tratar de medir la felicidad del primer beso con la
demostración matemática del teorema de Pitágoras o del teorema del
triángulo de Las Bermudas, añadió con sarcasmo. Como si fuera poco,
preguntó si nosotros éramos los padres de esa teoría. Nuestro ruidoso
y estruendoso NO, cantado en coro y con expresión de extrema
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seriedad, sorpresa y nerviosismo nos dejó al descubierto. Esa fue la
sentencia final de nuestro desempeño; acabábamos de descubrir que
habíamos estado miando fuera del tiesto.
Según nuestro amigo el especialista, el rompecabezas que
habíamos armado estaba incompleto porque habíamos omitido
algunos detalles. Primero, según los hallazgos de la ciencia de la
geología, de la paleontología, han demostrado en la historia de la
geología colombiana que cuando existió Pangea como tal, casi todo
el territorio de Colombia era mar, solo mar. Prueba de ello son las
minas de sal de Zipaquirá y otras del territorio nacional, minas que se
formaron una vez se evaporó el mar o se retiró de su lecho. En el
ámbito local también se evidencia este hecho en el sabor salubre de
una de las quebradas de la vereda El Salado, sitio que fue una vez
centro de distribución de sal a poblaciones aborígenes de la región.
Esa es también la razón por la cual se encuentran conchitas,
fósiles de invertebrados llamados nautilus, piedras con forma de
caracol que con frecuencia se encuentran a orilla de carretera, en
excavaciones de guacas o en construcción de cimientos a lo largo de
la superficie del Valle del Cauca y también del territorio de Boyacá.
Segundo, la cadena montañosa de Los Andes es geológicamente
joven, de formación reciente, es de hace apenas 25-30 millones de
años; para ese entonces ya los dinosaurios habían desaparecido todos
por completo; tuve la tentación de preguntar que, de pronto, los
dinosaurios que volaban, hubiesen podido haber llegado hasta acá;
pero me quedé callado, porque en boca cerrada no entra mosco. La
segunda vez que cerré el pico fue cuando me abstuve de preguntar si
los hallazgos de Villa de Leyva pudieran darnos alguna cercanía tanto
física como teórica. Nuestro especialista, que ya había tomado vuelo
de sabio venerado, me leyó el pensamiento y sin preguntársele,
anticipó su comentario y aclaró que los hallazgos en Villa de Leyva
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son restos de cronosaurios, animales con aletas de vida marina, que
no pertenecen al grupo de los dinosaurios, porque ninguna especie de
dinosaurio fue marina. Además eran herbívoros por la estructura de
sus dientes y de sus patas en forma de tubo. Asimismo los hallazgos
de colmillo gigantes encontrados en el Valle del Cauca son colmillos
de Mamut, animales que se extinguieron hace apenas diez mil años.
Luego de haber desgranado argumento tras argumento con un
absoluto NO EXISTIERON, concluyó la presentación del especialista
y también nuestro deseo de seguir indagando. Así terminó la segunda
parte de este episodio. Como si el especialista nos hubiera pasado una
aplanadora por encima, dijo que si seguimos escarbando en nuestro
suelo cafetero, encontraremos guacas, entierros, esqueletos de perros,
gatos, gallinas, caballos, asnos, etc., y que cuando encontremos el
esqueleto de una lagartija lo tomemos como premio de consolación
porque es todo lo que en estas tierras nos queda del pasado sáurico.
Mi amigo, el geniecito, algo así como medio berraco, para
evitar futuras incursiones en el tema, decidió que se pregonara por
todo el pueblo durante tres días, negando de una vez por todas la
presencia pasada, presente y futura de tales exponentes, y que se
colocara en cada entrada intermunicipal del pueblo un aviso grande
que se viera y que dijera: “Caicedonia nunca fue tierra de
dinosaurios”.
Aunque mi amigo acostumbra a enlagunarse con cierta
facilidad, niega que el desatino del perifoneo y la desproporción del
aviso gigante hubiese sido idea suya y me la atribuyó a mí. Como sea
la versión verdadera, agradezco a mi amigo el especialista que con
información precisa nos sacó del atolladero y a mi amigo genio, que
me haya acompañado en esta aventura de encontrar una respuesta a
un tema que a pesar de la desaparición de sus ejemplares físicos sigue
fascinando a grandes y chicos de todos los tiempos y lugares; un tema
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que por el aspecto fantástico y gran tamaño de estos ejemplares ha
cautivado la imaginación por generaciones; un tema central en la
cultura popular, plasmado en exposiciones, parques temáticos,
museos, obras de ficción, documentales, publicidad, novelas,
videojuegos, historietas y en general en todo tipo de bibliografía. Un
tema siempre cautivante y recurrente a la imaginación humana en
cualquier punto geográfico del planeta.
Un tema, que en nuestro caso, buscaba dar respuesta a una
pregunta inocente de un sobrino que en un día común y corriente, se
le ocurrió también hacer una pregunta común y corriente: “¿tío, en
Caicedonia existieron dinosaurios?”
Al concluir la redacción de este episodio, “doy gracias a Dios”,
dijo mi amigo, “que al momento ningún pariente, cercano o lejano,
primo, sobrino, tío o cualquier ciudadano del común, se le haya
ocurrido a la fecha preguntarme por la existencia pasada, presente o
futura de los Ovnis, ni que alguien llegase con la ocurrencia de querer
saber el peso atómico de las ánimas del purgatorio, o el número exacto
de pixeles necesarios para comprobar su existencia, ni mucho que
llegase alguien con el disparate de averiguar la dirección virtual del
Muán, de la Patasola, la Llorona o cualquier otro referente de nuestro
imaginario colectivo”. Una vez se terminó el sermón, dije, Amén.