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p a r t e .

B O R R A C H O .

1 ª

Autora: Elxena

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— "BUSCA".
LA LUZ.

Una leve brisa barrió suavemente el piso de hojas secas que alfombraba el umbrío bosque.

La guerrera presintió la llegada de un nuevo invierno, agazapado tras la leve brisa, pero no sintió
emoción alguna en ello. Le daba igual la llegada de ese invierno, de la siguiente primavera, del estío, o
del próximo otoño que vendría a sustituir al que ahora moría. Le daban igual las estaciones, el viento,
el agua, la tierra, los dioses, los mortales. Su propia vida carecía de importancia.
Un rictus amargo torció su gesto y sus ojos se entrecerraron, no queriendo recordar, no queriendo
permitírselo, no deseándolo.
Temiéndolo.

Temió abrir las puertas al dolor, el único sentimiento que todavía le acompañaba, cuando ya sus otras
emociones habían cesado bruscamente un día de un invierno como el que ahora se anunciaba, este
invierno que antaño deseara, no más, ni menos, que por la excusa de buscar calor en cuerpo amigo.
"Amiga".

La palabra la golpeó con brusquedad, súbito dolor, y sacudió su cabeza para apartarla de sí, de lo que
implicaba, de lo que escondía, de la puerta que abriría tras ella. De su significado.

Lanzó una patada al aire, y un remolino de hojas secas danzó sobre sus desgastadas botas de cuero.
Inició un gesto fiero e iracundo, y de buen grado se hubiera dejado llevar y podría así haber
destrozado ese árbol, ese bosque, este mundo, esta vida.
Que ya no le importaban.

Ya no gozaba con la promesa de un nuevo día, porque ya no tenía junto a quién cumplirla; ya no
disfrutaba con los simples actos, los simples gestos, porque ya no tenía sobre quién prodigarlos o de
quién recibirlos. Hubiera deseado ahora no haber sido tan... distante. Hubiera deseado ahora el trazo
de sus dedos sobre su mejilla, la mano en su brazo, la cercanía física que siempre le había rehuido.
"Amiga".

Agitó la cabeza de nuevo. Esa palabra. Esa sensación. Le dolía. Era una palabra afilada, intocable, una
herida abierta, una llaga, un oscuro pozo sin fondo al cual asomarse con el terror aleteando en lo más
profunda del alma. Esa hermosa palabra que antaño lo había sido, que tan llena de significados había
estado, que tanto y tantas cosas habían sugerido, que tanto le había dado, que había tocado su
corazón.
Hacía tanto tiempo. Un año. Toda una vida.
Suspiró con desasosiego. Notaba cómo el aplastante manto de la tristeza empezaba a posarse sobre
ella. Una tristeza densa, profunda, insondable, un fiero dolor que laceraba su alma y que se
alimentaba, voraz, de aquellos recuerdos que no se permitía tener. Al menos no de forma consciente.
Porque sabía que había soñado con ella. Muchas veces, desde entonces.
Alzó bruscamente la cabeza, echándola hacia atrás, dejando escapar un suave gemido surgido desde
lo más profundo de su ser. Cerró los ojos con fuerza, consciente del hecho de que de nuevo había
permitido abrir las puertas al torrente de dolor que anidaba de forma permanente en su interior,
dolorosa intangibilidad que había pasado a formar parte de su ser desde el día que ella murió.
Ya está. Estaba alcanzando su punto álgido. El dolor iba en aumento, se convertía poco a poco en algo
físico, le aplastaba el pecho, asfixiaba su garganta, como si un fiero diosecillo la atenazara con su
garra inmortal. No disponía de la menor barrera de defensa para combatir ese dolor y no la deseaba.
Era lo que se merecía. Por seguir viva, por respirar de forma regular, por poder caminar, ver, oler,
tocar... cuando ella ya no podía hacerlo.

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"Amiga".
Una y otra vez. Lo dijo, lo susurró, una y otra vez. Como un castigo, como un látigo azotando su
corazón, haciéndolo trizas, obligándose a pronunciar la palabra, una y otra vez, la cabeza enterrada en
el pecho, los ojos arrasados por las lágrimas, la mirada perdida en las hojas secas, su mano sujetando
con fuerza la espada desenvainada.
Podría hacerlo. Una vez más. Podría alzar esa espada y cercenarse con ella el cuello, las venas, la
femoral de su muslo, y la sangre empezaría a manar abundantemente, a borbotones, engañándola así
porque, cuando ya débil se sintiera, la esperanza de la muerte al fin en su interior brotando como una
certeza, volvería a suceder.

Cuando su cuerpo, agonizante, débil, vacío de esa sangre derramada, creyera poder traspasar el
umbral del Tártaro (pues era ésa, y sólo ésa, la última morada que se merecía. Incluso en la eternidad
no podrían estar juntas) entonces, en el último momento, de un plumazo, una risa cruel y errática,
pastosa, le devolvería a la vida, secaría su sangre, restañaría su herida.

Sólo quedaría una cicatriz, otra más, en su cuerpo ya marcado, mapa de dolor por mano ajena y por la
suya propia.
No podía morir. No lo entendía, pero así era. Supuso ése su castigo, su penitencia, la sinrazón dentro
de la sinrazón. Ya hacía tiempo que había dejado de pensar en ello, de buscar una explicación.
Simplemente, se lo merecía. Vivir eternamente con los remordimientos y el recuerdo de lo que había
hecho.

De súbito, su alma calló. El dolor seguía ahí, agazapado, como siempre, pero esta vez se había
retirado pronto, magnánimo. Esta vez sólo había deseado morir una vez más, sólo una. Su cuerpo se
resintió del castigo de su alma atormentada. Estaba cansada, muy cansada. Dejó resbalar la espada
hacia la tierra húmeda y su cuerpo se reclinó sobre la rugosa superficie de un árbol. No había
encendido fuego, no desde entonces. Había llegado a ser un acto tan... íntimo... con ella... que no
quería reproducirlo nunca más, porque nunca más volvería a ser lo mismo... sin ella.

Su alma gemía, agotada. Estaba demasiado cansada para nada, para moverse, para pensar, hasta
para respirar. Se quedó allí, recostada sobre el árbol, viendo anochecer, y no encendió fuego alguno,
ni deseó hacerlo, pese al frío, porque le dolía saber que la luz de sus llamas no se reflejaría más que
sobre ella; que su rojiza luz no lo haría también sobre el sereno rostro de una muchacha rubia a su
lado, siempre a su lado, y que no jugarían los destellos del dios del fuego sobre las líneas de ese rostro
y ya ninguna rodilla rozaría la suya y ninguna palabra oiría al calor de la lumbre.

Gabrielle sonrió traviesamente y, con un rápido gesto, arrojó la pequeña piedra contra el cuerpo de
Xena. La guerrera se giró, intentando mantener la calma. Alzó una ceja.

—Gabrielle —le dijo, pausadamente —, si vuelves a hacer eso te degollaré, te trocearé y te colgaré,
cachito a cachito, de las copas de todos y cada uno de estos árboles —y, con un gesto, abarcó el
perímetro tachonado de árboles centenarios.
Gabrielle frunció el ceño, tratando de no reír abiertamente, y miró a su alrededor, estirando el cuello.
—¿De veras subirías ahí arriba por mí, Xena? —preguntó, risueña, señalando las copas de los árboles.
Silbó con admiración. —Veinte metros nos contemplan, princesa.
Xena reprimió un gesto de impaciencia.
—Aquí la única princesa que hay eres tú —dijo, apretando los dientes —. No me llames eso o, además
de degollarte y trocearte, te daré de comer a los carroñeros.
Gabrielle sopló por la comisura de sus labios, apartando así un mechón rebelde que caía sobre sus
ojos, al tiempo que alzaba sus manos en son de paz.

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—Vale, vale —dijo en tono suave —, sólo que... en vez de dar de comer a los carroñeros —suspiró,
conciliadora —podrías darme de comer a mí... —y ladeó la cabeza en una cómica súplica.
Xena se palmeó el costado con impaciencia.

—¡No me lo puedo creer! —dijo, exasperada —Mira, Gabrielle, no sé qué malvado encantamiento se
apoderó de tu estómago, pero deberías intentar luchar contra él. –hizo una pausa, remarcando cada
palabra: —"con-todas-tus-fuerzas". ¿Entendido?

Gabrielle sonrió, mirándola a los ojos. Sólo con ese gesto ya sabía que se había ganado un suculento
primer plato. Era vagamente consciente del poder (no, influencia. Poder no era un calificativo
apropiado para una relación de amistad), de la influencia que ejercía sobre la guerrera, temida por
muchos, odiada por más. Y ella, con una sola mirada, borraba de un plumazo toda resistencia.
Xena suspiró.

—Venga. —le instó Gabrielle, sabiéndola prácticamente convencida —Así, de paso, curaré esos cortes
—y señaló el brazo de Xena, marcado con tres incisiones paralelas que lo atravesaban —. Además —
añadió —, no tardará en caer la noche y hará frío y el camino será difícil y lleno de peligros...

—Basta —Xena alzó una mano —. Es suficiente –claudicó —. Iré a ver qué encuentro para comer. Tú
enciende ese fuego –se giraba ya para adentrarse entre los árboles cuando se detuvo, mostrando su
brazo —. Y mi brazo ni tocarlo, ¿entendido?
Gabrielle asintió. Vio cómo Xena desaparecía entre la espesura del bosque y no pudo evitar un cálido
sentimiento impregnado, paradójicamente, de una pátina de tristeza. No era justo, se dijo, que el
nombre de Xena todavía fuera maldito en pequeñas aldeas y extensos reinos, susurrado con odio y
pronunciado con desprecio, pues ella la había llegado a conocer muy bien en el poco tiempo que
llevaban viajando juntas y sabía, lo intuía, que un día llegaría en que ese nombre dejaría de
representar el terror y la maldad. Xena se encontraba ahora en ese camino y ella no podía por menos
que acompañarla en él.
La había visto matar, sí, pero nunca asesinar. Su espada, sí, había atravesado certeramente el corazón
de muchos, pero nunca en un acto injustificado o gratuito. Y su resolución en el momento de decidir la
lucha, sí, era firme e irrenunciable, pero jamás precipitada o caprichosa.

No era justo, pues, haber presenciado el desprecio y la ira soterrada de aldeas enteras a su paso,
ahora que su corazón ya no pertenecía a Ares ni a la guerra, ahora que había decidido enmendar el
rastro de sangre dejado tras de sí. Xena se limitaba a marcharse de esas aldeas sin intentar
justificarse, ni su ayer ni su hoy, y aguantaba en silencio el desprecio y los insultos. Incluso prohibía a
Gabrielle intervenir en su defensa y solía decirle que aquellas palabras y aquellos insultos no podrían
herirla más que sus propios recuerdos.

No, Xena ya no era la Destructora de Naciones. Ya no era una asesina. Ningún ejército mortal e impío
la secundaba. Sólo ella, sólo Gabrielle. Xena estaba sola cuando la conoció y ahora lo único que
anhelaba era deshacer la coraza de maldad que en sí misma había contribuido a conformar, sangre a
sangre, y Gabrielle estaría para ello a su lado. Quería ayudarla porque había intuido, cuando la vio por
primera vez y salió en su defensa, que ello era posible. Su redención. Porque leía en sus claros ojos
azules que así podía ser, si al menos alguien, una sola persona, lo creía, creía en ella.
Y esa persona era Gabrielle.
"Gabrielle".
Se despertó bruscamente, un frío temblor recorriendo de golpe todo su ser. Se sintió aturdida y
súbitamente descorazonada. Había vuelto a pasar, había vuelto a soñar con ella. Y, como en anteriores
ocasiones, el despertar le había devuelto a la desesperanzada realidad.
Gabrielle no volvería.

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Se había quedado dormida junto al árbol sin darse cuenta, como sucedía ahora tan a menudo. No
había vuelto a tener una noción precisa del paso del tiempo desde aquel día, desde el día que ella
murió. Desde entonces no había pretendido volver a considerar los días y las noches como parte de un
ciclo esperanzador, donde la luz podía traer la vitalidad y la noche el sosiego. No deseaba el amanecer
de un nuevo día, porque ello le obligaba a enfrentarse al hecho de que el tiempo, con extremada
crueldad, proseguía su camino sin reparar en el hecho de la pérdida, vital para ella, brutal, de la
persona que compartía sus amaneceres antaño; la persona por la cual había empezado a pensar en sí
misma como en alguien digno, la que había iniciado el camino de la desintegración del muro de
vergüenza que acompañaba su nombre y su persona. La que había empezado a convertirla en un ser
humano.
Trató de precisar el momento justo del inicio de esa transformación, el punto de inflexión en el paso
del monstruo a la persona, pero no obtuvo la respuesta en forma de fecha o lugar, sino en forma de
sensación.
La sonrisa de Gabrielle, su bondad.

Gimió suavemente. Era de noche, debería tener frío, de hecho lo tenía, pero no le importaba. Había
sobrevivido a un primer invierno sin el calor del fuego, no entendía cómo, aunque lo intuía. Nada
dañaría su mortalidad. Ni el frío, ni el fuego, ni la sangre. No podía morir, no debía morir. Ni por
acción, ni por omisión, ni por su propia mano ni por la de otros. Podría dejar de comer, podría dormir
desnuda a la intemperie durante una nevada, podría su cuerpo ser atravesado por cien espadas, que
no moriría. Podía, sí, sentir el dolor, el dolor físico, la mordedura del frío, la agonía del calor extremo,
la fatiga del hambre. Su cuerpo se había consumido, tanto por el castigo físico al que ella misma lo
sometía como por el psíquico que constantemente la atormentaba. Tenía la esperanza de que, con el
tiempo, su organismo acabaría colapsándose, desintegrándose de pura desidia, sin más, harto de
continuar, incapaz de volver a regenerarse por sí mismo sin la pasión de vivir necesaria que lo haría
reaccionar, sin la esperanza que lo mantuviera funcionando.
Sólo deseaba eso, acabar, terminar, huir definitivamente de tanto sufrimiento sin esperanza, sin una
finalidad, sin nada por lo que luchar. Sin nadie por quién hacerlo.
Junto a Gabrielle eso había sido exactamente lo contrario. Junto a ella luchaba por una razón, por un
anhelo, por sí misma. También por Gabrielle, ahora lo sabía. Gabrielle representaba en cierto modo
toda la inocencia y toda la bondad arrasadas bajo el filo de su espada, bajo el yugo de su odio; todos
aquellos seres a los cuales jamás había dado la oportunidad de progresar, de vivir, de contarle su
verdad.

Pero ahora... ¿ahora qué? Todo esto había quedado sepultado junto a Gabrielle, toda la esperanza,
todo el bien, todo deseo, su propia vida. Se sentía marchita, perdida, vacía. Traidora. Porque sabía que
la estaba traicionando, traicionando su memoria, todo aquello por lo que había luchado, que la había
motivado. Sabía que tendría que recuperarse de su pérdida, asumirla, vivir con ello y contribuir a su
memoria continuando aquella labor a la que Gabrielle siempre la impulsaba, le inspiraba.
Pero no podía. Se sentía incapaz, inerte, vencida, muerta más allá de lo físico, vacía. Ese devastador
vacío en su interior, eso era lo único que era capaz de sentir, junto con la tristeza y el horror de seguir
viva. El dolor.
Se había convertido en un deshecho, un ser sin esperanza ni ilusión, repleta de ira latente que no
quería descubrir, el monstruo dormido de sueño ligero que volvería a llamarla por su nombre en
cualquier momento. Ya tardaba. Ni ella misma se lo explicaba. La muerte de Gabrielle no había
retornado su corazón hacía la ira, sólo hacia el infinito cansancio, la dejadez. La nada.
Quería tener la fuerza suficiente para afrontar con dignidad lo que había pasado.
Pero, simplemente, no podía.

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A LOS OJOS DE UN DIOS BORRACHO. 2ª parte.
Autora: Elxena.

—¿Podrás tú solita con todo eso? –inquirió Xena enarcando una ceja y señalando el grueso muslo
asado que Gabrielle sostenía entre sus manos.
—Pod fupuesto –logró decir Gabrielle entre bocado y bocado —¿Acafo lo dudas?
Xena agitó la cabeza.

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—Ni por un momento. Serías capaz de comer mucho más allá de tu propio límite, estoy segura.

Siguieron cenando en silencio un largo rato. El fuego crepitaba, sereno, en la fogata que habían
encendido. Gabrielle se fijó en el brazo de Xena, en los surcos de sangre seca que pintaban
dolorosamente su piel.
—Oye, Xena.
—¿Mm?

—Oye...

—Oigo, Gabrielle –la miró fijamente y siguió la mirada de la bardo hasta su brazo. Gruñó ligeramente
—. No. Ni lo pienses. No me vas a tocar el brazo. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir?
Gabrielle suspiró.

—¡Pero mira que eres cabezota! Sólo será un momento –dibujó una sonrisa traviesa —No te dolerá.
Xena volvió a gruñir.

—Sé que no me dolerá, Gabrielle. Son unos cortes pequeños, no moriré por ello.
Gabrielle se mordió el labio inferior.

—¿Y lo de la espalda? –preguntó tentativamente.

Xena se irguió de forma inconsciente, recordando el corte de machete en su dorsal.
—No.

—Cabezota –sentenció Gabrielle.

—Como quieras. Come, o lo harán las bestias del bosque por ti.

Gabrielle lo intentó, pero ya no podía tragar bocado. Estaba preocupada por Xena. Parecía irritada,
evasiva y muy lejos de allí desde lo del valle, esa mañana. Desde el encuentro con el grupo bajuun.
Era una milicia de renegados esclavistas y salteadores que habían visto avanzando hacia el Norte.
Transportaban una carga humana, esclavos cuyo destino sería el mercado de Poozah Dobra, a una
legua del punto donde los interceptaron.
—Familias –había susurrado Xena al verlos.

Gabrielle había fruncido el ceño y agudizado la vista. Comprobó por sí misma la afirmación de Xena.
Familias enteras de aldeanos, por lo que pudo deducir.
—Se llevan más de los que quieren para garantizar una mínima venta en el mercado –Xena no
apartaba la mirada del grupo bajuun, y Gabrielle ya sabía qué significaba esa mirada calculadora y fría.
Esos bajuun no avanzarían su próxima legua sin una sorpresa. A pesar de su confianza ciega en Xena,
Gabrielle se preguntó si la treintena de esclavistas no sería excesiva hasta para ella. Pero la respuesta
la encontró poco después. Habían estado siguiéndolos a distancia y, en un determinado momento, el
que parecía el líder silbó y la milicia se desgajó en cuatro grupos. Tres de ellos, el grueso, partió en
tres direcciones diferentes. El cuarto grupo quedó como custodia de las familias de aldeanos.
—Es el momento –le oyó decir a Xena —, van a acampar. El resto habrá partido en batida de pillaje.
Gabrielle contó ocho bajuun. Asintió para sí misma. "Asequible", pensó.
—Mientras yo les distraigo, conduce a las familias a aquel bosque. Me reuniré allí contigo cuando
termine.

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Gabrielle bufó. Quiso protestar, pero carecía de fundamento. Por supuesto, ella no sería capaz de
levantar una daga contra un ser humano. Admitía su papel, pero se dijo que tarde o temprano la
guerrera debería instruirle en algo más que los simples golpes de autodefensa que le había enseñado.
No quería ser ni una carga ni una mera comparsa, no quería quedarse siempre viendo cómo Xena
luchaba sola, si bien, se admitió a sí misma, era perfectamente capaz de ello.
Pero no olvidaría comentárselo.

Sumida en sus pensamientos ni siquiera se dio cuenta del momento en que Xena se había apartado de
su lado y, cuando quiso hacerlo, la vio acercándose sigilosamente al grupo centinela. Agazapada tras
unos arbustos la buscó con la mirada. Gabrielle trató de reprimir la ansiedad que sentía y asintió
enérgicamente al gesto de Xena. Vio cómo sacaba su espada y Gabrielle no pudo reprimir un
escalofrío. No se acostumbraba, no aún. El filo de una espada y la violencia eran dos cosas muy
distintas a una azada y la rutina de Poteidea.
Y como sabía que Xena no lo haría, fue ella la que rogó a los dioses porque todo saliera bien.

Vio a Xena erguirse de golpe en su escondite. Se irguió todo lo larga que era y, adelantando su espada
y su cuerpo, saltó junto a los bajuun. Al primero de ellos lo sorprendió totalmente, derribándolo de una
fuerte patada en los riñones, pero al segundo y al tercero se los encontró armados y dispuestos. Los
dos milicianos se abalanzaron sobre ella y Xena los desarmó fácilmente haciendo un barrido en arco
con la espada a dos manos. Abatió al primero golpeando su cuello con el dorso de la mano, pero el
segundo la alcanzó de lleno en el estómago con un puñetazo. Se resintió del golpe, pero reaccionó
mecánicamente y lo atravesó con su espada. Quedaban aún cinco bajuun más, que la rodearon
blandiendo pequeñas hachas, machetes y espadas. Xena anotó mentalmente en ese momento un
pequeño triunfo. Habían dejado a las familias sin custodia. "Al bosque, Gabrielle", pensó.
Los cinco esclavistas sonreían fieramente, deleitándose anticipadamente con lo que consideraban una
diversión.
Sólo era una guerrera.

Uno de ellos lanzó su hacha hacia el costado izquierdo de Xena y ésta tuvo que descuidar su atención
para desviarla, momento que fue aprovechado por dos de ellos para atacarla por el lado contrario.
Xena se revolvió con premura y noqueó a uno de ellos con una patada justo en la tráquea. El crack
que se escuchó anticipó la segura muerte del bajuun, que ya había dejado de respirar antes de tocar
suelo. Aprovechando el impulso de la patada, Xena giró sobre sí misma haciendo que la fuerza
centrífuga del movimiento se concentrara en sus brazos y su espada. Cercenó así de este modo la
cabeza del segundo atacante, pero dejó su espalda desprotegida y un doloroso roce le confirmó su
error. Un machete curvo había abierto una hendidura en su traje de cuero, desgajando una línea roja
en su espalda. Maldiciendo por lo bajo giró su muñeca, cambiando la dirección de su espada 360º y,
sin girarse, la hizo pasar junto a su costado, atravesando por sorpresa al esclavista del machete curvo,
que murió sin llegar a comprender la maniobra.

Xena extrajo con celeridad la espada, apoyando el talón a modo de puntal en el cuerpo muerto de su
atacante, aprovechando la caída de éste para imprimir a su movimiento mayor rapidez. Quedaban dos
bajuun intactos y los dos derribados al iniciar la refriega, que estaban recuperando poco a poco la
consciencia. Uno de los primeros se adelantó hacia ella, mirándola fijamente. Había un extraño brillo
en sus ojos y Xena no pudo evitar un leve estremecimiento, como una corriente de... ¿empatía?, como
si reconociera en él algo de lo que ella antaño había sido. Desechó irritada el sentimiento y tensó los
músculos, alerta. El bajuun le sonreía, blandiendo una pesada espada en la mano derecha y un estilete
de triple filo en la izquierda.
—¿Quién eres? –le espetó, con voz ronca. No inquiría, exigía. Xena vio su rostro cruzado por una
telaraña de cicatrices —Pocas mujeres luchan así.
Xena percibió por el rabillo del ojo cómo uno de los esclavistas derribados trataba de incorporarse. Lo
envió de nuevo a la inconsciencia con un seco y poderoso patadón.
—¿Acaso importa quién sea yo? –le replicó.
Le dolía el estómago por el puñetazo, y el corte en la espalda le ardía. Controló su deseo de mirar
hacia donde Gabrielle debería estar. Al menos, pensó, tenía a todos los bajuun controlados a su
alrededor.
Los vivos y los muertos.
—Querría añadir tu nombre a mi larga lista de vencidos.

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—Qué arrogancia. ¿Qué te hace pensar que seré vencida por ti?
El bajuun torció su gesto en lo que parecía una sonrisa.
—¿Qué te hace pensar a ti que no lo serás?
—Que hablas demasiado.

El bajuun balanceó pesadamente el hierro afilado, como si jugara.

—Pensé que querrías vivir un poco más, mujer.

—¿Pensaste? –dijo ella, sonriendo —Lo dudo mucho.

El bajuun dejó de balancear la espada y soltó una carcajada sin alegría.
—Únete a mí, mujer –le dijo —. Me gusta tu estilo.

—Cuando los dioses sean uno, ése será el día que, puede que me lo plantee.

—Es una lástima. Morirás. –sentenció.

—Todos los días muere alguien, bajuun, pero no siempre aquel que uno desea.

—Ahora eres tú la que hablas demasiado –alzó su espada —. Dime tu nombre y prepara tu hato para ir
al Tártaro, mujer.
—Prepáralo tú, hombre –gruñó ella, flexionando su cuerpo.

El bajuun atacó, alternando certeros golpes de espada y estilete. Xena replicaba con fuerza a diestra y
siniestra y reconoció vagamente en la furia del hombre una fuerza superior, una pujanza
sobrehumana.

En un momento dado el segundo bajuun que aún quedaba en pie intervino en la lucha pero,
sorprendentemente, su propio compañero lo dejó fuera de combate reventando su cara con la parte
plana de su espada.
—Es mía –siseó al guiñapo yaciente a sus pies —. Eres mía –le dijo a Xena, mirándola.

Atacó con renovada furia, consiguiendo que Xena retrocediera unos pies, incluso a punto estuvo de
hacerle caer en un momento dado. El bajuun atacaba con inusitada fiereza y Xena tuvo que forzar al
máximo su cuerpo para responder al ataque. En ese momento el esclavista reparó en un movimiento
en el extremo del campamento. Furioso, vio cómo Gabrielle guiaba al último de los aldeanos hacia el
bosque. Xena también lo vio. Aprovechó el momentáneo descuido de él para adelantar su cuerpo al
ataque. El bajuun se revolvió y bloqueó con su espada el golpe y, en un rápido movimiento de su
mano izquierda, la hirió en el brazo con el estilete de triple filo. Xena se separó un paso de él y
desdeñó la tríada de dolor que surcaba su brazo. Furiosa, se revolvió y logró desarmarlo de una
patada, atacó su tobillo segando el suelo con su espada y logró hacer que el bajuun trastabillara.
Aprovechó la momentánea ventaja y descargó tres golpes consecutivos que fueron sucesivamente
contrarrestados por la espada de él. El choque de las pesadas armas y la fuerza de los golpes
repercutían como latigazos en sus brazos y en su cuerpo, haciéndole apretar con fuerza los dientes. El
bajuun sudaba copiosamente pero la fuerza de su mirada no había perdido ni un ápice de su amenaza.
—Necesitaré... dos... nombres –barboteó el bajuun, haciendo un leve gesto hacia la posición de
Gabrielle —¿Crees que ella... gritará el suyo?
Xena inspiró profundamente. Amenazar a Gabrielle era una insana costumbre entre sus enemigos. Se
arriesgó a entrar demasiado cerca del radio de acción de su espada, pero debía acercarse a él para
neutralizarlo. Se agachó hacia la izquierda, esquivó la hoja de la espada de su contrincante y, cogiendo
impulso, con un rápido y contundente golpe, alcanzó con la empuñadura de su espada la barbilla de su
oponente y escuchó con claridad el crujido de su mandíbula. Esto enfureció sobremanera al bajuun y
cegó su estrategia.
Ese fue el error que lo envió directamente al Tártaro.

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Su ira anuló su táctica y atacó sólo guiado por la cólera, y ésta era compañera del descuido y la
torpeza. El esclavista centró toda su fuerza en sus brazos, guiando su espada directamente hacia el
pecho de Xena. Éstaaguantó medio, un segundo... y, cuando ya la punta del hierro silbaba cercana a
su piel, se inclinó repentinamente hacia un lado, alzando su espada en un arco ascendente. El
movimiento desvió la espada de su contrincante y lo dejó desprotegido.
Xena lo atravesó limpiamente.

Al caer el bajuun la miró con fijeza, con los ojos desorbitados, no con espanto, no con dolor. Xena lo
reconoció, pues ella misma había llevado toda su vida esa mirada. Era odio. Puro y directo.
Se estremeció involuntariamente.

El bajuun cayó pesadamente al suelo, salpicando con su sangre las botas de Xena.

Ella agitó con cansancio la cabeza. Siempre era lo mismo, ¿siempre sería así? Estaba cansada de la
sangre, del hierro, del miedo, del odio.

Los tres bajuun que aún quedaban se encararon con ella. Xena se mordió el labio inferior y volvió a
alzar su espada manchada de sangre. Pero no hizo falta. Los tres esclavistas miraron al bajuun caído,
la miraron a ella y retrocedieron sobre sus pasos, echando a correr hacia sus caballos.
"Bendita cobardía", pensó. Miró al bajuun muerto a sus pies y volvió a sentir ese sentimiento de
reconocimiento recorrer todo su cuerpo, sus huesos, su piel... y su memoria. No pudo desgranar el
camino de ese familiar sentimiento pues notó movimiento a su espalda. No hizo ningún gesto para
defenderse.
Reconocería la presencia de Gabrielle en cualquier circunstancia.

Se giró hacia ella, cansada, dolorida. Gabrielle le sonrió levemente.

—¿Están a salvo? –preguntó Xena, haciendo un gesto hacia el bosque.
Gabrielle asintió.

—¿Tú estás bien? –le preguntó ésta a su vez.

Xena se alzó de hombros y dibujó un gesto vago con la cabeza. Pensó si en verdad algún día estaría
bien. Miró el cuerpo asus pies y la sangre en sus botas, en el filo de su espada, en su propia alma. La
sangre, para ella, tenía el rastro de la herrumbre, su peculiar olor a óxido.
—Sí –dijo lacónicamente —, lo estoy.

Gabrielle se fijó en las heridas de su brazo y trazó con suavidad un gesto hacia ellas, frunciendo el
ceño con angustia. Nunca se acostumbraría a verla herida, nunca.
—Más tarde –la atajó Xena, al ver su gesto —. Ahora hemos de alejarnos de aquí. Vuelve con esa
gente y reúnelos en el claro del bosque. Prepararé un par de carretas y caballos para que les sirvan de
transporte –pareció entonces reparar en algo. Sabía que no era precisamente una persona accesible
tras una contienda, cuando todavía la sangre le hervía y los tendones de todo su cuerpo reclamaban
más; cuando la energía zigzagueaba por sus venas y la huella de la muerte y la violencia todavía
asomaban a sus ojos; cuando su cuerpo y su alma aún se estremecían con los estertores de la
guerrera portadora de desolación en la que se transfiguraba, por mucho que ahora lo hiciera para bien.
Procuró suavizar el tono de su voz y llamó a... —Gabrielle...
—¿Sí? –se giró ésta.
—Estoy bien –le dijo, intentando sonreír —Ve con ellos. Enseguida estaré allí.
Gabrielle asintió, expandiendo su sonrisa. Conocía a Xena más de lo que ni ella misma parecía
conocerse. Se lo agradeció silenciosamente.

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Xena se reunió con ella y los aldeanos más tarde. Fue entonces cuando al parecer pasó lo que había
estado ensombreciendo el carácter de Xena todo el día. Cuando la guerrera se acercó a las familias
llevando de las riendas uno de los caballos que había preparado, uno de los niños empezó a llorar,
reflejándose en su rostro un pánico aterrador. Xena apartó al caballo, pero no logró con ello calmar al
niño, ni nadie lo pudo hacer, hasta que Xena se dio cuenta de a qué, con tanto pavor, estaba mirando
el niño.
La miraba a ella.

Hipaba incontroladamente, a pesar de los esfuerzos de la madre por calmarlo, y no apartaba una
mirada febril de la guerrera.
Xena hizo un gesto a Gabrielle y le indicó que ayudara a los aldeanos con los caballos y que les urgiera
a partir. Los tres huidos no tardarían en contactar con el resto del grupo y debían estar lejos de allí lo
más pronto posible. Ella prepararía rastros falsos para despistarlos. Dicho esto, se internó en la
maleza, llevando a Argo consigo.
Cuando Gabrielle se reunió con ella la encontró de pie ante la yegua, con la mirada perdida en el suelo.

—¿Xena?

No le contestó. Gabrielle llegó hasta ella y tocó su costado.
—¿Xena? –repitió.

La guerrera le prestó atención.
—¿Qué, Gabrielle?
—¿Estás bien?

—Lo estoy –miró por encima de su hombro —¿Y las familias?
—Están bien, no te preocupes.

—No me preocupo –su tono era bajo, inusualmente átono en ella.

–Me dijeron que te transmitiera su agradecimiento por lo que hiciste. Querrían haberlo hecho en
persona, pero... ¡hop!... desapareciste –Gabrielle agitó las manos, como si estuviera haciendo magia.
Notó la tensión en Xena, su abatimiento —. ¿Ocurre algo? –inquirió —Fue todo bien, ¿no? –se fijó de
nuevo en las heridas de su brazo y reparó en ese momento en la de la espalda —Por todos los dioses,
Xena, tienes un enorme tajo aquí –bordeó cuidadosamente con las yemas de sus dedos la herida.
Xena se apartó con un gesto rápido.
—Sólo es un corte. Se curará solo.

Gabrielle la miró fijamente. La opacidad en la mirada de Xena había desaparecido, pero no una sombra
de ¿preocupación?
—¿Hay algo que yo debería saber, Xena?
La guerrera agitó la cabeza, mirándola a los ojos.
—Que también debemos poner tierra por medio. Si he de enfrentarme al resto de ese grupo quiero
hacerlo en condiciones.
Caminaron durante todo el día, salvo al principio, que habían cabalgado para poder ampliar la
distancia. Mientras lo hacían, Gabrielle, a la grupa, había podido sentir la tensión en Xena. Sabía que
no cabalgaba apremiada por el temor a un enfrentamiento, pues ése, que Gabrielle supiera, era un
sentimiento desconocido para Xena. No, la tensión que notaba en Xena parecía proceder de otra
fuente, de algo profundo en su interior y que ahora parecía haber aflorado a ras de su piel. Sólo
cuando frenaron el ritmo y pudieron seguir el camino con más calma pudo Gabrielle retomar la
conversación.

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—¿Te preocupa el grupo bajuun? –le preguntó.
Xena caminaba unos pasos por delante de ella. No se giró para contestarle.
—No.

—¿Las familias?

Hubo un instante de silencio.
—No.

—¿Te preocupo yo?

Xena se detuvo y la encaró, con un gesto de extrañeza pintadoen el rostro.
—¿Por qué dices eso? –inquirió.

Gabrielle suspiró. Era una cuestión que se había planteado a sí misma desde que empezara a
acompañar a Xena y notado que ésta a veces descuidaba su propia seguridad por ella. Su atención
parecía estar de forma permanente en dos frentes y eso hacía temer a Gabrielle que algún día
provocara un descuido mortal en la guerrera. Volvió a suspirar.
—Bueno, quizás yo no sea la mejor compañía. Quiero decir... –carraspeó —, que debes tener mejores
cosas que hacer que cuidar de alguien como yo.
Xena frunció el ceño.

—No digas tonterías –dijo, con tono brusco. Pareció darse cuenta de ello e intentó suavizarlo —. No me
molesta tu compañía, en absoluto —e inició un gesto para volver a andar.
—¿Entonces? –insistió Gabrielle.
Xena se detuvo.

—¿Entonces, qué?

—Hay algo que te está molestando y no me lo quieres decir —dijo Gabrielle cautelosamente. Xena no
parecía dispuesta a un interrogatorio.

La guerrera pareció querer decir algo, sus ojos brillaron durante una milésima de segundo, pero
pareció optar por el silencio.
—Déjalo.
Gabrielle suspiró.

—Mira, Xena, no sé qué pensarás tú al respecto, pero yo no creo ser simplemente una bardo que te
acompaña sin más. Creo que... –trató de encontrar las palabras adecuadas —... que puedo
considerarme amiga tuya, ¿no?
Xena parecía incómoda al contestar.
—Eso creo, sí.

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Gabrielle sonrió fugazmente. Sabía que para Xena no era fácil aludir a ningún tipo de afecto o
intimidad. Por lo que había vivido junto a ella hasta ahora, sabía que Xena había levantado todo un
muro impenetrable a su alrededor que no dejaba entrar, ni salir, fácilmente los sentimientos. Era algo
que había intuido en Xena al poco de estar a su lado. Su capacidad de aislamiento afectivo, su coraza.
La guerrera de Amphipolis parecía caminar sin problemas sobre el filo de la frialdad, pero Gabrielle
sabía que no era así. En su interior Xena resguardaba, probablemente de sí misma, un ser humano
distinto del que mostraba ante los demás. Gabrielle intuyó su desazón y su tormento, la naturaleza
intrínseca de Xena. Un ser atrapado por su pasado con un enorme potencial para hacer el bien que,
sabía Gabrielle, se hallaba en su interior. A veces era muy difícil llegar a ese interior, que éste se
mostrara en plenitud, pero cuando así había sido Gabrielle había notado un significativo cambio en
Xena, a veces sólo por unos segundos. Sus facciones se relajaban, la dureza de su mirada se diluía, y
algo parecido a la paz se posaba sobre todo su ser. Era entonces cuando Xena se podía permitir un
instante de relajación, algo de sosiego. Pero enseguida sacudía de sí ese sentimiento y volvía a
ponerse en camino, a la búsqueda de la próxima reparación, en búsqueda de la paz definitiva. Sólo
que, Gabrielle lo intuía, el carácter atormentado de Xena podría convertir esa búsqueda en algo
perdurable más allá de su propia existencia. Nunca estaba satisfecha, nunca nada arrancaba de ella el
alivio definitivo, la reconciliación con su pasado, como si el conjunto del mismo fuese algo demasiado
terrible como para poder ser reparado en una sola vida de bondad. Por ello Gabrielle la seguía
ciegamente, porque había reconocido en ella a un ser puro por el cual merecía la pena pasar por
cualquier tipo de fatiga o peligro, dolor o penuria.
La miró. Su aspecto era, probablemente, fiero a ojos de extraños, y su estatura y su helada mirada
azul, seguramente, intimidaba a aquellos y aquellas a los que encaraba. Pero Gabrielle había tenido la
paciencia de descubrir en ella otra mirada, una mirada algo perdida en su búsqueda, una mirada suave
y desconcertada, que asomaba a los ojos de Xena en los escasos momentos en que la guerrera, a
veces por puro cansancio, bajaba la guardia. Por esa mirada Gabrielle la seguía. Por todo el mundo
interior de Xena que se asomaba tras ella. Volvió a sonreírle.
—Si así es, Xena –le dijo suavemente —, si me consideras tu amiga, puedes confiar en mí, lo sabes.
—Lo hago, Gabrielle.

—Sé que lo haces, pero a veces... –extendió una mano —es como si estuvieras a mil leguas de aquí y
de mí.

Xena encaró los ojos verdes de Gabrielle y se sintió muy apesadumbrada. Era su propio interior el que
siempre le impedía mostrarse más abierta, opción que, hoy por hoy, únicamente era posible con
Gabrielle, la única que había sabido acercarse a ella de ese modo. Y ello, en cierto modo, la asustaba.
La dependencia afectiva mataba. O te hacía morir. Eso ya lo había aprendido. Su alma estaba
rastrillada con esa verdad. Nadie cuya vida continuamente transitara por la vía de la muerte podía
permitirse el lujo de sentir nada por nadie. Porque la Muerte, infatigable, reclamaba constantemente
su peaje. Su pesadumbre era debida al hecho de que sí, ciertamente, consideraba a Gabrielle su
amiga, un sentimiento nuevo para ella, pues en su tiempo de Destructora de Naciones toda amistad y
toda lealtad fijaban siempre su precio. Nunca había encontrado a nadie a quien considerar un amigo,
una amiga. Hasta ahora. Y esa persona estaba ahora junto a ella y se esforzaba por demostrarle,
muchas veces desde el silencio, su amistad totalmente desinteresada, y era eso algo a lo que Xena
querría acostumbrarse, lo deseaba, luchando constantemente contra su abrupto y endurecido interior.
Pero le costaba muchísimo.
—Gabrielle... –empezó a decir —No es fácil para mí hablar, lo sabes. Debes tener paciencia.

Gabrielle esperó a que Xena continuara, pero la guerrera sostuvo su mirada un par de segundos más
y, acto seguido, se giró, tirando suavemente de Argo. Gabrielle suspiró. Siempre era así con Xena.

Sigue — —>
A LOS OJOS DE UN DIOS BORRACHO. 3ª parte.
Autora: Elxena

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El fuego crepitaba suavemente. Habían terminado de cenar en silencio y en silencio habían continuado.
Gabrielle sabía cuándo Xena quería hablar y cuándo no, y este largo día había sido todo un no
constante. El carácter de Xena se había mostrado taciturno desde lo del grupo bajuun y ningún intento
de Gabrielle por perforar el manto de hosquedad de Xena había dado sus frutos. Xena incluso se había
negado reiteradamente a que Gabrielle curara sus heridas y ahora la veía sentada algo alejada de ella,
con la mirada perdida en el fuego. Gabrielle sufría por ella. Sabía que algo la atormentaba, que algo
había sido activado durante o después del enfrentamiento con los esclavistas y deseaba saber qué era.
Sólo sabiendo podría ayudar. Deseaba conjurar ese sentimiento que oscurecía la mirada de Xena. Ésta
podía ser exasperante a menudo, muchas veces demasiado, con su terco autoaislamiento. Gabrielle
sabía que había llegado más lejos que cualquier otra persona en la intimidad de Xena, y, aún así,
sentía que estaba a mil años luz de poder decir que estaba lo suficientemente cerca. Su frustración
alcanzaba hasta el aspecto físico. Al menos, pensaba Gabrielle, si las palabras no podían reconfortarla
podría ser la cercanía quien lo lograra. Allí donde una palabra no podía reparar una herida podría
hacerlo una caricia, un abrazo. Sin embargo, una y otra vez, Gabrielle chocaba con las reticencias de
Xena. La guerrera parecía rehuir su contacto, aún siendo Gabrielle la única a la que le hubiera
permitido acercarse de ese modo. Muchas veces hubiera deseado acariciar su oscura cabeza para
tratar de reconfortarla cuando algo la atormentaba, como hoy, y hacerle ver que ella estaba allí, a su
lado, y que seguiría estándolo pasase lo que pasase. Pero el único contacto que Xena permitía era
cuando cabalgaban juntas, o cuando Gabrielle lograba convencerla para que le dejara curar alguna
herida. Cosa que ni siquiera había logrado esta vez. Inspiró profundamente y, para su sorpresa, Xena
la miró. Parecía estar muy lejos de allí en sus pensamientos.
—¿Tienes frío, Gabrielle? –le preguntó.

—No, no te preocupes, estoy bien... –"quizás", pensó, "sería un buen momento para intentarlo otra
vez" —¿Y tú?

La guerrera negó con la cabeza y volvió a fijar su mirada en el fuego. "Fugaz intento, bardo", se dijo a
sí misma Gabrielle. Entonces, de nuevo sorprendentemente, Xena habló.
—A veces no tiene sentido.

Gabrielle se mordió el labio inferior.

—¿El qué? –inquirió cautelosamente. No quería hacer que Xena se replegara de nuevo en su interior
por la torpeza de sus palabras.
Xena la miró.

—¿Por qué sigues conmigo? –le preguntó, con tono cansado.
Gabrielle respondió sin titubear.
—Porque merece la pena.

—Qué merece la pena. ¿Ver morir a gente?

—No –dijo Gabrielle con vehemencia —, no se trata de eso. Yo no veo morir a gente. Yo veo a gente
que se salva. Que se salva gracias a ti.
Xena sonrió con amargura.

—El punto de vista optimista.
—El punto de vista real, Xena –replicó Gabrielle. Deseaba acercarse a ella, pues el latido de su
angustia era bien palpable; acercarse y calmarla, pero temió que el gesto provocara una reacción
negativa en Xena —¿No lo ves? ¿No lo notas? Tú haces que pasen cosas buenas, Xena.
—Pero muere gente.
Gabrielle asintió gravemente.
—Sí, así es, muere. Pero es el juego de los dioses, lo sabes, ni siquiera tú puedes contra eso. Además
–hizo una leve pausa —, a los que veo morir son a aquellos a los que el hierro marcó su corazón, que
eligieron la espada y por ella murieron.
Xena la miró fijamente.
—De ese modo, Gabrielle, yo también debería morir.

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—¡No! –sin poder evitarlo se acercó a ella —No, Xena, tú no lo mereces, no digas eso. Tú haces el
bien.
Un rictus amargo serpenteó por el rostro de Xena.

—Eso no ha sido así durante mucho tiempo, demasiado.

Gabrielle acercó su mano y la posó sobre el brazo de Xena. Casi podía palpar su amargura.

—Xena, por favor, escúchame. Yo te conozco. Cualquier hecho pasado puede ser purgado por los actos
del presente, por lo que puedas hacer mañana, pasado mañana. Nada es definitivo, ¿comprendes?
—El niño no parecía comprenderlo.

—¿Qué niño? –preguntó Gabrielle, confusa.
—El aldeano.

—¿El niño, el que lloraba? –Xena asintió —Bueno, no era más que un niño. Estaba asustado, eso era
todo. Acababa de pasar por una experiencia terrible y estaba...
—A ti no te tuvo miedo —la interrumpió Xena.

—Bueno, no. Pero digamos que tú... eres más alta –y terminó la frase con una sonrisa, tratando de
aliviar la carga de amargura que emanaba de Xena. Nunca la había visto así, tan... vulnerable. Deseó
poder abrazarla para calmarla, para espantar de ella el pozo de dolor que se asomaba a sus ojos
azules —. Xena, ¿qué ocurre? Salvaste a ese niño, salvaste a su familia y a todos los demás.
—Pero él me tuvo miedo.

Había algo en el tono terco de Xena que hizo que Gabrielle sintiera una punzada de dolor en todo su
ser. Nunca antes había visto esa mirada atormentada en los ojos de Xena, ni esa pátina de dolor que
cubría su cansada voz. Deseó más que nunca poder abrazarla y temió hacerlo por si el gesto la
incomodaba y terminaba con sus ganas de hablar.

—Sí, Xena –dijo Gabrielle suavemente —, puede que sintiera miedo al verte, al ver tu figura, tu
espada, sí. Pero es porque alguien le mostró el miedo como único camino, la espada para él no es más
que un instrumento de horror, es lo único que habrá podido ver en su corta vida. Pero —dijo
pausadamente —puede que a partir de hoy, cuando ya se encuentre a salvo en su aldea y sus padres
le cuenten la historia y oiga referirse a ti como la persona que procuró el bien de su familia, entonces,
eso cambiará, ya no habrá un único camino en su vida como alternativa. Conocerá respeto y valor y
bondad –presionó suavemente el brazo de Xena. Ésta la miraba con un algo indefinido en sus ojos que
Gabrielle no supo descifrar —¿De acuerdo, Xena?
Transcurrieron un par de segundos antes de que la guerrera hiciera o dijera nada.

—No –murmuró, e hizo que Gabrielle soltara su brazo —. No, Gabrielle, y nunca lo entenderías –Xena
miraba la fogata —. Ya nada de lo que pueda hacer cambiará todas las miradas de terror que merezco.
Nada.
Gabrielle quiso replicarle pero Xena la hizo callar con un gesto.
—Estoy cansada, Gabrielle –su voz era átona, pesada, y su mirada, triste azul —. Descansa tú también
–y se tumbó de costado, dándole la espalda.
Gabrielle abrió la boca para replicarle, pero miró a su amiga tumbada, ligeramente encogida, como
una niña pequeña con frío, y sólo deseó poder sosegarla de su tormenta interior, aunque sólo fuera
con un gesto, aunque sólo fuera con la nada, su silencio. Acercó su hato, extrajo la manta de viaje y
tapó con ella a Xena. Ésta se agitó levemente
—Usa la manta para ti, Gabrielle, yo no la necesito –la oyó murmurar.
—Si no te importa, Xena, la compartiremos. ¿Te importa que duerma a tu lado?
Xena tardó un instante en contestar.

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—Sabes que no –dijo al fin.

Gabrielle se tumbó junto a ella, ambas cerca del fuego, y la bardo procuró que una parte de su cuerpo
tocara el de Xena. Recordaba que, siendo pequeña, su madre calmaba así sus pesadillas. Deseó poder
obrar el mismo efecto en Xena, que su cuerpo confiara en la calidez del suyo, que lograra acunarlo en
su cercanía, en su intención, silenciar así los gritos de su oculto interior. Al principio temió que Xena
rechazara su contacto pero no fue así. Permitió tanto su cercanía como su roce y, poco a poco,
Gabrielle notó cómo la tensión iba desapareciendo del cuerpo de la guerrera, hasta quedarse sumida
en un intranquilo sueño que agitaba de tanto en tanto su inconsciencia. Permaneció largo tiempo
despierta, atenta a la inquietud del letargo de Xena, procurando aliviarla cuando la notaba agitarse,
murmurando palabras y dulces melodías rescatadas de su infancia.
Gabrielle recordaría siempre esa noche con una mezcla de tristeza e infinita ternura.

Se formó un viento helado que hizo estremecer a Gabrielle en su sueño y que le hizo buscar de forma
inconsciente la cercanía del cuerpo de Xena para abrigar su frío.
No escuchó ni notó nada más.

Los demonios del Inframundo eran silenciosos.
Silenciosos y efectivos.

No sabía si echar a andar o quedarse allí. Tampoco le importaba demasiado. El mundo ya no guardaba
para ella ninguna nueva promesa; de igual modo, ya no deseaba cruzar palabra o mirada alguna con
nadie, se sentía bien así, sola, vagando por montañas y valles, alejada de aldeas y enclaves poblados,
todo lo bien que podía sentirse un alma rota, vacía, sin rumbo, sin ánimo ni querencia, sin nada, con
todo el dolor.
Había matado a Argo. Recordaba haber estado junto al cuerpo de Gabrielle aún sin sepultar durante
horas, tal vez un día entero.
Al filo del siguiente amanecer intentó suicidarse por primera vez.
No lo consiguió.

Se abrió el cuello conel filo de su espada y no murió.

Lo intentó tres veces más a lo largo de las siguientes horas, hasta que su cuerpo, exhausto, casi sin ni
una gota de sangre, se rindió, mucho antes que su voluntad.
Así, permaneció sin aliento junto al cuerpo de Gabrielle hasta la llegada de la siguiente noche. Argo
hozaba cerca de ella, silenciosa. A medianoche Xena se incorporó pesadamente, aún abiertas las
heridas auto inflingidas, ayudándose de su espada a modo de bastón. Se acercó a la yegua y acarició
su robusto cuello. Dejó apoyada su mejilla enfebrecida sobre el pelaje canela del noble animal durante
unos minutos y rogó interiormente por tener la fuerza suficiente como para hacerlo rápido y sin dolor.
La degolló de un profundo y certero corte y la yegua cayó pesadamente al suelo.

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Tardó cuatro horas en hacer un agujero lo suficientemente grande. A duras penas sí consiguió hacer
caer al noble animal en él. Después se acercó a Gabrielle, se arrodilló a su lado y acarició su rubia
cabeza inerte. Quiso hablarle, pero apenas podía susurrar. Se inclinó sobre ella y besó suavemente su
mejilla. La notó fría y le dolió pensar que Gabrielle tuviera frío allá donde se encontrara. Acercó el hato
de su amiga y sacó su manta de viaje, arropando con ella el cuerpo de Gabrielle. Recordó cuántas
veces ella había hecho lo propio con ella cuando la creía dormida y se acercaba y la tapaba con esa
misma manta. Se mordió el labio inferior, sintiéndose absolutamente desolada. Se inclinó sobre
Gabrielle hasta dejar reposar la cabeza sobre el pecho de la bardo y permaneció así largo rato,
murmurando un "lo siento" surgido de lo más profundo de su corazón ahora enfermo. Después, la alzó
suavemente y la sostuvo abrazada contra sí. La llevó hasta la sepultura y la depositó con cuidado junto
al cuerpo de Argo. Antes de cubrirlas con tierra fijó la vista en Gabrielle y siguió haciéndolo hasta que
ya no pudo soportarlo más. Cubrió la tumba, se sentó en el suelo y allí se quedó.
Mucho más tarde cayó en la cuenta de que no había podido llorar.

Tampoco ahora, en aquel oscuro bosque, un año después, podía hacerlo. Por primera vez en su vida
había algo que no se sentía capaz de afrontar. Se sentía perdida, rota, vacía. Había sido una guerrera
feroz, decidida, sabía que cruel e impía, nunca había vacilado ante nada, sus recuerdos y su cuerpo
estaban llenos de mil batallas y su conciencia quizás sólo hubiera podido llegar a estar limpia y
tranquila si su vida hubiera seguido por el camino trazado... gracias a Gabrielle. Desde que la joven
bardo había salido en su defensa cuando todos estaban en su contra algo en su interior había logrado
despertar, había logrado abrirse paso por entre la maraña de furia y dolor que ella en sí misma había
constituido. Sólo una persona en el mundo había sido capaz de entrever ese interior oculto y ahora esa
persona estaba muerta, y ella con ella, y toda su vida, y todo lo que habría podido desear o anhelar,
querer o atesorar. Porque ahora ya el todo y la nada eran una sola cosa, un solo molde, un solo
camino que ella, Xena, estaba obligada a transitar, por mucho que lo odiara, por mucho que no
deseara estar allí, por mucho y tanto que tan sólo deseara cerrar los ojos y no volver abrirlos nunca
más.
Ella, la Destructora de Naciones.

—Destructora de Naciones.

Gabrielle la oyó susurrar, pero no entendió lo que dijo. Se acababan de despertar y Xena no parecía
encontrarse mejor que el día anterior. Se había levantado con la idea de acercarse hasta Istoidea,
donde le dijo que vivía un antiguo compañero de armas suyo, un mercenario que había conocido y al
cual, con el tiempo, había salvado la vida, aunque no sus piernas.

Caprus Sencam, el mercenario, se había retirado a un lugar llamado Istoidea, donde, al parecer,
regentaba una posada. Xena quería preguntarle sobre las rutas bajuun. Estaba dispuesta a acabar con
esa milicia esclavista.
Gabrielle se fijó en el brazo y la espalda de Xena, donde las heridas empezaban a sanar. Ahora conocía
la razón de por qué Xena se negara tercamente a que se las curara. Se lo había dicho al alba cuando,
ya despiertas, ella le había insistido por última vez al verle hacer un gesto de dolor al levantarse.
—Deja estas heridas, Gabrielle –le había dicho —. Quiero levantarme con ellas y ser lo último que note
cuando me duerma. Quiero que me lo recuerden. Quiero que me digan una y otra vez que nunca será
suficiente, que siempre quedará el dolor de lo que hice y que nada de lo que haga podrá repararlo.
Deja estas heridas.

Gabrielle se había sentido profundamente afectada. Xena seguía atormentada por su pasado, ligada a
él por lazos de sangre, por el remordimiento, por la conciencia despertada. El camino emprendido
hacia la redención podía ser, y lo estaba siendo, peligrosamente afilado para Xena, un doble filo que
podría agotarla, vencerla y devolverla al lado oscuro. Gabrielle quería estar a su lado para evitarlo,
para apoyarla, para ayudarla y para, se estaba dando cuenta, fundir su destino con aquella enigmática
guerrera cuyo interior quedaba aún encerrado bajo las pesadas llaves de un pasado de odio, sangre y
dolor. En Gabrielle había ido consolidándose poco a poco un sentimiento desde que acompañaba a
Xena, desde que la vio por primera vez. Algo nuevo, cálido, una seguridad impregnada,
paradójicamente, de incertidumbre. Mirando a Xena muchas veces Gabrielle se había preguntado la
razón de por qué ésta había permitido su compañía. La guerrera parecía más del tipo solitario,
autosuficiente, capaz de transitar por el mundo sin ayuda de nadie, menos de la de ella, una inexperta
aldeana cuyo mundo había sido tan reducido como su aldea y el arroyo que la cruzaba a cien pasos de
distancia. No había nada más allá que Gabrielle conociera y en no pocas ocasiones se había consumido
por el deseo de hacerlo.
Era una egoísta, lo sabía.
Su ansia de conocer se encontraba también tras su decisión de acompañar a Xena, al menos en un
primer momento. Después, poco a poco, con el sigilo de un felino, un nuevo sentido a su acto se había
ido hilvanando.
No había egoísmo, sino admiración.

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Admiraba a Xena, la admiraba en su silencio, en su terquedad, en su furia incluso. Amaba el nuevo
camino que la guerrera había asumido, aún existiendo una feroz lucha en su interior, entre el
monstruo y la persona. Gabrielle quería estar allí, junto a la persona, e impedir que el monstruo
aflorara y se llevara con él a Xena. Confiaba ciegamente en el triunfo de la persona y sabía que sólo
era cuestión de tiempo que ello sucediera, aunque también sabía (o al menos así se había convencido
a sí misma, para justificar su presencia junto a Xena) que el camino estaba lleno de peligros, peligros
en forma de debilidad, de dudas, de ira que arrastraba como una furiosa tromba de agua; de miedos
insondables que sabía anidaban en el alma de Xena. Porque Xena no temía lo físico, sino lo psíquico,
las trampas de su mente, de su alma, las pequeñas fieras agazapadas tras todos y cada uno de sus
terribles recuerdos.
De súbito, como un vahído, Gabrielle tuvo una fugaz visión: vio a Xena de pie en mitad de un campo
de batalla sembrado de cuerpos ensangrentados, mutilados en su mayoría. Era una visión
espeluznante, pero no fue eso lo que llamó su atención.

Era Xena, allí de pie, entre los cuerpos, su espada ensangrentada pendiendo inerte a lo largo de su
costado, la armadura agitada por los irregulares latidos de su agitada respiración. Tenía la frente
perlada de sudor y pequeñas heridas moteaban su piel allá donde el cuero y el metal no la cubrían.
Tenía el cuerpo embarrado, la batalla se había librado bajo una furiosa lluvia y los rugidos de la
tormenta aún se dejaban oír, entremezclados con el ruido del choque de metales, el desgarro de la
carne y los gritos, de los que morían y de los que mataban. Xena permanecía con la cabeza inclinada
sobre su pecho agitado y parecía fijar su mirada sobre un cuerpo a sus pies.
La visión de Gabrielle se lo mostró.

Era el cuerpo de una guerrera que yacía con los ojos abiertos en mudo dolor, pero no era eso lo que
atraía la mirada de Xena, sino la profunda herida abierta en su abdomen... y el feto que asomaba por
ella, con el cuello seccionado en una horrenda hendidura.

Con brusquedad Gabrielle sintió un punzante rechazo ante la visión y, como si un agudo sonido la
hubiera alertado, la Xena de su visión giró su cabeza hacia la mirada de Gabrielle. Miró a Gabrielle, a
través de una imposible conexión, y entonces ésta leyó en sus ojos el dolor, la confusión... y el miedo.
Miedo a sí misma. Xena por fin había encontrado un enemigo de su talla: su propia alma corrupta, el
satánico émbolo que impulsaba todas sus acciones, su patria muerta.

Súbitamente, igual que había llegado, la visión desapareció y Gabrielle notó de nuevo un ligero vahído
que la aturdió, haciéndola llevar una mano a un pecho donde su corazón latía apresuradamente.
Sin que ella se diera cuenta, Xena ya se había situado a su lado, el rostro pintado de preocupación.
—¿Gabrielle? –musitó, alerta, tocándole el codo.

La bardo levantó su mirada hacia ella y, sin pensarlo siquiera, acarició con el dorso de su dedo índice
la mejilla de la guerrera, queriendo consolar no a esta Xena frente a sí, sino a la dolida y perdida Xena
de su visión. La confusión se dibujó en los ojos de Xena y, de forma imperceptible, apartó la cara.
—¿Te ocurre algo? –inquirió, insegura.

Gabrielle rememoró apenas durante una fracción de segundo la imagen del niño que nunca nacería
( "niña", pensó Gabrielle, sin saber por qué, "era una niña") y trató de responderle.
—No, ¿y a ti?
Eso aumentó la confusión de Xena, que se removió inquieta.
—Por todos los dioses, Gabrielle, has sido tú la que has gritado como una niña asustada.
—¿Yo?
—Sí, tú. ¿Se puede saber qué te pasa? –Xena parecía molesta.
—No te enfades, Xena.

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—No me enfado –dijo Xena pausadamente —No lo hago.
Gabrielle sonrió.

—Me alegra oírtelo decir –le dijo Gabrielle —, pues temería que alguien de tu tamaño estuviera en mi
contra.

Xena parecía a cada momento más y más confundida. En ocasiones se sentía desarmada frente a la
joven aldeana y aún no se había explicado a sí misma la razón última de su decisión de dejar que le
acompañara. Muchas veces desde aquel día que la subió a la grupa de Argo se había cuestionado lo
acertado de su decisión. No por Gabrielle en sí pues, con sorpresa, había descubierto que su compañía
no la incomodaba. No, su temor era su integridad física... y, por qué no, moral. Un Señor de la guerra
con su pasado no era la mejor compañía para ella.

"Te reconforta", fue su propia respuesta y parecía la solución, pero sólo se trataba de una
consecuencia, no de una causa en sí misma. Apartó de sí esos pensamientos y miró a Gabrielle.
—Siempre pareces jugar –le dijo —, y el mundo no es siempre un cuarto de juegos.
Gabrielle asintió.

—Lo sé, Xena, pero sea lo que sea el mundo no puedo verlo eternamente como un abismo o un teatro
de muerte. El mundo tiene tantas caras como anillos el árbol más viejo. Y tú —añadió, alcanzando con
la yema de sus dedos el antebrazo de Xena —deberías darte la oportunidad de verlo con otros ojos.
Por un momento pareció que la confusión haría tanta mella en Xena que bloquearía cualquier intento
de respuesta por su parte; sin embargo, se rehizo y, elevando ligeramente los hombros, replicó:
—Eres una joven inquietante.

Gabrielle esbozó una ligera sonrisa y, en el momento en que Xena giraba sobre sus talones para
atrapar las riendas de Argo, la llamó, al tiempo que la alcanzaba.
—Oye, Xena.

—Qué, Gabrielle.

—¿Puedo cabalgar contigo?

Xena frunció el ceño en un gesto de extrañeza.

—¿Superaste acaso ya tu miedo a montar en Argo?
Gabrielle hizo un mohín.
—Pero tú iras conmigo.

—Por supuesto, no querría ver tu cuerpo morder el polvo delcamino. Ven, te ayudaré a montar.
Deberías hacerlo más a menudo, agotas tus fuerzas yendo a pie.
—Me gusta caminar.
—Eso pensaba –Xena montó en Argo y le tendió una mano a Gabrielle —. Arriba.
Cuando Gabrielle se acomodó tras Xena ciñó a propósito con fuerzala cintura de la guerrera, aunque
sabía que sería imposible caerse de Argo. Lo hizo para que ella notara que estaba ahí.
El viento helado. El viento helado y el susurro de un demonio.
Lo hizo para que la Xena que conducía la montura y la Xena de su visión supieran que ella siempre
estaría allí.

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La guerrera azuzó a Argo.
El viento helado.

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A LOS OJOS DE UN DIOS BORRACHO. 4ª parte.
Autora: Elxena

Era una aldea pequeña, sucia, maloliente y perturbadoramente abigarrada. Las estrechas
construcciones de madera parecían competir entre sí por hallar un hueco y de los tejados bien podría
decirse tres cuartos de lo mismo. De entre el sinfín de aldeas que ambas habían tenido ocasión de
visitar era con mucho ésta la más caótica, desmañada... y cualquier cosa.

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Gabrielle había arrugado la nariz y Xena alzado una de sus cejas. Ambas se miraron y compartieron un
gesto de resignación. Xena desmontó y ayudó a Gabrielle a hacerlo. Se encontraban justo en la linde
de la aldea con el bosque y por la cabeza de ambas cruzó el pensamiento de girar sobre sus talones y
dar un inmenso rodeo.
Pero, Gabrielle suspiró, habían llegado allí con un propósito.

Entraron en la aldea y Xena localizó un establo donde cobijar a Argo a cambio de un par de monedas.
Antes de salir del cobertizo Xena se acercó a la dorada yegua y acarició su cuello, murmurando suaves
palabras.

Gabrielle sonrió ante ello. Nadie que desplegara un amor así por un animal podría no desplegarlo
igualmente por el resto de la humanidad. Xena captó su sonrisa y ladeó ligeramente la cabeza,
frunciendo el ceño. No le gustaba que momentos como éste tuvieran testigos. La hacía sentirse
vulnerable, en cierto modo descubierta, como pillada en falta. Si bien momentos como éste sólo
ocurrían cuando estaba a solas o, como mucho, delante de Gabrielle. Tenía, en torno a ello,
sentimientos contradictorios. Por un lado ansiaba la rutinaria soledad a la que su espíritu se había
acostumbrado, cuando era una guerrera al servicio de Ares. Por otro, en cierto modo, en lo más
profundo de su ser, un infinito agotamiento agazapado tras su pétrea coraza de guerrera le instaba,
cada vez más, de forma persistente y urgente, a caminar hacia la cercanía, hacia la intimidad con otra
persona. Una intimidad que le permitiera relajarse, bajar los escudos, suspirar de vez en cuando. Una
intimidad (una persona) a la cual poder acudir cuando la tensión, el miedo (miedo, sí) o el simple
agotamiento le empujaran hacia el cenit de una dolorosa crisis. Ya no deseaba ser únicamente el hielo,
la piedra, el muro o la montaña. Deseaba descansar. Ser hierba o junco. Aire. Inclinar de vez en
cuando su alma hacia la percepción de una lánguida dejadez, dejarse atrapar por ella, envolverse en
ella. Sólo descansar. Esa intimidad, esa persona, lo sabía, lo intuía, llevaban el nombre de esta testigo
que ahora, a su lado mientras salían del establo y caminaban por la aldea, acompasaba su paso al
suyo, procurando no alejarse más de una pulgada de ella. Recordaba sus palabras (de hecho, lo hacía
a menudo) cuando le preguntó si no echaba de menos a su familia y la joven, sonriendo, le contestó
que no si estaba con ella. Cuando la defendió ante aquellos aldeanos que la acusaban de asesinato.
Cuando regresó a pesar de haberla golpeado. Recordaba cada palabra, cada acto... y cada pulsación
de emoción que la había embargado. Había guardado con sumo cuidado esas emociones, las había
acunado en su corazón, pues halló que fueron las primeras en su vida provocadas por la pura bondad
y la amistad desinteresada. Y ésta era, pese a su irracional temor por los riesgos que podría entrañar,
por su posible vulnerabilidad, una sensación poco cuantificable en medida de mercader o recaudador,
una sensación seductora, atractiva y golosa por la miríada de sensaciones secundarias que la
acompañaban.
Deseaba reposar su alma de una vez.

—... y preguntar. ¿Tú qué dices? –Gabrielle se había detenido y parecía aguardar una respuesta.
Xena frunció el ceño, algo confusa.

—Lo siento, Gabrielle, no estaba escuchando.

—Vaya –resopló ésta divertida —, habré de mejorar mi discurso si quiero que algún día alguien me
escuche —punteó con un dedo el antebrazo de la guerrera, que parecía mirarla sin verla —¿Xena?
—Sí.
—¿Sí a qué? –preguntó Gabrielle.
—¿Qué?
Gabrielle se mordió el labio inferior. Esperaba que el carácter taciturno de la última jornada no se
acentuara justo ahora.
—¿Estás bien? –le preguntó.
Xena pareció caer en la cuenta de su lapsus y agitó la cabeza.
—Claro, ¿qué decías?
Gabrielle reflexionó un instante, intentando averiguar la naturaleza del estado de Xena, pero decidió,
con un suspiro, que sería esa tarea demasiado ardua como para acometerla en este momento.

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—Te decía que probablemente muramos de cansancio en alguna de estas tortuosas calles antes de
encontrar la posada de tu amigo Caprus. ¿Te has fijado? –giró sobre sus talones, barriendo con la
mano el espacio a su alrededor. Decenas de casas se amontonaban sin ton ni son, convirtiendo las
calles en estrechas y serpenteantes sendas en las cuales no le apetecía nada aventurarse sin rumbo
fijo —Lo mejor será preguntar y que alguna alma caritativa nos guíe hasta él.
—Parece lógico –admitió Xena.

—Lo es –sentenció la joven sonriendo.

—Claro, Gabrielle –Xena se permitió sonreír tenuemente. "Para ser una muchacha que hace gala de
una lógica tan aplastante, no acierto a entender qué insensatez te arrastra a seguir junto a mí". Pero
esto Gabrielle no lo oyó, se quedó en los abismos del pensamiento de Xena, junto a tantos otros.
De súbito, Xena percibió que algo no iba bien. Sintió hielo en sus venas, hielo en su corazón. Agitó la
cabeza y miró a su alrededor. Nada. Aldeanos transitando las polvorientas calles. Miró a Gabrielle.
Un viento helado.

La joven griega se acercó a uno de los aldeanos para preguntar por la posada. Antes de que todo
ocurriera tuvo tiempo de escuchar por lo bajo cómo Gabrielle musitaba divertida un "a ver si éste me
escucha".
No pudo hacer nada.

Cuando Gabrielle estuvo junto a él, un rápido y violento movimiento del aldeano con el brazo la golpeó
en el tórax, con un efecto devastador: lanzó a Gabrielle cuatro pasos atrás y apenas sí la guerrera
pudo sujetarla antes de que cayera al suelo, flexionando las rodillas para absorber el impacto del peso
de su cuerpo.

—¡Gabrielle! –gritó. Un gesto de dolor cruzaba el rostro de la bardo al tiempo que la joven intentaba
llevarse una mano al pecho dolorido — No, no, no, espera... –le dijo Xena, cogiéndole la mano. Con un
rápido vistazo a su alrededor comprobó la situación del atacante y registró con estupor que éste no se
hallaba en su campo de visión. Es más, no había nadie en su campo de visión. La aldea estaba vacía y
opresivamente silenciosa. Un gemido de Gabrielle reclamó toda su atención —Espera, Gabrielle, no te
toques. Déjame ver qué tienes... –y, suavemente, le apartó la mano, al tiempo que volvía a echar una
rápida mirada a su alrededor.
No había nadie. No se escuchaba a nadie. Nada. Centró su atención en el pecho de Gabrielle,
apartando a un lado la tela de su camisa. Una fea contusión empezaba a dibujarse en el tórax, una
contusión que pronto reveló algo más: estaba oscureciéndose aceleradamente y Xena intuyó que el
golpe había sido tan fuerte como para provocarle una hemorragia interna, pero no lo suficiente como
para desgarrar la piel y permitir así una vía de escape a la sangre. Sabía lo que podría pasar si esa
sangre no era liberada. Tendría que hacerlo ella misma. Se inclinó sobre ella y, al tiempo que cogía la
pequeña daga de su pecho, le susurró suavemente al oído
: —No te preocupes, Gabrielle, no te dolerá... –la joven asintió débilmente, con los ojos cerrados.
Empezaba a no respirar bien. Xena debía darse prisa. Su mano izquierda sujetó con fuerza la frente de
Gabrielle y su mano derecha, con un gesto firme y preciso de la daga, desgarró la piel en la zona de la
contusión. De inmediato un borbotón de sangre manó de la incisión y Gabrielle, Xena lo notó bajo la
presión de su mano sobre su cabeza, se relajó perceptiblemente. Xena se tensó durante un instante y
después se dejó ir, suspirando hondamente. Acarició levemente la mejilla de la joven, notando que
estaba enfebrecida. —¿Gabrielle? –musitó —¿Gabrielle?
La joven abrió los ojos y parpadeó un par de veces antes de enfocar su mirada en Xena. Ésta le sonrió.
—¿Mejor?
—...ena –la voz de Gabrielle era débil, entrecortada.
—Estoy aquí. No te preocupes, estarás mejor dentro de nada.
—...tacó –intentó decir —Ese hombre...

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—Shist... no hagas esfuerzos. No te preocupes ahora por eso. Ya pasó... –Xena volvió a mirar a su
alrededor. Nadie. Nada. Todos sus sentidos estaban en alerta. No quería más sorpresas. No quería
pensar en el brusco silencio en el que se había sumido de repente el pueblo.
En ese viento helado.

Ni el canto de un ave aquietaba el denso vacío. Volvió a centrarse en la herida de Gabrielle. La sangre
había dejado de manar y el pecho de la bardo subía y bajaba de forma acompasada. Notó, sin
embargo, que su piel ardía bajo su contacto. Temió que el golpe hubiera causado algún daño interno al
cual no pudiera acceder, y un súbito temor mordió entonces su corazón, arrasándolo. Un miedo
absoluto ante la mortalidad. De Gabrielle. La miró detenidamente, con un sordo martilleo asolando su
sien. Se sintió desesperadamente débil, casi enferma, todo en un segundo. Notó que Gabrielle la
miraba.
—¿Xena? –musitó.
Intentó sonreírle.

—Bueno, mi joven amiga. Empiezas tu propio mapa —y le señaló la pequeña incisión en su pecho,
intentando parecer despreocupada —No te preocupes, cerrará bien. ¿Cómo te sientes?
Gabrielle intentó tragar.

—Tengo sed... –susurró.

—Bien, beberás –le sonrió. Miró en derredor suyo, con un atisbo de inquietud. Allí, en el centro de la
plaza, lo habría jurado, tendría que haber un pozo. "Maldición", se dijo, "mald...". pero ni siquiera
pudo seguir pensando cuando, al volver a girar la cabeza hacia Gabrielle, vio un odre húmedo junto a
ésta. Primero abrió muchos los ojos, después los entrecerró con desconfianza. Un nuevo barrido a su
alrededor volvió a confirmar lo que ya sabía: estaban solas. Tanteó el odre, llevándoselo a los labios.
Bebió un trago y paladeó el líquido. Agua, sólo agua. Se resistía, no obstante, a acercárselo a
Gabrielle. Todo era muy extraño, demasiado. Pero Gabrielle tenía sed, sus labios estaban resecos.
Rogó en su interior porque en verdad ese líquido fuese tan sólo agua, tal y como había comprobado.
Acomodó a Gabrielle sobre su regazo y mantuvo su cabeza erguida, apoyándola en el hueco de su
hombro.
—Toma, Gabrielle, es agua –le dijo, acercándole el odre a los labios —. Bebe despacio.

La joven tragó el agua, al principio con ansia, después más tranquila. Cuando terminó, se llevó una
tentativa mano al pecho dolorido.
—Uf... –se quejó, torciendo el gesto —, esto duele. ¿Qué tengo?

Xena se maldijo silenciosamente." Estúpida guerrera. De qué te sirve tu pasado si no logras salvar el
presente en base a esa experiencia". E incluso ella misma, a pesar de haber sido dueña de ese
pensamiento, se conmocionó con él, por todo lo que implicaba. En este presente ella no estaba sola,
como en su turbulento pasado. En este presente que ahora construía Gabrielle ocupaba un lugar
central, cada vez más, cada vez mayor. Ese pensamiento la turbó... y la llenó de una paz hasta ahora
desconocida para su alma. Antes de que pudiera seguir con el hilo de sus pensamientos sintió agitarse
a Gabrielle en su regazo.
—¿Xena?
La guerrera la miró. Si Gabrielle percibió el brillo en sus ojos nada dijo.
—Últimamente eres una princesa muy perdida en tus ensoñaciones –le espetó la joven, sonriendo
levemente.
Xena correspondió a su sonrisa.
—Y tú una bardo muy afortunada. No te colgaré del árbol más alto por volver a llamarme eso..
Gabrielle sonrió más aún.
—¿Xena?
—¿Mm?

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—Agradezco tu cuidado, pero... –arqueó levemente el cuello —... esta armadura pectoral tuya me está
machacando la oreja.
—Oh.

Xena la ayudó a incorporase, siendo absolutamente consciente en ese momento de cómo su cuerpo
echaba de menos el cálido peso del de Gabrielle. Se sintió repentinamente... desamparada. Agitó con
decisión su cabeza. Maldito día. Malditos sentidos. Había pasado todo el día anterior revolcándose en la
amargura de su propio pasado, viéndose azotada por los oscuros designios que veía en un ayer
trazado a base de sangre y fuego; convenciéndose hasta la médula de que su vida no merecía
continuar o, en todo caso, de así hacerlo, que tomara ésta el rumbo del continuo dolor, del tormento
de un oscuro pasado esculpido con ira y odio sobre cada fibra de su ser. Y he aquí que, en el tiempo de
un suspiro, un golpe había hecho saltar en pedazos la preeminencia de sí misma sobre todo lo demás.
Ahora sólo importaba Gabrielle. Pero, y aún temió hacerse a sí misma esa pregunta, " ¿por qué era tan
importante Gabrielle?". "No", se corrigió a sí misma, "¿ por qué lo era tanto para ella?".
Notó moverse a la bardo.

—Ooops... –Gabrielle sujetó con fuerza la muñeca de Xena, lamentándose al incorporarse —Esto
duele, duele, duele... –gruñó entre dientes.
Xena se obligó a clavar sus sentidos en la realidad.

—Espera Gabrielle, no hagas movimientos bruscos –y pensó: "no los hagas, porque todavía no estoy
segura del alcance de tu herida. No lo hagas, porque temo que una hemorragia masiva que no pueda
controlar arrase tu pecho. No lo hagas, porque entonces yo no sabría qué hacer". Pero ni ella misma
tuvo muy claro si eso último hacía referencia sólo a la herida de la bardo o realmente al resto de su
propia vida. Estaba dispersándose mucho en sus pensamientos... y en sus sentidos. Colocó su mano
en la espalda de Gabrielle y se incorporó levemente, flexionando las rodillas —Lo haremos poco a
poco, ¿de acuerdo? –sujetó con su mano libre el antebrazo de Gabrielle — Si al alzarte notas algún
vahído dímelo y pararemos.
Gabrielle pareció divertida.

—No es para tanto –protestó —Sólo es un golpe en el pecho.
—Obedece.

Gabrielle asintió, mirándola.

—Por supuesto. Nadie en su sano juicio osaría jamás desobedecer el mandato de un... – "Señor de la
Guerra" estuvo a punto de pronunciar, pero se detuvo a tiempo —... una guerrera.
Xena enarcó una de sus cejas en su característico gesto, pero no replicó.
—¿Lista?
—Ajá... –asintió Gabrielle.

Y se sintió levantada suavemente, como una pluma. Los músculos y la envergadura de Xena le hacían
parecer casi siempre una desmañada aldeana a su lado pero, dioses, ambos eran bien recibidos y de
agradecer en según qué circunstancias. Sintió una leve punzada cuando por fin estuvo plantada sobre
sus pies, pero nada más. Inspiró con cautela y expulsó el aire con la misma diligencia. Sólo notó un
leve malestar.
—Creo que va bien –informó a Xena, que aguardaba expectante a su lado.
—¿Seguro?
—Sí, claro, muy bien –le sonrió —. Tranquila, no fue más que ungolpe.
Xena ladeó la cabeza.

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—Un feo golpe.
—Bah... –Gabrielle sacudió una mano, quitándole importancia —Pero tú estabas aquí.

Gabrielle notó la conmoción en Xena cuando una sombra permutó sus rasgos de la inquietud al
desencanto.
—Ni lo estaba tanto ni fui tan rápida como tú hubieras necesitado. –dijo sombríamente.
Gabrielle notó el pesar en su voz.

—Vamos Xena —dijo con vehemencia —, no eres una diosa omnipresente y omnipotente –dijo esto
último con un leve toque de ligereza —. Y, además, no has de cargar sobre tus hombros el peso de mi
cuidado. Cuando decidí marchar contigo lo hice bajo mi propia responsabilidad y no deseo convertirme
en... –vaciló —... una molestia para ti –encaró con inseguridad los ojos de Xena, un azul que tenía más
de mar que de metal para ella. Suspiró. Siempre esa incertidumbre, esa duda. No deseaba ser una
carga para Xena, un obstáculo que acabara convirtiendo su compañía en indeseable, que alentara la
decisión de Xena en el camino de la separación. Al fin y al cabo, no era más que una aldeana con más
debilidades que ventajas.

Pero al parecer Xena no pensaba así. Y, en todo caso, si algún día ella tomara esa decisión, separar
sus caminos, no lo haría en razón de las infundadas incapacidades de Gabrielle, sino todo lo contrario.
Enviaría a la bardo de regreso a Poteidea para preservar la riqueza que representaba. Jamás había
encontrado un ser tan puro en toda su vida. O tal vez sí, y seguramente acabó atravesándolo con su
espada antes de que pudiera demostrárselo.
Gabrielle malinterpretó el nuevo gesto de desagrado que se dibujó en el rostro de Xena. Le costó un
terrible esfuerzo decir lo que dijo a continuación:
—Me iré si así lo deseas –dijo débilmente.

Xena se agitó. "¿Cómo, por todos los dioses, había Gabrielle engarzado sus palabras con su propia
inquietud interior?". Era como si hubiera seguido el hilo de sus pensamientos.

—No –dijo claramente, quizás con demasiado ímpetu —. No –volvió a decir, esta vez más
sosegadamente —... Quiero decir –vaciló —, no si tú no lo deseas –parecía turbada, insegura, y
Gabrielle lo notó. Antes de que pudiera replicarle, la voz interior de Xena ya había elaborado toda una
ruta de pensamientos. Se dijo a sí misma que estaba siendo egoísta. Profundamente egoísta. Se había
acostumbrado demasiado a esa rutina dual, a hacer las cosas junto a alguien, ella que tan
autosuficiente había sido siempre. Y por mucho que a veces su otrora alma solitaria reclamara
puntualmente una soledad egoísta, era éste con mucho un egoísmo mayor. Deseaba que la bardo
continuara junto a ella. Pensar en lo contrario le provocaba un aturdidor vacío que jamás antes había
sentido. Y éste era su nuevo egoísmo. Era consciente de que su pasado iba a perseguirle siempre,
todos los días de su vida, y era un pasado con muchos filos. Había cambiado el sentido de su espada,
convirtiéndola en instrumento de justicia y no de maldad, y sabía que tendría que seguir usándola,
pues cientos, y no uno, eran los corazones oscuros que todavía asolaban el mundo. Y Gabrielle,
suspiró, siempre estaría allí. Cada vez que se cruzara con una milicia renegada, con un grupo
esclavista; cada vez que alguien la buscara para ganar su nombre, para hacerle pagar su pasado, cada
vez que... por eso era egoísta. Deseaba la compañía de Gabrielle, pues temía la soledad tras haber
conocido la sincera compañía. Pero también sabía los riesgos que ello entrañaba. Inspiró
profundamente y encaró la mirada de Gabrielle —. Hagamos un pacto –le dijo súbitamente.
Gabrielle arqueó una ceja, extrañada.
—¿Un pacto?
—Sí.
—¿Qué tipo de pacto?
Xena tomó aire. Le iba resultar difícil decir aquello.
—Escucha, Gabrielle. Aprecio mucho tu compañía y valoro aún más tu amistad pero... la rompería en
un instante, sin dudar, si con ello creyera que ibas a sobrevivir más allá de mí misma.

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Gabrielle inició una protesta. No estaba segura de lo que Xena le estaba diciendo y tampoco estaba
segura de que quisiera seguir escuchándolo. Intentó decir algo, pero Xena la acalló con un gesto.
—Soy una asesina, Gabrielle. Déjame hablar... –le espetó, cuando vio que la joven iniciaba un nuevo
gesto de protesta —Y lo soy tanto por acción como por omisión. Lo soy cuando permito que tú sigas a
mi lado y cuando por ello te hieren –bajó fugazmente la mirada hacia el pecho contusionado de
Gabrielle —. Tú pareces pagar un tanto de mis deudas con la humanidad, pues ella no distingue
cuando arremete con ciega furia. Si sigues a mi lado, algún día, sin que ninguna de las dos pueda
evitarlo, caerás bajo su hierro. Y tú no eres la deudora. Sólo yo lo soy. Sólo yo fui quien guió mi odio y
mi furia. Así –volvió a tomar aire —, quiero que me prometas una cosa Gabrielle.
Gabrielle aguardaba con expectación.

—Abandóname –Xena dudó una milésima antes de continuar al percibir el súbito y fugaz dolor que
ensombreció los ojos verdes de Gabrielle, pero se obligó a continuar —. Hazlo sin dudar el día que te lo
pida, pues ten la seguridad que si algún día así lo hiciera, sería por muy buenas razones. No pareces
creer que tus dones son mucho más valiosos de lo que puedan llegar a ser los míos, si acaso los
tuviera –torció el gesto —y estimo que la continuidad de tu camino en este mundo será mucho más
necesaria que la mía. Ese es el pacto que te pido. Tu compañía... –pareció vacilar en su forzada
seguridad —me es muy importante y no lo voy a negar. Simplemente has traído la luz a mi vida,
Gabrielle –suavizó el tono de voz, intentando sonreír —. Dudo que mi camino hacia la redención
tuviera tanta firmeza si tú no estuvieras aquí para... apoyarme –pareció acallar un súbito dolor, pero
se rehizo —. Prométeme que te irás de mi lado si así te lo pido, pues mis razones dirán que será por tu
bien, pero créeme si te digo que, en el fondo, sería por el mío. Porque tu bien es mi bien.

Gabrielle se sintió profundamente conmovida. Xena acababa de desnudar su alma ante ella, no toda,
no tanta, pero sí una porción gigantesca, vital. Quiso abrazarla, quiso rodearla con sus brazos y acunar
su morena cabeza en su hombro, invertir el orden por una vez y ser ella la protectora y decirle "basta,
saca todo tu dolor, tu miedo, tu cólera, que nada ocurrirá. Déjate mecer por una vez, déjate proteger,
muéstrame tu debilidad para que pueda conocerla y preservarla del mundo. Ven a mí de una vez".

Así que la miró directamente a los ojos y, extrañamente aún para ella misma, se oyó decir con una
pasmosa seguridad:

—Lo haré. Y tu pacto será también el mío. Prométeme que me abandonarás cuando mi presencia ya no
aporte nada a tu vida, cuando el riesgo sobre ti misma sea superior al riesgo sobre mí. Porque... –y
ahora fue ella la que acalló con un gesto el intento de réplica de Xena —porque... –repitió — conozco
tus dones aunque tú quieras ignorarlos y no sabes cuán valiosos son, mucho más allá de nosotras
mismas. Tus dones se proyectan sobre el resto de la Humanidad y tengo la absoluta certeza de que tu
propia ceguera ante ellos no impedirá su despliegue –agitó su cabeza, permitiéndose sonreír por
primera vez —. Y acepto el pacto porque, Xena, tu bien también es mi bien.
Por un instante reinó el más absoluto de los silencios y fue en ese micro espacio de tiempo que ambas
bucearon en sus miradas y vieron más allá de las palabras, más allá del mundo descrito. Así sellaron
su pacto.
Fue Xena la que, por una vez, se adelantó a un abrazo. Lo hizo con delicadeza, temiendo lastimar aún
más la herida de Gabrielle y ésta la rodeó también con sus brazos con una fuerza inusual. No cruzaron
una sola palabra, no hacía falta.

Mantuvieron el abrazo unos largos segundos, durante los cuales una, la guerrera, experimentó el alivio
de un contacto ante el cual siempre se había mostrado reacia, temerosa del caudal de debilidad que
podría abrir y otra, la bardo, por fin pudo materializar el consuelo que siempre había querido volcar
sobre la atormentada Xena.
Hubo algo más durante esos largos segundos, algo terrible. Xena se dio cuenta de que Gabrielle estaba
muerta.

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A LOS OJOS DE UN DIOS BORRACHO. 5ª parte.
Autora: Elxena

"El corazón no le latía", musitó la guerrera, a sí misma, al mundo, agitando pesarosa la cabeza en el
camino de sus recuerdos, "el corazón no le latía".

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Una fría lengua de viento volvió a levantar un puñado de hojas secas alrededor de sus gastadas botas,
y volvió a rememorar aquel abrazo, aquella súbita sospecha cuando notó, extrañada, que algo no iba
bien; cuando, sin explicárselo aún, dirigió su atención a la búsqueda del regular pulso que debía estar
allí, en Gabrielle. Entre sus múltiples cualidades se hallaba la de un sentido de la percepción
extraordinariamente desarrollado. Un sentido que la había salvado en innumerables ocasiones. Un
sentido que ahora había abierto un boquete de pánico en su corazón. Recordó cómo, de forma
inconsciente, colocó su mano sobre el cuello de la bardo. Y se sintió desfallecer. No podía ser. Volvió a
hacerlo y el miedo mordió su corazón.
Para entonces Gabrielle se había apartado ligeramente de ella, con un brillo divertido y confuso en los
ojos:
—"¿Se puede saber qué haces Xena?".

— ¿Se puede saber qué haces, Xena? –le preguntó Gabrielle con un brillo divertido y confuso en los
ojos.
Brillo que se transformó en alarma cuando vio la expresión de Xena.
— ¿Qué pasa?

Si Xena hubiera podido responderle se hubiera encontrado con que no habría sabido qué. En vez de
ello, posó la palma de su mano sobre el pecho de Gabrielle, justo donde se hallaba la contusión.
Allí no latía ningún corazón.

Xena respiró agitadamente. Gabrielle necesitaba una respuesta a su actitud y no deseaba en absoluto
proporcionársela.
— Xena, me estás asustando. ¿A qué se debe esa expresión?

Por primera vez en toda su vida Xena supo lo que era el pánico. Notó con desasosiego que el silencio
en el pecho de Gabrielle y el del pueblo eran dolorosamente similares y se preguntó hasta qué punto
estaba relacionado con ello la súbita desaparición de sus habitantes, o del mismo pozo... o de esa
casa... o de esa otra... El árbol de aquel callejón, el montón de heno acumulado a un lado, ¿el tejado
de aquel comercio?

Xena creyó perder la razón. Todo estaba fluctuando a su alrededor, de forma aleatoria, caprichosa,
demencial. Las casuchas oscilaban de una dimensión a otra, súbitos cambios físicos en el entorno que
la sumieron en un estado de espantosa irrealidad. Lo último que escuchó antes de perder el
conocimiento fue la voz de Gabrielle que, aterrada y urgente, le preguntaba una y otra vez: "por qué,
por qué, por qué..."

Silencio.
Absoluto, sepulcral.
Y una voz: "vuelve el águila a su nido".
Y otra, sarcástica: "vuelve el carroñero, el instrumento del mal".
Y el silencio de nuevo.
La despertó una niña, un bebé apenas. De tez pálida, ojos grandes. Con el cuello seccionado por una
profunda herida. Le sonreía.
— Eres tú —le espetó con voz infantil.

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Y Xena, aturdida, preguntó:
— ¿Quién... soy yo?

— Tú eres el águila que vuelve al nido, el carroñero y el instrumento del mal. Tú eres por quién yo fui
muerta. Tú fuiste la mano que detuvo el cumplimiento de mi destino.
Xena se sintió desfallecer. Notaba que estaba tumbada sobre algo frío y duro, aunque la oscuridad que
reinaba a su alrededor le impedía percibir nada más.

— ¿Qué es esto? –y a continuación, con alarma, girando su cabeza a un lado y a otro, buscando —¿Y
Gabrielle? ¿Dónde está Gabrielle?
La niña sonrió.

— Yo soy Gabrielle.

Xena sintió un agudo ahogo en su pecho. La niña prosiguió:

— Ella está ahora en mí. También murió por tu mano. Yo soy todos los que por ti murieron.
Los ojos de Xena se agrandaron con horror. Se sentía débil, perdida, confusa.

— Explícame, por favor... –le suplicó en un susurro, alargando una mano temblorosa hacia la niña
muerta —Por favor... –sentía en su interior una helada certeza, una premonición inconclusa, el camino
de una verdadque no quería recorrer.

— Mira a tu alrededor –y, ante un aleteo de la niña con su mano, Xena notó que la oscuridad iba
resbalando hacia una penumbra casi perceptible, donde los contornos empezaban a perfilarse, aunque
aún algo difusos. Vio entonces los cuerpos mutilados, la sangre en las paredes, los restos humanos
esparcidos, el humo acre, el dolor, el miedo, la ira, el absoluto terror. El pastoso olor de la muerte. El
olor a óxido. Una náusea sacudió su estómago. Vio la carne sanguinolenta y mórbida, vio a mujeres y
hombres convertidos en guiñapos, los labios abiertos de sus heridas, el hedor de sus cuerpos, el horror
congelado en sus rostros. Vio a su propio hermano llorando en un rincón.
— ¡Lyceus! –gritó, intentando ir hacia él.
No pudo.

Él alzó sus palmas en un gesto de muda desesperación, infinito dolor y reproche. : "¿por qué me
convertiste en tu excusa?¿Por qué hiciste de mí la causa de tanto dolor?" –y, mirándola fijamente,
añadió: — "Ahora vivo entre ellos y... me duele, me duele mucho, hermana".
Entonces, un musculoso guerrero de fiera envergadura se materializó de la nada junto a Lyceus y,
blandiendo una pesada y afilada espada, partió su cráneo en dos.

Xena gritó con terror, con desesperación, pero nada pudo hacer. El guerrero de la nada remató su
macabra faena propinando una violenta patada al cuerpo roto que había sido Lyceus. Xena sintió
resbalar unas lágrimas y se llevó una mano al pecho, allí donde todo el dolor, toda la pena, habían
anidado. Volvió a escuchar en ese momento el par de voces que habían dado la bienvenida a su
consciencia, la primera de ellas suave, la segunda, sarcástica:
— Alimenta a tus polluelos, guerrera.
— Afila la hoja de tu mal.
Y algo fue lanzado rodando a sus pies. Lo miró.
Era la cabeza de Gabrielle.
Perdió el conocimiento.

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Ahora estaba en un jardín marchito, el sol castigando sus pupilas, arrasando su lucidez.

Ahora la niña estaba sentada sobre sus rodillas. No se mostraba inquieta. Sólo la miraba atentamente.

Xena tomó aire profundamente, parecía haberse olvidado de hacerlo hasta ese momento. Frunció el
ceño. Algo le dolía muy en su interior.
— Por favor... –volvió a suplicar Xena.

La niña posó una pálida manita en el pecho de Xena.
— ¿Tienes miedo?
Xena asintió.
— Mucho.

— ¿Tenías miedo antes?

— ¿Antes? –replicó, confusa.

— Durante tus días de Señor de la Guerra.

Xena se mordió el labio inferior. Su cuerpo y su rostro estaban cubiertos por una leve pátina de sudor,
el cabello húmedo pegado a la frente.

— Yo siempre he tenido miedo –se oyó decir a sí misma. No lo entendía. ¿Miedo? ¿De qué? —Por
favor... –volvió a pedir —Necesito saber qué... –y miró a su alrededor —... es todo esto.
La niña, de repente, le besó en la barbilla.

— Hace un segundo mataste a Gabrielle y ahora estás loca –le dijo con voz cantarina. Empezó a jugar
a hacer palmas contra la armadura de la guerrera, siguiendo el ritmo de su propia letanía —. Loca,
loca, loca.
Xena se sintió morir. Quiso gritar, pero un abismo de silencio se alojó en su garganta. Intentó apartar
a la niña de su regazo y, cuando lo hizo, sujetándola por las axilas, la niña se deshizo violentamente
entre sus dedos, dejando un rastro de polvo sanguinolento del cual pronto estuvo llena de pies a
cabeza. Volvió a suplicar.
— Por favor, por favor, por favor.

Durmió, pero ya no volvió a despertar. No al menos en aquel lugar.

— Xena, ese cuadrado rueda hacia mí con ira y con pena, detenlo, detenlo –pedía Gabrielle.
Volvía a estar ¿consciente? Abrió los ojos. No era Gabrielle. Tampoco era la niña. Era ella, con la voz
de Gabrielle, con el cuerpo de la niña.
— Quiero morir –pidió.
Y entonces un gato obeso, a su lado, moviendo el bigote, le espetó, divertido:
— ¿Por qué? ¿Porque un cuadrado ruede hacia ti con ira y con pena?
Xena lo miró. Y quedó ciega.

Ahora ni veía ni oía.

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Pensó en Gabrielle. Supo entonces por qué aquella muchacha era tan importante para ella, ahora lo
comprendió. Se sintió irracionalmente feliz y absurdamente cuerda.
Pero todo lo volvió a olvidar instantes después.
El gato lamió su mejilla, ronroneando.

Las voces graves, profundas, hablaban entre sí pausadamente.
—¿Qué le habéis hecho? —preguntó una voz azul.

— Hemos jugado con su mente y su corazón, con su ira y su bondad —le respondió una voz roja, algo
pastosa.
—¿Su bondad? –preguntó extrañada la voz azul.
—La tiene, sin duda –replicó, asintiendo, la roja.

—Un Señor de la Guerra bondadoso –musitó la azul.

— Ya no lo es. Ya no lo era cuando empezamos a jugar con ella –dijo la voz roja —. Ya no es un Señor
de la Guerra.
—¿Qué le habéis hecho? –volvió a preguntar azul.
—Hemos jugado. Y los juegos, juegos son.
—¿Por qué?

—¿Por qué qué?

—¿Por qué ella? ¿Por qué jugásteis así? ¿Por qué todo lo que ha visto?
—¿Por qué no?

—Eres un dios cauto, pero eso te hace ser también sumamente irritante.

—No te alteres. Las diosas alteradas provocan profundas y oscuras simas en el Universo.
La diosa de la voz azul sonrió levemente.
—Juegas con las palabras del mismo modo que juegas con los mortales.

—Me gusta. Me aburro. Ellos y ellas están para eso –y el dios Rojo echó un largo trago de un odre
viscoso.
—¿Los mortales?
—Los mortales –asintió, tragando con fruición.
—Volveré a preguntarte lo mismo –dijo ella —. ¿Qué le habéis hecho?
El dios Rojo suspiró y en algún lugar de Anatolia un bosque entero de cedros vio quebrado sus árboles.
—Xena era la favorita de Ares, era el instrumento del mal del dios de la guerra, su mejor baza, la
servidora perfecta. Empezó siendo una aldeana que tan sólo quería defender su aldea. Después, la
venganza anidó en su corazón. El ansia de poder llegó posteriormente. El odio fue el que venció al
final.

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—¿Y ahora?

—Ares sólo me pidió que lo intentáramos. Quiere desequilibrarla, arrancar de sus pies la frágil tabla de
la cordura. Quiere verla tambalearse, para recogerla en el momento de la caída. Quiere que vuelva a
ser suya, quiere volver a tenerlo. El corazón de Xena. El oscuro nido donde anidaban sus hambrientos
polluelos, sedientos de sangre y horror. La otrora Destructora de Naciones se escapó de entre sus
divinos dedos y ya no le pertenece. Giró hacia la luz. Fue un mal día para la guerra ése. Salvó a un
niño. El resto es historia.
Un dios Amarillo se acercó a ellos, uniéndose a la conversación.
— ¿Por qué le interesa tanto a Ares? –inquirió.
El dios Rojo encogió sus hombros.

— Yo jamás pregunto. Nunca hay una razón que me interese –y volvió a beber de su odre.
El dios Amarillo se fue a amanecer a algún lugar del mundo conocido, estelado de ocre.
La diosa Azul se acercó más a Rojo.

—¿Pretende Ares subyugarla a través de la locura?
Rojo asintió.

— Ella piensa que ha matado a la tal Gabrielle, ahora lo verás. La haremos retornar al mundo real,
junto a su amiga. Este paseo por todos sus demonios interiores ha hecho mella en ella. Tiene su
pasado a flor de piel. En realidad todo ha tenido su principio hace unos días, cuando atacó a una
milicia esclavista. Uno de los bajuun que mató era fragmento de carne de Ares, una de sus creaciones
aún en estado embrionario, un asesino cuya alma había empezado a emponzoñarse con el hálito
venenoso del dios de la guerra. Todavía no estaba completo, por eso no era poderoso, por eso Xena
pudo matarlo, atravesarlo con su espada y salpicar sus botas con la sangre del maldito.
—¿Ella lo sabía? –inquirió Azul.

— Por supuesto que no. ¿Acaso crees que los planes de los dioses son despojos prestos a ser
adivinados por los mortales? –hizo un gesto de desprecio —. Sólo fue una coincidencia. Se encontró
con ellos y todo acabó como acabó. Ella notó algo pero nunca sabrá qué. Estuvo a punto de reconocer
el aliento de Ares en ese esclavista, un aliento que había sido el suyo propio. A Ares no le hizo ninguna
gracia, debo añadir.
— ¿El agua de ese odre del que bebió la muchacha estaba envenenada? –preguntó ella.

— Oh, vamosss... –siseó el dios Rojo —No seas vulgar, querida, no agravies mi ingenio. Eso sería
demasiado fácil, demasiado poco. No, no será el odre, no tiene nada que ver. La rubita tenía sed, yo
ya había empezado a hacer desaparecer el pueblo y... pst, ¿qué quieres que te diga? –se alzó de
hombros —, a veces me doy asco yo mismo de lo amable que soy.
—¿Y ahora? –preguntó ella.

— Bueno, ahora ella, Xena, despertará. Pero no despertará... –rió sin alegría —Verás, ella creerá
despertar, pero sólo lo habrá hecho de uno de los sueños. Nos hemos tenido a bien envolver a la
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La tristeza de una guerrera

  • 1. A L O S O J O S D E U N D I O S p a r t e . B O R R A C H O . 1 ª Autora: Elxena VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L — "BUSCA". LA LUZ. Una leve brisa barrió suavemente el piso de hojas secas que alfombraba el umbrío bosque. La guerrera presintió la llegada de un nuevo invierno, agazapado tras la leve brisa, pero no sintió emoción alguna en ello. Le daba igual la llegada de ese invierno, de la siguiente primavera, del estío, o del próximo otoño que vendría a sustituir al que ahora moría. Le daban igual las estaciones, el viento, el agua, la tierra, los dioses, los mortales. Su propia vida carecía de importancia. Un rictus amargo torció su gesto y sus ojos se entrecerraron, no queriendo recordar, no queriendo permitírselo, no deseándolo. Temiéndolo. Temió abrir las puertas al dolor, el único sentimiento que todavía le acompañaba, cuando ya sus otras emociones habían cesado bruscamente un día de un invierno como el que ahora se anunciaba, este invierno que antaño deseara, no más, ni menos, que por la excusa de buscar calor en cuerpo amigo. "Amiga". La palabra la golpeó con brusquedad, súbito dolor, y sacudió su cabeza para apartarla de sí, de lo que implicaba, de lo que escondía, de la puerta que abriría tras ella. De su significado. Lanzó una patada al aire, y un remolino de hojas secas danzó sobre sus desgastadas botas de cuero. Inició un gesto fiero e iracundo, y de buen grado se hubiera dejado llevar y podría así haber destrozado ese árbol, ese bosque, este mundo, esta vida. Que ya no le importaban. Ya no gozaba con la promesa de un nuevo día, porque ya no tenía junto a quién cumplirla; ya no disfrutaba con los simples actos, los simples gestos, porque ya no tenía sobre quién prodigarlos o de quién recibirlos. Hubiera deseado ahora no haber sido tan... distante. Hubiera deseado ahora el trazo de sus dedos sobre su mejilla, la mano en su brazo, la cercanía física que siempre le había rehuido. "Amiga". Agitó la cabeza de nuevo. Esa palabra. Esa sensación. Le dolía. Era una palabra afilada, intocable, una herida abierta, una llaga, un oscuro pozo sin fondo al cual asomarse con el terror aleteando en lo más profunda del alma. Esa hermosa palabra que antaño lo había sido, que tan llena de significados había estado, que tanto y tantas cosas habían sugerido, que tanto le había dado, que había tocado su corazón. Hacía tanto tiempo. Un año. Toda una vida. Suspiró con desasosiego. Notaba cómo el aplastante manto de la tristeza empezaba a posarse sobre ella. Una tristeza densa, profunda, insondable, un fiero dolor que laceraba su alma y que se alimentaba, voraz, de aquellos recuerdos que no se permitía tener. Al menos no de forma consciente.
  • 2. Porque sabía que había soñado con ella. Muchas veces, desde entonces. Alzó bruscamente la cabeza, echándola hacia atrás, dejando escapar un suave gemido surgido desde lo más profundo de su ser. Cerró los ojos con fuerza, consciente del hecho de que de nuevo había permitido abrir las puertas al torrente de dolor que anidaba de forma permanente en su interior, dolorosa intangibilidad que había pasado a formar parte de su ser desde el día que ella murió. Ya está. Estaba alcanzando su punto álgido. El dolor iba en aumento, se convertía poco a poco en algo físico, le aplastaba el pecho, asfixiaba su garganta, como si un fiero diosecillo la atenazara con su garra inmortal. No disponía de la menor barrera de defensa para combatir ese dolor y no la deseaba. Era lo que se merecía. Por seguir viva, por respirar de forma regular, por poder caminar, ver, oler, tocar... cuando ella ya no podía hacerlo. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L "Amiga". Una y otra vez. Lo dijo, lo susurró, una y otra vez. Como un castigo, como un látigo azotando su corazón, haciéndolo trizas, obligándose a pronunciar la palabra, una y otra vez, la cabeza enterrada en el pecho, los ojos arrasados por las lágrimas, la mirada perdida en las hojas secas, su mano sujetando con fuerza la espada desenvainada. Podría hacerlo. Una vez más. Podría alzar esa espada y cercenarse con ella el cuello, las venas, la femoral de su muslo, y la sangre empezaría a manar abundantemente, a borbotones, engañándola así porque, cuando ya débil se sintiera, la esperanza de la muerte al fin en su interior brotando como una certeza, volvería a suceder. Cuando su cuerpo, agonizante, débil, vacío de esa sangre derramada, creyera poder traspasar el umbral del Tártaro (pues era ésa, y sólo ésa, la última morada que se merecía. Incluso en la eternidad no podrían estar juntas) entonces, en el último momento, de un plumazo, una risa cruel y errática, pastosa, le devolvería a la vida, secaría su sangre, restañaría su herida. Sólo quedaría una cicatriz, otra más, en su cuerpo ya marcado, mapa de dolor por mano ajena y por la suya propia. No podía morir. No lo entendía, pero así era. Supuso ése su castigo, su penitencia, la sinrazón dentro de la sinrazón. Ya hacía tiempo que había dejado de pensar en ello, de buscar una explicación. Simplemente, se lo merecía. Vivir eternamente con los remordimientos y el recuerdo de lo que había hecho. De súbito, su alma calló. El dolor seguía ahí, agazapado, como siempre, pero esta vez se había retirado pronto, magnánimo. Esta vez sólo había deseado morir una vez más, sólo una. Su cuerpo se resintió del castigo de su alma atormentada. Estaba cansada, muy cansada. Dejó resbalar la espada hacia la tierra húmeda y su cuerpo se reclinó sobre la rugosa superficie de un árbol. No había encendido fuego, no desde entonces. Había llegado a ser un acto tan... íntimo... con ella... que no quería reproducirlo nunca más, porque nunca más volvería a ser lo mismo... sin ella. Su alma gemía, agotada. Estaba demasiado cansada para nada, para moverse, para pensar, hasta para respirar. Se quedó allí, recostada sobre el árbol, viendo anochecer, y no encendió fuego alguno, ni deseó hacerlo, pese al frío, porque le dolía saber que la luz de sus llamas no se reflejaría más que sobre ella; que su rojiza luz no lo haría también sobre el sereno rostro de una muchacha rubia a su lado, siempre a su lado, y que no jugarían los destellos del dios del fuego sobre las líneas de ese rostro y ya ninguna rodilla rozaría la suya y ninguna palabra oiría al calor de la lumbre. Gabrielle sonrió traviesamente y, con un rápido gesto, arrojó la pequeña piedra contra el cuerpo de Xena. La guerrera se giró, intentando mantener la calma. Alzó una ceja. —Gabrielle —le dijo, pausadamente —, si vuelves a hacer eso te degollaré, te trocearé y te colgaré, cachito a cachito, de las copas de todos y cada uno de estos árboles —y, con un gesto, abarcó el perímetro tachonado de árboles centenarios. Gabrielle frunció el ceño, tratando de no reír abiertamente, y miró a su alrededor, estirando el cuello.
  • 3. —¿De veras subirías ahí arriba por mí, Xena? —preguntó, risueña, señalando las copas de los árboles. Silbó con admiración. —Veinte metros nos contemplan, princesa. Xena reprimió un gesto de impaciencia. —Aquí la única princesa que hay eres tú —dijo, apretando los dientes —. No me llames eso o, además de degollarte y trocearte, te daré de comer a los carroñeros. Gabrielle sopló por la comisura de sus labios, apartando así un mechón rebelde que caía sobre sus ojos, al tiempo que alzaba sus manos en son de paz. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L —Vale, vale —dijo en tono suave —, sólo que... en vez de dar de comer a los carroñeros —suspiró, conciliadora —podrías darme de comer a mí... —y ladeó la cabeza en una cómica súplica. Xena se palmeó el costado con impaciencia. —¡No me lo puedo creer! —dijo, exasperada —Mira, Gabrielle, no sé qué malvado encantamiento se apoderó de tu estómago, pero deberías intentar luchar contra él. –hizo una pausa, remarcando cada palabra: —"con-todas-tus-fuerzas". ¿Entendido? Gabrielle sonrió, mirándola a los ojos. Sólo con ese gesto ya sabía que se había ganado un suculento primer plato. Era vagamente consciente del poder (no, influencia. Poder no era un calificativo apropiado para una relación de amistad), de la influencia que ejercía sobre la guerrera, temida por muchos, odiada por más. Y ella, con una sola mirada, borraba de un plumazo toda resistencia. Xena suspiró. —Venga. —le instó Gabrielle, sabiéndola prácticamente convencida —Así, de paso, curaré esos cortes —y señaló el brazo de Xena, marcado con tres incisiones paralelas que lo atravesaban —. Además — añadió —, no tardará en caer la noche y hará frío y el camino será difícil y lleno de peligros... —Basta —Xena alzó una mano —. Es suficiente –claudicó —. Iré a ver qué encuentro para comer. Tú enciende ese fuego –se giraba ya para adentrarse entre los árboles cuando se detuvo, mostrando su brazo —. Y mi brazo ni tocarlo, ¿entendido? Gabrielle asintió. Vio cómo Xena desaparecía entre la espesura del bosque y no pudo evitar un cálido sentimiento impregnado, paradójicamente, de una pátina de tristeza. No era justo, se dijo, que el nombre de Xena todavía fuera maldito en pequeñas aldeas y extensos reinos, susurrado con odio y pronunciado con desprecio, pues ella la había llegado a conocer muy bien en el poco tiempo que llevaban viajando juntas y sabía, lo intuía, que un día llegaría en que ese nombre dejaría de representar el terror y la maldad. Xena se encontraba ahora en ese camino y ella no podía por menos que acompañarla en él. La había visto matar, sí, pero nunca asesinar. Su espada, sí, había atravesado certeramente el corazón de muchos, pero nunca en un acto injustificado o gratuito. Y su resolución en el momento de decidir la lucha, sí, era firme e irrenunciable, pero jamás precipitada o caprichosa. No era justo, pues, haber presenciado el desprecio y la ira soterrada de aldeas enteras a su paso, ahora que su corazón ya no pertenecía a Ares ni a la guerra, ahora que había decidido enmendar el rastro de sangre dejado tras de sí. Xena se limitaba a marcharse de esas aldeas sin intentar justificarse, ni su ayer ni su hoy, y aguantaba en silencio el desprecio y los insultos. Incluso prohibía a Gabrielle intervenir en su defensa y solía decirle que aquellas palabras y aquellos insultos no podrían herirla más que sus propios recuerdos. No, Xena ya no era la Destructora de Naciones. Ya no era una asesina. Ningún ejército mortal e impío la secundaba. Sólo ella, sólo Gabrielle. Xena estaba sola cuando la conoció y ahora lo único que anhelaba era deshacer la coraza de maldad que en sí misma había contribuido a conformar, sangre a sangre, y Gabrielle estaría para ello a su lado. Quería ayudarla porque había intuido, cuando la vio por primera vez y salió en su defensa, que ello era posible. Su redención. Porque leía en sus claros ojos azules que así podía ser, si al menos alguien, una sola persona, lo creía, creía en ella. Y esa persona era Gabrielle.
  • 4. "Gabrielle". Se despertó bruscamente, un frío temblor recorriendo de golpe todo su ser. Se sintió aturdida y súbitamente descorazonada. Había vuelto a pasar, había vuelto a soñar con ella. Y, como en anteriores ocasiones, el despertar le había devuelto a la desesperanzada realidad. Gabrielle no volvería. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L Se había quedado dormida junto al árbol sin darse cuenta, como sucedía ahora tan a menudo. No había vuelto a tener una noción precisa del paso del tiempo desde aquel día, desde el día que ella murió. Desde entonces no había pretendido volver a considerar los días y las noches como parte de un ciclo esperanzador, donde la luz podía traer la vitalidad y la noche el sosiego. No deseaba el amanecer de un nuevo día, porque ello le obligaba a enfrentarse al hecho de que el tiempo, con extremada crueldad, proseguía su camino sin reparar en el hecho de la pérdida, vital para ella, brutal, de la persona que compartía sus amaneceres antaño; la persona por la cual había empezado a pensar en sí misma como en alguien digno, la que había iniciado el camino de la desintegración del muro de vergüenza que acompañaba su nombre y su persona. La que había empezado a convertirla en un ser humano. Trató de precisar el momento justo del inicio de esa transformación, el punto de inflexión en el paso del monstruo a la persona, pero no obtuvo la respuesta en forma de fecha o lugar, sino en forma de sensación. La sonrisa de Gabrielle, su bondad. Gimió suavemente. Era de noche, debería tener frío, de hecho lo tenía, pero no le importaba. Había sobrevivido a un primer invierno sin el calor del fuego, no entendía cómo, aunque lo intuía. Nada dañaría su mortalidad. Ni el frío, ni el fuego, ni la sangre. No podía morir, no debía morir. Ni por acción, ni por omisión, ni por su propia mano ni por la de otros. Podría dejar de comer, podría dormir desnuda a la intemperie durante una nevada, podría su cuerpo ser atravesado por cien espadas, que no moriría. Podía, sí, sentir el dolor, el dolor físico, la mordedura del frío, la agonía del calor extremo, la fatiga del hambre. Su cuerpo se había consumido, tanto por el castigo físico al que ella misma lo sometía como por el psíquico que constantemente la atormentaba. Tenía la esperanza de que, con el tiempo, su organismo acabaría colapsándose, desintegrándose de pura desidia, sin más, harto de continuar, incapaz de volver a regenerarse por sí mismo sin la pasión de vivir necesaria que lo haría reaccionar, sin la esperanza que lo mantuviera funcionando. Sólo deseaba eso, acabar, terminar, huir definitivamente de tanto sufrimiento sin esperanza, sin una finalidad, sin nada por lo que luchar. Sin nadie por quién hacerlo. Junto a Gabrielle eso había sido exactamente lo contrario. Junto a ella luchaba por una razón, por un anhelo, por sí misma. También por Gabrielle, ahora lo sabía. Gabrielle representaba en cierto modo toda la inocencia y toda la bondad arrasadas bajo el filo de su espada, bajo el yugo de su odio; todos aquellos seres a los cuales jamás había dado la oportunidad de progresar, de vivir, de contarle su verdad. Pero ahora... ¿ahora qué? Todo esto había quedado sepultado junto a Gabrielle, toda la esperanza, todo el bien, todo deseo, su propia vida. Se sentía marchita, perdida, vacía. Traidora. Porque sabía que la estaba traicionando, traicionando su memoria, todo aquello por lo que había luchado, que la había motivado. Sabía que tendría que recuperarse de su pérdida, asumirla, vivir con ello y contribuir a su memoria continuando aquella labor a la que Gabrielle siempre la impulsaba, le inspiraba. Pero no podía. Se sentía incapaz, inerte, vencida, muerta más allá de lo físico, vacía. Ese devastador vacío en su interior, eso era lo único que era capaz de sentir, junto con la tristeza y el horror de seguir viva. El dolor. Se había convertido en un deshecho, un ser sin esperanza ni ilusión, repleta de ira latente que no quería descubrir, el monstruo dormido de sueño ligero que volvería a llamarla por su nombre en cualquier momento. Ya tardaba. Ni ella misma se lo explicaba. La muerte de Gabrielle no había retornado su corazón hacía la ira, sólo hacia el infinito cansancio, la dejadez. La nada.
  • 5. Quería tener la fuerza suficiente para afrontar con dignidad lo que había pasado. Pero, simplemente, no podía. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L sigue -->
  • 6. A LOS OJOS DE UN DIOS BORRACHO. 2ª parte. Autora: Elxena. —¿Podrás tú solita con todo eso? –inquirió Xena enarcando una ceja y señalando el grueso muslo asado que Gabrielle sostenía entre sus manos. —Pod fupuesto –logró decir Gabrielle entre bocado y bocado —¿Acafo lo dudas? Xena agitó la cabeza. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L —Ni por un momento. Serías capaz de comer mucho más allá de tu propio límite, estoy segura. Siguieron cenando en silencio un largo rato. El fuego crepitaba, sereno, en la fogata que habían encendido. Gabrielle se fijó en el brazo de Xena, en los surcos de sangre seca que pintaban dolorosamente su piel. —Oye, Xena. —¿Mm? —Oye... —Oigo, Gabrielle –la miró fijamente y siguió la mirada de la bardo hasta su brazo. Gruñó ligeramente —. No. Ni lo pienses. No me vas a tocar el brazo. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir? Gabrielle suspiró. —¡Pero mira que eres cabezota! Sólo será un momento –dibujó una sonrisa traviesa —No te dolerá. Xena volvió a gruñir. —Sé que no me dolerá, Gabrielle. Son unos cortes pequeños, no moriré por ello. Gabrielle se mordió el labio inferior. —¿Y lo de la espalda? –preguntó tentativamente. Xena se irguió de forma inconsciente, recordando el corte de machete en su dorsal. —No. —Cabezota –sentenció Gabrielle. —Como quieras. Come, o lo harán las bestias del bosque por ti. Gabrielle lo intentó, pero ya no podía tragar bocado. Estaba preocupada por Xena. Parecía irritada, evasiva y muy lejos de allí desde lo del valle, esa mañana. Desde el encuentro con el grupo bajuun. Era una milicia de renegados esclavistas y salteadores que habían visto avanzando hacia el Norte. Transportaban una carga humana, esclavos cuyo destino sería el mercado de Poozah Dobra, a una legua del punto donde los interceptaron. —Familias –había susurrado Xena al verlos. Gabrielle había fruncido el ceño y agudizado la vista. Comprobó por sí misma la afirmación de Xena. Familias enteras de aldeanos, por lo que pudo deducir. —Se llevan más de los que quieren para garantizar una mínima venta en el mercado –Xena no apartaba la mirada del grupo bajuun, y Gabrielle ya sabía qué significaba esa mirada calculadora y fría. Esos bajuun no avanzarían su próxima legua sin una sorpresa. A pesar de su confianza ciega en Xena, Gabrielle se preguntó si la treintena de esclavistas no sería excesiva hasta para ella. Pero la respuesta la encontró poco después. Habían estado siguiéndolos a distancia y, en un determinado momento, el
  • 7. que parecía el líder silbó y la milicia se desgajó en cuatro grupos. Tres de ellos, el grueso, partió en tres direcciones diferentes. El cuarto grupo quedó como custodia de las familias de aldeanos. —Es el momento –le oyó decir a Xena —, van a acampar. El resto habrá partido en batida de pillaje. Gabrielle contó ocho bajuun. Asintió para sí misma. "Asequible", pensó. —Mientras yo les distraigo, conduce a las familias a aquel bosque. Me reuniré allí contigo cuando termine. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L Gabrielle bufó. Quiso protestar, pero carecía de fundamento. Por supuesto, ella no sería capaz de levantar una daga contra un ser humano. Admitía su papel, pero se dijo que tarde o temprano la guerrera debería instruirle en algo más que los simples golpes de autodefensa que le había enseñado. No quería ser ni una carga ni una mera comparsa, no quería quedarse siempre viendo cómo Xena luchaba sola, si bien, se admitió a sí misma, era perfectamente capaz de ello. Pero no olvidaría comentárselo. Sumida en sus pensamientos ni siquiera se dio cuenta del momento en que Xena se había apartado de su lado y, cuando quiso hacerlo, la vio acercándose sigilosamente al grupo centinela. Agazapada tras unos arbustos la buscó con la mirada. Gabrielle trató de reprimir la ansiedad que sentía y asintió enérgicamente al gesto de Xena. Vio cómo sacaba su espada y Gabrielle no pudo reprimir un escalofrío. No se acostumbraba, no aún. El filo de una espada y la violencia eran dos cosas muy distintas a una azada y la rutina de Poteidea. Y como sabía que Xena no lo haría, fue ella la que rogó a los dioses porque todo saliera bien. Vio a Xena erguirse de golpe en su escondite. Se irguió todo lo larga que era y, adelantando su espada y su cuerpo, saltó junto a los bajuun. Al primero de ellos lo sorprendió totalmente, derribándolo de una fuerte patada en los riñones, pero al segundo y al tercero se los encontró armados y dispuestos. Los dos milicianos se abalanzaron sobre ella y Xena los desarmó fácilmente haciendo un barrido en arco con la espada a dos manos. Abatió al primero golpeando su cuello con el dorso de la mano, pero el segundo la alcanzó de lleno en el estómago con un puñetazo. Se resintió del golpe, pero reaccionó mecánicamente y lo atravesó con su espada. Quedaban aún cinco bajuun más, que la rodearon blandiendo pequeñas hachas, machetes y espadas. Xena anotó mentalmente en ese momento un pequeño triunfo. Habían dejado a las familias sin custodia. "Al bosque, Gabrielle", pensó. Los cinco esclavistas sonreían fieramente, deleitándose anticipadamente con lo que consideraban una diversión. Sólo era una guerrera. Uno de ellos lanzó su hacha hacia el costado izquierdo de Xena y ésta tuvo que descuidar su atención para desviarla, momento que fue aprovechado por dos de ellos para atacarla por el lado contrario. Xena se revolvió con premura y noqueó a uno de ellos con una patada justo en la tráquea. El crack que se escuchó anticipó la segura muerte del bajuun, que ya había dejado de respirar antes de tocar suelo. Aprovechando el impulso de la patada, Xena giró sobre sí misma haciendo que la fuerza centrífuga del movimiento se concentrara en sus brazos y su espada. Cercenó así de este modo la cabeza del segundo atacante, pero dejó su espalda desprotegida y un doloroso roce le confirmó su error. Un machete curvo había abierto una hendidura en su traje de cuero, desgajando una línea roja en su espalda. Maldiciendo por lo bajo giró su muñeca, cambiando la dirección de su espada 360º y, sin girarse, la hizo pasar junto a su costado, atravesando por sorpresa al esclavista del machete curvo, que murió sin llegar a comprender la maniobra. Xena extrajo con celeridad la espada, apoyando el talón a modo de puntal en el cuerpo muerto de su atacante, aprovechando la caída de éste para imprimir a su movimiento mayor rapidez. Quedaban dos bajuun intactos y los dos derribados al iniciar la refriega, que estaban recuperando poco a poco la consciencia. Uno de los primeros se adelantó hacia ella, mirándola fijamente. Había un extraño brillo en sus ojos y Xena no pudo evitar un leve estremecimiento, como una corriente de... ¿empatía?, como si reconociera en él algo de lo que ella antaño había sido. Desechó irritada el sentimiento y tensó los músculos, alerta. El bajuun le sonreía, blandiendo una pesada espada en la mano derecha y un estilete de triple filo en la izquierda. —¿Quién eres? –le espetó, con voz ronca. No inquiría, exigía. Xena vio su rostro cruzado por una telaraña de cicatrices —Pocas mujeres luchan así. Xena percibió por el rabillo del ojo cómo uno de los esclavistas derribados trataba de incorporarse. Lo
  • 8. envió de nuevo a la inconsciencia con un seco y poderoso patadón. —¿Acaso importa quién sea yo? –le replicó. Le dolía el estómago por el puñetazo, y el corte en la espalda le ardía. Controló su deseo de mirar hacia donde Gabrielle debería estar. Al menos, pensó, tenía a todos los bajuun controlados a su alrededor. Los vivos y los muertos. —Querría añadir tu nombre a mi larga lista de vencidos. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L —Qué arrogancia. ¿Qué te hace pensar que seré vencida por ti? El bajuun torció su gesto en lo que parecía una sonrisa. —¿Qué te hace pensar a ti que no lo serás? —Que hablas demasiado. El bajuun balanceó pesadamente el hierro afilado, como si jugara. —Pensé que querrías vivir un poco más, mujer. —¿Pensaste? –dijo ella, sonriendo —Lo dudo mucho. El bajuun dejó de balancear la espada y soltó una carcajada sin alegría. —Únete a mí, mujer –le dijo —. Me gusta tu estilo. —Cuando los dioses sean uno, ése será el día que, puede que me lo plantee. —Es una lástima. Morirás. –sentenció. —Todos los días muere alguien, bajuun, pero no siempre aquel que uno desea. —Ahora eres tú la que hablas demasiado –alzó su espada —. Dime tu nombre y prepara tu hato para ir al Tártaro, mujer. —Prepáralo tú, hombre –gruñó ella, flexionando su cuerpo. El bajuun atacó, alternando certeros golpes de espada y estilete. Xena replicaba con fuerza a diestra y siniestra y reconoció vagamente en la furia del hombre una fuerza superior, una pujanza sobrehumana. En un momento dado el segundo bajuun que aún quedaba en pie intervino en la lucha pero, sorprendentemente, su propio compañero lo dejó fuera de combate reventando su cara con la parte plana de su espada. —Es mía –siseó al guiñapo yaciente a sus pies —. Eres mía –le dijo a Xena, mirándola. Atacó con renovada furia, consiguiendo que Xena retrocediera unos pies, incluso a punto estuvo de hacerle caer en un momento dado. El bajuun atacaba con inusitada fiereza y Xena tuvo que forzar al máximo su cuerpo para responder al ataque. En ese momento el esclavista reparó en un movimiento en el extremo del campamento. Furioso, vio cómo Gabrielle guiaba al último de los aldeanos hacia el bosque. Xena también lo vio. Aprovechó el momentáneo descuido de él para adelantar su cuerpo al ataque. El bajuun se revolvió y bloqueó con su espada el golpe y, en un rápido movimiento de su mano izquierda, la hirió en el brazo con el estilete de triple filo. Xena se separó un paso de él y desdeñó la tríada de dolor que surcaba su brazo. Furiosa, se revolvió y logró desarmarlo de una patada, atacó su tobillo segando el suelo con su espada y logró hacer que el bajuun trastabillara. Aprovechó la momentánea ventaja y descargó tres golpes consecutivos que fueron sucesivamente contrarrestados por la espada de él. El choque de las pesadas armas y la fuerza de los golpes repercutían como latigazos en sus brazos y en su cuerpo, haciéndole apretar con fuerza los dientes. El
  • 9. bajuun sudaba copiosamente pero la fuerza de su mirada no había perdido ni un ápice de su amenaza. —Necesitaré... dos... nombres –barboteó el bajuun, haciendo un leve gesto hacia la posición de Gabrielle —¿Crees que ella... gritará el suyo? Xena inspiró profundamente. Amenazar a Gabrielle era una insana costumbre entre sus enemigos. Se arriesgó a entrar demasiado cerca del radio de acción de su espada, pero debía acercarse a él para neutralizarlo. Se agachó hacia la izquierda, esquivó la hoja de la espada de su contrincante y, cogiendo impulso, con un rápido y contundente golpe, alcanzó con la empuñadura de su espada la barbilla de su oponente y escuchó con claridad el crujido de su mandíbula. Esto enfureció sobremanera al bajuun y cegó su estrategia. Ese fue el error que lo envió directamente al Tártaro. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L Su ira anuló su táctica y atacó sólo guiado por la cólera, y ésta era compañera del descuido y la torpeza. El esclavista centró toda su fuerza en sus brazos, guiando su espada directamente hacia el pecho de Xena. Éstaaguantó medio, un segundo... y, cuando ya la punta del hierro silbaba cercana a su piel, se inclinó repentinamente hacia un lado, alzando su espada en un arco ascendente. El movimiento desvió la espada de su contrincante y lo dejó desprotegido. Xena lo atravesó limpiamente. Al caer el bajuun la miró con fijeza, con los ojos desorbitados, no con espanto, no con dolor. Xena lo reconoció, pues ella misma había llevado toda su vida esa mirada. Era odio. Puro y directo. Se estremeció involuntariamente. El bajuun cayó pesadamente al suelo, salpicando con su sangre las botas de Xena. Ella agitó con cansancio la cabeza. Siempre era lo mismo, ¿siempre sería así? Estaba cansada de la sangre, del hierro, del miedo, del odio. Los tres bajuun que aún quedaban se encararon con ella. Xena se mordió el labio inferior y volvió a alzar su espada manchada de sangre. Pero no hizo falta. Los tres esclavistas miraron al bajuun caído, la miraron a ella y retrocedieron sobre sus pasos, echando a correr hacia sus caballos. "Bendita cobardía", pensó. Miró al bajuun muerto a sus pies y volvió a sentir ese sentimiento de reconocimiento recorrer todo su cuerpo, sus huesos, su piel... y su memoria. No pudo desgranar el camino de ese familiar sentimiento pues notó movimiento a su espalda. No hizo ningún gesto para defenderse. Reconocería la presencia de Gabrielle en cualquier circunstancia. Se giró hacia ella, cansada, dolorida. Gabrielle le sonrió levemente. —¿Están a salvo? –preguntó Xena, haciendo un gesto hacia el bosque. Gabrielle asintió. —¿Tú estás bien? –le preguntó ésta a su vez. Xena se alzó de hombros y dibujó un gesto vago con la cabeza. Pensó si en verdad algún día estaría bien. Miró el cuerpo asus pies y la sangre en sus botas, en el filo de su espada, en su propia alma. La sangre, para ella, tenía el rastro de la herrumbre, su peculiar olor a óxido. —Sí –dijo lacónicamente —, lo estoy. Gabrielle se fijó en las heridas de su brazo y trazó con suavidad un gesto hacia ellas, frunciendo el ceño con angustia. Nunca se acostumbraría a verla herida, nunca. —Más tarde –la atajó Xena, al ver su gesto —. Ahora hemos de alejarnos de aquí. Vuelve con esa gente y reúnelos en el claro del bosque. Prepararé un par de carretas y caballos para que les sirvan de transporte –pareció entonces reparar en algo. Sabía que no era precisamente una persona accesible tras una contienda, cuando todavía la sangre le hervía y los tendones de todo su cuerpo reclamaban más; cuando la energía zigzagueaba por sus venas y la huella de la muerte y la violencia todavía
  • 10. asomaban a sus ojos; cuando su cuerpo y su alma aún se estremecían con los estertores de la guerrera portadora de desolación en la que se transfiguraba, por mucho que ahora lo hiciera para bien. Procuró suavizar el tono de su voz y llamó a... —Gabrielle... —¿Sí? –se giró ésta. —Estoy bien –le dijo, intentando sonreír —Ve con ellos. Enseguida estaré allí. Gabrielle asintió, expandiendo su sonrisa. Conocía a Xena más de lo que ni ella misma parecía conocerse. Se lo agradeció silenciosamente. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L Xena se reunió con ella y los aldeanos más tarde. Fue entonces cuando al parecer pasó lo que había estado ensombreciendo el carácter de Xena todo el día. Cuando la guerrera se acercó a las familias llevando de las riendas uno de los caballos que había preparado, uno de los niños empezó a llorar, reflejándose en su rostro un pánico aterrador. Xena apartó al caballo, pero no logró con ello calmar al niño, ni nadie lo pudo hacer, hasta que Xena se dio cuenta de a qué, con tanto pavor, estaba mirando el niño. La miraba a ella. Hipaba incontroladamente, a pesar de los esfuerzos de la madre por calmarlo, y no apartaba una mirada febril de la guerrera. Xena hizo un gesto a Gabrielle y le indicó que ayudara a los aldeanos con los caballos y que les urgiera a partir. Los tres huidos no tardarían en contactar con el resto del grupo y debían estar lejos de allí lo más pronto posible. Ella prepararía rastros falsos para despistarlos. Dicho esto, se internó en la maleza, llevando a Argo consigo. Cuando Gabrielle se reunió con ella la encontró de pie ante la yegua, con la mirada perdida en el suelo. —¿Xena? No le contestó. Gabrielle llegó hasta ella y tocó su costado. —¿Xena? –repitió. La guerrera le prestó atención. —¿Qué, Gabrielle? —¿Estás bien? —Lo estoy –miró por encima de su hombro —¿Y las familias? —Están bien, no te preocupes. —No me preocupo –su tono era bajo, inusualmente átono en ella. –Me dijeron que te transmitiera su agradecimiento por lo que hiciste. Querrían haberlo hecho en persona, pero... ¡hop!... desapareciste –Gabrielle agitó las manos, como si estuviera haciendo magia. Notó la tensión en Xena, su abatimiento —. ¿Ocurre algo? –inquirió —Fue todo bien, ¿no? –se fijó de nuevo en las heridas de su brazo y reparó en ese momento en la de la espalda —Por todos los dioses, Xena, tienes un enorme tajo aquí –bordeó cuidadosamente con las yemas de sus dedos la herida. Xena se apartó con un gesto rápido. —Sólo es un corte. Se curará solo. Gabrielle la miró fijamente. La opacidad en la mirada de Xena había desaparecido, pero no una sombra de ¿preocupación? —¿Hay algo que yo debería saber, Xena?
  • 11. La guerrera agitó la cabeza, mirándola a los ojos. —Que también debemos poner tierra por medio. Si he de enfrentarme al resto de ese grupo quiero hacerlo en condiciones. Caminaron durante todo el día, salvo al principio, que habían cabalgado para poder ampliar la distancia. Mientras lo hacían, Gabrielle, a la grupa, había podido sentir la tensión en Xena. Sabía que no cabalgaba apremiada por el temor a un enfrentamiento, pues ése, que Gabrielle supiera, era un sentimiento desconocido para Xena. No, la tensión que notaba en Xena parecía proceder de otra fuente, de algo profundo en su interior y que ahora parecía haber aflorado a ras de su piel. Sólo cuando frenaron el ritmo y pudieron seguir el camino con más calma pudo Gabrielle retomar la conversación. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L —¿Te preocupa el grupo bajuun? –le preguntó. Xena caminaba unos pasos por delante de ella. No se giró para contestarle. —No. —¿Las familias? Hubo un instante de silencio. —No. —¿Te preocupo yo? Xena se detuvo y la encaró, con un gesto de extrañeza pintadoen el rostro. —¿Por qué dices eso? –inquirió. Gabrielle suspiró. Era una cuestión que se había planteado a sí misma desde que empezara a acompañar a Xena y notado que ésta a veces descuidaba su propia seguridad por ella. Su atención parecía estar de forma permanente en dos frentes y eso hacía temer a Gabrielle que algún día provocara un descuido mortal en la guerrera. Volvió a suspirar. —Bueno, quizás yo no sea la mejor compañía. Quiero decir... –carraspeó —, que debes tener mejores cosas que hacer que cuidar de alguien como yo. Xena frunció el ceño. —No digas tonterías –dijo, con tono brusco. Pareció darse cuenta de ello e intentó suavizarlo —. No me molesta tu compañía, en absoluto —e inició un gesto para volver a andar. —¿Entonces? –insistió Gabrielle. Xena se detuvo. —¿Entonces, qué? —Hay algo que te está molestando y no me lo quieres decir —dijo Gabrielle cautelosamente. Xena no parecía dispuesta a un interrogatorio. La guerrera pareció querer decir algo, sus ojos brillaron durante una milésima de segundo, pero pareció optar por el silencio. —Déjalo. Gabrielle suspiró. —Mira, Xena, no sé qué pensarás tú al respecto, pero yo no creo ser simplemente una bardo que te acompaña sin más. Creo que... –trató de encontrar las palabras adecuadas —... que puedo considerarme amiga tuya, ¿no?
  • 12. Xena parecía incómoda al contestar. —Eso creo, sí. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L Gabrielle sonrió fugazmente. Sabía que para Xena no era fácil aludir a ningún tipo de afecto o intimidad. Por lo que había vivido junto a ella hasta ahora, sabía que Xena había levantado todo un muro impenetrable a su alrededor que no dejaba entrar, ni salir, fácilmente los sentimientos. Era algo que había intuido en Xena al poco de estar a su lado. Su capacidad de aislamiento afectivo, su coraza. La guerrera de Amphipolis parecía caminar sin problemas sobre el filo de la frialdad, pero Gabrielle sabía que no era así. En su interior Xena resguardaba, probablemente de sí misma, un ser humano distinto del que mostraba ante los demás. Gabrielle intuyó su desazón y su tormento, la naturaleza intrínseca de Xena. Un ser atrapado por su pasado con un enorme potencial para hacer el bien que, sabía Gabrielle, se hallaba en su interior. A veces era muy difícil llegar a ese interior, que éste se mostrara en plenitud, pero cuando así había sido Gabrielle había notado un significativo cambio en Xena, a veces sólo por unos segundos. Sus facciones se relajaban, la dureza de su mirada se diluía, y algo parecido a la paz se posaba sobre todo su ser. Era entonces cuando Xena se podía permitir un instante de relajación, algo de sosiego. Pero enseguida sacudía de sí ese sentimiento y volvía a ponerse en camino, a la búsqueda de la próxima reparación, en búsqueda de la paz definitiva. Sólo que, Gabrielle lo intuía, el carácter atormentado de Xena podría convertir esa búsqueda en algo perdurable más allá de su propia existencia. Nunca estaba satisfecha, nunca nada arrancaba de ella el alivio definitivo, la reconciliación con su pasado, como si el conjunto del mismo fuese algo demasiado terrible como para poder ser reparado en una sola vida de bondad. Por ello Gabrielle la seguía ciegamente, porque había reconocido en ella a un ser puro por el cual merecía la pena pasar por cualquier tipo de fatiga o peligro, dolor o penuria. La miró. Su aspecto era, probablemente, fiero a ojos de extraños, y su estatura y su helada mirada azul, seguramente, intimidaba a aquellos y aquellas a los que encaraba. Pero Gabrielle había tenido la paciencia de descubrir en ella otra mirada, una mirada algo perdida en su búsqueda, una mirada suave y desconcertada, que asomaba a los ojos de Xena en los escasos momentos en que la guerrera, a veces por puro cansancio, bajaba la guardia. Por esa mirada Gabrielle la seguía. Por todo el mundo interior de Xena que se asomaba tras ella. Volvió a sonreírle. —Si así es, Xena –le dijo suavemente —, si me consideras tu amiga, puedes confiar en mí, lo sabes. —Lo hago, Gabrielle. —Sé que lo haces, pero a veces... –extendió una mano —es como si estuvieras a mil leguas de aquí y de mí. Xena encaró los ojos verdes de Gabrielle y se sintió muy apesadumbrada. Era su propio interior el que siempre le impedía mostrarse más abierta, opción que, hoy por hoy, únicamente era posible con Gabrielle, la única que había sabido acercarse a ella de ese modo. Y ello, en cierto modo, la asustaba. La dependencia afectiva mataba. O te hacía morir. Eso ya lo había aprendido. Su alma estaba rastrillada con esa verdad. Nadie cuya vida continuamente transitara por la vía de la muerte podía permitirse el lujo de sentir nada por nadie. Porque la Muerte, infatigable, reclamaba constantemente su peaje. Su pesadumbre era debida al hecho de que sí, ciertamente, consideraba a Gabrielle su amiga, un sentimiento nuevo para ella, pues en su tiempo de Destructora de Naciones toda amistad y toda lealtad fijaban siempre su precio. Nunca había encontrado a nadie a quien considerar un amigo, una amiga. Hasta ahora. Y esa persona estaba ahora junto a ella y se esforzaba por demostrarle, muchas veces desde el silencio, su amistad totalmente desinteresada, y era eso algo a lo que Xena querría acostumbrarse, lo deseaba, luchando constantemente contra su abrupto y endurecido interior. Pero le costaba muchísimo. —Gabrielle... –empezó a decir —No es fácil para mí hablar, lo sabes. Debes tener paciencia. Gabrielle esperó a que Xena continuara, pero la guerrera sostuvo su mirada un par de segundos más y, acto seguido, se giró, tirando suavemente de Argo. Gabrielle suspiró. Siempre era así con Xena. Sigue — —>
  • 13. A LOS OJOS DE UN DIOS BORRACHO. 3ª parte. Autora: Elxena VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L El fuego crepitaba suavemente. Habían terminado de cenar en silencio y en silencio habían continuado. Gabrielle sabía cuándo Xena quería hablar y cuándo no, y este largo día había sido todo un no constante. El carácter de Xena se había mostrado taciturno desde lo del grupo bajuun y ningún intento de Gabrielle por perforar el manto de hosquedad de Xena había dado sus frutos. Xena incluso se había negado reiteradamente a que Gabrielle curara sus heridas y ahora la veía sentada algo alejada de ella, con la mirada perdida en el fuego. Gabrielle sufría por ella. Sabía que algo la atormentaba, que algo había sido activado durante o después del enfrentamiento con los esclavistas y deseaba saber qué era. Sólo sabiendo podría ayudar. Deseaba conjurar ese sentimiento que oscurecía la mirada de Xena. Ésta podía ser exasperante a menudo, muchas veces demasiado, con su terco autoaislamiento. Gabrielle sabía que había llegado más lejos que cualquier otra persona en la intimidad de Xena, y, aún así, sentía que estaba a mil años luz de poder decir que estaba lo suficientemente cerca. Su frustración alcanzaba hasta el aspecto físico. Al menos, pensaba Gabrielle, si las palabras no podían reconfortarla podría ser la cercanía quien lo lograra. Allí donde una palabra no podía reparar una herida podría hacerlo una caricia, un abrazo. Sin embargo, una y otra vez, Gabrielle chocaba con las reticencias de Xena. La guerrera parecía rehuir su contacto, aún siendo Gabrielle la única a la que le hubiera permitido acercarse de ese modo. Muchas veces hubiera deseado acariciar su oscura cabeza para tratar de reconfortarla cuando algo la atormentaba, como hoy, y hacerle ver que ella estaba allí, a su lado, y que seguiría estándolo pasase lo que pasase. Pero el único contacto que Xena permitía era cuando cabalgaban juntas, o cuando Gabrielle lograba convencerla para que le dejara curar alguna herida. Cosa que ni siquiera había logrado esta vez. Inspiró profundamente y, para su sorpresa, Xena la miró. Parecía estar muy lejos de allí en sus pensamientos. —¿Tienes frío, Gabrielle? –le preguntó. —No, no te preocupes, estoy bien... –"quizás", pensó, "sería un buen momento para intentarlo otra vez" —¿Y tú? La guerrera negó con la cabeza y volvió a fijar su mirada en el fuego. "Fugaz intento, bardo", se dijo a sí misma Gabrielle. Entonces, de nuevo sorprendentemente, Xena habló. —A veces no tiene sentido. Gabrielle se mordió el labio inferior. —¿El qué? –inquirió cautelosamente. No quería hacer que Xena se replegara de nuevo en su interior por la torpeza de sus palabras. Xena la miró. —¿Por qué sigues conmigo? –le preguntó, con tono cansado. Gabrielle respondió sin titubear. —Porque merece la pena. —Qué merece la pena. ¿Ver morir a gente? —No –dijo Gabrielle con vehemencia —, no se trata de eso. Yo no veo morir a gente. Yo veo a gente que se salva. Que se salva gracias a ti. Xena sonrió con amargura. —El punto de vista optimista. —El punto de vista real, Xena –replicó Gabrielle. Deseaba acercarse a ella, pues el latido de su angustia era bien palpable; acercarse y calmarla, pero temió que el gesto provocara una reacción negativa en Xena —¿No lo ves? ¿No lo notas? Tú haces que pasen cosas buenas, Xena.
  • 14. —Pero muere gente. Gabrielle asintió gravemente. —Sí, así es, muere. Pero es el juego de los dioses, lo sabes, ni siquiera tú puedes contra eso. Además –hizo una leve pausa —, a los que veo morir son a aquellos a los que el hierro marcó su corazón, que eligieron la espada y por ella murieron. Xena la miró fijamente. —De ese modo, Gabrielle, yo también debería morir. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L —¡No! –sin poder evitarlo se acercó a ella —No, Xena, tú no lo mereces, no digas eso. Tú haces el bien. Un rictus amargo serpenteó por el rostro de Xena. —Eso no ha sido así durante mucho tiempo, demasiado. Gabrielle acercó su mano y la posó sobre el brazo de Xena. Casi podía palpar su amargura. —Xena, por favor, escúchame. Yo te conozco. Cualquier hecho pasado puede ser purgado por los actos del presente, por lo que puedas hacer mañana, pasado mañana. Nada es definitivo, ¿comprendes? —El niño no parecía comprenderlo. —¿Qué niño? –preguntó Gabrielle, confusa. —El aldeano. —¿El niño, el que lloraba? –Xena asintió —Bueno, no era más que un niño. Estaba asustado, eso era todo. Acababa de pasar por una experiencia terrible y estaba... —A ti no te tuvo miedo —la interrumpió Xena. —Bueno, no. Pero digamos que tú... eres más alta –y terminó la frase con una sonrisa, tratando de aliviar la carga de amargura que emanaba de Xena. Nunca la había visto así, tan... vulnerable. Deseó poder abrazarla para calmarla, para espantar de ella el pozo de dolor que se asomaba a sus ojos azules —. Xena, ¿qué ocurre? Salvaste a ese niño, salvaste a su familia y a todos los demás. —Pero él me tuvo miedo. Había algo en el tono terco de Xena que hizo que Gabrielle sintiera una punzada de dolor en todo su ser. Nunca antes había visto esa mirada atormentada en los ojos de Xena, ni esa pátina de dolor que cubría su cansada voz. Deseó más que nunca poder abrazarla y temió hacerlo por si el gesto la incomodaba y terminaba con sus ganas de hablar. —Sí, Xena –dijo Gabrielle suavemente —, puede que sintiera miedo al verte, al ver tu figura, tu espada, sí. Pero es porque alguien le mostró el miedo como único camino, la espada para él no es más que un instrumento de horror, es lo único que habrá podido ver en su corta vida. Pero —dijo pausadamente —puede que a partir de hoy, cuando ya se encuentre a salvo en su aldea y sus padres le cuenten la historia y oiga referirse a ti como la persona que procuró el bien de su familia, entonces, eso cambiará, ya no habrá un único camino en su vida como alternativa. Conocerá respeto y valor y bondad –presionó suavemente el brazo de Xena. Ésta la miraba con un algo indefinido en sus ojos que Gabrielle no supo descifrar —¿De acuerdo, Xena? Transcurrieron un par de segundos antes de que la guerrera hiciera o dijera nada. —No –murmuró, e hizo que Gabrielle soltara su brazo —. No, Gabrielle, y nunca lo entenderías –Xena miraba la fogata —. Ya nada de lo que pueda hacer cambiará todas las miradas de terror que merezco. Nada. Gabrielle quiso replicarle pero Xena la hizo callar con un gesto. —Estoy cansada, Gabrielle –su voz era átona, pesada, y su mirada, triste azul —. Descansa tú también
  • 15. –y se tumbó de costado, dándole la espalda. Gabrielle abrió la boca para replicarle, pero miró a su amiga tumbada, ligeramente encogida, como una niña pequeña con frío, y sólo deseó poder sosegarla de su tormenta interior, aunque sólo fuera con un gesto, aunque sólo fuera con la nada, su silencio. Acercó su hato, extrajo la manta de viaje y tapó con ella a Xena. Ésta se agitó levemente —Usa la manta para ti, Gabrielle, yo no la necesito –la oyó murmurar. —Si no te importa, Xena, la compartiremos. ¿Te importa que duerma a tu lado? Xena tardó un instante en contestar. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L —Sabes que no –dijo al fin. Gabrielle se tumbó junto a ella, ambas cerca del fuego, y la bardo procuró que una parte de su cuerpo tocara el de Xena. Recordaba que, siendo pequeña, su madre calmaba así sus pesadillas. Deseó poder obrar el mismo efecto en Xena, que su cuerpo confiara en la calidez del suyo, que lograra acunarlo en su cercanía, en su intención, silenciar así los gritos de su oculto interior. Al principio temió que Xena rechazara su contacto pero no fue así. Permitió tanto su cercanía como su roce y, poco a poco, Gabrielle notó cómo la tensión iba desapareciendo del cuerpo de la guerrera, hasta quedarse sumida en un intranquilo sueño que agitaba de tanto en tanto su inconsciencia. Permaneció largo tiempo despierta, atenta a la inquietud del letargo de Xena, procurando aliviarla cuando la notaba agitarse, murmurando palabras y dulces melodías rescatadas de su infancia. Gabrielle recordaría siempre esa noche con una mezcla de tristeza e infinita ternura. Se formó un viento helado que hizo estremecer a Gabrielle en su sueño y que le hizo buscar de forma inconsciente la cercanía del cuerpo de Xena para abrigar su frío. No escuchó ni notó nada más. Los demonios del Inframundo eran silenciosos. Silenciosos y efectivos. No sabía si echar a andar o quedarse allí. Tampoco le importaba demasiado. El mundo ya no guardaba para ella ninguna nueva promesa; de igual modo, ya no deseaba cruzar palabra o mirada alguna con nadie, se sentía bien así, sola, vagando por montañas y valles, alejada de aldeas y enclaves poblados, todo lo bien que podía sentirse un alma rota, vacía, sin rumbo, sin ánimo ni querencia, sin nada, con todo el dolor. Había matado a Argo. Recordaba haber estado junto al cuerpo de Gabrielle aún sin sepultar durante horas, tal vez un día entero. Al filo del siguiente amanecer intentó suicidarse por primera vez. No lo consiguió. Se abrió el cuello conel filo de su espada y no murió. Lo intentó tres veces más a lo largo de las siguientes horas, hasta que su cuerpo, exhausto, casi sin ni una gota de sangre, se rindió, mucho antes que su voluntad. Así, permaneció sin aliento junto al cuerpo de Gabrielle hasta la llegada de la siguiente noche. Argo hozaba cerca de ella, silenciosa. A medianoche Xena se incorporó pesadamente, aún abiertas las heridas auto inflingidas, ayudándose de su espada a modo de bastón. Se acercó a la yegua y acarició su robusto cuello. Dejó apoyada su mejilla enfebrecida sobre el pelaje canela del noble animal durante unos minutos y rogó interiormente por tener la fuerza suficiente como para hacerlo rápido y sin dolor.
  • 16. La degolló de un profundo y certero corte y la yegua cayó pesadamente al suelo. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L Tardó cuatro horas en hacer un agujero lo suficientemente grande. A duras penas sí consiguió hacer caer al noble animal en él. Después se acercó a Gabrielle, se arrodilló a su lado y acarició su rubia cabeza inerte. Quiso hablarle, pero apenas podía susurrar. Se inclinó sobre ella y besó suavemente su mejilla. La notó fría y le dolió pensar que Gabrielle tuviera frío allá donde se encontrara. Acercó el hato de su amiga y sacó su manta de viaje, arropando con ella el cuerpo de Gabrielle. Recordó cuántas veces ella había hecho lo propio con ella cuando la creía dormida y se acercaba y la tapaba con esa misma manta. Se mordió el labio inferior, sintiéndose absolutamente desolada. Se inclinó sobre Gabrielle hasta dejar reposar la cabeza sobre el pecho de la bardo y permaneció así largo rato, murmurando un "lo siento" surgido de lo más profundo de su corazón ahora enfermo. Después, la alzó suavemente y la sostuvo abrazada contra sí. La llevó hasta la sepultura y la depositó con cuidado junto al cuerpo de Argo. Antes de cubrirlas con tierra fijó la vista en Gabrielle y siguió haciéndolo hasta que ya no pudo soportarlo más. Cubrió la tumba, se sentó en el suelo y allí se quedó. Mucho más tarde cayó en la cuenta de que no había podido llorar. Tampoco ahora, en aquel oscuro bosque, un año después, podía hacerlo. Por primera vez en su vida había algo que no se sentía capaz de afrontar. Se sentía perdida, rota, vacía. Había sido una guerrera feroz, decidida, sabía que cruel e impía, nunca había vacilado ante nada, sus recuerdos y su cuerpo estaban llenos de mil batallas y su conciencia quizás sólo hubiera podido llegar a estar limpia y tranquila si su vida hubiera seguido por el camino trazado... gracias a Gabrielle. Desde que la joven bardo había salido en su defensa cuando todos estaban en su contra algo en su interior había logrado despertar, había logrado abrirse paso por entre la maraña de furia y dolor que ella en sí misma había constituido. Sólo una persona en el mundo había sido capaz de entrever ese interior oculto y ahora esa persona estaba muerta, y ella con ella, y toda su vida, y todo lo que habría podido desear o anhelar, querer o atesorar. Porque ahora ya el todo y la nada eran una sola cosa, un solo molde, un solo camino que ella, Xena, estaba obligada a transitar, por mucho que lo odiara, por mucho que no deseara estar allí, por mucho y tanto que tan sólo deseara cerrar los ojos y no volver abrirlos nunca más. Ella, la Destructora de Naciones. —Destructora de Naciones. Gabrielle la oyó susurrar, pero no entendió lo que dijo. Se acababan de despertar y Xena no parecía encontrarse mejor que el día anterior. Se había levantado con la idea de acercarse hasta Istoidea, donde le dijo que vivía un antiguo compañero de armas suyo, un mercenario que había conocido y al cual, con el tiempo, había salvado la vida, aunque no sus piernas. Caprus Sencam, el mercenario, se había retirado a un lugar llamado Istoidea, donde, al parecer, regentaba una posada. Xena quería preguntarle sobre las rutas bajuun. Estaba dispuesta a acabar con esa milicia esclavista. Gabrielle se fijó en el brazo y la espalda de Xena, donde las heridas empezaban a sanar. Ahora conocía la razón de por qué Xena se negara tercamente a que se las curara. Se lo había dicho al alba cuando, ya despiertas, ella le había insistido por última vez al verle hacer un gesto de dolor al levantarse. —Deja estas heridas, Gabrielle –le había dicho —. Quiero levantarme con ellas y ser lo último que note cuando me duerma. Quiero que me lo recuerden. Quiero que me digan una y otra vez que nunca será suficiente, que siempre quedará el dolor de lo que hice y que nada de lo que haga podrá repararlo. Deja estas heridas. Gabrielle se había sentido profundamente afectada. Xena seguía atormentada por su pasado, ligada a él por lazos de sangre, por el remordimiento, por la conciencia despertada. El camino emprendido hacia la redención podía ser, y lo estaba siendo, peligrosamente afilado para Xena, un doble filo que podría agotarla, vencerla y devolverla al lado oscuro. Gabrielle quería estar a su lado para evitarlo, para apoyarla, para ayudarla y para, se estaba dando cuenta, fundir su destino con aquella enigmática guerrera cuyo interior quedaba aún encerrado bajo las pesadas llaves de un pasado de odio, sangre y dolor. En Gabrielle había ido consolidándose poco a poco un sentimiento desde que acompañaba a Xena, desde que la vio por primera vez. Algo nuevo, cálido, una seguridad impregnada, paradójicamente, de incertidumbre. Mirando a Xena muchas veces Gabrielle se había preguntado la
  • 17. razón de por qué ésta había permitido su compañía. La guerrera parecía más del tipo solitario, autosuficiente, capaz de transitar por el mundo sin ayuda de nadie, menos de la de ella, una inexperta aldeana cuyo mundo había sido tan reducido como su aldea y el arroyo que la cruzaba a cien pasos de distancia. No había nada más allá que Gabrielle conociera y en no pocas ocasiones se había consumido por el deseo de hacerlo. Era una egoísta, lo sabía. Su ansia de conocer se encontraba también tras su decisión de acompañar a Xena, al menos en un primer momento. Después, poco a poco, con el sigilo de un felino, un nuevo sentido a su acto se había ido hilvanando. No había egoísmo, sino admiración. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L Admiraba a Xena, la admiraba en su silencio, en su terquedad, en su furia incluso. Amaba el nuevo camino que la guerrera había asumido, aún existiendo una feroz lucha en su interior, entre el monstruo y la persona. Gabrielle quería estar allí, junto a la persona, e impedir que el monstruo aflorara y se llevara con él a Xena. Confiaba ciegamente en el triunfo de la persona y sabía que sólo era cuestión de tiempo que ello sucediera, aunque también sabía (o al menos así se había convencido a sí misma, para justificar su presencia junto a Xena) que el camino estaba lleno de peligros, peligros en forma de debilidad, de dudas, de ira que arrastraba como una furiosa tromba de agua; de miedos insondables que sabía anidaban en el alma de Xena. Porque Xena no temía lo físico, sino lo psíquico, las trampas de su mente, de su alma, las pequeñas fieras agazapadas tras todos y cada uno de sus terribles recuerdos. De súbito, como un vahído, Gabrielle tuvo una fugaz visión: vio a Xena de pie en mitad de un campo de batalla sembrado de cuerpos ensangrentados, mutilados en su mayoría. Era una visión espeluznante, pero no fue eso lo que llamó su atención. Era Xena, allí de pie, entre los cuerpos, su espada ensangrentada pendiendo inerte a lo largo de su costado, la armadura agitada por los irregulares latidos de su agitada respiración. Tenía la frente perlada de sudor y pequeñas heridas moteaban su piel allá donde el cuero y el metal no la cubrían. Tenía el cuerpo embarrado, la batalla se había librado bajo una furiosa lluvia y los rugidos de la tormenta aún se dejaban oír, entremezclados con el ruido del choque de metales, el desgarro de la carne y los gritos, de los que morían y de los que mataban. Xena permanecía con la cabeza inclinada sobre su pecho agitado y parecía fijar su mirada sobre un cuerpo a sus pies. La visión de Gabrielle se lo mostró. Era el cuerpo de una guerrera que yacía con los ojos abiertos en mudo dolor, pero no era eso lo que atraía la mirada de Xena, sino la profunda herida abierta en su abdomen... y el feto que asomaba por ella, con el cuello seccionado en una horrenda hendidura. Con brusquedad Gabrielle sintió un punzante rechazo ante la visión y, como si un agudo sonido la hubiera alertado, la Xena de su visión giró su cabeza hacia la mirada de Gabrielle. Miró a Gabrielle, a través de una imposible conexión, y entonces ésta leyó en sus ojos el dolor, la confusión... y el miedo. Miedo a sí misma. Xena por fin había encontrado un enemigo de su talla: su propia alma corrupta, el satánico émbolo que impulsaba todas sus acciones, su patria muerta. Súbitamente, igual que había llegado, la visión desapareció y Gabrielle notó de nuevo un ligero vahído que la aturdió, haciéndola llevar una mano a un pecho donde su corazón latía apresuradamente. Sin que ella se diera cuenta, Xena ya se había situado a su lado, el rostro pintado de preocupación. —¿Gabrielle? –musitó, alerta, tocándole el codo. La bardo levantó su mirada hacia ella y, sin pensarlo siquiera, acarició con el dorso de su dedo índice la mejilla de la guerrera, queriendo consolar no a esta Xena frente a sí, sino a la dolida y perdida Xena de su visión. La confusión se dibujó en los ojos de Xena y, de forma imperceptible, apartó la cara. —¿Te ocurre algo? –inquirió, insegura. Gabrielle rememoró apenas durante una fracción de segundo la imagen del niño que nunca nacería ( "niña", pensó Gabrielle, sin saber por qué, "era una niña") y trató de responderle.
  • 18. —No, ¿y a ti? Eso aumentó la confusión de Xena, que se removió inquieta. —Por todos los dioses, Gabrielle, has sido tú la que has gritado como una niña asustada. —¿Yo? —Sí, tú. ¿Se puede saber qué te pasa? –Xena parecía molesta. —No te enfades, Xena. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L —No me enfado –dijo Xena pausadamente —No lo hago. Gabrielle sonrió. —Me alegra oírtelo decir –le dijo Gabrielle —, pues temería que alguien de tu tamaño estuviera en mi contra. Xena parecía a cada momento más y más confundida. En ocasiones se sentía desarmada frente a la joven aldeana y aún no se había explicado a sí misma la razón última de su decisión de dejar que le acompañara. Muchas veces desde aquel día que la subió a la grupa de Argo se había cuestionado lo acertado de su decisión. No por Gabrielle en sí pues, con sorpresa, había descubierto que su compañía no la incomodaba. No, su temor era su integridad física... y, por qué no, moral. Un Señor de la guerra con su pasado no era la mejor compañía para ella. "Te reconforta", fue su propia respuesta y parecía la solución, pero sólo se trataba de una consecuencia, no de una causa en sí misma. Apartó de sí esos pensamientos y miró a Gabrielle. —Siempre pareces jugar –le dijo —, y el mundo no es siempre un cuarto de juegos. Gabrielle asintió. —Lo sé, Xena, pero sea lo que sea el mundo no puedo verlo eternamente como un abismo o un teatro de muerte. El mundo tiene tantas caras como anillos el árbol más viejo. Y tú —añadió, alcanzando con la yema de sus dedos el antebrazo de Xena —deberías darte la oportunidad de verlo con otros ojos. Por un momento pareció que la confusión haría tanta mella en Xena que bloquearía cualquier intento de respuesta por su parte; sin embargo, se rehizo y, elevando ligeramente los hombros, replicó: —Eres una joven inquietante. Gabrielle esbozó una ligera sonrisa y, en el momento en que Xena giraba sobre sus talones para atrapar las riendas de Argo, la llamó, al tiempo que la alcanzaba. —Oye, Xena. —Qué, Gabrielle. —¿Puedo cabalgar contigo? Xena frunció el ceño en un gesto de extrañeza. —¿Superaste acaso ya tu miedo a montar en Argo? Gabrielle hizo un mohín. —Pero tú iras conmigo. —Por supuesto, no querría ver tu cuerpo morder el polvo delcamino. Ven, te ayudaré a montar. Deberías hacerlo más a menudo, agotas tus fuerzas yendo a pie.
  • 19. —Me gusta caminar. —Eso pensaba –Xena montó en Argo y le tendió una mano a Gabrielle —. Arriba. Cuando Gabrielle se acomodó tras Xena ciñó a propósito con fuerzala cintura de la guerrera, aunque sabía que sería imposible caerse de Argo. Lo hizo para que ella notara que estaba ahí. El viento helado. El viento helado y el susurro de un demonio. Lo hizo para que la Xena que conducía la montura y la Xena de su visión supieran que ella siempre estaría allí. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L La guerrera azuzó a Argo. El viento helado. Sigue — —>
  • 20. A LOS OJOS DE UN DIOS BORRACHO. 4ª parte. Autora: Elxena Era una aldea pequeña, sucia, maloliente y perturbadoramente abigarrada. Las estrechas construcciones de madera parecían competir entre sí por hallar un hueco y de los tejados bien podría decirse tres cuartos de lo mismo. De entre el sinfín de aldeas que ambas habían tenido ocasión de visitar era con mucho ésta la más caótica, desmañada... y cualquier cosa. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L Gabrielle había arrugado la nariz y Xena alzado una de sus cejas. Ambas se miraron y compartieron un gesto de resignación. Xena desmontó y ayudó a Gabrielle a hacerlo. Se encontraban justo en la linde de la aldea con el bosque y por la cabeza de ambas cruzó el pensamiento de girar sobre sus talones y dar un inmenso rodeo. Pero, Gabrielle suspiró, habían llegado allí con un propósito. Entraron en la aldea y Xena localizó un establo donde cobijar a Argo a cambio de un par de monedas. Antes de salir del cobertizo Xena se acercó a la dorada yegua y acarició su cuello, murmurando suaves palabras. Gabrielle sonrió ante ello. Nadie que desplegara un amor así por un animal podría no desplegarlo igualmente por el resto de la humanidad. Xena captó su sonrisa y ladeó ligeramente la cabeza, frunciendo el ceño. No le gustaba que momentos como éste tuvieran testigos. La hacía sentirse vulnerable, en cierto modo descubierta, como pillada en falta. Si bien momentos como éste sólo ocurrían cuando estaba a solas o, como mucho, delante de Gabrielle. Tenía, en torno a ello, sentimientos contradictorios. Por un lado ansiaba la rutinaria soledad a la que su espíritu se había acostumbrado, cuando era una guerrera al servicio de Ares. Por otro, en cierto modo, en lo más profundo de su ser, un infinito agotamiento agazapado tras su pétrea coraza de guerrera le instaba, cada vez más, de forma persistente y urgente, a caminar hacia la cercanía, hacia la intimidad con otra persona. Una intimidad que le permitiera relajarse, bajar los escudos, suspirar de vez en cuando. Una intimidad (una persona) a la cual poder acudir cuando la tensión, el miedo (miedo, sí) o el simple agotamiento le empujaran hacia el cenit de una dolorosa crisis. Ya no deseaba ser únicamente el hielo, la piedra, el muro o la montaña. Deseaba descansar. Ser hierba o junco. Aire. Inclinar de vez en cuando su alma hacia la percepción de una lánguida dejadez, dejarse atrapar por ella, envolverse en ella. Sólo descansar. Esa intimidad, esa persona, lo sabía, lo intuía, llevaban el nombre de esta testigo que ahora, a su lado mientras salían del establo y caminaban por la aldea, acompasaba su paso al suyo, procurando no alejarse más de una pulgada de ella. Recordaba sus palabras (de hecho, lo hacía a menudo) cuando le preguntó si no echaba de menos a su familia y la joven, sonriendo, le contestó que no si estaba con ella. Cuando la defendió ante aquellos aldeanos que la acusaban de asesinato. Cuando regresó a pesar de haberla golpeado. Recordaba cada palabra, cada acto... y cada pulsación de emoción que la había embargado. Había guardado con sumo cuidado esas emociones, las había acunado en su corazón, pues halló que fueron las primeras en su vida provocadas por la pura bondad y la amistad desinteresada. Y ésta era, pese a su irracional temor por los riesgos que podría entrañar, por su posible vulnerabilidad, una sensación poco cuantificable en medida de mercader o recaudador, una sensación seductora, atractiva y golosa por la miríada de sensaciones secundarias que la acompañaban. Deseaba reposar su alma de una vez. —... y preguntar. ¿Tú qué dices? –Gabrielle se había detenido y parecía aguardar una respuesta. Xena frunció el ceño, algo confusa. —Lo siento, Gabrielle, no estaba escuchando. —Vaya –resopló ésta divertida —, habré de mejorar mi discurso si quiero que algún día alguien me escuche —punteó con un dedo el antebrazo de la guerrera, que parecía mirarla sin verla —¿Xena? —Sí. —¿Sí a qué? –preguntó Gabrielle. —¿Qué?
  • 21. Gabrielle se mordió el labio inferior. Esperaba que el carácter taciturno de la última jornada no se acentuara justo ahora. —¿Estás bien? –le preguntó. Xena pareció caer en la cuenta de su lapsus y agitó la cabeza. —Claro, ¿qué decías? Gabrielle reflexionó un instante, intentando averiguar la naturaleza del estado de Xena, pero decidió, con un suspiro, que sería esa tarea demasiado ardua como para acometerla en este momento. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L —Te decía que probablemente muramos de cansancio en alguna de estas tortuosas calles antes de encontrar la posada de tu amigo Caprus. ¿Te has fijado? –giró sobre sus talones, barriendo con la mano el espacio a su alrededor. Decenas de casas se amontonaban sin ton ni son, convirtiendo las calles en estrechas y serpenteantes sendas en las cuales no le apetecía nada aventurarse sin rumbo fijo —Lo mejor será preguntar y que alguna alma caritativa nos guíe hasta él. —Parece lógico –admitió Xena. —Lo es –sentenció la joven sonriendo. —Claro, Gabrielle –Xena se permitió sonreír tenuemente. "Para ser una muchacha que hace gala de una lógica tan aplastante, no acierto a entender qué insensatez te arrastra a seguir junto a mí". Pero esto Gabrielle no lo oyó, se quedó en los abismos del pensamiento de Xena, junto a tantos otros. De súbito, Xena percibió que algo no iba bien. Sintió hielo en sus venas, hielo en su corazón. Agitó la cabeza y miró a su alrededor. Nada. Aldeanos transitando las polvorientas calles. Miró a Gabrielle. Un viento helado. La joven griega se acercó a uno de los aldeanos para preguntar por la posada. Antes de que todo ocurriera tuvo tiempo de escuchar por lo bajo cómo Gabrielle musitaba divertida un "a ver si éste me escucha". No pudo hacer nada. Cuando Gabrielle estuvo junto a él, un rápido y violento movimiento del aldeano con el brazo la golpeó en el tórax, con un efecto devastador: lanzó a Gabrielle cuatro pasos atrás y apenas sí la guerrera pudo sujetarla antes de que cayera al suelo, flexionando las rodillas para absorber el impacto del peso de su cuerpo. —¡Gabrielle! –gritó. Un gesto de dolor cruzaba el rostro de la bardo al tiempo que la joven intentaba llevarse una mano al pecho dolorido — No, no, no, espera... –le dijo Xena, cogiéndole la mano. Con un rápido vistazo a su alrededor comprobó la situación del atacante y registró con estupor que éste no se hallaba en su campo de visión. Es más, no había nadie en su campo de visión. La aldea estaba vacía y opresivamente silenciosa. Un gemido de Gabrielle reclamó toda su atención —Espera, Gabrielle, no te toques. Déjame ver qué tienes... –y, suavemente, le apartó la mano, al tiempo que volvía a echar una rápida mirada a su alrededor. No había nadie. No se escuchaba a nadie. Nada. Centró su atención en el pecho de Gabrielle, apartando a un lado la tela de su camisa. Una fea contusión empezaba a dibujarse en el tórax, una contusión que pronto reveló algo más: estaba oscureciéndose aceleradamente y Xena intuyó que el golpe había sido tan fuerte como para provocarle una hemorragia interna, pero no lo suficiente como para desgarrar la piel y permitir así una vía de escape a la sangre. Sabía lo que podría pasar si esa sangre no era liberada. Tendría que hacerlo ella misma. Se inclinó sobre ella y, al tiempo que cogía la pequeña daga de su pecho, le susurró suavemente al oído : —No te preocupes, Gabrielle, no te dolerá... –la joven asintió débilmente, con los ojos cerrados. Empezaba a no respirar bien. Xena debía darse prisa. Su mano izquierda sujetó con fuerza la frente de Gabrielle y su mano derecha, con un gesto firme y preciso de la daga, desgarró la piel en la zona de la contusión. De inmediato un borbotón de sangre manó de la incisión y Gabrielle, Xena lo notó bajo la presión de su mano sobre su cabeza, se relajó perceptiblemente. Xena se tensó durante un instante y después se dejó ir, suspirando hondamente. Acarició levemente la mejilla de la joven, notando que estaba enfebrecida. —¿Gabrielle? –musitó —¿Gabrielle?
  • 22. La joven abrió los ojos y parpadeó un par de veces antes de enfocar su mirada en Xena. Ésta le sonrió. —¿Mejor? —...ena –la voz de Gabrielle era débil, entrecortada. —Estoy aquí. No te preocupes, estarás mejor dentro de nada. —...tacó –intentó decir —Ese hombre... VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L —Shist... no hagas esfuerzos. No te preocupes ahora por eso. Ya pasó... –Xena volvió a mirar a su alrededor. Nadie. Nada. Todos sus sentidos estaban en alerta. No quería más sorpresas. No quería pensar en el brusco silencio en el que se había sumido de repente el pueblo. En ese viento helado. Ni el canto de un ave aquietaba el denso vacío. Volvió a centrarse en la herida de Gabrielle. La sangre había dejado de manar y el pecho de la bardo subía y bajaba de forma acompasada. Notó, sin embargo, que su piel ardía bajo su contacto. Temió que el golpe hubiera causado algún daño interno al cual no pudiera acceder, y un súbito temor mordió entonces su corazón, arrasándolo. Un miedo absoluto ante la mortalidad. De Gabrielle. La miró detenidamente, con un sordo martilleo asolando su sien. Se sintió desesperadamente débil, casi enferma, todo en un segundo. Notó que Gabrielle la miraba. —¿Xena? –musitó. Intentó sonreírle. —Bueno, mi joven amiga. Empiezas tu propio mapa —y le señaló la pequeña incisión en su pecho, intentando parecer despreocupada —No te preocupes, cerrará bien. ¿Cómo te sientes? Gabrielle intentó tragar. —Tengo sed... –susurró. —Bien, beberás –le sonrió. Miró en derredor suyo, con un atisbo de inquietud. Allí, en el centro de la plaza, lo habría jurado, tendría que haber un pozo. "Maldición", se dijo, "mald...". pero ni siquiera pudo seguir pensando cuando, al volver a girar la cabeza hacia Gabrielle, vio un odre húmedo junto a ésta. Primero abrió muchos los ojos, después los entrecerró con desconfianza. Un nuevo barrido a su alrededor volvió a confirmar lo que ya sabía: estaban solas. Tanteó el odre, llevándoselo a los labios. Bebió un trago y paladeó el líquido. Agua, sólo agua. Se resistía, no obstante, a acercárselo a Gabrielle. Todo era muy extraño, demasiado. Pero Gabrielle tenía sed, sus labios estaban resecos. Rogó en su interior porque en verdad ese líquido fuese tan sólo agua, tal y como había comprobado. Acomodó a Gabrielle sobre su regazo y mantuvo su cabeza erguida, apoyándola en el hueco de su hombro. —Toma, Gabrielle, es agua –le dijo, acercándole el odre a los labios —. Bebe despacio. La joven tragó el agua, al principio con ansia, después más tranquila. Cuando terminó, se llevó una tentativa mano al pecho dolorido. —Uf... –se quejó, torciendo el gesto —, esto duele. ¿Qué tengo? Xena se maldijo silenciosamente." Estúpida guerrera. De qué te sirve tu pasado si no logras salvar el presente en base a esa experiencia". E incluso ella misma, a pesar de haber sido dueña de ese pensamiento, se conmocionó con él, por todo lo que implicaba. En este presente ella no estaba sola, como en su turbulento pasado. En este presente que ahora construía Gabrielle ocupaba un lugar central, cada vez más, cada vez mayor. Ese pensamiento la turbó... y la llenó de una paz hasta ahora desconocida para su alma. Antes de que pudiera seguir con el hilo de sus pensamientos sintió agitarse a Gabrielle en su regazo. —¿Xena? La guerrera la miró. Si Gabrielle percibió el brillo en sus ojos nada dijo.
  • 23. —Últimamente eres una princesa muy perdida en tus ensoñaciones –le espetó la joven, sonriendo levemente. Xena correspondió a su sonrisa. —Y tú una bardo muy afortunada. No te colgaré del árbol más alto por volver a llamarme eso.. Gabrielle sonrió más aún. —¿Xena? —¿Mm? VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L —Agradezco tu cuidado, pero... –arqueó levemente el cuello —... esta armadura pectoral tuya me está machacando la oreja. —Oh. Xena la ayudó a incorporase, siendo absolutamente consciente en ese momento de cómo su cuerpo echaba de menos el cálido peso del de Gabrielle. Se sintió repentinamente... desamparada. Agitó con decisión su cabeza. Maldito día. Malditos sentidos. Había pasado todo el día anterior revolcándose en la amargura de su propio pasado, viéndose azotada por los oscuros designios que veía en un ayer trazado a base de sangre y fuego; convenciéndose hasta la médula de que su vida no merecía continuar o, en todo caso, de así hacerlo, que tomara ésta el rumbo del continuo dolor, del tormento de un oscuro pasado esculpido con ira y odio sobre cada fibra de su ser. Y he aquí que, en el tiempo de un suspiro, un golpe había hecho saltar en pedazos la preeminencia de sí misma sobre todo lo demás. Ahora sólo importaba Gabrielle. Pero, y aún temió hacerse a sí misma esa pregunta, " ¿por qué era tan importante Gabrielle?". "No", se corrigió a sí misma, "¿ por qué lo era tanto para ella?". Notó moverse a la bardo. —Ooops... –Gabrielle sujetó con fuerza la muñeca de Xena, lamentándose al incorporarse —Esto duele, duele, duele... –gruñó entre dientes. Xena se obligó a clavar sus sentidos en la realidad. —Espera Gabrielle, no hagas movimientos bruscos –y pensó: "no los hagas, porque todavía no estoy segura del alcance de tu herida. No lo hagas, porque temo que una hemorragia masiva que no pueda controlar arrase tu pecho. No lo hagas, porque entonces yo no sabría qué hacer". Pero ni ella misma tuvo muy claro si eso último hacía referencia sólo a la herida de la bardo o realmente al resto de su propia vida. Estaba dispersándose mucho en sus pensamientos... y en sus sentidos. Colocó su mano en la espalda de Gabrielle y se incorporó levemente, flexionando las rodillas —Lo haremos poco a poco, ¿de acuerdo? –sujetó con su mano libre el antebrazo de Gabrielle — Si al alzarte notas algún vahído dímelo y pararemos. Gabrielle pareció divertida. —No es para tanto –protestó —Sólo es un golpe en el pecho. —Obedece. Gabrielle asintió, mirándola. —Por supuesto. Nadie en su sano juicio osaría jamás desobedecer el mandato de un... – "Señor de la Guerra" estuvo a punto de pronunciar, pero se detuvo a tiempo —... una guerrera. Xena enarcó una de sus cejas en su característico gesto, pero no replicó. —¿Lista? —Ajá... –asintió Gabrielle. Y se sintió levantada suavemente, como una pluma. Los músculos y la envergadura de Xena le hacían parecer casi siempre una desmañada aldeana a su lado pero, dioses, ambos eran bien recibidos y de
  • 24. agradecer en según qué circunstancias. Sintió una leve punzada cuando por fin estuvo plantada sobre sus pies, pero nada más. Inspiró con cautela y expulsó el aire con la misma diligencia. Sólo notó un leve malestar. —Creo que va bien –informó a Xena, que aguardaba expectante a su lado. —¿Seguro? —Sí, claro, muy bien –le sonrió —. Tranquila, no fue más que ungolpe. Xena ladeó la cabeza. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L —Un feo golpe. —Bah... –Gabrielle sacudió una mano, quitándole importancia —Pero tú estabas aquí. Gabrielle notó la conmoción en Xena cuando una sombra permutó sus rasgos de la inquietud al desencanto. —Ni lo estaba tanto ni fui tan rápida como tú hubieras necesitado. –dijo sombríamente. Gabrielle notó el pesar en su voz. —Vamos Xena —dijo con vehemencia —, no eres una diosa omnipresente y omnipotente –dijo esto último con un leve toque de ligereza —. Y, además, no has de cargar sobre tus hombros el peso de mi cuidado. Cuando decidí marchar contigo lo hice bajo mi propia responsabilidad y no deseo convertirme en... –vaciló —... una molestia para ti –encaró con inseguridad los ojos de Xena, un azul que tenía más de mar que de metal para ella. Suspiró. Siempre esa incertidumbre, esa duda. No deseaba ser una carga para Xena, un obstáculo que acabara convirtiendo su compañía en indeseable, que alentara la decisión de Xena en el camino de la separación. Al fin y al cabo, no era más que una aldeana con más debilidades que ventajas. Pero al parecer Xena no pensaba así. Y, en todo caso, si algún día ella tomara esa decisión, separar sus caminos, no lo haría en razón de las infundadas incapacidades de Gabrielle, sino todo lo contrario. Enviaría a la bardo de regreso a Poteidea para preservar la riqueza que representaba. Jamás había encontrado un ser tan puro en toda su vida. O tal vez sí, y seguramente acabó atravesándolo con su espada antes de que pudiera demostrárselo. Gabrielle malinterpretó el nuevo gesto de desagrado que se dibujó en el rostro de Xena. Le costó un terrible esfuerzo decir lo que dijo a continuación: —Me iré si así lo deseas –dijo débilmente. Xena se agitó. "¿Cómo, por todos los dioses, había Gabrielle engarzado sus palabras con su propia inquietud interior?". Era como si hubiera seguido el hilo de sus pensamientos. —No –dijo claramente, quizás con demasiado ímpetu —. No –volvió a decir, esta vez más sosegadamente —... Quiero decir –vaciló —, no si tú no lo deseas –parecía turbada, insegura, y Gabrielle lo notó. Antes de que pudiera replicarle, la voz interior de Xena ya había elaborado toda una ruta de pensamientos. Se dijo a sí misma que estaba siendo egoísta. Profundamente egoísta. Se había acostumbrado demasiado a esa rutina dual, a hacer las cosas junto a alguien, ella que tan autosuficiente había sido siempre. Y por mucho que a veces su otrora alma solitaria reclamara puntualmente una soledad egoísta, era éste con mucho un egoísmo mayor. Deseaba que la bardo continuara junto a ella. Pensar en lo contrario le provocaba un aturdidor vacío que jamás antes había sentido. Y éste era su nuevo egoísmo. Era consciente de que su pasado iba a perseguirle siempre, todos los días de su vida, y era un pasado con muchos filos. Había cambiado el sentido de su espada, convirtiéndola en instrumento de justicia y no de maldad, y sabía que tendría que seguir usándola, pues cientos, y no uno, eran los corazones oscuros que todavía asolaban el mundo. Y Gabrielle, suspiró, siempre estaría allí. Cada vez que se cruzara con una milicia renegada, con un grupo esclavista; cada vez que alguien la buscara para ganar su nombre, para hacerle pagar su pasado, cada vez que... por eso era egoísta. Deseaba la compañía de Gabrielle, pues temía la soledad tras haber conocido la sincera compañía. Pero también sabía los riesgos que ello entrañaba. Inspiró profundamente y encaró la mirada de Gabrielle —. Hagamos un pacto –le dijo súbitamente. Gabrielle arqueó una ceja, extrañada.
  • 25. —¿Un pacto? —Sí. —¿Qué tipo de pacto? Xena tomó aire. Le iba resultar difícil decir aquello. —Escucha, Gabrielle. Aprecio mucho tu compañía y valoro aún más tu amistad pero... la rompería en un instante, sin dudar, si con ello creyera que ibas a sobrevivir más allá de mí misma. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L Gabrielle inició una protesta. No estaba segura de lo que Xena le estaba diciendo y tampoco estaba segura de que quisiera seguir escuchándolo. Intentó decir algo, pero Xena la acalló con un gesto. —Soy una asesina, Gabrielle. Déjame hablar... –le espetó, cuando vio que la joven iniciaba un nuevo gesto de protesta —Y lo soy tanto por acción como por omisión. Lo soy cuando permito que tú sigas a mi lado y cuando por ello te hieren –bajó fugazmente la mirada hacia el pecho contusionado de Gabrielle —. Tú pareces pagar un tanto de mis deudas con la humanidad, pues ella no distingue cuando arremete con ciega furia. Si sigues a mi lado, algún día, sin que ninguna de las dos pueda evitarlo, caerás bajo su hierro. Y tú no eres la deudora. Sólo yo lo soy. Sólo yo fui quien guió mi odio y mi furia. Así –volvió a tomar aire —, quiero que me prometas una cosa Gabrielle. Gabrielle aguardaba con expectación. —Abandóname –Xena dudó una milésima antes de continuar al percibir el súbito y fugaz dolor que ensombreció los ojos verdes de Gabrielle, pero se obligó a continuar —. Hazlo sin dudar el día que te lo pida, pues ten la seguridad que si algún día así lo hiciera, sería por muy buenas razones. No pareces creer que tus dones son mucho más valiosos de lo que puedan llegar a ser los míos, si acaso los tuviera –torció el gesto —y estimo que la continuidad de tu camino en este mundo será mucho más necesaria que la mía. Ese es el pacto que te pido. Tu compañía... –pareció vacilar en su forzada seguridad —me es muy importante y no lo voy a negar. Simplemente has traído la luz a mi vida, Gabrielle –suavizó el tono de voz, intentando sonreír —. Dudo que mi camino hacia la redención tuviera tanta firmeza si tú no estuvieras aquí para... apoyarme –pareció acallar un súbito dolor, pero se rehizo —. Prométeme que te irás de mi lado si así te lo pido, pues mis razones dirán que será por tu bien, pero créeme si te digo que, en el fondo, sería por el mío. Porque tu bien es mi bien. Gabrielle se sintió profundamente conmovida. Xena acababa de desnudar su alma ante ella, no toda, no tanta, pero sí una porción gigantesca, vital. Quiso abrazarla, quiso rodearla con sus brazos y acunar su morena cabeza en su hombro, invertir el orden por una vez y ser ella la protectora y decirle "basta, saca todo tu dolor, tu miedo, tu cólera, que nada ocurrirá. Déjate mecer por una vez, déjate proteger, muéstrame tu debilidad para que pueda conocerla y preservarla del mundo. Ven a mí de una vez". Así que la miró directamente a los ojos y, extrañamente aún para ella misma, se oyó decir con una pasmosa seguridad: —Lo haré. Y tu pacto será también el mío. Prométeme que me abandonarás cuando mi presencia ya no aporte nada a tu vida, cuando el riesgo sobre ti misma sea superior al riesgo sobre mí. Porque... –y ahora fue ella la que acalló con un gesto el intento de réplica de Xena —porque... –repitió — conozco tus dones aunque tú quieras ignorarlos y no sabes cuán valiosos son, mucho más allá de nosotras mismas. Tus dones se proyectan sobre el resto de la Humanidad y tengo la absoluta certeza de que tu propia ceguera ante ellos no impedirá su despliegue –agitó su cabeza, permitiéndose sonreír por primera vez —. Y acepto el pacto porque, Xena, tu bien también es mi bien. Por un instante reinó el más absoluto de los silencios y fue en ese micro espacio de tiempo que ambas bucearon en sus miradas y vieron más allá de las palabras, más allá del mundo descrito. Así sellaron su pacto. Fue Xena la que, por una vez, se adelantó a un abrazo. Lo hizo con delicadeza, temiendo lastimar aún más la herida de Gabrielle y ésta la rodeó también con sus brazos con una fuerza inusual. No cruzaron una sola palabra, no hacía falta. Mantuvieron el abrazo unos largos segundos, durante los cuales una, la guerrera, experimentó el alivio de un contacto ante el cual siempre se había mostrado reacia, temerosa del caudal de debilidad que podría abrir y otra, la bardo, por fin pudo materializar el consuelo que siempre había querido volcar sobre la atormentada Xena.
  • 26. Hubo algo más durante esos largos segundos, algo terrible. Xena se dio cuenta de que Gabrielle estaba muerta. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L Sigue — —>
  • 27. A LOS OJOS DE UN DIOS BORRACHO. 5ª parte. Autora: Elxena "El corazón no le latía", musitó la guerrera, a sí misma, al mundo, agitando pesarosa la cabeza en el camino de sus recuerdos, "el corazón no le latía". VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L Una fría lengua de viento volvió a levantar un puñado de hojas secas alrededor de sus gastadas botas, y volvió a rememorar aquel abrazo, aquella súbita sospecha cuando notó, extrañada, que algo no iba bien; cuando, sin explicárselo aún, dirigió su atención a la búsqueda del regular pulso que debía estar allí, en Gabrielle. Entre sus múltiples cualidades se hallaba la de un sentido de la percepción extraordinariamente desarrollado. Un sentido que la había salvado en innumerables ocasiones. Un sentido que ahora había abierto un boquete de pánico en su corazón. Recordó cómo, de forma inconsciente, colocó su mano sobre el cuello de la bardo. Y se sintió desfallecer. No podía ser. Volvió a hacerlo y el miedo mordió su corazón. Para entonces Gabrielle se había apartado ligeramente de ella, con un brillo divertido y confuso en los ojos: —"¿Se puede saber qué haces Xena?". — ¿Se puede saber qué haces, Xena? –le preguntó Gabrielle con un brillo divertido y confuso en los ojos. Brillo que se transformó en alarma cuando vio la expresión de Xena. — ¿Qué pasa? Si Xena hubiera podido responderle se hubiera encontrado con que no habría sabido qué. En vez de ello, posó la palma de su mano sobre el pecho de Gabrielle, justo donde se hallaba la contusión. Allí no latía ningún corazón. Xena respiró agitadamente. Gabrielle necesitaba una respuesta a su actitud y no deseaba en absoluto proporcionársela. — Xena, me estás asustando. ¿A qué se debe esa expresión? Por primera vez en toda su vida Xena supo lo que era el pánico. Notó con desasosiego que el silencio en el pecho de Gabrielle y el del pueblo eran dolorosamente similares y se preguntó hasta qué punto estaba relacionado con ello la súbita desaparición de sus habitantes, o del mismo pozo... o de esa casa... o de esa otra... El árbol de aquel callejón, el montón de heno acumulado a un lado, ¿el tejado de aquel comercio? Xena creyó perder la razón. Todo estaba fluctuando a su alrededor, de forma aleatoria, caprichosa, demencial. Las casuchas oscilaban de una dimensión a otra, súbitos cambios físicos en el entorno que la sumieron en un estado de espantosa irrealidad. Lo último que escuchó antes de perder el conocimiento fue la voz de Gabrielle que, aterrada y urgente, le preguntaba una y otra vez: "por qué, por qué, por qué..." Silencio.
  • 28. Absoluto, sepulcral. Y una voz: "vuelve el águila a su nido". Y otra, sarcástica: "vuelve el carroñero, el instrumento del mal". Y el silencio de nuevo. La despertó una niña, un bebé apenas. De tez pálida, ojos grandes. Con el cuello seccionado por una profunda herida. Le sonreía. — Eres tú —le espetó con voz infantil. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L Y Xena, aturdida, preguntó: — ¿Quién... soy yo? — Tú eres el águila que vuelve al nido, el carroñero y el instrumento del mal. Tú eres por quién yo fui muerta. Tú fuiste la mano que detuvo el cumplimiento de mi destino. Xena se sintió desfallecer. Notaba que estaba tumbada sobre algo frío y duro, aunque la oscuridad que reinaba a su alrededor le impedía percibir nada más. — ¿Qué es esto? –y a continuación, con alarma, girando su cabeza a un lado y a otro, buscando —¿Y Gabrielle? ¿Dónde está Gabrielle? La niña sonrió. — Yo soy Gabrielle. Xena sintió un agudo ahogo en su pecho. La niña prosiguió: — Ella está ahora en mí. También murió por tu mano. Yo soy todos los que por ti murieron. Los ojos de Xena se agrandaron con horror. Se sentía débil, perdida, confusa. — Explícame, por favor... –le suplicó en un susurro, alargando una mano temblorosa hacia la niña muerta —Por favor... –sentía en su interior una helada certeza, una premonición inconclusa, el camino de una verdadque no quería recorrer. — Mira a tu alrededor –y, ante un aleteo de la niña con su mano, Xena notó que la oscuridad iba resbalando hacia una penumbra casi perceptible, donde los contornos empezaban a perfilarse, aunque aún algo difusos. Vio entonces los cuerpos mutilados, la sangre en las paredes, los restos humanos esparcidos, el humo acre, el dolor, el miedo, la ira, el absoluto terror. El pastoso olor de la muerte. El olor a óxido. Una náusea sacudió su estómago. Vio la carne sanguinolenta y mórbida, vio a mujeres y hombres convertidos en guiñapos, los labios abiertos de sus heridas, el hedor de sus cuerpos, el horror congelado en sus rostros. Vio a su propio hermano llorando en un rincón. — ¡Lyceus! –gritó, intentando ir hacia él. No pudo. Él alzó sus palmas en un gesto de muda desesperación, infinito dolor y reproche. : "¿por qué me convertiste en tu excusa?¿Por qué hiciste de mí la causa de tanto dolor?" –y, mirándola fijamente, añadió: — "Ahora vivo entre ellos y... me duele, me duele mucho, hermana". Entonces, un musculoso guerrero de fiera envergadura se materializó de la nada junto a Lyceus y, blandiendo una pesada y afilada espada, partió su cráneo en dos. Xena gritó con terror, con desesperación, pero nada pudo hacer. El guerrero de la nada remató su macabra faena propinando una violenta patada al cuerpo roto que había sido Lyceus. Xena sintió resbalar unas lágrimas y se llevó una mano al pecho, allí donde todo el dolor, toda la pena, habían anidado. Volvió a escuchar en ese momento el par de voces que habían dado la bienvenida a su
  • 29. consciencia, la primera de ellas suave, la segunda, sarcástica: — Alimenta a tus polluelos, guerrera. — Afila la hoja de tu mal. Y algo fue lanzado rodando a sus pies. Lo miró. Era la cabeza de Gabrielle. Perdió el conocimiento. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L Ahora estaba en un jardín marchito, el sol castigando sus pupilas, arrasando su lucidez. Ahora la niña estaba sentada sobre sus rodillas. No se mostraba inquieta. Sólo la miraba atentamente. Xena tomó aire profundamente, parecía haberse olvidado de hacerlo hasta ese momento. Frunció el ceño. Algo le dolía muy en su interior. — Por favor... –volvió a suplicar Xena. La niña posó una pálida manita en el pecho de Xena. — ¿Tienes miedo? Xena asintió. — Mucho. — ¿Tenías miedo antes? — ¿Antes? –replicó, confusa. — Durante tus días de Señor de la Guerra. Xena se mordió el labio inferior. Su cuerpo y su rostro estaban cubiertos por una leve pátina de sudor, el cabello húmedo pegado a la frente. — Yo siempre he tenido miedo –se oyó decir a sí misma. No lo entendía. ¿Miedo? ¿De qué? —Por favor... –volvió a pedir —Necesito saber qué... –y miró a su alrededor —... es todo esto. La niña, de repente, le besó en la barbilla. — Hace un segundo mataste a Gabrielle y ahora estás loca –le dijo con voz cantarina. Empezó a jugar a hacer palmas contra la armadura de la guerrera, siguiendo el ritmo de su propia letanía —. Loca, loca, loca. Xena se sintió morir. Quiso gritar, pero un abismo de silencio se alojó en su garganta. Intentó apartar a la niña de su regazo y, cuando lo hizo, sujetándola por las axilas, la niña se deshizo violentamente entre sus dedos, dejando un rastro de polvo sanguinolento del cual pronto estuvo llena de pies a cabeza. Volvió a suplicar. — Por favor, por favor, por favor. Durmió, pero ya no volvió a despertar. No al menos en aquel lugar. — Xena, ese cuadrado rueda hacia mí con ira y con pena, detenlo, detenlo –pedía Gabrielle. Volvía a estar ¿consciente? Abrió los ojos. No era Gabrielle. Tampoco era la niña. Era ella, con la voz de Gabrielle, con el cuerpo de la niña.
  • 30. — Quiero morir –pidió. Y entonces un gato obeso, a su lado, moviendo el bigote, le espetó, divertido: — ¿Por qué? ¿Porque un cuadrado ruede hacia ti con ira y con pena? Xena lo miró. Y quedó ciega. Ahora ni veía ni oía. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L Pensó en Gabrielle. Supo entonces por qué aquella muchacha era tan importante para ella, ahora lo comprendió. Se sintió irracionalmente feliz y absurdamente cuerda. Pero todo lo volvió a olvidar instantes después. El gato lamió su mejilla, ronroneando. Las voces graves, profundas, hablaban entre sí pausadamente. —¿Qué le habéis hecho? —preguntó una voz azul. — Hemos jugado con su mente y su corazón, con su ira y su bondad —le respondió una voz roja, algo pastosa. —¿Su bondad? –preguntó extrañada la voz azul. —La tiene, sin duda –replicó, asintiendo, la roja. —Un Señor de la Guerra bondadoso –musitó la azul. — Ya no lo es. Ya no lo era cuando empezamos a jugar con ella –dijo la voz roja —. Ya no es un Señor de la Guerra. —¿Qué le habéis hecho? –volvió a preguntar azul. —Hemos jugado. Y los juegos, juegos son. —¿Por qué? —¿Por qué qué? —¿Por qué ella? ¿Por qué jugásteis así? ¿Por qué todo lo que ha visto? —¿Por qué no? —Eres un dios cauto, pero eso te hace ser también sumamente irritante. —No te alteres. Las diosas alteradas provocan profundas y oscuras simas en el Universo. La diosa de la voz azul sonrió levemente. —Juegas con las palabras del mismo modo que juegas con los mortales. —Me gusta. Me aburro. Ellos y ellas están para eso –y el dios Rojo echó un largo trago de un odre viscoso.
  • 31. —¿Los mortales? —Los mortales –asintió, tragando con fruición. —Volveré a preguntarte lo mismo –dijo ella —. ¿Qué le habéis hecho? El dios Rojo suspiró y en algún lugar de Anatolia un bosque entero de cedros vio quebrado sus árboles. —Xena era la favorita de Ares, era el instrumento del mal del dios de la guerra, su mejor baza, la servidora perfecta. Empezó siendo una aldeana que tan sólo quería defender su aldea. Después, la venganza anidó en su corazón. El ansia de poder llegó posteriormente. El odio fue el que venció al final. VE FA R SI N FI ÓN C O EN R IG ES I N PA A L, Ñ O L —¿Y ahora? —Ares sólo me pidió que lo intentáramos. Quiere desequilibrarla, arrancar de sus pies la frágil tabla de la cordura. Quiere verla tambalearse, para recogerla en el momento de la caída. Quiere que vuelva a ser suya, quiere volver a tenerlo. El corazón de Xena. El oscuro nido donde anidaban sus hambrientos polluelos, sedientos de sangre y horror. La otrora Destructora de Naciones se escapó de entre sus divinos dedos y ya no le pertenece. Giró hacia la luz. Fue un mal día para la guerra ése. Salvó a un niño. El resto es historia. Un dios Amarillo se acercó a ellos, uniéndose a la conversación. — ¿Por qué le interesa tanto a Ares? –inquirió. El dios Rojo encogió sus hombros. — Yo jamás pregunto. Nunca hay una razón que me interese –y volvió a beber de su odre. El dios Amarillo se fue a amanecer a algún lugar del mundo conocido, estelado de ocre. La diosa Azul se acercó más a Rojo. —¿Pretende Ares subyugarla a través de la locura? Rojo asintió. — Ella piensa que ha matado a la tal Gabrielle, ahora lo verás. La haremos retornar al mundo real, junto a su amiga. Este paseo por todos sus demonios interiores ha hecho mella en ella. Tiene su pasado a flor de piel. En realidad todo ha tenido su principio hace unos días, cuando atacó a una milicia esclavista. Uno de los bajuun que mató era fragmento de carne de Ares, una de sus creaciones aún en estado embrionario, un asesino cuya alma había empezado a emponzoñarse con el hálito venenoso del dios de la guerra. Todavía no estaba completo, por eso no era poderoso, por eso Xena pudo matarlo, atravesarlo con su espada y salpicar sus botas con la sangre del maldito. —¿Ella lo sabía? –inquirió Azul. — Por supuesto que no. ¿Acaso crees que los planes de los dioses son despojos prestos a ser adivinados por los mortales? –hizo un gesto de desprecio —. Sólo fue una coincidencia. Se encontró con ellos y todo acabó como acabó. Ella notó algo pero nunca sabrá qué. Estuvo a punto de reconocer el aliento de Ares en ese esclavista, un aliento que había sido el suyo propio. A Ares no le hizo ninguna gracia, debo añadir. — ¿El agua de ese odre del que bebió la muchacha estaba envenenada? –preguntó ella. — Oh, vamosss... –siseó el dios Rojo —No seas vulgar, querida, no agravies mi ingenio. Eso sería demasiado fácil, demasiado poco. No, no será el odre, no tiene nada que ver. La rubita tenía sed, yo ya había empezado a hacer desaparecer el pueblo y... pst, ¿qué quieres que te diga? –se alzó de hombros —, a veces me doy asco yo mismo de lo amable que soy. —¿Y ahora? –preguntó ella. — Bueno, ahora ella, Xena, despertará. Pero no despertará... –rió sin alegría —Verás, ella creerá despertar, pero sólo lo habrá hecho de uno de los sueños. Nos hemos tenido a bien envolver a la