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La costumbre del desorden

                                                                    Sergio García Díaz*
                                                                     sergadi@gmail.com
                                                                          Mayo de 2009



A partir de la afirmación “Lo propio del sabio es ordenar”, frase con la que comenzó su
curso el director del centro de filosofía donde cursé la carrera, podría dar por cierto,
entonces, dos cosas: primero, que existe un desorden dado a partir del cual hay que
comenzar algo nuevo o diferente y, segundo, que todos tenemos la capacidad de poner
orden. Sin embargo, no es así. Para algunos el orden está en el desorden –
paradójicamente–; un desorden aceptado o convenido, incluso podría tratarse de un
desorden ya hecho parte de la propia vida. Cabe aquí, entonces, otra observación:
aunque tengamos la capacidad de “poner en orden las cosas”, muchas veces no tenemos
la mínima disposición de hacerlo, porque no tiene que ver con nosotros, no nos
conviene o, lo más sencillo, porque no nos importa.

El problema que surge cuando el desorden es ya parte de la vida personal –o familiar, o
social– es que no se lo cuestiona más. La crítica o el rechazo debido se debilitan hasta
convertirse en aceptación resignada del desorden. Lo sorprendente sería la inexistencia
del mismo. El otro problema que surge es la apatía resultante. Si se tiene la capacidad de
ordenar ésta igualmente se pierde. En otras palabras, podemos tener la capacidad de
poner orden, pero no la habilidad desarrollada para hacerlo. Por ello, cuesta tanto
trabajo en pensar siquiera la posibilidad de pasar del desorden al orden.

Así las cosas, explico por qué traigo a colación esta idea. La tan ya bien conocida
“influenza humana o gripe AH1N1” se tradujo en las mentes de todos como un
trastorno: trastornó en primer lugar nuestras vidas personales en su ritmo cotidiano de
trabajo, convivencia social, cultural, deportiva y familiar, modificó nuestros tiempos de
esparcimiento y práctica religiosa. Quienes vivimos en la ciudad de México,
experimentamos esto, además, inesperadamente. A nivel personal, el proceso de
asimilación y asentimiento fue forzado por la situación, por lo mismo lento y, en
algunos casos, inexistente. Los ciudadanos, de manera personal no estábamos
preparados para una emergencia de tal tipo. Las autoridades hacían lo que mejor
consideraban, y valiéndose de la infraestructura gubernamental comenzaron
suspendiendo clases en todas las escuelas, públicas y privadas, en todos los niveles, del
D.F. y el Estado de México. A partir de esa medida se siguieron una serie de decisiones
que afectaron el ritmo cotidiano de la metrópoli: cierre de restaurantes, bares, antros,
cines, parques y, como era de esperar, la suspensión de clases en todas las escuelas del
país. El nuevo virus de influenza porcina, como se le llamó al principio, puso en
desorden nuestras vidas, significó caos, turbación y mucho miedo.

 Como aquel señor que despidió a su empleada, por haber “ordenado” su escritorio de
trabajo. Lo que hizo fue, con la intención de poner las cosas en orden, crearle un
desorden real en lo que sólo era aparente. Dentro de todo ese montón de papeles y libros
amontonados, había un orden y razón de ser lógicos para esa persona en particular.
Pero entonces, ¿cuál es el criterio para hablar de orden? ¿El orden implica que
necesariamente cada cosa y persona esté en su lugar o haciendo lo que le corresponde?
Desde un punto de vista objetivo esto ayuda y tal vez diría que es lo esencial al orden.
Desde un punto de vista subjetivo, el de cada persona, sin duda, hay matices. Porque en
una sociedad hay tantas visiones, tantas maneras de vivir la vida, tantas maneras de
apropiarse de ella, tantas formas de resolver los problemas y tantas y tan diversas
formas de querer lo mejor, como personas haya en una tal sociedad, comunidad o grupo
de personas. La pregunta sería, entonces, ¿siendo tan diversos y tantos, en qué podemos
ponernos de acuerdo o sentirnos hermanados los unos con los otros? Salvaguardando el
derecho a la propia opinión, no hay pretexto válido cuando está en juego la salud y la
vida –y con ello la tranquilidad–, no sólo la personal, sino la de mi familia, mis amigos
y, en última instancia, la de los demás.

El desorden causa miedo. Y a lo que no estamos acostumbrados es a vivir teniendo
miedo. Estamos acostumbrados al desorden, a la inseguridad, a la violencia, y cuando
digo que estamos acostumbrados a ello no quiero decir que lo justifiques y mucho
menos que lo necesitemos, sino que más bien apunto a la idea de que damos por hecho
que esas situaciones existen, aunque muy ingenuamente creemos que nunca seremos
víctimas de ellas. Cuando lo somos, entonces sí, tenemos miedo. Por eso, y lo vuelvo a
decir, el desorden causa miedo. Estamos acostumbrados al primero, pero no al segundo.

Ojalá que también del miedo podamos sacar algo más permanente y no sólo pasajero.
Ojalá que el desorden se transforme en iniciativas y creatividad. Ojalá que no sigamos
remando contra corriente, mientras otros que están en la misma barca que nosotros se
recuesten, se crucen de pies y con las manos tras la nuca, vean al infinito, como si la
vida fuera un paseo egoísta por el mundo.



*Licenciado en Filosofía, Licenciado en Teología, Asesor en Proyectos, Profesor.
Facebook: facebook.com/elkekodiaz
Twitter: @sergiogarciadz

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La costumbre del desorden

  • 1. La costumbre del desorden Sergio García Díaz* sergadi@gmail.com Mayo de 2009 A partir de la afirmación “Lo propio del sabio es ordenar”, frase con la que comenzó su curso el director del centro de filosofía donde cursé la carrera, podría dar por cierto, entonces, dos cosas: primero, que existe un desorden dado a partir del cual hay que comenzar algo nuevo o diferente y, segundo, que todos tenemos la capacidad de poner orden. Sin embargo, no es así. Para algunos el orden está en el desorden – paradójicamente–; un desorden aceptado o convenido, incluso podría tratarse de un desorden ya hecho parte de la propia vida. Cabe aquí, entonces, otra observación: aunque tengamos la capacidad de “poner en orden las cosas”, muchas veces no tenemos la mínima disposición de hacerlo, porque no tiene que ver con nosotros, no nos conviene o, lo más sencillo, porque no nos importa. El problema que surge cuando el desorden es ya parte de la vida personal –o familiar, o social– es que no se lo cuestiona más. La crítica o el rechazo debido se debilitan hasta convertirse en aceptación resignada del desorden. Lo sorprendente sería la inexistencia del mismo. El otro problema que surge es la apatía resultante. Si se tiene la capacidad de ordenar ésta igualmente se pierde. En otras palabras, podemos tener la capacidad de poner orden, pero no la habilidad desarrollada para hacerlo. Por ello, cuesta tanto trabajo en pensar siquiera la posibilidad de pasar del desorden al orden. Así las cosas, explico por qué traigo a colación esta idea. La tan ya bien conocida “influenza humana o gripe AH1N1” se tradujo en las mentes de todos como un trastorno: trastornó en primer lugar nuestras vidas personales en su ritmo cotidiano de trabajo, convivencia social, cultural, deportiva y familiar, modificó nuestros tiempos de esparcimiento y práctica religiosa. Quienes vivimos en la ciudad de México, experimentamos esto, además, inesperadamente. A nivel personal, el proceso de asimilación y asentimiento fue forzado por la situación, por lo mismo lento y, en algunos casos, inexistente. Los ciudadanos, de manera personal no estábamos preparados para una emergencia de tal tipo. Las autoridades hacían lo que mejor consideraban, y valiéndose de la infraestructura gubernamental comenzaron suspendiendo clases en todas las escuelas, públicas y privadas, en todos los niveles, del D.F. y el Estado de México. A partir de esa medida se siguieron una serie de decisiones que afectaron el ritmo cotidiano de la metrópoli: cierre de restaurantes, bares, antros, cines, parques y, como era de esperar, la suspensión de clases en todas las escuelas del país. El nuevo virus de influenza porcina, como se le llamó al principio, puso en desorden nuestras vidas, significó caos, turbación y mucho miedo. Como aquel señor que despidió a su empleada, por haber “ordenado” su escritorio de trabajo. Lo que hizo fue, con la intención de poner las cosas en orden, crearle un desorden real en lo que sólo era aparente. Dentro de todo ese montón de papeles y libros amontonados, había un orden y razón de ser lógicos para esa persona en particular.
  • 2. Pero entonces, ¿cuál es el criterio para hablar de orden? ¿El orden implica que necesariamente cada cosa y persona esté en su lugar o haciendo lo que le corresponde? Desde un punto de vista objetivo esto ayuda y tal vez diría que es lo esencial al orden. Desde un punto de vista subjetivo, el de cada persona, sin duda, hay matices. Porque en una sociedad hay tantas visiones, tantas maneras de vivir la vida, tantas maneras de apropiarse de ella, tantas formas de resolver los problemas y tantas y tan diversas formas de querer lo mejor, como personas haya en una tal sociedad, comunidad o grupo de personas. La pregunta sería, entonces, ¿siendo tan diversos y tantos, en qué podemos ponernos de acuerdo o sentirnos hermanados los unos con los otros? Salvaguardando el derecho a la propia opinión, no hay pretexto válido cuando está en juego la salud y la vida –y con ello la tranquilidad–, no sólo la personal, sino la de mi familia, mis amigos y, en última instancia, la de los demás. El desorden causa miedo. Y a lo que no estamos acostumbrados es a vivir teniendo miedo. Estamos acostumbrados al desorden, a la inseguridad, a la violencia, y cuando digo que estamos acostumbrados a ello no quiero decir que lo justifiques y mucho menos que lo necesitemos, sino que más bien apunto a la idea de que damos por hecho que esas situaciones existen, aunque muy ingenuamente creemos que nunca seremos víctimas de ellas. Cuando lo somos, entonces sí, tenemos miedo. Por eso, y lo vuelvo a decir, el desorden causa miedo. Estamos acostumbrados al primero, pero no al segundo. Ojalá que también del miedo podamos sacar algo más permanente y no sólo pasajero. Ojalá que el desorden se transforme en iniciativas y creatividad. Ojalá que no sigamos remando contra corriente, mientras otros que están en la misma barca que nosotros se recuesten, se crucen de pies y con las manos tras la nuca, vean al infinito, como si la vida fuera un paseo egoísta por el mundo. *Licenciado en Filosofía, Licenciado en Teología, Asesor en Proyectos, Profesor. Facebook: facebook.com/elkekodiaz Twitter: @sergiogarciadz